Martín Hopenhayn, Crítica de la razón irónica

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CRITICA DE LA RAZON IRONICA
De Sade a Jim Morrison
MARTÍN HOPENHAYN
EDITORIAL SUDAMERICANA
BUENOS AIRES
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito
que prevíene la ley 11. 723
0 2001, Editorial Sudamericana S-A. S
Humberto 1531, Buenos Aires.
www.e dsud americana. corn. ar
ISBN 950-07-1999-1
C 2001, Martín Hopenhayn
PRÓLOGO
CINCO CASOS CLÍNICOS
El libro que sigue bien podría haberse titulado "Cinco casos clínicos: Sade, Nietzsche, Kafka, Fassbinder y
Jim Morrison". Éste era, en principio, el hilo conductor que debía regirlo: cinco maneras singulares de
articular la vida y la obra, todas ellas unidas por el filo de la patología en el anverso y el de la provocación en
el reverso. Sade vivió la mitad de la vida confinado por una obra que es casi un catálogo de las perversiones
libertinas; Nietzsche fue marginado de la academia y vio eclipsada su vida por la parálisis intelectual y el
autismo, luego de agotar diatribas contra las falacias de la modernidad y de la cultura j udeocristiana; Kafka
navegó entre la culpa, la paranoia y la somatización enfermiza, pero logró en su reverso acuñar una obra a la
medida del desasosiego epocal; Fassbinder transgredió todas las convenciones, se intoxicó con cocaína y
explotó antes de los cuarenta, y dejó a su paso una obra cinematográfica sin concesiones; y Morrison reventó
antes de los treinta, luego de una meteórica carrera signada por el rock, las drogas y la poesía maldita.
Todos ellos buscaron reinventarse a sí mismos, y al calor de esa reinvención dispararon contra el mayor
rango de cánones morales que podríamos concebir. Todos fracasaron a su modo, pero en el gesto del fracaso
palpita una impugnación al sistema que les hizo de entorno. Todos emprendieron apuestas disímiles, pero
unidas por el hilo de la disconformidad, la anomalía y la puesta al desnudo: de ellos y del mundo gregario
que los aisló. En la forma que articularon una vida, un pensamiento y una obra, desarmaron la racionalidad
dominante: la sexual, la moral, la política, la de la industria cultural, la de la productividad moderna y la del
iluminismo contemporáneo. Y finalmente, todos ellos son hitos esparcidos por el itinerario de la modernidad
que nos indican formas de resistir desde los márgenes, desmontar el sentido común y dejar abierto el hueco
para interpelaciones descarnadas.
Cinco casos clínicos, entendiendo la clínica en esta acepción amplia de la palabra: como patología. pero a la
vez como revelación de las patologías que subyacen a las máscaras de la normalidad. Como pregunta por el
verdadero sentido y lugar de la salud del espíritu. Como víctimas y victimarios.
Nada que los mueva a la conformidad o a la vida apacible. Nada que los aleje de los costos de la
autenticidad, cuando ésta es tomada casi mórbidamente, al pie de la letra. Nada que huela a redención, tregua
o respiro. A lo sumo, conjuros parciales. Pero a la vez una conformidad absoluta -y aquí sí puede hablarse de
un absoluto negativo- con la opción más personal de vida y de pensamiento. Una redención al revés, en la
abyección o en la marginación. Un respiro ex post, post mortem, non plus ultra.
Pero entonces: ¿a qué viene lo de la razón irónica? Surge esta idea en el camino de este libro, en ningún caso
al comienzo. Los cinco casos usan la ironía para impugnar la racionalidad que prevalece en su momento
histórico, y en cada caso opera de manera distinta. De allí el título del libro, la crítica de la razón irónica: de
las posibilidades de uso de la ironía para desmontar el mundo y mostrar el fondo de arbitrariedad tras las
pretensiones de orden. De los alcances del procedimiento irónico para no dejar nada sólido en la trama de la
cultura y de las costumbres. De lo que cabe ironizar para mirar el mundo desde los márgenes y los
intersticios, y de cómo hacerlo.
Ironía de la moral de la contención, pero también de la moral de la descontención. Ironía de la cultura, pero
también de la crítica de la cultura; de las ideologías conservadoras, pero también de las revolucionarias.
Ironía de la productividad, pero desde el propio deseo productivo; de la salud burguesa, pero desde el
estigma de la enfermedad no burguesa. Ironía de la sociedad de consumo, pero desde los íconos de la
industria del espectáculo. Ironía que pone junto lo que la lógica del sistema ha colocado en las antípodas, que
eslabona lo que resiste toda comparación, que deja la sensación de que da lo mismo estar de un lado o del
otro, y que al borrar las líneas divisorias no unifica, sino que deja el mundo flotando en el limbo de lo
indiferenciado. Ironía que disuelve los ídolos sin proponer sustitutos ni sucedáneos, y que sólo deja la
alternativa de una singularidad condenada a ahogarse en un vaso de agua. Ironía como posibilidad de
sobrevivir en este habitáculo sin hogar, y que se revierte en potencia para mirar lo que ocurre en el territorio
que lo excluye.
Cinco casos clínicos destinados a minoritarios, extemporáneos o intempestivos, extranjeros en la propia
ciudad y excesivos en su compromiso de autenticidad. Cinco piezas en el mapa de la ironía. Cinco maneras
de inundar un mundo pretendidamente colmado de referentes, para dejarlo colmado de vacíos.
1. El caso Sade
Todos los hitos políticos e ilustrados de fines del siglo XVIII, que debían servir de base para una convivencia
racional y para una política democrática, quedan exagerados e invertidos simultáneamente en la obra del
marqués de Sade. Todo lo pone de cabeza. Invoca el iluminismo del siglo XVIII para justificar una
sexualidad que incluye la violación y el crimen; traslada el ímpetu de libertad de la Revolución Francesa al
libre uso de los cuerpos de otros en beneficio del placer personal, usa el material acumulado de las ciencias
naturales y humanas para liberar de culpa a quienes llevan sus deseos a la agresión y manipulación de
terceros.
Pero esta inversión/exageración es también una forma de tomar los ideales modernos demastado al pie de la
letra. La ironía sadeana pasa por este modo mórbido de ser literal en la interpretación de los ideales. Con esta
morbidez los mismos discursos ilustrados y libertarios se desbocan en sus usos. El libertino de las novelas de
Sade, tanto antes como después de violar a la víctima, se extiende en argumentos pródigos en
enciclopedismo, diestros en racionalidad cartesiana y consistentes con el principio revolucionario moderno
de la autonomía personal.
Esta ironía sadeana invita a plantearse preguntas en un momento decisivo de inflexión en el espíritu
moderno, donde se conjugan las luces del enciclopedismo, los grandes sistemas filosóficos y las
revoluciones republicanas. Allí Sade interroga, con el escándalo de sus novelas, por los límites del deseo de
cambio y del uso liberador del conocimiento humano. Y desde su versión exagerada surgen preguntas ya
clásicas respecto de los límites de la modernidad: ¿Hasta dónde pueden desligarse la filosofía y la ciencia de
una ética compartida para convertirse en pura producción de poder y placer? ¿Cuánto cabe regular la libertad
de costumbres y la convivencia cotidiana? ¿En qué medida el sensualismo y el hedonismo burgués-moderno
resultan admisibles o deseables? ¿Cuánto toleramos a los otros en una moral que privilegia la autonomía?
Todas las corrientes del saber están llevadas al paroxismo en los argumentos de los libertinos de Sade; pero
no para garantizar el bien universal sino, por el contrario, para brindar legitimidad a quien viola y secuestra a
destajo. Invirtiendo la vocación constructiva del ilustrado, el argumento libertino es igualmente ilustrado. y
más aún, exageradamente ilustrado. Pero su vocación es disoluta. No tiene fisuras en su argumentación, pero
es aberrante por aquello que pretende justificar frente a los ojos del lector. La ironía (esta exageración que
invierte el uso del discurso) nos interpela, pues mientras el libertino más aplasta con la fundamentación que
imprime a sus actos, más dudamos respecto de los usos de la razón.
Ironizar es permutar, poner junto lo que parece incompatible, llevar los eslabones a las antípodas y revertir
antípodas en eslabones. El perverso de Sade opera con esta lógica. Torna normal lo indigerible, otorga
fundamento racional al crimen, pone la crueldad del lado de la razón y convierte la violación en sistema. Lo
que por definición pertenece a un extremo -el mal, la aniquilación, la destrucción de lo social-, el libertino de
Sade lo lleva al centro. Pero a la vez, colocando la integralidad del lado del mal o de la crueldad, quiere
infundir la sospecha respecto de toda razón que pretende erguirse en sistema o en totalidad; y maximizando
el placer hasta el extremo del crimen, fuerza a replantearnos los límites de la razón maximizadora. La
escritura de Sade puede entenderse desde esta óptica: eslabonando lo que a primera vista parece
irreconciliable, logra un efecto crítico sobre su objeto.
Lá Ironía no tiene límite en un Sade que mezcla el discurso filosófito y el goce del crimen; que apuesta
simultáneamente al libertario republicano y al libertino despótico; que vive tras las rejas y a la vez escribe,
para sentirse libre, sobre el más despiadado confinamiento (el de la víctima secuestrada por el libertino). En
todas estas operaciones Sade reúne lo que debía oponerse. El goce es mitificado hasta disolverse en el
ritualismo de las orgías y los argumentos orgiásticos; el disciplinamiento productivo es proyectado, y a la
vez parodiado, en el régimen de maximización del placer; la transgresión pierde toda su tensión cuando es
narrada con mecánica extroversión y transparencia operativa.
¿Cómo lidiar con el nexo que los libertinos de Sade establecen entre razón y práctica? ¿Cómo digerir, ya
fuera de la novela, el eslabonamiento que lleva de la reflexión al horror, de la razón a la aniquilación?
2. El caso Níetzsche
Aunque por un camino distinto, también Nietzsche se arriesga por la pendiente de la ironía. En ambas
lecturas del mundo, las de Sade y las de Nietzsche, el mundo se revela como una incesante fabulación: malla
de lecturas y artificios de la interpretación, que ligan de manera discrecional las intenciones a los actos, y
éstos a sus justificaciones. Todo esto en un juego en que el escrutinio último es también una ilusión.
En el caso Nietzsche, sin embargo, la ironía tiene un momento reflexivo sobre quien la utiliza. Porque
Nietzsche lee la esencia del sujeto y termina viendo en ella, inversamente, tan sólo a un sujeto que está
siempre leyendo. La realidad deviene un juego de espejos sin comienzo ni fin. De este modo el propio
intérprete termina formando parte, con su lectura, de un universo en que sólo descubre lecturas y en el que se
disuelven las verdades últimas. Vuelta a la ironía. Como en Sade, el uso disolvente que se hace de la razón
socava los pretendidos usos universales de la razón.
El trabajo disolutivo se vuelca contra la moral. No hay verdades últimas para decidir sobre acciones buenas o
malas, afirma Nietzsche, sino juicios contingentes que responden a la voluntad de imponerse en una
incesante batalla de discursos. La interpretación moral de los hechos es emblemática al respecto. Porque allí
Nietzsche plantea que la moral es básicamente uso de discursos morales en conflictos de poder o prácticas de
dominio. Sade ilustra esta falta de sentido último poniendo las cosas de cabeza, vale decir, justificando
hechos moralmente inadmisibles, como la violación y el crimen, con un discurso que guarda la forma de las
disquisiciones escolásticas o los sistemas racionalistas. Nietzsche invierte el juego, mostrando la calumnia
contra la vida en discursos que se proclaman portavoces de la vida verdadera, como los del pastor o
sacerdote. Sade no ve pecado en el crimen, Nietzsche no reconoce prodigalidad en la piedad.
Nietzsche también eslabona antípodas. Desentraña las filiaciones entre razón científico-técnica y moral
judeocristiana. Pone como anverso y reverso de la misma moneda el discurso del individualismo y la ratio
niveladora. La vocación libertaria de la modernidad queda domesticada por esta otra veta moderna, la de la
formación metódica que el nuevo espíritu científico- técnico le impone a la conducta personal. Introducida
en la autorreflexión humana, la razón científico-técnica puede operar tan despóticamente como la vieja
moral, pero enmascarando el despotismo con la supuesta neutralidad del discurso objetivo y los supuestos
beneficios de un incremento productivo. El esfuerzo del sujeto moderno por su autonomía mediante el
dominio del mundo se revierte cuando las armas para optimizar dicho dominio se aplican sobre los propios
sujetos.
Sade muestra cómo la racionalización maximalista del deseo aniquila ese mismo deseo -prisión del cuerpo
sexuado en la auto-exigencia de maximización del placer-.
Nietzsche muestra la articulación que subyace entre la moral del rebaño y la razón moderna: cómo en
nombre de la ciencia objetiva, de las ideologías del progreso y de la productividad se domestican los
individuos. Bajo la mirada irónica, la ciencia y la moral se ven más juntas de lo que parecen a primera vista.
Pero en Nietzsche la ironía agrega una nueva destreza, a saber, el arte de la perspectiva. El perspectivista
bizquea para leer el mundo, exacerba rasgos del objeto que la mirada directa sólo percibe en moderada
dimensión, caricaturiza lo que ve para exponerlo en sus aspectos más soslayados. Así rompe la familiaridad
con el objeto. Como en Kafka, torna grotesco al desproporcionar, y así transparenta lo que suele quedar
opacado en la mirada habitual.
El perspectivista ironiza al sujeto que se pretende estable y "de una sola pieza". Pone en evidencia el carácter
mezquino de lo homogéneo al contrastarlo con la exuberancia de la mirada múltiple. Con su desplazamiento
de perspectivas alterna lo plural y lo singular: plural, porque abre interpretaciones múltiples de la vida; y
singular, porque cada interpretación es irreductible a verdades absolutas o a miradas totalizadoras.
Pero falta todavía otro pliegue. Nietzsche es un caso clínico porque su propuesta perspectivista nace de la
relación con su cuerpo enfermizo. El modo de resignificar incesantemente su pensar se nutre de las
inestabilidades de su propia salud, siempre precaria por lo demás. Pero el perspectivismo no sólo se alimenta
con los cambios entre estados de salud, sino también con los cambios que Nietzsche va introduciendo en la
interpretación de estos estados de su cuerpo. Y curiosamente, este condicionamiento de su pensar por su
cuerpo no lo condena a la autorreferencia propia del enfermizo sino todo lo contrario: lo singular del caso
Nietzsche es que transita desde este vínculo inmediato del cuerpo con su pensar a la fuerza inusual que
adquiere ese pensar para penetrar el espíritu de una época y una cultura.
Cuanto más intensivas las mutaciones de salud y de perspectiva en el propio Nietzsche, más luz arrojan
sobre las contradicciones de la cultura judeocristiana y de la cultura moderna; y cuanto más singulares los
padecimientos, más condensa en ellos las tensiones del espíritu moderno que lucha por liberarse. El
pensamiento da así la vuelta completa: primero se hace cargo de su cuerpo y luego prolonga el movimiento
hasta hacer todos los descargos sobre la conciencia colectiva de su tiempo.
Pero no podría hacerlo si no hubiese movimientos previos en que el propio cuerpo introyecta las marcas de
la cultura. De allí que el perspectivista no sólo reinterpreta el cuerpo enfermo, sino también distingue en la
interpretación las agresiones externas somatizadas por ese cuerpo. Y por lo mismo, más tarde esa mirada
desentraña las agresiones del medio que la circunda. La "conjuración" pasa por releer el mundo a la luz de
los síntomas que se hacen carne en el propio cuerpo. Sade, Nietzsche y Kafka transitan en línea por este
sendero.
3. El caso Kafka
La ironía kafkiana comienza por la aparente disimetría entre la obra y la vida del propio Kafka. Recordemos
que éste siempre se mantuvo a distancia de la vida gregaria, y esa distancia se juega en la escritura, la soltería
y su singular sensibilidad. ¿Por qué, entonces, en la singularidad de su escritura, Kafka construye vidas
ficticias que sólo buscan adecuarse a un orden gregario, siendo el propio orden quien se los impide?
En esta operación hay ironía. Kafka se afirma al escribir, y escribe sobre cómo se va tornando inconcebible
afirmarse en un sistema cerrado. Contrasta el espacio de libertad de que goza en la escritura con la
imposibilidad de ese espacio en el mundo que narra. Paradoja de quien se libera narrando la muerte de la
voluntad misma por liberarse.
Pero con sus personajes Katka ironiza. A través del drama en que aquéllos sólo quieren ser acogidos por el
poder, van rasgando, casi accidentalmente, la fina capa de racionalidad que el poder pretende exhibir. No es
la destreza sino la torpeza del protagonista lo que pone en evidencia el fondo arbitrario en que se funda el
poder. Tanto tropieza al desandar los pliegues de la ley, que en su tropezar desciframos la discrecionalidad
del sistema adherida a esos mismos pliegues.
Así Katka sorprende al poder del sistema por el reverso: no combatiéndolo sino inventando el drama de
quien sólo reclama ser aceptado por las reglas absolutas del sistema, y en ese reclamo fracasa. No hay una
conciencia lúcida que desmonte el alcance despótico de un sistema totalitario, sino un parásito que,
queriendo dejar de serlo, revela a pesar suyo el mundo de parásitos que el sistema produce para ejercer su
poder. La ironía consiste aquí en invertir el efecto, colocar la fuerza de la interpelación en el drama de lo
involuntario, hacer más patético el fracaso en quien no tiene la menor intención de devenir héroe frente a un
poder que lo excluye de su rebaño.
La razón irónica extrovierte extremando. Exagera lo típico hasta tornarlo tan real como inverosímil. Parodia
el engaño generado por el sistema (esa supraverdad fundada en una ficción), llevando ese mismo engaño a su
máxima expresión. Muestra un mundo demasiado natural en su despoblamiento de contenido. Pone en
evidencia la naturaleza del poder sintonizándose con la desproporción que ese poder hace de sí mismo. Usa
el poder de lo absurdo para revelar lo absurdo del poden Replica, mediante la exageración irónica, la
automitificación que el poder hace para prodigarse. Exagera el mito del poder, pero al hacerlo invita al poder
a consentir en su carácter de mito.
Kafka se siente libre escribiendo, pero el resto es sufrir Así lo atestiguan sus escritos autobiográficos.
¿Dónde, entonces, termina la conciencia desdichada de Kafka (porque nadie duda de su desdicha) y dónde
empiezan los signos del poder que recorren sus ficciones? Kafka se queja en sus Diarios por "no llegar a ser
del todo". Lo padece a diario, como una sordera del espíritu que lo acompaña donde vaya. Al escribir
proyecta esta sordera en un poder imaginario. Ese poder que describe hace la misma operación: se hace
sordo al reclamo de los individuos y con ello les sustrae existencia.
La fuerza está en este doble desplazamiento, de la desdicha de Kafka al poder imaginario, y luego del poder
a la conciencia de sus súbditos. De allí la duda respecto del origen: ¿En la conciencia desdichada de Kafka se
incuba el efecto de poderes exógenos que lo atoran? ¿Kafka se proyecta en los poderes que inventa o,
inversamente, introyecta poderes que, a través de su escritura, no hace más que exacerbar?
La aparente distancia entre la vida y la obra de Kafka se esfuma. Todo se mezcla. Kafka se incluye cuando
acusa y se reconoce en lo que impugna. Con estas opciones vive y escribe. Padece una conciencia de parásito
que luego narra como efecto de un poder sobre las víctimas que protagonizan sus novelas y parte de sus
relatos. Es la secreción con que el poder intimida. 0 la secreción con que la conciencia desdichada del autor
ironiza el poder mediante la elipsis de la narración.
Todo esto se expresa irónicamente mediante la forma de la perfecta adecuación a lo perfectamente
inadecuado. La funcionalidad del emisario respecto del sistema en El proceso y El castillo es coherente, pero
el protagonista revela, en su fracaso, la incoherencia del sistema como totalidad. De allí se percibe como
absurda la adecuación de sus emisarios. Las acciones y los discursos de los aldeanos en El castillo y de los
guardianes en El proceso estremecen por su consistencia, pero también por el absurdo que le subyace.
4. Fassbinder
Fassbinder eslabona otras antípodas, mezcla lojabríl y lojebril: producción maquinal en la industria del
cine, pero fundida con la desmesura de la cocaína, los delirantes caprichos del director y las relaciones
perversas con el equipo de producción. Nunca se detiene la pulsión febril tras la razón fabril, y a la vez la
segunda disimula la primera a fin de preservarla. Pero también al revés: este delirio de Fassbinder remite al
delirio propio de la razón fabril que subordina toda motivación a la optimización de los factores productivos.
Nada más afín, entonces, a la razón fabril que la febril productividad de Fassbinder. Como en la correa de
ensamblaje, el movimiento continuo suspende la pausa que separa el final de un film del comienzo del
siguiente. Cuarenta y tres películas en menos de quince años de vida activa hablan de la obsecuencia de la
propia disciplina. Pero, por otro lado, nada más ajeno a la disciplina que esa energía febril que permite a
Fassbinder no parar nunca de producir: el desgaste terminal por efecto de la actividad que no se detiene, la
tiránica presencia del director en todos los detalles de la producción, las corrosivas pasiones del demiurgo
Fassbinder con su elenco de actores y auxiliares, la manipulación del sexo y las dosis síderales de droga
durante los períodos de filmación. Fabril pero febril. La razón irónica eslabona lo que se pretende en las
antípodas, cristaliza en el cuerpo reventado del propio director.
Las máquinas funcionan gastándose, incluso la cabeza de Fassbinder. La subutilización es el tabú del
capitalismo, el colapso de su aparato productivo. La razón fabril intensifica todo lo que está contenido en la
potencia: optimizar hasta el delirio, porque el delirio es el extremo posible en toda carrera de la producción.
Así vive Fassbinder. Así filma y aspira. Así metaforiza su vida en esa maratón de celuloide que recicla la
purulencia progresiva de su propio pellejo.
Fassbinder no funda su excentricidad en la ruptura con el sistema de producción, sino en tomar literalmente
el imperativo fabril. Demasiado literalmente: ésa es la ironía. No es por faltar a la lógica de la productividad
que se la transgrede, sino todo lo contrario, por incorporar al propio cuerpo un régimen maquinal. Maquinal
y marginal. Inmoral e hiperproductivo. Lubrica una cosa con todas las demás para optimizar combustión y
aceleración, alimenta la velo ciudad productiva con la descontención personal. La producción de Fassbinder
es consecuencia de una inspiración. pero también de una intoxicación de ideas e imágenes. Otra vez, la
mezcla de antípodas. Fassbinder tiene que vaciarse para sobrevivir, huye de su propio stock. No trabaja
porque sea saludable hacerlo, sino porque es delirante.
Esta fuga-de-sí es fabril pero también posindustrial. Evoca un patrón de globalización que huye de su propia
estabilidad, y en que los saltos tecnológicos y los volátiles movimientos financieros no pueden volverse
reflexivos: siempre deben ir hacia delante, colocándose en distintos nichos que emergen y mueren a alta
velocidad. La producción tiene que huir de sí misma, escapar de su propia obsolescencia en un mercado
donde nada dura en los escaparates. El vaciamiento es vital si no se quiere morir en la sobrepoblación de los
stocks o en el rezago tecnológico. Los capitales no decantan y el consumo tampoco, sino que sobreviven a
costa de fusiones y actualizaciones incesantes. ¿No suena esto a la mezcla Fassbinder? ¿No es también el
fondo febril de la economía capitalista mundializada?
La razón irónica desnuda esta pretendida salud productíva, coloca la intoxicación como máximo dispositivo
de la creatividad, el vaciamiento como expediente de la acumulación. La dilapidación es la contracara de
esta fiebre innovadora. Fassbinder dilapida todo lo que gana. Nada de cuentas bancarias: fajos de billetes
que se tocan y se hacen volar; y que la dilapidación sea palpable, casi obscena.
5. Morrison
Jim Morrison, vocalista de los Doors, funde en el rock lo pagano y lo ilustrado, el iluminismo de izquierda y
la iluminación dionisíaca. Primer eslabonamiento de antípodas: el ilustrado se hace uno con el disolvente. A
la vez que coloca distancia crítica, Morrison disuelve las distancias en u acto de fusión estética. Mezcla el
desenfado erótico y el si mulacro de iluminación, ironiza la sensibilidad ilustrad con el retorno a lo primario.
Morrison no construye la libertad sexual mediante ur discurso psicologizante, sino que moraliza el placer
bajo le figura del predicador invertido. La desinhibición deviene ímperativo. El gesto rockero mezcla lo puro
y lo obsceno, enfatiza el serpenteo de la pelvis como ícono de lo no contarninado. Invoca el goce polimorfo
desde su mezcla de niñobonito, niño-brillante y niño-terrible.
Sustraído de su escena ancestral y reflotado por el rock, el gesto dionisíaco de Morrison invita a la
disolución de lírnites en un espacio moderno de comunión de masas. De allí las fusiones casi histéricas del
"riot concert" o el "recital-revuelta". Pero allí la histeria no es patología sino descompresión de una energía
asocial. Curiosa escena que pone en marcha un movimiento colectivo sin actor colectivo. Hav liberación,
pero sin sujeto claro y diferenciado. La radicalidad pide finalmente despoblar el escenario para atestiguar esa
libertad absoluta. El acto libertario devora al liberador y no propone a nadie en su relevo. Sólo cuerpos
licuados. La luz incendia su objeto.
El gesto dionisíaco produce estos efectos. La danza aleai-.r¡a de Morrison sobre el escenario, el cuerpo
siempre a punto de caer o vacilar, la fusión de tantas figuras que encarna casi simultáneamente, la profusión
de evocaciones con que emborracha la realidad. Todo importa y nada importa. Dionisos el ironista, el
iluminado antifluminista, para quien sólo ese juego a la locura deja asomar una posible esencia de la libertad,
en cuanto libertad para mezclar las descripciones del mundo. "No estoy loco -decía Morríson-. lo que me
interesa es la libertad." ¿Pero quién habla después de eso? La desestructuración disuelve a su protagonista.
abandona la escena al titilar del puro Verbo. No bien encarna, desencarna.
Pero así como hay fusión dionisíaca también hay individuación obscena. Y a través de sus gestos obscenos
Morrison quiere sembrar vértigo en las hijas e hijos del norteamericano medio e infundir desasosiego en los
padres. IiYente a una cultura de masas que ha sido sordamente represiva en sus formas de soltarse, la
individuación del propio cuerpo -como visceralidad, como inmediatez sin autocensura- provoca en el
espacio público un efecto de obscenidad. Esta viscosidad en escena es irónica en cuanto destapa los dos
lados de una misma cultura seudoglamorosa: el canto a la liberación y su inmediata domesticación en el
show business; el reclamo prometeico de un cuerpo fetichizado luego como sex symbol.
Para incrementar la viscosidad el vocalista en escena desacelera el ritmo de los cuerpos y se instala en lo
reprimido. Rompe la secuencia ligera y subliminal del spot publicitario, y en este ralenti deja que el pulso
irrumpa en la superficie de las cosas. Algo logra atascarse, algo hace demorar el movimiento. La obscenidad
de Morrison se alimenta de esta demora que se instala en la invitación al placer fálico, de la
Inquietanternente prolongada" transgresión del libreto, de la desmesura con que dilata la procacidad y que
puebla el espacio público con una consistencia rara, lo superpuebla, lo extrovierte.
Este detenimiento en la irrupción (y también al revés: esta irrupción- de-lo- detenido) viola la liviandad
del espectáculo y del glamour pop. E indirectamente impugna a esas masas que subliman sus deseos
perversos en el simulacro ligero de las canciones rimadas tipo Mellow-Yellow. Allí Morrison rompe la
complacencia y transgrede la transacción: ese tiempo excesivo en que relame su propio deseo frente al
público no es fácil de domesticar.
El gesto dionisíaco de Morrison disuelve, pero lo hace sobre un escenario pautado. La mezcla de antípodas
encarna en este montaje de la disolución. Se trata de armar un escenario para desperfilarlo y despilfarrarlo:
generar un despliegue de producción, que al momento del paroxismo en escena invierte y derrumba su
trabajo precedente. Morrison como sátiro de masas en la producción especular y espectacular de la sociedad
industrial. "Performa7 su ritual de transgresión satírica en un medio construido, urbanizado y tecnificado.
No la orgía báquica sino la dilapidación del setting, con el emblemático sacrificio-rock de la primera guitarra
sobre el estrado. La destitución del escenario invita al público a la disolución del yo en un ritual de masas.
Pero en tanto es disolutiva, esa "performance" no invita a nada: mero acto que sólo ex post deviene
concepto, cuando ya el gesto perdió la vibración de su puesta en escena. Última ironía de Morrison: hay que
borrar la huella, y luego borrar la borradura.
Cinco casos clínicos. Vivieron poco o vivieron mal. Redentores invertidos: condensaron en el desasosiego
personal el malestar latente de un mundo complaciente. Los une un hilo que gotea sangre atorada y un
soplido que quiere desatorar la sangre.
Cinco maneras de ironizar. Treparon los peldaños oblicuos en que se cruzan la ceguera y la visión. Mirando
de soslayo desnudaron de lleno.
Cinco delirios lúcidos. Lanzados a los extremos, en los extremos respiraron el aire enrarecido y despoblado
de las tierras de nadie. Pero a la vez excedidos de oxígeno. Murieron varias veces, y otras tantas miraron por
el tragaluz de la disolución de los cuerpos.
Cinco formas de alquimia. Vivieron mal y transmutaron mucho. Congelaron todo en la mueca de la
carcajada. Conjuraron fantasmas a fuerza de provocarlos. Cuanto más fracasaron, más lejos llegaron.
Ya no están. Son hachazos de luz en días de tedio.
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