Prologo del libro

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Prólogo
Por Carlos Zanón
LÉETELO: ES MI MALDITO PRÓLOGO
Que te propongan un prólogo nunca es buena noticia. En serio. ¿Acaso
mola ser telonero? No.
Hay quien cobra por esto de los prólogos. Yo he cobrado algunos.
Tampoco voy a ir de estupendo con ese plural mentiroso. Solo he
cobrado uno. No es este. Uno de Planeta. La gente siempre habla mal de
Planeta pero es quien paga más y lo hace a tiempo. Concretamente, dos
días antes del requerimiento de pago de tu banco amigo. Ese momento
en el que te planteas revender a Castelló esos cedés a 50 céntimos que
ellos te fusilaron hace nada a 20 euros.
La editorial Planeta tiene un edificio brutal en la avenida Diagonal
de Barcelona, con arbustos perennes y plantas desparramándose desde
balcones y ventanas, en plan fantasía babilónica. Acojona. Yo publico en
otra editorial —RBA: total nadie se va a leer el prólogo— que no es tan
poderosa pero que a primeros de septiembre hace una fiesta lujosa. Y en
el hotel donde se celebra hay un foco de luz iluminando el costado del
edificio con el logo de la editorial, que es lo más cercano a una bati-señal
que yo he visto. Eso me pone, lo reconozco.
Pero ni una ni otra se arriesgan mucho con sus libros. Por lo que sería
improbable que se jugaran el culo con un libro como este. La mitad de lo
que quisimos ser. Por eso Planeta o RBA tienen dinero, la Enciclopedia Del
Perro en fascículos, publicidad y periodistas agradecidos. Pero no son ni la
mitad de cool que 66 rpm. Y entre correrte una juerga con el enésimo de
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los Lara ( Winter Is Coming) o con May González o Alfred Crespo, cabezas
de cada 6 de 66 rpm, no hay color ¿no? O no debería haberlo.
Pero no solo es cuestión de dinero. Lo mejor de la vida uno lo regala
gratis. Sexo, amor, mentiras, fracasos, juergas, promesas rotas y votos en
las urnas. Así que ¿qué más da otro prólogo? Da. Claro que da. Porque lo
peor no es darlo gratis sino que nadie repare en él. Lo peor de escribir
un prólogo es saber que nadie lee los prólogos. Nadie a excepción del
prologuista. A veces ni este, porque sino no se entiende. lo plomizo que
son la mayoría
¿Es este prólogo una excepción?
No lo sé, porque lo peor de este prólogo tampoco es eso.
Lo peor de este prólogo es que no mola escribirlo.
Lo que mola de verdad es haber escrito el libro que va a continuación.
Miguel Martínez (Terrassa, 1969) y su La Mitad De Lo Que Quisimos
Ser. Todo el mundo tiene un secreto.
Lo reitero. Me hubiera encantado escribir este libro. Pura envidia
que destila puro elogio.
A mí y a ti y a ti y a ti y a todos aquellos que llegamos a la escritura con
el corazón a rebosar de canciones de tres minutos, libros apasionantes,
vidas de santos pecadores, retazos intensos de realidad tamizada por las
mil mentiras del arte. Todos aquellos para los que la vida no es nada en
comparación con la representación de esta.
Escribir como Tom Waits cuando aún no había olvidado a Rickie Lee
Jones.
Hacerlo como cuando Joe Strummer se abría de patas ante un
micrófono e inclinaba la cabeza como un ganso enloquecido.
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Como ese adolescente a quien el mundo le hurta la victoria y
él decide vengarse de una manera definitiva concediéndosela a los
vencidos, a los feos, a los raros, a los leprosos del dinero, las caricias, un
buen polvo, una turulata combinación en la máquina, la bola extra que
te salva la noche.
Escribir como ese Bukowski arrebatadamente romántico, fiel a la
derrota, a los poemas escritos en cajas de cartón, añorando la última
bestia hermosa o simplemente viva y escuchando a viejos fantoches de
pelucas y narizotas en su radio roja.
Hacerlo como el Capitán América, regresando desde dentro de un
palacio de hielo, de donde nadie te esperaba, y reventar a los esbirros
y poder entrar en el bar de siempre a tomar lo de siempre con los de
siempre.
Como ese tipo que sabe que lo que redime al cantante es su
canción. A un escritor lo que puso de sí mismo, lo profundo que se clavó
el escalpelo, las entrañas, el corazón, los recuerdos y sueños que sabe
traducir en nombre, predicado y el resto de payasos tontos.
Escribir como Casavella prometiendo conocer el secreto de las
fiestas y dejarlo para otro momento, para la próxima. Noche. Fiesta. ¿Te
volveré a ver? ¿No? Tú te lo pierdes.
Hacerlo como si tuvieras a tu banda detrás. Como si supieras que
uno puede mentir a todos menos a ti cuando pretendes atravesar
la noche, levantarte apoyando los puños en el serrín del suelo en esa
combinación milagrosa de lejía y pringue, y levantarte para gritar que
aún no estás muerto. Que sigues ahí. De algún modo. De alguna manera.
Como al chaval de barrio. Al viejo que no tiene nada más que creer
que fue grande y la mala suerte se ensañó con él. El que se equivocó
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de prioridades y de responsabilidades. El que aún cree que las putas se
encariñan con los perdedores. Y que Messi juega para él.
Hay autores, y Martínez lo es, que cada cierto tiempo agarran de
las solapas a la literatura o la música popular y la bajan a la calle. Le
restriegan los morros por el asfalto y los bares, coches y rincones de
tristeza sin épica, para recordarles cuál es su razón de ser. Por qué se les
permitió sobrevivir y no a los conciertos de clavicémbalo, a la poesía
pastoril o a Elton John.
No estoy hablando de realismo. Porque ese palabro, como el de
la objetividad, no existe en este mundo. Un autor no deja de ser unas
gafas determinadas —a poder ser originales, valientes, personales, con
gracia y ritmo y un sentido loco de su propio riego sanguíneo— con las
que mirar. Un tamiz. Una manera de arrimar el ascua a tu sardina —tus
recuerdos, tus obsesiones, tus fantasmas, tus taras—. Pero no hay nadie
como tú. Escribe como tú y háblame de lo que quieras. Aunque ya me
sepa todas las historias.
El mundo de Miguel Martínez no deja de ser su percepción de
esa realidad que él delimita a la fauna de su bar favorito, su habitación
menos aireada o las derrotas que le enternecen. Y en sus tragos cortos
y sugerentes destila talento, vigor narrativo, un ojo para evitar siempre
la caricatura en los personajes y un oído letal para saber cómo hablan
esos mismos personajes, directa y definitiva. Sabe desde dónde contarte
la historia y dónde acabarla. El arañazo justo, el primer corte siempre el
más profundo, la delicada y al mismo tiempo despiadada compasión
para con sus creaciones.
En este libro hay vida.
Recreación de vida.
Imitación de la vida.
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Y en todo ello, Miguel Martínez sabe que lo importante es que sus
páginas se lean y existan. Porque si no se escribe él mismo y su mundo,
ambos desaparecen. Y eso es algo que un escritor como él no se puede
permitir.
No se confundan. Martínez no es (solo) un escritor de barra de bar.
Para eso sirve. Pero ya en el presente volumen de relatos cortos se le
queda pequeño hasta su propio plan. Todos los textos son impecables.
Ajustados entre lo que enseñan, pretenden y consiguen. Con la consigna
de menos es más.
Pero déjenme que les recomiende, dos o tres (o cuatro o cinco).
El espíritu de Agustín.
Del lobo al perro.
Ella se está meando.
Un piso de chinitas.
Pero, especialmente, Pilar, Pilar, te quiero ¿no lo ves? Una maravilla
que te estalla cuando no te habías dado ni cuenta de que el cuento era
peligroso, en el momento justo y dentro, muy dentro. En el cuartucho
donde se guardan las verdades insobornables, las cobardías insanas, los
sentimientos que te hicieron o pudieron hacer grande, todas esas cosas.
Keith Richards —ese tipo que se solía lanzar desde lo alto de
bibliotecas y cocoteros cuando tenía de salir de gira— dijo a propósito
de Sam Cooke que después de escucharle muchos de los cantantes de
hoy en día deberían volver a la gasolinera de la que no deberían haber
salido.
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Yo no soy Mr. Kiz ni Miguel Martínez es Sam Cooke, pero después
de leer Pilar, Pilar, te quiero ¿no lo ves? o Del lobo al perro lo he comparado
con otros autores en editoriales gafapastas independientes y grandes
corporaciones de rododendros colgantes en balcones babilónicos y,
la verdad, muchos deberían volver al Grupo Excursionista o al Taller de
Escritura/Yoga del Centro Cívico de marras de donde no tenían, eso sí,
que haber salido para publicar sus tonterías.
Miguel Martínez y su La Mitad De Lo Que Quisimos Ser. Todo el mundo
tiene un secreto.
Después de todo, me ha molado escribir este prólogo.
Soy un caso.
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