EL MARGEN

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EL MARGEN
En la cultura japonesa, como en muchísimas otras, el concepto de centro
proporciona uno de los símbolos constituyentes fundamentales. Evoca el
principio del ser y de los tiempos. Remite al hogar y al ombligo materno.
Prefigura el poder, en cualquiera de sus manifestaciones. Da un lugar y una
imagen a la identidad colectiva. En mi opinión, sin embargo, es de su
antítesis perfecta, el concepto de margen, que la poesía del haiku hace su
terreno y su tópico. Apenas o nada se ocupa del centro. Ahora bien, estando
el primigenio “tôpos” japonés constituido por un centro (el palacio del jefe
señala el punto cero de la geografía urbana; el templo organiza a su entorno
la vida aldeana; el monte sagrado marca el centro del cosmos), la poesía del
haiku se orienta en una dirección inversa a la previsible, dada aquella
dinámica social japonesa y su sedimentación en una peculiar cultura de la
vida cotidiana.
A fuerza de silenciar, de omitir incluso, la existencia de un centro, los
haijin propenden al vaciamiento de ese centro y, en el límite, de todo
centro. De forma paradójica, la negación práctica de un punto de referencia
hace posible, en el caso de los hombres del haiku, que surja una afirmación
inesperada: la poesía no se mueve en un ciclo cerrado y repetitivo sino que,
al contrario, se erige en lugar de libertad de palabra. De esta forma el haiku
contribuye a plantear dimensiones que hasta entonces parecían
desconocidas en la cultura antigua japonesa y que, resumiendo mucho, se
podrían caracterizar así:
- Si es lícito hablar de “un lugar” de la poesía según el haiku, ese lugar se
encuentra en un “afuera” geográfico y mental al que los poetas aspirar a
trasladarse y que pretenden transformar en tema recurrente de su poesía.
A tal lugar lo podemos con justicia llamar “el margen”.
- Al resignificar continuadamente las palabras usadas para expresarse
(dicha resignificación constituye su motivo, cuando es auténtica), el
poeta del haiku de paso contribuye a recentrar la realidad que nombra,
difuminando por todos los rincones cualquier noción de referencia, a
fuerza de crear cada vez un lugar central en torno a su nuevo poema.
Este procedimiento es el que le permite al haiku ser leído como poesíapoesía, más allá de unas raíces culturales que, de todos modos, en
ningún momento se trata de invalidar.
………
En un sentido directo, físico, el margen es aquel lugar fuera del cual
alguien está, queda o se mantiene. Concretamente, el margen es el extremo
o la orilla de un espacio: así hablamos en el caso de un río o de un campo.
Una característica intrínseca del margen es su inferioridad relativa con
respecto a su par opuesto, el centro percibido o, al menos, expresado, o
incluso únicamente supuesto. Aquellos espacios a la orilla del río, del
campo o de un núcleo poblado, probablemente estén sin aprovechar. O si
acaso, el único provecho consiste en utilizarlos para dejar tirado lo que
nadie precisa: piedras, matorrales, hoy en día basura. En cualquier
circunstancia, el margen es periferia que envuelve a un centro, enunciado o
secreto, el cual siempre queda “dentro”. Los barrios marginales
“envuelven” siempre al centro por el lado de afuera. Es fácil constatar
cómo la topografía urbana marca la crudeza de una relación social. En
lenguaje corriente, estar marginado significa vivir al borde, al exterior, de
lo que se suponen beneficios de la vida social: bienes materiales,
simbólicos o afectivos de todo tipo. El que está al margen no interviene en
los asuntos generales, los que sin embargo le conciernen. Quedar al margen
equivale a situarse fuera del sistema de equilibrios habituales. Estar al
margen, como quien dice, es nuevamente vivir a la intemperie.
La situación descrita se ajusta cómodamente al contexto expresivo de los
haikus. ¿Han sido los haijin dejados de lado? Conociendo el contexto
japonés antiguo (¡también podríamos referirnos a menudo el contexto
contemporáneo!), es posible que haya sido así: eran los tiempos de mayor
influencia social del “ie”, sistema de familia patriarcal caracterizado por la
obediencia y lealtad hacia los mayores, siempre más ricos, más sabios y
más poderosos que quienes por edad les sucedían. Antes de abandonar su
propio hogar, Bashô formaba parte de una familia de “budai” o vasallos de
un “ichimon”, miembro del círculo íntimo de parientes y allegados a un
“daymio”, señor del dominio, único y verdadero jefe. Inevitablemente
Bashô había sido educado en el conformismo y la sujeción a la autoridad.
Y sin embargo pudo marcharse, abandonando la telaraña de la
dependencia. También se marcharon en su momento otros grandes poetas
del haiku: Buson, quien habló sin cesar de un hogar al que nunca volvería,
Ryôkan, que volvió a los parajes pero sin ser admitido como digno de
formar parte de su familia original, Issa, a quien tardaron muchísimo en
reconocerle su derecho de primogenitura, etc. El hecho positivo de todo
esto es que los poetas del haiku se fueron apartando, más temprano o más
tarde y por propia voluntad, escogiendo (como medio para practicar su arte
poética) ponerse ostensiblemente dar un paso al costado.
No intento plantear una “sociología del Japón”. A ella me dediqué
intensamente y en su momento publiqué lo que me parecía conveniente
sobre el tema. Pero, finalmente, también yo me fui apartando de ese
quehacer tan hiperurbano y ahora es como lector que intento penetrar la
poesía y los poetas del haiku. Sólo quiero insinuar qué cosa podría
significar, en el Japón de los siglos XVII y XVIII, abandonar la vida urbana
y sus severos códigos de conducta. La gran ciudad, lo mismo que la aldea,
constituía el espacio por excelencia para la eclosíon de rígidas
convenciones sociales. Igual, por ejemplo, que en España o que en los
países árabes, la ciudad lo ha sido casi todo en la vida social japonesa desde
una lejana antigüedad:
- En esa sociedad concebida desde el espacio urbanizado, las
convenciones se traducían en ciertas reglas, de las cuales la de la
productividad fue una de las más acuciantes, a fin de asegurar una
sobrevivencia alimenticia difícil. Se esperaba de cada uno que fuera
productivo al máximo de sus posibilidades, para lo cual lo imperativo
era tener un trabajo. La época de Bashô, Taigi y Kikaku, por ejemplo,
coincide con la eclosión de cierto tipo de “novela picaresca” japonesa,
epitomizada por los relatos de Saikaku Ihara, que cantaban la
renovación de la vida urbana, encabezada por la clase emergente de los
comerciantes y por la reorganización de la fuerza productiva en dos
grandes “ejércitos” laborales: el de los campesinos, principalmente del
arroz, y el de los menestrales, mayormente del comercio.
- En muchas sociedades, y es el caso de Japón, la regla de la
productividad imponía una segunda regla: la disciplinización colectiva,
tan profunda en el archipiélago nipón que se siguen observando sus
rasgos y efectos hoy día: obediencia al jefe, cualquiera y comoquiera
que éste sea, por el hecho de serlo. Proclividad a someterse a una
autoridad política que tiende a perpetuarse y en ciertos casos a hacerse
hereditaria, aquiescencia a la autoridad eclesiástica. Todo esto sugiere
condiciones propicias para la producción e inculcación de códigos
morales que combinan eficazmente los aspectos económicos con los
simbólicos.
- Una tercera regla no podía faltar a esta verdadera cita con el
sometimiento: abundante fertilidad femenina que asegurara el
mantenimiento y el aumento de la población, y con ello hacer posible la
traducción de un paradigma pasablemente autoritario en rígido esquema
familiar, con la bendición de una abundante descendencia y la
perduración del sagrado patrimonio de apellidos y herencia. De todo
ello la mujer quedaba excluida, así como quedaba excluida también de
la actividad literaria: ¿podrá sorprender que, a pesar de la ruptura que
supuso el haiku con respecto a estos esquemas sociales japoneses, la
organización de nuevos estilos de vida más libertarios prácticamente no
haya concernido a casi ninguna mujer?
Los poetas del haiku lucharon por situarse fuera de este centro de
autoridad, por así decir “enfurecida”, que les ofrecía la ciudad. Se fueron
“al campo”, asunto éste que también conviene entender correctamente. En
la actualidad, al margen del centro se extiende el vasto suburbio, en forma
de arrabal prácticamente interminable, que a veces llamamos conurbano.
En la época de los haijin, alrededor de la ciudad no había más que
extensiones silvestres y vacías. A ese campo se fueron los haijin. El campo
era un mundo sin más regla que la ley interior de cada cual. El campo se
presentaba como un lugar donde era posible invertir el sentido de las reglas
urbanas:
- negando la regla de la productividad del negocio por la de otro negocio,
el del arte, mucho más ocioso, cierto, aunque igualmente productivo que
el del comercio;
- oponían una creativa convicción interior ante las fuerzas invasoras de la
coacción de tradiciones y costumbres consagradas;
- remplazaban la postiza pluralidad del grupismo laboral o familiar por la
singuralidad irrepetible del propio microcosmo.
¡Se trataba de gente muy poco presentable!
Es un hecho que en el campo se podía vivir sin trabajar. A eso privilegio se
acogieron todos los que pudieron, aunque pocos mostrarían en ello mayor
constancia que Issa. A veces con muy buena conciencia:
“Me tiendo un rato
¡Que el agua de los cerros
muela el grano!”. Otras veces con algún remordimiento:
“Duermo la siesta
Oigo a los campesinos
Me da vergüenza”. En asuntos de trabajo, Bashô demostró sin ambages que
su mente estaba en otra cosa: “Mi choza de paja
¿Será que siegan
del lado de afuera?”. Repasando su vida,
Shiki resume: “¿Mi biografía?
Le gustaban los caquis
y la poesía”. Cuando hay que trabajar, prosigue Shiki, nada
mejor que hacerlo sin tener encima a un jefe: “Solo
en el diario y afuera
llueve en mayo”. Claro que
Issa expresa la misma intención con un estilo bastante más contundente:
“Me tiro al sereno
con el libro de cuentas
por almohada”.
Como vimos, la vida ociosa e indolente resultaba incompatible con la vida
familiar. Bashô saca las consecuencias con una tranquilidad no exenta de
elegancia:
“En mi caso,
cambiarse de ropa
es colgarla del hombro
y seguir andando”. Aunque su balance de año nuevo resulta bastante
más amargo: “(Fin de año)
Lazos de sangre rotos
Nostalgia, llanto”.
Otro maestro del género, Ryôkan, nos hace saber sin reticencia qué piensa
de los “planes de vida”:
“Nunca me molesté en ponerme a la cabeza
Me he limitado a ir por ahí, a mi antojo,
dejando que todo prosiga su camino
Con tres medidas de arroz en mi bolsa
y un manojo de leña, ¿quién podría preocuparse
por la iluminación, por los fracasos?
¿De qué sirven la fama y la fortuna?
En mi choza me dedico a escuchar cómo llueve en la tarde,
hago flexiones sin ocuparme del negocio del mundo”.
Ajeno a cualquier preocupación corriente, Iso, haijin esta vez casado, da su
versión de lo que es este mirar despreocupado: “Hasta mi esposa
parece una visita
en la flamante casa
de la primavera”. Tanto
ocio no acaba de ocultar su motivo, que no es otro que la poesía. Estar en el
campo y no tener trabajo: ¿acaso existe un catalizador más activo de la
poesía? A esta pregunta no formulada parecería responder Bashô:
“Canta el arrocero
del condado de Oshû:
nace la poesía!. Había que estar en los campos de arroz. Y había que
estar sobre todo sin otra preocupación que escuchar la canción del arroz.
Shiki se asombra de esta nueva y tal vez impensada fecundidad del ocio
poético:
“Se abre el otoño
Cada día un trabajo:
¡dibujar flores!”. Y cuando Onitsura se pregunta por los resultados
conseguidos, no tiene más que decir: “Ofrezco estos secos
crisantemos y mis viejos
rimados tercetos”.
La libertad del caminante tiene un lugar físico: el campo. El haiku es
escritura que ocurre básicamente en la campiña:
“Gentes por el campo
en primavera: ¿adónde van?
¿de dónde vienen?”. A las preguntas de Shiki no contesta Buson, tal
vez porque él es uno de esos que van y vienen: “La charla de la gente
va regando los campos
bajo la mirada atenta
de la luna”.
Tanta libertad tiene un nombre y también un precio: el retiro. Igual que los
sabios cínicos que ama y estudia en su obra Peter Sloterdijk, los poetas del
haikus se han situado “al margen del proceso civilizatorio”. ¿Se trata de
una fuga? Se trata en todo caso de una oportuna toma de distancia. Claro
que con la consecuencia de renunciar a una existencia que hubiera podido
parecer agradable sin por eso dejar de ser ilusoria: la de aquel que vive en
sociedad, es cierto, pero al precio de olvidar que pierde buena parte de su
más preciado tesoro, la libertad. La vida fuera de las reglas coercitivas del
común no deja de tener su grandeza: en esas condiciones, difícilmente algo
se convierta en rutina, cualquier minucia puede transformarse en
acontecimiento. El retiro en sí mismo es el evento, mil veces repetido,
durante el cual emerge, de las profundidades, cierto tímido ser que se
ocultaba en la profundidad de los mares a fin de alejarse en todo lo posible
de las reglas: su terreno es lo diferente, lo inédito y si cabe lo impensado.
Puede ser un melón escapando a su cárcel de hojas. Puede ser una campana
que proyecta su sombre en la nieve. En todo caso, el acontecimiento es
transformar en percepción, en pensamiento, en conciencia, algo que antes
vagaba disponible y silencioso por las tinieblas exteriores. Tal es el lado
luminoso de la vida del poeta silvestre.
En ese discurrir nonchalant, se comienza a producir en los haijin cierta
reorganización de los territorios de la infancia, tiempo por excelencia de la
irresponsabilidad y del ocio. Es este un tema recurrente de los haijin. Nos
lo dice, por ejemplo, Buson: “Primavera, indolente
alguien, calmo, retorna
a los días pasados”. Los viajes de Bashô a
menudo se explican por su afán de cumplir con impulsos infantiles: revivir
los rincones que eran suyos de niño, llevar flores a la tumba de su madre,
visitar a los cómplices de los primeros juegos, ahora dispersos por la isla de
Honshû. Por supuesto, Ryôkan lleva las cosas todavía más lejos: no vuelve
anónimamente a su Izumozaki natal, sino reivindicando a sus ancestros.
Pero sucede que, entretanto, el buen hombre se ha transformando en
mendigo, en alguien que después de haber dejado a su familia, terminó
abandonando también el convento. Después de tantos renuncios, descubre
que perdió nombre, título, herencia y, por supuesto, honorabilidad. Pero
igualmente se arriesga a volver y vuelve con la frente nada marchita. Pasa
jugando con los niños todo el tiempo que le deja libre la diaria mendicidad
o sus ocasionales compañeros de juerga. Un pensar relajado de los tiempos
pasados, al menos de eso se trataba también en el caso de Shiki:
“Vengan a refrescarse,
espíritus remotos,
sin pensárselo tanto”.
El retiro tiene otra cara, oscura, la soledad, que los haijin nunca dejarán de
encajar y expresar. Para comprender de verdad en qué consiste descubrirse
solo, nada mejor que zambullirse por ejemplo en los inhóspitos parajes de
Yoshino: “en lo más profundo de la montaña (habla Bashô), los blancos
nubarrones se enganchan a las cimas, latigazos de lluvia entierran a los
valles”. Mientras, el poeta no acierta a distinguir fácilmente las cabañas de
los leñadores o la campana del monasterio. O bien hay que vivir, como
Ryôkan, en las faldas escarpadas del monte Kugami, a merced del buen
tiempo para poder bajar al valle y mendigar el agua de ahora mismo, el
arroz de esta tarde, comiendo una vez al día, como los perros. El haijin, ese
hombre solo, pasa buena parte de su tiempo sin siquiera divisar a otros
seres humanos. A veces, como Kikusha-ni, porque así lo desea:
“La luna y yo
Al sereno en un puente
Al fin solos, los dos”. Otras veces con algún sentimiento de horror al
sospecharse, como Issa, otro insecto más: “Un hombre,
una mosca
y una enorme sala”. Hay un
célebre haiku de Bashô, ya mencionado, que parece salido de la pluma de
Borges y que dice: “Este camino
ya nadie lo recorre,
salvo el ocaso”. Nadie, salvo el poeta errante. Salvo
Buson, hablándole al sol que cae, tal vez para evitar sentir que, como los
locos, se quedó hablando solo: “Vente conmigo
que también marcho solo,
tarde de otoño”. En muchos casos, se trata
de una soledad serena, reposada, que le hace exclamar a Shiki:
“Calma, soledad
Fuegos de artificio
Una estrella fugaz”. Shiki declara estar solo incluso en medio de
esas grandes aglomeraciones humanas convocadas en Japón por el “hanabi”, esos fuegos artificiales de los días de fiesta. Otras veces, estar solo
quiere decir residir en zonas despobladas: “Por donde vivo,
hay menos gente
que espantapájaros”. Soledad
que vira a la añoranza, aunque el clima sea óptimo, dice aquí Bashô:
“Estando en Kyoto,
me canta el cuco
y añoro Kyoto”. Soledad que incluso vira a la melancolía, como en
este otro terceto, también de Bashô, que prefiero ofrecer en la rítmica
versión de Octavio Paz: “Melancolía
más punzante que en Suma,
playa de otoño”. Soledad que a veces roza la
desesperación, como ahora sugiere este poema de Issô:
“En la neblina,
en amor y en tristeza enlazados,
lado a lado”. La tristeza de la soledad no conoce ni espacios ni
tiempos precisos, parece decirnos Buson: “La brisa de otoño
mueve redes de pesca,
mueve penas, congoja”.
La vida asilvestrada de los haijin fluctúa entre la bendición y la condena.
La condición de la vida campestre, partida entre el gozo y el dolor, acaba
asemejándose a cualquier vida de hombre, enlazando, de instante en
instante, la alegría y la pena, los brillos y la oscuridad. El caminante lleva
por techo el cielo y pisa con sus sandalias el estrecho sendero que separa el
elusivo mundo de lo contradictorio, viviendo ambas realidades a la vez,
como quien hace equilibrio en el perfil de una pared, en la cresta de una
ola, en el filo casi invisible de una cuerda que conecta azarosamente los dos
bordes de un abismo.
………
En un sentido figurado, vivir al margen del ritmo de la vida social urbana
supone zambullirse en la vida elemental, natural. Aquí es donde interviene
en el haiku un segundo motivo, correlativo y dependiente del anterior: la
naturaleza. Un aspecto central de la relación que los haijin establecen con
el entorno natural es la mezcla constante de fascinación y de
estremecimiento que les produce vivir a la intemperie, sumidos a los ritmos
y también a las arritmias de la geografía japonesa.
“Toda la luz del día
brilla en la trompa
de las sardinas”, exclama asombrado Buson ante un espectáculo que
tal vez otros no están allí para presenciar. Shô-u, en cambio, habla desde su
tierra al escribir este evocador poema: “Se alza el Fuji
en el centro de mi tierra
en plena primavera”. Intuímos que
se encuentra en el centro del espacio y en el centro del tiempo, tal y como
los imagina o los desea. En plena ruta, ahora es Onitsura el que nos
comunica algo del “kimochi” o sentimiento de la primavera:
“Agua por acá
Agua por allá
Primavera del agua”. La escena a menudo es recóndita, casi
minimalista. La sutil respuesta de Shôhaku provoca una escritura rayana en
el silencio: “Silencio de una hoja
de castaño cayendo
al manantial”. Las glorias naturales intentan prolongarse en el
decir de espléndidos haikus como éste.
Pero no todas son glorias en este contacto entusiasta del hombre con su
entorno. De manera significativa, Bashô culmina su diario “Nozarashi”
recordando una vez más que viajar es fundamentalmente fatigarse. Y
remata con este comentario: “De mi túnica
nunca puedo acabar
de sacar piojos”. Es parte de lo que,
continuamente, refiere en otros diarios: se declara “reventado”, “desecho de
extenuación”, “ya ni cuento (dice) los achaques que siento”, y se pone en
marcha “esperando que amaine la tormenta en esta montaña desgraciada”.
En cuanto a Ryôkan, su estricta rutina de pobre convicto solamente se
altera cuando espera “sepultado debajo de la nieve” a que mejore el clima.
Volviendo a Bashô y mientras éste recorre las aldeas de la parte costera de
Suma, no se hace muy conciente de la dureza de la vida de estos
pescadores. No comparte su trabajo, prefiriendo trepar de excursión “a la
cima del monte Tetsukai”. Lo guía un desganado jovencito dela zona. ¡Y
hay que ver lo que sufre y se queja el poeta mientras sube por senderos
llenos de trampas, sudando como un chivo y pensando por momentos que
allí dejará sus huesos! Observemos que el haijin enfrenta muchas veces la
asperaza natural como parte de su ascesis de vida autosuficiente, como
quien adopta una postura estética ante la realidad. Pero la verdad es que las
inclemencias hacen de las suyas, mucho más allá de cualquier propósito
ascético. En este punto, las referencias son muy numerosas: “Mi cabeza se
astilla” (por el golpe del sol), dice Shiki, yendo no se sabe adónde. Más
adelante constata que a los demás les sucede otro tanto:
“Bajo un sol de justicia,
el amo cultiva
sus crisantemos”. El calor acelera de forma inquietante la
reproducción de los insectos y así, de acuerdo al apunte de Issa,
“le da el pecho en la cama
la madre y mordiscos
de chinche enumera”. La tranquilidad que el paseante Bashô
aspiraba a conseguir en su divagación, se ve enérgicamente contrastada por
las inevitables condiciones naturales: “Todo está en calma
El son de las cigarras
taladra rocas!. Y también atraviesa
seguramente el tímpano del incauto que camina a campo traviesa.
Cualquier desequilibrio de la temperatura resulta molesto y entonces, ¿por
qué no decirlo? Eso hace Shiki: “ ‘Cuarenta grados’:
en su fiebre el enfermo
sigue en verano”, aunque el calendario
pruebe que ya llegó el otoño. Ese otoño que, en un haiku muy próximo, el
mismo Shiki caracteriza por sus “mañanas frías”. El viento es cierto que
despeja las ideas, aunque también produce bastante estremecimiento, como
en este terceto de Bashô: “Isla de Sado: acorralada
entre mares bravíos
y rampantes galaxias”. Si la maldición del
verano se resume en el calor agobiante, con su secuela de chicharras,
pulgas, moscas y mosquitos, el invierno se hace gravoso por el frío, como
ya nos lo decía el pobre Issa durante un viaje:
“El usuario anterior
de este ermita, ¡qué frío
habrá pasado!, ¡qué dolor!”. El frío “crispa los dedos”, “se desata”,
“azota”, “castiga”, “aplasta”, inmoviliza la naturaleza, agudiza los ruidos,
certifica hasta la evidencia el karma de la pobreza. De todo esto dan prolija
cuenta numerosos haikus. Como por ejemplo éste, de Issa:
“Se van las voces,
pasada medianoche;
se queda el frío”.
En contraste con los hombres del haiku, para quienes la naturaleza
constituye “un manto” (nada protector, por lo que vemos) de “polvo y
cielo”, numerosos lectores (detrás de los cuales se oculta la innegable
erudición de ciertos críticos) han manifestado tendencia a suavizar, a
edulcorar, esta recia y muchas veces cruel relación basada en una continua
contradicción no resuelta: la observación del esplendor natural nunca
intenta disimular la dureza, la incomodidad y el dolor que produce la vida
sometida a la inclemencia de los factores naturales. ¿Se trata, me pregunto,
de la diferencia entre mirar desde la calle o desde el escritorio? En fin, ¿qué
imagino que siente ese tipo de lector al que me refiero? Tal vez hay un tipo
de lector ingenuo de los haikus que piensa que, escapándose de la sociedad,
el hombre vuelve, retorna a la naturaleza, “locus amoenus” o sitio
agradable por excelencia para la mentalidad tradicional. Se afirma entonces
que el hombre puede comprenderse mejor a sí mismo cuando acepta formar
parte de la naturaleza. Así, el ser humano se haría capaz de concebir
correctamente al mundo. Según esta concepción, que a falta de otro nombre
llamo tradicional, la naturaleza es un libro en cuyas páginas cada uno, si
quiere, puede leer toda la realidad (a condición, claro está, de vivir en
sintonía con ella). Esto es así fuera de toda duda, siempre de acuerdo con la
concepción que anima a numerosos comentarios tradicionales acerca del
haiku: existe algo que podríamos denominar un “orden natural”, expresión
de un equilibrio que solamente se restablece en plenitud cuando el hombre
se acopla a las leyes de un universo que funciona con independencia del
mandato de las conciencias. Aquí se les plantea un serio problema: las
leyes sociales muchas veces contrarían el orden natural (desde un punto de
vista ecológico, cierto, pero también moral y metafísico). Y en tales casos,
afirmar las leyes de la naturaleza conlleva tener que negar los dictámenes
sociales, sobre todo cuando estos pretenden suplantar los silenciosos
designios de la naturaleza. Esta mentalidad la he encontrado en numerosos
tratados sobre el haiku, incluyendo algunos de los mejores.
Si la naturaleza, siempre de acuerdo con aquella interpretación, es el lugar
del orden, de un orden “verdadero”, se desprende otro tópico frecuente: el
contraste entre corte y aldea y, más ampliamente, entre la ciudad y el
campo. Leyendo a diversos comentaristas (cuyas huellas se pueden seguir
en la bibliografía adjunta), pareciera que la naturaleza constituye nada
menos que un paraíso, “perdido” en los recovecos de la vida urbana, pero
felizmente “recobrado” en el gesto valiente de marcharse, fugarse o
riterarse de la urbe a la campiña. Muchos leen el haiku como una crónica
agraria, a lo máximo como una poesía naturalista centrada en la minuciosa
descripción del mundo agrario, bucólico y protector. Tratando de entender
su manera de considerar, sospecho que actúan movidos por varias
presuposiciones.
- Una de ellas sería la comprensión de la fuga al campo como un gesto
puramente simbólico: ¿qué dirían si escucharan este ciertos poetas como
Bashô, Buson, Issa o Ryôkan, por citar únicamente a aquellos
errabundos a los que todos consideran maestros en el arte de componer
haikus?
- Otra presuposición consistiría en considerar al campo como un espacio
previsible hecho de regularidades implacables. Pero entonces: ¿dónde
poner la continua mención de inundaciones, temblores, incendios, etc.,
fruto de la acción inopinada de una naturaleza que destruye tanto como
crea?
- Y la tercera presuposición que, sospecho, anima algunas lecturas
tradicionales es la comprensión de la vida de los haijin desde el punto de
vista de la disciplina religiosa y su rusticidad como ilustración de cierto
mandamiento budista, o zen.
No es que las anteriores interpretaciones me parezcan falsas. Pero sí
pueden resultar algo engañosas si persisten en ser parciales. ¿En qué
consistiría su parcialidad? En la ocultación del carácter no unívoco,
ambivalente, del mundo natural. A este respecto, puede ser oportuno
proponer varios recentramientos del concepto de naturaleza, que tal vez nos
ayuden a comprender mejor las inteciones de los poetas del haiku.
Lo primero es que el ser humano que nos presenta el haiku es, a partes
iguales, aliado y enemigo de la naturaleza. Y es que, en cierto sentido, el
hombre es un privilegiado que presencia, desde el palco de su sensibilidad
inteligente, el espectáculo maravilloso de la naturaleza. Le sucede a Issa:
“¿Llega a haber noches
tan bellas en la China?
(pregunta el ruiseñor)”. A la mañana siguiente, es Ryôkan el que se
maravilla: “Mil gorrioncitos
batiendo las alas
en un espléndido
día de otoño”. O Buson, cuando observa:
“Flor de ciruelo: al subir
el aroma se vuelve
orla de luna”. Todo es ocasión favorable para testificar la epifanía de la
naturaleza, como aquí le sucede a Chiyo-ni: “Bajo la lluvia
todo se vuelve
más hermoso”.
La comunicación del haijin con su entorno es tal que no faltan ocasiones en
que el hombre “se haga” él mismo naturaleza. Aquí quien habla es Shiki:
“Juntar hongos, transformarse
mi voz en el viento
de otoño”. Onitsura expresa de forma impresionante los niveles de
complicidad que se establecen: “Abre el oído,
somételo al silencio
de las flores”. Por esa vía, el mundo
humano entero se vuelve mundo natural, como consigue manifestarlo aquí
el maestro Bashô: “Al fresco mi cuarto
se vuelve todo jardín,
todo montañas”. Y está Ryôto, recomendando:
“Cuéntale al sauce
todo el odio y el deseo
de tu corazón”.
Sin negar lo anterior, digamos que al mismo tiempo y a menudo sin
transición, la naturaleza se muestra, como vimos, inclemente, ciega cuando
castiga. Buson: “El pájaro grande
devorando al pequeño
en la pradera”. El viento es salvaje, la lluvia aplasta la
vegetación, el tifón hunde barcos, los torrentes arrasan casas. Los ejemplos
abundan. Basten algunos, como éste de Shiki:
“Oscurece
La tormenta se afianza
Mi m iedo crece”. O esta otra descripción elocuente, de Bashô:
“Piedras que vuelan,
atormentadas,
en el otoño del monte Asama”. Así, el que vive al sereno no deja de
experimental el frecuente rechazo de la naturaleza, al que responde con su
propio rechazo de todo lo que hace a la naturaleza intolerable: la
indefensión, la agresión atmosférica, los punzantes ataques de todo tipo de
animalejos, que en el húmedo clima de Japón nos acompañan en todas las
estaciones.
Un segundo y crucial recentramiento se refiere a aquello que abarca la
naturaleza. Podemos convenir en que la naturaleza acaba en la línea
inabarcable del horizonte: sea el cielo en el que, según Bonchô “rueda la
luna”, sea la cumbre de esas montañas “veladas por la niebla”, o el lejano
océano por el que se aventuran las naves de Corea o de Holanda. Lo
anterior es lo que se dice con mayor frecuencia. A fin de comprender
cabalmente a la naturaleza conviene, sin embargo, entender que, en la
visión de los poetas del haiku, la famosa naturaleza empieza en la
inmediatez del cuerpo humano. Concretamente, en el cuerpo del propio
poeta que vive a la intemperie. El haijin experimenta a la naturaleza desde
su propio cuerpo. Los fenómenos que marcan la inagotable variedad del
mundo natural son algo que el poeta observa con sus ojos, algo que toca,
que huele, que escucha, que paladea. Para Bashô, la primavera pasa por el
sabor del ciruelo. El día se alarga al mismo tiempo que los ojos de Taigi,
extraviados en la contemplación del mar. La sombra forma parte de ese
cuerpo que “encarna” la naturaleza de los haikus:
“Hasta mi sombra
se ve más rubicunda
¡Mañana clara!” Y la percepción de la calandria primaveral se sujeto
al resfrío de Yayu: “Fue estornudar
y se perdió de vista
la calandria”. ¿No estaría pensando en otro haiku, de
Bashô?: “Alguien se suena
y parece que se abren
las flores de ciruelo”. Con una audacia muy propia de la ilógica
lógica del zen, Onitsura glosa al maestro Dogen y evoca de esta forma
enigmática la centralidad humana de toda naturaleza:
“Ojos horizontales
Narices verticales
Flores primaverales”. En bastantes ocasiones, el cuerpo que registra
no es el del propio haijin sino el de alguien mencionado en el curso del
poema, como en este bello verso de Shiki:
“Presencia
de una mujer entre esos hombres
¡calor!” Situaciones creadas por el cuerpo para significar algún
aspecto de la naturaleza: “Un hoyo recto
de orinar en la nieve
junto a la puerta” (Issa). Es tan fuerte este
recentramiento humano de la naturaleza operado en la poesía del haiku, que
a menudo asistimos a la antropomorfización de lo animado y de lo
inanimado. En cuanto a la naturaleza, de las numerosísimas referencias que
separé al preparar estas notas, únicamente quiero mencionar unas pocas.
Por ejemplo este simpático terceto de Shusai:
“De charla el primer sol
y una nube
fugitiva de un cuadro”. O aquel de Issa: “Cara de luna
No más de trece años
(le calculan)”. En cuanto a
la humanización de lo inanimado, eso es lo que les ocurre con frecuencia a
las estatuas de Buda: según Shiki, duermen “siestitas primaverales”
mientras que en verano, según Issa, “el viejo pino
sueña lánguidamente
que se hace Buda”. Con el invierno,
llega el frío y entonces Issa, de nuevo, no puede menos que observar:
“Cristal de luna
en las piernas desnudas
de las deidades”.
Así llegamos a un paraje peligroso: las estaciones. Las he mencionado al
pasar al incluir diversos ejemplos. Esta antología se subdivide en
estaciones. ¿Qué significa? Es mejor detenerse y preguntarse: ¿qué son las
estaciones para los hombres del haiku? Responder a esta pregunta
favorecerá un tercer recentramiento de la noción de naturaleza, en función
precisamente de la presencia del hombre como parte de aquélla y en
función de la ambivalencia emotiva y valorativa que introduce la presencia
del hombre en el seno del movimiento natural. Al comienzo de su diario
“Oi no kobumi”, Bashô pronuncia una auténtica declaración programática:
“Se trata del waka de Saigyô, del renga de Shôgi, de la pintura de Sesshû o
del arte del té de Rikyû, un único principio guía su camino. Sucede que, en
materia dee arte, conviene seguir a la naturaleza creativa, haciendo de las
cuatro estaciones nuestras compañeras. De todo lo que vemos, no hay nada
que no sea flor, de lo que percibimos, no hay nada que no sea luna. Aquel
que en las formas no distingue una flor se asemeja a los bárbaros. Y quien
no siente a la flor con el corazón se hace pariente de las bestias”. Y
concluye diciendo: “¡deja la barbarie, aléjate de la bestialidad, sigue a la
naturaleza, retorna al mundo natural!”. De una forma más consonante con
la poesía, ajeno a teorías sin carecer de hondura y sensibilidad intensa,
Onitsura, por su parte, lo que es convicción extendida entre la gente del
haiku: “Meterse dentro del ciruelo
a base de cariño,
a base de olfato”. Quiero sugerir que, para los haijin, no importa
tanto que las estaciones expresen la repetitiva continuidad de un ciclo
natural. Incluso pueden equivocarse en su percepción, como Bashô, quien,
al comenzar su diario “Sarashina kikô” (Viaje a Sarashina), confiesa su
“ignorancia” y su “confusión” al no saber que poner delante y qué poner
detrás en lo que se refiere a la sucesión de las etapas estacionales. Cree que
está en otoño, pero le divierte esta indefinición y no se muestra ansioso por
informarse sobre el tema. No son frecuentes las referencias al ciclo natural.
Es más, por todo lo que llevamos viendo, ¿qué interés podría tener este
asunto para ellos? Lo que de veras les importa es que el “tópos” de la
naturaleza les brinda un instrumento eficaz para expresar dos dimensiones
esenciales de su esperiencia como poetas del haiku. Me refiero a la
impermanencia y a la intemperie.
La adhesión al impulso de vida (perennemente inaugurado y reeditado por
cada fenómeno natural) se consigue al precio de aceptar el predominio de
lo transitorio. El clima de Japón, con se extrema variabilidad, se presta
útilmente para ilustrar la condición de la vida: lo que se nos ofrece en un
momento y parece asentado, al punto desaparece. Tôsei lo expresa
talentosamente: “La luna se apura
en lucir entre el ramaje
cargado de lluvia”. Y los que se han reunido en la
arboleda de cerezos en flor le piden “una tregua” a las nubes para que la
luna llena ilumine los capullos blancos. Por su lado, el poeta Issa, a este
imprevisto, azaroso, devenir de todo lo creado lo transformó en tema de
muchos de sus haikus, como el que sigue:
“Este mundo de rocío,
mundo, sin duda, de rocío,
aunque siendo rocío…”.
Por su parte: “Los grillos cantan
¿Quién podrá sospechar
que a su muerte le cantan?”, se pregunta Bashô, apuntando al
corazón de una presencia que muy pronto se ausenta. Y Shiki pareciera
responderle, varios siglos más tarde: “Caen hojas del sauce,
desechos que se lleva
la corriente”.
Por otra parte, y como se ha mencionado con frecuencia en páginas
anteriores, la adhesión a la belleza del cosmos (inagotablemente
ejemplificada por el mundo animal, vegetal, mineral, atmosférico,
planetario) se consigue, pero al precio de vivir intensamente expuesto a
esas condiciones externas. Aquí, también, son tan numerosas las menciones
que cuesta escoger algunas que ilustren lo que los poetas del haiku se
esfuerzan por decir y repetir. Issa, por ejemplo, en este espléndido terceto:
“Desnudo yo
Desnudo mi caballo
Llueve a cántaros”. Al raso y monte arriba tiene que estar Kyokusai
para poder componer este verso: “Una cascada
se precipita en la noche
impávida de frío”. ¿Qué decir al leer este
haiku estremecedor de Bashô?:
“El sonido del remo
en el agua
en la noche
en el hielo del alma”. La intemperie es inquietud que se apodera del
que va marchando, Buson en este caso: “Fría como nieve
la luna del invierno
sobre cabellos blancos”.
Intemperie es la inclemencia que se abate sin distinguir hombres de
animales: “El lanchón
con un toro en la borda
en la torva invernal”.
El tema de las estaciones es el tema de las ganancias y de las pérdidas.
Ganancias, a veces, como la de Bashô: “Hago del fresco
mi propia residencia
(y en ella duermo)”. Pérdida en
cambio, como cuando Shiki presencia un incendio incontenible en el burgo
tokyoíta de Kanda: “Tres mil braseros
soplando aire caliente:
ciudad en llamas”. El tema de las estaciones es,
igualmente, el del derrroche fastuoso y el de la lucha por la supervivencia,
Shadô canta la opulencia de la naturaleza: “¡Tantos y tan difíciles
los nombres de las hierbas
primaverales!”. Mientras
Raizan le hace eco, concluyendo con pesar:
“Mientras florecen los cerezos,
yo me voy marchitando
¡y no quiero morir!”
………
Existe, todavía, un tercer sentido que darle a este “tópos” del margen. Tiene
que ver con la escritura. Como sabemos, margen es el espacio que queda en
blanco a cada uno de los cuatro lados de la página manuscrita, impresa,
grabada, etc. En la caligrafía japonesa, el margen adquiere una importancia
suplementaria ya que ocupa casi toda la hoja: un escritor japonés llena muy
poco la página, casi todo queda vacío, casi todo es margen. Y si el espacio
del que hablamos se queda sin saber qué hacer, sorprendido, descolocado
(¿no acabamos de decir que queda en blanco?), ocurre que está en situación
de crisis, o sea en posición propicia para decidir. ¿Qué decide el poeta del
haiku?: quedarse en el margen, pero en el sentido de allí hacerse fuerte, sin
ahogarse en el texto ya caligrafiado, a fin de poder zafar, evadirse del
mandato de lo que una vez fue escrito. ¿Y qué es lo que había sido escrito
antes de que llegaran los hombres del haiku? Nada más y nada menos que
una tradición poética gobernada por un sistema retórico muy desarrollado y
puntilloso.
Así, escribir en el margen de la página significa para los haijin varias
pequeñas y cruciales operaciones complementarias. Una es escribir en los
sitios que quedan libres en la poética del waka, poesía clásica de
inspiración china, aceptando como inevitable escribir dentro de un universo
literario dominado por aquel waka, aunque, al mismo tiempo, desviándolo
suavemente a base de parodia. En efecto, existe una modalidad o subg´nero
del haiku que aparece representado en esta antología y del que ahora
apenas tengo espacio para hablar: es el senryu, al que podemos considerar
por momentos como un haiku cómico o esperpéntico. ¿En qué consiste la
comicidad de estos poemas, cuando deciden zafar de lo serio? En parte en
la parodia de los viejos conceptos literarios, para empezar el waka y su
aclimatación en el tanka (seria serie de versos en estrofas de 7-5-7-7-7).
¿Será de esa forma que estará pensando Issa cuando compara con un
batracio a cierto notorio maestro budista y refinado calígrafo de tanka?:
“El sapo sentado
cantando (igualito
que Saigyo)”. La relectura de las autoridades consagradas lleva a
reescribir lo mismo en un tono que relativiza cualquier divinización de lo
anterior. Porque, convengamos, la preceptiva japonesa fue “divinizando”
poco a poco a Bashô, el patriarca iniciador del haiku, transformándolo en el
Shakespeare japonés. Muchísimos comentaristas consideran que el haiku
más famoso de Bashô es uno que ¡oh casualidad!, también va de batracios:
“La vieja charca
Zambullón de una rana
Ruido del agua”. Un siglo después, un nuevo maestro triunfante del
haiku (igualmente elevado posteriormente al nicho de los maestros),
consideró oportuno retomar aquel haiku, a esas alturas extremadamente
conocido:
“La luna se mira en el agua
¿Quién la enturbia?
¿La nube o el sapo que salta?” Otro siglo más tarde, y en plena crisis
y decadencia del haiku (ahogado por el tupido ramaje de la retórica y de la
academia) florece un nuevo haijin (al que hoy en día entronizan como
nuevo inmortal del terceto). Se trata de Ryôkan, quien también se siente
impelido a retomar el tema del fundador Bashô, pero de una forma que en
todo es propia de su nueva concepción del arte del haiku:
“En otro estanque
no hay sonido ni hay salto
(tal vez ni hay rana)”. Los eruditos discuten aceradamente sobre
estos haikus y en artículos o libros dejan espacio para su interpretación, por
cierto bastante ardua. Situado yo mismo al margen de esos debates, me
alcanza con insistir en la voluntad de escribir de forma ajena a la retórica
antigua, en los márgenes del sistema literario (ya que también en los
márgenes del sistema social).
Hay otro significado de la palabra margen que también guarda relación con
la escritura: “ocasión”, oportunidad, espacio para un evento (como cuando
se aclara que, para hacer algo, se necesita cierto margen de maniobra).
Dicen que la ocasión hace al ladrón: digamos ahora que es la ocasión la que
hace al poeta de haiku. Reflejos rápidos ha de tener el haijin para
aprovecharla, con garras felinas, como en el terceto de Issa:
“El gatito
que atrapa un momento
una hoja en el viento”. El margen de maniobra del que dispone es
tan sólo un instante. El instante capturado por Nikyû:
“Instante
entre la luna que se va
y el sol que llega
(libélula)”. Son instantes veloces, que precisan de reacciones
instantáneas, como a menudo las de Issa:
“Muy veloz el granizo
se escapa por el aire,
se licúa en el fuego”. Lo que se trata de entender y de decir es algo
que apenas dura un tiempo brevísimo y se evade. Al decir de Sôseki:
“En el fondo parecen
evadirse esas piedras:
cristales de agua”. A veces se ha dicho que el haiku desarrolla
una estética y hasta una metafísica del instante. Afirmación certera, pero
que conviene manipular con mucho cuidado. La poética del haiku abre, es
verdad, a una nueva comprensión de un concepto por demás resbaladizo:
“contemplación”. ¿De qué se trata? “Nada más lejos del quietismo
furibundo y contraído de los místicos occidentales”, protesta Octavio Paz.
Por mi parte, matizando bastante el juicio sobre la mística occidental, diría
que la contemplación de los haijin consiste en estar al acecho esperando el
instante. Según ciertas traducciones, Buda, ha sido dicho, es “el que está
atento”. Y el haijin hace de la artención un arma letal que le permite, por
ejemplo a Chiyo-ni, decir todo de nada: “Sobre montes y llanos
nada se mueve
Sólo hay alba
Sólo hay nieve”. Muchas veces los
instantes se superponen, sometiendo a prueba el temple expresivo del
poeta. En esos lances se muestra la cualidad de un auténtico maestro, como
aquí Buson: “Los zorros que juegan
La luna que brilla
Narcisos que observan”. Y hay que estar sumamente atento,
como Rankô, para ser capaz de esta pequeña proesa que relata:
“Sólo se escucha
caer camelias blancas
Noche de luna”. El que se hace capaz de advertir y robar el instante
que pasa, podrá calcular la cuantía del beneficio que obtiene en su ocioso
negocio, teniendo en cuenta la diferencia entre lo que arriesgó (su sazón,
que se queda sin espacio propio, pues el poeta se queda “vacío”) y lo que
con suerte consigue ganar (un asomo de instante identificado con el fluir
del universo).
Aunque cuente, por lo visto, con un margen tan grande, el haiku por su
gusto se hace breve, brevísimo. Apenas una acotación, como ésta de
Hashin: “No hay cielo ni tierra
Sólo nieve
que cae eternamente”.
O como la de Shiki, en pleno camino otoñal: “Bosque entre sombras
Cae una baya
Eco en el agua”. Incluso
después de haber obtenido con el paso del tiempo todo tipo de credenciales,
fama, prestigio y un lugar privilegiado en el panteón literario japonés, el
haiku aspira a seguir siendo apenas una nota escrita al vuelo en un papel de
arroz: una hoja con algunos ideogramas. Sin creerse banal, tampoco
imagina que dice la última palabra sosbre algo. Se cree lo que es: una serie
de acotaciones caligrafiadas en el margen del texto de la propia vida. La
grandeza del haiku está contenida en su misma simplicidad. Pero, como en
este terceto de Raizan, lo simple en cualquier momento hace estallar
cualquier contenedor y se expande por el mundo circundante:
“Cañas del patio:
en el espejo
de mi tazón de caldo”. Acotaciones de alguien, aquí anónimo, que
jamás olvida que vivir o morir también son poco más que apostillas, cosas
que suceden mientras se vive a la intemperie:
“¡Ay, gorgojito!
El resto de tu canto lo he de oir
en el país de la muerte”.
………
Mezcla de alegrías y pesares, mezcla de instantes que sin tregua suceden a
otros instantes, Oscar Wilde daba en el blanco al enunciar aquella célebre
paradoja que dice: “La vida…es sencillamente un mauvais quart d’heure
compuesto de momentos exquisitos”. Con su desplazamiento al margen, los
hombres del haiku se esfuerzan por reunir condiciones propicias para el
desarrollo de un arte poética distinta de las maneras clásicas. Es cierto que
en sus textos todo centro se difumina, como tal montaña o cual templo,
“detrás de un velo de neblina”. Pero la conclusión no es una traicionera
conversión de lo marginal en lo central. En la poesía del haiku, el centro y
el margen se manifiestan en definitivua como parte de un único territorio,
el de la textualidad. Y en ese único ámbito percibimos que lo que se diluye
es la noción misma de principio rector. En la trama del haiku no hay
origen, sino sólo comienzo. En instantes de claridad, aparece un terceto
como el cursor que puntea un lugar en la inmensa pantalla vacía. El cursor
se mueve sin casi descansar; y eso indica que se mueve (evoluciona, muta)
el sentido central de las grandes palabras: el camino, el retiro, la naturaleza,
la contemplación,la soledad, el silencio. Ese sentida nunca se queda quieto,
fijo, paralizado. Nunca vive en el centro porque las palabras nunca tienen
un único centro semántico. El haiku, como toda poesía, es sentido
provisionalmente establecido aunque a la larga otra vez errabundo,
mutante. Como en un complicado tapiz, unos hilos completan a otros hilos
en el proceso de ocultarlos parcialmente. Esta poesía de intensa oralidad se
escribe con ideogramas a menudo cambiantes. Movedizos como a menudo
el animo de quien, como Issa por ejemplo, necesita diez o quinces intentos
simplemente para expresar la voluminosa presencia de la mosca en una
interminable sala,como pautas para intensificar el sentimiento de
aniquilación que produce la soledad. El margen brinda un espacio con
mayores posibilidades de libertad de palabra (al menos antes de que
aparezca la rural y casi militarizada “guardia civil” de los rétores y
académicos): el haiku declara, desde su marginalidad, la libertad de sus
palabras. Y eso no solamente significa que un concepto puede variar de
sentido, sino que, además, muchas veces los signos lingüísticos encierran
acepciones diversas ante las cuales lo mejor es no optar. O más bien,
aceptar la pluralidad semántica, dejar proliferar los significados en la
dirección que más les acomode, dejándose llevar por la oscilación del
sentido, consecuencia del vaivén o vibración de los cuerpos vivos. Esto es
equívoco, se dirá. Y podría responderse que, en su manifestación, la
realidad que capta un ser humano nunca es unívoca y que hacer acepción
de sentidos implica situarse en una lógica dualista de penas y alegrías,
éxitos y fracasos, sujeciones y dominios. El proyecto poético del haiku va
en otra dirección: transformar las oposiciones jerárquicas sociales,
culturales, en suma mentales (sintetizadas por la metáfora del centro) en
simultaneidad de conocimiento y de ignorancia, de explicación y de
sinsentido (erigiendo a la metonimia en arte del adosamiento y de la
implicancia mutua: en buenas cuentas en un ejercicio de la paradoja y del
oxímoron).
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