LA ILUSTRACIÓN HISPANOAMERICANA Mario Ruiz Sotelo La

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LA ILUSTRACIÓN HISPANOAMERICANA
Mario Ruiz Sotelo
La propuesta de la Ilustración latinoamericana debe entenderse en el contexto histórico en el que
fue presentada. Se trata del marco de las reformas borbónicas, instrumentadas particularmente
bajo el gobierno de Carlos III, cuando España pretende recuperar el terreno perdido en el
concierto europeo durante el siglo anterior, en el que había cedido su preponderancia a instancias
de Francia, Inglaterra y Prusia, por lo que decide ponerse a tono con la situación del momento,
para lo cual establece una serie de reformas que, entre otras cosas, buscaban una explotación más
eficaz de sus territorios americanos. Es como que Hispanoamérica ingresará en la madura
modernidad. Claro que dicho ingreso no se dará en condiciones de igualdad, sino justamente bajo
la dinámica de la relación centro-periferia en la que había permanecido desde el siglo XVI. Y así
como entonces dentro de la escolástica moderna surgió una interpretación imperial esgrimida
entre otros por Ginés de Sepúlveda para legitimar el lazo de dominación, en el Siglo de las Luces la
Ilustración será expuesta con la finalidad de continuarlo. En ambas, lo americano será considerado
ontológicamente inferior con relación a lo europeo, presentándose, no obstante, en los dos
momentos, como centro y fuente de liberación.
Para acercarnos a una comprensión certera de la Ilustración hispanoamericana es posible
distinguir en ella tres corrientes visibles: a la primera la podemos considerar una filosofía ilustrada
europea en territorio americano. No es, pues, una Ilustración americana, sino una ilustración en
América. La segunda corriente, a la que llamaremos Ilustración hispanoamericana, está
conformada a partir del discurso surgido desde la perspectiva criolla, por lo que debe considerarse
ya una Ilustración americana. Finalmente, una tercera escuela, a la que llamaremos
filoindoamericana, está constituida por la reflexión filosófica que formulará su crítica a partir de la
exclusión no sólo de los criollos sino de los propios pueblos indígenas, siendo en ésta en la que la
razón analéctica alcanzará su máximo desarrollo.
La Ilustración (europea) en América
El desarrollo de la filosofía ilustrada europea en América tiene como punto original el estudio
europeo sobre América, en el que destacan las figuras de La Condamine, Buffon, De Pauw y
Robertson, quienes coincidían en la natural inmadurez de América y los americanos en relación
con Europa y los europeos. Posteriormente los pensadores ilustrados, criollos y españoles,
buscaron profundizar los conceptos naturalistas surgidos en Europa, teniendo como objetivo de
estado, explícito o implícito, la reconquista americana a través de una administración bajo la
eficacia de la ciencia de la modernidad de las luces. La Ilustración europea, en cuanto representa
la segunda modernidad, es la continuación del dominio colonial que inicia en la primera
modernidad con la invasión de América. En contra de la visión que considera la modernidad bajo
el ideal de la emancipación, situados desde América Latina, identificamos la modernidad con el
colonialismo. Consideraremos como exponente de ella al médico gaditano José Celestino Mutis,
quien desarrolló su trabajo en el virreinato de la Nueva Granada.
José Celestino Mutis (1732-1808)
José Celestino Mutis, nacido en Cádiz, realizó estudios de medicina, filosofía, teología,
matemáticas, astronomía, zoología y botánica. Inmerso en el ambiente científico ilustrado en
España, se traslada en 1760 a América con el recién nombrado virrey de Nueva Granada, Pedro
Messía de la Cerda. Ya en América se interesó, entre otras cosas, por las actividades mineras y en
la botánica. En relación con esta última, se concentró en la investigación de la quina, un árbol
eficiente para el combate de las fiebres.
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Este médico gaditano intentó aclarar cuál era "la mejor quina" y "las reglas de su mejor uso". La
ignorancia respecto de la quina —ignorancia de las variedades existentes, de sus efectos en los
enfermos— ocasionaba, esgrimía Mutis, perjuicios a la "causa pública", al bien de la humanidad y
al comercio. Las dudas que se habían generado a lo largo de siglo y medio sobre las virtudes
curativas de la quina se debían, pensaba Mutis, a los principios falibles bajo los cuales se guiaban
los comerciantes, médicos y farmacéuticos. Sin la posibilidad de reconocer "la mejor" especie de
las quinas, los éxitos eran posibles. El acceso a la quina estaba mediado por el mercado; eran los
comerciantes quienes se encargaban de cultivarla, recolectarla y distribuirla. La ignorancia de "los
inteligentes en su comercio" y la de los médicos y los farmacéuticos mismos condicionaba al azar
los efectos benéficos de la quina, porque con ninguna seguridad podían garantizar la curación de
los enfermos, produciendo con ello mayores perjuicios que beneficios. Al mismo tiempo, todo esto
afectaba su exportación y comercialización. Frente a este panorama, la ciencia se presentaba útil
en tanto que podía proporcionar un método correcto que asegurara el éxito. La ciencia planifica y
establece una necesidad en los procesos. Mediante exámenes científicos pueden satisfacerse la
exportación, el abastecimiento y la salud pública con seguridad.
"Semejantes calamidades exigen con instancia un examen científico por parte de la botánica, y
otro no menos imparcial por parte de la medicina para suministrar al ministerio las luces que
necesita de los profesores" (Mutis, J.C., 1828, p. 14). La ciencia para Mutis es un instrumento que
posibilita la realización de los intereses del ministerio y es mediante la apología del método que
opera un mecanismo de legitimación de la ciencia como instrumento. La ciencia como discurso
revela el interés imperial de la Ilustración europea en América. Debemos ubicar como telón de
fondo del discurso de la ciencia la implementación de las reformas borbónicas. Con este discurso
se persigue el ejercicio de un control racional sobre la población y sus territorios, forma parte;
pues, de una serie de políticas de gobierno tendentes al fortalecimiento económico y político del
imperio español, que intentaba recuperar la hegemonía del mercado mundial. La Ilustración
europea se inscribe en América en tanto que profundiza la dominación colonial que se inicia con el
"descubrimiento" de este continente.
El discurso de la ciencia, además de implicar la ejecución de políticas de gobierno, opera también
como un mecanismo de expropiación epistémica. La Ilustración europea en América deslegitima
otras formas de conocer propias de las poblaciones nativas, sustituyéndolas por la racionalidad
científico-técnica de la modernidad. Siguiendo a Castro-Gómez, "La Ilustración no sólo planteaba
la superioridad de unos hombres sobre otros, sino también la superioridad de unas formas de
conocimiento sobre otras" (Castro-Gómez, S., 2005, p. 18). La colonización no se realiza
únicamente por medios coercitivos; existe también un núcleo epistémico que la legitima, y se hace
más efectiva cuando el dominado interioriza el horizonte cognitivo del dominador. Es a través de
la expropiación epistémica y de la interiorización del mundo simbólico de los dominadores como la
Ilustración en América decanta en una función civilizatoria, inscrita en la segunda modernidad,
que redefine el significado de la misión civilizatoria de la primera modernidad.
Desde una pretendida superioridad epistemológica, moral y étnica, los que "poseen la luz" se
erigen como el modelo de "los otros". Bajo dicha función civilizatoria "los otros" dejarán de ser
una alteridad para convertirse en otros hombres, en "hombres nuevos", como expresión de "lo
mismo", lo europeo. La Ilustración en América opera bajo una lógica totalizadora que elimina la
alteridad.
Mediante mecanismos que operan una expropiación epistémica y ejercen tal idea alienante, se
condena el modo de vida indígena afirmando la superioridad que la vida occidental encarna. Los
indígenas, dice Mutis, ocupados siempre con sus necesidades presentes, jamás piensan en lo
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venidero; ni atormentándoles la previsión de los males futuros no aplican á sus enfermos otros
remedios que los muy sencillos que en tales aprietos les suministran las plantas de los montes. Y
así sería una excepción nunca vista que conservasen los indios en sus humildes chozas algún
repuesto de remedios, cuando vemos su infeliz y deplorable modo de comportarse a pesar de la
civilidad y la cultura con que se les trata en nuestros tiempos.
Mutiz juzga las costumbres de los indígenas a la luz de la civilización occidental. La ciencia hace
posible la prevención de las enfermedades; así, los civilizados son saludables mientras los
indígenas viven expuestos a enfermedad. Los civilizados previenen las enfermedades; no se trata
de reaccionar a la enfermedad cuando se presenta mediante el uso de remedios, como hacen los
indígenas, sino de evitar las enfermedades conquistando la salud eterna. La civilización con su
ciencia se anticipa y controla la naturaleza domesticando el azar y alcanzando la abundancia que
es inconcebible para los indígenas incapaces de tener "repuestos". La civilización vive en la
abundancia y con el control del futuro, mientras que los indígenas viven en la penuria que
imponen "las necesidades presentes. El gaditano se sitúa, además, en la posición del descubridor.
Dice; "[...] la suerte me ha proporcionado como botánico descubrir estos arboles donde se
ignoraba su existencia; distinguir sus legítimas especies y variedades de otros inmediatos géneros
también nuevos"(Mutis J.C. 1828, p. 16). Si bien reconoce que los indígenas han usado la quina,
sus aciertos en la medicina se deben a la casualidad, pero no a una intención deliberada y
meditada. El método seguro de la ciencia occidental es el que garantiza el conocimiento. Desde
una pretendida universalidad, la ciencia se convierte en el único conocimiento verdadero como la
realización cabal de los otros incipientes modos de conocimiento Ésta viene a sustituir otras
formas de conocer y de relacionarse con el mundo.
La ciencia representa, para el pensamiento ilustrado que pretende que América es el territorio
natural de la prolongación de sus normas, valores e intereses, un ámbito de objetividad
incuestionable. Las verdades y proposiciones de la ciencia, porque son universales, pueden
representar puntos normativos para toda cultura. Sin embargo, esta pretensión ilustrada de la
universalidad se difunde desde una localización precisa: Europa.
La ciencia y los embajadores de la Ilustración se instituyen como criterios de distinción de otros
modos de vida y otros modos de conocer para controlarlos, integrarlos y modernizarlos. La
alteridad es, pues, encubierta como la proyección de lo mismo. En este sentido, el caso de José
Celestino Mutis muestra la tónica euro céntrica y dominadora de la Ilustración en América y
confirma el acierto de concebir la mutua dependencia entre modernidad y colonialismo, como
sugiere la teoría crítica latinoamericana.
La Ilustración hispanoamericana
Desde principios del siglo XVII se empezó a advertir en las colonias hispanoamericanas una especie
de menosprecio de los peninsulares hacia los criollos. Tal actitud fue advertida con claridad por
Carlos de Sigüenza y Góngora, quien cuando acababa aquel siglo lamentaba que "[...] piensan en
algunas partes de Europa [...] que no sólo los indios [...] sino [los criollos] o andamos en dos pies
por la divina dispensación o que aun valiéndose de microscopios ingleses apenas se descubre en
nosotros lo racional" (Navarro, B., 1998, p. 195). Durante el siglo XVIII la contraposición entre
criollos y peninsulares lúe acentuándose y paulatinamente busco canales formales de expresión,
donde los primeros asumen su marginación y sugirieron medios para superarla, para lo cual
formularon una cierta reinterpretación histórica donde pretenden asumirse como herederos de
los conquistadores, situación que los legitimaba para demandar derechos políticos, argumento al
que agregan una articulación teórica propia que implicaba un cuestionamiento al orden existente.
En tal referencia podernos destacar a los novohispanos Juan Antonio de Ahumada y Antonio
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Joaquín de Rivadeneira y al peruano Melchor de Paz.
Juan Antonio Ahumada (?- 1729)
Uno de los primeros documentos donde podemos advertir la crítica criolla es la Representación
legal y política a Felipe V, escrita en el propio Madrid durante 1725 por Juan Antonio de Ahumada,
jurista novohispano miembro de la Real Audiencia de México y académico de la Real y Pontificia
Universidad, donde se hace explícita la demanda de otorgar una mayor participación de los criollos
en los asuntos del virreinato: "La práctica que observan las naciones más políticas del orbe (prueba
que) todas practican acomodar a los naturales en su patria [...] Luego [...] deben los americanos
tener en Indias los empleos eclesiásticos, políticos y militares; y fuera sensible no gozarlos
teniéndolos las demás naciones del orbe" (López Cámara, R, 1988, p. 20). Se trata de un claro
alegato en el que se pretende fundamentar la superioridad del derecho de los criollos a gobernar
los territorios americanos por ser oriundos de ellos, tomando como referente la lógica
desarrollada por los estados nacionales, vigente ya en los países hegemónicos de Europa.
Ahumada sostiene más adelante que los españoles en América no son ciudadanos, sino peregrinos
y de hecho extranjeros, como lo menciona cuando pregunta al rey con precoz fervor patriótico
novohispano: "¿Qué delito cometimos en nacer ahí [...]? ¿Por qué experimentamos la miseria de
habernos Dios dado riquezas y honores, no tener la facultad de gozarlas y que las obtengan los
extranjeros?" (ibíd. p 22). Es explícita la denuncia de una situación de injusticia basada en una
perspectiva de un cierto derecho de autodeterminación que de alguna numera se está violentando
por la situación de inequidad jurídica existente en América entre peninsulares y criollos, en la que
los primeros tienen una especie de ciudadanía espuria en perjuicio de los segundos, quienes, de
acuerdo con el derecho imperante en la Europa de las luces tendrían que tener ciudadanía plena.
Se trata, por lo mismo, de un manifiesto en torno a la idea de igualdad jurídica, justo uno de los
temas centrales del debate ilustrado, que Ahumada incorpora de lleno para referirse a la
ciudadanía americana. Es probable que tal referente fuera de alguna manera tomado en cuenta
cuando pide mirar a "las naciones más políticas del orbe", pero seguramente el sustrato
fundamental en el que se apoya Ahumada era el propio derecho hispánico articulado con base en
la segunda escolástica, que era plenamente conocido en la universidad mexicana desde el siglo
XVI, en el que no se establecen bases para el ejercicio absolutista y, por el contrario, se considera
al rey como un delegado del pacto social originario. Ahora bien, la "extranjería" de los españoles
en América no se debe únicamente a su lugar de nacimiento, sino a una condición histórica que
hace ilegítimo su ejercicio del poder de acuerdo con la interpretación criollista: "Las Indias se
conquistaron, poblaron y establecieron sus provincias con el sudor y la fatiga de los ascendientes
de los americanos [...] cuando a ellos y a los suyos se debe sólo este beneficio, no es justo que los
emolumentos los perciba aquel que en nada contribuye, como son los que están acá" (ibíd., p. 32).
Así pues, nuestro autor asevera con claridad que los herederos de los conquistadores son los
americanos, no los españoles, estableciendo ya una perspectiva histórica propia de la causa
hispanoamericana, que está apuntada ya en el sentido de otorgarles una legitimidad política
prevaleciente en torno a los españoles. Por último, Ahumada se cuida de argumentar la legalidad
de su demanda y desmarcarla de una posible intención subversiva, como la advertida por los
españoles, quienes: "Dicen no ser conveniente el que se les den [los empleos a los criollos]
porque, viéndose en ellos, pudieran conspirar contra V.M. [...] esta tacha nos ponen de ignorancia
[...] porque como de acá pasaron los españoles a conquistar las Indias, creen que todos los
habitadores de aquellos países son descendientes de los debelados, y que así han de tener deseo
de restituirse a su antiguo imperio y costumbres" (ibíd., p. 25). Tal prejuicio español respecto al
criollo es que en alguna medida lo identifica con el indio, sentencia que nuestro autor rechaza en
su pretensión de ser considerado con los mismos derechos que cualquier hispano. Lo destacable
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del citado prejuicio en este caso es la memoria viva de la conquista y el temor de que los criollos
se identifiquen con los indios, pues en tal situación se correría un riesgo de rebelión. Se trata de
nuevo de una alusión velada del pacto originario y de algo más grave: el vestigio de la duda sobre
la legitimidad del gobierno español en América, misma que hace temer a los españoles el
hipotético levantamiento. Dicho temor seguramente era compartido por el propio Felipe V, quien,
por supuesto, no concedió una sola de las demandas de Ahumada.
Antonio Joaquín de Rivadeneira (1710-1772)
Lejos de hacer concesiones a los criollos, las reformas emprendidas por Carlos III a partir de 1759
disminuyeron todavía más su participación en el ejercicio administrativo de los diferentes
virreinatos americanos. En ese contexto escribe Antonio Joaquín de Rivadeneira y Barrientos,
jurista originario de Puebla de los Ángeles. Realizó sus estudios en el Colegio Mayor de Todos los
Santos de la ciudad de México, y ejerció el derecho en Madrid y posteriormente en México, donde
fue asignado para fungir como oidor de la Audiencia de México. Ligado a la corona, defendió los
intereses del rey en el Cuarto Concilio de la Iglesia Mexicana. Hacia 1752 escribe El pasatiempo,
una serie de versos históricos sobre diversas temáticas, en los que manifiesta el hispanismo anti
ilustrado cuando acepta la prohibición de las ideas de Newton. Paralelamente, en el tenor de las
reivindicaciones de Sigüenza, rescata en cierta medida el pasado indoamericano cuando destaca
las legislaciones de los incas y del texcocano Nezahualcóyotl. Busca explicar los sacrificios
humanos antes que condenarlos, actitudes que se enmarcan dentro de la reivindicación
ontológica establecida desde el siglo XVI. Lo anterior no obsta para que legitimara la conquista, a
la que consideraba conducida por el apóstol Santiago. En 1771 es designado por el Ayuntamiento
de la ciudad de México para elevar una especie de protesta contra las reformas emprendidas por
el visitador José de Gálvez, expresadas en su obra Representación humilde en favor de los
naturales, un testimonio con el sello hispanoamericanista que antes vimos en Ahumada, donde
advierte que la exclusión de los criollos de los cargos públicos "es quererse trastornar el derecho
de las gentes, es caminar no sólo a la pérdida de esta América, sino a la ruina del estado" (Brading,
D., 1991, p. 518). Como su antecesor, se apoya en el derecho español tradicional para señalar una
especie de despojo que se cometió en detrimento de los hispanoamericanos. Según su juicio, el
peninsular venía a gobernar sin conocer los pueblos y sus costumbres, razón que explicaba el
envilecimiento y la disminución de la población indígena. Y sin embargo, la dicha defensa de los
indios era por demás parcial, ya que, al pretender describirlos, Rivadeneira los considera "de un
aspecto desagradable, malísimo color, [...] ninguna limpieza, menos cultivo y racionalidad" (ibíd.,
p. 519). Tal contradicción argumentativa puede explicarse por lo que, siguiendo a Walter Mignolo,
Castro-Gómez llama "limpieza de sangre" (Castro-Gómez, S., 2005, pp. 53-61), que expresa una
ideología aristocrática cristiana, en la que América se manifiesta como el lugar ontológico para
continuar la cultura europea. La dicha limpieza de sangre implica un rechazo al mestizaje debido a
los derechos políticos que lleva consigo. Así, Rivadeneira pide mantenerla, pues "el español, que
hubiera de mezclarse con indias, vería a sus hijos carecidos de los honores de españoles y aun
excluidos del goce de los privilegios concedidos a los indios" (Brading D., 1991, p. 519). Los criollos,
pues, debían preservar su condición ontológica, que les era útil para disputarle el poder a los
españoles, quienes habían acentuado el distingo justamente a consecuencia del desarrollo de la
lógica ilustrada europea.
Melchor de Paz (1730?-1796?)
Esta perspectiva hispanoamericana puede observarse incluso con mayor radicalidad en el
virreinato de Perú. En 1780, y justo también en el marco de la aplicación de las reformas
borbónicas, tuvo lugar el levantamiento de José Gabriel Condorcanki Túpac Amaru, quien
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consiguió aglutinar a los pueblos indígenas en la franja que va de Cuzco a Chuquisaca. El Túpac
Amaru del siglo XVIII era en realidad un mestizo educado en el Colegio de San Francisco de Borja,
en Cuzco, y por su ascendencia indígena fue nombrado cacique de Tungasuca. El cobro de nuevos
impuestos fue sin duda uno de los incentivos de su rebelión, arraigada en una interpretación
profética de los Comentarios reales de Garcilaso de la Vega. El temor generado entre españoles y
criollos ante semejante suceso propició que el limeño Melchor de Paz (1730?-1796?), secretario
del virreinato entre 1777 y 1784, graduado en la Universidad de San Marcos, elaborara una
puntillosa interpretación de los hechos en su Diálogo sobre los sucesos varios acaecidos en el reino
del Perú (1786). Paz defiende la tesis de que el causante de tal rebelión era Juan Antonio Areche,
visitador de Perú y articulador de las medidas fiscales impuestas por la corona, las cuales habían
generado un descontento general. Acusó al visitador de nepotismo y observó la ineficacia de la
administración en manos de españoles, la cual reforzó con una interpretación histórica de los
diversos levantamientos indígenas en la zona, mismos que, bajo administraciones anteriores,
jamás habían alcanzado la radicalidad del de Túpac Amaru. No obstante la crudeza con que el
movimiento fue reprimido y la forma como el cacique fue condenado (torturado y asesinado
públicamente), Melchor de Paz no valora como víctimas a los indios levantados sino a los muertos
a consecuencia del levantamiento, básicamente españoles y criollos, a los que Túpac Amaru
consideraba por igual usurpadores de las tierras incas. Lejos de eso, Paz se ufana de que fueron
justamente los criollos quienes consiguieron sofocar el levantamiento, insinuando así que reside
en ellos la capacidad para mantener el orden en el reino. En su recuento de los levantamientos
indígenas se pregunta: "¿Qué es un indio? Es el ínfimo grado de animal racional"; cita una
denuncia donde se les refiere como "enciclopedia de todos los males" y destaca de ellos su odio
hacia españoles y criollos (ibíd., p. 524). Como en el caso de Rivadeneira puede inferirse que ese
desprecio hacia los indios está motivado ciertamente por la noción de limpieza de sangre que
hermana a españoles y criollos y, paralelamente, como en el caso de Ahumada, vernos en Paz el
temor de que los indios consigan legitimar un levantamiento capaz de revertir el orden colonial.
Ese miedo fue compartido por las autoridades borbónicas, que prohibieron en 1782 la circulación
de los Comentarios reales, aceptando en cierta forma la validez de la interpretación histórica
criolla, pero no la de los indios.
Juan Benito Díaz de Gamarra y Dávalos (1745-1783)
Juan Benito Díaz de Gamarra y Dávalos, de origen criollo novohispano (mexicano), estudió en San
Ildefonso y en la Congregación del Oratorio en San Miguel el Grande. Fungiendo como procurador
de su congregación, en 1767 viaja a España, Italia y Portugal, accediendo al circuito de las ideas
correspondientes a la segunda modernidad al relacionarse con teólogos, matemáticos y literatos.
Durante su estancia en Europa le es concedido el título de Doctor en Cánones por la Universidad
de Pisa y se hace socio de la Academia de Ciencias de Bolonia. Desde su regreso a la Nueva España
en 1770, hasta su muerte, se dedicó a educar a la juventud novohispana en calidad de escritor y
catedrático, empeñándose en reestructurar la filosofía universitaria. Es durante la segunda mitad
del siglo XVIII cuando comienzan a surgir "los intelectuales que irán gestando los intentos de
emancipación, que tendrán sus frutos en el siglo siguiente" (Beorlegui, C, 2004, p. 149).
No es posible señalar, como en el caso di diversos autores de su época, algún momento en que
Díaz de Gamarra se muestre crítico ante la violencia ejercida por los colonizadores sobre las
victimas de la modernidad(los indios, los esclavos africanos, los mestizos, las mujeres, etcétera);
simplemente no habla de los bloques sociales oprimidos, ni para defenderlos ni para atacarlos,
situación problemática cuando consideramos que la omisión es una forma de exclusión: al no
reaccionar ante la negación de "el otro", Díaz de Gamarra, se posiciona políticamente dentro del
proceso irracional de dominación constitutivo de la modernidad. El silencio como justificación del
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"mito de la modernidad".
Su crítica se dirige al orden académico establecido y se articula en la propuesta de una filosofía
ecléctica: "Declaramos que nuestro juicio será libre, de tal suerte que no profesaremos la secta de
ningún filósofo, pues juzgamos que no ha habido ninguna secta que haya visto toda la verdad y
ninguna que no haya visto algo de ella. Y así, pensamos que lo que constituye propiamente
nuestra incumbencia en recoger en un cuerpo la verdad diseminada por los individuos y
desparramada por las sectas (Díaz Gamarra, J.B., 1995, p. 155.) En sentencias de este tipo,
extremadamente recurrentes a lo largo de su obra, encontramos una negación de la alteridad
epistémica. Admite que ningún discurso es totalmente verdadero y ninguno totalmente falso. Sin
embargo, al sostener esto, sólo tiene en mente aquellos que su tradición euro centrista ha
considerado.
Elementos de filosofía moderna (1774) es una obra fundamentalmente didáctica, escrita para los
futuros pensadores americanos. Es su carácter pedagógico lo que permite canalizar el modelo
filosófico propuesto. En principio, es necesario señalar una clara tensión entre la escolástica
tradicional y la filosofía de corte científico de la segunda modernidad dentro del mentado
eclecticismo. Esta tensión es sintomática de la decadencia de la escolástica española, La filosofía
ecléctica—nos dice Díaz de Gamarra— "es aquella en que buscamos la sabiduría tan sólo con la
razón, dirigiendo ésta por medio de la experiencia y observaciones de los sentidos, la conciencia
íntima, el raciocinio y la autoridad en aquellas cosas que no pueden saberse por otro camino. En
esta manera de filosofar no se pregunta quién dijo algo, sino si lo dijo con verdad, esto es, de
conformidad con la razón" (ibíd., p. 153). Matiz importante: Díaz de Gamarra acepta la autoridad
eclesial como fuente de legitimidad del conocimiento en lo concerniente a ciertas cuestiones
metafísicas, vapuleadas por diversos pensadores de la Ilustración europea.
El felipense recomienda a sus discípulos, en tanto filósofos cristianos, abstenerse de leer los
"perniciosos libros" de aquellos a los que denomina materialistas modernos, ya que "corrompen la
religión y las costumbres" (ibíd., p. 176). Porque desafiar la autoridad de Dios con la arrogancia de
la limitada razón humana es acabar con la razón misma. "Quien tal hace ni es filósofo ni siquiera
racional. En la ciencia natural recomendamos, pues, aquella libertad que no aprueba el apartarse
en nada de la iglesia, en nada de sus dogmas" (ibíd., p. 154). Básicamente, su pensamiento se erige
como un rechazo a la rigidez del escolasticismo académico aún vigente en la Nueva España.
Debemos preguntarnos por la forma como Díaz de Gamarra entiende la modernidad. Su
eclecticismo, considerado conciliador, es un replanteamiento de la ya decadente escolástica
(especialmente en lo concerniente a su método), apoyado en los desarrollos de la ciencia
experimental. Para el novohispano, la filosofía "es el conocimiento de lo verdadero, lo bueno y lo
honesto, adquirido por la sola luz de la naturaleza y por el raciocinio procedente de ella. El
raciocinio o la recta razón es la libre facultad de sacar verdades de aquellas otras con las que están
en conexión" (ibíd., pp. 152-153). Su discurso cientificista valida el modelo de racionalidad
europea. Esta confianza en la posibilidad de situarse, en tanto hombre, en un sitio de observación
puro, no contaminado por los prejuicios de la tradición "equivocada" (postura que implica una
negación de la alteridad), ubica a Díaz de Gamarra en lo que Santiago Castro-Gómez ha
denominado el punto cero. Y es que su ingenuidad es ejemplar (acaso una más de las
contradicciones características de la modernidad que oculta su "otra cara"; la racionalidad
moderna implica irracionalidad): si bien resulta necesario hacer a un lado las extensas disputas
escolásticas tradicionales y no recurrir más al principio de autoridad, apelando en todo momento a
la razón, es simplemente imposible rechazar la autoridad de la iglesia. La única y verdadera fe no
es controvertible. El abandono propuesto de las "cuestiones sutiles" de la escolástica muestra en
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gran medida la importancia concedida a la generación de nuevos saberes a partir de la
reestructuración suscrita; sin embargo, éstos se articularán en el marco de la "colonialidad del
poder" expuesto por Castro-Gómez.
El eclecticismo de Díaz de Gamarra, como apunta Bernabé Navarro, no parece susceptible de ser
considerado una propuesta filosófica fuerte, acabada y original (ibíd., 1984, pp. xxvii ss.). No
obstante, debemos señalar que, cuando propone la integración de conocimientos de diversas
corrientes filosóficas (que no de diversas culturas; su esquema histórico es evidentemente euro
céntrico), asume una postura crítica ante el tipo de educación imperante en la Nueva España. En el
pensamiento de Díaz de Gamarra opera una reacción ante el orden establecido que excluía a los
criollos en tanto que los mantenía fuera de los puestos administrativos, ajenos a los beneficios a
los que creían tener derecho en tanto descendientes de los conquistadores. Si observamos que los
Elementos están explícitamente dedicados a la juventud americana, resulta evidente que la
intención del autor es generar sujetos conscientes del sitio que ocupan en la colonia, aptos para
hacer frente a la tradición, lo que a la postre supondría reaccionar ante la dependencia de la
corona.
La Ilustración filoindoamericana
Como hemos dicho antes, es en lo que podemos llamar Ilustración filoindoamericana donde la
razón analéctica alcanza su mayor profundidad. A la exclusión de los criollos se sumará la de los
indígenas, una preocupación arraigada desde el siglo XVI, que es retomada durante la segunda
mitad del XVIII. Bajo esta perspectiva se considera necesario criticar la visión hegemónica de la
historia bajo el parámetro euro céntrico y buscar el rescato del pasado prehispánico,
cuestionando, entre otras cosas, que sea calificado como barbarie, para lo cual será necesario
elaborar una visión transontológica en la que quede supe rada la visión totalizante esgrimida por
la Ilustración europea. En ese tenor encentramos el pensamiento de los novohispanos José
Antonio Álzate y Antonio de León y Gama.
José Antonio Alzate (1737-1799)
Este autor estudió en el colegio jesuita de San Ildefonso. A sus 18 años ya había recibido el grado
de bachiller en artes y teología por la Real y Pontificia Universidad. Conoció de primera fuente las
tesis de los jesuitas Diego José Abad y Francisco Xavier Clavijero, cumbres del pensamiento jesuita
ilustrado en México. En 1798 ―a un año de la expulsión de los jesuitas― publicó el primer número
de Diario Literario de México, cuya importancia radica en ser el primer diario literario y crítico de
México, en cuyas páginas existe la intención expresa de una corriente a favor de la época, a saber,
la ilustrada. Tras la vacante que dejó la expulsión de los jesuitas, él fue el continuador ideológico
más notable, en cuyo espíritu se encarnó el ideal más alto de hombre ilustrado en México. Afirmó
contundentemente que los conocimientos de la cultura amerindia mexicana se encontraba a la
altura de los saberes de las culturas clásicas (egipcia, griega o árabe); también, en cuanto al
racismo ―muy variado en aquella época—, no hace más que dignificar el estatuto ontológico de la
cultura indígena e intentar romper la concepción de lo indígena americano que los europeos
tenían.
Las ideas de Alzate intentan responder a los preceptos formulados por la Ilustración europea, los
cuales se encontraban filtrados en el pensamiento criollo novohispano. Esto quiere decir que
Alzate entra en diálogo con los autores europeos y toma a su juicio la savia de cada uno de éstos, y
lo no pertinente lo desecha de la misma forma como se desembaraza de la de la tradición
escolástica. La tarea reformadora de Alzate cae en la cuenta de que la situación en la cual se
hallaba la colonia es distinta de aquella en la que se encontraba siglo y medio atrás, y que era
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necesario erradicar el formalismo escolástico sólo si se quería salvar a la nación de una segura
decadencia:
La posibilidad, consecuentemente, de salvar a la patria de la decadencia, depende de que la juventud
no siga barrenando muchos volúmenes y se abstenga de aceptar la verdad bajo el amparo de un ergo
más memorable que el alfanje de Aquiles (Moreno, R., 2000, p. 63).
Lo importante para Alzate es la el ilusión que inicia al publicar sus periódicos, dado que los
contenidos mismos o temas de su labor científica son —con toda justicia— enciclopédicos. El
periódico llega a todos los rincones de la patria. No sólo educa a un grupo selecto —como es el
caso de Bartolache y Gamarra— sino a todos los hombres. "Mientras que el curso enseña filosofía
a unos cuantos, el periódico hace de cada hombre un crítico y, en este sentido un filósofo" (ibíd.,
p. 70).
Al confrontarse constantemente con altos funcionarios del virreinato, se pone en situación
desventajosa, puesto que, como criollo, sufre todo tipo de discriminaciones y desmentidos, que
eran muy comunes en la época. Sin embargo, el entusiasmo de Alzate lo lleva no sólo por los
cauces de la ciencia dura, sino que también entra en cavilaciones respecto a temas antropológicos
y sociológicos. Tal es el caso en Memoria sobre el uso que hacen los indios de los pipiltzintzintlis.
Introducción a la descripción de Xochicalco, en cuya memoria apunta que: "Un edificio manifiesta
el carácter y cultivo de las gentes, porque es cierto que la civilidad o barbarie se manifiesta por el
progreso que las naciones hacen en las ciencias y artes: los árabes cuando fueron sabios
dispusieron fábricas que aún en el día se admiran, pero al punto que se abandonaron a la
ignorancia, no fabrican más que despreciadas chozas" (Alzate, J.A., 1985, p. 63); y en Un indio de la
Nueva España ¿qué especie de hombre es, cuáles sus caracteres morales y físicos?, en el cual dice:
"[...] ¿habrá unos hombres, cuya alma es la de un hombre, pero que vive aislado, sin comunicarse
en el día con otro de su especie, y que sólo se retira a su casa para dormir [... que pueda]
manifestar o desenvolver sus potencias? Por esto [los indígenas] se observan sin instrucción, pero
si estos pequeños indios se dirigen a poblado, ya es otro su carácter: con facilidad, como muchos
de los hombres, adquieren una malicia desenfrenada" (ibíd., p. 157). Vemos pues que estos
escritos tienen clara idea respecto a lo indígena y sus tradiciones, las cuales Alzate respeta y en
ocasiones se pronuncia a favor de ellas considerándolas superiores a las europeas pues, como
señala Navarro, "Esta defensa de los antiguos mexicanos tiene una gran significación en quien
presentía una nueva patria, puesto que los españoles habían privado a aquellos pueblos de sus
prerrogativas y de su libertad, hecho que todavía pesaba sobre todos los habitantes de la Nueva
España [...]" (Navarro, B., 1983, p. 184); se sigue, pues, que rompe el esquema euro céntrico —
convirtiéndose así en uno de los ilustrados que defienden y afirman al indígena americano— y, por
tanto, desarrolla y despliega toda una crítica argumentativa que muestra una ruptura políticoideológica respecto a los ilustrados europeos:
[...] sin haber hecho estudio de los pocos autores que han tratado de las antiguas costumbres de los
mexicanos, los reputan por rústicos, no por otra razón sino que a sus descendientes los miran en este
estado: no se hacen cargo que en el día los indios componen lo que se llama ínfima plebe, tan
solamente reducidos a las penosas ocupaciones [...] ¿La plebe en qué país del mundo se reputa por
instruida? (Álzate, J.A., 1985, p. 64).
El indígena americano frecuentemente era sobajado, maltratado y relegado en casi todos los
ámbitos sociales importantes en el Nuevo Mundo, debido a la metalización impuesta por sus
conquistadores, razón por la cual se encuentra en condiciones desfavorables con respecto a otros
pueblos que no sufren este tipo de atropellos. En este sentido, Álzate aclara:
[...] otros reputan a los mexicanos por bárbaros a causa de los sacrificios que hacían a sus dioses de
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sus prisioneros. Es la realidad que no puede darse mayor inhumanidad: ¿pero las más de las naciones
no han hecho lo mismo hasta que la luz del evangelio ha desterrado las tinieblas del paganismo? No
puedo menos que hacer esta reflexión: los mexicanos son bárbaros porque hacían sacrificios de
sangre humana, ¿y qué hacen todas las naciones?, ¿no arcabucean a un hombre tan solamente
porque ha desertado?, ¿no pasan a degüello a un vecindario entero, a una guarnición de plaza?,
¿algunos soberanos de Europa no sacrifican a sus vasallos por un motivo tan ligero como es el recibir
cierta cantidad de dinero?, etcétera Pues si todo esto se hace en virtud de la legislación y no es
barbaridad, ¿por qué lo ha de ser respecto de los mexicanos, cuando sus leyes así Io preceptuaban?
Lo mismo es que un hombre muera con el pecho abierto a manos de un falso sacerdote, como que
muera por un balazo o al filo de la espada (ibíd., pp. 66-67).
Por esto, Alzate condena a "los impíos calumniadores de la patria" por el hecho de atreverse a
afirmar las cosas más absurdas, extravagantes y dañosas para la fama y honra de los americanos.
No sólo defendió a los antiguos mexicanos, también lo hizo con los de su época. Cuando afirma
que el indio es noble, sincero, trabajador y obediente, hace una apología de éste reclamando
principalmente con ella que quien ha juzgado a los indios en forma contraria a ésta se equivoca
completamente. Es tan constante esta exaltación de México como ciudad y como nación que
podemos decir de Álzate que tenía plena conciencia de las posibilidades de una patria nueva.
Antonio de León y Gama (1735-1802)
La arqueología mexicana tiene como fecha emblemática de su inicio el 13 de agosto cíe 1790
cuando, justo el día del aniversario de la caída de Tenochtitlán, fue accidentalmente encontrada
en la Plaza Mayor de la ciudad de México el monolito de la impactante diosa Coatlicue, y apenas
unos meses más tarde, en diciembre, la no menos deslumbrante rueda calendárica conocida como
la Piedra del Sol.
La irrupción de ambas esculturas cambiaría para siempre la visión del México antiguo, siendo
Antonio de León y Gama (1735-1802) su primer gran intérprete. Estudió en el Colegio de San
Ildefonso y fue catedrático del Colegio de Minería. Sus conocimientos astronómicos le permitieron
calcular con precisión el eclipse de 1771 y posteriormente la aparición de un cometa en 1788.
Paralelamente hacía investigaciones sobre la cultura mexica, lo que le implicó la necesidad de
dominar el náhuatl y la capacidad para leer códices indígenas, así como los textos de los escritores
nahuas del siglo XVI, como Alvarado Tezozómoc y Antón Muñoz Chimalpain. Ese bagaje fue el que
le permitió publicar en 1792 su Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, acaso la
primera investigación arqueológica mexicana propiamente dicha. El estudio de la Piedra del Sol le
hizo posible presentar con claridad la genealogía de los mexicas, retomando la tradición de los
cronistas del siglo XVI, como Acosta y Torquemada, junto con los trabajos de su época como los de
Boturini y Clavijero. Además, le permitió elaborar un juicio sistemático al sistema calendárico de
los propios mexicas, dejando claro que poseía mayor precisión que el calendario gregoriano,
vigente en Europa en la época de la conquista, y que era incluso superior al juliano. León y Gama
contrariaba así las especulaciones de los ilustrados europeos, a quienes desde el inicio buscaba
refutar cuando señalaba cuál era uno de los principales objetivos de su investigación: “manifestar
al orbe literario parte de los grandes conocimientos que poseyeron los indios de esta América en
las artes y ciencias en tiempos de su gentilidad, para que se conozca cuán falsamente los
calumnian de irracionales simples los enemigos de nuestros españoles, pretendiendo deslucirles
las gloriosas hazañas que obraron en la conquista de estos reinos" (León y Gama, A. de, 1990, p.
5). Así pues, León y Gama se expresa ciertamente como un defensor de la conquista y, en
consecuencia, de la legitimidad de la presencia hispánica en América, pero también como un
defensor de la cultura indoamericana, la que busca que sea inscrita como un momento legítimo de
la historia universal, generalmente ignorado y despreciado por los teóricos europeos que
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defendían sus posiciones en nombre de la Ilustración. A diferencia de ellos, las conclusiones de
León y Gama tienen una base empírica y el manejo de instrumentos de análisis, como los códices y
los monolitos, aspectos ausentes en los trabajos de los europeos, lo que daba, bajo los propios
parámetros de la ciencia ilustrada, un mayor valor de verdad a sus investigaciones. En la línea de
Clavijero, nuestro autor prefigura la existencia de un pasado clásico americano, lo cual contradice
la visión hegemónica propalada ya por la Ilustración europea, en la que se supone un desarrollo
histórico que tiene como centro justo aquel continente. Es, por lo mismo, una visión histórica que
pondera una alteridad epistémica, haciendo uso de una hermenéutica transontológica a partir de
las culturas indígenas prehispánicas, y estableciendo así la necesidad de un concepto de
universalidad más amplio que el impuesto en el otro continente.
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