La distribución social del conocimiento vista desde una ética de la

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Ensayos
Pampedia, No. 2, enero-junio 2006
La distribución social del conocimiento vista desde una ética de la autonomía*
José Arturo Herrera Melo
El hombre es un espíritu encarnado
G. Marcel
1. La lógica de la vida cotidiana*
En la actualidad parece ser que el único criterio de
verdad que da sentido a nuestras vidas es el de
utilidad; lo práctico ha ganado los aplausos de la
mayoría de los miembros de la sociedad, y la vida
diaria se construye bajo el estupor de un sano sentido
común, el cual teme a la abstracción y rinde tributo
desde sus huesos a la simpleza; el ahorro de tiempo,
dinero, energía, pensamiento y lenguaje ocupa
nuestra mente y orienta nuestras conductas hacia una
forma de vida que busca exclusivamente lo que sirve.
Las complicadas reflexiones de los pensadores
más sobresalientes de la humanidad se han dejado
de juzgar con el paso de los años, y las ideas que
dieron origen al estado actual de cosas pasan
desapercibidas a la conciencia en una dinámica social
tan sólo preocupada por producir.
Es probable que los seres humanos de hoy gastemos nuestra existencia produciendo objetos para
ostentar dignamente los 30 millones de años de
evolución que la especie heredó a partir de la aparición de los primates avanzados, o gocemos de los
beneficios de la bombilla eléctrica sin saber quién
fue ThomasAlva Edison, o nos liguemos ciegamente
a una serie de principios ideológicos materialistas y
productivistas sin saber que en nuestra propia
condición se encuentra la posibilidad de elección
entre formas de compresión del mundo. Los seres
humanos de hoy estamos atrapados en una especie
de doctrina viscosa, la cual, insensiblemente, envuelve a cualquier tipo de razonamiento rebelde, lo
inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por asfixiarlo.
En la última mitad del siglo xx, el grado en que la cultura
de masas ha colonizado el espacio social disponible a
la persona ordinaria para leer, discutir y pensar
*
Trabajo finalista en el Premio Nacional de Ensayo al
Estudiante Universitario, convocado por la Universidad
Veracruzana, 2004.
críticamente debe ser considerado como el principal
evento de la historia social en nuestro tiempo
(Aronowitz, 1983: 468).
La forma de vida de la que hoy gozamos ofrece, sin
duda, innumerables beneficios; la tecnología facilita
día con día la existencia y la hace menos complicada.
Vivir hoy significa habitar en un mundo mecánico que
no necesita ser explicado y mucho menos comprendido. Vivir hoy es aceptar una cosmovisión dada e
incuestionable en donde los sentidos de todas las
cosas ya están asignados. Los ¿por qué? del ¿por
qué? se han acabado y el espíritu inquisidor de la
razón humana se ha quedado en la práctica de unos
cuantos: investigadores, revolucionarios, artistas y
filósofos.
2. Un sofisticado modo de envilecimiento
El conocimiento que sustenta al pragmatismo científico
y es el artífice de la forma de vida que premia sólo lo
útil se ha colocado sobre todas las especies de
conocimiento; al parecer, las discusiones sobre qué
es se han superado por el principio de autoridad
pragmático (utilidad).
El pragmatismo vuelve su espalda de una vez para
siempre a una gran cantidad de hábitos muy estimados
por los filósofos profesionales. Se aleja de abstracciones
e insuficiencias, de soluciones verbales, de malas
razones a priori, de principios inmutables, de sistemas
cerrados y pretendidos «absolutos» y «orígenes». Se
vuelve hacia lo concreto y adecuado, hacia los hechos,
hacia la acción y el poder (William, 1973: 56).
En la actualidad no es frecuente discutir qué es conocimiento ni cuáles son sus condiciones ni sus fuentes
ni sus formas. Las personas en el uso cotidiano del
término, las más de las veces, entendemos por
«conocimiento» aquello que se nos informa, que es
aquello que algunos se encargan de delimitarnos. Así,
el uso del sentido propio del término «conocimiento»
será exclusivo de científicos, epistemólogos y
filósofos de la ciencia, dejando para la mayoría un
uso impropio y mezquino, conforme con designar sólo
aquello que pueda verificarse empíricamente y guarde
La distribución social del conocimiento vista desde una ética de la autonomía
una relación «útil» con el mundo. Los sujetos que se
enfrentan cara a cara con la realidad y la
experimentan a partir de una libre indagación, son
quienes prueban del modo más legítimo la
conformidad de la hipótesis con el objeto; son ellos,
únicamente, quienes, después de indagar con método
el estado de las cosas están autorizados a buscar la
sinergia en su hacer y a privilegiar lo práctico.
El problema fundamental que surge cuando el
hombre con método distribuye sus conocimientos es
que éstos omiten la descripción del estado bélico de
su mente antes de encontrarse con su sentido
práctico, lo cual hace que los sujetos de distribución
hipervaloricen su utilidad y pasen por alto su genética.
El hombre ordinario se deja seducir por la utilidad y
pocas veces valora la beligerancia que la propició,
esto es, la riña que en la mente del investigador
protagonizaba la incertidumbre y el deseo de certeza.
El conocimiento distribuido es así el conocimiento
práctico que la ciencia promueve y la actual forma
de vida es la forma de vida heredada del
pragmatismo. ¿Qué tan legítima puede ser, entonces,
esta distribución?, ¿se distribuye conocimiento, o sólo
su consecuencia?
Los sectores sociales que reciben el conocimiento
no tienen ya posibilidad de discriminación entre sus
tipos ni capacidad de jerarquización de sus fuentes
ni posibilidad de gradación de sus beneficios. La
distribución se convierte, de esa manera, en la práctica que permite el anclaje a una visión automatizada
del mundo. En el mejor de los casos, si se distribuyera
conocimiento en su sentido clásico (creencia verdadera justificada no basada en suposiciones falsas)
no habría tanta tendencia hacia el automatismo y la
antiautonomía, pero lo que se distribuye frecuentemente es información, esto es, el resultado al que
un hombre con método llega después de haber
librado una dura batalla en su mente; la distribución
de información, en este sentido, vuelve a los sujetos
mansos y debilita su condición de guerreros
epistémicos.
La comunicación de la ciencia por la enseñanza tiene
por objeto ahorrar ciertas experiencias a un individuo,
transmitiéndole las de otro individuo; son incluso las
experiencias de generaciones enteras las que se transmiten
a las generaciones siguientes por los libros acumulados
en las bibliotecas y las que le son así ahorradas (Ernst
Mach citado en R. Blanché, 1972: 320).
Cuando se distribuye un conjunto de resultados al
que una mente, y solamente una, llegó después de
mucho indagar, se pretende evitar al sujeto informado
la serie de «experiencias epistémicas genuinas»1 que
conformarán el carácter de su entendimiento y salvaguardarán su autonomía ante las irrupciones de una
doctrina viscosa que privilegia la utilidad sin restricción. La información recibida de modo acrítico
puede ser mal entendida como la explicación última
y definitiva de todo lo posible y no apreciada como
el catalizador para la generación de nuevos
conocimientos.
Las características de la información no requieren
el mismo tipo de creencia ni de justificación que el
conocimiento. La creencia y la justificación de la
información no están comprometidas con la propia
razón. Están más bien fundadas en la confianza en el
medio o la autoridad de donde se adquirió. La
información no implica el ejercicio de una auténtica
actitud epistémica, no implica la presentación de las
razones que la sustentan, sino sólo las razones que
sustentan su adquisición y su utilidad. La distribución
de información, más que de conocimiento, es un
signo de degeneración de la autonomía, pues la mente
ya no se preocupa por la búsqueda de razones
fidedignas que sustenten a las creencias. La
información obliga a saltar el proceso de búsqueda
de justificaciones e incita a aprender lo que no fue
objeto de la propia evaluación.
Aquí la relación entre distribución del conocimiento y autonomía parece ser más clara si cambiamos, con el fin de precisar, el término «conocimiento»
por el de «información».
Los defensores del pragmatismo de la ciencia se
han dado a la tarea de distribuir lo que a su juicio y,
juzgado desde sus propios principios es el conocimiento. Cuando se habla de distribución social del
1
Experiencias epistémicas genuinas = conjunto de acciones
inquisitivas llevadas a cabo de modo libre y autónomo por
la voluntad de un sujeto.
José Arturo Herrera Melo
conocimiento, o mejor dicho, de información, se dan
por supuestas demasiadas cosas, como la presencia
de un conocimiento que merece ser distribuido, o
debe existir alguien que lo distribuya. Se establecen
así marcadas relaciones de poder entre los que
distribuyen y a los que se les distribuye, aunque ése
no es problema, pues finalmente la historia de la
humanidad ha sido posible gracias a este tipo de
relaciones. Lo verdaderamente problemático es
cuando esa relación nos impregna con tal ideología
que no somos capaces de juzgar más allá de la visión
del mundo de la cual se nos informa.
Parece que se nos ha olvidado que la construcción
del mundo y de las cosas es el resultado de un
proceso dialéctico de ideas y acciones de todas las
personas a lo largo de la historia. Esta época se
presenta como la crisis de la razón libre y de la
auténtica autonomía.
Esto no quiere decir que sólo existan personas
con razón condicionada y no autónomas, más bien
significa que la autonomía y la razón se han entendido
en un solo sentido: el del pragmatismo científico. Esta
sofisticada técnica de envilecimiento ha puesto al
individuo en una situación tal que pierde contacto
consigo mismo y con su soberanía interior.
El cientificismo desempeña hoy el mesiánico papel
que desempeñaba la Iglesia hace unos siglos. La
razón y la autonomía son valoradas si y sólo si
contribuyen al mantenimiento y perfeccionamiento
de la estructura científica; así la fascinación por el
cientificismo anula la expansión de la razón hacia
parcelas del conocimiento que no son las impuestas
por éste. La metafísica es condenada por la
especificidad de las ciencias exactas, los relatos
religiosos rebajados a mitos improbables y lo místico
de las relaciones entre las personas reducido a
teorías de los estados mentales o teorías
contractuales. La racionalidad del hombre
contemporáneo marcha en un solo sentido y se
despliega bajo esquemas exclusivos de percepción
y de acción que evitan dilatarse fuera de los límites
impuestos por el cientificismo: «Las ‘reconstrucciones
racionales’ dan por supuesta la ‘sabiduría básica’,
no demuestran que es mejor que la ‘sabiduría básica’
de las brujas y los magos» (Feyerabend, 1975: 205).
3. La agonía de la auténtica autonomía
La vida de indagación parece que dejó de existir ya
hace mucho tiempo. Todo está explicado, y si no lo
está tiene que serlo desde una sola óptica. Las personas cada vez contribuimos menos en la construcción
del sentido de nuestro mundo, y la diversidad de
pensamiento se reduce, paradójicamente, al ritmo del
progreso científico. La autoridad del cientificismo se
nos ha impuesto de tal manera que pensar fuera de
éste significaría ser un neofóbico irracional, esto es,
un tonto que tema a la vanguardia.
Así, la autonomía se desvanece poco a poco; no
hablo de la que es aparente y se dice de las personas
que pueden elegir entre informaciones, vivir solas o
ser autosuficientes. Me refiero a la autonomía que
permite valerse del propio entendimiento y afrontar
los hechos de la vida con la frescura propia del espíritu
y la originalidad del Yo, la autonomía que propicia
no sólo recibir información, sino también generarla,
la autonomía que permite, además de ser objeto de
distribución de conocimiento o información, hacer
objetos de distribución de conocimiento o información.
No sería ilusorio pensar que la forma de vida de
la que gozamos actualmente encarna el triunfo de la
modernidad, es decir, del individualismo y del espíritu
científico. Sin embargo, no puedo dejar de hacer la
lectura de que esta época también representa la
agonía de la auténtica autonomía.
Los miembros del mundo, deslumbrados por los
beneficios de la ciencia, le conferimos a este tipo de
conocimiento el estatus más elevado nunca antes
dado a una creación humana, pero esta asignación
no es tan democrática como podría pensarse. Los
que confieren esta importancia son los científicos, y
todos los demás, en expresión de confianza a «las
mentes más brillantes del planeta», nos adherimos a
su consigna. Así, todo el pensamiento resulta convergente más que divergente, es decir, se piensa en un
solo sentido y bajo un mismo paradigma. ¿Es posible
una verdadera autonomía en tales condiciones?
El lema kantiano sapere aude, «ten el valor de
servirte de tu propio entendimiento», resulta imposible
en esta época, de qué manera se puede valer del
propio entendimiento si existe todo un blindaje
ideológico que resguarda el estatus del pragmatismo
La distribución social del conocimiento vista desde una ética de la autonomía
científico. La ciencia, en este sentido, se ha convertido
en la mansión cósmica que acoge la incertidumbre
ante lo desconocido. Se ha convertido en el arma
aniquiladora de todo tipo de escepticismo.
¿De qué manera es posible la autonomía cuando
todos habitamos la mansión de la ciencia y nuestros
ojos desean ver más allá de sus límites? ¿Será
entonces que la autonomía sólo puede ser entendida
en los términos del cientificismo y su versión de
racionalismo? Pensar y ser con autonomía representa
un auténtico desafío en los tiempos actuales.
El desarrollo de la ciencia y de los sistemas
políticos, económicos, mercantiles y sociales ya han
sentado las reglas del juego de la realidad, todas en
armonía con la ciencia, haciendo extremadamente
difícil lograr ideas o comportamientos que atiendan
al propio entendimiento. Sería absurdo ver hoy las
cosas con los anteojos de un reformador social o de
un profeta de la verdad. Sin embargo, no sería tan
absurdo hacer una reflexión mesurada sobre el papel
que como individuos desempeñamos frente a la
distribución de lo que se nos informa.
Los ideales ilustrados que detonaron una digna
forma de ver al mundo y propiciaron, en gran medida,
el desarrollo de la ciencia, son anulados por los
dogmas del cientificismo y del pragmatismo. El ímpetu
del espíritu aparece con menos frecuencia en lo
cotidiano de la vida, y la razón se ha vuelto tan
estrecha que muchas veces ni se percata de ello.
Los principios del cientificismo se han convertido en
nuestros tutores ideológicos, en nuestros criterios
trascendentales y en nuestros antídotos contra la
autonomía. Hoy ya no nos preguntamos por la propia
existencia, ni siquiera sobre nuestras creencias; en unas
palabras: vivimos en automático; y no es que debamos
ser curiosos todo el tiempo o verificar desde una
epistemología de base cero cada información que se
nos distribuye, sino más bien, pienso, que es
indispensable hacer consciente la posibilidad de
envilecimiento a la que estamos expuestos cuando a
nuestra mente se le ha evitado experimentar la lucha
entre incertidumbre y deseo de certeza.
Algunas alternativas
La intención de este escrito no es aplaudir, y mucho
menos fomentar una ideología de izquierda basada
en la cultura de la destrucción; es, más bien, recordar
que, en el devenir de lo cotidiano, nuestra autonomía
peligra si adquirimos sin factura de análisis todo lo
que se nos distribuye.
La diversidad y originalidad del pensamiento se
reduce cada día más, y el catálogo de acciones que
podemos realizar está limitado al impuesto por los
dogmas del cientificismo. Es frecuente sólo pensar
y anhelar lo que el pragmatismo científico, en
conspiración con prácticamente todos los ámbitos
de la vida en comunidad, nos ha enseñado.
Una verdadera autonomía no consistirá en
rechazar y condenar los beneficios de los que gozamos, ni tampoco en cultivar una actitud negativa hacia
el cambio y el aprendizaje, ni en buscar razones
absurdas para derrocar a las autoridades intelectuales
o sociales que nos explican parte de la realidad, ni
en caer en un individualismo egoísta que sólo busque
el propio beneficio, ni en convertirse en el soberano
juez de los hechos del mundo y de las personas, ni en
construir una versión de mundo sólo asequible a la
propia conciencia. La verdadera autonomía consistirá,
pues, en la autoemancipación por medio de la elección
y la creación. ¿Qué significa esto?, que los hombres
podemos ser autónomos sólo en la medida en que
podamos decidir desde la autoconciencia lo que
deseamos y buscamos de las cosas, y en la medida
en la que podamos crear algo en beneficio del
mundo. Se ha hecho hábito no elegir sino sólo asentir
por lealtad al grupo de pertenencia, y no crear sino
sólo reproducir o construir con elementos dados.
Un hombre sólo puede ser libre o seguir siéndolo en la
medida en que permanezca vinculado a lo trascendente,
sea cual sea por lo demás la forma particular que pueda
presentar este vínculo; pues es demasiado evidente
que no se reduce necesariamente a tipos de plegaria
homologados y canónicos. En particular diría que, en
el caso del verdadero artista, a condición de que no
ceda a las innumerables tentaciones a las que hoy está
expuesto: tentación de sorprender, de innovar a
cualquier precio, de encerrarse en un mundo privado
que comunique lo menos posible las formas eternas,
etc., digo que el artista verdadero experimenta de la
José Arturo Herrera Melo
manera más auténtica y profunda esa relación con lo
trascendente. Pero nada sería más falso y peligroso
que fundar sobre esta observación un esteticismo cualquiera. Hemos de reconocer que existen modos de
creación ajenos al orden estético y que están al alcance
de todos; y es como creador, por humilde que sea el
plano en que dicha creación culmine como cualquier
hombre puede reconocerse libre (Marcel, 1993: 33).
La autonomía de la que hablo no es de naturaleza
metafísica ni de contenido exclusivamente teórico;
por el contrario, es una que tiene como principio la
acción para el progreso, sólo que ésta con
inspiración propia y no asignada o distribuida.
Es muy importante señalar que esta autonomía
supera a la que puede concluirse de un individualismo
o de un colectivismo. No se puede ser autónomo si
se está en contra de todos y se rige la vida con creencias solipsistas o si se conduce uno por el mundo
atendiendo a todos los intereses menos al propio.
La verdadera autonomía demanda el juego
armónico entre los deseos personales y el cumplimiento de los deberes sociales, teniendo como
principio básico la elección para la creación. El hombre de hoy no sólo tiene la difícil tarea de encontrar
el justo medio entre lo que espera del entorno y lo
que el entorno espera de él, sino también tiene la
difícil tarea de elegir aquellas prácticas que, después
de haber encontrado el justo medio, le permitan crear
algo. Esta autonomía representa la apología de la
soberanía interior, la lucha por el derecho a la
resignificación y la puesta en marcha de una ideología
de la liberación de vanguardia.
En esta sociedad en donde la información
distribuida tiene la fuerza de engendrar una ideología
capaz de anular nuestra autonomía, no está por
demás hacer una reflexión al respecto que permita
por lo menos, a nivel discursivo, recordar algunos
principios que nos han permitido llegar al estado
actual de cosas. Los seres humanos sin autonomía
no contribuimos con nada al mundo y sólo habitamos
una mansión construida por todos, menos por
nosotros. Sin autonomía somos como espectros
anónimos habitando en un mundo inalterable, en
donde la mejora para nuestra vida se espera y no se
busca. La gallardía de la verdadera autonomía es
potencia creadora, es magia reveladora de
alternativas y posibilidades, es materialización de la
condición humana y encarnación de su espíritu.
Las repercusiones sociales de no poseer
autonomía se hacen evidentes en muchos casos de
pobreza o desempleo. Los no autónomos esperan
sentados que el cambio llegue del cielo o del Estado
y no buscan alternativas para superar las crisis. Debe
ser tarea común del Estado, la iniciativa privada y la
sociedad civil promover en todos los espacios
sociales este tipo de autonomía, pues considero que
de este modo se dignificarían significativamente las
relaciones entre las personas y las instituciones. Así,
la autonomía, con las condiciones señaladas, puede
hacer mancuerna con los beneficios de la ciencia y
las políticas públicas para desarrollar un progreso
democrático, pues finalmente, considero, eso es lo
que buscan tanto la ciencia como cualquier noble
creación humana.
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