UNIVERSIDAD AUSTRAL DE CHILE Facultad de Ciencias Jurídicas

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UNIVERSIDAD AUSTRAL DE CHILE
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
Escuela de Derecho
El proceso penal en el pensamiento de Francesco
Carnelutti, desde una perspectiva jusfilosófica
Memoria de Prueba para optar al Grado de
Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales
Profesor Patrocinante:
Dr. Juan Omar Cofré.
Kurt R. Werkmeister Alveal
Valdivia Chile 2003
Valdivia, 30 de julio de 2003.
Señor
Director Instituto de Derecho Privado
Y Ciencias del Derecho
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
Presente
De mi consideración:
Me permito hacer llegar a usted el informe de la Memoria de Prueba del alumno señor
KURT R. WERKMEISTER ALVEAL, titulada "El proceso penal en el pensamiento de
Francesco Carnelutti, desde la perspectiva iusfilosófica".
Al respecto me cabe señalar lo siguiente:
El alumno ha elegido una temática de sumo interés ya que trata el influyente
pensamiento de uno de los principales juristas europeos de la primera mitad del siglo
XX en una dimensión de carácter ético-jurídico.
Carnelutti, como se sabe, dedicó las primeras décadas de su investigación jurídica al
proceso civil y sólo más tarde incursionó en el proceso penal. Fue llevado a ello, según
muestra el alumno, no por razones de orden jurídico sino, esencialmente, por razone de
orden religioso y moral. Carnelutti fue un pensador católico y, como tal, quizo inscribir
la concepción del delito y de la pena en el marco de la moral cristiana, obteniendo por
resultado una concepción jurídica que para algunos ha resultado la negación misma del
derecho; en cambio, otros han visto en ella un modelo de pensamiento jurídico y
filosófico, consecuente con los valores más altos a los que pueda aspirar el hombre
occidental.
Para el pensador italiano, el delito más allá de ser una acción u omisión típicamente
antijurídica y culpable, es, en esencia, un acto de enemistad, una carencia de amor de
parte de un hombre para con su prójimo. Es claro para él, por tanto, que el delito se
explica como una deficiencia de amor. Si el ofensor hubiese amado al ofendido no
habría podido ni querido perjudicar y descuidar el comportarse con las cautelas
necesarias para evitar el perjuicio. No hay para este pensador un descubrimiento más
fácil que éste, es decir, que el delito consiste en una deficiencia moral profunda de amor.
Ahora bien, él sostiene, según muestra el memorista, que a su vez el proceso
desgraciadamente se encuentra insidiado por la tentación de la enemistad y así se
resuelve jurídicamente, ya que se ve al autor del delito como un enemigo de la sociedad
y se ve a la sociedad como una fuerza coactiva que cae sin miramientos sobre el
justiciable haciendo abstracción total de que se trata de una persona humana que
requiere en primer lugar un tratamiento como persona y, en segundo término, de ser
tratado con amistad y con amor. Vencer la enemistad, ése es el problema fundamental
del derecho penal.
Por eso considera a su vez la pena como una retribución que le es debida a quien,
mediante un acto de enemistad, ha causado un daño o dolor. Pero, el Estado debe actuar
de manera "paternal". Del mismo modo como un padre castiga al hijo cuando éste ha
caído en falta, así también tiene que proceder el Estado. Se castiga al hijo con el afán de
corregirlo y, al mismo tiempo, con dolor. Es decir, duele castigarlo precisamente porque
se lo ama y, ésa es, también, la única salida moral que justifica la aplicación de ese mal
que constituye la pena judicial.
El memorista, una vez que expone, en términos generales, el pensamiento de Carnelutti,
simpatiza con él y busca en la psicología contemporánea apoyo y fundamento para la
tesis carneluttiana. En efecto, revisa algunos autores que ven efectivamente al hombre, y
especialmente al delincuente, como un ser caído que carece o ha perdido su consistencia
emocional y que requiere de un tratamiento tanto humano como social para recobrar su
status y poder continuar viviendo dignamente en la sociedad. Creo que este aspecto
puede aún trabajarse más y, quizás, pueda dar origen a un enfoque de psicología percal
que tenga en cuenta factores extrajurídicos para explicarse la desviación social que se
produce no sólo en el derecho penal sino en la vida anímica de muchas personas.
Obviamente, se pudo haber profundizado más y se pudo haber buscado bibliografía
complementaria relativa a este vuelco o cambio de actitud científica que advierte el
memorista tuvo Carnelutti en la segunda mitad de su vida. Con todo, se trata de un
trabajo bien organizado, bien escrito y que merece ser distinguido más que nada por su
originalidad.
El rescate que el memorista ha hecho de esta dimensión tardía del pensamiento
carneluttiano, y el horizonte que se abre para nuevas investigaciones sobre el
pensamiento jurídico y moral desde una perspectiva católica, son dignos de
consideración.
Por todo lo cual califico esta Memoria con nota cinco punto ocho (5.8).
Es cuanto puedo informar.
Atentamente,
1
Indice
Pag.
Introducción.................................................................................
02
I.
El hombre.......................................................................... ...........
04
II.
El proceso penal. Principios y fines...............................................
10
III.
El delito..........................................................................................
15
IV.
Proceso civil y proceso penal.........................................................
19
V.
El juicio..........................................................................................
22
VI.
El abogado......................................................................................
30
VII. El ministerio público.......................................................................
37
VIII. El juez.............................................................................................
42
IX.
El imputado.....................................................................................
49
X.
La reclusión.....................................................................................
56
XI.
La pena...........................................................................................
64
XII. La pena de muerte..........................................................................
72
XIII. El presidio perpetuo.......................................................................
77
XIV. La liberación..................................................................................
82
XV. Más allá del derecho......................................................................
90
Bibliografía....................................................................................
94
2
Introducción.
Casualmente, cuando debía escoger el tema con el que trabajaría en mi
memoria, llegó a mis manos un ejemplar de un pequeño librito de Francesco
Carnelutti, Las Miserias del Proceso Penal, que aunque relativo al proceso
penal estaba destinado principalmente, no a académicos ni a abogados, sino a
personas comunes y corrientes. Sin embargo, me impresionó su asertividad y
profundidad, al mismo tiempo que su magistral sencillez. Entusiasmado, decidí
buscar todo el material disponible en español que Carnelutti había escrito sobre
el proceso penal.
El presente trabajo pretende reflejar en estas pocas páginas una síntesis
de los aspectos más relevantes y novedosos del pensamiento carneluttiano en
esta materia. Sin embargo, debo reconocer que tal vez no he sido todo lo crítico
que debiera y que premeditadamente he buscado encontrar más las armonías y
fortalezas de su obra que sus debilidades. En este sentido, cuando en ciertos
escritos, sobre todo aquellos con muchos años de diferencia, he observado
diferencias conceptuales o ideas aparentemente contradictorias, he atendido a
sus posteriores explicaciones o simplemente las he interpretado conforme al
espíritu general que revela su obra que, contrariamente a lo que se pudiera
pensar, tiene gran unidad y coherencia en el tiempo. Es esta unidad la que me
ha orientado y la que espero haber reflejado fielmente.
3
No he ahondado en el por qué de ciertos cambios ni en por qué
Carnelutti primero pensaba de una manera y después de otra; me he
preocupado, en cambio, por encontrar argumentos que fortalezcan sus ideas. En
algunos capítulos me he servido de los avances de la psicología, no disponibles
en el tiempo de Carnelutti, y que vienen en auxilio de sus ideas, otorgándoles
sustento empírico a sus postulados. Del mismo modo, cuando ha sido
pertinente, he comparado brevemente sus ideas con la realidad de nuestro
ordenamiento interno.
El capítulo I es una breve biografía de Carnelutti que da cuenta de su
prolífica bibliografía en las áreas civil y penal del derecho procesal. El capítulo
II, si bien no tiene nada que ver con Carnelutti, es un sucinto resumen de lo que
tradicionalmente se han considerado los principios y fines del derecho procesal,
cuya finalidad únicamente es tener un parámetro de comparación, para bien o
para mal, de la particular visión del autor italiano. Visión que se manifiesta
desde el capítulo III, en que partiendo desde una interpretación completamente
distinta respecto de la esencia y causa del delito, desarrolla los cimientos de su
teoría del proceso penal, en la que incluirá no sólo la teoría de la pena, sino que
incluso hasta la función penitenciaria.
4
I. El hombre
Francesco Carnelutti1 nace en Udine el 15 mayo 1879 y muere en Roma
el 8 de marzo de 1965. Auténtico y profundo jurista, que consagró toda su vida
al estudio de los problemas del Derecho y del proceso. Su primera instrucción la
recibe en Venecia y en 1900 se gradúa en la Universidad de Padua. Al año
siguiente comienza a dar los primeros pasos forenses y en 1903 inicia su vida
científica con un artículo sobre el tema de los accidentes del trabajo en la «Riv.
di Diritto Commerciale», hasta que un buen día, como confiesa en ese bellísimo
libro autobiográfico que es Mio fratello Daniele, casi sin haberlo querido,
amaneció profesor de la Universidad de Catania. Desde 1912 a 1915 enseña
Derecho mercantil y en menos de un año escribe su Prova civile que le facilita
el acceso a la cátedra de Derecho procesal civil de Padua, donde comienza a
elaborar sus Lezioni, fundamento de su monumental sistema. Posteriormente
pasa a Milán y finalmente a la Universidad de Roma, siempre en universidades
italianas.
Como escritor su obra es portentosa. Desde sus primeros Studi hasta su
magistral Diritto e Processo hay una vasta producción jurídica de libros y
artículos, fruto de una constante meditación, que es, como ha dicho Satta, una
reflexión sobre sí mismo. Entre aquéllos destacan: Studi di diritto civile (1916),
Studi di diritto industriale (1916), Studi di diritto commerciale (1917), Studi di
diritto processuale (1925-39), Istituzioni del processo civile italiano (1941),
Lezioni sul processo penale (1946-47), Questioni sul processo penale (1950),
1
Gran Enciclopedia Rialp, 1991.
5
Diritto e Processo (1958). De menor entidad, pero también de gran altura, son
sus Discorsi intorno al diritto, Teoria generale del reato, Teoria generale del
diritto, Metodologia del diritto, Introduzione allo studio del diritto, Come nasce
il diritto, Come si fa un processo, Arte del Diritto y sus famosas Cartas.
Fundador y director, con Chiovenda, de la «Rivista di Diritto Processuale»;
interviene en la Comisión real para la reforma del Código procesal civil italiano.
Su Proyecto de Código procesal civil «ha quedado como el mayor esfuerzo
teórico y sentido realístico en el orden y en las formas de los juicios». Su fuerza
creadora, su densidad de pensamiento y su constante sentido contradictorio han
abierto en la ciencia procesal horizontes renovadores.
Niceto Alcalá-Zamora y Castillo2, ha dicho de Carnelutti, cuando aún
vivía, que es el “único superviviente de la vieja guardia (Chiovenda,
Calamandrei, Redenti), su figura científica es de tal magnitud, que no sólo
constituye el jurista máximo de su patria en la hora actual, sino que fuera de ella
únicamente cabría compararle, por la genialidad de la obra respectiva, con
Binding, Hauriou o Kelsen entre los cultivadores del derecho que se suceden
desde fines del siglo XIX. El maestro que durante tanto tiempo ocupó la cátedra
de Padua, para luego pasar a la de Milán y jubilarse en la de Roma, no se inició
como procesalista, sino que vino a nuestras filas desde el campo del derecho
laboral y del derecho mercantil.”
2
Niceto Alcalá-Zamora. Estudios de teoría general e historia del proceso. Universidad Nacional Autónoma de
México, 1992. Tomo II, pag. 530.
6
Pero no todo son alabanzas para Carnelutti, Enrico Allorio, a raíz de un
artículo publicado en la Rivista di diritto processuale en 1955, dirá “A
propósito de esta sugerencia que se me hace, de leer un particular escrito
carneluttiano, no tengo dificultad en declarar que de Carnelutti, sin necesidad de
que nadie me haga presente la necesidad u oportunidad de hacerlo, leo todo. Y
lo hago para encontrar en su producción reciente las huellas de aquella
espléndida primera manera carneluttiana que duró largos años fértiles y que
tanto nos fascinó a mí y a otros. No pocas veces las encuentro todavía. Yo, y
cuantos sentimos aquel encanto, volvemos a él, no sin emocionada
reminiscencia, a las obras múltiples y brillantes del Carnelutti “nomólogo”, es
decir, serio. La contribución que ellas aportaron al desarrollo de las teorías
generales de las disciplinas jurídicas particulares, no es provechosamente
discutible. Tales obras nos revelaban, a nosotros, que dábamos los primeros
pasos en la jurisprudencia científica, relaciones impensadas entre cosas que
creíamos lejanas; nos descubrían escorzos de conocimiento, cuando no nos
abrían amplios panoramas de saber; nos enseñaban a pensar...” 3
“Con una prosa científica en que las imágenes brillantes y las intuiciones
irracionales iban sistemáticamente reemplazando a las argumentaciones
lógicamente estructuradas, con la apelación cada vez más frecuente a discutibles
concepciones metajurídicas, que se resolvían en concepciones metacientíficas,
el escritor de merecida fama desconcertó precisamente al público que más
sinceramente lo apreciaba. Vimos el razonamiento lógico sustituido por
etimologías inaceptables o por simetrías falaces...”4
3
Francesco Carnelutti. Principios del Proceso Penal. Ediciones jurídicas Europa-América, 1963. Tomo II, pag.
375.
4
Ibid, pag. 376.
7
“Fue, en suma, la segunda manera Carneluttiana, sobre la cual el juicio
de los estudiosos es unánime, aunque rara vez se la exprese públicamente con la
inevitable claridad con que se hace en estas páginas. Hay en el repudio, que nos
toca formular decididamente aquí, de los nuevos métodos de un escritor que en
otros tiempos nos atrajo, hay en este tenernos que apartar de la orientación
reciente de una mente que nos pareció libre, poderosa y fecunda en sus
precedentes creaciones científicas, algo de patético y angustioso, pero también
de necesario...”5
Carnelutti, en modo alguno permaneció ajeno a esta controversia, estaba
plenamente consciente de su cambio. En su Carta a mis discípulos diría “Sé
muy bien que más de uno, comparando mis últimos estudios sobre el proceso
penal con los de otro tiempo sobre el proceso civil, encontrará que entonces era
yo más jurista...” “Los hombres, hijos míos, ven todas las cosas al revés, por eso
puede ocurrir que uno sea más jurista cuando parece que lo es menos, y
viceversa” 6. Esta conciencia se revelaría más tarde como plena satisfacción y
motivo de orgullo en el prefacio de Las miserias del proceso penal al señalar
“Así, durante largos años, yo he sido más bien un civilista que un penalista;
también mi actividad científica se ha desarrollado más ampliamente en el
terreno del derecho civil. Pero había subsistido en mí una atracción secreta hacia
el derecho y el proceso penal. Existía una especie de corriente subterránea, que
al llegar a cierto punto, ha salido a la superficie de la tierra. Estaría fuera de
lugar el recordar con detalle las ocasiones que la vida me ofreció: es un hecho
5
6
Ibid, pag. 377.
Francesco Carnelutti. Cuestiones sobre el proceso penal. Ediciones jurídicas Europa-América, 1961, pag. 8.
8
que, un día, de la cátedra del proceso civil he pasado a la del derecho y después
a la del proceso penal. Y ha ocurrido lo mismo que ocurre en una montaña
cuando, después de un largo camino encajonado entre las rocas, se alcanza la
cima y se abre por fin ante los ojos el panorama iluminado por el sol.” 7
Sin embargo, es justo reconocer que esto no se tradujo en soberbia, muy
por el contrario, mantuvo en todo momento y hasta el final de sus días una
actitud humilde y dispuesta al diálogo, aunque esto implicara modificar sus
ideas manifestadas en trabajos anteriores. Al respecto, aunque dedicado al
proceso civil, es muy ilustrativa la parte final del prefacio a su Diritto e
processo “En las páginas que siguen, se exponen los resultados de mis
investigaciones. Es una fatiga investigar, excavar. Más de uno se asombra
porque a mi edad (cuando este libro se publique, más o menos, serán ochenta
años) yo continúe fatigándome; ¿por qué no descansa? Estos no han leído nunca
Mio fratello Daniele; pero, sobre todo, no han captado todavía la admirable
unidad expresada en el lema benedictino, del trabajo y de la plegaria.” 8
“¡Pero si no fuese más que fatiga! Excavar , es también un riesgo de que
se caiga encima aquello que has construido ya. Quizá no he corrido nunca tanto
como hoy este riesgo, ni nunca como hoy, he tenido conciencia de ello.
Aquellos que me censuran la inestabilidad de mis posiciones, tendrán razón para
aumentar la dosis. Los comprendo también a ellos; pido excusas, pero no puedo
detenerme sólo por la razón de la comodidad de aquellos que me quieren
7
8
Francesco Carnelutti. Las miserias del proceso penal. Editorial Temis S.A., 1999, pag. XII.
Francesco Carnelutti. Derecho y proceso. Ediciones jurídicas europa-América, 1981, pag. xxx.
9
alcanzar. Tal es, de todos modos, mi necesidad; y no he usado nunca esta
palabra con tanta exactitud, en el sentido originario de deficiencia de ser.”9
“Quien quiera saber por qué, después de tantos años, continúo estudiando
y escribiendo, entérese, pues, que lo hago así para corregir, en lo que puedo, mis
errores. Espero que este libro de la prueba de ello.”10
La reiterada crítica a Carnelutti en el sentido de ir con el tiempo
perdiendo rigurosidad científica, debe entenderse no como un relajamiento o
inconsistencia de su pensamiento, sino como un esfuerzo por hacerse entender
más fácilmente y, sobre todo, por expresar en forma cada vez más simple las
ideas más complejas. Resulta también ilustrativo en este sentido el prefacio a
Cómo se hace un proceso “Cierto es que si el librito cayera por casualidad ante
los ojos de algún entendido, no podría él menos que encontrar gran cantidad de
defectos: lagunas, desarmonías, aproximaciones y hasta inexactitudes; tanto el
rigor como la perfección no podían menos que verse sacrificados por la
brevedad de la exposición, y más aún por su accesibilidad. Pero si es un
verdadero entendido, podrá, también, advertir que ciertas simplificaciones,
ciertos esbozos, ciertas aproximaciones, me han servido acaso, en último
análisis, para profundizar y aclarar mis propias ideas acerca del proceso.” 11
“También esta vez, como siempre y más acaso que siempre, el esfuerzo
por hacerme comprender me ha servido para comprender.”12
9
Ibid.
Ibid.
11
Francesco Carnelutti. Cómo se hace un proceso, Editorial Temis S.A., 1999, pag. xii.
12
Ibid.
10
10
II. El Proceso Penal. Principios y fines13
Con un objetivo meramente orientador, antes de profundizar en el
pensamiento exclusivamente carneluttiano, he decidido, arbitrariamente, lo
reconozco, recurrir sólo a un libro de derecho procesal penal que, a mi juicio,
resume de un modo más completo que un manual los principales problemas
del proceso penal y, al mismo tiempo, no entra a las complejidades de un gran
tratado. Sin embargo, más que explicar o aclarar de este modo lo que viene
después con Carnelutti, busco ilustrar de un modo muy general los problemas
del proceso penal de acuerdo a la doctrina “tradicional” para entender de mejor
modo el contexto dentro del cual irrumpe el enfoque desarrollado por
Carnelutti, que Allorio, con desilusión denunciaría como “concepciones
metajurídicas, que se resolvían en concepciones metacientíficas.”(supra, pag.
6).
Proceso, en general, es el medio instrumental que han de usar los
tribunales que ejercen la jurisdicción para hacer efectivo el derecho a la justicia,
en este caso penal, que corresponde al Estado, en su modalidad de derecho de
castigar a los sujetos responsables de hechos o de omisiones tipificados y
sancionados en el Código Penal o en otras leyes de carácter también penal.
El proceso penal puede ser definido en términos análogos al civil,
contemplando su fin específico y diferenciador: Es el conjunto de actividades
reguladas por el Derecho procesal penal que realizan el tribunal y las partes, en
13
Extractado de Derecho procesal penal. Prieto-Castro, L., y Gutiérrez de Cabiedes, E. Editorial Tecnos S.A.,
1989, pags. 81 y sgtes.
11
virtud de una petición de otorgamiento de justicia dirigida a la jurisdicción para
lograr la sentencia o acto por el cual se realiza el derecho de defensa del orden
jurídico público, que implica la efectividad del derecho de castigar (ius
puniendi) del Estado.
Principios del proceso penal. En el proceso penal rigen principios que, como
sabemos, difieren fundamentalmente de los propios del proceso civil (aunque
ambos se hallan más cerca cuando el objeto del proceso civil es de carácter
público, como son las cuestiones sobre el estado civil y capacidad de las
personas, y el proceso penal versa sobre delitos perseguibles a instancia de
parte).
a) El principio de necesidad significa que el proceso penal es obligatorio para
averiguar la infracción criminal, descubrir al autor, juzgarle y, sobre todo,
imponer la pena (nullun crimen, nulla poena sine lege et judicio), a diferencia
del orden civil, donde por la vigencia del principio dispositivo es posible
establecer el derecho entre las partes mediante un convenio conciliatorio, una
transacción
o
un
arbitraje,
extraprocesales,
independientemente
del
cumplimiento voluntario de las normas.
Y esta
obligatoriedad del proceso penal ofrece la importante
característica de que la reconoce el Estado, pues aun siendo titular del ius
puniendi no lo hace valer directamente, sino que lo ejercita a través de los
órganos jurisdiccionales y siguiendo la vía de un proceso al que él mismo se
somete.
12
b) El principio de legalidad es continuación, complemento e incluso garantía
del de necesidad u obligatoriedad.
Significa el principio de legalidad que el proceso penal ha de ser incoado
tan luego se conozca la existencia de un acto de apariencia delictiva, estando
obligado en todo caso el Ministerio Público al ejercicio de la acción, sin
perjuicio de que la ley acuda a todos los demás medios posibles (iniciación de
oficio, querella del particular y denuncia, obligatoria para algunas personas).
Pero el destino del proceso penal no es inevitable y necesariamente la
declaración de culpabilidad con condena y la consiguiente imposición de una
pena. En muchos casos la substanciación del proceso llevará al resultado de la
comprobación de inexistencia de culpabilidad y, por tanto, a una obligada
absolución, sin imposición de pena. Esto último es también fin del proceso
penal: procurar, y de modo muy especial, la absolución de los inocentes.
Precisamente el proceso penal se inicia y se sustancia porque aparecen hechos
con apariencia delictiva y personas respecto de las que existen indicios de haber
participado en la comisión de un delito o falta, como autores, cómplices o
encubridores, sin que se tenga certeza acerca de la actividad delictiva ni del
grado de participación en ella. El proceso tiende a disipar las dudas sobre los
hechos y los sujetos, poniendo a contribución todos los medios necesarios,
especialmente los poderes inquisitivos o de averiguación que la ley coloca en
manos del juez, para que resulte la verdad.
13
c) Rige asimismo en el proceso penal el principio de inmutabilidad del objeto,
quedando rechazados los actos dispositivos propios del proceso civil que
pudieran sustituir a la sentencia.
d) Con perjuicio o desdoro para el proceso civil se dice, como sabemos, que en
el penal la prueba ha de llevar a la averiguación de la verdad material, no
satisfaciéndose con la llamada verdad formal de aquel.
e) Tampoco el tribunal penal queda vinculado por normas de apreciación de las
pruebas, sino que rige el principio de libre apreciación.
Fin del proceso penal y actividades adscritas.
a) El fin del proceso penal es contribuir a la realización de la justicia penal, pero
además de un modo exclusivo, pues, como hemos dicho antes, si en el ámbito
civil es posible alcanzar el fin de paz jurídica de una manera tan fácil y
conveniente como es el cumplimiento voluntario en forma específica o mediante
un convenio logrado en acto de conciliación o acudiendo al arbitraje, el del
proceso penal (la condena o la absolución) solamente se logra con él.
b) Adscritas a ese fin figuran las siguientes actividades fundamentales:
1ª Averiguación de si se ha realizado determinado acto.
2ª Calificación jurídica adecuada para determinar si la conducta del sujeto que
se haya de reputar como cierta es una conducta delictiva, es decir, si constituye
un delito o una falta.
14
3ª En el supuesto de que tal conducta exista y sea tenida como cierta y
calificada como delito o falta, imposición de la pena al declarado culpable o, al
contrario, cuando así no ocurra, absolver al inocente.
En definitiva, hallamos en el proceso penal una actividad y función de
carácter histórico, que es la averiguación de la existencia de determinada
conducta; otra, jurídica, consistente en la subsunción de aquella bajo las
normas punitivas correspondientes; y, por último, la de carácter sancionador,
esto es, la de imponer la pena adecuada.
15
Su pensamiento
III. El delito
Presupuesto del proceso penal es el delito, y en este punto ya se
distingue su particular enfoque. Una doctrina tradicional o “seria” diría con
precisión y cierto aire de solemnidad que “El delito es una acción u omisión
típicamente antijurídica y culpable”14. Pero él dirá simplemente que el delito es
un acto de enemistad, de falta de amor, lo que parece un franco retroceso,
teniendo en cuenta que ya en 1906 con Beling se había consolidado el concepto
ya configurado en la obra de Lizt 15 . Un concepto que dio paso a una gran
sistematización en el derecho penal a partir de los elementos presentes en su
definición, la acción, tipicidad, antijuridicidad y la culpabilidad. Me viene a la
memoria una frase de Nietzsche 16 “Desconfío de todos los sistemáticos, e
incluso los evito. La voluntad de sistema es una falta de probidad”, porque tanto
desarrollo, más que acercarnos al entendimiento del delito, nos presentó
elaboradas pautas para su reconocimiento. La definición de Carnelutti se nos
presenta entonces con mucho más contenido, nos acerca a la esencia del delito.
Él lo resume brevemente “... Es claro, por tanto, que el delito se resuelve en una
deficiencia de amor: ni dolo ni culpa son compatibles con el amor; si el ofensor
hubiese amado al ofendido no habría podido ni quererlo perjudicar ni descuidar
de comportarse con las cautelas necesarias para evitar el perjuicio. Por lo demás,
14
Enrique Cury. Derecho Penal. Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1992. Segunda Edición. (Tomo I, pag.
225).
15
Cfr. Ibid, Enrique Cury.
16
Friedrich Nietzsche. Cómo se filosofa a martillazos. Edaf, Ediciones-Distribuciones S.A., Madrid, 1985 (pag.
121).
16
la misma palabra negligencia, que denota la hipótesis típica de la culpa, puesto
que diligere quiere decir amar, tiene el sentido claro de desamor. No hay un
descubrimiento más fácil que éste de que la causa del delito consiste en una
deficiencia de amor.”17
De modo que el delito es un acto de enemistad y este procede de una
falta de amor. Parece muy poco jurídico, al menos poco convencional. Sin
embargo, es bueno advertir que el enfoque tradicional del delito mucho no ha
ayudado. Ya es hora de ver las cosas desde otra perspectiva, entender la esencia
del delito no es un problema banal. La ciencia penal va encaminada a combatir
el delito, pero combatir es más que castigar, es evitar también las condiciones
que permiten o facilitan su ocurrencia. Es cierto que se corre el riesgo de
relativizar un concepto que parece muy claro. Pero también es cierto que tanta
exactitud y desarrollo no ha ido acompañado de una reducción en la frecuencia
de su comisión y de su gravedad, ni, por cierto, de una mejor percepción
ciudadana al respecto, por lo que no hay mucho que perder intentando otro
camino.
Pero para Carnelutti, más que el delito, su verdadera preocupación
consiste en el proceso a que da lugar el delito. “El proceso, desgraciadamente,
se encuentra insidiado por la tentación de la enemistad. Y así se resuelve, muy a
menudo, en otro delito. En suma, el del proceso penal, más que un problema
técnico, es un problema moral. Vencer la enemistad: he aquí la dificultad”18.
17
18
Ibid, Cuestiones sobre el proceso penal,( pag. 7).
Ibid. Principios del proceso penal, pag. IX.
17
Puede notarse que aquí la expresión delito no está referida a la teoría penal, sino
que tiene un claro contenido moral. Son frases como éstas las que tal vez
“desacreditaron” a Carnelutti en ciertos círculos jurídicos, tal como acusa
Allorio. Sin embargo, no me parece posible que esto se deba a un error o a falta
de rigurosidad, muy por el contrario, se presenta como algo deliberado, no para
destruir la ciencia penal, sino, desde su perspectiva, para corregirla desde sus
inicios, en sus errores fundamentales.
Ahora bien, que un autor simplemente deseche teorías elaboradas con
mucho cuidado a través de los años, sustituyéndolas por frases muy simples, de
evidente contenido moral y no susceptibles de verificación empírica, puede
parecer no sólo arriesgado sino irresponsable. Pero no se trata de un autor
cualquiera que intenta una mera aproximación al problema, sino que de un
hombre que ha dedicado su vida al estudio del proceso y cuya insatisfacción con
las respuestas tradicionales lo lleva a intentar un camino distinto. Por eso es que
sus ideas deben meditarse con calma y sin descalificaciones apresuradas.
Para entender el pensamiento carneluttiano sobre el proceso penal
debemos entender un concepto más básico aún, el derecho mismo. “El
presupuesto social del derecho es la guerra. Solamente para combatir la guerra
el derecho se forma. Si su blasón necesitase de una leyenda, ésta podría rezar:
guerra a la guerra. La primera medida para combatir la guerra es prohibirla. Y la
guerra prohibida se llama delito. Solamente porque los delitos individuales
perdieron a lo largo de los siglos, su carácter original, no hablamos ya de guerra
sino entre los pueblos; pero lo que llamamos guerra no es más que un asesinato
18
y un latrocinio colectivo y lo que se llama homicidio o hurto no es más que una
guerra individual” 19 . De esta forma es más fácil comprender que el proceso
penal tiende –– o más bien debería tender –– a restablecer la paz, y, teniendo en
cuenta que la ruptura de la paz se originó en una deficiencia de amor, el camino
no puede ser otro que el amor mismo. “...Vencer la enemistad: he aquí la
dificultad. Una dificultad que para superarla ha sido necesaria para mí toda una
vida. Después de todo se trata de adquirir, y hasta de conquistar la fe en el
hombre. Un escéptico puede llegar a ser un óptimo cultivador de la ciencia del
proceso civil, no del proceso penal”20 Parece más un llamado religioso que una
aproximación jurídica, lo que ya permite entrever que para Carnelutti el derecho
por sí mismo simplemente no basta. Pero lo valioso estriba no en reconocer
simplemente la ineficacia de la disciplina sino que en pretender humanizarla a
partir de este reconocimiento. Para algunos esto le quitó consistencia a su teoría
jurídica, sin embargo, esa opinión normalmente es coincidente a su vez con una
visión muy estrecha del fenómeno jurídico.
19
Francesco Carnelutti. “Sobre una teoría general del proceso”. Revista de derecho procesal. Argentina, 1948,
(I, pag. 1).
20
Ibid. Principios del proceso penal.
19
IV. Proceso civil y proceso penal
“Había una vez tres hermanas que tenían en común, por lo menos, uno
de sus progenitores: se llamaban la ciencia del derecho penal, la ciencia del
proceso penal y la ciencia del proceso civil. Y ocurrió que la segunda, en
comparación con las otras dos, que eran más bellas y prósperas, había tenido
una infancia y una adolescencia desdichadas”21. Así inicia Carnelutti un artículo
que tituló La Cenicienta, que en una primera aproximación parece pesimista
respecto del derecho del proceso penal, pero que, después de todo, al igual que
en los cuentos infantiles, imagina un futuro feliz y un merecido reconocimiento
a aquella rama del derecho a la cual dedicaría su vida.
Aunque proceso civil y proceso penal son cosas distintas, para Carnelutti
son complementarios, al igual que el derecho penal y el derecho civil. “A quien
necesita el alimento, que no posee, no puede prohibírsele robarlo si no se le
permite comprarlo. La primera función de la compra es precisamente la de
subrogado del hurto. Contrato y delito, aparecen, por tanto, como la cara y la
cruz de la misma moneda. Igualmente son complementarios el derecho penal y
el derecho civil. Mientras el primero expulsa la guerra, el segundo establece las
condiciones necesarias para que los hombres puedan vivir sin hacerla. La
complementariedad de lo civil a lo penal constituye uno de los fundamentos del
derecho”22. Es muy interesante la vinculación que aprecia entre lo civil y lo
21
22
Francesco Carnelutti.“La Cenicienta”. Rivista di diritto processuale, 1946,( I, pag. 1).
Ibid. “Sobre una teoría general del proceso”.
20
penal, y que en cierta forma otorga cierta función penal al derecho civil, pues la
prohibición penal aparece como razonable en la medida en que la necesidad
pueda ser satisfecha de un modo lícito dentro de los cauces del derecho civil.
Esto, a su vez, tiene una doble importancia, por una parte, el derecho civil tiene
la misión de regular la convivencia de tal modo que las necesidades sociales e
individuales tengan un cauce de expresión lícito, y, por otra parte, el derecho
penal no puede simplemente prohibir una conducta indeseada si ésta no tiene
alguna posibilidad de expresión lícita en el ámbito civil, en aquellos casos en
que fuere posible, se entiende.
Pero pese a la complementariedad, uno es más importante que el otro,
aun cuando su desarrollo sea menor. “...en el derecho penal se debe reconocer
la zona más alta del derecho; más alta y, naturalmente, más inaccesible: la zona
de la roca, de la pared a pico, de los ventisqueros y de los glaciares. No hay que
asombrarse si la ciencia del derecho penal, en cada uno de sus sectores,
sustancial y procesal, se encuentra en retardo respecto de la del derecho civil;
cuanto más alto se sube, más alto es la escalada. Sólo podría sorprender que, al
menos, tanto en el terreno de la teoría como en el terreno de la práctica, la
superioridad del derecho y del proceso penal no se reconozca; pero la sorpresa
se diluye al reflexionar que, desgraciadamente, los hombres prestan mucha
mayor atención al haber que al ser. De todas maneras, si yo me he decidido, no
obstante la fatiga, que crece con los años, a escribir este libro, es precisamente
para que mi última palabra ayude a la reevaluación del derecho y, sobre todo,
del proceso penal y ayude a aquellos que operan en él, jueces, acusadores o
defensores, a tener conciencia de la gran dificultad y de la alta nobleza de su
21
oficio”23. Es recurrente en Carnelutti la reflexión acerca de lo mucho que los
hombres se preocupan del haber y el poco esmero que tienen respecto del ser,
idea que es concordante con el concepto mismo que tiene de derecho. De este
modo, la necesidad de preocuparse del ser se vislumbra no sólo como un
imperativo moral sino también jurídico. “Para el jurista, el problema más alto es
el de saber si el derecho tiene razón y posibilidad de ayudar al hombre, no tanto
a tener lo que no tiene pero debe tener, cuanto a ser lo que no es pero debe ser.
Esto quiere decir que el jurista no puede resolver el más alto de sus problemas
sin darse razón del ser, que es, a su vez, el problema más alto de la filosofía.”24
23
24
Ibid. Principios del proceso penal, pag. 9.
Ibid, pag. 5.
22
V. El juicio
“El juicio sobre el hombre sirve a los fines del juicio sobre el acto; no el
juicio sobre el acto a los fines del juicio sobre el hombre. Lo que se quiere saber
es si ha cometido él un delito, no si es un delincuente”.25 Esta distinción es clave
no sólo para entender su idea acerca del juicio sino su visión acerca de todo el
proceso penal, y aparentemente pudiera parecer contradictorio un juicio de valor
sobre el hombre mismo si sólo se le investiga por un delito, sin embargo, su
alcance es mucho más profundo “... en aquel juicio que conduce al castigo del
imputado, está implicado el conocimiento del valor del hombre: pero este valor
está dado no solamente por su pasado sino también por su futuro, no sólo por su
capacidad de delinquir sino también por su capacidad de redimirse; y ¿Cuál es
el juez que consigue penetrar los secretos del futuro?”26, pues muchas veces, tal
vez casi siempre, se tiene en cuenta la potencial capacidad de delinquir
nuevamente, pero rara vez se toma en cuenta de igual forma la potencial
capacidad para redimirse. Y sin embargo, admite Carnelutti, hay que juzgar “La
respuesta viene, una vez más, del mensaje cristiano, el cual, en cuanto al juicio,
no se agota en la admonición no juzguéis; inmediatamente después leemos en él:
Juzgad como querríais ser juzgados. ¿Es necesario, pues, que el juzgador se
meta en le pellejo del juzgando a fin de que cuando no pueda abstenerse del
juicio, reduzca al menos, en todo lo posible, su riesgo? La interpretación obvia
de la enseñanza es que se debe juzgar con amistad, puesto que ciertamente cada
uno de nosotros, si debiese ser juzgado, querría que lo juzgase un amigo. Pero
25
26
Ibid, Cuestiones sobre el proceso penal, pag. 98.
Ibid. Principios del proceso penal, pag. 245.
23
¿Por qué un amigo, si juzga consigue meterse en el pellejo del otro? ¿Cómo es
posible este intercambio entre juzgador y juzgando? Aquí está el secreto del ser
que se resuelve en el amar. La admonición de Cristo no juzguéis pronunciada al
comienzo de su predicación, tiene su complemento en la otra: amaos como yo os
he amado, que la sella.”27 Al parecer hemos salido del terreno jurídico y hemos
entrado de lleno a lo religioso. Personalmente, aunque no soy creyente, no me
importa si la solución a un problema jurídico o un enfoque más acertado del
problema tiene una fundamentación religiosa, lo importante en realidad es si
esto nos permite mejorar lo que tenemos. Por lo demás, en el fondo, y aunque de
formas y con criterios diversos, religión y derecho tienden a lo mismo, ordenar
la convivencia humana de modo de permitir el desarrollo de la persona en
sociedad.
Al unir Carnelutti ambos preceptos, el no juzguéis y amaos como yo he
amado va más allá del acto de juzgar, de por sí difícil, va hacia el desarrollo de
todo el proceso penal y, aunque no lo dice expresamente, en el fondo se refiere a
la manera
que deberíamos vivir la vida cada uno de nosotros. Pero la
importancia que tiene esto para el tema que nos ocupa está en reconocer que la
regulación pormenorizada de un fenómeno jurídico, el juicio, no ayuda mucho
si no está acompañada de una actitud del juzgador, actitud que no puede
imponerse por decreto, actitud que únicamente puede provenir de una genuina y
libre convicción. Es a producir esta convicción que Carnelutti dedica sus
mayores esfuerzos. Saliendo del lenguaje religioso, podríamos decir que para
27
Ibid.
24
juzgar, el juez debe desarrollar un importante grado de empatía con el imputado,
identificarse con él.
El problema es que tradicionalmente hemos entendido el rol del juez
como el de un ser que, con el pretexto de ser objetivo e imparcial, no repara en
el hombre que tiene frente a sí, y su búsqueda de la verdad se agota en el acto y
sus circunstancias de comisión para matemáticamente calcular una pena
determinada. A propósito de una disputa con Petrocelli, en la Rivista di diritto
processuale expresará “El juicio, desde luego, es la combinación de dos
términos, abstracto y concreto, que a Petrocelli le parecen inconciliables. Sin
saberlo, él ha puesto el dedo sobre la razón del evangélico: nolite iudicare. Y sin
embargo, es necesario juzgar, y para juzgar hay que comprender cómo se juzga.
Quien se dispone a ello, termina por darse cuenta de que el pensamiento no
basta para juzgar. Es este el punctun pruriens de la cuestión.”28
Pero tal como años antes expresaría Carnelutti “El cometido del maestro
de derecho procesal no se limita a individualizar el problema ni a confesar que
el problema es un misterio; si no a investigar y a enseñar cómo se celebra el
misterio. También la generación es un misterio, y no obstante el hombre
engendra; pero al engendrar debiera ser consciente de ello. Así ocurre con el
juzgar.”29
28
29
Ibid. Cuestiones sobre el proceso penal, pag. 404
Ibid, pag. 62.
25
Podríamos continuar con los fundamentos religiosos que Carnelutti
expone a fin de demostrar la necesidad de abordar el juicio desde una
perspectiva distinta, sin embargo, más interesante es destacar que puede también
tener razón pero desde el punto de vista de una disciplina empírica, la
psicología. En la década del cincuenta, cuando Carnelutti escribiera la mayoría
de sus trabajos, los conocimientos en psicología, especialmente la experimental,
no habían alcanzado ni el desarrollo ni difusión que han alcanzado en la
actualidad. Y lo interesante es que el tiempo pareciera empezar a darle la razón
a Carnelutti, al menos más que antes.
En 1995, se publicó La inteligencia emocional de Daniel Goleman, que
puso de moda un concepto que se venía desarrollando mucho antes. “ La
empatía se construye sobre la conciencia de uno mismo; cuanto más abiertos
estamos a nuestras propias emociones, más hábiles seremos para interpretar los
sentimientos. Los alexitímicos como Gary30, que no tienen idea de sus propios
sentimientos, se sienten totalmente perdidos cuando se trata de saber lo que
siente alguien que está con ellos. Son emocionalmente sordos. Las notas y
acordes emocionales que se deslizan en las palabras y las acciones de las
personas—el revelador tono de voz o el cambio de postura, el elocuente silencio
o el revelador temblor—pasan inadvertidas. Confundidos con respecto a sus
propios sentimientos, los alexitímicos se sienten igualmente desconcertados
cuando otras personas les expresan los suyos. Esta imposibilidad de registrar los
30
Goleman se refiere al caso de un paciente con alexitimia, trastorno psiquiátrico que se caracteriza
clínicamente por la dificultad que manifiestan quienes lo padecen en describir los sentimientos—los propios y
los de los demás—y un vocabulario emocional sumamente limitado, citado de “Alexithymia: Treatment
Utilizing Combined Individual and Group Psychotherapy” de Hillel Swiller y publicado en el International
Journal for Group Psychotherapy, 38, 1, 1988, págs. 47-61.
26
sentimientos de otro es un déficit importante de la inteligencia emocional, y un
trágico fracaso en lo que significa ser humano. Porque toda compenetración, la
raíz del interés por alguien, surge de la sintonía emocional, de la capacidad de
empatía.”31 Si bien lo anterior constituye una patología psiquiátrica y los jueces,
por cierto, no son alexitímicos, evidentemente se pone de manifiesto que la
empatía constituye un requisito sine qua non para conocer a otro ser humano y,
tal como afirma Carnelutti, “El juicio sobre el hombre sirve a los fines del juicio
sobre el acto...”.32 De manera que si el juez no logra comprender al ser humano
que hay detrás del acto, su juicio del hecho no sólo será incompleto, sino que
además será injusto. Evidentemente esto plantea un problema práctico enorme y
lejos de tranquilizar, para muchos constituiría simplemente un retroceso hacia el
camino de la arbitrariedad judicial. Sin embargo, es bueno también tener
presente que decisiones tremendamente injustas muchas veces se han basado
estrictamente en el “mérito del proceso”. Por lo que es difícil plantear uno u otro
camino como la solución mágica y definitiva. Como no todas las soluciones
pueden provenir de una simple reglamentación, lo más deseable sería que estos
conceptos se internalizaran primero en la mente del juzgador y que esto se
refleje no sólo en su decisión sino también en el proceso que lleva a cabo al
juzgar, en el sentido que el acusado también lo perciba, ya que la empatía debe
ser recíproca y quien es juzgado, sea por una infracción de tránsito o por un
homicidio, necesita saber que al menos su juzgador comprende el por qué lo
hizo. De modo, entonces, que más que una declaración formal del juez
atendiendo a sus dichos, lo que el acusado realmente necesita es una actitud
31
Daniel Goleman. La Inteligencia Emocional. Javier Vergara Editor S.A., Buenos Aires, 25ª edición, 1997,
pag. 123.
32
Ibid. Cuestiones Sobre el Proceso Penal, pag. 98.
27
especial del juez, sentir su empatía, porque aunque lo condene con dureza el
efecto psicológico será distinto. Nunca hay que olvidar que el castigo está
constituido por la pena y que la incomprensión e indiferencia de los operadores
del derecho no constituye parte de ésta o, más exactamente, no debería se parte
de la pena.
Afortunadamente la empatía puede aprenderse “A pesar de que las
diferencias en grado de empatía pueden tener bases genéticas (Ruschton, 1984),
la empatía (la habilidad para experimentar los pensamientos y sentimientos de
alguien más) puede, sin duda, alentarse o castigarse. Es común que, a través de
la disciplina, los padres motiven a sus niños a contrastar sus deseos contra los
requerimientos morales de una situación, considerar las necesidades de los otros
y respetar la regla dorada: haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran. Las
tácticas disciplinarias que comunican los motivos para requerir que los hijos
cambien su conducta parecen fomentar la empatía. Son muy efectivos los
llamados a que el niño se preocupe por los demás, proporcionar información
con respecto a la manera en que las acciones del pequeño podrían dañar a otros,
estrategias denominadas inducción o explicaciones afectivas (Hoffman, 1982, y
Radke-Yarrow y Zahn-Waxler, 1984). Los niños expuestos a este enfoque
tienden a mostrar altos niveles de madurez moral, disposición a auxiliar y culpa
cuando se comportan mal”33. Si bien estos antecedentes se refieren a niños, nada
impide imaginar un resultado muy similar en adultos. La importancia de esto se
manifiesta de dos modos. Por una parte, es importante que el acusado perciba
33
Linda Davidoff. Introducción a la Psicología. McGraw-Hill/Interamericana de México S.A., Mexico, D.F., 3ª
edición, 2000, pag. 462.
28
esta empatía por parte del juez y, por otra parte, al juez también se le debe
educar en este sentido, de hecho de este segundo aspecto depende el éxito del
primero. El problema, sin embargo es más complejo, pues se trata de aprender
habilidades emocionales, no simples contenidos teóricos. Estas habilidades
emocionales no se aprenden escuchándolas, sino viviéndolas. Y las escuelas de
derecho deberían ser un buen lugar para empezar, especialmente en la relación
profesor-alumno que debe ser más que la clase magistral o el correcto dominio
de la materia jurídica.
Si al acusado le ayuda la actitud del juez que intenta comprenderlo, al
alumno también le ayuda igual actitud del profesor. En ambos casos se trata de
respeto, de un respeto genuino que se manifiesta más que en palabras en una
actitud y predisposición especial, que, por cierto, no excluye la condena o la
reprobación respectivamente. Aunque se trata de situaciones muy distintas,
tienen en común el encontrarse sujetos a la decisión de otro que decide su
destino. En ambos casos también, si hay condena
para el acusado debe
rehabilitarse y volver a la sociedad una vez cumplida su pena y si reprueba el
alumno debe sobreponerse y seguir estudiando para aprobar más adelante. Pero
incluso si el acusado es absuelto o el alumno es aprobado, la forma en que
ambos son juzgados y el sentimiento que esto provoca incidirá en la forma en
que el uno se comportará en el futuro y la forma en que el otro abordará sus
estudios. Todo está relacionado.
Hay una frase de Carnelutti que resume en forma magistralmente
sencilla el misterio del juicio, como él lo denomina “En la escena, ante mí, no
29
había más que dos hombres: el que juzga y el que es juzgado. Dos hombres: he
ahí el problema. Dos hermanos: he ahí la solución.”34
34
Ibid. Cuestiones sobre el proceso penal, pag 62.
30
VI. El abogado35
La mayoría de los tratadistas del proceso penal cuando se refieren al abogado
limitan su función profesional a la activa intervención en el juicio en defensa de
los intereses de su cliente. Sin embargo, Carnelutti va más allá “El preso, la
gente no lo sabe y menos aún lo sabe él, está hambriento y sediento de amor. La
necesidad de amistad procede de su desolación. Cuanto más grande es la
desolación,
más
profunda
y
fecunda
es
la
necesidad
de
amistad.
Inconscientemente él pide lo que es indispensable a fin de que el defensor pueda
cumplir con su oficio. Lo que el defensor debe poseer, ante todo, a tal fin, es el
conocimiento del imputado; no, como el médico, el conocimiento físico, sino el
conocimiento espiritual. Conocer el espíritu de un hombre quiere decir conocer
su historia; y conocer una historia no es solamente conocer la sucesión de los
hechos, sino encontrar el hilo que los vincula. En este sentido, la historia es una
reconstrucción lógica, no una exposición cronológica de los acontecimientos.”36
Esta particular visión del abogado se podría pensar que lo acerca más a un
psicólogo o un sacerdote, mas no a un hombre de leyes, pero dicha visión es
sólo compatible con una idea no sólo estrecha del proceso penal sino también
acerca de la naturaleza del auxilio jurídico que requiere el defendido, “...y
también la otra palabra, cliente, que sirve para denominar a aquel que solicita la
ayuda, refuerza esta interpretación: el cliente, en la sociedad romana, pedía
protección al patrono; también al abogado, y la derivación de patrono de la
palabra pater proyecta sobre la relación la luz del amor. Lo que atormenta al
35
Carnelutti habla indistintamente de abogado o defensor, porque en el sistema penal italiano al abogado sólo le
cabe ese papel pues la acusación la promueve sólo el ministerio público.
36
Ibid. Las miserias del proceso penal, pag. 28.
31
cliente y lo impulsa a pedir ayuda es la enemistad. Ya las causas civiles, pero
sobre todo las causas penales, son fenómenos de enemistad. La enemistad
ocasiona un sufrimiento o, al menos, un daño como ciertos males, los cuales, y
tanto más cuando no son descubiertos por el dolor, minan el organismo; por eso,
de la enemistad surge la necesidad de la amistad; la dialéctica de la vida es así.
La forma elemental de la ayuda, para quien se encuentra en guerra, es la alianza.
El concepto de la alianza es la raíz de la abogacía.”37
Aunque los significados que atribuye Carnelutti a ciertas palabras
pueden ser discutibles, dentro de la sistemática de su pensamiento aparecen muy
coherentes. Así, recordemos, el delito no es más que la guerra prohibida entre
los privados, y siendo éste un acto de enemistad, lo que necesita el acusado es
precisamente la amistad, pero en un doble sentido. Tanto para defenderse en el
proceso como para tener ocasión de recibir aquello que no tiene y que sería la
causa última de su actuar delictivo, su deficiencia de amor.
De manera que el asunto no es si basta al abogado, para cumplir su
cometido, utilizar todas las herramientas legales a su alcance, sino qué tan eficaz
puede resultar si no conoce al imputado en los términos señalados por
Carnelutti. El asunto no es menor, pues debemos suponer que aquel acusado que
confía en su defensor y está dispuesto a revelarle más de sí mismo, colaborará
con su abogado en mayor medida para una buena defensa. Esto es muy
importante, porque aunque a tal fin la generalidad de las legislaciones consagran
el llamado secreto profesional entre el abogado y su cliente, el abogado sólo
37
Ibid, pag. 20.
32
podrá llegar a conocer a su cliente en la medida que éste efectivamente confíe
en él y esto no se consigue por decreto. Así, lo manifestado por Carnelutti tiene
mucha más importancia que una simple declaración de buenas intenciones entre
el abogado y su cliente, se revela como una condición sine qua non para ejercer
debidamente la abogacía, de lo contrario se daría la paradoja que mientras más
distante y objetivo intente ser el abogado menos profesional sería.
Pero el cabal conocimiento del imputado es sólo uno de los elementos
que debe tener el abogado para desarrollar su papel, porque no basta entenderlo,
lo que se pide es estar junto a él, “el compañero se sitúa en el mismo plano de
aquel a quien se hace compañía. La necesidad del cliente, especialmente del
imputado, es ésta: la de uno que se coloque junto a él, en el último peldaño de la
escala. La esencia, la dificultad, la nobleza de la abogacía es esta: situarse en el
último peldaño de la escala, junto al imputado. La gente no comprende aquello
que, por lo demás, tampoco los juristas comprenden; y ríe, y se burla, y
escarnece. No es un oficio que goce de los favores del público, el del cirineo...
las cosas más simples son las más difíciles de comprender.”38
Aunque Carnelutti no lo dice expresamente, en el fondo nuevamente nos
está hablando de la empatía que el abogado debe generar con su cliente, pues en
la medida en que logra conectarse emocionalmente con él, además del beneficio
emocional, la defensa jurídica se proyectará con mayor convicción. Al
identificarme con quien defiendo paso de la simple defensa de un tercero a la
38
Ibid, pag. 21.
33
defensa de mi mismo y en tanto más desesperada sea la situación de mi cliente
tanto más desesperada será mi defensa.
Pero se podría pensar también que mientras más conocimiento tenga de
quien ha delinquido, mayor será mi rechazo a su persona y a su causa, sin
embargo Martin Hoffman, investigador de la empatía, afirma que “las raíces de
la moralidad deben encontrarse en aquella, ya que es el hecho de empatizar con
las víctimas en potencia— y de compartir su aflicción lo que mueve a la gente a
actuar para ayudarlas.”39 Aunque el cliente no es la víctima del delito, sí lo es
eventualmente del proceso en su contra, y el abogado no interviene en el delito,
sólo en el proceso al cual da lugar. En ese sentido, el imputado frente a su
abogado siempre es la víctima del proceso. Hay que admitir, eso sí, que en
algunos delitos es mucho más difícil que en otros que esta empatía se produzca
entre el defensor y su cliente.
Pero para Carnelutti el situarse junto al imputado no es sólo un asunto en
beneficio del imputado, sino que también es saludable y necesario para el
abogado, “digámoslo con claridad: la experiencia del abogado cae bajo el signo
de la humillación. Es cierto que viste la toga40; colabora, desde luego, en la
administración de la justicia; pero su puesto está abajo, y no en alto. El
comparte con el imputado la necesidad de pedir y de ser juzgado. Está sujeto al
juez como lo está el imputado. Pero precisamente por esto la abogacía es un
ejercicio espiritual saludable. Pesa el deber pedir, pero es provechoso. Habitúa a
39
Martin L. Hoffman, “Empathy, Social Cognition and Moral Action”, en W. Kurtines y J. Gerwitz, eds., Moral
Behavior and Development: Advances in Theory, Research, and Applications, Nueva York, John Wiley and
Sons, 1984. Citado por Daniel Goleman, La Inteligencia Emocional, pag. 133.
40
En Italia los abogados visten la toga en juicio.
34
rogar. ¿Qué otra cosa es, más que un pedir, la plegaria? La soberbia es el
verdadero obstáculo a la plegaria; y la soberbia es una ilusión de potencia. No
hay otra cosa mejor que la abogacía para curarnos de tal ilusión. El más grande
de los abogados sabe que no puede hacer nada frente al más pequeño de los
jueces; a menudo, el más pequeño de los jueces es aquel que lo humilla más.
Está constreñido a llamar a la puerta como un pobre. Y ni siquiera está escrito
sobre la puerta: pulsate et aperietur vobis. No pocas veces se llama en vano. La
experiencia se hace más dolorosa y saludable. Se creía tener razón; se había
estudiado tanto, se había sudado tanto; en cambio... es necesario conocer estos
momentos para comprender.”41
Se advierte como sutilmente Carnelutti ve en el ejercicio de la abogacía, y
en especial en la defensa, la oportunidad de al mismo tiempo acercarse a Dios.
No le presenta ningún conflicto moral la defensa de un imputado, culpable o
inocente, no porque le de lo mismo sino porque ve en el imputado, y
particularmente en el preso, a un necesitado, un necesitado al que puede ayudar,
al que debe ayudar. “Cada uno de nosotros tiene sus preferencias, aún en
materia de compasión. Los hombres son diversos entre sí incluso en el modo de
sentir la caridad. También este es un aspecto de nuestra insuficiencia. Los hay
que conciben al pobre con la figura del hambriento, otros con la del vagabundo,
otros con la del enfermo; para mí, el más pobre de todos los pobres es el preso,
el encarcelado. Digo encarcelado, obsérvese bien, no el delincuente. Digo
encarcelado, como lo ha dicho el Señor, en aquel famoso discurso referido en el
capítulo vigésimo quinto del Evangelio de San Mateo, que ha ejercido en mí una
41
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 22.
35
fascinación incalculable; y hasta ayer, podía decirse, he creído que preso se
dijese como sinónimo de delincuente, pero me equivocaba y la equivocación ha
sido uno de los tantos episodios aptos para demostrar que nunca se meditan
bastante los discursos de Jesús.” 42 Este fervor religioso se manifiesta más
intensamente al final de su vida y es lo que lo llevará permanentemente a
preocuparse más del fondo del proceso penal que de las formas. A veces
pareciera desdecirse con suma facilidad de opiniones vertidas anteriormente, lo
que muchos interpretaron como un camino errático, sin embargo dicho
comportamiento debe entenderse como un profundo y sincero ejercicio de
autocrítica. Aun sin compartir su visión religiosa del asunto es necesario
destacar y rescatar el hecho que, independientemente de los resultados, el
defensor no sólo habrá hecho lo mejor por su cliente, sino que además tendrá la
convicción de haber actuado correctamente, tanto humana como jurídicamente.
Y esto aparentemente secundario no lo es tanto. La imagen del abogado, y en
especial la del defensor penal, puede ser para muchas personas la de un
inescrupuloso que es capaz de defender a cualquier delincuente. Dicha imagen
obviamente atenta contra el empeño del defensor en su cometido y únicamente
es posible superarla si le asiste una profunda convicción acerca de la
importancia de su labor. “ La del abogado es quizá una de las figuras más
discutidas en el cuadro social; se podrá decir más atormentada. Entre otras
cosas, nunca, ni siquiera en los momentos de mayor convulsión histórica, se ha
propuesto la supresión de los médicos o de los ingenieros; pero de los abogados,
si. En alguna ocasión, hasta se ha llegado a suprimirlos; después han resurgido
con rapidez. En el fondo, la protesta contra los abogados es la protesta contra la
42
Ibid, pag. 11.
36
parcialidad del hombre. Mirándolo bien, ellos son los cirineos de la sociedad,
llevan la cruz por otro y esta es su nobleza. Si me pidiérais una divisa para la
orden de los abogados, propondría el virgiliano sic non vobis ; somos los que
aramos el campo de la justicia y no recogemos su fruto.”43 Asimismo, señala
Carnelutti, no es misión del abogado defensor el ser imparcial, él simplemente
expone y defiende su verdad, “sin duda esto de las dos verdades, la verdad de la
defensa y la verdad de la acusación, es un escándalo; pero es un escándalo del
cual tiene necesidad el juez a fin de que no sea un escándalo su juicio.” 44
Entendido así, el abogado no sólo no actúa mal al defender “su verdad”, sino
que resulta imperativo hacerlo así, ya que de otro modo el proceso mismo se
frustra. “La verdad es que el contradictorio le ayuda precisamente porque es un
escándalo: el escándalo de la parcialidad, el escándalo de la discordia, el
escándalo de la torre de Babel. La repugnancia por la parcialidad se convierte
para el juez en la necesidad de superarla, o sea de superarse; y en esta necesidad
está la salvación del juicio.”45
43
Ibid, pag. 42
Ibid, pag. 41.
45
Ibid, pag. 42.
44
37
VII. El Ministerio Público
Nuestro ordenamiento jurídico, a partir de la reforma procesal penal,
concibe al Ministerio Público, en relación a lo que me interesa contrastar con la
visión de Carnelutti, como un sujeto imparcial y objetivo dentro del proceso
penal. Así, la Constitución de la República, en el inciso primero de su artículo
80 A, señala: “Un organismo autónomo, jerarquizado, con el nombre de
Ministerio Público, dirigirá en forma exclusiva la investigación de los hechos
constitutivos de delito, los que determinen la participación punible y los que
acrediten la inocencia del imputado y, en su caso, ejercerá la acción penal
pública en la forma prevista por la ley. De igual manera, le corresponderá la
adopción de medidas para proteger a las víctimas y a los testigos. En caso
alguno podrá ejercer funciones jurisdiccionales.”
46
Y la Ley Orgánica
Constitucional del Ministerio Público47 (LOCMP),a su vez, en su art. 3 indica:
“En el ejercicio de su función, los fiscales del Ministerio Público adecuarán sus
actos a un criterio objetivo, velando únicamente por la correcta aplicación de la
ley. De acuerdo con ese criterio, deberán investigar con igual celo no sólo los
hechos y circunstancias que funden o agraven la responsabilidad del imputado,
sino también los que le eximan de ella, la extingan o la atenúen.”
Carnelutti, en cambio, concibió al ministerio público de un modo
completamente distinto, como un actor apasionado y nunca imparcial, “así
hemos llegado al fondo del problema de la discusión, que es, pues, un reflejo del
46
47
Este capítulo fue agregado por el número 7 del artículo único de la Ley No. 19.519, DO 16.09.97
Ley No. 19.640. publicada en DO del 15 de Octubre de 1999.
38
problema concerniente a la relación entre parte y juez y, con él, de la dialéctica
del proceso. Si sobre la diferencia entre la requisitoria del ministerio público o
la arenga del defensor y la relación del perito nombrado por el juez, fuese
interrogado el hombre de la calle, respondería probablemente que este último es
un discurso desapasionado, mientras los otros son discursos apasionados: una
respuesta mucho más profunda de lo que parece, si se reflexiona que pasión
viene de pati y significa por eso, en su origen, sufrimiento. Que es, pues,
también en su origen, el sufrimiento de la parte de ser parte, o sea de su
limitación frente a quien está súper partes y, por eso, debería ser todo. Si no se
desciende a esta posibilidad, queda sellado no sólo el problema de la discusión,
sino también el problema del proceso. La utilidad y hasta la necesidad de la
parte para el juez está toda en su sufrimiento de ser parte y por eso en su
esfuerzo de superarse para trasfundir su pensamiento al juez, de modo que se
convierta en juez por el milagro de esta trasfusión. Quien sea experto en el
proceso y por eso en tal pasión, sabe que en el fondo de toda requisitoria del
ministerio público o de todo informe oral del defensor, si el uno y el otro son
dignos de su oficio y de su nombre, está esta necesidad y este anhelo, este
tormento y esta invocación de poder penetrar, con la virtud de la palabra, en la
mente y en el corazón del juez, y de obtener así que él juzgue según su
palabra.”48
Su enfoque aparece de este modo no sólo como una justificación jurídica
para la parcialidad del acusador, sino como un imperativo moral, y jurídico
también, por cierto, a fin de permitir la realización de la función más delicada
48
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 234
39
del proceso: el juicio. Esta reflexión nos lleva a la siguiente paradoja: mientras
más imparcial conciba un ordenamiento jurídico, tal como el chileno, la figura
del ministerio público más difícil será conseguir la imparcialidad del juez, ya
que éste, como dice Carnelutti, necesita de la parcialidad de la partes. En otras
palabras, quien debe juzgar es el juez, no el ministerio público.
Además, existen otras dificultades de orden práctico, como el exceso
de trabajo al cual puede verse sometido el ministerio público al tener que
desarrollar múltiples y simultáneas líneas de investigación, toda vez que la ley
lo obliga a hacerse cargo incluso de aquellas circunstancias que atenúan la
responsabilidad del imputado. Esta obligación puede derivar en dos situaciones
indeseables. En primer lugar, intentando investigar todas las posibilidades,
puede verse tan abrumado de trabajo que simplemente no pueda ser acucioso en
ninguna de ellas. O, por otra parte, puede llegar a hacerlo tan bien que
prácticamente termine haciendo el trabajo del defensor. Ninguna de estas
posibilidades es deseable ni está en el espíritu de la reforma procesal penal. La
doctrina nacional no está ajena a este problema y, habida consideración del
mandato legal, lo más recomendable parece ser una solución intermedia “... en
virtud de este principio el Ministerio Público debe chequear mediante su
investigación hipótesis fácticas de exclusión o atenuación de responsabilidad
plausibles y serias, argumentadas por la defensa, con el objetivo de confirmarlas
o descartarlas, pero no resultaría razonable que investigara todas y cada una de
la hipótesis posibles si ellas no tienen un sustento en su propia investigación.”49
49
Mauricio Duce J. El Ministerio Público en la Reforma Procesal Penal. Cuadernos de Trabajo. UDP marzo
2000. Citado por Sabas Chahuán Sarrás. Manual del nuevo Procedimiento Penal. Editorial Jurídica Conosur.
Santiago 2001, pag. 63.
40
Es interesante constatar que en la época de Carnelutti el ordenamiento
del proceso penal italiano ya concebía la figura del ministerio público en
términos similares a la que consagra nuestro nuevo proceso penal, y su crítica
apunta al contrasentido que se produce entre lo que pretende ser y lo que
realmente es. “En el ordenamiento actual del proceso penal el ministerio público
no es esencialmente acusador; por el contrario, se lo concibe, a diferencia del
defensor, como un razonador imparcial; pero hay aquí un error en la
construcción de la máquina que también en cuanto a esto funciona mal; por lo
demás, en nueve de cada diez veces, la lógica de las cosas arrastra al ministerio
público a ser lo que debe ser: el antagonista del defensor.”50 Esta consideración
de orden práctico es más pertinente aun en el caso chileno debido al rol y la
forma como se concibió la figura del defensor. Pero hay una prueba más
contundente que aporta Carnelutti para desechar la idea de un ministerio público
imparcial y que se presenta desde el inicio del proceso penal: “La sospecha es el
presupuesto de la interrogación. Agréguese que, en la encuesta preliminar, quien
interroga es una parte, esto es, el ministerio público. Y aun cuando también sea
un juez, como ocurre actualmente en la instrucción formal, no logra casi nunca
ser imparcial: la sospecha, en suma, excluye la neutralidad.”51 De manera que
desde las primeras etapas de la investigación, en los hechos, el ministerio
público ya ha perdido su imparcialidad. Cabe recordar que una de las razones
que siempre se esgrimieron para modificar el proceso penal antiguo era la
imposibilidad que el juez, que en una primera etapa debía llevar a cabo la
investigación y terminada esta debía someter a proceso y juzgar, pudiera juzgar
50
51
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 41.
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 192.
41
y allegar antecedentes al proceso en forma imparcial. Y sin embargo, al parecer
inadvertidamente, se volvió a repetir el error, pero esta vez en la figura del
ministerio público. Afortunadamente se trata de un error que simultáneamente
ha sido enmendado por la vía de oponer frente al ministerio público la figura del
defensor público, quien desde aspectos como su remuneración hasta los
derechos que en nombre del imputado puede hacer valer, puede enfrentar al
ministerio público de igual a igual. De manera que aunque en la práctica el
fiscal del ministerio público termine siendo un apasionado acusador, como
debería ser en todo caso de acuerdo a Carnelutti, encontrará un contrapeso
eficaz en la figura del defensor público.
42
VIII. El Juez
Para Carnelutti, “en lo más alto de la escala está el juez, no existe un
oficio más alto que el suyo ni una dignidad más imponente. Está colocado, en
el aula, sobre la cátedra; y merece esta superioridad.”52 Es bueno aclarar que
cuando se refiere a merecer esta superioridad lo hace en cuanto al cargo,
porque el juez en cuanto hombre no puede ni debe sentirse superior a nadie, “el
juez, sin embargo, es un hombre también él; si es un hombre es el también una
parte. Esto de ser al mismo tiempo parte y no parte, constituye la contradicción
en la cual se debate el concepto de juez. Esto de ser el juez un hombre y debe
ser más que un hombre, constituye su drama.”53 El leer a Carnelutti desde una
perspectiva estrictamente jurídica, además de resultar injusto hacia su obra, nos
puede resultar a veces también desconcertante, porque cuando hablamos de
parte, el derecho procesal no ofrece dudas ni segundas lecturas, la mayoría de
la doctrina estará de acuerdo en que “ las partes son aquellas personas que
sostienen ante el tribunal una contienda jurídica y actual acerca de sus propios
derechos”54, entonces aparece Carnelutti diciendo que el drama del juez es ser
una parte a la que se le pide no ser parte. Absurdo si lo dice cualquier neófito,
pero incluso si lo dice un procesalista consumado como Carnelutti despierta
asombro y rechazo en alguna doctrina, principalmente, y esta es una opinión
muy personal, porque no sólo no aporta a la técnica jurídica del proceso penal,
sino que además confunde en conceptos tan fundamentales y básicos como lo
que significa ser una parte en el proceso, de modo que mezclando religión,
52
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 27.
Ibid, pag. 28.
54
René Jorquera Lorca. Síntesis de Derecho Procesal Civil. Ediciones Jurídicas La Ley. Santiago. 5ª edición
2001, pag. 15.
53
43
filosofía e incluso algo de poesía, se declaran muchas verdades, se enuncian un
sinfín de dificultades, pero se aporta muy poco desde un punto de vista
normativo. Pero en su defensa es necesario señalar que obviamente el conoce
el desarrollo y terminología del derecho procesal y que es ese mismo
conocimiento el que lo lleva a querer replantear casi todo. Pero ¿Qué lo
motiva? A esta alturas podemos afirmar sin temor a equivocarnos que su
profunda fe cristiana no sólo lo inspira sino que lo guía en la interpretación de
la realidad jurídica y en su intento de reformarla. De ahí ese esfuerzo
desesperado por lograr que el proceso penal sea la ocasión y oportunidad para
que las personas sean mejores y que el proceso no se agote en el castigo.
Entonces, cuando se refiere al juez lo importante no es que en su función se
sujete estrictamente a la ley, porque la ley podrá evitar que se cometan
arbitrariedades o que un juez se exceda, pero jamás logrará que éste sea bueno.
“Y si el problema del derecho civil es el problema de lo mío o de lo tuyo, el
problema del derecho penal es el problema del yo y del tú. En derecho civil se
trata de ser ricos, en derecho penal se trata de ser buenos.”55
Lo complicado entonces para el juez, será cómo sustraerse
de su
parcialidad y ubicarse superpartes, “el equilibrio del juez, al cual alude el
símbolo de la balanza es de lo más delicado que pueda imaginarse. No se
repetirá nunca suficientemente que el juez es un hombre al cual se le piden
prestaciones que superan la medida del hombre. El juez es, y no puede menos
que ser, una parte a la cual se le pide que no sea parte. En un tiempo, cuando
aún no había puesto yo, en el sistema, al ministerio público, en su lugar, dije de
55
Ibid. Cuestiones sobre el Proceso Penal, pag. 384.
44
él que era absurdo pretender una parte imparcial; después advertí que el
absurdo está en el instituto del juez mucho más que en el del ministerio
público. No hay otro modo de respetarlo, que el de contener el aliento. No se
exige mucho para comprender que hasta las alabanzas excesivas, las
adulaciones, los grandes elogios, en los cuales una visión obtusa puede ver el
colmo del respeto, pueden constituir, en cambio, una falta peligrosa de él.”56
Pero no es fácil ubicarse superpartes porque además de una actitud intelectual
implica también una calidad moral. “Es lo suficiente para quedar sin aliento.
“¡ Quien de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra!” es
necesario para sentirse dignos de castigar, estar libres de pecado; solamente
entonces el juez esta sobre aquel que es juzgado. Y puesto que el pecado no es
otra cosa que nuestro no ser aquellos que deberíamos ser, es necesario ser
plenamente, sin deficiencias, sin sombras, sin lagunas.”57 A estas alturas uno
ya se podría preguntar, no sin razón, entonces quién merece ser juez, o de qué
sirve este razonamiento si en la tierra sólo hay humanos. “Ningún hombre, si
pensase en lo que es necesario para juzgar a otro hombre, aceptaría ser juez. Y,
sin embargo, es necesario encontrar jueces. El drama del derecho es este. Un
drama que debería estar presente a todos, de los jueces a los justiciables, en el
acto en que se celebra el proceso. El crucifijo que, gracias a Dios, en las aulas
judiciales, pende todavía sobre la cabeza de los jueces y que todavía sería
mejor que se hubiese puesto frente a ellos, a fin de que puedan con frecuencia
su mirada en él, está para significar su indignidad; es, no otra cosa, la imagen
de la víctima más insigne de la justicia humana.”58 Y el sentido de todo esto es
56
Ibid. Cuestiones sobre el Proceso Penal, pag. 128.
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 29.
58
Ibid, pag. 29
57
45
que la única forma en que los jueces pueden ser menos indignos en tan
delicada función es tomar cabal conciencia de dicha indignidad. Primero, para
no ser soberbios al juzgar, y segundo, para tener siempre presente que se
pueden equivocar y que esta equivocación afectará a seres humanos tan dignos
como ellos.
Esto nos lleva a los dos peligros más graves que, para Carnelutti, corre el
juez profesional: “La frialdad y la abstracción; inevitablemente, constreñido a
vivir en un mundo de delitos, como su profesión de juez exige, adquiere el
sentido de la separación. Son, decía, el uno y el otro, dos peligros graves
porque el individuo, para comprenderlo, hay que verlo en su concreción, en
todos sus aspectos, aun en aquellos que parecen, a primera vista, de menor
relieve; y es necesario, además acortar al máximo las distancias entre quien
debe comprender y quien debe ser comprendido.” 59 Lo que Carnelutti
simplemente llama frialdad, podría constituir para la psicología social
el
prejuicio, y una de las teorías que intentan explicarlo señala que “los
individuos acostumbran dividir el mundo social en dos categorías distintas:
nosotros y ellos (Turner et al., 1987). Ven a las otras personas como miembros
de su propio grupo social, usualmente denominado endogrupo, o como
miembros del otro grupo, o exogrupo. Estas distinciones pueden incluir
dimensiones como raza, religión, sexo, edad, antecedentes étnicos, ocupación e
incluso la ciudad o el vecindario. Si el proceso de categorización social (dividir
al mundo en distintas categorías sociales) se detuviera aquí, tendría poca
conexión con el prejuicio. Por desgracia, no es así: usualmente de asignan
59
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 143
46
sentimientos y creencias muy diferentes a los miembros del propio grupo, y a
los de otros grupos. A la gente de la primera categoría (nosotros) se le ve en
términos muy favorables, mientras que a las personas de la segunda categoría
(ellos) se les percibe de manera negativa. Se asume que los miembros de los
otros grupos poseen rasgos indeseables, se percibe que “todos son iguales” en
mayor medida de lo que sucede con los miembros del propio grupo, y a
menudo se experimenta un fuerte disgusto hacia ellos (Judd, Ryan y Park,
1991; Linville, Fischer y Salovey, 1989). Dadas esas tendencias (por ejemplo,
Tajfel, 1982), la categorización del mundo social en endogrupo y exogrupo
puede ser una base importante del prejuicio.”60
El riesgo, entonces, es que el juez vaya con el tiempo consolidando estos
prejuicios respecto de los juzgandos, (el exogrupo), y que la separación a que
alude Carnelutti lo aleje cada vez más de su delicada misión. Cabe recordar a
este respecto lo señalado a propósito de la empatía en el capítulo de El Juicio,
pues en la medida que el juez cultive permanentemente la empatía en su
desempeño, los efectos de la categorización social serán menos nocivos, de lo
contrario corre el riego de reafirmarlos. “Una vez que un individuo ha
adquirido un estereotipo acerca de algún grupo social, tiende a notar la
información que se ajusta mejor a su marco cognoscitivo de referencia y a
recordar con más facilidad los hechos que son consistentes con el estereotipo
que los “hechos” inconsistentes. Como resultado, el estereotipo se fortalece
con el tiempo. En realidad, incluso las excepciones tienden a hacerlo más
fuerte, ya que induce a la gente que sostiene el estereotipo a traer a su mente
60
Robert A. Baron. Psicología. Prentice-Hall Hispanoamericana S.A., Mexico, 3ª edición, 1996, pag. 678
47
más información de apoyo.”61 Si esto ocurre con personas normales pensemos
en la situación del juez que todos los días debe resolver sobre personas que han
sido acusadas de un delito, inevitablemente tenderá a resaltar más las
diferencias entre su endogrupo, que respeta la ley, y el exogrupo de los
inculpados, quienes la infringen. Incluso el hecho de que algunos imputados
finalmente terminen demostrando su inocencia será la excepción que le
confirmará que ese exogrupo normalmente corresponde a delincuentes. Por eso
Carnelutti expresará con vehemencia: “mientras aquel que tiene el tremendo
oficio y la pesada responsabilidad de castigar no se aproxime a aquel a quien
debe castigar con el ánimo del amigo más bien que del enemigo, el problema
penal no podrá resolverse.”62 Lo que nos lleva a la delicada discusión acerca de
si es posible seguir desarrollando la ciencia del proceso penal sólo en la
perspectiva de avances normativos y el reconocimiento y sanción
pormenorizada de derechos individuales, sin tomar en cuenta los prejuicios y
sentimientos de los actores del proceso. Y lo que intenta, en definitiva, es no
sólo modificar el tradicional modo de pensar en este sentido, sino que
demostrar que lo que realmente constituye un error y un obstáculo para el
desarrollo de la ciencia es negarse a admitir que la condición psicológica de los
actores del proceso penal y su predisposición anímica constituye no sólo parte
del problema sino también de su solución.
En Estados Unidos el sistema de juzgamiento es distinto, quien juzga es
el jurado, como órgano colegiado. Sin embargo, resulta igualmente útil indagar
61
62
Ibid, pag. 679
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 196.
48
acerca de la forma como trabajan para entender también la situación del juez
en nuestro sistema y la relevancia de los eventuales prejuicios de los que
venimos hablando. “Cierto tipo de personas que componen los jurados son más
propensas a condenar al acusado y a recomendar sentencias más duras. Por lo
general, suelen ser blancos, más bien mayores, con una buena educación y
posición social, conservadores y convencidos del respeto debido a la autoridad
a la ley (Nemeth, 1981).”63 Aventurando una explicación a este fenómeno me
atrevería a decir que este tipo de personas ven muy remota la posibilidad de
verse involucrados en estos delitos, ya sea por su raza, educación, edad o su
situación socioeconómica, lo que les reafirma la idea de que se trata de seres
muy distintos de ellos. Esta categorización deriva no sólo en el prejuicio sino
que también impide la empatía necesaria a fin de llevar a cabo un juicio justo.
63
Benjamin B. Lahey. Introducción a la Psicología. McGraw-Hill/Interamericana de España, S.AU. Sexta
edición, 1999, pag. 744.
49
IX. El imputado
El imputado, de acuerdo al art. 7 del Código Procesal Penal, es la
persona a quien se atribuye participación en un hecho punible, en definitiva, y
aunque de perogrullo, es quien es objeto de una imputación. Esta precisión es
importante porque, para Carnelutti, su naturaleza guarda estrecha relación con
la del objeto mismo del proceso penal. “La primera observación que hay que
hacer en orden a su naturaleza, es que también la imputación consiste en un
juicio. La materia prima, diríase, es la misma de que está hecha la sentencia de
remisión al debate o la sentencia de condena. No se puede abrir el proceso
contra alguien sin una cierta dosis de convicción de su culpabilidad.” 64 La
imputación, entonces, aparece como indiciaria de culpabilidad y el imputado,
aunque la ley diga que se le presume inocente, en el fondo sabe que se le
presume culpable. Esta situación fáctica exige proceder con el mayor cuidado
posible, no olvidando nunca que sólo se trata de un indicio y no certeza de
culpabilidad.
El primer acercamiento al imputado lo constituye, por regla general, su
declaración. “El psicólogo social Carig Haneu (1980) ha analizado el método
de interrogatorio comúnmente utilizado por la policía de los Estados Unidos
con el fin de analizar sus aspectos psicológicos. La policía utiliza una serie de
técnicas psicológicas para aumentar la probabilidad de que el sospechoso
confiese. Imaginemos que nos conducen a un cuarto de interrogatorio, que
estamos a solas con las personas que nos interrogan, lo que nos proporciona la
64
Ibid. Cuestiones Sobre el Proceso Penal, pag. 138.
50
sensación de estar completamente separados del mundo exterior. La persona
que nos interroga se coloca muy cerca de nosotros, lo que reduce nuestro
espacio privado y nos deja una sensación de quién es el que manda. El
interrogador inicia las preguntas mencionando nuestra posible culpabilidad,
pero habla del delito de una forma tan aparentemente comprensiva hacia el
mismo (incluso casi justificado moralmente) que se llega a sentir que si
confesáramos, la persona que nos interroga no nos haría sentirnos
avergonzados. Si el delito no es importante, ¿por qué no admitir que lo hemos
cometido? Si no admitimos nuestra culpabilidad, el interrogador se impacienta
enseguida y sale dando un portazo del cuarto. Un segundo policía, presente
también, se acerca a nosotros y nos pide que disculpemos a su compañero,
porque no ha tenido un buen día. El agente se muestra comprensivo con
nuestra situación y subraya que el proceso sería mucho más fácil si
confesáramos. Parece realmente preocupado por nuestra suerte; en ese
momento regresa el primer policía y nos pide una confesión. Vemos que
comienza a enfadarse cada vez más y confesamos sólo para evitar su estallido
de cólera. Este tipo de escena se repite muchas veces al cabo del día en las
comisarías de policía de Estados Unidos, aunque no siempre consiguen su
objetivo.”65 Estas prácticas no sólo son peligrosas en cuanto pueden constituir
apremios ilegítimos sino que también pueden derivar en falsas confesiones,
completamente alejadas de la realidad. En este sentido es muy ilustrativo un
experimento que se realizó en Estados Unidos y del que lamentablemente no
puedo dar mayores referencias pues sólo lo vi a través de la televisión en el
Discovery Channel, pero que básicamente consistía en demostrar lo fácil que
65
Ibid.Benjamin B. Lahey, pag. 747.
51
puede resultar inducir a un sujeto a reconocer la autoría de un acto del cual no
es responsable. El experimento consistía en que por x motivo se le pedía a
voluntarios que procedieran a utilizar un teclado con la única prohibición de no
presionar por ningún motivo determinada tecla, pues además esto quedaría
registrado en el sistema general; mientras los voluntarios hacían esto estaban
acompañados por un amigo que presenciaba todo. A continuación, el
experimentador, sin ser visto por el voluntario ni por su amigo, accionaba la
alarma que delataba el uso de la tecla prohibida; el sujeto, sorprendido, decía
que no la había tocado, sin embargo el experimentador le decía que la alarma
era automática y que sólo él pudo activarla al presionar la tecla prohibida, pues
su amigo estaba detrás de él y lejos del teclado. Después de esta discusión se le
vuelve a pedir al sujeto que continúe con su labor en el teclado, pero que esta
vez tenga mucho cuidado, pues si vuelve a activarse la alarma se deberá
informar al supervisor y detener la prueba. La alarma vuelve a sonar y esta vez
el experimentador, mostrando algo de ira, le recrimina haber vuelto a presionar
la tecla prohibida, incluso le pregunta al amigo y éste, no muy seguro,
responde que tal vez la tocó sin darse cuenta pues están muy cerca unas de
otras. El sujeto, a estas alturas bastante confundido, reconoce que tal vez la
presionó sin darse cuenta pero que en ningún caso fue intencional. Pero el
experimentador va más allá y le explica que por haberse activado nuevamente
la alarma debe informar al supervisor, por lo que para evitarse problemas le
pide al sujeto que firme el formulario que le pasará en que admite haber
pulsado dos veces y por error la tecla prohibida. El sujeto, ya convencido de su
responsabilidad, simplemente firma.
52
Estos estudios ponen en evidencia lo delicado y peligroso que puede
resultar el interrogatorio y la confesión como medio probatorio. Al mismo
tiempo que refuerzan la idea expresada por Carnelutti en cuanto a que la idea
de un ministerio público imparcial es una contradicción en los términos, pues
para comenzar a investigar se debe primero sospechar y la sospecha excluye la
neutralidad. Afortunadamente nuestro nuevo Código Procesal Penal, a pesar de
concebir al ministerio público como un organismo objetivo, ha tomado los
debidos resguardos a este respecto y, tal vez intuyendo la verdadera naturaleza
del ministerio público que acusa Carnelutti, la presencia del abogado defensor
es obligatoria desde la primera declaración del imputado, además tiene que ser
presentada directamente ante el fiscal y sólo excepcionalmente ante la policía,
pero bajo la responsabilidad del fiscal. Sin embargo, estos son aspectos
formales, que aunque buenos y necesarios no son suficientes, Carnelutti nos
dirá que “el imputado debería ser considerado con el mismo respeto que se
concede al enfermo en manos del médico o del cirujano. Una tal equiparación
entre el enfermo y el preso ha sido hecha por Jesús: No debemos olvidarnos de
ello.” 66 Esta convicción acerca del respeto que merece el imputado explica
también su forma de entender el procedimiento preliminar, que en Chile
podríamos asimilarlo a la etapa de investigación y a la etapa intermedia o de
preparación del juicio oral, de una forma totalmente opuesta a como se nos
presenta incluso en la práctica. “No se puede exponer al juzgando al riesgo del
procedimiento definitivo, entendido como posibilidad en lugar de como
probabilidad de todos los sufrimientos y de todos los daños que de él pueden
derivar, sin haber verificado primero la sospecha, surgida contra él, mediante
66
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 61
53
las cautelas propias del procedimiento preliminar. Repito, a este respecto y
para evitar equívocos, que la función del procedimiento preliminar no debe
entenderse en el sentido de una preparación del procedimiento definitivo, sino,
al contrario, en el de un obstáculo a superar antes de poder abrir el
procedimiento definitivo.” 67 Esta idea del obstáculo a superar debe estar
presente, por supuesto, en los intervinientes del proceso penal, pero también en
aquellos que lo presencian, la opinión pública; pues la situación afecta no sólo
al imputado sino que por lo general a toda su familia.
“Excluir la implicación del castigo en el proceso no es posible. El
sufrimiento del inocente es, desgraciadamente, el costo insuprimible del
proceso penal. En el plano jurídico, tal sufrimiento no se puede explicar sino
con la analogía, a través de la expropiación por utilidad pública; puesto que del
proceso penal la res pública no puede prescindir y el proceso penal no se
puede hacer sin este riesgo, quien lo soporta sufre una lesión de sus intereses y,
puede decirse, una disminución de sus derechos, por la misma razón por la
cual el dominus es privado de la cosa suya porque la salus rei publicae lo
exige. Lo que se puede y debe hacer es construir el proceso de tal modo que se
reduzca al mínimo el riesgo, que no se refiere tanto al error como al
sufrimiento injusto derivado del error.”68 Es interesante constatar que en parte
esta idea está recogida en el art. 19, Nº 7, letra i) de nuestra Constitución al
consagrar la indemnización por error judicial. Y digo en parte, porque a lo que
Carnelutti se refiere es al sufrimiento derivado del error y aunque un error
67
68
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 120
Ibid, pag. 53.
54
judicial siempre significa para el imputado un sufrimiento, no todos los
sufrimientos de los que puede ser víctima el imputado son errores judiciales,
más aún en nuestro derecho que exige que el sometimiento a proceso o la
condena sean manifiestamente errónea o arbitraria, sin mencionar siquiera lo
que el imputado pudo haber sufrido en la etapa de investigación.
Hay una opinión de Carnelutti que hoy, a más de cuarenta años de ser
formulada, ha resultado de extraordinaria actualidad. Ya en abril de 2002 la
prensa
daba cuenta de dificultades en la implementación de la reforma
procesal penal: “Así se han dado controversias entre jueces de garantía y
fiscales y entre éstos y los defensores. Ahora, es el instructivo de la Corte
Suprema que obliga a los jueces de garantía a entregar los antecedentes de la
primera etapa del procedimiento a los jueces en lo oral, lo que genera
polémica, ya que se sostiene que la disposición del artículo 281 del Código
Procesal Penal, referente a la remisión del auto de apertura del juicio y los
"registros respectivos", en caso alguno suponen que los jueces orales deban
pronunciarse basándose en dichos antecedentes, ya que precisamente es el
juicio oral en donde se produce la prueba y la oralidad del mismo supone que
los jueces recién van a tomar conocimiento del asunto controvertido.”69
A este respecto, Carnelutti no tenía duda alguna. “Considero que no se
puede dar contra este inconveniente gravísimo otro remedio que el de prohibir
la lectura de las actas de las declaraciones recibidas en el período preliminar
así como de las relaciones que dan noticia de ellas, con la sola excepción
69
La Semana Jurídica. Lexis-nexis Chile. 8 al 14 de abril de 2002.
55
relativa a aquellos testigos, que por muerte, ausencia u otra incapacidad no
pueden ser examinados en el debate: mejor renunciar al control del testimonio
actual con el testimonio precedente que correr el riesgo, cuya gravedad es
denunciada por la experiencia, de desvirtuar el resultado del examen realizado
en el debate al situarlo dentro del esquema del examen anterior practicado sin
la garantía del contradictorio.” 70 Y decía que su opinión resultaba de
extraordinaria actualidad porque precisamente para resolver estas dificultades
de interpretación se dictó la Ley 19.81571 que modificó el referido art.281 CPP
y vino a modificar este criterio, eliminando el requisito de acompañar los
registros escritos al tribunal oral. Sin embargo, en la discusión parlamentaria
del proyecto de ley nadie mencionó o se acordó de Carnelutti.
70
71
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 215.
Publicada en el Diario Oficial del 11 de julio de 2002.
56
X. La reclusión
“El preso hay que admitirlo, repugna como el leproso. La suya es una
pobreza oculta, en comparación con la del pobre y con la del enfermo; según
una observación superficial nadie llama pobre a un malvado. La cosa cambia
de aspecto cuando la observación se hace más profunda y descubre en el
malvado un necesitado de amor. Tal es el descubrimiento que permite hacer la
experiencia penal. Y es un descubrimiento fundamental para nuestra
salvación.”72 Que el preso sea un necesitado de amor hay que relacionarlo con
el concepto que Carnelutti tiene del delito que, como se recordará, es un acto
de enemistad cuya causa es una deficiencia de amor. De ahí entonces que en el
preso, tanto al cometer el delito como al estar recluido, la necesidad de amor
sea permanente. Pero lo que el preso necesita, en función de la pena, dice
Carnelutti, es humillación. “Razonando simplemente, uno se da cuenta de que
cualquier delito es una forma de intolerancia de los límites que a cada uno le
son impuestos por respeto a los otros; ¿Y no es esta una soberbia? También sí,
en lugar de soberbia, se quiere hablar de egoísmo o de desobediencia, el
discurso vuelve al mismo punto: un tener más en cuenta de sí mismo que de
los otros. Pero ¿Cómo se puede combatir la soberbia si no es con la
humillación? Humillar a un hombre quiere decir, con palabra simple, hacerle
bajar la cabeza; es precisamente de esto de lo que el culpable tiene necesidad.
La vix sanatrix de la pena consiste precisamente en la humillación. Bajo este
perfil debe ser considerada la limitación del derecho sobre la propia persona,
de que se ha hablado hace poco; este derecho es la medida de la dignidad
72
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 106.
57
reconocida al individuo en la sociedad. Quien no se ha adaptado a respetar el
derecho ajeno, ve disminuido el derecho propio; quien ha querido erigirse por
encima de los otros, es rebajado respecto de los otros.”73
Surge inevitablemente la pregunta entonces de cómo es posible que el
preso necesite al mismo tiempo amor y humillación. La respuesta viene dada
de forma similar a la que se nos presenta cuando analizamos el problema del
juicio, en que la única forma de compatibilizar el evangélico no juzguéis es
entendiéndolo unido indisolublemente al también evangélico amaos como yo
os he amado. De modo que si separamos la humillación del amor al
condenado, la primera se nos presenta simplemente como un acto de venganza,
que no dignifica ni a quien la soporta ni a quien la impone. Pero, ¿Es esto
realmente posible en las cárceles? La respuesta casi automática normalmente
es negativa y no sólo por un factor económico o de hacinamiento como puede
ser en nuestro país, sino porque
pareciera ser que la propia estructura del
sistema carcelario es parte del problema. Son numerosas las investigaciones en
torno a las duras condiciones de las prisiones, sin embargo existe una
interesante investigación que en 1972 realizó el psicólogo Philip Zimbardo,
pero no en una cárcel real, sino con presos y guardias voluntarios, lo que
permite comprender mejor y sin prejuicios los fenómenos psicológicos que
tienen lugar dentro de la típica estructura carcelaria. “Con la ayuda de un ex
convicto y de varios colegas Zimbardo transformó el sótano del edificio de
psicología en la Stanford University en una prisión simulada con todo y las
celdas con barrotes y excusados de cubeta para un estudio de dos semanas. Los
73
Ibid. Principios del proceso penal, pag. 331.
58
“prisioneros” y los “guardias” fueron reclutados por medio de un anuncio en
un periódico ofreciendo un salario diario modesto por la participación. Se
seleccionaron 21 estudiantes universitarios aparentemente saludables, la
elección aleatoria determinó quiénes eran guardias y quiénes convictos. La
investigación se inició de manera dramática, cada uno de los sujetos
prisioneros fue recogido de modo sorpresivo en su hogar, con la participación
de la policía local. Los oficiales esculcaban y les ponían esposas a cada
“sospechoso”, después de lo cual los llevaban al cuartel para tomarles las
huellas digitales y registrarlos. Luego se les vendaron los ojos a los individuos
y se les llevó a la cárcel de Zimbardo. Una vez ahí, se les ordenó que se
quitaran la ropa, se analizó la piel, se les roció con talco desinfectante y se les
vistió con uniformes (con números) y gorras hechas de medias. Las reglas
arbitrarias hicieron que el experimento de la prisión falsa fuera auténtico. Se
prohibía que los internos hablaran entre las comidas y períodos de descanso.
Asimismo, se obligaba a guardar silencio cuando se apagaban las luces a las
diez de la noche. Pronto los prisioneros empezaron a pensar en formas de
escaparse o de sabotear la investigación. Cerca de la tercera parte de los
guardias se transformaron en tiranos, usando el poder por el poder. Algunos
sólo hacían su trabajo; otros se comportaban en forma brutal. Un estudiante de
posgrado comentó “ me portaba terrible. Hacía que se dijeran palabras vulgares
entre sí y que limpiaran los excusados con las manos desnudas. Casi
consideraba como ganado a los convictos”. Conforme la prisión falsa se hacía
más salvaje, Zimbardo se alarmó ante los cambios dramáticos en casi todos los
aspectos de la conducta de los sujetos, así como su manera de pensar y sentir.
Tuvieron que liberar a tres prisioneros durante los primeros cuatro días a causa
59
de depresión profunda, llanto histérico y confusión. Al final de la semana,
Zimbardo creía que la demostración se había convertido en una realidad y tuvo
que ser detenida.”74
Este experimento, aparte de confirmar lo difícil que resulta para
cualquier persona la reclusión, tiene el mérito además de ilustrar el delicado rol
de los guardias de una prisión. Porque con el tiempo se corre el riesgo que los
carceleros, tal como admitió el voluntario, consideren a los convictos
simplemente como ganado. La única forma útil de tocar este tema sin
quedarnos simplemente en una declaración de buenas intenciones, y tomando
en cuenta lo señalado por Carnelutti y confirmado por la psicología a propósito
de la empatía, es, más que prohibiciones formales de mal trato hacia los
reclusos, seleccionar al personal de las prisiones con criterios que prioricen la
capacidad de empatía. Porque mientras más humanos y similares a sí mismos
perciban los guardias a los prisioneros, más improbable será que éstos sean
tratados como animales. 75 Se trata de no perder de vista que el castigo lo
constituye la humillación de ser privado de libertad, lo que no debe
confundirse con las humillaciones de que pueda ser objeto durante su privación
de libertad. Con su habitual fundamentación religiosa Carnelutti ha dicho que
“Francisco, sólo Francisco ha comprendido, al besar al leproso, lo que había
querido decir Jesús con la invitación a visitar a los presos. Los sabios, que
continúan considerando según una fórmula famosa, como un mal que se hace a
un delincuente por el mal que él ha hecho sufrir, ignoran u olvidan lo que
74
Ibid. Benjamin B. Lahey, pag. 638.
Aunque menciono el “trato como animales”, no quiero significar con ello que los animales sí merezcan ser
tratados de esa forma, sólo es una forma de ilustrar lo indigno de tal trato.
75
60
Cristo ha dicho a propósito del demonio que no sirve para expulsar al
demonio: no es con el mal con lo que se puede vencer al mal. Ya Virgilio,
antes de que descendiese sobre los hombres la luz de Cristo, había cantado:
Omnia vincit amor, el amor solamente es victorioso.”76 Esta potente frase de
Virgilio y que se popularizara en Chile cuando el Papa vino a nuestro país y en
un recordado discurso dijera que el amor es más fuerte, indica, para Carnelutti
el camino a seguir cuando se trata de castigar al delincuente.
Por otra parte, el proceder de esta forma dice relación no sólo con la
dignidad que se le reconoce al delincuente sino también expresa la fragilidad
de nuestra propia situación, asumiendo inevitablemente que quienes juzgan y
castigan no pueden pretender ser poseedores de cierta superioridad moral.
“Cuando, a través de la compasión, he llegado a reconocer en el peor de los
presos un hombre, como yo, cuando se ha disipado aquel humo que me
permitía creer ser mejor que él; cuando he sentido posarse también sobre mis
hombros la responsabilidad de su delito; cuando hace años, en una meditación
del viernes santo, ante la cruz, he sentido gritar dentro de mí: “Judas es tu
hermano”, entonces he comprendido no sólo que los hombres no se pueden
dividir en buenos y malos, sino que tampoco se pueden dividir en libres y
presos, porque hay fuera de la cárcel prisioneros de los que están dentro de
ella, y los hay, dentro de la cárcel, más libres cuando están en la prisión que los
que están afuera.”77 Sin embargo, asumir estas verdades es sólo el comienzo,
pues subsiste en la reclusión un elemento perverso, el cual se encuentra en la
76
77
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 13.
Ibid, pag. 106.
61
propia naturaleza de la reclusión y no consiste en la mera privación de libertad
que tradicionalmente se estima como el castigo a un delito; “traducida la
verdad de la reclusión a estos términos simples, emerge de ella el problema,
por no decir la aporía: quitar al deshonesto de la compañía de los honestos,
para hacerlos vivir con los deshonestos ¿No es lo contrario de lo que debería
hacer para la expiación? La lógica de la reclusión parece verdaderamente
pobre: el tratamiento de los reclusos se asemeja a aquel que en un tiempo se
aplicaba a los leprosos, que no se curaban sino que solamente se segregaban de
los sanos, porque se considerabna perdidos. Domina todavía, oscuramente, la
concepción pesimística de la pena.”78 La analogía que Carnelutti observa entre
el preso y el leproso es muy útil en cuanto evidencia no sólo la realidad de la
reclusión sino que también permite comprender que el preso, a diferencia del
leproso en la antigüedad, debe volver a la sociedad al cabo de un tiempo y que
no obstante haber cumplido su pena se le considera de la misma forma que el
leproso que intentara volver a la ciudad sin haberse sanado. En otras palabras,
al preso se le considera de por vida un enfermo. Esta realidad por cierto que
afecta y daña al preso pero también perjudica a la sociedad, pues el ex preso
que no encuentra su lugar en la sociedad difícilmente escapará a la reincidencia
y entonces los temores de la gente “honesta” se transformarán en una profecía
auto cumplida. “Los científicos razonan que, para alejar a los delincuentes del
crimen se requieren alimentar sus potenciales para un nuevo tipo de vida.
Necesitan adquirir habilidades laborales, junto con oportunidades para empleo,
capacidades de enfrentamiento de situaciones de manera que los problemas
personales puedan manejarse sin recurrir a la violencia, y vínculos con
78
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 331.
62
personas e instituciones que apoyen la legalidad. Los programas basados en la
comunidad son a menudo efectivos para lograr estas metas rehabilitadoras
(Bukstel y Kilmann, 1980; Coates, 1981; McCord, 1982, y Sarri, 1981).”79 Lo
revelador de estos estudios es descubrir que el problema penal no es sólo un
asunto de competencia de los órganos estatales y de las personas que los
dirigen sino que también es un problema de la comunidad en su conjunto, en
especial cuando se trata de evitar la reincidencia. “Es menos probable que los
jóvenes (y quizás los adultos) sean de nuevo delincuentes cuando tienen
trabajos, optimismo y gente en quien confiar y a quien admirar. Muchos
malhechores juveniles que abandonan la ilegalidad indican que lo hacen
cuando se detienen a reconsiderar sus metas de la vida y deciden que el crimen
no los llevará a donde quieren (Shannon, 1982).”80
Volviendo a Carnelutti, no se trata entonces de aferrarnos a ciertos
dogmas y pretender soluciones universales. Incluso respecto de la reclusión
como castigo no siempre es la mejor solución. “Sobre este tema sería necesario
pensar y operar con sinceridad y con simplicidad. El padre, cuando, no
obstante el amor que tiene para él, y hasta precisamente por este amor, le da
unos azotes a su pequeño, ofrece un ejemplo que debería ser meditado. Con la
repugnancia a las penas corporales no debemos exagerar; una cosa es la zurra
o, en general, el tratamiento que ocasiona o puede ocasionar un daño a la
salud, y que debe en absoluto evitarse; y otra cosa el tratamiento que a través
del dolor corporis puede ocasionar, como se decía en un tiempo, el dolor
79
80
Ibid. Linda Davidoff, pag. 639.
Ibid.
63
cordis y con él una saludable humillación. Por lo demás, no se dice que el
tratamiento humillante debe resolverse necesariamente en los golpes; se
pueden dar y se deben encontrar, con fantasía y buena voluntad, otras formas
de humillación que, especialmente en cuanto a los menores, sustituyan con
ventaja a las pequeñas dosis de reclusión.”81
En definitiva, a quien ha delinquido se le debe humillar para quitarle esa
soberbia que lo ha llevado a ejecutar un acto de enemistad, el delito. Pero no
basta con humillar, al hacerlo también se debe amar y evitar que la humillación
se transforme en mera venganza. Esta responsabilidad recae no sólo sobre
quienes intervienen en el proceso penal sino sobre toda la comunidad. Aunque
tradicionalmente se estima que el tema penitenciario no es parte del proceso
penal, para Carnelutti es inseparable de él, y ello se entiende en la medida que
aceptemos lo que se podría llamar una visión metajurídica del proceso penal
que, independientemente de criterios didácticos o de cátedra, pretende entender
su verdadera naturaleza y finalidad.
81
Ibid. Principios del Proceso Penal, pag. 332.
64
XI. La pena
Aunque la teoría de la pena forma parte del derecho penal, el fin que
Carnelutti ve en ella encamina el asunto hacia el área procesal. Para entenderlo
mejor, recurriré a dos connotados penalistas nacionales para luego contrastar
sus conceptos con los de Carnelutti.
Para Cury, “la pena tiene por finalidad primordial la prevención general
mediante la amenaza legal de que quien infrinja determinados mandatos o
prohibiciones, lesionando o poniendo en peligro un bien jurídico, sufrirá un
mal que no podrá exceder del injusto culpable en que incurrió y cuya ejecución
debe orientarse, en la medida de lo posible, a evitar perturbaciones accesorias
de su desarrollo personal y su capacidad de reinserción en la convivencia
pacífica.”82 Esta opinión representa un cambio, pues admite haber abandonado
la posición que mantuvo hasta la primera edición de su Derecho Penal de
acuerdo con la cual distinguía entre naturaleza y fines de la pena, sosteniendo
que aquella era retributiva y estos preventivos. Para explicar este cambio
esgrime dos razones. Primero, ha llegado a la convicción que la pena no tiene
una naturaleza en sí y; segundo, la retribución justa no es una tarea para la
cual sean competentes los tribunales del hombre, de manera que como la pena
estatal no puede nunca ser una retribución justa es conveniente que se la limite
a ser prevención apropiada.83
82
83
Ibid. Enrique Cury, tomo I, pag. 43.
Cfr. Ibid, pag. 43 y sgte.
65
Etcheberry, por su parte, señala que “la pena, que es la consecuencia
jurídica de la transgresión, ha sido establecida para reforzar el mandato de la
norma, para evitar, en general, que se cometan delitos.”84 Entonces, al igual
que Cury, la principal función de la pena es la prevención general del delito.
No descartando sin embargo también la prevención especial, esto es, impedir,
mediante la readaptación y enmienda del delincuente, que éste vuelva a
cometer delitos.
La opinión de ambos tratadistas refleja en términos bastante similares lo
que ya en su Etica a Nicómaco había propuesto Aristóteles en el sentido que la
pena tiene un fin preventivo general, y que la ejecución misma de la pena debe
sujetarse a un criterio retributivo, proporcionado a la naturaleza y gravedad del
mal. Aunque Etcheberry aclarará que “no nos parece muy exacto llamar a esto
el fin retributivo de la pena; se trata simplemente de su necesaria
proporcionalidad, indispensable para cumplir con eficacia su fin de prevención
general.”85
Con esto he querido reflejar que desde muy antiguo la teoría de la pena
se ha desarrollado por caminos conocidos, por lo que los intentos de Carnelutti
de incorporarla al derecho procesal no tardaron en ser duramente criticados.
Cuando propuso por primera vez la incorporación de la teoría de la pena al
derecho procesal, se produjeron dos pronunciamientos que el mismo relata.
84
Alfredo Etcheberry. Derecho Penal. Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1998. Tercera Edición. Tomo I
Parte General, pag. 34.
85
Ibid, pag. 35.
66
En Italia, Bellavista le dirá que “conviene... llamar a los procesalistas
olvidadizos”, y que considera necesario “reaccionar contra las tentativas de
invasión del derecho procesal en el derecho sustantivo”, y “puesto que es
bueno ejemplificar”, “denuncia... a las competentes autoridades el pastoreo, a
la verdad abusivo, realizado por Carnelutti en sus Lezioni sobre la teoría de la
pena, condenada al domicilio forzoso entre los institutos procesales y
arrebatada a su sede natural... Objeto del proceso no es en modo alguno la
fármaco-pena a que alude Carnelutti, y con todo el respeto debido a tan gran
jurista, creemos que por ese camino confusionista no se realiza en modo
alguno la deseada evolución del derecho procesal.”86
En España, Miguel Fenech, en cambio, a la pregunta de si la pena debe
plantearse en la problemática del derecho procesal, responde “mientras la pena
fue estudiada en otros campos jurídicos, más o menos distintos del proceso, se
observó una relevante tendencia a deshumanizar su concepto, a reconducir la
investigación al campo de la norma positiva, y a olvidar que quien sufre la
pena es el hombre, y que sólo si ese sufrimiento sirve para algo, se justifica el
instituto penal... No se puede comprender la función, ni determinar si la actual
estructura sirve para sus fines, mientras no se la haya estudiado a través del
proceso que tiende a actuarla.”87
Carnelutti dirá “ La pena es proceso. El delito no, no es proceso; pero la
pena sí; el delito, sí, se puede concebir sin proceso, o por mejor decir, sin
86
La scienza del diritto processuale in Italia, en Studi in memoria di Arturo Rocco, Milano, Giuffre, 1952, I,
pags. 169 y sgtes. Citado en Ibid. Cuestiones Sobre el Proceso Penal, pag. 391.
87
Miguel Fenech. Derecho Procesal Penal. Barcelona, Editorial Labor S.A., 1952, pags. 622 y sgtes. Citado
por Carnelutti en Cuestiones Sobre el Proceso Penal, pag. 392.
67
juicio: pero la pena no, sin juicio no se la puede concebir. La pena resulta de la
combinación de dos actos, uno del castigador y otro del castigado; y esos dos
actos son, en primera línea, el acto de quien juzga y el de quien es juzgado: el
juicio.”88 A esta postura surge la natural crítica de confundir demasiado las
cosas y sobre todo el no aportar de este modo con una solución. Sin embargo,
si tratamos de asumir como correcta esta idea y no insistir en sus debilidades
podemos apreciar que el reconocimiento del proceso como parte de la pena es
útil para suscitar las mejoras necesarias en el proceso penal, especialmente en
cuanto lo humaniza e intenta responsabilizar a todos los intervinientes del
proceso penal en la recuperación del delincuente. Pero como al proceso
también se puede ver sometido un inocente, y visto el proceso como pena,
resulta imperativo actuar respecto del imputado con el mayor respeto posible.
Como el proceso ocurre precisamente para determinar la culpabilidad
del imputado, y no olvidando el riesgo de procesar injustamente a un inocente,
el proceso penal debe ser entendido, y sobre todo desarrollado, en el sentido
que representa un obstáculo a superar a fin de evitar una injusticia y por ningún
motivo verlo como el comienzo del castigo para el culpable. Todo el
pensamiento carneluttiano se basa en entregar, a través de la pena, la
posibilidad al delincuente de redimirse, de modo que, aunque parezca
paradójico, la pena consistiría en el fondo no en un mal, aunque externamente
adopte esa forma, sino en un bien que permita recuperar al delincuente,
recuperarlo desde dentro, por su redención espiritual.
88
Ibid. Cuestiones sobre el proceso penal, pag. 394.
68
Vista la pena de esta forma pareciera negarse completamente la llamada
función retributiva de la pena, y así es, pero en un sentido diverso. Cuando
Carnelutti explica el significado del mal en que consiste la pena dice que en
realidad más que un mal se trata de dolor, de un dolor que busca atacar la
génesis del delito. En su teoría, el delito, como se recordará, es un acto de
enemistad, cuya causa es una falta de amor. Puede parecer contradictorio, pero
el dolor producto de la pena lo asimila al castigo que el padre da a su hijo con
el fin de educarlo y no de perderlo. Esta analogía es muy importante porque
por un lado, nos dice que al aplicar la pena nuestro objetivo principal debe ser
recuperar al delincuente y por otra parte, que la manera correcta de castigar
debe ser tal como lo hace el padre con su hijo, esto es, con amor.
Esta visión de la pena, lo llevará a criticar la rigidez de ella una vez
dictada la sentencia. “Dicen, fácilmente , que la pena no sirve solamente para
la redención del culpable sino también para la admonición de los otros, que
podrían ser tentados a delinquir y que por eso se los debe asustar; y no es este
un discurso que deba tomarse a la broma; pues al menos deriva de él la
conocida contradicción entre la función represiva y la función preventiva de la
pena: lo que la pena debe ser para ayudar al culpable no es lo que debe ser para
ayudar a los otros; y no hay, entre estos dos aspectos del instituto, posibilidad
de conciliación. Lo menos que se puede concluir de ello es que el condenado,
el cual, aun habiendo quedado redimido antes del término fijado para la
condena, continúa en prisión porque debe servir de ejemplo a los otros, es
sometido a un sacrificio por interés ajeno; este se encuentra en la misma línea
que el inocente, sujeto a la condena por uno de aquellos errores judiciales que
69
ningún esfuerzo humano conseguirá nunca eliminar. Bastaría para no asumir
frente a la masa de los condenados aquel aire de superioridad que
desgraciadamente, más o menos, el orgullo, tan profundamente anidado en lo
más íntimo de nuestra alma, inspira a cada uno de nosotros; ninguno,
verdaderamente sabe, en medio de ellos, quien sea o no sea culpable y quién
continúe o no continúe siendo.” 89 Al entender por un lado que el proceso
constituye por sí mismo una pena y por otro lado que a ésta está expuesto no
sólo el culpable sino también el inocente, Carnelutti deja en evidencia la
necesidad imperiosa de proceder con sumo cuidado y respeto hacia el
imputado, pues sólo sabremos si merecía castigo una vez finalizado su juicio.
“Si es inocente, el proceso en verdad está terminado, y todos tienen la
impresión de que ha terminado del mejor de los modos; pero la verdad es que
en este caso la máquina de la justicia ha trabajado con pérdida, y la pérdida la
constituyen, no sólo el costo del trabajo realizado, sino sobre todo el
sufrimiento de aquel a quien se lo imputó y a menudo hasta se lo encarceló,
cuando nada de esto debía hacerse con él; sin hablar de que no raras veces para
su vida ello ha sido una tragedia, sino una ruina. Desde ahora debeis
comprender que la llamada absolución del imputado es la quiebra del proceso
penal: un proceso penal que se resuelve con una tal sentencia, es un proceso
que no debiera haberse hecho, y el proceso penal es como un fusil que muchas
veces se encasquilla cuando no suelta el tiro por la culata.”90 En este sentido,
nuestro ordenamiento jurídico reconoce en parte esta realidad. Así, La
Constitución de la República, en su art. 19, número 7, letra i), señala : “Una
89
90
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 84.
Ibid. Cómo se hace un proceso, pag. 18
70
vez dictado sobreseimiento definitivo o sentencia absolutoria, el que hubiere
sido sometido a proceso o condenado en cualquier instancia por resolución que
la Corte Suprema declare injustificadamente errónea o arbitraria, tendrá
derecho a ser indemnizado por el Estado de los perjuicios patrimoniales y
morales que haya sufrido. La indemnización será determinada judicialmente en
procedimiento breve y sumario y en él la prueba se apreciará en conciencia.” Y
digo que lo reconoce sólo en parte porque en primer lugar se refiere sólo a
aquellos condenados o sometidos a proceso, excluyendo a los injustamente
imputados sometidos a investigación y, en segundo lugar, dicho sometimiento
a proceso, o condena, debe ser declarado injustificadamente erróneo o
arbitrario, excluyendo el simple error o arbitrariedad, lo que restringe
demasiado el alcance de la responsabilidad del Estado por el llamado error
judicial, ignorando, o más bien no queriendo responsabilizarse por ello, que tal
como señala Carnelutti, la sentencia absolutoria por sí misma constituye el
reconocimiento que el error judicial se ha producido.
Aunque, como se dijo, desde Aristóteles ya se hablaba del fin preventivo
general de la pena, Carnelutti deja en claro la evidente contradicción de los
propósitos con los hechos. “La tarifa de la proporción entre penas y delitos, tal
como está establecida por las leyes vigentes, en orden a la retribución y no a la
reeducación, es uno de los aspectos más atrasados, por no decir indecorosos,
de nuestro ordenamiento jurídico. La dosificación del malum passionis en
años, meses y días, de acuerdo con la gravedad de un imponderable malum
actionis, es casi siempre menos seria que el cálculo de Shylock cuando
pretendía valorar en una libra de carne el incumplimiento de su deudor. Bajo
71
este aspecto la inhumanidad de la pena está en que se atribuyen al juez poderes
que suponen una capacidad que el hombre no posee.”91 Es decir, cada delito es
único, no en razón del hecho, sino en razón de la persona que lo comete. De
ahí que, aun cuando debemos entender la necesidad de ciertos parámetros en
razón de la seguridad jurídica, prima en la ley una concepción retributiva que
pretende devolver al delincuente el mal causado con una “civilizada” y
graduada pena de acuerdo a la gravedad del delito. La expresión civilizada la
escribí entre comillas para destacar su contrasentido, el que se entenderá con
claridad en el capítulo final cuando veamos el concepto que Carnelutti tiene de
civilidad.
91
Ibid. Cuestiones sobre el proceso penal., pag. 437.
72
XII. La pena de muerte
Aunque en Chile la pena de muerte ya ha sido derogada no es inútil
estudiar los fundamentos en Carnelutti para su rechazo, toda vez que la
discusión no ha terminado y tampoco la posibilidad que ella pueda ser
repuesta.
“En el terreno de la retribución, la pena debe ser un mal, no sólo parecer.
Cuando se pasa del ser al parecer, no es ya el mal lo que cuenta, sino el miedo.
Ello basta para comprender que se pasa así de la concepción retributiva a la
concepción intimidativa de la pena: no se trata ya de retribuir, sino de precaver
el delito; en este terreno opera ya, no la muerte, sino la amenaza de muerte.
Aquí el problema, de ontológico, que era antes, se torna psicológico. Y aquí,
nuevamente el razonamiento toma de nuevo las alas. No son los delincuentes
únicamente los que corren el riesgo de morir; hay un número cada vez mayor
de actividades humanas que exponen a quien a ellas se dedica al peligro de
anticipar el fin de sus vidas; entre ellas, el deporte asume una importancia cada
vez mayor. Sería un estudio sumamente interesante el relativo a las reacciones
psicológicas que suscita el peligro de muerte. Probablemente de él resultaría
que hay temperamentos respecto de los cuales el tal riesgo constituye mucho
menos una rémora que un estímulo para obrar. Probablemente la raíz de este
fenómeno está en una especie de ceguera de nuestra mente frente a la muerte,
en la cual somos casi incapaces para pensar. Me atrevería a decir que el miedo
a la muerte no ha retenido a nadie frente a una gran empresa.”92 De este modo,
Carnelutti, ataca dos grandes corrientes doctrinarias, las que atribuyen a la
92
Ibid. Cuestiones Sobre el Proceso Penal, pag 426.
73
pena una función retributiva y las que le atribuyen una función preventiva o
bien ambas. Cuando Carnelutti habla de un mal, como parte de una retribución,
no hay que olvidar que su sentido es dar aquello que falta, aquello que permita
al delincuente redimirse y subsanar aquella deficiencia de amor que es causa
del delito. Pero aun desde la perspectiva clásica acerca del mal que se le debe
provocar al condenado no deja de tener razón en cuanto a que su función se
desnaturaliza y se transforma en un intento de intimidación general propio de
la función preventiva, intento que a su juicio no tiene grandes resultados.
Pero el tema de fondo es por qué podemos condenar a muerte a un
hombre. Aquí inevitablemente surge en Carnelutti el fundamento religioso, y
estima que el bíblico quinto mandamiento “no matar” va dirigido a todas las
personas, por lo que el juez tampoco debe matar. “Alguien tendrá intenciones
de corregir: en todo caso, delito no sería la condena, sino la ejecución de ella.
Pero yo, en cambio, con pleno conocimiento, digo la condena. La verdad es
que quien quiere matar, si condena a muerte, es el juez, no el verdugo. De
ordinario los hombres, que todo lo ven al revés, sienten horror por quien mata,
no por quien manda matar: en la antigua Venecia el verdugo vivía aislado, en
mitad del campo de Santa Margarita, porque nadie quería ser vecino suyo; en
España a los verdugos les pintaban de rojo la casa, a fin de que todos pudiesen
evitarla; pero, ¿Quién no se honra, en cambio, con la amistad del juez, por más
condenas de muerte que haya pronunciado? Sin embargo, matar o mandar
74
matar tienen moralmente el mismo valor; a lo más es menos innoble matar por
la propia mano.”93
Así como ve Carnelutti más responsabilidad en el juez que condena a
muerte que en quien la lleva a cabo, también respecto del proceso penal en
general podríamos aventurar la hipótesis que aunque quienes intervienen
directamente en el proceso son responsables de lo que ocurre, quienes legislan
y ordenan cómo deben actuar los sujetos tienen tanta o más responsabilidad
por los efectos y consecuencias injustas que se derivan del proceso penal.
La situación no sólo del condenado a muerte sino también de quienes se
ven forzados a participar en ella preocupa a Carnelutti además de como un
problema moral como un problema de costos. Visto que la pena de muerte
cumplía una función esencialmente intimidativa, para cumplirla cabalmente la
amenaza debe ser ejecutada. “Hay que matar para que la pena de muerte
inspire temor; lo cual nos invita a considerar el problema desde el punto de
vista del costo, no ya sólo del rendimiento, de la muerte del culpable. El costo
de la pena de muerte es , precisamente, no tanto la muerte, cuanto la
anticipación de la muerte. Y aquí, por tercera vez, el razonamiento necesitaría
alas. En efecto, ¿Qué quiere decir anticipar la muerte de un hombre? En
términos precisos, se trata de cortar la esperanza. La vida de un hombre es toda
ella una espera. Decía yo últimamente en una de las conversaciones a tempo
perso: cada paso en el camino de la vida nos lleva a limitar lo desconocido.
¿Qué posibilidades se encierran en el instante que está por producirse? Todo
93
Ibid, pag. 425.
75
otro modo de considerar la vida es superficial y falaz. ¿Por qué, en definitiva,
se considera al homicidio como el más grave de los delitos, sino es por la razón
indicada? Desde el punto de vista de la culpa hay otro cuya gravedad
específica es mayor; pero no desde el punto de vista del daño, ya que no hay en
el mundo un valor más alto que el de la vida humana. El costo, por
consiguiente, es en todo caso desproporcionado con el dudoso provecho de la
pena capital.”94 En definitiva, se está sacrificando lo más valioso de que se
dispone, la vida humana, para que sirva de ejemplo y a modo de intimidación
para el eventual homicida, que es precisamente eso, una persona
potencialmente capaz de cometer homicidio; como todos nosotros, por cierto.
Hay, entonces, sólo una certeza: se acabará con la vida de una persona, con la
esperanza que evite la muerte de otras, respecto de las cuales no hay ninguna
certeza acerca de su muerte. Un costo muy alto.
Aunque parecería de perogrullo explicar en qué consiste la pena de
muerte, Carnelutti nos dice “que el castigo no está en matar, sino en hacer
conocer al condenado la inminencia de su muerte. La experiencia demuestra
que tal conocimiento puede ser idóneo para procurar al condenado el
arrepentimiento e incluso la redención; pero aquí se plantea el dilema: o antes
de morir el condenado se ha redimido o no se ha redimido; tanto en un caso
como en otro, la muerte es un absurdo: si se ha redimido es porque el castigo,
que es la condena y no la muerte, ha alcanzado ya su finalidad; si no se ha
redimido, es porque no se puede considerar nunca perdida la esperanza de que
termine por redimirse. Razonando así se ve o al menos se entrevé el error de la
94
Ibid, pag. 427.
76
venganza...” 95 Queda claro entonces que respecto del condenado y de los
intereses de la propia sociedad el costo de la pena de muerte ya no es alto,
simplemente es absurdo.
95
Ibid. Principios de Proceso Penal, pag. 27.
77
XIII. El presidio perpetuo
Hay dos problemas que le preocupan a Carnelutti respecto de la
naturaleza del presidio perpetuo o pena del ergástulo como la llama. En primer
lugar, si dicha pena es o no conforme al sentido de humanidad y, en segundo
lugar, si puede decirse que ella tiende a la reeducación del condenado.
En cuanto a si tiende a la reeducación, Carnelutti, haciendo gala de uno
de sus muchos ejercicios etimológicos, por los cuales fuera criticado entre
otros por Allorio 96 , dirá: “La clave del problema está en el concepto de
reeducación. Un concepto que, como siempre, no se capta si no se atiende a su
aspecto final. Este aspecto, como a menudo, ya que no siempre, ocurre, se
aclara por el valor mismo de la palabra. Educare viene de ducere, no de docere
(Forcellini, Walde-Hofmann) y, por tanto, expresa la idea del camino hacia una
meta: quien educa, conduce; la educación es un proceso al cual no puede
menos que señalársele un resultado que hay que conseguir; bajo este aspecto,
la fórmula del tender a la reeducación significa propiamente consistir en la
reeducación: educado es quien ha recibido la educación y, por tanto, ha
recorrido el camino y llegado a la meta.” 97 La importancia que le atribuye
Carnelutti a dilucidar el concepto, está en que si todos entendemos lo mismo
por reeducar, entonces es más fácil entender también cuál es la meta que se
persigue con dicha reeducación. “Qué meta, en cuanto a la reeducación penal?
¿Moral o social? ¿Para el condenado en sí, o para el condenado respecto de los
96
97
Véase supra pag. 6
Ibid. Cuestiones Sobre el Proceso Penal, pag. 434.
78
demás? Tampoco para esta ulterior demanda es difícil la respuesta. Va
implícita en la estructura misma de la reclusión, que separa al individuo de la
sociedad, porque no es idóneo para vivir en ella; el delincuente, en el terreno
del derecho penal, no es tanto un sujeto inmoral cuanto un sujeto antisocial:
entre otras cosas, cuando se asigna a la pena también una acción preventiva (o
intimidativa, como suele decirse) y se admite así que haya hombres que se
abstengan de matar o de robar por temor a ser castigados, se los coloca
precisamente en el terreno de la socialidad, no en el de la moralidad; en efecto,
quien no comete un delito por temor a la pena, no es un hombre moral. Por lo
demás, se empuja una puerta abierta cuando se afirma que no es la moralidad,
sino la socialidad, lo relevante para el derecho, en particular para el derecho
penal. Por consiguiente, el fin de la educación al cual tiende, o mejor, en el
cual consiste la pena, o mejor, la pena corporal (reclusión), es el de restituir al
condenado la idoneidad para vivir en el ambiente social.” 98 Esto no es
contradictorio con lo afirmado en el capítulo de la pena, en cuanto a que ésta
busca redimir al delincuente, puesto que precisamente al delinquir, el hombre
se ha hecho indigno de vivir en sociedad y la pena pretende que el condenado
recupere esa dignidad.
Si aceptamos estas conclusiones, la reeducación del condenado es
incompatible con el presidio perpetuo, pues tal como dice Carnelutti, sería una
reeducación en función moral y no social, porque el condenado nunca podrá
volver a la sociedad, sería un esfuerzo inútil.
98
Ibid, pag. 434.
79
Pero queda otro aspecto del presidio perpetuo, su humanidad. “La
amenaza no serviría sin la experiencia de su aplicación, lo cual quiere decir
que la condena al ergástulo, no sirviendo para reeducar al culpable ni tampoco,
como dicen los sustentadores de la concepción retributiva, para reestablecer el
equilibrio ofendido por el delito, tendría a lo menos la ventaja llamada
ejemplar. Y sobre esta base he construido, hace muchos años, un esbozo de
teoría de la pena de muerte como expropiación del hombre por utilidad
pública: una paradoja, se dijo, pero una paradoja que encuentra al menos en la
decimación practicada todavía en tiempo de guerra, una confirmación
desconcertante. En palabras simples, pero escuetas, se manda a uno a galeras
para toda la vida, no para reeducarlo, ni porque haya proporción entre el
malum passionis y el malum actionis, sino para poner un ejemplo a los demás.
¿Puede llamarse a esto tratamiento humano? Cualquiera ve que no hay una
apreciable diferencia entre un tal tratamiento y el que se infligió durante la
guerra a algunos desgraciados, prisioneros de guerra o deportados, cuando se
realizaron en ellos dolorosos y peligrosos experimentos que sirvieran para el
progreso de la biología y de la antropología. Acerca de la inhumanidad de
estos procedimientos estamos todos de acuerdo; pero ¿Cómo se podría negar,
entonces, la inhumanidad de la condena al ergástulo, que, excluida su función
tanto reeducativa como retributiva, no tiene otra justificación posible que en su
función ejemplar?”99
Normalmente, al oponer la pena de muerte al presidio perpetuo, aparece
este último como un signo de civilidad y respeto por la vida, pero cabe
99
Ibid, pag. 437.
80
preguntarse si corresponde a un genuino deseo de respetar la vida ajena, con lo
que ello significa, o si no es simplemente una manera de evitar el sentirnos
culpables por ello. En Chile, cuando la Ley 19.374 de 06 de junio de 2001,
derogó la pena de muerte creó al mismo tiempo la figura del presidio perpetuo
calificado, el cual requiere un mínimo de 40 años de presidio efectivo para
solicitar el beneficio de la libertad condicional. En la práctica, por su edad,
muchos encarcelados morirán encarcelados. En este sentido, Carnelutti afirma:
“Basta que la reclusión pueda, aunque no deba, durar hasta la muerte, para que
no pueda tener finalidad educativa” 100 y la crueldad e inhumanidad es
manifiesta “... porque aquel morir le trunca la esperanza del retorno al
consorcio humano, de despojarse finalmente del horrible uniforme, de asumir
de nuevo el aspecto de hombre libre, de retomar su puesto en la sociedad, es el
oxígeno que alimenta al preso. Desde el momento en que ha entrado en la
prisión, esta es la razón de su vida. En privarlo de ella está lo inhumano de la
condena por toda la vida.”101 En el fondo, Carnelutti, nos deja la impresión
que, contrario a una frecuente opinión, el presidio perpetuo puede ser tan cruel
e inútil como la pena de muerte, ya que aun logrando el fin resocializador de la
pena –– o que el delincuente se redima en la jerga de Carnelutti –– el
condenado sabe que ya no tendrá una nueva oportunidad, haga lo que haga, por
lo que será un esfuerzo inútil. Y, al igual que con la pena de muerte, se
manifestará como una venganza sin límites, cuyo único dudoso valor consistirá
en servir de ejemplo a potenciales delincuentes. En este sentido, Carnelutti nos
invita a reflexionar acerca de una verdad más profunda detrás de una condena
100
101
Ibid, pag. 434.
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 93.
81
a presidio perpetuo. “Y puesto que la penitenciaría es, o debería ser, un
sanatorio para recuperar las almas enfermas, la condena al ergástulo es la
declaración de que el alma de un hombre está perdida para siempre. El tono
lúgubre de estas palabras inspira un sentido de horror; pero no para aquel a
quien están dirigidas, sino para aquel que las ha pronunciado.”102
102
Ibid, pag. 92.
82
XIV. La liberación
Llegado el día de la liberación, para Carnelutti, el proceso por fin ha
terminado, pero no necesariamente la pena, en el sentido del sufrimiento y
castigo que sigue soportando quien ha sido liberado. “El preso, al salir de la
prisión, cree no ser ya un preso; pero la gente, no. Para la gente él es siempre
un preso, un encarcelado; a lo más, se dice ex-carcelado; en esta fórmula está
la crueldad y está el engaño. La crueldad está en pensar que, tal como ha sido,
debe continuar siendo. La sociedad clava a cada uno a su pasado. El rey, aún
cuando según el derecho no sea ya rey, es siempre rey; y el deudor, aun cuando
haya pagado su deuda, es siempre deudor. Este ha robado; lo han condenado
por esto; ha cumplido su pena, pero...”103 A estas alturas pareciera que ya nos
encontramos completamente fuera del ámbito del proceso penal, sin embargo,
la utilidad de estas reflexiones de Carnelutti, asumiendo que la pena sí forma
parte del proceso penal, está en su intento de sensibilizar y con ello humanizar
la pena.
Pero no se trata de conformarnos con un pensamiento bondadoso hacia
el prójimo basados en argumentos morales y religiosos solamente. Se trata de
entender que al acoger al condenado no sólo se le ayuda a él sino también a la
sociedad, esto es, a todos nosotros. En Estados Unidos, donde las bandas
violentas de jóvenes son un serio problema, el psicólogo Ervin Staub (1996)
intentó explicar el fenómeno incorporando elementos de las teorías de la
frustración-agresión y del aprendizaje social de la agresividad. “El problema
103
Ibid, pag. 94.
83
comienza en los hogares de los jóvenes adolescentes que más tarde se unen a
bandas. Cuando los padres emplean el castigo físico severo para disciplinar a
sus hijos, están modelando a sus hijos para imitar la agresividad... La crianza
severa e inadecuada hace que los niños actúen de forma agresiva hacia sus
compañeros de clase, lo que lleva al rechazo por parte de la mayoría de los
iguales –– la mayoría de los chavales teme y le desagradan los matones
agresivos ––. Sin embargo, las bandas formadas por otros jóvenes agresivos
ofrecen al niño agresivo que ha sido rechazado por su familia y sus iguales un
lugar al que pertenecer. La persona que probablemente respete a un
adolescente agresivo sea otro adolescente agresivo que ha sido rechazado por
su familia e iguales. Lamentablemente, las bandas ofrecen un lugar al que
pertenecer al coste de fomentar un fuerte sentimiento de nosotros frente a
ellos.”104
Aunque esta teoría intenta explicar sólo el fenómeno de las pandillas,
nada impide imaginar que el sentimiento descrito como de nosotros frente a
ellos se presenta también en los condenados cuando están en prisión y más aún
al salir en libertad. Pero también este sentimiento de segregación se presenta
en aquellos que nunca han delinquido e interactúan, por cualquier motivo, con
aquellos que han cumplido su condena, esto es, el ciudadano común. Estos
sentimientos constituyen un círculo vicioso muy difícil de romper, pues si el
ciudadano común se muestra desconfiado y poco amistoso con un ex-convicto,
– cosa normal por los demás – éste inmediatamente interpretará dicha actitud
como un acto hostil que sólo reforzará sus convicciones y alejará las
104
Ibid. Benjamin B. Lahey, pag. 444.
84
esperanzas de volver a integrarse a la sociedad. De modo que, al sentirse
rechazado, lo más probable es que se comporte agresivamente, confirmando de
esta manera los temores y prejuicios del ciudadano común.
Esta realidad, sin embargo, nos ha acompañado desde siempre y no
constituye gran novedad. Lo importante es averiguar de qué manera se puede,
sino romper el círculo, al menos atenuar sus efectos. En este sentido, las
personas necesitan ayuda para superar sus temores y en esta situación quien
más requiere ayuda normalmente es quien ha recuperado su libertad. Pero,
¿Cómo estimular esta conducta prosocial? En los últimos años la psicología
social ha dedicado importantes esfuerzos a entender qué factores estimulan una
conducta prosocial, entendida como aquella conducta que beneficia a los
demás sin proporcionar necesariamente un beneficio directo a la persona que la
realiza. Aunque se descubrió que puede ser común, en modo alguno está
garantizada. Existirían al menos dos factores fundamentales.
En primer lugar, a raíz de un alevoso crimen en la ciudad de Nueva
York, en que una joven fue apuñalada por un sujeto que después de herirla
huyó, cuando ella gritó pidiendo ayuda y se encendieron numerosas luces en
los departamentos y viviendas cercanas. Sin embargo, este sujeto volvió al
percatarse que nadie intentaba socorrer a su víctima y, esta vez, pese a sus
gritos, la apuñaló nuevamente hasta matarla. “Darley y Latane (1968)
razonaron que tal vez nadie vino en su ayuda porque todos los testigos
asumieron que alguien más acudiría en su rescate... Para averiguarlo,
condujeron un famoso experimento en que participantes varones sentados en
85
cuartos separados escuchaban que otra persona sufría lo que parecía ser un
ataque epiléptico intenso. El incidente era escenificado por medio de una
grabación especial, pero para los participantes parecía atemorizantemente real.
Para examinar los efectos potenciales de la presencia de otros espectadores
sobre la disposición de los espectadores a brindar su ayuda, los participantes de
tres condiciones fueron llevados a creer que: 1) sólo estaban presentes ellos y
la víctima; 2) estaban presentes ellos, la víctima y otro espectador; 3) estaban
presentes ellos, la víctima y otros cuatro espectadores. Los resultados
ofrecieron un fuerte apoyo a lo que ha llegado a ser conocido como el efecto
del espectador, una reducida tendencia a ayudar por parte de los testigos de
una emergencia si creen que están presentes otros auxiliadores potenciales. A
medida que aumentaba el número de supuestos espectadores, el porcentaje de
participantes que salía de la habitación para ofrecer su ayuda disminuyó
considerablemente, de 85% a 31%, y el tiempo transcurrido antes de que se
ofreciera ayuda aumentó de 56 a 166 segundos. Los resultados pronto fueron
confirmados en muchos otros estudios, de modo que parecía que la difusión de
la responsabilidad, la distribución de la responsabilidad entre todos los
auxiliadores potenciales, juega un papel importante en la determinación de si
las víctimas recibirán ayuda en una emergencia y, de ser así, con cuánta
rapidez.”105 Aparentemente estas investigaciones no tienen mucho que ver con
el problema que nos ocupa, pero no disponiendo de estudios más atingentes me
atreveré a señalar que el ex-preso, al igual que la víctima de una emergencia,
necesita ayuda y para recibirla, de por sí difícil de obtener, enfrenta, además, la
dificultad práctica de que la mayoría de las personas, aun cuando estimaren
105
Ibid. Robert Baron, pag. 696.
86
que un ex-preso necesita una oportunidad y apoyo, no están dispuestas a
comprometerse personalmente en dicha tarea. El efecto espectador y la
difusión de la responsabilidad podrían explicar en parte esta actitud. De ser
esto cierto y centrando nuestro interés en la respuesta jurídica al fenómeno,
sería necesario entonces que el derecho intentara regular de tal modo la
reinserción de los ex-convictos en la sociedad, que las personas que
eventualmente se encontraran en
posición de brindar ayuda, se sientan
personalmente responsables de ello. Esto obviamente es muy difícil de lograr,
toda vez que estamos hablando de deberes morales, imposibles de imponer
coercitivamente, de modo que la aspiración debe ser que el derecho tienda a
formar esa convicción en las personas, intentando evitar la superposición de
funciones que a veces se producen en distintos servicios públicos o en
funcionarios de distinto nivel dentro de un mismo servicio, y que muchas
veces contribuyen lamentablemente a la difusión de la responsabilidad.
En segundo lugar, se ha descubierto que las personas están más
propensas a ayudar cuando se encuentran de buen humor. “...en efecto, muchos
estudios ofrecen apoyo a esta opinión (Isen, 1987). La gente expuesta a
virtualmente cualquier suceso o condición que eleve su estado de ánimo, como
encontrar una moneda en una cabina telefónica, mirar una película divertida o
incluso aspirar aromas placenteros, parece más dispuesta a ayudar a otros que
la gente que no ha sido expuesta a esos eventos para elevar el estado de ánimo
(Baron y Thomley 1994; Wilson, 1981). Sin embargo, no siempre sucede así.
Cuando las consecuencias de prestar ayuda parecen desagradables, por
ejemplo, cuando la víctima está sangrando o parece enferma, la gente de buen
87
humor en realidad parece tener menor probabilidad de ayudar que los otros. Al
parecer esto se debe a que se muestra renuente a emprender acciones que
interfieran con su buen estado de ánimo (Shaffer y Graziano, 1983).”106
A la luz de estas evidencias empíricas resulta importante entonces
favorecer cierto estado de bienestar en quienes potencialmente pueden
encontrarse en situación de ayudar al ex-convicto, pero, al mismo tiempo, no
desestimar las circunstancias que pueden desincentivar la conducta prosocial.
Me explico, si por ejemplo, el estado, con la finalidad de facilitar la reinserción
laboral de los liberados, otorga un subsidio temporal al empleador para su
contratación, debe, al mismo tiempo, incluir los mecanismos que permitan una
adecuada flexibilización laboral. Esto es muy importante, porque como si sólo
se otorgara el referido subsidio y después fuera muy difícil para el empleador
despedir al trabajador, el monto del subsidio tendría que ser exageradamente
alto para compensar la eventualidad de que el trabajador no sirva. Ese riesgo lo
soportará en definitiva el empleador, por lo que probablemente decidirá no
involucrarse, aunque en un principio haya tenido voluntad de ayudar. Es algo
similar a lo que ocurre con las prerrogativas de que dispone la trabajadora
embarazada; la ley la protege porque en ello está el interés general de la
sociedad, sin embargo, el costo de dicha protección normalmente debe
asumirlo solamente, o principalmente, el empleador, lo que, paradojalmente,
incentiva a éste a contratar más hombres y menos mujeres, tal como se podría
inferir del estudio de Shaffer y Graziano, 1983, ya que el grato sentimiento de
ayudar a las futuras madres contratándolas, se ve fuertemente contrarrestado
106
Ibid. Robert Baron, pag. 696.
88
por los costos en la productividad y eficiencia que debería asumir en caso
embarazo. Entonces, un sistema de incentivos o protecciones mal planteado
puede a la larga perjudicar más a quien precisamente se pretende ayudar.
La situación, en todo caso, del liberado es muchísimo más compleja y
difícil, porque él debe cargar con el peso de su condena y el reproche social.
“El preso, al salir de la prisión, cree no ser ya un preso; pero la gente, no. Para
la gente él es siempre un preso, un encarcelado; a lo más, se dice ex-carcelado;
en esta fórmula está la crueldad y está el engaño. La crueldad está en pensar
que tal como uno ha sido, debe continuar siendo. La sociedad clava a cada uno
en su pasado. El rey, aun cuando según el derecho no sea ya rey, es siempre
rey; y el deudor, aun cuando haya pagado su deuda, es siempre deudor. Este ha
robado; lo han condenado por esto; ha cumplido su pena, pero... Pero los
hombres, que lo ven todo al revés, continúan estando persuadidos de que cada
uno seguirá siendo como ha sido; y no la gente vulgar solamente, sino también
los hombres de gran cultura, e incluso aquellos que hacen profesión de
cristianismo. De cualquier manera y aunque este fuese un razonamiento justo,
olvidarían ellos que, cuando se llega a un cierto punto no basta razonar; la
razón es necesaria; pero no es suficiente. Si no existiese más que la razón, no
existiría la caridad. La caridad, esencialmente, es locura”107 Así, aunque lo de
Carnelutti parece más un llamado desesperado a la compasión que un camino
para mejorar el derecho, no deben entenderse como cosas contrapuestas y, pese
a que en definitiva la ayuda que necesita el liberado depende principalmente de
107
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 94.
89
una actitud personal y voluntaria, el derecho puede hacer su aporte
favoreciendo las condiciones propicias para que ello tenga lugar.
90
XV. Más allá del derecho
En todo cuanto escribe Carnelutti pareciera siempre ir más allá del
derecho, pero ello no significa que haya desarrollado una confusión al respecto
ni que pretenda ampliar injustificadamente el campo del derecho, sino que
obedece a la convicción de que el derecho por sí sólo no basta. “La batalla no
es por la reforma de la ley sino por la reforma de la costumbre. La ley,
especialmente con las modificaciones más recientes, hace por el condenado lo
que puede. No es necesario pretender todo del Estado. Desgraciadamente este
es uno de los hábitos que se van consolidando cada vez más entre los hombres;
y también este un aspecto de la crisis de la civilidad. Sobre todo no se puede
pedir al Estado lo que el Estado no puede dar. El Estado puede imponer a los
ciudadanos el respeto, pero no les puede infundir el amor. El Estado es un
gigantesco robot, al cual la ciencia le ha podido fabricar el cerebro pero no el
corazón. Le corresponde al individuo sobrepasar los límites, en los cuales debe
detenerse la acción del Estado. Al llegar a un cierto punto, el problema del
delito y de la pena deja de ser un problema jurídico para seguir siendo
solamente un problema moral. Cada uno de nosotros está comprometido,
personalmente, en la redención del culpable y responde de ella. A darle, en
último análisis, tal conciencia y a hacerle sentir tal responsabilidad están
dirigidas estas conversaciones. Ya desde el principio, mientras se desarrolla el
proceso para la comprobación del delito, antes, en suma, de la absolución o de
la condena, el comportamiento de cada uno de nosotros puede tener una
influencia notable para facilitar su curso y, en todo caso, para disminuir los
sufrimientos que el proceso ocasiona. En otros términos, cada uno de nosotros
91
es un colaborador invisible de los órganos de la justicia. Pero, hasta la
condena, puede bastar el respeto. Después de la condena no basta ya. El
condenado es el pobre, por excelencia, en su desnudez. No hay una necesidad
más angustiosa que la necesidad de amor.”108
Y todo esto es concordante con su pensamiento de principio a fin. Si el
proceso y la pena van encaminados a castigar pero también a recuperar al
delincuente, la ley sólo puede hacer una parte, pero la parte fundamental, esto
es, recuperar a quien ha delinquido, no lo puede hacer la ley. Pues si el delito
es un acto de enemistad, cuya causa es una falta de amor; ese amor necesario
sólo lo puede suministrar otro ser humano, ahí el derecho nada puede hacer.
“El prejuicio por no decir la superstición, contra la que se ha combatido, no es
que el derecho sea necesario, sino que el derecho sea suficiente.”109
Para Carnelutti, este querer pensar que el derecho sea suficiente o más
bien que deba ser suficiente, pensando que la solución a los problemas pasa
por el perfeccionamiento del derecho, es el síntoma que revela la crisis de
civilidad que estamos atravesando. “Todo se pide y todo se espera del Estado;
o sea del derecho, no porque estado y derecho sean la misma cosa sino porque
el derecho es el único instrumento del cual, en último análisis, el estado se
puede servir. Si es verdad que cada fase de la civilización tiene su ídolo, él
ídolo de la que estamos atravesando es el derecho. Nos hemos convertido en
adoradores del derecho.”110 En ningún caso Carnelutti subestima el derecho,
108
Ibid. Las Miserias del Proceso Penal, pag. 85.
Ibid, pag. 103
110
Ibid.
109
92
pues sabe que sin éste los hombres se comportarían aún peor. Además toda su
vida la dedicó al estudio del derecho, pero consciente que siempre resulta
insuficiente se podría decir que todo su trabajo en este sentido a estado
encaminado a que el estudioso y el hombre común tomen conciencia de la
insuficiencia del derecho, no para menospreciarlo sino para entender que por el
sólo hecho de respetar el derecho no mejoramos la sociedad, ni somos más
civiles. Aunque estos planteamientos lo acercan más al terreno de la moral, no
hay que olvidar que detrás de la idea del acatamiento del derecho siempre
existe la convicción, en mayor o menor medida, que al actuar conforme a
derecho actuamos correctamente. De modo que lo que Carnelutti en el fondo
hace es simplemente aportar más elementos de juicio que nos permitan
descubrir qué tan correctamente actuamos al acatar la ley, en un mensaje que
pretende no dejar indiferente a ningún operador del derecho.
“En fin de cuentas, lo que el derecho podría obtener aun cuando fuese
construido y maniobrado del mejor modo posible, es que los hombres se
respeten unos a otros. Pero el respeto no hace desaparecer la división; y es esta
la que hay que superar. Mientras los hombres se juzgan, permanecen divididos.
El respeto, en último análisis, se resuelve en lo mío y en lo tuyo; y también el
juicio tiende a esta división. Juicio y respeto, aun cuando no lo parezca, son
términos correlativos. Cuando el ex-ladrón se presenta a mi puerta, no le falto
al respeto si le respondo que no hay trabajo para él. La ilusión, y hasta la
superstición que hay que desarraigar, es la de que, al obrar así, yo sea un
93
hombre civil. Es necesario habituarse a establecer la diferencia entre el hombre
jurídico y el hombre civil.”111
111
Ibid, pag. 104.
94
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