LAVADOS Y LIMPIADOS EN LA SANGRE DE CRISTO P. Steven Scherrer, MM, ThD www.DailyBiblicalSermons.com Homilía del lunes, 33ª semana del año, 19 de noviembre de 2012 Apc. 1, 1-4, 2, 1-5, Sal. 1, Lucas 18, 35-43 “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apc. 1, 5-6). Es por la sangre de Cristo que nuestros pecados son lavados y quitados de nosotros. No podemos hacer esto para nosotros mismos. Jesucristo es el que “nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apc. 1, 5). Dios es su Padre, y es verdad que “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1, 7). Juan tuvo una visión de una gran multitud vestida de ropas blancas, y un anciano le dijo que “estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (Apc. 7, 14). Al Cordero los seres celestiales le “cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo Linaje y lengua y pueblo y nación” (Apc. 5, 9). San Pablo también habla de la redención que tenemos por medio de la sangre de Cristo, derramada en sacrificio para nosotros en la cruz. Él es “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Ef. 1, 7). “Ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2, 13). “Agradó al Padre … por medio de él [Cristo] reconciliar consigo todas las cosas … haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1, 19-20). Y el mismo Jesús dijo en la última cena: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mat. 26, 28). Todo esto tiene gran importancia para nosotros, porque no podemos rescatarnos a nosotros mismos ni ganar el perdón de nuestros pecados por nuestras propias obras de penitencia. “¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?” (Prov. 20, 9). ¡Nadie! Sólo Dios puede hacer esto para nosotros, sin nuestras obras, sólo por su gracia, y sólo podemos recibirlo por medio de la fe, no por obra alguna de nosotros, porque nadie puede justificarse delante de Dios por sus propias obras (Gal. 2, 16; Rom. 3, 20. 28). Sólo Dios hace esto para nosotros en la sangre de su Hijo, derramada para nosotros en sacrificio en la cruz. Nosotros no podemos de modo alguno justificarnos, rescatarnos, salvarnos, ni ganar el perdón de nuestros pecados por medio de nuestros propios actos de penitencia o de reparación. Esto es completamente imposible. Esto viene al hombre sólo como un don de Dios, recibido por la fe, sin obra alguna de nuestra parte. Para darnos este don de perdón el mismo Dios, en la persona de su Hijo, tomó en sí mismo en la cruz nuestra sentencia de muerte por nuestros pecados y la sufrió en nuestro lugar. Derramó su sangre para hacer satisfacción y reparación por todos los pecados del mundo. Murió por nuestros pecados (1 Cor. 15, 3). Dios —en su Hijo— tomó nuestra parte y sufrió en vez de nosotros lo que nosotros debíamos haber sufrido como castigo por nuestros pecados. Al servir nuestra sentencia de muerte por nosotros, en lugar de nosotros, nos libró de nuestros pecados, de su castigo (la muerte y la separación de Dios), y de nuestro sentido de culpabilidad por haber pecado, cuando ponemos nuestra fe en él, invocando los méritos de su muerte. Recibimos este gran don por medio de nuestra fe, y somos renovados, limpiados, y hechos resplandecientes con el esplendor del mismo Cristo. Somos hechos justos y santos por la sangre de Cristo. Esto es la gran salvación que tenemos en la cruz de Jesucristo; y andamos por la fe en la nueva luz de su resurrección, regenerados y hechos una nueva creación. 2