LA ARAÑA EN SU TELA: UNA APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE SISTEMA EN SAUSSURE David Torrella Las piezas valen en ajedrez por lo que hacen y no por su simple existencia en el tablero. Roberto Grau, Tratado general de ajedrez El sistema prevalece sobre el ser de los objetos. Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes Perdido en ese tejido –esa textura– el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las segregaciones constructivas de su tela. Roland Barthes, El placer del texto Los tres epígrafes que figuran al inicio quieren constituirse como un pequeño itinerario de lo que nos proponemos en este artículo: en primer lugar, ilustrar los conceptos de sistema de lengua y valor lingüístico según aparecen en el Curso de lingüística general y los escritos de Ferdinand de Saussure. En segundo lugar, hacer un breve comentario a la interpretación que de ellos hizo la llamada escuela estructuralista. En tercer lugar y a modo de conclusión plantear, a partir de la lectura de un fragmento de la autobiografía de Roland Barthes, qué papel y qué lugar le quedan reservados al sujeto dentro de ese (parafraseando a Baudelaire) “bosque de signos” que es el sistema de lengua de Saussure. Un segundo propósito del texto sería que sus tres partes se vieran como necesarias y complementarias las unas respecto a las otras. Si además de cumplir con lo propuesto el lector tuviera la sensación de que cada una de ellas tan solo tiene sentido (valor) por oposición a las otras dos, podríamos decir que de forma esquemática, a nivel formal, también se habría dado una ligera idea de lo que Saussure entendía como sistema (de lengua). Y dicho esto último ya hemos empezado a esbozar, creo, el tema que nos ocupa. I En uno de los pasajes más clarificadores del Curso de lingüística general, el autor asemeja el estado de lengua a una posición concreta de las piezas a la que hubiésemos llegado durante una partida de ajedrez: Una partida de ajedrez es como una realización artificial de lo que la lengua nos presenta bajo una forma natural. (…) Un estado de juego corresponde perfectamente a un estado de la lengua. El valor respectivo de las piezas depende de su posición sobre el tablero, lo mismo que en la lengua cada término tiene su valor por oposición con todos los demás términos (Saussure, Curso de lingüística general, p. 128). Por un lado, podemos considerar el estado de lengua como una construcción teórica que posibilita el estudio de la lengua en la sincronía, es decir, como un sistema de oposiciones que se da entre los diferentes elementos (signos lingüísticos) que lo integran. Por otro lado, los signos nunca poseen un valor positivo o dado de antemano exterior al sistema sino que es su propia situación dentro del mismo y su oposición al resto de signos lo que realmente constituye su entidad significativa, su valor: Del mismo modo que en el juego de ajedrez sería absurdo preguntar qué es una reina, un peón, un alfil o un caballo fuera de ese juego, tampoco tiene sentido, si se considera verdaderamente la lengua, buscar lo que es cada elemento en sí mismo. No es nada más que una pieza que vale por su oposición con otras según determinadas convenciones (Saussure, Escritos de lingüística general, p. 69). En el Curso se concluye que la lengua es “una forma, no una substancia” (Saussure, Curso, p. 161). Al hecho totalmente arbitrario mediante el cual dos elementos heterogéneos (el sonido y la idea) quedan unidos hay que añadirle el valor relativo del signo resultante. Para Saussure, hablar de forma (o valor) siempre equivale en última instancia a hablar de pluralidad de formas (o valores), a hablar de “diferencia en una pluralidad” (Saussure, Escritos, p. 40). El valor que atribuimos a un signo lingüístico no viene más que del contraste que se produce entre éste y el resto de signos ausentes que pueden (o no) estar en su lugar. A propósito del fenómeno de la sinonimia, Saussure matiza las ideas de sistema y valor lingüístico en este sugerente pasaje que glosaría todo lo propuesto hasta ahora: De modo que puede parecer que sol representa una idea perfectamente positiva, precisa y determinada, tanto como la palabra luna. Sin embargo, cuando Diógenes dice a Alejandro “¡Apártate de mí sol!”, ya no hay en sol nada de sol excepto la oposición con la idea de sombra; y la propia idea de sombra no es más que la negación combinada de la de luz, noche perfecta, penumbra, etcétera, unida a la negación de la cosa iluminada en relación con el espacio oscurecido, etcétera. Si volvemos a tomar la palabra luna, se puede decir la luna se levanta, la luna crece, decrece, la luna se renueva, sembraremos en luna nueva, pasarán muchas lunas antes de que eso ocurra… e insensiblemente nos damos cuenta de que 1º todo lo que ponemos en luna es absolutamente negativo, no viene más que de la ausencia de otro término, pues 2º, una multitud de idiomas expresarán mediante términos completamente diferentes de los nuestros los mismos hechos en los que nosotros hacemos intervenir el término luna (…). Y cada una de estas palabras sigue sin tener valor más que por la oposición negativa que ocupa en relación con otras: en ningún momento es una idea positiva, correcta o errónea, de lo que es la luna lo que dicta la distribución de las nociones entre los diez o doce términos que existen, sino que es únicamente la presencia misma de esos términos lo que fuerza a unir cada idea al primero o al segundo, o a los dos por oposición al tercero y así sucesivamente, sin otro dato que la elección negativa que se ha de hacer entre términos, sin ninguna concentración de la idea diversa en el objeto único (Ibíd., p. 76). El valor del signo lingüístico nunca viene dado directamente de la relación entre la imagen vocal y el significado, sino de esa unión en tanto en cuanto ésta tenga lugar dentro de un sistema de oposiciones que se dan entre todos los signos que lo integran. En el valor del signo intervienen siempre tres elementos: una determinada imagen acústica (un significante), un concepto a ella unida (un significado) y la posición del signo resultante en el sistema. La lingüística saussureana propone pues, un esquema de este tipo: 1º Un signo sólo existe en virtud de su significación; 2º una significación sólo existe en virtud de su signo; 3º signos y significaciones sólo existen en virtud de las diferencias de los signos (Ibíd., p. 41). Esta idea fundamental para Saussure y que se repite constantemente en sus escritos, la encontramos en otro sugerente pasaje del lingüista ginebrino planteada de forma un tanto más prolija: Una figura vocal se convierte en forma desde el instante crucial en que se la introduce en el juego de signos llamado lengua, del mismo modo que un trozo de tela que reposa en el fondo de la bodega se convierte en señal en el preciso instante en que es izado 1º entre otros signos izados en el mismo momento y que contribuyen a una significación; 2º entre otros cien que hubieran podido ser izados y cuyo recuerdo no contribuye menos a la (…) (Ibíd., p. 42). Pero retrocedamos por un momento y volvamos al símil ajedrecístico con el que iniciábamos esta disertación. Vista la posición de las piezas (la sincronía) Saussure propone las posteriores jugadas de la partida de ajedrez como la evolución de la lengua (de su estado) en la diacronía, es decir, atendiendo a su despliegue a lo largo de la historia, o lo que es lo mismo, la sucesión de diferentes estados que va experimentando la lengua: (…) El sistema nunca es más que momentáneo: varía de una posición a otra. Es que los valores dependen también, y sobre todo, de una convención inmutable, la regla del juego, que existe antes del inicio de la partida y perdura tras cada jugada. Esta regla, admitida una vez por todas, existe también en materia de lengua: son los principios constantes de la semiología (Saussure, Curso, p. 128). En la diacronía se desecha la idea de oposición entre los términos del sistema para centrarse en un elemento aislado y la evolución de éste a lo largo de un periodo de tiempo. En esta perspectiva de análisis no es tan importante el sistema sino aislar un elemento del mismo y reconstruir (con todos los medios que tenga el lingüista a su alcance) la historia de dicho elemento, su evolución. Saussure considera la sincronía y la diacronía dos enfoques independientes que no conviene mezclar. Es más, considera que gran parte de los males de la lingüística anterior provienen precisamente de una confusión repetida entre las dos: Muy pocos lingüistas sospechan que la intervención del factor tiempo es capaz de crear a la lingüística dificultades particulares y que coloca su ciencia ante dos rutas absolutamente divergentes. (…) Es al lingüista al que esa distinción se impone más imperiosamente; porque la lengua es un sistema de puros valores que nada determina al margen del estado momentáneo de sus términos. Mientras por uno de sus lados un valor tenga su raíz en las cosas y en sus relaciones naturales (…), hasta cierto punto puede seguirse ese valor en el tiempo, aunque sin olvidar nunca que cada momento depende de un sistema de valores contemporáneos (Ibíd., p. 118). Con esto último, Saussure nos da a entender que para analizar una partida de ajedrez tan solo nos es necesario conocer la última posición de las fichas en el tablero. No hay nada en el desarrollo de esa partida ni en las posiciones anteriores que nos pueda ayudar en la comprensión del estado presente: En una partida de ajedrez, cualquier posición que se considere tiene como carácter singular el estar libertada de sus antecedentes; es totalmente indiferente que se haya llegado a ella por un camino o por otro; el que haya seguido toda la partida no tiene la menor ventaja sobre el curioso que viene a mirar el estado del juego en un momento crítico; para describir la posición es perfectamente inútil recordar lo que acaba de suceder diez segundos antes. Todo esto se aplica igualmente a la lengua y consagra la distinción radical entre lo diacrónico y lo sincrónico (Ibíd., p. 129). Pero si consideramos que siempre nos será más fácil comprender el juego y lo que está en juego (como se mueven las piezas, qué jugadas están permitidas y cuáles no, qué combinaciones prefiere cada jugador, etc.) si hemos ido siguiendo la partida desde su inicio, entenderemos que el ajedrez se desarrolla en base a movimientos constantes que se suceden de forma imparable en la mente de los jugadores que proyectan jugada tras jugada en busca del mejor movimiento. La partida, si formulamos la misma idea con otras palabras, está teniendo lugar en todo momento aunque las fichas no se muevan. Lo que nos devuelve a la definición que habíamos planteado inicialmente del sistema de lengua como construcción teórica inexistente empíricamente que permite hacer visible la estructura (el esquema organizativo) y que integra y regula las interrelaciones entre los diferentes signos lingüísticos. Estructura que a su vez se establece como fundamento y condición de posibilidad del surgimiento de dichos signos y sus relaciones, de la creación de sentido mediante sus oposiciones. Para pensar dicha estructura es necesario congelar el continuum histórico, realizar una abstracción metodológica y considerar que la lengua no sufre cambios significativos durante un periodo de tiempo concreto o que estos cambios son poco importantes. En este sentido, se fosiliza un estado de lengua para poder estudiar cómo se disponen en él y cómo operan cada uno de sus elementos. Una vez descubierta su forma de interactuar y puesta de relieve la estructura subyacente a todo estado de lengua, se puede estudiar cualquier estado, cualquier elemento y, en definitiva, el mecanismo mediante el cual otorgamos el sentido de forma mucho más precisa y exhaustiva. Esta abstracción metodológica planteada por Saussure, que posibilita al lingüista salvar dos importantes problemas teóricos, a saber, las dicotomías entre lengua y habla y entre sincronía y diacronía, se erigió como el verdadero caballo de batalla entre los lingüistas posteriores que no querían apartarse de los postulados de su maestro y aquellos que veían en el pensamiento saussureano inconsistencias que podían hacer colapsar la concepción sistémica de la lengua que él mismo había fundado. De entre estos últimos destaca especialmente el lingüista rumano Eugen Coșeriu que en un pasaje de su Introducción a la lingüística zanja así toda esta problemática: En una lengua se pueden efectivamente distinguir estos dos aspectos: el sistema en un momento dado y el sistema en su desarrollo, aunque, en cierto sentido (si se tiene en cuenta el carácter parcialmente innovador de todo acto lingüístico), sólo existe el aspecto diacrónico, es decir, el continuo desarrollo, mientras que el otro aspecto, el sincrónico, para una lengua considerada en su totalidad, constituye más bien una abstracción científica necesaria para estudiar el modo como la lengua funciona y los rasgos que, entre dos momentos de su desarrollo, permanecen constantes. Para muchos fines, incluso prácticos, necesitamos, en efecto, considerar la lengua como algo más o menos estable, como sistema “estático” caracterizado por una determinada estructura (Coșeriu, Introducción a la lingüística, p. 82). El desarrollo que Coșeriu hace de la distinción saussureana entre diacronía y sincronía, recogiendo lo dicho anteriormente por los lingüistas del círculo de Praga, lejos de negar la existencia de una estructura subyacente a cualquier estado de lengua, completa y desarrolla las intuiciones de Saussure y permite acabar de perfilar una idea de sistema de lengua que dará lugar a una valiosa herramienta conceptual y metodológica de la que se valdrán gran parte de los lingüistas, filósofos, pensadores y escritores posteriores, sobre todo aquellos pertenecientes a la escuela estructuralista. II A grandes rasgos, según lo dicho hasta ahora, podemos considerar que el Estructuralismo clásico se funda a partir de una lectura muy concreta que autores como Émile Benveniste, François Wahl, Roland Barthes o (sobretodo) Claude Lévi-Strauss hacen del Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, en concreto del capítulo titulado “El valor lingüístico”. Pero es precisamente a este último al que se atribuye una influencia más honda al interpretar las ideas de Saussure y darles un alcance más amplio, de manera que irradian no sólo la antropología, sino todo el espectro de disciplinas humanísticas: (…) Cuando un acontecimiento de tal importancia se produce en una de las ciencias del hombre, los representantes de las disciplinas vecinas no sólo pueden sino que deben verificar ‘inmediatamente’ sus consecuencias y su aplicación posible a hechos de otro orden (Lévi-Strauss, Antropología estructural, p. 77). Lo que Lévi-Strauss se propone al poner al servicio de la antropología los postulados de los lingüistas que a partir de Saussure tienen un enfoque sistémico de su disciplina quedaría perfectamente resumido en este pasaje de su artículo-programa “El análisis estructural en lingüística y antropología”: No se trata ya de una cooperación ocasional por la cual el lingüista y el sociólogo, trabajando cada uno en su rincón, se arrojan de tanto en tanto aquello que cada uno encuentra y que puede interesar al otro. En el estudio de los problemas de parentesco (y sin duda también en el estudio de otros problemas), el sociólogo se encuentra en una situación formalmente semejante a la del lingüista fonólogo: como los fonemas, los términos de parentesco son elementos de significación; como ellos, adquieren esta significación sólo a condición de integrarse en sistemas; los “sistemas de parentesco”, como los “sistemas fonológicos”, son elaborados por el espíritu en el plano del pensamiento inconsciente (Ibíd., p. 77). Para Lévi-Strauss, los fenómenos de parentesco observables en todas y cada una de las sociedades que pueblan el globo (independientemente de su localización, complejidad o grado de desarrollo) son, bien que en “otro orden de realidad”, “fenómenos del mismo tipo que los fenómenos lingüísticos” (Ibíd., p. 78). Así, al aplicar los métodos de la lingüística estructural al estudio de las sociedades, el investigador puede llegar a descubrir el esquema de pensamiento subyacente a todo colectivo humano. Dicho esquema es referido por Manfred Frank como la “actividad inconsciente del espíritu”, un “concepto favorito” en la obra del antropólogo francés “que sólo es una metáfora para lo que se llamaba “forma” en el Curso de Saussure” (Frank, ¿Qué es el neoestructuralismo?, p. 50). Frank añade aquí: Los lenguajes comparten con las estructuras sociales (…) la característica de que no se les puede comprender desde el aspecto de su contenido –desde las cualidades materiales de sus elementos- sino solamente cuando se comprende a estos elementos como valores, como funciones de un sistema que consiste en puras relaciones (Ibíd., p. 50). El gran mérito que se puede atribuir a Lévi-Strauss es descubrir que las actividades que se dan dentro de todo grupo humano no se pueden relacionar directamente entre sí, si no es partiendo de un esquema organizativo (el anteriormente citado esquema de pensamiento), esto es, de una estructura que articule como en el caso de los signos lingüísticos las diferencias existentes entre ellas. Manfred Frank glosa esta idea, importantísima para toda la filosofía y teoría crítica posterior a Saussure, en un pasaje que nos puede servir de punto de llegada para todo lo que nos habíamos propuesto tratar en este artículo: Las ideas de los seres humanos están relacionadas con las acciones de la base de la misma forma como están vinculados en el signo el significado y el significante: no a través de un “lazo natural”, sino a través de relaciones diferenciales entre los vehículos portadores de la expresión, cuyo juego es el que por principio proporciona una fundamentación a la unidad del pensamiento (cultura) y de la percepción (de la base, de la praxis, del sonido). De acuerdo con esto, no hay dos estructuras: una de la praxis social y otra de las prácticas individuales (artesanales, artísticas y teóricas), sino solamente una y la misma, que utiliza el espíritu como el espíritu de esta base y la base como la base de este espíritu. Por tanto, la estructura de una sociedad no es algo sustancial, sino una forma pura: es decir, un contexto relacional (…) no entre cosas, sino entre valores (Ibíd., p. 52). Lo que Lévi-Strauss y la escuela estructuralista proponen llegados a este punto es pensar lo humano como un ámbito de interacción donde toda actividad y la representación que los humanos damos de nosotros mismos mediante ésta no está regida por lo que tiene de material (de substancia) sino por lo que implica en relación y oposición al resto de actividades (el valor). El sujeto, situado dentro de este juego de relaciones tan solo puede ser activo con aquello que el sistema le ofrece. Como en el caso de la lengua, todo está ya prefigurado en ella y el sujeto tan solo puede servir de vehículo para lo que ella quiera “hacerle decir”. Ésta idea llevada al extremo coincidiría con la célebre frase de Heidegger, según la cual el hombre está “poseído por el lenguaje”. Llegados a este punto surge la pregunta: ¿existe dentro de todo este entramado algún resquicio por el que podamos vislumbrar un atisbo de subjetividad en la actividad humana, o toda ella tendría que ser observada a través de un cedazo que filtra todo lo que de subjetivo hay en nuestras acciones dejando tan solo fluir aquello que ya ha sido prefijado de antemano? Si bien es cierto que es a partir de los escritos de Claude Lévi-Strauss cuando más sólidamente asentadas quedan las bases teóricas del Estructuralismo, también lo es que éste último, emancipado ya de sus raíces lingüísticas y etnológicas, se erige como una de las tendencias de pensamiento dominantes que a partir de la segunda mitad del siglo XX intentarán reformular y clausurar la tradición metafísica y humanística heredada. III Para poder formular un bosquejo de respuesta a la pregunta antes planteada queremos partir de un pasaje de la autobiografía de Roland Barthes titulado “La nave Argo”. No creo que sea muy aventurado afirmar que el texto de Barthes es un ejemplo perfecto a nivel formal de autobiografía realizada a la “manera estructuralista”: Los argonautas iban reemplazando poco a poco todas sus piezas, de suerte que al fin tuvieron una nave enteramente nueva, sin tener que cambiarle ni el nombre ni la forma. Esa nave Argo es muy útil: proporciona a la alegoría un objeto eminentemente estructural, creado, no por el genio, la inspiración, la determinación, la evolución, sino por dos actos modestos (que no pueden captarse en ninguna mística de la creación): la sustitución (una pieza desplaza a otra) y la nominación (el nombre no está vinculado para nada a la estabilidad de las piezas) (Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, p. 64). Antes de empezar a esbozar una hipotética respuesta convendría señalar que el texto es una recopilación de fragmentos, comentarios y observaciones ordenadas alfabéticamente que bajo un trasfondo autobiográfico pretenden dar una visión a veces diluida del individuo que las escribe. La decisión del autor de ordenar las “partes” alfabéticamente y no cronológicamente como en cualquier biografía al uso nos puede dar la sensación de que los fragmentos podrían estar organizados de cualquier otra forma. De hecho, nos da la sensación de que podrían ser intercambiados por muchos otros fragmentos que no aparecen en el libro: Tentación del alfabeto: adoptar la consecución de las letras para enlazar fragmentos es ponerse en manos de lo que hace la gloria del lenguaje (y que desesperaba a Saussure): un orden inmotivado (fuera de toda imitación), que no sea arbitrario (ya que todo el mundo lo conoce, lo reconoce y concuerda con él). El alfabeto es eufórico: acaba con la angustia del “plan”, con el énfasis del “desarrollo”, con las lógicas retorcidas, con las disertaciones; una idea por fragmento, un fragmento por idea, y para la sucesión de estos átomos nada más que el orden milenario y loco de las letras francesas (que son ellas mismas objetos insensatos –carentes de sentido) (Ibíd., p. 196) Como en la nave Argo, las experiencias (las piezas) no son tan importantes como el hecho de considerar que éstas forman parte de la biografía (la nave) del individuo Roland Barthes y que explican su vida. Así, Barthes escribe en tercera persona (el “yo moviliza el imaginario” (Ibíd., p. 223)) vivencias que le pertenecen. Se explica la vida del individuo Barthes pero él mismo nos señala que podría ser la vida de cualquier otro individuo una vez el lenguaje, la escritura y el relato autobiográfico entran en juego. Lo que se nos quiere mostrar es la estructura subyacente, el engranaje que sustenta cualquier biografía, todas las biografías. Incluso se nos plantean en ella varios fragmentos hipotéticos que el autor podría haber usado pero que finalmente han sido desechados: Para la merienda, leche fría con azúcar. En el fondo del viejo bol blanco había un defecto en el esmalte; no se sabía si la cuchara, al revolver, tocaba ese defecto o una capa de azúcar no disuelta o mal la lavada. (…) Hacia 1932, en el Estudio 28, un jueves de mayo por la tarde, solo, vi El perro andaluz; al salir, a las cinco de la tarde, la calle Tholozé olía a café con leche, que tomaban las lavanderas entre planchado y planchado. Recuerdo indecible de descentramiento por exceso de desabrimiento (Ibíd., p. 145). De estas dos anamnesias, “mezcla de goce y esfuerzo que ejecuta el sujeto para reencontrar, sin agrandarla ni hacerla vibrar, la tenuidad del recuerdo”, Barthes dirá que son “insignificantes, exentas de sentido” (Ibíd,. p. 145). Este tipo de escritura derivada del imaginario del autor no interesa para nada a Barthes, dicho imaginario solo puede ser material para hacer una novela, de ahí la advertencia que figura al inicio de su autobiografía: “Todo esto debe ser considerado como algo dicho por un personaje de novela”. Cuando Barthes habla de la nave de los argonautas lo hace también sobre lo que él cree debe ser el género autobiográfico y, en consecuencia, sobre lo que él considera es el fundamento último del pensamiento estructural y como debe dar éste respuesta a las preguntas que se nos formulan desde el género autobiográfico: ¿Cómo se puede captar la experiencia? ¿Y la vida? ¿Tienen éstas algo de individual e intransferible? ¿Algún significado concreto y único? Más allá de la supuesta ficción del género, se puede concluir que fuera de una estructura significativa estos fragmentos que Barthes propone a modo de autobiografía no tendrían razón de ser aisladamente. La propuesta de Barthes tan solo tiene sentido cuando todos esos pedazos son presentados conjuntamente enfrentándose los unos a los otros y enfrentándose también a todos aquellos fragmentos que podrían haber constado en el libro (y todos aquellos que figuran en otras autobiografías). Si las partes de una biografía (de una vida) pueden ser intercambiadas por otras cualquiera, entonces: Escribir por fragmentos: los fragmentos son entonces las piedras sobre el borde del círculo: me explayo en redondo: todo mi pequeño universo está hecho migajas: en el centro, ¿qué? (Ibíd., p. 126). Visto esto, no debería sorprendernos que el estructuralismo fuera considerado por Paul Ricoeur como un “kantismo sin sujeto trascendental” (Frank, ¿Qué es el neoestructuralismo?, p. 38). El sujeto (o la concepción que de este concepto se tiene en la modernidad) nunca fue relevante para dicha corriente. Aunque quizás nos equivoquemos en este punto y sí que fue éste un concepto central, ya que si algo consiguió el pensamiento heredero de Saussure fue pensar una realidad, un mundo donde el individuo era, como en la imagen de Barthes de la araña que se disuelve en su tela, invisible. El por qué la filosofía y el pensamiento crítico articularon semejante concepción del individuo ha de ser, y de hecho ha sido, (es inevitable aquí pensar en ese “rostro de arena” con el que Foucault concluye su Las palabras y las cosas) objeto de un estudio mucho más extenso que el que aquí modestamente nos hemos planteado. De nuevo surge aquí la imagen de la partida de ajedrez: como la araña que se funde en su tela, el ajedrecista se queda abstraído en el tablero y mientras analiza las jugadas pasadas y futuras se funde con las piezas y con su rival en una figura que para aquellos que observan la partida se muestra como algo prácticamente inaprehensible. Barcelona, 25 de mayo de 2015. Barthes, Roland. La aventura semiológica. Traducción de Ramón Alcalde. Barcelona: Paidós, 1993. Barthes, Roland. Roland Barthes por Roland Barthes. Traducción de Julieta Sucre. Barcelona: Paidós, 2004. Coșeriu, Eugen. Introducción a la lingüística. México: UNAM, 1983. Frank, Manfred. ¿Qué es el neoestructuralismo?. Traducción de Marcos Romano. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2011. Lévi-Strauss, Claude. Antropología estructural. Traducción de Eliseo Verón. Paidós, 1995 Saussure, Ferdinand de. Curso de lingüística general. Traducción de Mauro Armiño. Madrid: Akal, 1991. Saussure, Ferdinand de. Escritos de lingüística general. Traducción de Clara Ubaldina. Barcelona: Gedisa, 2004.