La Extinción de Especies

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LA EXTINCIÓN DE ESPECIES: ¿POR QUÉ PREOCUPARNOS?
Ignacio Jiménez Pérez1 y Astrid Vargas2
1
The Conservation Land Trust Argentina y 2Programa de Conservación Ex-situ del Lince Ibérico
Citar como: Jiménez, I. y A. Vargas. 2007. La extinción de especies: ¿porqué preocuparnos?.
Págs. 64-67 en Sostenibilidad: reescribir el futuro. ACCIONA.
¿Quién no ha visto alguna vez a un tigre en un zoológico, un circo o en un documental
televisivo? El tigre representa poder, elegancia, ferocidad, nobleza... lo salvaje. Este animal es
tan familiar que su imagen forma parte de nuestra memoria colectiva tanto como el pelo
despeinado de Albert Einstein, ciertos partidos de fútbol, el look cambiante de Madonna o las
eternas noticias sobre el conflicto de Oriente Medio. Sin embargo, pocas personas son
conscientes de hasta qué punto la historia de este animal refleja el efecto que la especie
humana ha tenido sobre los organismos que han tenido que compartir su tiempo y espacio con
ella. Se estima que hace un siglo había unos 100.000 tigres en su ambiente natural. Este gran
felino se extendía desde Siberia hasta los montes del Cáucaso y las islas de Indonesia,
habitando bosques boreales y templados, sabanas monzónicas, grandes montañas y selvas
tropicales.
Actualmente se piensa que quedan menos de 5.000 ejemplares de esta especie, el
80 por ciento de ellos refugiados en el subcontinente indio. Durante el siglo pasado el tigre se
extinguió en Turquía, Irán, Afganistán, Rusia central, Bali, Sumatra y actualmente está
prácticamente extinto en China y seriamente amenazado en Siberia. La población de tigres
que habitan zoológicos, circos y colecciones privadas sin duda sobrepasa la población
silvestre de este gran félido.
Otros poblaciones de animales silvestres están todavía en peores circunstancias. Por ejemplo,
se estima que quedan menos de 50 rinocerontes de Java vivos en la actualidad. Un poco más
de suerte tiene su primo más peludo, el rinoceronte de Sumatra, cuya población se estima en
menos de 400 individuos. Más cifras: quedan unos 1.000 ejemplares de oso panda gigante,
menos de 100 baijis —delfines del río Yangtze—, cerca de 200 linces ibéricos, 400 caimanes
chinos, menos de 500 focas monje mediterráneas, unas 200 parejas de águilas imperiales
ibéricas, unos 300 gorilas de montaña, menos de 100 cuervos de las islas Marianas, 86
kakapos —un loro no volador— de Nueva Zelanda, por sólo citar algunos ejemplos ilustres.
Hasta aquí hemos ofrecido una lista seleccionada de las especies conocidas que están al borde
de la extinción. Otras tuvieron menos suerte en los últimos siglos.
Veamos algunas historias ejemplares. La vaca marina de Steller, un mamífero marino de
cuatro toneladas de peso que habitaba en el estrecho de Bering, fue descrita por la ciencia en
1741 para que apenas en 20 años fuese cazada hasta su extinción total por los balleneros rusos
que faenaban por la zona. En 1844 una expedición científica islandesa acabó con la última
pareja conocida de alca gigante, una gran ave marina incapaz de volar, que en tiempos
históricos habitó el norte y sur de Europa, Marruecos y Norteamérica.
En 1914 moría en el zoológico de Cincinnati Martha, la última paloma migratoria. Esta
especie debió ser en su momento el ave más numerosa del mundo. Los cronistas que
exploraron Norteamérica describen bandadas de millones de estas aves que oscurecían el cielo
durante horas a su paso y que rompían bajo su peso las ramas de los árboles donde se
posaban. Sin embargo, esto no impidió que en menos de dos siglos fueran perseguidas hasta
su extinción. Veintidós años después fallecía en otro zoológico el último ejemplar conocido
de tigre de Tasmania, un carnívoro marsupial cuyo exterminio fue financiado activamente por
el gobierno australiano al considerársele un impedimento para el desarrollo ganadero. Como
cierre a esta pequeña muestra de necrológicas animales podemos citar el último caso notable,
el cual tiene a España como triste protagonista: el 5 de enero de 2000, en el Parque Nacional
de Ordesa, moría Celia, el último ejemplar vivo de bucardo o cabra pirenaica.
Ante este panorama muchos se preguntan: ¿cuál es la gravedad real de estos procesos de
extinción?, ¿acaso no es natural que las especies se extingan, ya que esto siempre ha
sucedido?, ¿tiene sentido preocuparnos por algo así cuando la humanidad tiene desafíos más
serios en los que centrar sus esfuerzos?, ¿acaso no es la extinción de unas pocas especies un
precio inevitable y justificado a cambio del progreso y bienestar humanos? Para contestar a
estas preguntas conviene bucear en la historia de la humanidad en busca de las causas de la
actual crisis de extinción. Esta perspectiva histórica nos puede ayudar a comprender mejor la
gravedad de este problema y, de ese modo analizar el impacto que podría tener no sólo sobre
el mundo en el que vivimos y que esperamos dejar a nuestros sucesores, sino también sobre la
imagen que tenemos de nosotros mismos como especie.
Retrocedamos unos 100.000 años. Es en esta época cuando encontramos los primeros fósiles
de Homo sapiens anatómicamente modernos en África. Hasta ese momento de la historia
habían existido varias especies de homínidos emparentados con nosotros, incluyendo nuestros
antepasados directos, que habitaron mayoritariamente en las áreas de clima tropical y
subtropical del Viejo Mundo, con la excepción del popular hombre de Neardenthal que vivió
principalmente en áreas frías y templadas de Europa y Asia. Estos homínidos tuvieron cientos
de miles de años para coevolucionar con la fauna de estos tres grandes continentes, lo que
seguramente permitió que muchas especies animales lograran desarrollar mecanismos más o
menos eficientes para huir de los ataques de estos extraños primates bípedos.
Algo debió de cambiar con la aparición del hombre moderno. Algunos apuntan a la aparición
del lenguaje hablado —un logro que no deja pistas en el registro fósil— como el punto de
inflexión en este proceso. Por el motivo que sea, parece que los humanos comenzamos a
expandirnos gradualmente a lo largo del globo, hasta alcanzar regiones y continentes hasta
entonces inalcanzados. Y con este proceso de expansión y exploración los Homo sapiens,
ahora equipados con un lenguaje complejo, con armas y útiles nuevos, así como con el fuego
—que probablemente ya habían aprendido a utilizar sus antecesores—, comienzan a crearse
un cuestionable currículo como, por decirlo metafóricamente, Homo supercazador.
La primera parada en nuestra incipiente carrera como hooligans planetarios debió de suceder
hace unos 50.000 o 60.000 años. En esa época el descenso de las temperaturas motivado por
la era glaciar provocó la bajada de los niveles del mar, lo que, a su vez, favoreció el acceso a
áreas hasta ese momento inexploradas por nuestra especie. Se estima que por esta época
llegaron los primeros humanos al continente australiano, seguramente usando embarcaciones
sencillas de caña, totora o similares. Las pruebas genéticas y lingüísticas nos hacen pensar que
este arribo a Australia fue seguramente un hecho más o menos esporádico, ya que no existen
evidencias de un flujo constante de personas entre Australia y el sudeste asiático durante los
milenios subsiguientes. Por esporádico que fuese, sus consecuencias sobre la fauna nativa
australiana difícilmente pudieron ser más severas.
Antes de la llegada de los humanos, Australia albergaba una rica fauna en la que abundaban
especies de gran tamaño como las aves ápteras del género Genyornis, emparentadas con los
actuales emúes, pero con un peso que superaba los 80 kilos. Como posibles depredadores de
estas aves se encontraban varanos gigantes de más de seis metros de longitud. Estos animales
convivían con marsupiales que se asemejaban en tamaño y apariencia a rinocerontes, leones y
perezosos gigantes, además de varias especies de canguros gigantes y una tortuga terrestre
que alcanzaba el tamaño de un coche pequeño. Esta megafauna debía de tener millones de
años de antigüedad pero desapareció de manera drástica en unos pocos milenios después de la
aparición de los seres humanos en la gran isla continente.
La segunda parada en nuestra notable carrera destructora estuvo también relacionada con la
Edad del Hielo. Entre 20.000 y 13.000 años atrás la combinación de grandes hielos y bajos
niveles marinos permitieron la entrada de los primeros humanos al continente americano a
través del estrecho de Bering. Por esa época las llanuras norteamericanas se asemejaban a las
sabanas africanas de nuestros días, con manadas de elefantes y caballos o cebras perseguidas
por leones, tigres de dientes de sable y hienas, junto a mamíferos tan exóticos para los
humanos recién llegados como los camélidos americanos, los perezosos gigantes, o los
gliptodontes —armadillos gigantes de más de una tonelada de peso—. Al igual que pasó en
Australia, ninguno de estos animales había visto un hombre antes y, por lo tanto, no había
sido naturalmente seleccionado para temerlo.
La expansión humana por el Nuevo Continente fue fulgurante. En uno o dos siglos ya habían
llegado los primeros humanos hasta la Patagonia. En Sudamérica encontraron más animales
enormes cuyos nombres dan muestra de su carácter único: macrauchenias, toxodones,
gomphoterios, milodones o megaterios. Todos estos grandes animales ya se habían extinguido
hace unos 10.000 años, apenas unos siglos después de que los humanos aparecieran en
escena, en lo que representa apenas un instante en términos evolutivos. ¿Qué quedó de la
megafauna que habitaba la región antes de la llegada del hombre? Apenas los bisontes, tapires
y manatíes. Del resto de las especies supervivientes no quedó prácticamente ninguna que
tuviera un tamaño superior al de una persona adulta.
Poco después de esta primera «conquista de América» tuvo lugar el siguiente salto en nuestra
carrera por el dominio del Mundo Natural. Hace unos 10.000 años, probablemente como
resultado del final de la época glacial, comenzó el proceso de domesticación de plantas y
animales en varios lugares del mundo. Esta revolución agrícola tuvo lugar en diferentes
épocas en Oriente Medio, China, Nueva Guinea, Mesoamérica y los Andes. La posibilidad de
producir alimentos de manera más o menos predecible provocó una verdadera revolución
social y ecológica. Como consecuencia de este fenómeno, los humanos comenzaron a crear
núcleos urbanos, sistemas de irrigación, castas y jerarquías donde destacaban los nobles,
guerreros y sacerdotes, y religiones claramente emparentadas con las estructuras jerárquicas
gobernantes. Los grandes grupos agricultores (a menudo organizados en estados o imperios)
se expandieron a costa de los hasta entonces dominantes cazadores-recolectores hasta
empujarlos a las áreas ecológicamente marginales para los cultivos y el mantenimiento de
animales domésticos. La fórmula se ha repetido múltiples veces desde entonces: los más y
mejor armados siempre pueden contra los menos y peor armados.
El impacto que la revolución agrícola tuvo sobre la cultura humana está en la raíz de muchos
de los problemas ambientales que sufrimos actualmente. Gracias a su paquete de cultivos y
animales mutualistas el hombre comienza a crear una cosmovisión en la que aparece
alternativamente como dominador, cuidador, heredero o gerente de la enorme diversidad que
le rodea. Se traza una línea histórica. De un lado, estamos nosotros, con nuestro ejército de
aliados (trigo, maíz, vacas, cerdos, etcétera) del otro, el resto de la «Creación». Así, los
humanos agricultores se esfuerzan por ganar terreno frente al enemigo, frente a lo salvaje, lo
desconocido, para crear un ambiente controlado donde se pueda sentir seguro: áreas abiertas
cultivadas y pobladas por criaturas «benignas» que nos proveen de alimentos, o nos sirven de
bestias de carga o compañía. El proceso ya no se limita a la cacería de los animales más
grandes y lentos, sino a la transformación activa del entorno para domesticarlo. Se puede
decir que la revolución agrícola crea a un nuevo tipo de hombre empeñado en alterar y
dominar el entorno en el que vive, el Homo transformador. Éste añadirá a la cacería dos
nuevos impactos sobre las especies silvestres: la transformación y destrucción de sus hábitats
y la introducción de especies acompañantes que comienzan a predar o a competir con las
especies nativas.
La historia de la expansión marítima de los pueblos polinesios y su impacto sobre las especies
y ecosistemas insulares es especialmente representativa. Los polinesios, en un increíble acto
de audacia y capacidad náuticas, fueron el primer grupo humano que llegó a la isla de
Madagascar. Esto debió de suceder alrededor del siglo VII. En un par de siglos, los polinesios
lograron poblar la mayor parte de las islas a la vez que exterminaban dos especies endémicas
de hipopótamos, nueve especies de lemures cuyos tamaños oscilaban entre el de un papión y
un gorila, una mangosta del tamaño de un puma, el cerdo hormiguero malgache —un animal
tan extraño que, de estar vivo, ocuparía por sí solo un orden único de mamíferos—, además
de todo un género de aves, los Aepyornis, las mayores de las cuales medían hasta tres metros
de altura y pesaban más de una tonelada.
El proceso se repitió con resultados similares cuando los mismos polinesios llegaron a Nueva
Zelanda a finales del siglo
XIII.
¿Las víctimas más notorias?: los moas, aves ápteras que, por
un proceso de radiación adaptativa en una isla donde no existían los mamíferos terrestres,
habían ocupado los nichos ecológicos de las marmotas, conejos, ciervos e incluso
rinocerontes. La mayor de estas aves, conocida como Dinornis giganteus, pesaba unos ciento
cincuenta kilos. La principal predadora de estas aves era Harpagornis moorei —la mayor
águila conocida hasta ahora, con un peso de 13 kilos— desapareció junto con ellas.
Quizás el caso más representativo y citado de este proceso sea el de la Isla de Pascua. Cuando
los polinesios llegaron a esta isla remota alrededor del siglo
X
estaba cubierta de bosques
subtropicales y albergaba la que probablemente fue la colonia de aves marinas más numerosa
del Pacífico, abundantes poblaciones de mamíferos marinos y, como es habitual en las islas
oceánicas, hasta seis especies endémicas de aves terrestres. Estos recursos naturales sirvieron
por un tiempo para el desarrollo de una densa población humana y para la fabricación de las
grandiosas estatuas o moais que han hecho famosa a esta isla. Pero los años de prosperidad
basados en la sobreexplotación de la fauna y la flora tuvieron su final. Cuando el capitán
Cook realizó la primera descripción detallada de esta isla en 1774 se encontró con un paisaje
desolado y una población nativa que vivía en un estado equiparable a los pueblos de la Edad
de Piedra. Para entonces probablemente se habían extinguido 21 especies de árboles nativos,
todas las aves terrestres y habían desaparecido la mayor parte de las aves marinas. Historias
similares, aunque con un lado menos dramático en el aspecto humano, se repitieron en Fiji,
Samoa, Tonga, Las Marquesas y Hawai según iban colonizándolas los navegantes polinesios.
Un proceso de empobrecimiento biológico imparable.
En Europa se hicieron raros, cuando no desaparecieron totalmente, los osos, lobos, linces,
bisontes, tarpanes, focas monje, ballenas y quebrantahuesos. Probablemente sea Europa el
continente donde las áreas y especies silvestres fueron dominadas con mayor éxito. Y es en
Europa y Norteamérica, con la invención del motor de combustión y el uso doméstico e
industrial de la electricidad a finales del siglo
XIX,
donde se daría el siguiente paso en busca
de un progreso económico y tecnológico ilimitados: la Revolución Industrial.
Durante el siglo
XX
el Homo industrial multiplica exponencialmente su impacto sobre la
diversidad biológica que lo rodea. Se «inventa» la contaminación con tóxicos que se renuevan
a cada década, crece la población humana como nunca en la historia gracias a los avances
médicos, se transforman hábitats naturales a una velocidad hasta entonces impensable,
especialmente en los hasta entonces indomables trópicos, se desarrollan técnicas de pesca
industrial que logran que colapsen o se extingan comercialmente la mayoría de los grandes
bancos pesqueros del planeta, se explotan los mantos acuíferos por encima de su capacidad de
regeneración. Al final del milenio pasado se estima que la empresa humana constituida por
nuestra especie y su cohorte de plantas y animales domésticos, más la extracción pesquera
realizada por nosotros, lograron acaparar alrededor de la mitad de la producción primaria del
planeta. Una tarea notable para unas decenas de especies que habitan un planeta donde
coexisten millones de otros organismos diferentes.
Justo durante el siglo pasado surge el movimiento conservacionista internacional y se
comienza a debatir públicamente el problema de la extinción de especies. En los años ochenta
y noventa se comienzan a realizar las primeras estimaciones de lo que comienza a
denominarse en círculos científicos como la Sexta Gran Extinción. Según los cálculos
realizados a finales del milenio, se estarían extinguiendo cada año entre 1.000 y 10.000
especies por cada millón de especies existentes. La mayor parte de ellas ni siquiera habrán
tenido la oportunidad de haber sido descritas por la ciencia.
Sin embargo, en apenas 10 años un nuevo proceso mucho más complejo, difícil de predecir y
de consecuencias potencialmente más catastróficas amenaza con convertir estos cálculos en
meras subestimaciones desactualizadas del problema. Se trata del cambio climático, el último
fruto de nuestro proceso de crecimiento e industrialización.
En el momento de escribir estas páginas el World Watch Institute, una de las organizaciones
internacionales más prestigiosas en temas ambientales, resume en su web una revisión de los
hallazgos científicos publicados en 2005 relacionados con el impacto de este fenómeno sobre
los ecosistemas naturales y las especies que los habitan. Éstos incluyen, entre otros, la
estimación de una reducción de entre el 25 por ciento y el 42 por ciento de los hábitats
silvestres en África subsahariana para el año 2085, la disminución para finales de siglo de un
50 a 80 por ciento del hábitat de 16 especies de mariposas estudiadas en España, y el registro
de una disminución en la reproducción de focas antárticas como efecto de la reducción de las
poblaciones de krill motivado a su vez por un aumento de la temperatura de la superficie del
mar, lo que probablemente afectaría a toda la cadena trófica antártica. A éstos se sumaría el
hallazgo de una acidificación generalizada de las aguas marinas como fruto de la absorción
masiva de dióxido de carbono, lo que puede perjudicar los procesos de formación de carbonato
de calcio por parte de infinidad de invertebrados marinos (muchos de ellos de valor comercial,
como las ostras, almejas y mejillones) y el desarrollo y mantenimiento de los arrecifes de
coral.
En unos 60.000 años, apenas un instante para la historia de nuestro planeta, nuestra especie ha
pasado de ser un «asesino en serie» de grandes animales a convertirse en una fuerza geofísica
capaz de alterar el ciclo hidrológico mundial, la dirección e intensidad de los grandes vientos,
la frecuencia y potencia de los huracanes, el fenómeno de El Niño, la actividad fotosintética
global, los ciclos productivos de los grandes océanos y la composición química de la biosfera,
entre otros fenómenos. Desgraciadamente carecemos de conocimientos y mecanismos para
controlar sus efectos presentes y futuros.
Es cierto que en condiciones naturales las especies tienden a extinguirse. Lo relevante del
proceso motivado por nuestras actividades es que ha elevado exponencialmente la velocidad a
la que éstas se están extinguiendo. Según los expertos en biodiversidad en la actualidad
estamos presenciando un proceso de desaparición de especies que es entre 100 y 10.000 veces
más rápido que el observado a lo largo del 95 por ciento del registro fósil. La tasa actual de
extinción global sólo se puede comparar con los periodos catastróficos que marcan el cambio
de edades geológicas, el último y más conocido de los cuales fue seguramente causado por la
caída de un meteorito en Yucatán y provocó la extinción de los dinosaurios, entre otros
grupos. Mientras la evolución necesita miles o millones de años en crear una nueva especie,
nosotros estamos eliminando millares de ellas en unas décadas. ¿Es natural? Sí o no,
dependiendo de si consideramos que cualquier actividad humana es natural al ser nosotros,
ineludiblemente, parte de la naturaleza y la evolución. ¿Normal? Sólo si nos comparamos con
los otros raros momentos en que sucesos catastróficos provocaron extinciones masivas.
¿Deseable? Difícilmente.
Desde los albores de nuestra historia la Empresa Humana ha basado su bienestar en el
consumo de numerosas especies silvestres. A pesar de nuestra eficiente agricultura y
sofisticada tecnología esta dependencia sigue vigente. Veamos algunas cifras recopiladas en
la década previa. El consumo global anual de productos de madera y leña fue estimado en
418.000 millones de dólares, cerca del 2 por ciento del producto bruto global. Las pesquerías
marinas, basadas mayoritariamente en especies silvestres, producían beneficios globales por
un valor superior a 70.000 millones de dólares. El consumo de carne de caza proveía cerca del
75 por ciento de la proteína consumida en un país como Liberia con un valor total estimado
en 42 millones de dólares, mientras que en Guinea Ecuatorial constituía entonces el 50 por
ciento de la proteína consumida en áreas urbanas. Claro que uno puede aducir que estos datos
reflejan la dependencia en la carne silvestre de los países menos desarrollados, lo cual
contrastaría con el hecho de que en Suecia, uno de los países con mayor nivel económico y
social del planeta, el valor de la carne silvestre cazada en 1987 fue estimado en 87 millones de
dólares.
El mercado global de la herboristería, buena parte del cual se basa en especies silvestres
extraídas de áreas naturales, alcanza un valor anual cercano a los 10.000 millones de dólares.
Las cifras relacionadas con el tráfico de animales silvestres y sus productos (cueros, pieles,
cuernos, plumas, etcétera) son igualmente impresionantes, lo que hace pensar a los expertos
que el mero tráfico ilegal de estos productos puede competir en importancia económica con el
de estupefacientes y armas. La mayor parte de estas actividades económicas, excepto quizás la
industria forestal, depende del mantenimiento de poblaciones viables de especies silvestres
que nunca llegarán a ser domesticadas y que sólo pueden «producirse» en sus hábitats
naturales.
La carne de caza, la pesca, la madera, las hierbas, pieles, cueros y mascotas son productos
silvestres que nuestra especie ha cosechado desde tiempos milenarios, pero la diversidad
biológica de nuestro planeta puede servir de base para industrias mucho más novedosas.
Pensemos en la ingeniería genética, una actividad que en las últimas décadas ha dado el salto
desde la ciencia ficción hacia el presente más inmediato. Para esta industria cualquier
organismo (animales, plantas, bacterias, virus, hongos) puede servir como donante potencial
de genes que pueden ser transferidos a otros organismos para mejorar su rendimiento. Por un
lado, esta industria crea dilemas éticos y desafíos tecnológicos y legales hasta el momento
inexistentes, pero también presenta posibilidades insospechadas en la lucha contra el hambre
y las enfermedades. Usemos como ejemplo la creación del arroz dorado, una nueva variedad
experimental de este cereal que incluye genes bacterianos y de narciso que le permite fabricar
betacarotenos, un precursor de la vitamina A. El impacto que este logro puede tener sobre la
dieta y la salud de los 3.000 millones de personas que basan su dieta en este cultivo no debe
ser menospreciado.
Para entender hasta qué punto nuestro bienestar material está ligado al mantenimiento del
resto de la diversidad biológica hay que tener en cuenta la relación existente entre las especies
y los ecosistemas. Todos los organismos vivientes estamos ligados e interrelacionados
mediante complejas relaciones de depredación, competencia, mutualismo, simbiosis y
parasitismo. El conjunto de estas relaciones constituye un ecosistema, algo parecido a un
superorganismo que abarca no sólo a la infinidad de organismos que habitan en un lugar y
tiempo determinados, sino también a las relaciones existentes entre ellos. Bosques, selvas
pluviales, sabanas, pantanos, estuarios, manglares, tundras, maquias mediterráneas, desiertos,
lagos, son algunos ejemplos de estos superorganismos. A lo largo de la historia de nuestro
planeta estos ecosistemas han ido coevolucionando junto a las especies que los conforman.
No se pueden comprender los unos sin los otros. No se pueden mantener los unos sin los
otros. Cada especie sólo tiene sentido como fruto de un proceso evolutivo que ha sucedido en
un contexto ecológico concreto. Los ecosistemas naturales, terrestres y acuáticos, constituyen
máquinas extremadamente eficientes de creación y manejo de energía, y el conjunto de todos
ellos forma la biosfera, la pequeña área de nuestro planeta donde los humanos nacemos,
crecemos, gozamos, sufrimos y acabamos pereciendo.
Los ecosistemas naturales se encargan de la creación, transporte, depuración y
almacenamiento del agua, nuestro líquido vital. Del mismo modo, producen el oxígeno que
respiramos y almacenan el dióxido de carbono y otros gases de invernadero que producimos.
Regulan el clima, sirven como barreras naturales para fenómenos naturales como los
huracanes, terremotos o tsunamis; proveen servicios de control biológico y polinización para
nuestros cultivos, mientras crean y enriquecen los suelos sobre los que éstos crecerán; tienen
la capacidad de recircular y depurar nuestros desechos tóxicos; y sirven como medio de
transporte para cientos de millones de humanos. En 1997 un grupo de economistas y
científicos ambientales utilizaron múltiples bases de datos para estimar el valor económico de
los servicios provistos por los ecosistemas naturales. El valor final fue de unos 33 millones de
millones de dólares anuales, lo cual casi duplicaría el producto mundial bruto, estimado por
entonces en 18 millones de millones de dólares.
Sin embargo, tal y como hemos visto, los humanos llevamos modificando y simplificando
(por ejemplo mediante la extinción total o parcial de numerosos organismos) los ecosistemas
naturales desde hace milenios sin que esto haya impedido —más bien, al contrario— nuestra
proliferación como especie y nuestro crecimiento económico. Entonces ¿qué nos haría pensar
que no podemos seguir haciéndolo sin que esto implique un retroceso en nuestro progreso
material? Evidencias procedentes de dos fuentes diferentes vendrían a rebatir este supuesto.
En primer lugar, numerosos estudios independientes apuntan a que cuantas más especies
viven juntas, más estables y productivos son los ecosistemas que éstas componen. Bajo esta
afirmación podríamos entender por estabilidad la capacidad de los ecosistemas para seguir
suministrándonos servicios en el largo plazo, más allá de los cambios en las condiciones
exteriores, y por productividad la cantidad y calidad de estos servicios. En resumen: no sería
prudente asumir que podemos seguir empobreciendo los ecosistemas naturales y a la vez
seguir beneficiándonos de sus servicios. Nuestra dependencia cada vez más onerosa en los
pesticidas y fertilizantes industriales, en tecnologías de control de incendios y en los medios
artificiales de depuración, transporte y almacenamiento de agua, dan señal de esto.
En cuanto a la posibilidad de que nosotros mismos diseñemos y recreemos los ecosistemas a
partir de unos pocos organismos seleccionados, escapándonos así de la molesta necesidad de
conservar la gran mayoría de las especies existentes, hay un experimento que parece
desmentirla. En la década pasada un grupo de científicos diseñaron y construyeron en Arizona
el proyecto Biosfera 2. Su objetivo fundamental fue probar la posibilidad de crear un
ecosistema cerrado que funcionara como un «pequeño planeta tierra». Para ello se construyó
una gran burbuja en la que se sintetizaron fragmentos de selva lluviosa, desierto, matorral
espinoso, arrecifes de coral, océano y marismas. El proyecto costó 200 millones de dólares y
fue realizado por un equipo de científicos e ingenieros de punta. Cuando ocho voluntarios
entraron en el recinto, sus únicas conexiones con el mundo exterior fueron la electricidad y la
comunicación. Al principio todo funcionó bastante bien, pero luego las cosas comenzaron a
complicarse. Pasados cinco meses, la concentración de oxígeno descendió desde el 21 por
ciento original hasta un 14 por ciento, el equivalente al que se encontraría a más de 5.000
metros de altura, lo que hizo que se comenzara a bombear oxígeno desde el exterior para
mantener el experimento en funcionamiento. Paralelamente los niveles de dióxido de carbono
y óxido nitroso aumentaron alarmantemente hasta el punto de llegar a ser nocivos. Al mismo
tiempo comenzaron a extinguirse varias especies de las que fueron introducidas originalmente
hasta llegar a perderse 19 de los 25 vertebrados originales y todos los polinizadores, mientras
algunas especies de cucarachas, hormigas, chicharras y plantas vieron como sus números
crecían de manera explosiva. Biosfera 2 no fue un fracaso sino todo lo contrario, ya que,
probablemente a pesar de las intenciones de sus creadores, sirvió para mostrar nuestra
incapacidad para recrear artificialmente ecosistemas estables y plenamente funcionales.
En las líneas precedentes, y de manera deliberada, hemos basado nuestra defensa de la
diversidad biológica en las necesidades materiales de nuestra especie. Sin embargo,
consideramos que ésta no debe ser la principal razón para tratar de cambiar y revertir una
trayectoria que nos ha convertido en el culpable histórico y potencial de la desaparición de
miles de especies. Dicho cambio deberá basarse fundamentalmente en motivos éticos y
psicológicos. En lo que respecta a la ética, resulta extremadamente difícil encontrar alguna
religión o gran cuerpo filosófico —aparte del materialismo consumista y el cristianismo
apocalíptico de algunos grupos neoconservadores— que justifique que nuestro paso por este
planeta y nuestro progreso histórico tengan como fruto inevitable la exterminación,
marginalización o domesticación del resto de organismos que comparten tiempo y espacio
con nosotros. No sólo nos resulta difícil compaginar esta tendencia destructiva con los
principios éticos y morales que anunciamos como pilares de nuestro comportamiento, sino
más difícil todavía será justificar este comportamiento ante las generaciones que tengan que
vivir en un mundo biológicamente empobrecido.
Más allá de razones éticas y morales, existe suficiente evidencia empírica como para afirmar
que nuestro bienestar y crecimiento psicológicos están íntimamente ligados a la existencia y
experiencia de un entorno natural diverso. Edward Wilson acuñó el término biofilia para
referirse a la fascinación y dependencia innatas de nuestra especie hacia los estímulos
naturales. Desde nuestra infancia nos sentimos atraídos por el mundo natural, lo que hace que
sea normal que un niño de cinco años tenga una mayor facilidad para reconocer y nombrar
animales diferentes que, por ejemplo, futbolistas o modelos de coches. Todo apunta a una
tendencia innata, fruto de millones de años de evolución, hacia la curiosidad, observación y
disfrute de las innumerables formas del mundo natural. En general, la inmensa mayoría de las
personas se siente perturbada ante la noción de que una especie —sea un tigre, rinoceronte,
águila, lince o cocodrilo— desaparezca para siempre. Es cierto que esta preocupación se suele
restringir a unas pocas especies conocidas y más o menos carismáticas, pero nos hace pensar
en el origen de un sentimiento tan universal, sobre todo porque parece aumentar según
aumenta nuestro conocimiento y conexión con el mundo natural. De hecho, estudios basados
en encuestas realizadas en numerosos países demuestran cómo esta preocupación no está
limitada a los habitantes de sociedades prósperas que se «pueden preocupar por temas que
transciendan la satisfacción de sus necesidades diarias básicas», sino que incluso aparece con
especial fuerza entre los ciudadanos de países en desarrollo. Probablemente, la conciencia de
que estamos inmersos en un mundo naturalmente diverso, pleno de criaturas extrañas y
diferentes, forma parte intrínseca de la maravillosa y compleja experiencia de ser humanos.
Permanecer indiferentes e impasibles ante el progresivo deterioro del mundo natural puede
traducirse en un elevado precio en lo que se refiere a nuestro bienestar psicológico, anímico y
espiritual. Pensar que la especie humana puede recrear ecosistemas que igualen en
productividad, estabilidad y diversidad a aquellos que han sido el fruto de millones de años de
selección natural equivale a esperar que un niño de dos años pueda diseñar y enviar un cohete
a Marte. Eliminar consciente o inconscientemente miles de especies que han logrado
adaptarse perfectamente a su entorno gracias a un arduo e inimitable proceso de evolución,
equivale a prenderle fuego a una gigantesca librería de la vida cuyas páginas ni siquiera
hemos empezado a leer y comprender, pero que, sin duda están llenas de hallazgos que
pueden enriquecer nuestra vida en sentidos hasta ahora no imaginados. Crear un futuro
artificial y virtual donde las personas no puedan experimentar de primera mano la maravillosa
e increíble diversidad de estímulos del mundo natural implicaría rebajar ostensiblemente
nuestro concepto de calidad de vida.
En algún momento tendremos que detenernos a mirar los últimos milenios de nuestra historia
para reconocer que nuestra especie no está obligatoriamente destinada a dominar y alterar el
planeta vivo en el que hemos evolucionado y que, hasta el momento, aparece como nuestro
mejor, sino el único, hogar posible. Quizás en ese momento logremos aceptar nuestros
orígenes y limitaciones para transformarnos en Homo conservador, una especie con un
intelecto inigualado por ninguna otra criatura pero, a la vez, suficientemente humilde como
para ser consciente de que no puede vivir al margen o en contra de la diversidad biológica que
constituye la trama de vida sobre la que sustenta su propia existencia y felicidad.
No nos engañemos. Lo que está en juego no es el futuro de la vida en el Planeta Tierra, el cual
sin duda experimentará otra explosión evolutiva una vez que se haya esfumado nuestra huella
fugaz en él; sino el mundo en el que vamos a vivir y que vamos a dejar a las numerosas
generaciones que nos sigan, junto con el destino de millares de especies que pueden ver su
paso por este planeta dramáticamente reducido por haber tenido la mala suerte de compartir
su tiempo y espacio con el Homo sapiens.
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