Los reinos cristianos orientales desde 1035. Del imperio de Sancho el mayor a la Corona de Aragón

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TEMA XVI. LOS REINOS CRISTIANOS ORIENTALES DESDE 1035: DEL IMPERIO DE
SANCHO EL MAYOR A LA CORONA DE ARAGÓN.
• INTRODUCCIÓN: NAVARRA, ARAGÓN Y CATALUÑA ENTRE LOS SIGLOS XI−XIII.
Las uniones y separaciones, alianzas y enfrentamientos que jalonan la historia de al−Andalus y de los reinos
cristianos occidentales tienen su equivalente en la zona oriental durante este período que se inicia con la
división de los dominios de Sancho el Mayor entre navarros y aragoneses (1035), que se unen en 1076 para
separarse definitivamente a la muerte de Alfonso el Batallador en 1134. Tres años más tarde, Aragón se une al
condado de Barcelona con el que se mantendrá unido durante toda la Edad Media aunque cada Estado
conserve su propia organización, intereses políticos, Cortes... Teóricamente, Navarra forma parte de la Corona
de Aragón y así lo da a entender Roma al incluir los territorios navarros bajo la metrópoli de Tarragona, pro
en la práctica los navarros mantienen su independencia gracias a una hábil política de equilibrio y contrapeso
entre Aragón y Castilla a pesar de los diversos pactos firmados entre ambas Coronas para ocupar y repartirse
el reino. La proximidad a los territorios franceses y la necesidad, en ocasiones, de buscar apoyo político y
militar frente a Castilla o Aragón llevará a los reyes navarros a una alianza primero con miembros de la
nobleza francesa, con los condes de Champagne, y en la segunda mitad del siglo XIII con la casa real francesa
cuyos herederos serán al mismo tiempo reyes de Navarra.
Navarros, aragoneses y catalanes −dirigidos éstos por los condes de Barcelona− se enfrentan y colaboran en el
cobro de parias y control de los reinos de taifas a lo largo de este período durante el cual a Navarra y Aragón
se une el reino de Zaragoza, conquistado por Alfonso el Batallador, y más tarde incorporado a Aragón, que
corta de este modo la expansión de los navarros hacia el sur, hacia tierras musulmanas, hecho que agudiza la
orientación navarra hacia el norte de los Pirineos. También Aragón y Cataluña llevan a cabo una importante
penetración política en el sur de Francia al mismo tiempo que se extienden por tierras musulmanas al ocupar y
repoblar la tierra de Teruel (Aragón), Tortosa (Barcelona) y Lérida, reino cuyas fronteras catalano−aragonesas
permanecerán indefinidas hasta el siglo XIII. La repoblación del campo de Tarragona y restauración de la
sede arzobispal se relaciona, por un lado, con la conquista de Toledo y conversión de su sede en primada de
España, y sirve de otra parte como símbolo de la unidad político−eclesiástica entre Cataluña−Aragón y el
separado reino de Navarra.
Al igual que ocurre en los reinos occidentales, la repoblación de las tierras ocupadas exige conceder a quienes
se trasladen a ellas privilegios que compensen el evidente riesgo que supone habitar en zonas expuestas a las
correrías de los musulmanes o de los reinos vecinos, y en todos los reinos surgieron tierras nuevas en tanto
que sus pobladores tenían una condición nueva, diferente a la de los habitantes del norte: la libertad individual
y la unión entre los pobladores de cada aldea, villa o ciudad será la característica esencial de la población
asentada en la Cataluña Nueva (comarcas de Tarragona, Lérida y Tortosa), en la Tierra Nueva de Teruel y en
el Reino de Zaragoza, en los municipios de Castilla la Nueva y en los concejos leoneses y portugueses de
Extremadura, en todos los cuales se atrae a los pobladores mediante la concesión de fueros, cartas de
población o cartas de franquicia en las que junto a los privilegios concedidos a los repobladores se fijan las
normas de convivencia entre los vecinos de las nuevas poblaciones. Dentro de la Cataluña Nueva destaca
desde fecha temprana la ciudad de Barcelona, que recibe su carta de población en 1025 y donde surge un
importante núcleo de artesanos y mercaderes cuya actividad se ve favorecida por la proximidad del
Mediterráneo. La importancia de los artesanos y mercaderes de las zonas costeras diferencia a las ciudades
catalanas de las aragonesas, navarras, castellanas o portuguesas del interior, donde predomina la actividad
agrícola hasta tiempos muy posteriores. El auge de este comercio explica la importancia adquirida por
Cataluña, que se convierte en el motor de la Corona de Aragón y orienta su política exterior hacia el
Mediterráneo, hacia el control de las actividades comerciales.
• NAVARROS Y ARAGONESES ENTRE LA UNIÓN Y LA SEPARACIÓN.
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La hegemonía navarra sobre los príncipes cristianos desaparece con Sancho el Mayor. La división de los
dominios entre sus hijos y la falta de cohesión entre las tierras incorporadas por Sancho pusieron fin a la obra
unificadora emprendida por el monarca navarro. La monarquía pamplonesa queda relegada a un lugar
secundario mientras sobresale en Occidente el nuevo reino de Castilla unido al leonés y en Oriente el condado
de Barcelona desde el momento en que Ramón Berenguer I consigue imponerse a sus nobles. Frente al declive
navarro, los dos últimos tercios del siglo XI conocen la formación y el fortalecimiento del reino de Aragón.
Sancho no dividió el reino entre sus hijos: se limitó a confiar el gobierno de Castilla, Aragón y
Sobrarbe−Ribagorza a sus hijos Fernando, Ramiro y Gonzalo que, jurídicamente, dependerían del único rey,
García de Navarra. La decisión real de repartir el territorio, es decir, el poder, manteniendo una cierta unidad
de autoridad en la persona del primogénito y rey de Navarra, no es fruto de la improvisación ni de la simple
aplicación del derecho pirenaico tradicional, sino la manifestación del respeto a la diferenciación nobiliar
existente y como búsqueda de unos espacios controlables por cada monarca, con unas áreas de expansión
propias para evitar los enfrentamientos entre sí, todo ello, claro está, apoyado en la solidaridad y ayuda debida
por los pactos firmados entre ellos, como el de Ramiro de Aragón y García de Navarra, por el que
taxativamente aquél se obligaba a ayudarle con todo su poder si alguien intentase actuar violentamente o
resistir al rey de Pamplona.
En la práctica, los hijos de Sancho actuaron como reyes independientes y se opusieron a las pretensiones de
García. Las nuevas monarquías de Castilla y Aragón, pujantes y expansivas, chocarán con la patrimonial
navarra, cuyo rey, al perder el poder sobre los principados de su entorno, pierde también gran parte de su
capacidad militar y su propio patrimonio se convierte en tierra de conquista por ellos. Así, a pesar de la inicial
colaboración de los tres hermanos en la toma de Calahorra (1045), en 1043 se subleva Ramiro, quien, tras la
victoria de Tafalla se apodera de las tierras de Sobrarbe y Ribagorza al morir Gonzalo; en 1054 lo hace
Fernando, derrotando y dando muerte en Atapuerca al monarca navarro, lo que le permite apoderarse de
diversas tierras en Alava, Vizcaya, Santander y Burgos. La situación jurídica se invierte a partir de entonces:
el nuevo rey Sancho IV de Navarra (1054−1076) se reconoció vasallo de Fernando I de Castilla.
La avenencia no fue mayor entre castellanos y aragoneses. En este caso no hay fronteras comunes en disputa,
pero sí aspiraciones castellanas a establecer su dominio sobre el Ebro medio que se hacen más insistentes a
medida que se incrementa la presión política y militar sobre La Rioja. Estos objetivos políticos
castellano−leoneses se materializan en el compromiso por parte de León de proteger al rey musulmán de
Zaragoza a cambio de la entrega de parias. Ello implicaba, en definitiva, un freno a la expansión del reino
aragonés, y obligaron al monarca Ramiro I a enfrentarse a al−Muqtadir de Zaragoza y a las tropas castellanas
de apoyo en Graus (1063), donde murió. El reino, que en estos momentos limita al este con el condado de
Urgel, al oeste con el reino de Pamplona y al sur con el reino taifa musulmán de Zaragoza, pasa entonces a su
hijo Sancho Ramírez (1063−1094). Poco más tarde, cuando Sancho II de Castilla inicie una nueva guerra
fronteriza con Sancho IV de Navarra, Sancho Ramírez acudirá en ayuda del navarro que, sin embargo, no
podrá impedir la ocupación castellana de los montes de Oca, de la Bureba y del castillo de Pancorbo (1067).
La penetración masiva de los cluniacenses en Aragón, iniciada en tiempos de Sancho el Mayor, aumenta la
influencia de Roma, que comienza a ser vista como garantía de estabilidad, como poder supremo de
Occidente. A Roma se dirigen los monjes y condes catalanes cuando quieren ver legalizadas y protegidas sus
adquisiciones, y a Roma acudirá Sancho Ramírez de Aragón para legalizar sus derechos al trono discutidos
por la ilegitimidad del nacimiento de su padre. Pero no se trata sólo de legitimar una situación personal, sino
ante todo de obtener la protección pontificia frente a navarros, urgelitanos y castellanos, y para ello nada
mejor que utilizar las fórmulas feudales y declararse vasallo de la Santa Sede, a la que encomienda el reino
para obtener el reconocimiento del papa como rey de Aragón. Cincuenta años más tarde, Alfonso Enríquez de
Portugal recurrirá al mismo sistema para librarse de la tutela castellano−leonesa y afirmar la independencia
del antiguo condado transformado en reino.
La atracción ejercida por Roma sobre Aragón no es sólo de tipo espiritual. Los cluniacenses son los agentes
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de esta intervención que lleva a Sancho Ramírez a suprimir el rito mozárabe, pero ya antes, en 1064, Roma
había intervenido de modo directo en Aragón al pedir a la cristiandad que colaborara en la cruzada contra los
musulmanes peninsulares y al conseguir Alejandro II organizar una expedición contra la plaza fuerte de
Barbastro en la frontera con el reino de Lérida. En la campaña militar participan caballeros italianos, franceses
y catalanes, dirigidos éstos por el obispo de Vic y por el conde de Urgel, que compartirá con Sancho el control
de la plaza, reconquistada en 1065 por el rey musulmán de Zaragoza.
La competencia entre urgelitanos y aragoneses se extiende al cobro de las parias zaragozanas, cuya
importancia, así como los excesos de los cruzados, explica que en 1069 el rey navarro y el conde de Urgel se
comprometieran a no apoyar a los francos que pretendían atacar Zaragoza y a mantener la paz y la seguridad
de los caminos a cambio del pago de parias por Zaragoza; y contra Sancho Ramírez de Aragón apoyará el
monarca navarro a al−Muqtadir de Zaragoza en 1073.
En 1076, al morir asesinado Sancho Garcés, el reino de Navarra se une al de Aragón en la persona de Sancho
Ramírez, aceptado como rey único atendiendo a sus derechos y, también, al interés de los barones de uno y
otro reino que esperan obtener, actuando unidos, nuevos beneficios en el cobro de parias cuya cuantía se
incrementa desde la unión así como las tierras ocupadas a los musulmanes aprovechando las dificultades del
rey de Zaragoza tras la invasión almorávide. Sancho I Ramírez (Sancho V de Navarra) introdujo el rito
romano, construyó la catedral de Jaca e impulsó el avance aragonés hacia el sur, conquistando Graus (1083) y
Arguedas (1084), pero fracasando en el intento de conquistar Tudela (1087). Más tarde tomó Monzón (1089),
Albalate de Cinca, Zaidín y Almenar y construyó el castillo de Montearagón (1088) y la fortaleza del Castellar
(1091). Tras la conquista de Luna puso sitio a Huesca, en cuyo asedio murió en 1096. Su hijo Pedro
(1096−1104) ocupará la ciudad y cuatro años más tarde incorporará a sus dominios la fortaleza de Barbastro.
En apenas unas décadas Aragón había conseguido duplicar su extensión territorial, al ganar la denominada
Tierra Nueva, ubicada en el Prepirineo. Allí permaneció una parte de su antigua población musulmana, pero
también llegaron repobladores durante el reinado de Alfonso el Batallador (1104−1134), básicamente
procedentes de las zonas montañosas del norte.
Aunque apenas llegado al trono Alfonso I el Batallador inició la ofensiva militar contra los musulmanes,
conquistando las plazas de Ejea (1105) y de Litera (1107), su matrimonio con Urraca de Castilla y la
intervención en las guerras por la sucesión de Alfonso VI interrumpieron la expansión aragonesa, que sólo
será reemprendida en 1117 al desentenderse el rey navarro−aragonés de los asuntos castellanos. El Batallador,
muy influido por las órdenes militares del Temple y del Hospital, proyecta ahora una magna cruzada
peninsular que sería el preludio de su marcha como cruzado a Jerusalén. La cruzada contra Zaragoza, en la
que participaron numerosos francos dirigidos por Gastón de Bearne, fue un éxito total; tras la ciudad, los
ejércitos aragoneses ocuparon Tudela, Tarazona y toda la comarca próxima al Moncayo (1119) y se
aprestaron a llevar sus armas hasta Lérida, Tortosa y Valencia. Las metas están marcadas en la carta
fundacional de la cofradía de Belchite, precedente claro de las Ordenes Militares hispánicas: los cofrades
(1122) se comprometen a luchar contra los musulmanes hasta abrir la ruta desde Zaragoza al mar para desde
aquí llegar a Jerusalén, y de cuanto ganen a los musulmanes nada habrán de dar al rey; éste cede a la cofradía
ciudades, castillos y botín, y exime de todo tipo de impuestos a dos mercaderes que negocien en nombre de la
cofradía para aumentar sus recursos y facilitar la misión militar. Guerreros, los cofrades tienen los beneficios
eclesiásticos reservados a los clérigos...
Con la ayuda de estas cofradías y de los auxiliares francos, entre 1120 y 1133 Alfonso se apoderó de todas las
posesiones zaragozanas situadas en las cuencas del Jalón y del Jiloca, penetró en la serranía de Cuenca, asedió
Valencia y llevó a cabo una expedición militar por Andalucía (1125), recorriendo la vega de Granada y
llegando hasta Motril. De esa expedición regresó con varios miles de mozárabes, dispuestos a asentarse en las
zonas de la reciente repoblación aragonesa. Asimismo inició Alfonso I la penetración en la zona de los montes
de Teruel, avanzando hasta la localidad de Torre la Cárcel. En cambio, la ocupación del bajo valle del Ebro,
Lérida y Tortosa, fracasó: Alfonso I sólo pudo conquistar Mequinenza, posteriormente reconquistada por los
musulmanes, y se estrelló ante Fraga unos meses antes de morir, en 1134. Este fracaso se debió ante todo a la
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oposición del conde de Barcelona, familiar del Temple, que no podía tolerar que se le privara de las parias ni
que sus tierras fueran rodeadas por los dominios aragoneses y se cerrara la expansión de su condado hacia el
sur como en la práctica se había cerrado la posibilidad de expansión del reino navarro al reunir las nuevas
tierras en un reino independiente, el de Zaragoza. Esta situación explica que cuando Alfonso redacte un
testamento por el que cede sus reinos a las Ordenes Militares, la disposición no sea aceptada ni por la nobleza
navarra ni por la aragonesa, que decidieron ignorar el testamento y elegir su propio rey; la iniciativa partió de
los navarros a los que la unión realizada en 1076 no había producido los beneficios deseados.
El territorio incorporado al reino de Aragón, de gran amplitud, fue objeto de inmediata repoblación.
Permanecieron en él buena parte de sus antiguos ocupantes musulmanes, aunque en el caso de la ciudad de
Zaragoza se les expulsó del casco urbano, obligándoles a residir en un arrabal. Los repobladores eran de
diverso origen: nativos de las comarcas pirenaicas y francos, aparte de los ya citados mozárabes. En el medio
rural apenas se produjeron cambios, salvo que los castillos y la jurisdicción fueron otorgados a personas de la
nobleza, en tanto que, como cultivadores de la tierra, permanecieron básicamente los mudéjares, a los que se
conocerá en adelante por el nombre de exaricos. En la zona sur del reino, la que marcaba la línea que unía a
las villas de Calatayud, Daroca y Belchite, la repoblación recordaba a la puesta en marcha en las
Extremaduras de Castilla y León, pues el papel protagonista lo ostentaban los caballeros, que organizaban
expediciones sobre el territorio enemigo; sin embargo, los problemas derivados de la existencia de ciudades
de gran entidad y de una importante masa de población rural, así como las soluciones adoptadas, asemejan
más esta repoblación a la repoblación del reino de Toledo. En el orden religioso, por otra parte, se restauraron
las diócesis de Zaragoza y Tarazona.
• EL CONDADO DE BARCELONA. CATALUÑA Y LOS INICIOS DE LA POLÍTICA
ULTRAPIRENAICA Y MEDITERRÁNEA.
El saqueo y destrucción de Barcelona por Almanzor el año 985 tuvo la virtud de obligar a los condes de
Barcelona por un lado a romper los lazos con la monarquía francesa, cuyos derechos feudales pierden fuerza
al desaparecer la dinastía carolingia (987), y el conde de Barcelona convertido de hecho en la cabeza de los
condes y territorios catalanes toma la iniciativa en las relaciones con los musulmanes al tiempo que intenta
consolidar su poder feudal en el interior de los condados que reconocen su autoridad. La expedición a
Córdoba como aliado de los eslavos fue un éxito político−psicológico y económico para el conde Ramón
Borrell: el botín logrado permitió una mayor circulación monetaria y la reactivación del comercio; hizo
posible la reconstrucción de los castillos destruidos y la repoblación de las tierras abandonadas y, sobre todo,
sirvió para afianzar la autoridad del conde de Barcelona frente a sus vasallos.
Tras la desaparición del califato, los condes siguen una política similar a la de los demás reinos hispánicos y
se centran en el cobro de parias más que en la ocupación de tierras: SALRACH ha afirmado que entre 1000 y
1046 los avances se reducen a 10 kms. en la zona condal barcelonesa, a 20 en la de Vic y a apenas 25 en la de
Urgel y Pallars. La dirección barcelonesa se manifiesta también en este aspecto, en la firma de acuerdos con
los condes de Urgel o de Cerdaña para, juntos, conseguir y distribuirse las parias.
Pero este predominio en el terreno militar y económico del condado de Barcelona se resiente de los mismos
problemas que se suscitan en los restantes Estados peninsulares: la tendencia del conde a dividir el condado
entre los sucesores, que se ven obligados a dedicar una parte de sus energías a la unificación de los dominios
paternos, para dividirlos a su vez. Al morir Ramón Borrell (1018), deja sus dominios a su esposa Ermesinda y
al hijo de ambos, Berenguer Ramón I (1018−1035), menor de edad. La falta de autoridad del conde se tradujo
en la independencia de los nobles, interesados y al mismo tiempo obligados a actuar por cuenta propia ante la
incapacidad condal. La desastrosa actuación de Berenguer culminó con la ruptura de la unidad
Barcelona−Gerona−Vic mantenida desde la época de Vifredo.
Ramón Berenguer I el Viejo (1035−1076), bajo cuya obediencia se encuentra teóricamente su hermano, recibe
el condado de Gerona y el de Barcelona compartido con su hermano Sancho, mientras que el hermanastro de
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ambos, Guillermo, recibe el condado de Ausona (Vic); sobre los tres herederos, menores de edad, actúa la
condesa Ermesinda, que mantiene desde 1018 el condominio de todos y cada uno de los condados. La gran
obra de Ramón Berenguer I consistió en reunir de nuevo la herencia paterna, evitando la disgregación que en
el mismo año (1035) y por idénticas causas se había producido en los dominios de Sancho el Mayor de
Navarra.
La tutela de Ermesinda mantuvo la unión teórica de los condados hasta la mayoría de edad de Ramón
Berenguer I, pero no pudo evitar que los magnates actuaran en sus dominios con entera libertad. Al llegar a su
mayoría (1041) Ramón Berenguer I tuvo que hacer frente por un lado a los intentos de independencia del
noble Mir Geribert, y por otra parte a las pretensiones de Ermesinda que se negaba a renunciar al gobierno y
se apoderó del condado de Gerona. Al mismo tiempo, el conde de Cerdaña intervendría activamente en el
condado de Urgel y aspiraba a suplantar a los condes de Barcelona y Urgel en la protección y en el cobro de
las parias de Zaragoza.
Ramón Berenguer I supo maniobrar hábilmente y, con la ayuda del abad Oliba, logró un acuerdo con
Ermesinda y con los rebeldes del condado barcelonés (1044). Cinco años más tarde lograba la renuncia de
Sancho a sus derechos sobre el condado y emprendía la lucha contra Mir Geribert, señor de Olérdola,
descendiente de uno de los jefes de la expedición cordobesa cuyo botín le permitió la compra de numerosas
tierras situadas al sur del Llobregat en las que actuó Mir Geribert como verdadero soberano durante la minoría
de Ramón y Sancho. Una sentencia dictada por las altas jerarquías eclesiásticas del condado pondría fin en
1052 a los afanes independentistas de Mir Geribert, aunque en la práctica el conde barcelonés se vio obligado
a firmar un pacto o convención feudal para poner fin a la rebeldía del señor de Olérdola (1059).
Según JOSE MARIA MINGUEZ, en estos pactos feudales, materializados en documentos escritos, las
convenientiae, la nobleza especifica las condiciones de su sometimiento; por su parte el conde exige al noble
en cuestión, para recibirle en el círculo de sus fieles, la prestación del juramento de fidelidad, juramento que
debería ser renovado cuantas veces le fuese exigido por el conde, su señor; también se impone al vasallo el
reconocimiento de los derechos eminentes del conde sobre los castillos que detenta el vasallo; pero éste no
pierde el pleno control sobre ellos ya que se mantiene al frente de los mismos con la única condición de
ponerlos a disposición del conde cuando éste lo requiera. A través de estas convenientiae entre la alta nobleza
y el conde, convenientiae que se hacen extensivas a las relaciones entre esta nobleza y la nobleza inferior, va
consumándose en el condado de Barcelona la implantación de la estructura política feudal.
Poco antes de la sumisión de Mir Geribert, Ramón Berenguer I conseguía la renuncia de Guillermo al
condado de Vic (1054) y obtenía de su abuela Ermesinda la venta de sus derechos sobre los condados (1057).
Resueltos los problemas internos, el conde barcelonés se hallaba en condiciones de intervenir en los asuntos
musulmanes, lo que le permitiría obtener botín y parias y, simultáneamente, mantener ocupados a los nobles y
evitar las continuas sublevaciones. Ramón Berenguer I inició los ataques contra los musulmanes de Lérida y
Zaragoza como respuesta a las campañas realizadas por éstos contra el condado de Urgel en 1050; la
intervención del conde le permitió cobrar parias de ambos reinos, actuar, años después, como protector del rey
leridano frente al de Zaragoza (1058) y ampliar considerablemente las fronteras de los condados de Barcelona
y Urgel.
El dinero de las parias procedente de los reyezuelos musulmanes de Tortosa, Lérida y Zaragoza sirvió a
Ramón Berenguer I para comprar los derechos de Ermesinda, pagar a sus fieles sin necesidad de enajenar el
patrimonio condal, llegar a soluciones de compromiso con la nobleza feudal yasegurar la hegemonía del
condado de Barcelona; otra parte importante de las parias sería destinada a la compra de condados y tierras
que Ramón Berenguer I consideraba importantes para legarlos en herencia a los hijos habidos en su segundo
matrimonio. Estas compras (algunos derechos sobre el condado de Razés y la ciudad de Carcasona) han
servido a algunos historiadores para hablar de un Imperio occitano−catalán, de la aspiración del conde a crear
un gran Estado que englobase las tierras situadas al norte y al sur de los Pirineos. Pero recientemente
ABADAL ha demostrado que el imperio pirenaico es una creación de los historiadores y no del conde, que se
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limitó a comprar algunos bienes para dotar a sus hijos Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, ya que los
condados recibidos de su padre pertenecían por derecho a Pedro Ramón, hijo del primer matrimonio −con
Isabel de Béziers− del conde barcelonés.
Sí es cierto, en cambio, que la superioridad del conde de Barcelona va a trascender pronto los límites del
condado para imponerse sobre el resto de los condes de la antigua Marca Hispánica. Superioridad que muy
pronto va a sancionarse institucionalmente, como recuerda MINGUEZ. De la misma manera que la victoria de
Ramón Berenguer I sobre la nobleza no sólo impidió la expansión del feudalismo, sino que aceleró la
construcción en el condado de una estructura política basada en relaciones personales que e anudan mediante
el pacto feudal u homenaje y que configuran una jerarquía política de nuevo carácter que consolida la posición
del conde sobre la nobleza de vizcondes, vicarios y vasallos de éstos. Y esta hegemonía en el interior del
condado de Barcelona se va a ampliar muy pronto a todo el ámbito de la antigua Marca Hispánica: uno tras
otro, los distintos condes del territorio van a ir prestando homenaje al conde de Barcelona y entrando en su
dependencia. El primero en hacerlo es Armengol I de Urgel, que de esta forma sanciona institucionalmente la
óptima relación política y familiar que siempre había existido entre el condado de Urgel y el de Barcelona.
Asimismo entre 1060 y 1076, año de la muerte de Ramón Berenguer I, el ejemplo del conde de Urgel será
seguido por los condes de Besalú, Cerdaña, Pallars, Ampurias y Rosellón. Pero no se puede hablar todavía de
una vertebración política de todos los condados catalanes bajo la hegemonía de Barcelona; las convenientiae
que regulan las relaciones entre estos condes y Ramón Berenguer I tienen aún un fuerte componente de
alianza militar entre formaciones iguales en el orden político, aunque todos reconozcan la superioridad militar
y económica del conde de Barcelona.
El proyecto de mantener unidos los condados en manos de Pedro Ramón no llegó a realizarse debido al
asesinato de la segunda mujer de Ramón Berenguer I, la condesa Almodis (1071) por el heredero, que se vio
obligado a huir y halló refugio en al−Andalus. Una vez más, el conde de Barcelona repartió los condados
entre sus dos hijos: Ramón Berenguer II (1076−1082) y Berenguer Ramón II (1076−1097), pero sin
dividirlos, ya que ambos condes debían actuar mancomunadamente bajo la dirección teórica del primero.
Ramón Berenguer II Cap d´estopes inició su gobierno con una intervención activa a favor de al−Mutamid de
Sevilla en la guerra árabo−beréber, aunque con dudosos resultados militares y económicos, ya que las tropas
catalanas no lograron levantar el asedio de Murcia y al−Mutamid pagó los servicios del conde con moneda de
baja ley.
Pese a las disposiciones testamentarias de Ramón Berenguer I y a diversos acuerdos −como el de 1079
auspiciado por el Papa Gregorio VII− entre los hermanos, no se llegó a una solución satisfactoria en el reparto
de los bienes y derechos condales y Berenguer Ramón II hizo asesinar a su hermano en 1082. Frente al conde,
acusado abiertamente del asesinato de su hermano, se alza una parte de la nobleza catalana que confía la tutela
de Ramón Berenguer III, hijo del conde asesinado, a Guillén Ramón de Cerdaña, quien actuaría en adelante
como verdadero conde de Barcelona firmando acuerdos con los nobles y comprometiéndose a dirigirlos hasta
haber hecho justicia. Poco más tarde, Berenguer Ramón II llegaba a un acuerdo con sus oponentes (1086) y se
hacía nombrar tutor de su sobrino.
La pacificación interior permitió a Berenguer Ramón II intervenir de nuevo en las querellas musulmanas en
apoyo del reyezuelo de Tortosa−Lérida contra Valencia, donde Alfonso VI de Castilla había logrado imponer
al destronado rey de Toledo. Atacado el rey de Lérida simultáneamente por las tropas castellanas de Valencia
y por las musulmanas de Zaragoza dirigidas por el Cid, nada pudieron hacer los aliados del leridano. Valencia
siguió en manos de Alfonso VI, que confió su defensa al Cid, contra el que se estrellarían todos los intentos de
Berenguer Ramón II, al que los castellanos harían nuevamente prisionero en la batalla de Tévar (1090).
Los fracasos militares de Berenguer Ramón II y la infeudación del condado a la Santa Sede le suscitaron
numerosos enemigos que aprovecharon la mayoría de edad de Ramón Berenguer III para obligar al conde a
someterse a juicio ante Alfonso VI de Castilla −al que ya en 1082 se había ofrecido la tutela de Ramón y el
señorío sobre los condados− para responder del asesinato de su hermano. Vencido en el duelo fue declarado
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homicida y tuvo que renunciar al condado (1097) y exiliarse a Tierra Santa, donde murió poco después.
Es entonces cuando Ramón Berenguer III el Grande (1097−1131) accede al poder. Las líneas de actuación
política que van a prevalecer durante los treinta y cinco años de su gobierno son la consolidación de la
hegemonía del condado de Barcelona en todo el noreste peninsular y la expansión hacia los territorios del sur
y sudeste francés −la Occitania. Ambas líneas de actuación responden a directrices políticas heredadas de la
etapa anterior y tienen que ver con el cierre de las vías de expansión del condado barcelonés hacia el sur
peninsular, en un momento en que los leoneses están firmemente asentados en Valencia y en que los
almorávides están iniciando la gran ofensiva que terminará con la ocupación de Valencia y Zaragoza. Frente a
los ataques almorávides, el conde intensificó la repoblación de la comarca de Tarragona, abandonada por los
musulmanes durante las guerras de fines del siglo XI y ocupada por grupos aislados de repobladores cuya
presencia permitió restaurar la sede arzobispal de Tarragona (1089−1091), aunque fijando provisionalmente la
residencia del metropolitano en el obispado de Vic. La repoblación definitiva de la zona fue encomendada al
normando Roberto Bordet, uno de los cruzados llegados a la Península en ayuda de Alfonso el Batallador.
La colaboración con el mundo europeo y cruzado tiene otras manifestaciones no menos importantes para la
futura orientación política de Cataluña: en 1114−1115 Ramón Berenguer colabora con una flota pisana
llegada a Sant Feliu de Guixols y emprende la conquista de Mallorca de acuerdo con los señores de Narbona y
Montpellier, bajo la dirección del legado pontificio que representa los derechos del Papa sobre las islas,
incluidas como toda la Península en el legado hecho por el emperador Constantino el Grande al Pontífice. La
intervención pisana tenía como finalidad poner fin a la piratería de los mallorquines y para conseguirlo no
bastaba tomar militarmente las islas sino que era preciso establecer una población permanente; los intentos de
conseguir que los catalanes permanecieran en las islas fracasaron porque ni éstos se hallaban interesados en
otra cosa que el botín ni disponían de hombres ni de medios para mantener el control de Mallorca, y la isla
sería rápidamente ocupada por la flota almorávide. Esta actuación coincidió con un ataque desde Zaragoza
sobre las tierras catalanas, cuya defensa era más importante para el conde de Barcelona que la ocupación de
Mallorca. El contacto con los cruzados pisanos hizo concebir a Ramón Berenguer la posibilidad de utilizar la
cruzada contra los musulmanes de Tortosa y con esta idea se dirigió a Roma en 1116 al tiempo que renovaba
la infeudación del condado a la Santa Sede, a la que convertía en protectora no sólo de las tierras catalanas
sino también de Provenza, disputada por el emperador alemán y por el conde de Toulouse. La cruzada
tortosina fue abandonada ante el mayor interés que para los nobles francos y para Roma ofrecían las campañas
de Alfonso el Batallador contra Zaragoza.
La afirmación de la hegemonía barcelonesa en el marco de los territorios de la antigua Marca Hispánica era
una realidad de hecho desde la época de Vifredo. Lo que se produce ahora es la sanción formal de esta
realidad. Pero una sanción cargada de transcendencia en la medida en que la consolidación de esta hegemonía
constituye, en frase de J.M.SALRACH y M. AVENTIN, un momento culminante en el proceso hacia la
vertebración de Cataluña en una única unidad política bajo la hegemonía de Barcelona, hegemonía que se
traduce en la configuración, según estos mismos autores, de un auténtico principado feudal al que el resto de
los condes del entorno prestan vasallaje.
La intervención catalana en el sur de Francia se explica, pues, tanto como una acción complementaria al
fortalecimiento interior, como por la imposibilidad de expandirse hacia el sur a la que antes se ha hecho
referencia. En 1082, al ser asesinado Ramón Berenguer II, se habían perdido Carcasona y el condado de
Razés, comprados por Ramón Berenguer I. El conde de Barcelona sólo vio reconocidos sus derechos sobre
Carcasona en 1107 al producirse una sublevación de los ciudadanos contra su señor Roger. Pero el
reconocimiento teórico careció de efectividad ante la falta de ayuda de Ramón Berenguer III, ocupado en la
defensa de su territorio contra los almorávides.
Sólo en 1112, al casarse con Dulce de Provenza, se preocupó el conde barcelonés de hacer efectivos sus
derechos sobre Carcasona, que serviría de punto de enlace entre Provenza y Barcelona. Bernanrdo Atón, señor
de Carcasona, reconoció la soberanía del conde catalán y se declaró su vasallo. Los territorios pirenaicos
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fueron ampliados con la incorporación de Besalú (1111) y Cerdaña (1118), por muerte sin herederos de sus
condes. Por sus posesiones pirenaicas y provenzales, Ramón Berenguer entraba en conflicto con los condes de
Toulouse con los que logró en 1025 un acuerdo por el que Provenza sería dividida entre Barcelona −la
Provenza marítima− y Toulouse −el marquesado de Provenza o Provenza interior.
A pesar de la fragilidad del acuerdo −apenas lograba mantener un equilibrio precario entre las tendencias
expansivas de los dos grandes condados de la zona− éste suponía una consolidación del poderío del condado
de Barcelona, que de esta forma compensaba la escasa actividad conquistadora desarrollada hasta el momento
en la Península. El condado de Barcelona no sólo había incrementado considerablemente su extensión
territorial, sino que había ampliado enormemente el radio y el peso de su influencia política. Sin llegar a
alcanzar el poderío militar y la influencia política que tenía en la Península el reino castellano−leonés, el
condado de Barcelona había dejado de ser un pequeño reducto encerrado en un rincón peninsular. En este
sentido, cuando a la muerte de Alfonso I el Batallador estalle la crisis sucesoria en Aragón, el condado de
Barcelona se presentará ante la nobleza aragonesa como una formación política con suficiente entidad como
para asumir y desarrollar las directrices políticas y militares del reino de Aragón, pero sin que esa entidad
amenazase con anular la identidad específica aragonesa; peligro que era más que potencial en el caso de la
unificación con Castilla. Así pues, los desarrollos aparentemente divergentes en el orden militar y político del
reino de Aragón y del condado de Barcelona habían preparado las condiciones objetivas para un proceso de
unificación política de gran transcendencia del que emergería la Corona de Aragón como una nueva potencia
política con una doble vocación: continental y marítima.
• LA CORONA DE ARAGÓN: REYES DE ARAGÓN, CONDES DE BARCELONA.
IV.l. La sucesión de Alfonso el Batallador y la unificación catalano−aragonesa.
Dos testamentos señalan el inicio y marcan el condado de Ramón Berenguer IV: el de su padre y el de
Alfonso el Batallador; en el primero, tras una serie de mandas piadosas finalizadas con la entrega a las
Ordenes militares del Sepulcro, el Temple y el Hospital de un manso en Llagostera, un caballo y un manso en
Vilamajor..., se nombra a Ramón Berenguer IV heredero del condado barcelonés, del condado de Tarragona,
Osona, Besalú, Cerdaña, Carcasona, Razés... El segundo de los hijos del conde, Berenguer Ramón, recibiría
Provenza así como las posesiones paternas en Rodez, Cavaldá y Carlat, y ninguno de los hermanos podría
enajenar los honores recibidos hasta llegar a la edad de 25 años; Ramón y Berenguer quedaban bajo el
patrocinio de Roma, a cuyos pontífices estaban infeudados los dominios de Ramón Berenguer III. La
posibilidad de reunir los dominios paternos está prevista al disponer que si alguno de los hermanos muriera
sin descendencia legítima el otro sería heredero universal, pero la tendencia a mantenerlos divididos es clara:
si ambos mueren sin descendencia, heredera de Ramón sería Berenguela, mujer de Alfonso VII de Castilla, y
herederas de Berenguer de Provenza, sus otras hermanas.
Del mismo año (1131) que el testamento de Ramón Berenguer III es el de Alfonso el Batallador, redactado
mientras se preparaba para atacar Fraga, Lérida y Tortosa, ciudades desde las que los almorávides podían
lanzar ataques contra el reino zaragozano ocupado por Alfonso entre 1118 y 1120. El rey navarro−aragonés,
preocupado ante todo por la guerra contra los musulmanes, deja como herederos de sus dominios a las
Ordenes militares del Temple, el Hospital y el Sepulcro, y cede Tortosa, si llegara a conquistarla, a la Orden
del Hospital. Las Ordenes recibirían igualmente las tierras y señoríos cedidos a los nobles, aunque éstos
podrían conservarlos mientras vivieran.
Tres años más tarde moría Alfonso y su testamento era discutido y rechazado por navarros, aragoneses,
zaragozanos, castellanos y catalanes. La disposición testamentaria de Alfonso era en parte ilegal, por cuanto si
el rey podía ceder a las Ordenes las tierras por él conquistadas, no podía disponer libremente de las recibidas
de sus antepasados, es decir, de Aragón, Sobrarbe, Ribagorza, Pamplona y la Tierra Nueva de Huesca, que
pertenecían legalmente no a la persona del rey sino a la dinastía. En estas tierras, los herederos legítimos eran
García Ramírez −en Navarra− y en Aragón Ramiro II el Monje, que además contaban con el apoyo de la
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nobleza laica y la jerarquía eclesiástica, que no compartían la admiración de Alfonso por las Ordenes militares
y se negaban a entregarles sus señoríos, prefiriendo elegir a un rey que reconozca, como precio de su elección,
el carácter hereditario de los mismos; pero ni las Ordenes militares ni, en su nombre, Roma, podían aceptar la
pérdida de sus derechos, mucho menos en las tierras ocupadas por el Batallador; sin acuerdo con Roma y con
las Ordenes no habría solución pacífica al problema.
Tampoco Alfonso VII de Castilla reconoció el testamento del rey aragonés y aprovechando la confusión y la
debilidad aragonesa ocupó La Rioja, retenida por Alfonso I tras la ruptura del matrimonio con Urraca, y entró
en Zaragoza donde fue reconocido por la nobleza aragonesa. La ocupación de la ciudad conllevaba el dominio
del Regnum Caesaragustanun, es decir, de la totalidad de los territorios del Ebro conquistados por Alfonso I;
con ello Alfonso VII conseguía hacer efectiva la vieja reivindicación leonesa sobre los territorios de la antigua
taifa de Zaragoza. En nombre del rey castellano se hizo cargo del reino de Zaragoza García Ramírez de
Navarra, vasallo de Alfonso VII y en quien en un primer momento la nobleza aragonesa había pensado para
gobernar el reino, dado que según el derecho aragonés un clérigo −como era Ramiro II− o una mujer
transmiten sus derechos al trono pero no los ejercen plenamente sino por medio de un bajulus equiparado
normalmente al marido o tutor; en este caso especial se había querido recurrir a un pacto de filiación: Ramiro
sería el padre y los derechos reales los ejercería en su nombre su hijo García, fórmula que permitía mantener
unidas Navarra y Aragón. Fracasada esta solución, los aragoneses aceptaron como rey a Ramiro, que contrajo
matrimonio para dar un heredero al reino, y el nacimiento de Petronila obligó a buscar un marido al que los
nobles pudiesen obedecer sin desdoro. Al nacer Petronila, Alfonso VII aceptó como rey de Zaragoza a Ramiro
de Aragón quien, una vez reconocidos sus derechos, se apresuró a devolver el reino al monarca castellano
mientras viviera éste, según unas fuentes, o mientras vivieran Alfonso y sus hijos, el primero de los cuales,
Sancho III, sería ofrecido como marido de Petronila.
Pero la posibilidad de unir los reinos de Castilla y Aragón no fue aceptada ni por la nobleza aragonesa ni por
Roma; la nobleza temía perder su independencia, ser absorbida por Castilla; Roma, que por un lado animaba
la unión de los cristianos, por otro no estaba dispuesta a consentir el despojo de las Ordenes militares, máxime
cuando, desde que el rey Sancho Ramírez prestara homenaje al Papa, seguía considerando a los reyes
aragoneses feudatarios suyos.
Enfrentados a esta realidad, los aragoneses buscaron a Petronila un marido conveniente para ellos y aceptable
por Roma; el elegido fue el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, familiar de la Orden del Temple y
cuyas posesiones, unidas a las aragonesas, podían servir de eficaz contrapeso a la potencia castellana. Esta
elección era enteramente favorable a la nobleza aragonesa: la relativa debilidad del poder barcelonés
garantizaba a los barones el mantenimiento de sus prerrogativas y les haría creer que ellos serían los dirigentes
no sólo de Aragón sino también de los condados catalanes, del mismo modo que en años anteriores habían
utilizado en su beneficio la unión con Navarra. Además, como ha demostrado PIERRE BONNASIE, mientras
Alfonso el Batallador consideraba vitalicios los señoríos y exigía su devolución a las Ordenes una vez
fallecido el titular, en Barcelona los señoríos eran hereditarios desde el siglo XI.
Así pues, concertados los esponsales de la niña Petronila con el conde de Barcelona, Ramiro II entrega a éste
la potestad sobre el reino de Aragón y vuelve a su retiro monástico. A Ramón Berenguer IV le correspondía
ultimar las negociaciones con las partes que podían sentirse de alguna forma agraviadas por la solución
adoptada: Alfonso VII de León y García Ramírez de Navarra, que habían sido desplazados de la sucesión; y
las Ordenes militares, con las que debería ultimar los flecos del acuerdo. Ramón Berenguer IV se apresuró a
regularizar la relación con Alfonso VII de León: nada más asumir la potestad sobre el reino de Aragón, se
entrevistó en Carrión con el rey leonés −ya emperador desde 1135− y le prestó vasallaje por el Regnum
Caesaragustanum. Por lo que respecta a las Ordenes militares, éstas cederán a Ramón Berenguer IV los
derechos que les correspondían sobre el reino de Aragón, recibiendo en compensación diversos castillos,
tierras y diezmos; Roma aceptó los acuerdos en 1158, con veinte años de retraso. Por otro lado, Ramón
Berenguer IV se comprometió a respetar el derecho tradicional aragonés y a mantener los privilegios de los
barones.
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La situación del conde barcelonés en el reino de Aragón era ambigua: por un lado, debía su nombramiento a la
elección de los aragoneses o, lo que es lo mismo, a su matrimonio con Petronila (1137); por otro, sus derechos
se derivaban de la cesión hecha por las Ordenes. Por el primer concepto y de acuerdo con el derecho aragonés,
Ramón Berenguer IV recibía las tierras y los derechos patrimoniales de la dinastía, pero sólo en usufructo, del
mismo modo que el vasallo recibe sus feudos del señor; tierras y derechos correspondían legalmente a los
hijos varones de Petronila, y, mientras éstos no existieran, a Ramiro II, único que podía utilizar el título de
rey. Para los que creen que este origen de la autoridad de Ramón Berenguer IV es el que prevalece,
considerándole un simple bajulus de Petronila o hijo de Ramiro II, lo que en definitiva reduciría
considerablemente sus derechos, la prueba se halla en el testamento de Petronila redactado en 1151 antes de
dar a luz: se considera reina única y nombra heredero, si falleciera durante el parto, al hijo que naciera si fuese
varón; Ramón Berenguer sólo sería rey, por decisión de Petronila, si el hijo falleciera sin descendencia
masculina o si el nacido fuera una niña. Además, no hay que olvidar que Ramón Berenguer nunca se tituló rey
de Aragón, sino princeps o dominator. Las limitaciones impuestas a Ramón Berenguer IV y el papel de
dirigentes que a sí mismos se reservaban los aragoneses dentro de la nueva confederación aparecen de
manifiesto en el cambio de nombre impuesto al primogénito del matrimonio; bautizado con el nombre catalán
de Ramón, los aragoneses impusieron el aragonés de Alfonso, con el que indicaban que el nuevo rey heredaba
directamente de Alfonso el Batallador sus poderes, ya que Ramiro y Petronila, por su condición de
eclesiástico el primero y de mujer la segunda, se limitaban a transmitir estos derechos. Por el contrario, a
favor de la tesis de que el origen de la autoridad de Ramón Berenguer procede de las Ordenes militares están
los acuerdos firmados con Castilla, en los que el conde no requiere la intervención de Petronila ni de Ramiro
II.
El predominio de Aragón se contrarresta con la hegemonía eclesiástica que desde Tarragona ejerce Cataluña.
De la misma forma que la ocupación de las tierras catalanas por Carlomagno fue acompañada de la
vinculación o dependencia de la Iglesia catalana al arzobispado de Narbona, la independencia política de los
condes fue seguida de la creación de sedes episcopales en cada uno de los condados, y la tendencia a
unificarlos al margen del mundo carolingio se manifiesta en el intento de unirlos eclesiásticamente mediante
la restauración de la antigua metrópoli tarraconense, que permitirá romper la dependencia respecto a Narbona
y, también, de Toledo, donde desde 1086 hay un primado de Hispania. Al mismo tiempo, al conseguir que
Roma incluya bajo la órbita tarraconense la Iglesia navarra, los condes de Barcelona−reyes de Aragón
recuerdan sus derechos sobre el reino, derechos que intentan hacer efectivos política y militarmente desde los
primeros momentos, aunque para ello sea preciso negociar con Castilla la división de Navarra, como luego se
verá.
IV.2. Las tierras nuevas de Aragón y Cataluña.
Las obligaciones feudales de Ramón Berenguer IV incluyen la ayuda militar a su señor, Alfonso VII, con el
que colabora en la campaña emprendida contra Almería (1147), en la que intervino igualmente en virtud del
vasallaje el navarro García Ramírez. Alfonso VII contó, además, con el apoyo naval de Génova y Pisa,
interesadas en el control del Mediterráneo occidental. Con esta campaña se trata de anular la competencia
comercial de Almería, en este momento el principal puerto comercial de al−Andalus, y de eliminar el peligro
que los piratas, que tienen en este puerto y en las Baleares su principal refugio, suponían para la navegación
comercial de estas ciudades. Militarmente la conquista de Almería no constituía para Alfonso VII un objetivo
de interés inmediato, ocupado como estaba en el control de las zonas centrales de Andalucía, pero no debía
inhibirse de la dirección de una campaña en la que colaboraban sus principales vasallos −Ramón Berenguer
IV, García Ramírez de Navarra, Guillermo de Montpellier− y que por su envergadura reforzaría el prestigio
imperial en un momento en que con los almohades desembarcaba en la Península un nuevo peligro. Los
contingentes castellano−leoneses, navarros, aragoneses y catalanes avanzan por tierra mientras que por mar
una flota compuesta por naves catalanas, genovesas y pisanas bloquean el puerto. El 17 de octubre de 1147
Almería se rinde al emperador leonés.
Es entonces cuando Ramón Berenguer IV se plantea la conquista inmediata de Tortosa. Era la cuarta vez que
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un conde de Barcelona intentaba la conquista de la plaza, que militarmente constituía la llave para la
dominación de toda la ribera derecha del bajo Ebro y del camino hacia el reino de Valencia. Pero no es menor
su interés comercial como puerto marítimo y fluvial y como escala en una potencial y previsible cadena de
bases comerciales en la costa mediterránea. De hecho en el año 1092 los genoveses ya habían colaborado con
Berenguer Ramón II de forma similar a como lo harían en Almería cuarenta y cinco años después. Los
intereses que habían movilizado las campañas anteriores contra Tortosa siguen en juego, y son ellos los que
fuerzan la prioridad de una nueva acción contra la ciudad del Ebro a pesar de que los aragoneses, de acuerdo
con la trayectoria reciente, debían tener mayor interés por Lérida; primera llamada de atención que insinúa los
conflictos posteriores entre la nobleza, sobre todo la nobleza aragonesa interesada en ampliar sus señoríos
territoriales, y la burguesía de las ciudades catalanas con importantes intereses en la expansión mediterránea y
que debido a su mayor capacidad financiera logrará con frecuencia imponer sus intereses sobre los intereses
de la nobleza aragonesa.
El ataque a Tortosa siguió el mismo esquema que el de Almería y que el empleado en la fracasada campaña de
1092. Ramón Berenguer IV coordinó una compleja operación en la que intervinieron numerosos contingentes
catalanes y occitanos, aparte de los marinos genoveses −significativamente los aragoneses parecen inhibirse.
Tortosa quedó pronto aislada por mar y por tierra y hubo de capitular el 30 de diciembre de 1148 en
condiciones similares a las que se habían ofrecido a Zaragoza treinta años antes: respeto a la población
musulmana, a su religión y costumbres, y a todos sus bienes con excepción de sus residencias urbanas, que
deberían abandonar en el plazo de un año y trasladarse a vivir fuera del recinto amurallado.
Al año siguiente se emprende la conquista de Lérida. Entre 1141 y 1147 los aragoneses habían ido
recuperando parte de los territorios perdidos tras la derrota de Fraga de 1134 al norte de esta ciudad: Alcolea
de Cinca y Ontiñena. Por su parte, Armengol VI de Urgel desde 1147 había venido ocupando una serie de
plazas en las comarcas de Noguera y de Segriá, en la ribera baja del Segre al norte de Lérida, coincidiendo
con los ataques a Lérida, con el objeto de estrechar el cerco y restringir la capacidad de abastecimiento de la
ciudad. En marzo de 1149 se inicia al mismo tiempo el asedio de las tres grandes plazas de la zona: los
contingentes catalanes y urgeleses se sitúan frente a Lérida, mientras que los aragoneses sitian las plazas de
Fraga y Mequinenza. Con ello se quebraba toda posibilidad de intercomunicación y ayuda entre las tres
ciudades, que van a capitular también simultáneamente: Lérida y Fraga el 24 de octubre de 1149, y muy pocos
días después cae también Mequinenza, que constituía el eslabón más importante entre Zaragoza y Tortosa
para el control del bajo Ebro y de su cuenca. Conquistadas las plazas estratégicas, se posibilitaba el control
progresivo de todo el territorio a lo largo de las décadas siguientes. En años posteriores caerán en poder de los
catalanes fortalezas como Siurana y Miravent (1153) y en la zona aragonesa se ocupa Teruel (1170), ya en
época de Alfonso II Ramón el Casto (1162−1196) y se realizan diversos ataques contra las tierras musulmanas
de Valencia aunque como en otras ocasiones se prefiere la alianza, y las parias, con el Rey Lobo que sirve de
barrera contra las incursiones almohades. Además, los reyes aragoneses, en particular Pedro II el Católico
(1196−1213), tienen que volcar su atención al norte de los Pirineos donde, con el pretexto de erradicar la
herejía albigense, las tropas de cruzados bendecidos por Inocencio III y dirigidos por Simón de Montfort están
amenazando el dominio catalano−aragonés sobre los territorios de la Occitania. De hecho Pedro II, que el año
1212 había intervenido en la batalla de Las Navas de Tolosa al lado de Alfonso VIII de Castilla, morirá
combatiendo contra los cruzados en la batalla de Muret en 1213. La conquista de Valencia quedará reservada
para su hijo Jaime I, que accede al trono siendo menor de edad.
En la ocupación de estas plazas intervienen conjuntamente aragoneses, urgelitanos y barceloneses sin que por
ello desaparezcan las tensiones que habían impedido su conquista en años anteriores. Para evitar recelos, ni
Tortosa ni Lérida serán incorporadas al condado de Barcelona sino convertidas en marquesados. La conquista
de estas zonas no equivale a su incorporación directa pues, con frecuencia, el conde−rey se ve obligado a
pagar los servicios prestados o que espera recibir con la entrega de la totalidad de sus derechos sobre las
ciudades, incluso antes de ocuparlas, como en los casos de Tortosa y Lérida.
Por el contrario, JOSE MARIA MINGUEZ considera razonable admitir que Ramón Berenguer IV convirtió a
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estos territorios en marcas fronterizas, bajo el dominio directo del conde y sus sucesores pero fuera de la
entidad política estricta del condado de Barcelona, precisamente como medio de preservarlos de una
feudalización similar a la que se estaba desarrollando en la Cataluña Vieja −con la consiguiente pérdida de
control político e incremento del poder nobiliario−, ya que su conversión en marquesados permitía al conde
controlar con mayor facilidad y efectividad la implantación de la nobleza en los territorios recién integrados y
filtrar, mediante una política restrictiva de concesiones, la formación de señoríos nobiliarios. Desde esta
óptica se aprecia en su verdadera dimensión la intencionalidad de las disposiciones de las Cartas de
Franquicia, que someten a los habitantes de estas ciudades exclusivamente a la justicia condal. Bien es cierto
que, a pesar de ello, parece que con el tiempo las necesidades de una colonización rápida −los almohades ya
habían realizado su primer desembarco en la Península en el año 1146− y la presión nobiliaria −sobre todo
cuando en la segunda mitad del siglo XII y primeras décadas del siglo XIII la ayuda de la nobleza se hizo
necesaria para mantener el control político sobre los territorios occitanos− desbordaron la capacidad condal
para la repoblación de estos territorios. Las Ordenes militares que habían colaborado en la conquista, el
arzobispado de Tarragona recién restaurado, el obispado de Barcelona, los monasterios de reciente creación
como Poblet y Santes Creus, o de antigua implantación como Sant Cugat, y algunos linajes nobiliarios
tuvieron una participación destacada en la colonización al beneficiarse de donaciones de tierras o de
concesiones de honores sobre amplios espacios −el senescal Guillén Ramón de Montcada en Tortosa,
Armengol de Urgel en Lérida... Además, la justicia condal ya no es aquella vieja justicia pública basada en la
Lex gothica; ahora la justicia condal es una justicia muy modificada, en coherencia con la nueva estructura
política de carácter privado propia de la sociedad feudal barcelonesa y que tiene su máxima expresión en los
Usatici Barchinone −Usatges−, recopilación del derecho feudal que en esos momentos se hallaba en proceso
de elaboración.
IV.3. Los primeros reyes−condes y la política occitana.
La unificación de dos formaciones políticas sólo puede ser operativa cuando la nueva formación unificada
asume en su conjunto los objetivos y las directrices políticas de cada una de las entidades que la han
constituido. Y así sucede en el caso de la unificación catalano−aragonesa en lo que respecta a la expansión
frente al Islam. La unificación era uno de los factores que más poderosamente habían impulsado una acción
decisiva en el bajo Ebro y en la Extremadura aragonesa. La conquista de Tortosa, Lérida, Fraga y Mequinenza
realizada por Ramón Berenguer IV tendrá continuación en las acciones de sus sucesores, Alfonso (II de
Aragón y I de Cataluña) el Casto (1152−1196) y Pedro II el Católico (1196−1213), que continúan la
expansión por la cuenca del Jiloca y por los territorios al sur del Ebro y oeste de Tortosa. Las conquistas de
Valderrobles en 1169 y de Teruel en 1170 consolidaban el dominio de la Extremadura aragonesa y de la ruta
continental hacia el reino de Valencia, que ya aparecía como el objetivo más inmediato de la conquista. La
coincidencia de intereses aragoneses y catalanes imprimía una alta eficacia a las operaciones y permitía
enfrentarse con posibilidades de éxito a las amenazas hegemónicas de Castilla. Alfonso II participó en las
campañas de Castilla contra Cuenca (1177) y consiguió atraer a su influencia el señorío de Albarracín, a pesar
de los intentos castellanos de mantener bajo su control estas tierras; buscó igualmente una salida a la relación
vasallática con Castilla por el reino de Zaragoza y a la independencia de Navarra, problemas que fueron
abordados al firmar el tratado de Cazola (1179) por el que castellanos y aragoneses se repartían Navarra y se
ponía fin al vasallaje aragonés a cambio de la renuncia de Alfonso el Casto al reino de Murcia que, según el
tratado de Tudillén, correspondía a la Corona de Aragón. El reparto de Navarra no tuvo resultados prácticos y
durante su reinado Alfonso llegaría a formar un bloque aragonés−navarro−leonés−portugués contra Castilla,
cuya política expansiva era un peligro para todos los reinos peninsulares.
Pero aparte del interés intrínseco de la expansión peninsular, el condado de Barcelona se había comprometido
desde la época de Ramón Berenguer I, y con especial énfasis a partir de Ramón Berenguer III, que consigue
unir a su condado los de Besalú, Cerdaña, Carcasona, Razés y Provenza, este último por su matrimonio con
Dulce de Provenza en 1112. Aunque en su testamento el conde deja Provenza al segundo de sus hijos, la
presencia barcelonesa es continua y se reafirma en 1144 al hacerse cargo Ramón Berenguer IV de la tutela de
su sobrino provenzal y recibir el vasallaje de numerosos señores del condado. Este proceso de afirmación
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política al norte de los Pirineos y en Provenza es asumido por los reyes aragoneses en su calidad de condes de
Barcelona, y los reyes tienden a arrastrar tras de sí a la sociedad y nobleza aragonesas que de esta forma
pueden verse involucradas en conflictos a los que hasta ese momento habían sido ajenas o de los que habían
tenido que ocuparse sólo tangencial y esporádicamente. Conflictos que van a repercutir gravemente en el
conjunto de la Corona de Aragón.
La intervención ultrapirenaica de Alfonso II estuvo motivada por la muerte sin herederos de Ramón
Berenguer III de Provenza en 1166; los intentos de ocupar el condado enfrentaron al monarca y al conde de
Toulouse con el que se firmaron paces y treguas y al que Alfonso terminaría pagando por la renuncia de
Provenza en 1176. Pero todos los acuerdos fueron inútiles porque tras el conflicto Provenza−Toulouse lo que
se debatía era el predominio de Francia o de Inglaterra en el sur de Francia: Felipe II Augusto apoyaba a
Ramón V de Toulouse, y Enrique II de Inglaterra, a Alfonso de Aragón. Este juego de alianzas se complicó
cuando Toulouse cedió la Provenza marítima a Génova y obligó a los aragoneses a buscar el apoyo de los
enemigos comerciales de Génova, de los pisanos. La unión de los problemas continentales europeos y de los
mediterráneos será una de las constantes de la historia de la Corona a lo largo de la Edad Media. Al final de su
reinado, Alfonso controlaba Provenza con el título de marqués por medio de sus hermanos Ramón Berenguer
y Sancho, a los que dio el título de condes de Provenza. En su testamento, siguiendo la costumbre iniciada por
Ramón Berenguer I, separó estos territorios de los peninsulares; los primeros fueron cedidos al primogénito
Pedro y el marquesado de Provenza a su segundo hijo Alfonso.
Pedro el Católico consiguió poner fin a las luchas con los condes de Toulouse cuando Inocencio III, elegido
Papa en 1198, inició la lucha contra los albigenses y contra su protector el conde tolosano. El monarca francés
había conseguido por estos años debilitar el poder de Inglaterra y no tenía el menor interés en mantener a su
aliado tolosano, contra el que se organizaría la cruzada. Ramón VI de Toulouse se vio obligado entonces, para
evitar tener que combatir en dos frentes, a buscar la amistad del rey aragonés, que se convirtió en el protector
y señor feudal de la mayor parte del sur de Francia, especialmente a partir de su matrimonio con María, que
llevaría como dote la ciudad de Montpellier.
Ante el problema albigense tanto el conde de Tolosa como Pedro II de Aragón adoptaron una actitud inicial
indecisa, debido a la buena acogida que tenía la herejía incluso entre los miembros de la nobleza dependiente
de ellos. Pedro el Católico intentó conjugar los intereses de sus vasallos y aliados con sus deberes hacia el
pontífice; con esta finalidad el rey acudió a Roma (1204) y se hizo coronar por el Papa, al que renovó su
vasallaje, en virtud del cual Inocencio III le apremió a combatir a los herejes. Tras realizar algunas campañas
que le sirvieran de justificación ante el Papa, Pedro abandonó el sur de Francia y llegó a un acuerdo con el
castellano Alfonso VIII para dividir entre ambos, una vez más, el reino de Navarra. Mientras el castellano
conseguía recuperar Alava y Guipúzcoa ocupadas por los navarros durante su minoría, Pedro se veía obligado
a renunciar a las campañas militares para las que no disponía de medios económicos y firmaba la paz con
Sancho VII de Navarra a cambio de un préstamo de veinte mil florines.
En 1212 el rey de Aragón colaboró en la cruzada castellana contra los almohades e intervino activamente en la
victoria de Las Navas de Tolosa. Un año más tarde moría en Muret al intentar defender a sus aliados y
vasallos contra los cruzados de Simón de Monfort, es decir, contra Francia. La derrota comprometió
gravemente la política de influencia aragonesa en el sur de Francia. El fracaso de los reyes aragoneses por
mantener la vinculación de estos territorios a la Corona de Aragón se sancionó formal y definitivamente en el
tratado de Corbeil de 1258 entre Jaime I y Luis IX de Francia.
Para JOSE MARIA MINGUEZ, la derrota de Muret y el consiguiente hundimiento de la política occitana es
la manifestación y la consecuencia dramática de una grave inadecuación de las directrices políticas
mantenidas por la monarquía catalano−aragonesa y quizás por la nobleza o por un sector nobiliario catalán,
por cuanto la tendencia que ahora se abría con más posibilidades era la preconizada por la burguesía catalana
ante las enormes posibilidades comerciales que se le ofrecían en el norte de Africa y en el Mediterráneo
occidental. La unificación política del reino de Aragón y del condado de Barcelona, la conquista del bajo Ebro
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y de la Extremadura aragonesa y la expansión occitana otorgaban a Ramón Berenguer IV y a sus sucesores los
condes−reyes una autoridad y un prestigio internos que facilitaron un avance importante en la configuración
de Cataluña como entidad política superadora de las antiguas unidades condales. A ello contribuyó
decisivamente la incorporación al condado de Barcelona de los condados del Rosellón y del Bajo Pallars
durante el reinado de Alfonso II. El peso específico de la nueva entidad política de Cataluña hará que tanto la
política exterior como la interior de la Corona de Aragón se supedite a ella. En el marco de los nuevos
planteamientos en política exterior, ahora identificada con los intereses del patriciado urbano catalán, cobra
pleno sentido la intervención de los reyes catalano−aragoneses en el Mediterráneo, un ámbito totalmente
ajeno a las tendencias expansivas del antiguo reino de Aragón pero que va a constituir el centro de atención de
Jaime I. La posterior identificación de la monarquía con las líneas políticas diseñadas desde el ángulo de los
intereses del patriciado urbano catalán provocará la reacción de la nobleza aragonesa cuyos intereses han
quedado relegados a un segundo plano, cuando no totalmente marginados, prácticamente desde el momento
de la unificación. Contradicción tanto más aguda cuanto que el reino de Aragón y la fuerza militar que él
aportaba constituirán un pilar esencial para la ejecución de la política impuesta por la burguesía.
• NAVARRA, ALBARRACÍN Y URGEL ENTRE ARAGÓN Y CASTILLA.
V.1. El reino de Navarra.
Privada de la posibilidad de expandirse por tierras musulmanas al separarse de Aragón y con él de las zonas
fronterizas con el Islam, Navarra mantiene a partir de 1134 los límites de años anteriores mientras que sus
poderosos vecinos aumentan continuamente, mediante campañas contra los musulmanes, la extensión de sus
dominios desde los que amenazan la supervivencia del reino navarro.
Ya desde 1140 se conciertan los primeros pactos para el reparto del reino: en dicho año el emperador Alfonso
y el conde−príncipe Ramón Berenguer IV, reunidos en Carrión, acuerdan dividirse la tierra que tiene García,
rey de los pamploneses de modo que Castilla recobre las tierras que había poseído Alfonso VI en la orilla
derecha del Ebro y el cónsul barcelonés recupere cuantas tierras habían pertenecido a Aragón en tiempos de
los reyes Sancho IV y Pedro I, vasallos que habían sido de Alfonso VI; el resto de los dominios pamploneses
sería dividido entre Alfonso y Ramón en la proporción de dos partes para Aragón y una para Castilla, que basa
sus derechos en el homenaje de fidelidad prestado a Alfonso VI por Sancho y Pedro, homenaje que renovaría
Ramón Berenguer al entrar en posesión de su parte. Once años más tarde, al morir García Ramírez, se procede
a un nuevo reparto en Tudillén, por mitad entre Aragón y Castilla. En este tratado no sólo se procede a la
división de Navarra, sino que también se fijan las zonas de influencia y de futura conquista de las tierras
musulmanas. El conde −no se cita para nada su título aragonés− recibiría la ciudad de Valencia con toda la
tierra desde el Júcar hasta el término del reino de Tortosa, así como la ciudad de Denia, con la condición de
tener tales tierras en nombre del emperador y de prestarle homenaje semejante al que los reyes Sancho y
Pedro de Aragón prestaban a Alfonso VI por Pamplona; también corresponderían al barcelonés el reino y
ciudad de Murcia, excepto las plazas fuertes de Lorca y Vera que serían para el emperador tanto si colabora en
la conquista como si se abstiene de intervenir. No obstante, en 1177 se suprime el vasallaje del conde−rey
Alfonso II de Aragón respecto del monarca castellano Alfonso VIII a cambio de que el primero renuncie a la
conquista de Murcia; dos años más tarde, reunidos en Cazola, ambos monarcas se prestan homenaje mutuo y
renuevan el pacto contra Navarra.
El reparto del reino navarro nunca fue efectivo porque primero García Ramírez y después su sucesor Sancho
VI el Sabio (1150−1194) mantienen una difícil política de equilibrio que les lleva tanto a reafirmar la
dependencia feudal respecto a Castilla como a colaborar con el rey−conde aragonés para recuperar las tierras
de La Rioja y dividirse los dominios del Rey Lobo de Murcia; la inestabilidad del equilibrio entre Castilla y
Aragón lleva a los monarcas a buscar contrapesos al norte de los Pirineos mediante alianzas matrimoniales
con Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, y con Teobaldo de Champaña, cuyos descendientes se
convertirán en el siglo XIII en reyes de Navarra. Sancho VI destacó sobre todo como protector de las artes y
cambió la vieja denominación de reyes de Pamplona por la de reyes de Navarra. Realizó una importante labor
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legislativa, concediendo fueros a muchas poblaciones navarras y efectuó reformas administrativas de gran
eficacia.
Sancho VII (1194−1234) inició su reinado en alianza con Castilla, que pronto fue sustituida por un acuerdo
entre leoneses y navarros contra los castellanos. Solucionados estos problemas, Sancho ofreció sus servicios
militares a los almohades, a cuyo lado combatió en el norte de Africa hacia el 1200. Durante su ausencia, el
monarca castellano, que por su matrimonio con Leonor −hija de Enrique II de Inglaterra− se consideraba con
derechos sobre Aquitania, intentó unir los dominios castellanos con los de su esposa y para ello ocupó Alava y
Guipúzcoa, a pesar de lo cual tropas navarras colaboraron con las castellanas en Las Navas de Tolosa. La
agitada sucesión de Alfonso VIII en Castilla y la minoría de Jaime I en Aragón permitieron a los navarros un
respiro durante el cual Sancho organizó sus dominios, dio fuero a algunas poblaciones, fortificó la frontera
con Castilla y consiguió el vasallaje de algunos nobles ultrapirenaicos. En 1230, unificados de nuevo León y
Castilla por Fernando III, las presiones castellanas obligaron al monarca navarro a buscar un acuerdo con
Jaime I, con el que firmó un año más tarde un pacto de prohijamiento mutuo que no fue respetado por los
navarros, que ofrecieron la Corona en 1234 al sobrino del rey, Teobaldo de Champaña, con el que se inician
las dinastías francesas en Navarra.
V.2. El señorío de Albarracín.
Las circunstancias por las que atravesaron los reinos cristianos de la Península desde 1150 hicieron posible el
nacimiento de diversos señoríos independientes creados por caudillos cristianos en las fronteras musulmanas.
Ejemplos típicos de estos señoríos son los fundados por Geraldo Sempavor, el Cid portugués, en la
Extremadura española; por Fernando Rodríguez el Castellano en Trujillo, y por Pedro Ruiz de Azagra, uno de
los colaboradores del Rey Lobo de Murcia, en Albarracín. El más hábil de todos fue sin duda el señor de
Albarracín, quien, oscilando entre Aragón y Castilla y con el apoyo de Navarra, logró no sólo mantener su
independencia sino también aumentar sus dominios, obtener concesiones en Castilla y en Aragón y transmitir
sus derechos a su hermano Fernando.
Fernando Ruiz mantuvo esta política de equilibrio aunque los honores recibidos en Aragón le obligaron a
inclinarse más hacia el monarca aragonés del que era vasallo y en cuyo nombre poseía extensos territorios en
la comarca turolense; pero la influencia aragonesa fue contrarrestada mediante una estrecha alianza con la
Orden de Santiago, a la que nombró su heredera en Albarracín en julio de 1190.
La alianza de Fernando con Aragón y con Navarra era garantía de que estos reyes no intentarían ocupar
Albarracín; y la donación a la Orden de Santiago, así como la vinculación de la sede episcopal de Santa María
de Albarracín a la archidiócesis toledana, evitaban la intervención de Alfonso VIII de Castilla que no
combatiría a los santiaguistas, a los que había confiado extensos territorios en las fronteras de su reino con los
musulmanes.
Aunque el testamento inicial de Fernando fue modificado en diversas ocasiones y Albarracín pasó a los hijos
de Fernando, la Orden de Santiago se convirtió en garantizadora frente a Castilla de la independencia del
señorío, cuya posición geográfica llevó a los señores a una vinculación cada vez más estrecha con la
monarquía aragonesa, a la que sería incorporado el señorío a finales del siglo XIII.
V.3. El condado de Urgel.
La presión de los condes de Barcelona sobre los territorios catalanes no pone fin a la relativa independencia de
Urgel, un dominio cercado por sus vecinos cuyos condes mantienen, al igual que Navarra y Albarracín, una
política de equilibrio entre esas potencias vecinas, política que lleva, por ejemplo, al conde Armengol IV a
disponer en su testamento (1086) que si sus hijos muriesen antes que él el condado pasaría al infante Pedro de
Aragón y si éste muriera sin descendencia, el heredero sería el conde de Barcelona. En el caso de que a la
muerte del conde urgelitano su hijo fuera menor de edad, gobernarían el condado Berenguer Ramón II de
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Barcelona y Sancho Ramírez de Aragón, pero ninguno tendría la tutela del heredero, que sería confiado al
castellano Alfonso VI.
En virtud del testamento condal, Urgel inició en 1092 una mayor aproximación a Castilla. Los condes se
relacionaron con la familia de Pedro Ansúrez, uno de los fieles de Alfonso VI, y adquirieron importantes
dominios en la comarca de Valladolid; en 1102 el condado sería regido por Pedro Ansúrez como tutor de
Armengol VI llamado el de Castilla, título que podría cambiarse por el de León al referirse a Armengol VII.
Tras haber participado junto al Rey Lobo de Murcia en las campañas contra los almohades, Armengol VII
acudió al servicio de Fernando II de León en Extremadura, Galicia, Asturias, Salamanca, León... desde 1166
hasta 1184, año en que murió en un ataque de los musulmanes a Valencia.
El alejamiento de los condes urgelitanos permitió el ascenso social de algunos nobles del condado que
pretendieron sustituir a la dinastía condal al morir Armengol VIII sin hijos varones y quedar el condado en
manos de su hija Aurembiaix de Urgel, monja de la Orden de Santiago y residente en León. Pedro el Católico
tuvo que intervenir para defender los derechos de Aurembiaix, pero los problemas continuarían durante el
reinado de Jaime I, que incorporaría definitivamente el condado al de Barcelona en el año 1231.
En realidad, Ramiro I nunca llegó a titularse rey, sino que siguió denominándose quasi pro rege u otras
fórmulas similares.
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