Helena y Afrodita - Revista de la Universidad de México

Anuncio
Obituarios a destiempo
Helena y Afrodita
Sealtiel Alatriste
La noche del 4 al 5 de agosto de 1962:
Muere Marilyn Monroe, la actriz que se volvería el
símbolo sexual representativo del siglo XX.
Muchos dicen que el encanto que ha ejercido sobre generaciones enteras se debe a
que murió joven, o si se quiere, a que murió
en el pináculo de su trágica vida. Le sucedió, dicen, lo mismo que a James Dean, que
al fallecer a tan tierna edad nos legó una
imagen imborrable del rebelde sin causa,
de la sinrazón y la desesperación que acompañó a las juventudes del siglo XX. Sólo los
jóvenes se vuelven mitos, agregan, los viejos
se transforman en historia. “La gordura postrera de Marlon Brando”, decía un comentarista de la radio, “le arruinó su candidatura al Olimpo hollywoodense. ¿Cómo iba
a ser un mito ese botijón infecto? Otra cosa
sería que hubiera muerto después de su
actuación en Un tranvía llamado deseo o,
ya concediendo, cuando se estrenó El último
tango en París”. Greta Garbo sería la exc e pción que confirma la regla: está entre las
diosas más grandes del cine, pero ella sí envejeció, aunque, hay que reconocerlo, se
ocultó a los ojos de todo el mundo y no pudimos ver los estragos que hacían los años
en su rostro prodigioso.
Quizás el comentarista de la radio, que
he citado, tiene razón, sobre todo en el
caso de Dean y Brando, y aun podemos
aceptar que la imagen juvenil que conservamos de la Garbo, la mantuvo impoluta
para convertirse en su propio mito, pero me
parece que en el caso de Marilyn Monroe,
las razones de su ingreso al Monte Olimpo
van más allá de su simple juventud, pues
su vida parece engarzar a la perfección con
la leyenda de Helena y Afrodita, y de ello,
me parece, deriva el aura mítica que hasta
el día de hoy, cuarenta y cinco años des-
pués de su muerte, la hace brillar con luz
propia en el star system.
Como bien se sabe, Afrodita fue la diosa
del amor, de la belleza, de la pasión sexual.
Si su origen es más bien incierto, nadie
tiene ninguna duda que fue una diosa bastante fogosa —por no decir caliente— que
se acostó literalmente con cuanto dios se
le puso a tiro. No sólo gozaba de su prodigiosa calistenia sexual, sino que era tan generosa que andaba prodigando favo res por
el mundo, y favorecía que dioses y mortales anduvieran fornicando con singular fe
y entusiasmo. Entre sus favoritos estuvo un
chico quien, según las crónicas homéricas,
era bastante guapo, y también medio corrupto: un tal Paris, que en un concurso de
diosas (una suerte de Op e ración Triunfo a la
griega) dio su voto a Afrodita como la diosa
más chida del Olimpo. Afrodita, para recompensarlo, le preguntó: “¿Qué quieres
que te conceda, mi rey?”, y Paris, que no
tenía un pelo de tonto, le contestó: “Me
quiero tirar a Helena, pero ya está casada,
la muy perversa”. “Yo te lo arreglo, no te
preocupes”, le contestó Afrodita, y aunque su ayuda causó una guerra memorable
—la de Troya— ayudó a Paris a que raptara
a la susodicha, y le hiciera el amor con todas
las de la ley, con las funestas consecuencias
que ya apuntamos.
Para que la bella Helena no se rajara a
la hora de la hora (y la hiciera quedar mal
con su predilecto), Afrodita le otorgó todos
sus bellos atributos, pero para que no la
tildaran de favoritismo, la condenó a no
poder enamorarse de nadie. Ésa es una de
las tragedias escondidas en la historia de las
guerras entre minoicos y troyanos: se pelearon a morir por una mujer bellísima, que
los inflamaba, como Afrodita, de pasión;
que les inspiraba una profunda lástima por
haberse casado con un malvado, pero que
estaba condenada a sufrir en soledad su
propio desamor.
No dudo que haya habido muchas mujeres que encarnaran el mito de Helena, pero
ninguna como Marilyn Mo n roe —Norma
Jean, para los cuates— a lo largo del siglo XX.
Fue una mujer atormentada, pobre, abandonada, solitaria, con ansia de inteligencia,
astuta, tierna, buena y mala actriz a la vez,
pero que sobre todo fue una mujer profundamente deseada, y su genio consistió
en conservar a lo largo de su vida la fuerza de
su atractivo. Tenía, por decirlo así, un sex
appeal inteligente y perverso, que la hacía
irresistible para los hombres, y por el cual
muchos hubieran sucumbido (muchos, de
hecho, sucumbieron indefensos frente a sus
encantos), y por ello las dos películas emblemáticas de su filmografía son La comezón del séptimo año y Los caballeros las prefieren rubias, donde varios representantes
de la clase media norteamericana dan vida
y fortuna por conquistarla. Pero también
(como quizá se puede ver en los mismos filmes) Marilyn hizo patente su incapacidad
Marilyn Monroe
REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 107
Marilyn Monroe
para enamorarse, el enorme esfuerzo que
hacía para sentir el amor, y el fracaso que
siempre tuvo que enfrentar cuando intentó
aparejar con alguien.
El único que comprendió su tragedia
íntima fue Arthur Miller, su marido y, tal
vez el dramaturgo más grande de los Estados Unidos. Ya he contado esta fantasía
en otro lado, pero ahora se me viene a la
c a b eza porque tal vez describa, como ninguna otra, la soledad de la Monroe. Es una
escena que, obviamente, nunca pre s e n c i é ,
que no re c u e rdoni haber visto en un documental, ni leído en ninguna revista, ni que
nadie me la hubiera contado, pero que, vaya
usted a saber por qué, yo tengo como cierta. Están en el desierto filmando The Mi sfits (última película de la diosa, siempre
mal traducida al español), para la cual,
A rthur Miller escribe el guión. Es media
mañana, él sale de la tienda en la que trabaja durante el día y otea el paisaje; el
viento levanta una polvareda, corren
algunos huisaches, y a lo lejos descubre la
silueta de Marilyn, con sus pantalones
va q u e ros y su camisa de franela. Llevan
cinco años casados, de lucha incansable
entre el triunfo y la derrota, entre la sensualidad y la inteligencia, e n t re la depresión y la alegría, sin nunca acomodar sus
ideales. En ese momento, la imagen de la
d i va lo cautiva, y comprende todo. La
gente cree que ella es una mujer desamparada, pero es Marilyn quien ha desamparado al mundo. No lo sabe de cierto,
p e rosu tragedia personal dejará al mundo
en descampado, y cualquier triunfo se conve rtirá en derrota. La mejor imagen de las
ilusiones que quiere re p resentar es ésa: la
mujer más bella del mundo, sola, tambaleante, en medio del viento del desierto,
buscando a quien amar. Los años sesenta
acaban de empezar con todo su vigor, es la
década de las ilusiones que ella representa,
la de la juventud que se lanzará en pos de
sus esperanzas sin darse cuenta de que esas
esperanzas se sostienen con pastillas mezcladas con alcohol. Miller lo dirá más tarde
en su autobiografía: Marilyn fue una poetiza en la esquina de una calle, intentando
recitar un poema a una multitud que sólo
q u i e requitarle la ropa. “Tendría que haber
sido más cínica para vivir”, se dice. ¿Cínica
como quién?, ¿como Afrodita o como Helena?, se pregunta a continuación y sigue
observándola, incrédulo ante lo que emp i eza a sospechar. ¿Y si esto fuera Troy a ? ,
¿si esta sequía fuera la misma que provocó
el cerco de los griegos?, ¿si él fuera Paris, a
quien Afrodita concedió el deseo de amar
a la mujer más bella del mundo? Ahí está
él, fuera de su tienda, observando a Marilyn
y lo comprende todo: la ha idolatrado pero
ha sido incapaz de amarla, de la misma manera que ella ha fingido cada instante de
amor: la diosa que le fue concedida en un
altar, impedida para amarlo. Es, ya lo dije,
una escena imaginaria, un símbolo del desenc u e n t ro erótico, que no puedo quitarme de la cabeza como si fuera real, porq u e
ahí está, la soledad que la condujo a la muerte. Lo que uno descubre en las prodigiosas
fotos que Go rdon Green le tomó a Marilyn
Mo n roe es precisamente eso: su soledad,
su tristeza, su inconmensurable nostalgia,
cifran su incapacidad para amar. Pagaba
—como en el mito de Helena y Afro d i t a
que ella encarnó como nadie— el flaco privilegio de apasionar a los hombre s .
La gente cree que Marilyn es
una mujer desamparada, pero es ella
quien ha desamparado al mundo.
108 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO
Descargar