Diálogo Interreligioso y teología Católica. No están lejanos todavía los años en los que entre los católicos se creía que extra Ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia, no hay ninguna salvación), sin dejarnos interpelar demasiado por el hecho de que las Iglesias Protestantes y Ortodoxas consideraran que fuéramos nosotros los extraviados. En los últimos años, dentro de la teología cristiana –tanto católica como protestante–, se han desarrollado diferentes posiciones ante el pluralismo de las religiones: desde la más cerrada, la llamada teología eclesiocéntrica, de carácter exclusivista, hasta la más abierta, llamada teocéntrica o también pluralista. Entre ambas, se sitúa la posición cristocéntrica. La teología eclesiocéntrica representa la postura clásica de la Iglesia hasta el Vaticano II: sólo hay "salvación" si hay reconocimiento explícito de Cristo e incorporación sacramental a la comunidad cristiana. Esta posición, de hecho, se daba tan sólo en el plano teórico, ya que en la práctica se aceptaba la existencia de un bautismo de deseo, e incluso se admitía que este deseo fuera sólo implícito. En el otro extremo, los autores de la corriente teocéntrica o pluralista sostienen que Cristo es camino, pero no el único camino para llegar a Dios, y así conciben el Cristianismo como una más entre las religiones. La posición cristocéntrica es más compleja: por un lado, mantiene la afirmación del carácter único y universal de Cristo, pero no en el sentido de que haya que confesarlo explícitamente para participar de Él, sino que el acontecimiento irrepetible de Cristo, sucedido para toda la humanidad, configura e ilumina a las demás religiones y actitudes desde el interior de ellas mismas. Se trata de una concepción semejante a la sostenida por Karl Rahner con su expresión "cristianos anónimos". Tal posición, de carácter inclusivista, es tachada por algunos de absorcionismo. El cristocentrismo no es absorcionista si se conjuga con lo que podría llamarse el pneumacentrismo, esto es, la conciencia de que lo que hace universal a Jesús de Nazaret es su carácter crístico, es decir, la acción del Espíritu sobre Él, que se extiende a todo ser humano. Sin embargo, reflexiones más recientes están intuyendo que estas diferentes posiciones (la exclusivista, la inclusivista y la pluralista) son inadecuadas para el encuentro interreligioso, porque parten de posturas previas que se debaten entre el absolutismo y el relativismo. De aquí que se hable de una teología en diálogo, que implica un nuevo método del acto teologal todavía por descubrir y practicar. El interés de la Iglesia por las religiones no cristianas y especialmente por la salvación de los paganos no es un hecho reciente. Existe desde la época patrística y se intensifica durante los siglos medievales. La posición católica se formula con nitidez en la Encíclica Evangelii Praecones (2 de junio de 1951), de Pío XII, donde se dice que la "Iglesia católica no despreció las creencias de los paganos ni las rechazó, sino que más bien las libró de todo error e impureza, y las consumó y perfeccionó con la sabiduría cristiana". Estas palabras recogen la conocida idea cristiana de que así como la gracia no destruye la naturaleza, tampoco la revelación propuesta por la Iglesia busca eliminar la religión pagana, sino elevarla, purificarla y perfeccionarla. Consideraciones análogas, formuladas con menor precisión, se encontraban ya en la carta Maximum Illud (1919), de Benedicto XV, y en la Encíclica Rerum Ecclesiae (1926), de Pío XI. Estos pensamientos –en un marco diferente pero con presupuestos semejantes– reaparecen en la Declaración conciliar Nostra Aetate (28. 10. 65) con la siguiente formulación: "La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepen en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella verdad que ilumina a todos los hombres" (n. 2). La teología (cristiana) de las religiones se ha establecido como disciplina y campo de investigación y docencia intraeclesiales a lo largo del siglo XX. Es básicamente una reflexión que desea responder a las cuestiones que la diversidad religiosa plantea a la doctrina católica. La Declaración Nostra Aetate, del Concilio Vaticano II, ha marcado un cierto punto de inflexión, que no es, sin embargo, de carácter absoluto, porque las posiciones posconciliares de numerosos teólogos habían aparecido ya antes de los años sesenta. Las propuestas teológicas más citadas acerca del cristianismo y las religiones se contienen en monografías de H de Lubac, J. Danièlou, Y. Congar, K. Rahner, H.R. Schlette, y J. Ratzinger. Los años posconciliares han visto una extensa producción de tratados, monografías y ensayos teológicos acerca del tema. Dentro del campo católico, han alcanzado más difusión los trabajos de M. Seckler, V. Boublik, M. Guerra, G. D’Costa, J. Dupuis, H. Waldenfels, L. Elders, J.A. Dinoia, P. Rossano, y L. Scheffczyk. Entre los autores protestantes más significativos deben ser mencionados H. Kraemer, P. Tillich, G. Lindbeck, J. Hick, y A. Plantinga. Estos autores defienden muy variados puntos de vista y resulta imposible distribuirlos según una tipología rigurosa. Las fronteras confesionales no son significativas, y los grupos de autores que defienden posturas más o menos semejantes en torno a las cuestiones de la salvación y la verdad, suelen cruzar la línea divisoria entre católicos y protestantes. Cristo, único Salvador: Es conveniente mantener en cualquier caso que las afirmaciones de la Iglesia acerca de la universalidad de la salvación obrada por Dios en Jesucristo representan desde luego una condición sine qua non para una teología de las religiones, elaborada desde el punto de vista cristiano, y para el diálogo interreligioso. Juan Pablo II lo formuló de la manera siguiente: "el hombre– todo hombre sin excepción alguna– ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre –cada hombre sin excepción alguna– se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello". Estos textos y otros parecidos sientan con nitidez la doctrina de Cristo, único Salvador a través del misterio de la Iglesia, pero guardan un respetuoso silencio respecto al modo en que la eficacia salvadora de Jesús alcanza a todos los hombres. Se estima una misteriosa operación divina, que debe ser mucho más adorada que escrutada con los instrumentos de la razón humana, lo cual recomienda a la teología un tono de sobriedad intelectual en presencia de lo misterioso. Esta convicción cristiana no es incompatible con el sincero respeto hacia las demás religiones, que no puede faltar entre los bautizados. Un teólogo cristiano no descalifica a priori otra religión, pero procura mostrar que está seguro de la propia y que mantiene e incluso afianza su identidad cristiana en el diálogo interreligioso. Sólo los cristianos que afirman con nitidez la singularidad y universalidad de Jesucristo como Salvador de la humanidad pueden desempeñar un adecuado y coherente papel en ese diálogo, y aprender de los demás. Esta actitud afirmativa de la propia creencia no es fruto en el cristianismo de una simple tendencia universalista. Deriva, sobre todo, de una convicción religiosa enraizada en la fe y avalada por la razón y por la historia. La pretensión universalista y la especificidad del cristianismo son irrenunciables. Se basan en la convicción de que Jesús de Nazareth es el acontecimiento fundante en el que Dios se ha identificado sin ambages ni fisuras con la humanidad de todos los tiempos y lugares. El Dios particular de Israel se ha manifestado plenamente en Jesucristo mediante la obra del Espíritu. Este hecho constituye una realidad histórica de carácter definitivo. Para el cristianismo, el gran desafío consiste en mantener su fe en Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres, si bien reconociendo que cada religión puede ser un camino de salvación para sus fieles. LA APORTACION CRISTIANA: DIOS COMO ABBA Dios como presencia personal, volcado con ternura irrestricta sobre cada hombre y mujer, sin discriminación de raza, género o condición social; que ama a todos, buenos y malos, justos e injustos, porque sólo le interesa nuestro bien y está siempre dispuesto al perdón. Como Abbá que podemos traducir simbólicamente como Padre-Madre, sólo espera de nosotros amor hacia Él, hacia los demás, hacia nosotros mismos. Él infunde confianza en nuestros corazones y, dentro del más exquisito respeto a la libertad creada, acompaña el destino humano, en la alegría y en el dolor, en la vida y en la muerte. Por eso esperamos que al final Dios, que no sabe castigar, pues es sola y únicamente amor, acabará rescatando a todos del poder de la muerte y de la destrucción; de suerte que, en la medida en que la libertad humana se lo permita, salvará en cada persona todo aquello que haya de bondad y deseo de pervivencia y felicidad. RESPETO A OTROS TEOCENTRISMOS La primera consecuencia: fuera del cristianismo se han descubierto riquezas concretas que, estando presentes en otras religiones, no lo están o no lo están tan claramente, en él. La segunda consecuencia consiste en que comprendemos cordialmente a aquellos que desde una tradición religiosa distinta confiesan su camino hacia Dios vertebrándolo desde otro Centro, sea una figura profética sea un tipo peculiar de experiencia. Cambio de relaciones El pluralismo religioso no es una novedad. Desde la época apostólica, el cristianismo ha tenido que convivir con otras religiones, primero con el judaísmo, del cual provenía, y luego con las otras religiones que ha ido encontrando en su camino. Lo nuevo es la conciencia que hemos adquirido respecto al pluralismo de las culturas religiosas y de su derecho a la diferencia. Es evidente que una nueva actitud de la Iglesia respecto a las religiones debe ir unida a un reconocimiento de los valores positivos que se pueden encontrar en las mismas. Para establecer el fundamento tanto de las "relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas" como del diálogo interreligioso, la declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II afirma: "todos los pueblos forman (...) una sola comunidad; tienen un mismo origen, pues Dios ha hecho habitar a toda la raza humana sobre la faz de la tierra; tienen también un último destino, Dios, cuya providencia, testimonios de bondad y designios de salvación se extienden a todos". El diálogo se debe instaurar, pues, sobre tres fundamentos básicos: la comunidad que tiene su origen en Dios a través de la creación su destino en Él por la mediación salvadora de Jesucristo. El tercer fundamento básico es la presencia y la acción del Espíritu de Dios, universalmente presente, que actúa en todos los hombres y en todas las tradiciones religiosas, como entre los cristianos y en la Iglesia. L’experiència de Déu a la que estem cridats a viure com a cristians és un punt de trobada en el DI. Una part del procés de la pregària és la purificació, simbolitzada per l’aigua del baptisme, els banys en l’hinduisme, les aspersions en el buddhisme... Aquests ritus són signes de la integració d’allò diví i del que és humà. Com expressa un poema sufí: “tant he pensat en tu que el meu ésser va esdevenir el Teu ésser, pas a pas et vares apropar a mi, lentament em vaig allunyar de mi”. Aquestes paraules són molt semblants a les de Gàl 2, 19. Jo no visc jo, sino que Crist viu en mi. El fet que els cristians estiguem cridats a viure el DI no vol dir que haguem d’entrar en el relativisme, sinó que hem de saber que la nostra aportació en aquest diàleg l’hem de fer des Crist a qui seguim i amb qui ens volem identificar. No es tracta de dir que totes les opinions són vertaderes, sinó que totes les religions en les que es cerca sincerament Deu i estan obertes a les necessitats del proïsme, sobretot els més pobres i necessitats, són vertaders camins que condueixen a Déu. El DI ens convida als cristians a situar-nos respecte a nosaltres mateixos i respecte a les altres tradicions religioses. Això no es pot fer, sense fer una seria revisió del vocabulari religiós que emprem. El DI ens convida a reconèixer en els altres el dret a definir-se a sí mateixos, per tal que cadascú sigui comprès tal com ell es comprèn. Això duu a renunciar a qualificatius inadmissibles (ex: no podem parlar ja de la idolatria hindú, de l’ateisme buddhista, nomenar l’A.T. en comptes de Bíblia Hebrea, o als musulmans, mahometans. El DI ens repta a treballar pel principi de reciprocitat, inherent a tot DI i ens planteja la difícil qüestió de la IGUALTAT. Igualtat pràctica del creients que es troben, la qual vol un canvi de mentalitat. També la igualtat de principis (teòrica) reconeguda als corrents religiosos, aquesta més difícil d’aconseguir. La igualtat és una qüestió ineludible en el DI. Cal fer, abans, una profunda revaluació de les afirmacions centrals de la nostra tradició religiosa i de la manera de formular els nostres dogmes. El DI ens obliga a sortir del nostre marc confessional, i, sense deixar-lo, obrirnos al món, vertader horitzó de la missió de l’Església. Cal tenir en compte que: 1. Ni el Coran, l’Evangeli, la Torà, la Bagavad Gita o el Sutras són finalitats en si mateixes. 2. Els seus missatges només pretenen orientar i transformar la vida dels creients. 3. les doctrines religioses són interpretacions del món i de la realitat que els envolta. 4. Els ritus no tenen altra finalitat que inspirar la vida humana. És un fet que tota la Teologia Cristiana no esgota el misteri de Déu. (Ex. La noció del Déu Trinitari escapa a tota comprensió lògica). En la majoria de les tradicions religioses, els seus teòlegs afirmen que Déu, tal com s’entrega o tal com és comprès, no és la totalitat de Déu, sinó que també és un Déu amagat, un totalment altre. Els teòlegs es veuen abocats a cercar aquests elements ocults que donen testimoni de la dimensió incomprensible i inexpressable de Déu. El repte està ara en aprofundir en aquesta relació entre el Déu revelat i el Déu amagat, que cada tradició defineix a la seva manera. El DI ens situa davant l’alternativa de “ser solidaris” o “solitaris” al si de la societat i enfront les grans qüestions dels món contemporani, perquè aquest DI desenvolupa una solidaritat oberta al conjunt dels creients, per damunt de les divergències doctrinals i pràctiques religioses. El DI ens convida a rebutjar el proselitisme i el sincretisme. Com a creients, senzillament, hem d’expressar la nostra fe en el mutu intercanvi. El DI ens introdueix, junt amb les altres tradicions religioses, la noció del “testimoniatge” recíproc, que pot arribar a ser comú, enfront el nihilisme i la indiferència religiosa. El testimoni recíproc reconeix que els creients tenen el dret i la missió de ser testimonis de la veritat que han rebut i experimentat, alhora que han de ser oients i receptors del testimoni dels altres. Això dur a la mútua interpel·lació, que suposa una prova per a la fe, la qual ha de depurar-se dels prejudicis heretats del passat i ha d’anar a l’essencial. Com a creients que volem dialogar, animats pel mateix desig de Déu o de la Transcendència que els nostres germans, no posseïm tota la veritat, i ni tan sols ens hem de convertir en els defensors d’aquesta veritat. Hem d’esdevenir pelegrins cridats a animar-se i ajudar-se mutuament en el camí. El DI no és un cara a cara en el qual cadascú fa front a l’altre, sinó un caminar “amb” l’altre vers el més enllà, Déu, realitat última, veritat. El DI transforma el creient de partidari de Déu, mantenidor d’una doctrina i observant d’una pràctica, en interlocutor dels altres creients en la recerca de l’Absolut i en la manera d’afrontar el món, donat que el mateix diàleg interreligiçós es transforma en experiència religiosa. El DI ens obre unes possibilitats enormes que hem d’afrontar: promoure i fomentar el DI i el diàleg entre les cultures, evitant el que ja s’han anomenat el xoc de civillitzacions