Resumen SIMAL, GRIMSE(2)

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Juan Luis Simal
GRIMSE, UPF, 9 de noviembre de 2011
“El imperio en el exilio (1814-1834)”
La historiografía reciente sobre la crisis de la monarquía hispana y la independencia
iberoamericana ha cuestionado los relatos históricos nacionales y liberales, destacando
su carácter teleológico, y entendiendo el proceso más como el resultado de las
dinámicas y crisis imperiales que como la realización de previos proyectos
emancipadores. En este sentido, los estados-naciones surgidos en las décadas de 1810 y
1820 —incluida España— fueron una consecuencia indirecta y no intencionada de una
crisis general, y el resultado de un proceso de reacomodo e improvisación. Sin embargo,
desde ese mismo momento, los relatos históricos que interpretaban lo sucedido en
términos nacionales se empezaron a apoderar del discurso historiográfico dominante,
elaborado por muchos de los protagonistas de los hechos. En el caso de los autores
hispanoamericanos interesados en promover la independencia, estas visiones históricas
presentaban el imperio español como un sistema tiránico y explotador, y consideraban
su decadencia como inevitable y concordante con su atraso político, económico y
cultural. Esta descripción era útil para sus objetivos políticos, y podía tener una fácil
recepción internacional porque coincidía con una extendida imagen sobre España. Lo
irónico es que en sus esfuerzos por difundir estas interpretaciones históricas, los
hispanoamericanos contaron con la colaboración de españoles peninsulares,
generalmente liberales exaltados, que se encontraban exiliados por la monarquía de
Fernando VII. Sin embargo, la participación en la difusión de esta imagen negativa de
España podía llegar a causar una profunda incomodidad entre estos liberales.
El liberalismo español desde las Cortes de Cádiz (1812) hasta el Trienio
Constitucional (1820-1823) había despertado, incluso a nivel internacional, el
optimismo en la regeneración de España. Pero su fracaso, y la reinstauración de una
monarquía como la de Fernando VII, afectaron profundamente a la mayoría de los
liberales, muchos de los cuales tuvieron que exiliarse. Ante esta situación, algunos de
ellos llegaron a plantearse a qué patria debían pertenecer, en un momento en que estas
estaban siendo (re)creadas, entrando en conflicto su compromiso político liberal, que
reclamaba el apoyo a las nuevas naciones hispanoamericanas, y su adhesión a España.
Inicialmente, los liberales españoles habían desarrollado un discurso similar al de los
independentistas, basado en una interpretación histórica semejante, en la que el
despotismo de la monarquía española ocupaba un puesto central. Pero a la hora de
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confrontar el problema americano, la respuesta liberal no fue nada clara, y demostró las
limitaciones del lenguaje igualitario empleado inicialmente. Sin embargo, no es sencillo
calificar al liberalismo español de imperialista, ya que veía en los excesos del imperio la
miseria de España. El constitucionalismo historicista, que se convirtió en uno de sus
núcleos ideológicos, afirmaba que las libertades de la edad de oro medieval habían
empezado a ser erosionadas a partir del establecimiento de dinastías extranjeras que
habían sumido a España en la decadencia política al ir suprimiendo las Cortes y el
gobierno municipal. Cierto discurso liberal fue más lejos, especialmente tras las
restauraciones absolutistas de 1814 y 1823, y presentó a peninsulares y americanos
como víctimas del mismo sistema político tiránico. De hecho, según esta interpretación,
la conquista de América había sido una de las claves del sostenimiento de una
monarquía opresora que había impuesto pesadas cargas sobre el pueblo y malgastado
los recursos peninsulares en guerras imperiales. Luchar contra el despotismo implicaba
inicialmente reformar el imperio, y más tarde incluso atacarlo.
En los exilios de 1814 y 1823, liberales españoles colaboraron en fortalecer en el
extranjero una imagen crítica de la monarquía española a través de la publicación de
análisis históricos que coincidían con los que se empezaban a escribir en esas fechas en
Estados Unidos y Europa. Los exiliados, en su campaña de oposición a la monarquía
fernandina, reforzaron los estereotipos y contribuyeron a alimentar la imagen negativa
de España, aunque fuera indirectamente. Sin embargo, la admisión de que esa era la
España que les había expulsado causó un intenso conflicto de identidad en muchos de
ellos. La mayoría de los liberales peninsulares no habían estado en condiciones de
aceptar la separación americana antes de que las restauraciones fernandinas los enviaran
al exilio. Las Cortes de Cádiz habían planificado un imperio constitucional basado
teóricamente en la igualdad, pero los límites del liberalismo peninsular a la hora de
aceptar la autonomía americana, el crecimiento paralelo del independentismo en las
sociedades americanas, y la persistencia del absolutismo, hicieron que esta salida fuera
inalcanzable. Al igual que ocurrió con muchos autonomistas hispanoamericanos, solo la
persistencia de una política reaccionaria por parte de Fernando VII podía hacerles
aceptar la separación total, incluso como un medio para conseguir desalojar a Fernando
VII del trono español. Pero esta opción sólo llegaría con el exilio de 1814 y, sobre todo,
el de 1823. Los sucesivos fracasos hicieron mella en el optimismo de los liberales
españoles acerca de las posibilidades de mantener un imperio constitucional, y muchos
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fueron orientando su postura hacia el reconocimiento de la independencia de los
territorios americanos. Sin embargo, la cuestión de la traición a la patria atormentaría a
muchos de ellos.
Así, entre los exiliados pugnaron por imponerse dos concepciones de la patria.
En primer lugar una concepción de rasgos republicanos que identificaba patria con
aquella comunidad política de la que el individuo era miembro voluntario porque en ella
se aseguraban su libertad y su felicidad a través de la ley, es decir, un estado
constitucional que superaba el despotismo. En segundo lugar, existía entre los liberales
exiliados un intenso sentimiento de pertenencia a España, apegado a criterios
territoriales, culturales y étnicos, que les hacía dudar de su papel como creadores y
divulgadores de una imagen negativa de España. Era ante todo un conflicto cívico, en el
que cada individuo confrontaba sus responsabilidades como ciudadano de una
imaginada comunidad política liberal-republicana internacional con su más provinciano
amor a la patria española. Si bien el imperio había sido objeto de críticas por parte del
primer liberalismo, los liberales en el exilio se vieron en la obligación de defender la
imagen de España ante la opinión pública internacional.
El
optimismo
cívico
del
liberalismo
patriótico
español
fue
siendo
progresivamente erosionado por el fracaso del proyecto de asentar una nación extendida
a “ambos hemisferios” y por la permanencia del absolutismo, lo que lo conduciría hacia
una interpretación más atormentada y fatalista de la patria. En este proceso las
frustraciones del exilio tuvieron un papel determinante. Una vez asentado el Estado
liberal a partir de la década de 1830, y con muchos de los exiliados al frente de él, sus
dilemas se resolverían a favor del despliegue de un proceso nacionalizador que usó el
colonialismo en los restos del imperio como cimiento del proyecto de construcción
nacional, y que organizó la historia nacional alrededor de la historia imperial. Algunos
de los argumentos empleados por los liberales exiliados para defender España —como
la relativización de los males del colonialismo español en comparación con otros
europeos y la defensa de la misión civilizadora española— sobrevivieron en el discurso
de sus sucesores de los siglos XIX y XX, y llegan incluso hasta la actualidad. A pesar
de reproducir inicialmente el discurso crítico con el imperio, durante el resto del siglo
XIX el liberalismo español se valió de una complaciente visión histórica del imperio
para justificar en el interior y en la arena internacional la continuidad de las colonias,
que se encontraban gobernadas por leyes excepcionales y excluidas políticamente.
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