caliban quinientos años más tarde

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CALIBAN QUINIENTOS AÑOS MÁS TARDE*
DE ACUERDO con la invitación que he recibido, hablaré sobre Caliban, y
con frecuencia desde él. Hace más de veinte años1 propuse al mítico hijo de
Sycorax como imagen de la cultura correspondiente a lo que José Martí llamó
* Invitado por la Universidad de Nueva York a desarrollar el tema que anuncia el título, en una mesa
redonda llamada Encuentro con el Otro (lo que hice el primero de octubre de 1992, compartiendo
dicha mesa con Kamau Brathwaite y Serge Gruzinski),recibí luego invitaciones de otras universidades
de los Estados Unidos. En varias de ellas (Iowa, Illinois en Champaign-Urbana, California en
Berkeley y Stanford, Nueva York en Purchase) ofrecí versiones ampliadas del texto inicial. Aun así,
por razones de tiempo, no pude leer todo el material que aquí se publica; ni pude, desde luego,
valerme de las notas al pie. Algunos pasajes del ensayo los utilicé en otros también escritos en 1992,
y dados a conocer en Buenos Aires, Jalapa, Veracruz, Madrid, Florencia y La Habana. Agradezco su
generosidad a las amigas y los amigos que me invitaron, así como a las instituciones que me
permitieron exponer mis preocupaciones y esperanzas. Y agradezco a Adelaida de Juan (con quien
compartí el reciente periplo estadunidense, como hace cuarenta años comparto la vida) el haber
puesto en un inglés tolerable, para alivio de los oyentes, estas páginas, varias de las cuales he tenido
ahora que traducir al español. Pues Adelaida, que sabe tanto de inglés y español como de arte (lo que
comprobaron quienes asistieron a las conferencias que dio al alimón conmigo), no sólo tradujo casi
todo, sino que hizo constantes sugerencias, aportó citas (a veces a partir de fuentes increíbles, como
el menú de un hotel en Iowa), refrenó mi enlaberintado estilo, escuchó sin cansancio y discutió sin
ira. Aunque lleve sólo mi firma, este trabajo, salvo en los costados delirantes, es pues también suyo:
lo que, por otra parte, debe ser dicho de cuanto he escrito a partir de mi primer libro de estudios, que
en 1993 cumple cuatro décadas de haberse terminado. El texto se publicó por primera vez en Nuevo
Texto Crítico, Nº 11, primer semestre de 1993.
1 Me refiero, naturalmente, al ensayo inicial de este libro.
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«Nuestra América» 2, la cual tiene vastas raíces mundiales. Pero el poderoso
concepto-metáfora que es Caliban (insisto: un «concepto-metáfora», en
forma alguna solamente «un nombre en una pieza») 3 aludirá en estas páginas
no sólo a la América Latina y el Caribe sino, como ha sido tan frecuente, a
los condenados de la Tierra4 en su conjunto, cuya existencia alcanzó dimensión única a partir de 1492.
Mi tarea aquí, según anuncié, es hablar desde Caliban, no siempre sobre él.
Esto es lo que el ojo de Caliban ve, lo que la voz de Caliban dice quinientos
años más tarde. Después de todo, es la mirada y no el objeto mirado lo que
implica genuinidad. Tal genuinidad de la mirada, para mencionar un ejemplo de otra importante zona del mundo, explica el hecho de que no haya
escritor más inglés que aquel cuyas historias ocurren no sólo en su pequeño
país sino también en Verona, en Venecia, en Roma, en Dinamarca, en Atenas,
en Troya, en Alejandría, en las tierras azotadas por el ciclón del Mediterráneo
americano, en bosques hechizados, en pesadillas inducidas por el ansia de
poder, en el corazón, en la locura, en ninguna parte, en todas.
Ahora, medio milenio después de 1492, los invito a hacer un alto en el ya
aburrido deporte de remontarnos quinientos años atrás, y participar en el
menos frecuente de remontarnos mil. Qué poquita cosa la Europa de 992,
¿verdad? Así como los egipcios, en la época en que practicaban un milenario
2 J.M.: «Nuestra América», La Revista Ilustrada de Nueva York, primero de enero de 1891. Se recoge
en J.M.: O.C., VI. Sobre la formación e irradiación de este concepto martiano, que se remonta a su
destierro en México y Guatemala entre 1875 y 1878, cf.: R.F.R.: «La revelación de nuestra América»,
Introducción a José Martí, La Habana, 1978.
3 En un comentario a mi Caliban, que le agradezco por cuanto aprecio su obra, Gayatri Chakravorty
Spivak, quien lo llama allí una «“conversación” entre Europa y la América Latina» (¿y los Estados
Unidos?), y cita lo que considera «un conmovedor pasaje» del ensayo, no me parece que entienda
siempre su sentido. Por ejemplo, en aquél no se niega, sino todo lo contrario, «la posibilidad de una
“cultura latinoamericana” identificable»; ni se olvida que Caliban haya sido «un nombre en una pieza»
(G.C.S.: «Three Women’s Texts and a Critique of Imperialism», Critical Inquiry, Nº 12, otoño de
1985, p. 245). En cuanto a esto último, asumí los personajes shakespereanos (y antes y después de mí
muchos otros lo han hecho también, historizándolos) como «conceptos -metáforas», para emplear un
útil sintagma de que se valió ese mismo año 1985 la propia Gayatri («Subaltern Studies.
Deconstructing Historiography» [1985], In Other Worlds. Essays in Cultural Politics, Nuev a York,
1987, p. 198). O como «personajes conceptuales», según el vocabulario de Gilles Deleuze y Felix
Guattari en Qu’est-ce que la philosopie?, París, 1991, esp. pp. 60-81. Esos aportes terminológicos
impiden que, por ejemplo, ante lo que Freud llamó, con perspectiva sicoanalítica, el complejo de
Edipo, a alguien se le ocurra decir que Freud olvidó que Edipo es un nombre en una pieza.
4 Naturalmente, me valgo de la denominación acuñada por Frantz Fanon en Les damnés de la Terre,
prefacio de Jean Paul Sartre, París, 1961. Ya Martí, a finales del siglo XIX, había empleado con un
sentido similar la expresión «los pobres de la tierra». Cf. de R.F.R.: «Introducción a José Martí»,
Introducción a José Martí, cit. en nota 2; y «Fanon y la América Latina», Ensayo de otro mundo, La
Habana, 1967.
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egiptocentrismo, miraban por encima del hombro a los griegos que vivieron
algunos siglos antes de Cristo, a quienes consideraban niños e impuros, ¿de
qué otra manera podían mirar los refinados árabes o los refinados bizantinos
(quizá los refinadísimos chinos y ciertamente los mayas ni sospechaban en
992 que existieran europeos); de qué otra manera, digo, podrían mirar a los
pobrecitos europeos coetáneos, entonces borrosos y esmirriados, con excepción de los que vivían bajo los regímenes árabe y bizantino: regímenes considerados orientales? No es extraño que Bernard Lewis escribiera sobre El des cubrimiento musulmán de Europa 5.
Y si así ocurrió, e incontrovertiblemente ocurrió así, ¿cómo es que mil
años después la realidad es tan otra? ¿Qué tendría que ver con ello la llegada
de europeos a lo que iba a ser llamado aleatoriamente América? Tal llegada
¿estaría cargada per se de algún poder demiúrgico? Pero cuando hace cerca de
un milenio este Hemisferio fue visitado por los primeros europeos que se sepa
que hayan realizado tal hazaña, Leif Ericson y sus osados marinos nórdicos,
nada fundamental cambió en el mundo. La razón es bien simple: aquella
aventura no se inscribía en proyecto mayor alguno, ni hubiera podido engendrarlo la apagada Europa de entonces. Otro sería el caso cuando, quinientos
años después, por segunda vez arribaran europeos al Hemisferio Occidental,
que para ellos fue un Asia apócrifa, pero indudablemente salvadora (como se
ha dicho, de no ser por «América» tales europeos habrían perecido en el larguísimo viaje al Asia real, para el cual carecían de vituallas). Esta nueva arribada sí iba a cambiar al mundo. Pues en 1492 no llegaron sólo el mesiánico
genovés y sus no menos osados marinos españoles, sino sobre todo un vasto
proyecto que esta vez sí germinaba en zonas de la sociedad europea. Harto
sabemos que se trataba del capitalismo, el cual requería para su florecimiento, entre otros hechos, del inmisericorde pillaje del resto del planeta (aún no
maduro para acceder a su propio capitalismo), a fin de hacer posible en beneficio de una parte de los europeos la acumulación originaria de capital. Así
alboreó la modernidad (posmodernidad incluida) que iba a llamarse mundo
occidental, sinónimo, según han señalado José Carlos Mariátegui y Leopoldo
Zea6, del capitalismo. Pues como «capitalismo» es más bien incómodo como
nombre, ya que hace recordar que el capital vino al mundo «chorreando sangre y lodo por todos sus poros»; como «sociedad burguesa» es también expresión fea, y hasta muchos escritores y artistas europeos del siglo XIX, con mayor
5 Bernard Lewis: The Muslim Discovery of Europe, Nueva York, 1982.
6 José Carlos Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana [1928], La Habana,
1963, p. 5; Leopoldo Zea: América en la historia, 1956, p. 80.
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o menor conciencia de lo que hacían, estigmatizaron al «burgués», haciéndolo (revelándolo) equivalente de beocio o filisteo, pobres pueblos; como así
eran las cosas, intelectuales al servicio del capitalismo nacido en Europa, atareados Arieles, le estimularon nombres geográficos en su origen, pero prestigiados por relumbres imperiales y eclesiásticos: «Oeste», «Occidente»,
«mundo, cultura, civilización o sociedad occidental» son los trajes con que
sale de paseo el capitalismo. A veces se añade (sin ningún derecho verdadero)
el nombre de «cristiano», y entonces considera que está precioso: es decir, perfumado y letal.
En relación con el orto del capitalismo es necesario destacar varios hechos.
En primer lugar, que la invasión de América por europeos que siguió a 1492;
la conquista y el genocidio monstruosamente sangrientos, como los han sido
siempre; la destrucción de admirables culturas en todos los continentes; la
brutal servidumbre impuesta a los aborígenes para hacerlos producir en favor
de los conquistadores; los millones arrancados de África (y luego de otros
sitios), esclavizados y llevados a trabajar como bestias en regiones donde los
aborígenes habían sido exterminados o estaban a punto de serlo; las muy
diversas formas ulteriores, directas o indirectas, de explotación, unidas desde
luego a la opresión de vastos sectores de sus propios pueblos, desempeñaron
(desempeñan) un papel decisivo en el crecimiento del capitalismo (occidental, valga la redundancia), cuyas raíces difícilmente hubieran podido ser más
crueles. Una publicación insospechable del menor gesto radical, la revista
Time, dedicó su entrega especial del otoño de 1992 al tema Más allá del año
2000. Qué esperar del nuevo milenio. Entre no pocas cosas digamos pintorescas, en esa entrega se leen estas palabras, elocuentes por aparecer donde aparecen: «El triunfo del Oeste fue en muchos aspectos una sangrienta vergüenza —una historia de atrocidad y rapiña, de arrogancia, avaricia y expoliación
ecológica, de desdén hybrístico hacia otras culturas e intolerancia ante creencias no cristianas»7. «A confesión de parte relevo de pruebas», reza una fórmula jurídica. Un punto apenas habría que modificar en las líneas de Time:
el uso del pasado. Tal «sangrienta vergüenza» no es sólo lo que fue: es también
lo que es la historia del Oeste, tal como fue padecida ayer y lo es hoy por el
resto del planeta.
En segundo lugar, debe destacarse que no obstante haber sido ibéricos los
primeros europeos en establecerse en América, y no obstante los enormes
aportes hechos por sus países al desarrollo capitalista de otros países europeos
7 John Elson: «The Millenium of Discovery», Time. Special Issue. Beyond the Year 2000. What to
Expect in the New Millenium, otoño de 1992, p. 18.
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(así Holanda, Inglaterra, Francia, Alemania), aquellos países, por razones
conocidas, como la expulsión de los judíos de España hace ahora también
quinientos años, no alcanzaron ellos mismos tal desarrollo; y, no obstante
además ser geográficamente los más occidentales del continente europeo,
quedaron al cabo en la periferia de Occidente, como países paleoccidentales.
Éste sería, a fortiori, el caso de países de la Europa central y oriental.
Fuera de Europa, desarrollos capitalistas realmente grandes sólo serían
conocidos por unas pocas ex-colonias británicas, cuya metrópoli sucedió a
Holanda en cuanto a ser, hasta comienzos de este siglo, la nación capitalista
por excelencia: y no ex-colonias cualesquiera (no las de África, Asia y el
Caribe, por ejemplo), sino aquellas donde los británicos prácticamente exterminaron a los aborígenes, y reprodujeron y a veces multiplicaron las estructuras metropolitanas. Me refiero desde luego, con variantes, a países como los
Estados Unidos, Canadá y Australia, ejemplos de lo que Darcy Ribeiro llamaría «pueblos trasplantados»8. Hay, sin embargo, una excepción: Japón, el
cual (debido a varios factores, y entre ellos a un equilibrio involuntario, no
conocido ni antes ni después, entre grandes potencias depredadoras) logró
pasar de su feudalismo a un capitalismo propio y poderoso, convirtiéndose
así en el único país no poblado por europeos en que ello ha ocurrido9. Pues
el ejemplo de los «tigres» o «dragones» de Asia es aún demasiado cercano e
indeterminado para hacer posible un juicio suficiente sobre ellos10.
8 Darcy Ribeiro: Las Américas y la civilización. Proceso de formación y causas del desarrollo desigual de
los pueblos americanos, 2a. ed. revisada y ampliada, traducida del portugués por Renzo Pi Hugarte,
Buenos Aires, 1972, esp. «Tipología étnico-nacional» (pp. 80-90) y «Los pueblos trasplantados» (pp.
401-489).
9 De la bibliografía sobre el importante tema me limitaré a citar: Paul A. Baran: La economía política
del crecimiento [1957], trad. del inglés por Nathan Warman, 2a. ed. en español, México, 1961, pp.
176-187; L.J. Zimmerman: «El caso del Japón», Países pobres, países ricos. La brecha que se ensancha
[1965], trad. del inglés por Francisco González Aramburo, México D.F., 1966, pp. 113-125; y Paul
Bairoch: «El Japón o la excepción que confirma la regla», El Tercer Mundo en la encrucijada. El
despegue económico desde el siglo XVIII al XX [1971], trad. del francés por Jacobo García-Blanco Cicerón,
2a. ed. en español, Madrid, 1982, pp. [133]-146 (el proverbio repetido sin ton ni son a que remite
el título del último capítulo citado no implica que una excepción pueda probar la validez de regla
alguna, validez que sería mayor de no haber excepción, sino la existencia de aquélla: el proverbio tiene
pretensión ontológica, no axiológica). Me gustaría conocer puntos de vista japoneses sobre la
evolución del país.
10 Pero es útil leer el agudo libro de Walden Bello y Stephanie Rosenfeld Dragons in Distress. Asia’s
Miracle Economics in Crisis, San Francisco, 1990, cuyo conocimiento (precisamente en San Francisco)
agradezco a Susan Jonas. El libro estudia los casos de Corea del Sur («Se desenreda un modelo»),
Taiwán («en problemas») y Singapur («a la deriva»), y excluye a Hong Kong por sus fuertes vínculos
económicos e inminentemente políticos con China. Como algunos voceros de la derecha proponen
sin rigor intelectual dragonizar a países de nuestra América, es útil también leer, de Bruce Cuming:
«The Abortive Abertura: South Korea in Light of Latin American Experience», New Left Review, Nº
173, enero-febrero de 1989.
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Se da así el caso de que mientras España y Portugal, los países geográficamente más occidentales del continente europeo, no son plenamente «occidentales» sino paleoccidentales (a pesar de sus modernizaciones recientes, que
no les han permitido dejar de encontrarse entre los más atrasados de la
Comunidad Europea), Japón, país del llamado «Extremo Oriente», no sólo sí
es «occidental», sino que, con su kimono computarizado, forma parte del
cogollo de «Occidente», del capitalismo más desarrollado, siendo uno de los
siete Big Brothers cuyos representantes se reúnen de tiempo en tiempo para
hablar de cómo repartirse mejor el pastel. Es más, hoy integra el cogollo de
ese cogollo, donde hay un solo país europeo (Alemania), uno americano (los
Estados Unidos) y uno asiático (Japón). ¿Será necesario añadir a estas alturas
que expresiones eurocéntricas como la ya nombrada «Extremo Oriente», y
otras como «Medio Oriente», «Cercano Oriente», «tierras lejanas» o là bas no
significan nada, excepto que quien las usa no está en esos lugares?
Y si en dos ex-colonias inglesas en tierras americanas floreció, siguiendo la
estela de su «madre patria», un capitalismo vigoroso, no es extraño que en
Iberoamérica, siguiendo las estelas patituertas de España y Portugal, no se
desarrollara capitalismo vigoroso alguno, sino un capitalismo de segunda,
raquítico, periférico, que, como el de gran parte de Asia y África, ha provisto y provee a las naciones hegemónicas de «proletariados externos», para usar
la expresión que consagró Toynbee, y hace de la casi totalidad de nuestros países, si no colonias abiertas o encubiertas, neocolonias de diverso pelaje. No
ha sido posible saber cómo hubiera sido el capitalismo desarrollado en algunos de esos países, en uno al menos, por la sencilla razón de que no lo ha habido, no lo hay, ni lo habrá en nuestra América, si las condiciones presentes no
cambian. A dos siglos del inicio de nuestras guerras independentistas (inicio
que, aunque por racismo suele no mencionarse tanto como debiera ser, ocurrió en Haití, en 1791), contamos (se dice) con la independencia política,
memorias de auténticos héroes, relucientes constituciones, himnos, banderas,
escudos, presidentes, parlamentos, estatuas de próceres y de cuatreros (a veces
son los mismos), ejércitos y otros hechos y atributos similares. Pero no contamos siquiera con un Japón latinoamericano, por modesto que fuera, que se
le hubiese escabullido a las grandes potencias para crear un capitalismo de
verdad.
Ahora debo hacer una aparente y necesaria digresión. Es claro que debemos rechazar el absurdo término «Descubrimiento» para lo que ocurrió en
1492, pues en aquel momento, el del segundo arribo azaroso de europeos a
América —en este caso, Colón con sus tres barquitos españoles—, había en
ella decenas de millones de seres humanos, había varias grandes culturas que
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conocían desde el cero hasta los astros, y se encontraba una de las dos ciudades más populosas de la época, Tenochtitlán (la otra tampoco estaba en
Europa, pues era Pekín): por cierto, la heredera de aquélla, la actual México
D.F., es de nuevo una de las dos ciudades más populosas del planeta. Y por
razones similares, es imprescindible, a fin de ser coherentes, proceder de
modo equivalente con el sistema terminológico/conceptual del que aquella
denominación, «descubrimiento», forma parte: es decir, hay que objetar la
ideología de Próspero. Más que nunca hoy, cuando proclaman la muerte de
las ideologías (y de paso de muchas otras cosas: de la utopía a la historia, de
los sujetos a los grandes relatos legitimadores, del hombre al superhombre, de
la modernidad a la totalidad, del autor al arte, y por supuesto del socialismo),
quienes dan por sentado que la ideología de Occidente ha triunfado en toda
la línea: sobresaturación ideológica a la que con frecuencia dan el pasmoso
nombre de desideologización.
No tengo tiempo ni espacio para detenerme en todas y cada una de las
mentiras que Occidente ha propagado sobre sí y sobre los demás. Se trata de
nombramientos que desde luego han corrido a cuenta suya: quien manda,
nombra (lo que se sabía desde mucho antes de Foucault). Me limitaré a mencionar algunas falsedades, de las cuales el que el mundo «occidental» no sea
occidental, el Descubrimiento no fuera descubrimiento y los llamados indios
de América no sean indios, no es más que un hors d’oeuvre. Pues de modo
similar, el presunto antepasado por excelencia de Occidente, el mundo griego
«clásico», es mucho más afroasiático o, si se quiere, oriental11. El cristianismo,
la religión que Occidente proclama (y lastima) como característicamente suya
y cohonestadora de sus tropelías señoriales, fue una secta, una herejía oriental
cuyo hermoso y escandaloso igualitarismo lo hizo arraigar entre los esclavos
del Imperio Romano12. No sólo los supuestos terrores mundiales del año 1000
11 Cf. Martin Bernal: Black Athena. The Afroasiatic Roots of Classical Civilization, Volumen I, The
Fabrication of Ancient Greece 1785-1985 [1987], 6a. ed. en rústica, New Brunswick, New Jersey,
1991. Un segundo volumen, The Archeological and Documentary Evidence, New Brunswick, New
Jersey, 1992, fue objeto de una ácida crítica, «The World Turned Upside Down», por Emily
Vermeule, The New York Review of Books, 26 de marzo de 1992. Presumo que esto habrá
desencadenado (o formado parte de) una polémica que no he podido seguir. Sobre éste y otros puntos
similares, cf. también: Samir Amin: El eurocentrismo. Crítica de una ideología, traducido por Rosa
Cusminsky de Cendrero, Madrid, 1989.
12 El origen fuertemente popular y rebelde de la implantación del cristianismo en tierras europeas
(que ahora la Teología de la Liberación reclama con energía como su pasado orgánico) llevó a Federico
Engels a escribir: «La historia del cristianismo primitivo tiene notables puntos de semejanza con el
movimiento moderno de la clase obrera». F.E.: «Sobre la historia del cristianismo primitivo», Carlos
Marx y F.E.: Sobre la religión, Buenos Aires, 1959, p. 272. Cf. también la introducción de Engels a la
obra de Marx Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, La Habana, 1973, pp. 34-36.
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no existieron nunca13, sino que de haber existido sólo habrían afectado a un
puñado de europeos (la población de toda la Tierra era entonces aproximadamente la actual población de los Estados Unidos), ya que los calendarios de la
gran mayoría de la Humanidad de entonces tenían otras divisiones del tiempo. El término «raza», inventado por occidentales en el siglo XVI, se dice que
fue pedido en préstamo a la terminología zoológica: si en efecto fue así, sobran
los comentarios. Esta nueva, flamante palabra, «raza», devino muy importante, pues aunque los seres humanos han sabido siempre que hay entre ellos
notorias e intrascendentes diferencias somáticas (¿cómo no evocar el Cantar de
los cantares dedicado a una mujer negra?), sólo a partir de 1492, al iniciarse el
saqueo del resto del mundo por Occidente, y con la finalidad de pretender justificar esa rapiña sin igual, se postuló que tales diferencias implicaban significantes fijos de significados no menos fijos, y que esos significados eran positivos en el caso de los de piel «blanca» (de modo más realista, Shaw y Chesterton
sugirieron denominaciones como «marrón claro» y «rosado», pues ¿quién
rayos ha visto nunca a un ser humano fantasmalmente blanco?) y negativos en
los demás casos, considerados «coloreados»14. El término «civilización», creado
13 Hace tiempo que esta cuestión, en la que todavía creían Michelet y en cierta forma Henri Focillon, fue
dilucidada. Cf. por ejemplo, de Edmond Pognon: L'An Mille..., París, 1947 (E.P. fue el editor) y La vie
quotidienne en l'An Mille (París, 1981); y L'An Mil, presentado por Georges Duby, París, 1980. En este
último libro, se dice que es «a finales del siglo XV, en los triunfos del nuevo humanismo, cuando aparece
la primera descripción conocida de los terrores del Año Mil. Ella responde al desprecio que profesaba la
joven cultura de Occidente [subrayado mío, R.F.R.] hacia los siglos oscuros y rudos de los que salía, que
renegaba, para mirar, más allá de ese abismo bárbaro, hacia la Antigüedad, su modelo» (p. 9). Se trató pues
de otra maniobra ideológica de Occidente (entonces, más que «joven», naciente), en su intento de rechazar
su verdadero pasado e inventarse otr o.
14 La bibliografía sobre el tema es enorme, aunque no siempre satisfactoria y frecuentemente mistificadora.
Me sigue pareciendo excelente el libro de Fernando Ortiz El engaño de las razas [1946], 2a. ed. La Habana,
1975. Cf. allí «La raza, su vocablo y su concepto», pp. 35-66. Ortiz vincula con notable acopio de datos
filológicos e históricos la aparición y difusión de la palabra/concepto «raza», a la explotación y esclavización
a que Occidente sometió al resto del mundo a partir de 1492: «la voz “raza” [escribe], no por metáfora sino
ya como un sentido más preciso, como una caracterización ostensible y hereditaria o significadora de un
conjunto de cualidades congénitas y fatales de los seres humanos, no se empleó en el lenguaje general hasta
por los siglos XVI y XVII» [p. 41]. Años después corroborarían Paul Baran y Paul M. Sweezy (en Capital
monopolístico. Un ensayo sobre la estructura socioeconómica norteamericana, La Habana, 1969, pp. 199-200):
«El prejuicio racial, tal como existe en el mundo actualmente, es casi una actitud de los blancos, y tuvo sus
orígenes en la necesidad de los conquistadores europeos del siglo XVI en adelante de racionalizar y justificar
el robo, la esclavitud y la continua explotación de sus víctimas de color en todo el mundo». Si se tiene en
cuenta que las dos últimas décadas del siglo XIX, cuando se inició el saqueo imperialista en grande del
planeta, fueron «los años cumbre de la supremacía blanca occidental en todo el mundo» (Harold J. Isaacs:
The New World of Negro Americans, Nueva York, 1963, p. 119: cit. en Baran y Sweezy, p. 201, n.), se
entenderá la independencia y la audacia de Martí cuando en «Nuestra América» (1891), discrepando de la
gran mayoría de los pensadores de derecha y de izquierda de su época, escribió: «No hay odio de razas,
porque no hay razas» (op. cit. en nota 2, p. 22). Cf. algunas opiniones valiosas y relativamente recientes
sobre el tema en «Race», Writing and Difference, ed. por Henry Louis Gates, Jr., Chicago, 1986.
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a mediados del siglo XVIII15, implicó que el verdadero ser humano vive en la
ciudad (del lat. «cives»), mientras quien prácticamente no es humano vive en
la selva y es un salvaje (del lat. «silva» provienen el ital. «selvaggio», el fr. «sauvage», el esp. «salvaje», el ing. «savage»). La presunta civilización designó al
estado que tenía entonces Occidente, y fue considerada la forma única de vida
realmente humana, arrojando a las comunidades del resto del planeta, en
muchas de las cuales había grandes culturas previas al arribo de Occidente que
éste lastimó o desbarató, a la condición de salvajes o bárbaros16, con lo que la
sedicente civilización (la imposición occidental sobre la supuesta barbarie) se
convirtió en un arma criminal, incluso en manos cipayas por desgracia bien
presentes en nuestra América: idea que, al menos desde 1884 (por cierto, el
año en que se inició en Berlín la atroz conferencia civilizatoria en que representantes de numerosos países europeos, más Turquía y los Estados Unidos, se
reunieron para dividirse África), desenmascaró José Martí al rechazar
el pretexto de que unos ambiciosos que saben latín tienen derecho natural de
robar su tierra a unos africanos que hablan árabe; el pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo,
tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie,
que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo
hombre que no es de Europa o de la América europea17.
En cuanto a que colonizar es civilizar («la pesada misión del hombre blanco»
de que se burla Basil Davidson en su reciente libro La carga del hombre
negro)18, es algo tan elemental que ni vale la pena refutarlo.
Por el interés que desde hace unas décadas adquirió el hecho, voy a detenerme un poco en peculiares sintagmas inventados a mediados de la década
del cuarenta de este siglo por técnicos de la entonces emergente Organización
15 Sobre la aparición a mediados del siglo XVIII, primero en Francia y luego en otros países europeos,
del término «civilización», cf. Lucien Febvre: «Civilisation: évolution d’un mot et d’un groupe
d’idées» [1930], Pour une histoire à part entière, París, 1962; Émile Benveniste: «Civilisation.
Contribution à l’histoire du mot» [1954], Problèmes de linguistique générale, París, 1966; José Antonio
Maravall: «La palabra “civilización” y su sentido en el siglo XVIII», leído en el V Congreso de la
Asociación Internacional de Hispanistas, Burdeos, septiembre de 1974.
16 Como en lo que toca a las «razas», la bibliografía sobre esta cuestión es enorme, pero a menudo
insatisfactoria. Me he ocupado del tema en varias ocasiones; por ejemplo, en «Algunos usos de
civilización y barbarie», Casa de las Américas, Nº 102, mayo-junio de 1977. Cf. un interesante aporte
alemán en: Urs Bitterly: Los «salvajes» y los «civilizados». El encuentro de Europa y Ultramar [1976],
traducido del alemán por Pablo Sorozábal, México, 1982.
17 J.M.: «Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos» [1884], O.C., VIII,
442.
18 Basil Davidson: The Black Man’s Burden. Africa and the Curse of the Nation State, Nueva York,
1992.
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de Naciones Unidas para rebautizar eufemísticamente a las tierras de Caliban.
Con esta hazaña verbal, Occidente, después de habernos llamado con desdén
«barbarie» y «pueblos de color», y rehuyendo la recta denominación de colonias, semicolonias o neocolonias (una parte de los contendientes de la
Segunda Guerra Mundial había incorporado a su retórica algunos vocablos
igualitarios), propuso denominaciones en apariencia más neutros, y hasta
esperanzadores: primero, «zonas económicamente subdesarrolladas»; más
tarde, países «subdesarrollados» e incluso (nada menos) «países en vías de
desarrollo»19. Como se trata, al igual que en casos previos, de términos de
relación (pueblos blancos/pueblos de color o coloreados, civilización/barbarie o salvajismo, países colonizadores/países colonizados), es necesario conocer el otro polo. Y se dijo que éste era «países desarrollados». La nueva relación sería pues países desarrollados/países subdesarrollados. Y de ello se colige que si estos últimos se portaban bien y aprendían sus lecciones, podrían
llegar a ser como los primeros, los grandes, las personas mayores. Esta aberración, cándida o malintencionada (de acuerdo con el sujeto que la practicara), se llamó «desarrollismo». Como se ha visto, portarse bien supone por
ejemplo someterse a las soluciones drásticas, de choque, del Fondo
Monetario Internacional, que bajo la enseña letal del neoliberalismo está
devastando de nuevo las tierras de Caliban.
Todo se hace claro, sin embargo, si se repara en que el otro polo de «subdesarrollado» o «en vías de desarrollo», no es «desarrollado», sino «subdesarrollante» (término que propuse, hasta ahora en vano, hace un cuarto de siglo20,
y cuya noción se conservaba en la desvanecida pareja países colonizadores/países colonizados) con aquella polarización, la única real, se ve claramente la verdad no es que unos países se hayan desarrollado de modo robusto, mientras,
paralela e independientemente, otros quedaran rezagados o flacos por ser
jóvenes o viejos, según el gusto del superficial comentarista, o porque los pueblos respectivos fueran (son) holgazanes o torpes o viciosos o cualesquiera
zarandajas por el estilo. Lo que ha ocurrido es que unos pocos países, vampi19 Según J.L. Zimmerman, «el término zona económicamente subdesarrollada hizo su primera
aparición pública, probablemente, en las reuniones de las Naciones Unidas de 1944 y 1945. Antes de
esta fecha, la comunidad de los expertos solía hablar de zonas coloniales o zonas atrasadas» (Países
pobres, países ricos. La brecha que se ensancha, cit. en nota 9, p. 1). Un breve y útil panorama de la
cuestión, ya no de la aventura terminológica, lo ofreció Yves Lacoste en Les pays sous-développés, París,
1959.
20 R.F.R.: «Ensayo de otro mundo», Ensayo de otro mundo, cit. en nota 4, p. 14. Cf. igualmente
«Responsabilidad de los intelectuales de los países subdesarrollantes», Casa de las Américas, Nº 47,
marzo-abril de 1968. Ambos se publicaron también en la segunda edición del libro mencionado,
Santiago de Chile, 1969.
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ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
rescamente (perdónenme mi frecuente homenaje al conde Drácula), crecieron
a expensas de otros, muchísimos: que los países subdesarrollantes subdesarrolla ron (subdesarrollan) a los demás. Sobre esta cuestión, es ya una referencia clásica el libro de Walter Rodney Cómo Europa subdesarrolló a África21.
Y aquí topamos de nuevo con 1492, pues la división entre un grupo cada
vez más pequeño y más rico de países subdesarrollantes y un grupo cada vez
más numeroso y más pobre de países subdesarrollados por aquéllos, entre
Próspero y Caliban, comenzó a partir de esa fecha, de lo que ocurrió hace
quinientos años, aunque sólo quedó fijada, confiemos en que temporalmente, a partir del siglo XVIII, y en especial del siglo XIX, cuando el planeta quedó
dividido entre países «ganadores» y países «perdedores», para emplear los términos bruscos usados por Eric Hobsbawm y Paul Kennedy22. Los primeros,
parece ocioso decirlo, son aquellos en los que se desarrolló un capitalismo
auténtico; los segundos, los que contribuyeron a aquel desarrollo a expensas
del suyo propio, de su subdesarrollo, pues en ellos sólo pudo (puede) implantarse un capitalismo raquítico, periférico, como ya ha sido mencionado.
Aduciré sólo dos hechos en que esta relación vampiresca sigue viva en 1992:
el intercambio desigual y la deuda externa.
Otras denominaciones, como la división entre países del Primer, el
Segundo y el Tercer Mundos, o entre países del Norte y el Sur, no añaden
gran cosa. La primera división fue acuñada en 1952 por Alfred Sauvy, en
memoria del abate Sieyès23. En la metáfora de Sauvy, según me comentaría él
casi dos décadas después24, la nobleza se correspondía con los países de capitalismo desarrollado: el Primer Mundo; el alto clero lo encarnaba la Unión
Soviética del aún vivo Stalin (horresco referens) acompañada por los otros países del entonces llamado campo socialista europeo: el Segundo Mundo; y el
Tercer Estado eran los países pobres, que ya se conocían como subdesarrollados, muchos de los cuales eran o habían sido hasta hacía relativamente poco
colonias, y en conjunto albergaban (siguen albergando) a la inmensa mayo21 Walter Rodney: How Europe Underdeveloped Africa, Dar es Salaam, 1972.
22 Eric J. Hobsbawm: The Age of Capital 1848-1875, Londres, 1975, capítulo 7. Cit. por Paul
Kennedy en The Rise and Fall of the Great Powers. Economic Change and Military Conflicts from 1500
to 2000 [1987], Nueva York, 1989, p. 151.
23 Cf. Emmanuel Sièyes: Qu’est-ce que le Tiers Etat [1789], prefacio de Jean Tulard, París, 1982.
24 En 1971 le hice en La Habana una breve entrevista a Sauvy, que apareció sin firma, con el título
«El inventor de “Tercer Mundo”», en Casa de las Américas, Nº 70, enero-febrero de 1972, p. 188.
Sauvy me dijo que había empleado la denominación por primera vez en un artículo que publicó en
1952 en el semanario France Observateur. No he verificado el dato, pero no lo he puesto en duda, a
pesar de que para otros autores la fecha de aparición es 1954 o 1956 (no sé sobre qué bases). Stalin
moriría en 1953, y el carácter «clerical» del «Segundo Mundo» que me mencionara Sauvy requería la
presencia de aquél.
127
TODO CALIBAN
ría de los habitantes de la Tierra: el Tercer Mundo, que pocos años después
reuniría por vez primera representantes suyos en Bandung. Como se sabe,
aquella expresión, que hoy inquieta a tantas malas conciencias, hizo rápida
fortuna, en gran parte debido a una lectura errada, a una extrapolación, de
1789. Pues si el Tercer Estado, o parte importante de él, había sido el beneficiario de la Revolución Francesa, ¿no ocurriría algo similar con el Tercer
Mundo: expresión que, por añadidura, voluntaria o involuntariamente, hacía
pensar a muchos en una «tercera vía» entre capitalismo y socialismo?
Gobernantes, estudiosos, poetas asumieron con fervor la denominación, y
por tanto el concepto-metáfora. Llegó a ser de buen tono para las personas
más disímiles ocuparse del Tercer Mundo. Pero él no logró romper el círculo
de fuego del subdesarrollo, siguió siendo saqueado mediante el neocolonialismo por el «Primer Mundo», fue sumido aún más en la miseria y el marasmo, y perdió interés a los ojos de aquellos para quienes apenas había sido
motivo de devaneo intelectual. No obstante, la contradicción entre unos países y otros, entre los grandes señores y los condenados de la Tierra, entre
Próspero y Caliban no sólo ha conservado sino que ha acrecentado su vigencia, y es hoy la contradicción principal de la Humanidad.
En 1965 (es decir, en un momento en que aún eran grandes las esperanzas en soluciones cercanas para el «Tercer Mundo») escribía sin embargo
Pierre Jalée:
en la hora de la descolonización política, la explotación imperialista de los países
del tercer mundo no sólo prosigue sino que se acentúa. La división internacional
del trabajo típica del imperialismo se agrava [...] Las sedicentes estructuras inéditas que el imperialismo organiza [...] no hacen sino prolongar el viejo pacto colonial tratando tan sólo de camuflarlo [...] El sol del imperialismo brilla como
nunca antes sobre la mitad más desheredada del planeta, sólo que brilla un poco
más fuerte [...] //En cuanto a ese tercer mundo al que explota tan ferozmente
como ayer, pero que ya se le desliza aquí o allá de entre las manos, el imperialismo duda de su eternidad y procura aprovecharlo al máximo mientras sea posible25.
En 1971 (cuando aquellas esperanzas empezaban a andar de capa caída) añadía Paul Bairoch que la diferencia entre el nivel de vida de ambos grupos de
países
llegaba a ser tan importante, que comenzaba a rayar en el escándalo. En efecto,
hacia 1950, la renta media per capita en el Tercer Mundo era nueve veces menor
25 Pierre Jalée: Le pillage du tiers monde. Étude économique, París, 1965, pp. [113] y 122.
128
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
que la de los países desarrollados, y esta diferencia era del orden de 1 a 27 entre
Asia y los Estados Unidos. La situación económica y social de los países a los que
se llamó entonces subdesarrollados, antes de calificarlos, ¡oh pleonasmo! [más
bien ¡oh ironía!], de países en vías de desarrollo, se convertiría, con razón, en
objeto de gran preocupación, en el problema por excelencia. [...]// [Sus] progresos
han sido lentos; [...] lo que significa que la media de los niveles de renta per capi ta de los países subdesarrollados tardaría, si mantuviera ese ritmo, ciento treinta
años (es decir, en el siglo XXII) en alcanzar el nivel de los Estados Unidos de 1970.
[...] En 1970 la diferencia entre la renta media per capita en el Tercer Mundo y
la de los países desarrollados pasó de 1 a 14, contra el 1 a 9 en 1950, poco más o
menos. Y entre el Asia subdesarrollada y los Estados Unidos esta diferencia llega
a ser de 1 a 4226.
Hoy, en 1992, «la brecha que se ensancha» entre los países ricos y los países
pobres, «el pillaje del tercer mundo», «el problema por excelencia» han crecido
hasta límites casi intolerables, y consecuentemente también ha crecido un pensamiento occidental de derecha que se encarga de sancionar aquellas realidades,
como ha venido haciendo desde 1492. Para ello se vale de silencios, reticencias
o palabras pomposas o relucientes que cambian de aspecto pero no de función.
Las máscaras de Próspero pueden llamarse verdades reveladas, civilización, o
incluso, llegado el caso, fascismo (máscara que en su momento perdió), pero el
envejecido rostro detrás de las máscaras apenas cambia en su osamenta. Desde
luego, no se trata, en forma alguna, de todo el pensamiento engendrado en el
seno de Occidente, el cual tiene sus propias y enriquecedoras contradicciones
internas. En cuanto al contrapunto entre Próspero y Caliban, son numerosos
los que, de Las Casas y Montaigne a nuestros días, nacidos en tierras de
Próspero, han comprendido las razones de Caliban y lo han defendido. Esa
comprensión y esa defensa fueron altos momentos de la meditación y la conducta de zonas importantes de Occidente, como se vio con claridad en la ya
casi mítica pero muy real década del sesenta de este siglo27. Decididamente, éste
no es uno de aquellos altos momentos, y en cambio recuerda demasiado a otros
más bien sombríos. Si el imperialismo, lejos de desaparecer, es inmensamente
más depredador, lo que sí ha desaparecido en los textos de muchos teóricos up
to date (o à la page, según la zona metropolitana) es la palabra (el concepto)
imperialismo, que se considera del peor gusto usar. Previsiblemente, se le supo26 Paul Bairoch: El Tercer Mundo en la encrucijada..., cit. en nota 9, pp. 11 a 13. Énfasis de R.F.R.
27 Sobre el papel desempeñado por la emergencia del Tercer Mundo en el pensamiento rebelde y
revolucionario de las metrópolis durante la década del sesenta, cf. Fredric Jameson: «Periodizing the
60's», The 60's without Apolog y, ed. por Sohnya Sayres, Anders Stephanson, Stanley Aronowitz y el
propio Jameson, Minneapolis, 1984, esp. «I. Third World Beginnings» y «6. In the Sierra Maestra».
129
TODO CALIBAN
ne emparentado (à rebours) con los «grandes relatos» cuya crisis, o cuya abierta
extinción, ha sido alegremente proclamada por muchos de aquellos teóricos.
Los pueblos agredidos, por supuesto, ni se han enterado de que el imperialismo murió en el papel (y ahora, renacido, se llama globalización, neoliberalismo, mercado salvaje, debilitación del Estado en los países pobres, trasnacionalización, privatización, nuevo orden mundial... y hasta democracia y derechos
humanos, que es llevar el sarcasmo un poco lejos). En vano buscaríamos una
mención del imperialismo en libros como La condición postmoderna. Informe
sobre el saber, 1979. Su autor, el publicitado aunque ya algo arcaico ideólogo
subdesarrollante Jean-François Lyotard, quien parte allí de la hipótesis de que
«el saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la
edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada postmoderna»,
paso que según él se inició «cuando menos en los años cincuenta, que para
Europa señalan el fin de su reconstrucción», añade que en esa (esta) edad,
el antiguo principio de que la adquisición del saber es indisociable de la formación (Bildung) del espíritu, e incluso de la persona, cae y caerá todavía más en
desuso [...] El saber es y será producido para ser vendido [...] Deja de ser en sí
mismo su propio fin, pierde su «valor de uso». [...] Se ha convertido en los últimos decenios en la principal fuerza de producción, [...] que es lo que constituye
el principal embudo para los países en vías de desarrollo. En la edad postindustrial y postmoderna, la ciencia conservará y, sin duda, reforzará más aún su
importancia en la batería de las capacidades productivas de los Estados-naciones.
Esta situación es una de las razones que lleva a pensar que la separación con respecto a los países en vías de desarrollo no dejará de aumentar en el porvenir28.
En esas líneas están dichas varias verdades, que corresponden a la etapa que
vive el capitalismo tardío, altamente deshumanizante, y a la terrible situación
a que ha sometido a los países superexplotados. Pero en lo que toca a esto
último (que es aquí y ahora mi tema), mientras tal situación era presentada
con inocultable rechazo por autores como Zimmerman, Jalée, Bairoch y
muchísimos más, para quienes se trataba de una circunstancia deplorable en
la medida en que afecta a la Humanidad, para autores como Lyotard (quienes es de suponer que consideran a «la Humanidad» como integrante de un
vitando o extinguido gran relato), se trata de la mera constatación de un
hecho. (Los entomólogos no juzgan). Si los primeros se indignaban, los
segundos, domesticados Arieles cibernéticos, hacen bueno el proverbio según
el cual la indiferencia es la filosofía de los hartos.
28 Jean-François Lyotard: La condición postmoderna. Informe sobre el saber [1979], trad. del francés
por Mariano Antolín Rato, Madrid, 1987, pp. 13, 16, 17.
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ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
Sobre todo desde la década pasada, se prefiere dar a la contradicción entre
los países ricos y los países que ellos empobrecieron y empobrecen el nombre
(que ya era usado) de relación Norte-Sur29, fórmula que parece que se mantendrá durante cierto tiempo. Abogan en favor de ese nuevo nombramiento
varios hechos, y señaladamente dos: la corrosión semántica que ha venido
sufriendo el sintagma Tercer Mundo, y el desvanecimiento del que fue considerado Segundo Mundo, cuyos conductores actuales (no pocos de ellos protagonistas del pasado y responsables de varias de sus deformaciones) aspiran
a hacerlo ingresar en el Primero, mientras los obstinados hechos lo arrastran
en su gran mayoría hacia el Tercero, donde será (está siendo ya) mal recibido, ante la perspectiva de repartir aún más la pobreza. Los escasos países en
los cuales están vigentes complicados y amenazados proyectos socialistas
(China, Corea, Vietnam, Cuba) pertenecen indudablemente al nuevo Sur, no
obstante esos proyectos y no obstante su ubicación topográfica. Pues no
puede olvidarse que estas denominaciones, como hasta hace poco las de
Oeste y Este en sentido moderno 30, aunque nacieron tomando en cuenta ciertas referencias geográficas, desbordan tales referencias; en ambas parejas, se
trata de realidades extrageográficas: sociales, económicas, y en el caso de
Oeste/Este, además políticas. Razón por la cual lo que ayer se llamó
Occidente, hoy tiende cada vez más a ser llamado Norte, así se trate de
Australia o de la República de África del Sur.
Ahora, a quinientos años de 1492, ¿qué más puede decir Caliban sobre
nuestra centuria, sobre nuestros días? Si ya es corriente, no sólo entre muchos
economistas, afirmar que la del ochenta fue una década perdida para la
América Latina y el Caribe, Caliban se pregunta si, de modo similar, el ya
agonizante siglo XX no habrá sido un siglo perdido.
Recordemos, en primer lugar, la guerra más incomparablemente devastadora y sangrienta de todos los tiempos, que comenzó en Europa en 1914, y
en forma alguna puede asegurarse que haya terminado. Todos nos reímos con
29 The South Comission: The Challenge to the South, Nueva York, 1990.
30 Pues en sentido tradicional hacía mucho que se hablaba de Oeste y Este, por lo general desde la
perspectiva del primero. Cf. libros abarcadores como los de N.I. Konrad: West-East, Inseparable
Twain. Selected Articles, Moscú, 1967; y Joseph Needham: Dentro de los cuatro mares. El diálogo entre
Oriente y Occidente [1969], Madrid, 1975. Sobre la construcción por Occidente de cierta imagen de
Oriente, es obligada la cita del libro de Edward W. Said Orientalism, Nueva York, 1978. En 1997
cumplirá un siglo la novela de Bram Stoker Drácula, en cuya primera página un personaje, al llegar
a Budapest (todavía «Buda-Pesth» en la obra ), afirma: «La impresión que yo tenía era que estábamos
dejando el Oeste y entrando en el Este». Tal Este inventado, tenebroso y licantrópico es el que se le
endilgará a partir de 1917 a la Revolución de Octubre, y por extensión a buena parte del socialismo.
131
TODO CALIBAN
la tonta broma del personaje que dice: «Adiós, querida, me voy a la Guerra
de los Cien Años». Pero por lo general no suele repararse en que se incurre en
tontería similar cuando se habla de la conflagración mundial que estalló en
1914. Para empezar, es obvio que el período bélico que ocurrió entre 1914 y
1918 no fue llamado, ni pudo haberlo sido, Primera Guerra Mundial: fue llamado a secas Guerra Mundial o Gran Guerra. Sólo al comenzar un nuevo
período de guerra el anterior fue bautizado primero, pues ya había un segundo. Además, considerarlos como dos guerras distintas, y no como dos períodos distintos de la misma guerra, no es sino otra manifestación de nuestra
mediocre y jactanciosa era, que pretende borrar o modificar el pasado y usurpar el lugar del futuro, olvidando o inventándose antepasados por una parte,
y autonombrándose por otra. Sin embargo, en lo que toca a esto último, para
poner otros ejemplos europeos, no sólo la vilipendiada Edad Media, como es
obvio, sino tampoco el Renacimiento (que tan buena prensa tiene: no en
balde fue el amanecer del capitalismo) usaron los nombres por los que serían
conocidos: se sabe que este último término fue empleado por primera vez en
el siglo XIX. De modo más sensato, Jean Cocteau explicó que las estrellas que
forman la Osa Mayor ignoran que la Tierra las ve componiendo ese dibujo.
La llamada (a posteriori, desde luego) Guerra de los Cien Años (la cual, por
cierto, duró aún más tiempo) no fue una ininterrumpida guerra secular, sino
una serie de períodos bélicos que los historiadores llamarían más tarde de
aquella manera, sin ignorar las diferencias entre los períodos, pero subrayando sus similitudes. De modo parecido, las llamadas con ligereza Primera y
Segunda Guerras Mundiales fueron más similares que diferentes, y el mismo
calificativo común, Mundiales, revela una semejanza básica, no compartida
por ninguna otra contienda bélica. Además, la razón que condujo a la guerra
en 1914 (un nuevo reparto, entre unas pocas potencias hegemónicas, de un
mundo ya repartido) está aún, por desgracia, muy vigente.
Del infierno de la guerra comenzada en 1914, y con la intención, entre
otras, de sofocarla en la raíz, el más ambicioso y dilatado experimento socialista nunca acometido fue iniciado en 1917 en el arcaico imperio zarista, y
sus primeros diez días tuvieron en el magnífico muchacho de Harvard John
Reed un cronista incomparable. Tal experimento que conmovió al mundo
esperanzó a muchos, y aunque conoció grandes dificultades, y en su nombre
se cometieron numerosos crímenes y aberraciones, logró, a un precio tremendo, la modernización de un país atrasado que contribuiría decisivamente a la derrota del nazifascismo y luego a un amplio proceso de descolonización. La reciente caída del régimen soviético implicó la de regímenes que
impuso (en consonancia con los acuerdos de 1945 en Yalta, donde los
132
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
Aliados, vencedores, pretendieron repartirse el mundo) en países cercanos a
la hoy disuelta Unión Soviética, por los que atravesó su ejército victorioso,
con frecuencia derrotando a regímenes profascistas. Las deformaciones de
aquel experimento tras el aislamiento y las agresiones que padeció y la muerte prematura de Lenin, las querellas entre sus posible sucesores y la sangrienta tiranía del triunfante Stalin, más el espectacular fracaso de ese experimento y los esfuerzos caóticos que le han seguido para restablecer el capitalismo,
con métodos torpes que preocupan a John Kenneth Galbraith y cuyas consecuencias están en los periódicos, propinaron el más rudo golpe que hayan
conocido las esperanzas socialistas.
Desde 1945, la polarización Oeste/Este, nacida con su nuevo significado
años antes (recuérdese La decadencia de Occidente, de Spengler) y fortalecida
especialmente con el surgimiento del fascismo y el nazismo, en gran parte
como violentas reacciones del capitalismo ante la Revolución Rusa de 1917
y sus eventuales consecuencias, amenazó con una guerra distinta, que previsiblemente hubiera dado al traste con el experimento humano en su conjunto, según pudo haber ocurrido hace ahora treinta años. Sin embargo, la evaporación del «Este» no ha significado el inicio de la soñada pax perpetua, sino,
como ya se mencionó, el regreso a un estadio similar al que precedió a 1914.
Caliban de ninguna manera desea ser apocalíptico, y confía en no tener ni
una gota de razón, pero como los Estados Unidos están tan preocupados con
hechos como la presencia en su suelo de tantos productos Sony, Mitsubishi u
Honda, y aún más ante la compra de empresas suyas por capitales japoneses,
¿llegará este gran país a sentir un estremecimiento comparable al de la pobre
Hispanoamérica al principio de este siglo, cuando nuestro poeta Rubén
Darío escribió: «Tantos millones de hombres hablaremos inglés»? Las cosas
han cambiado tanto, que este verso, que fue un grito de alarma para los hispanoamericanos, parece ahora haberse convertido en un anuncio de la
Escuela de Idiomas Berlitz u otra similar. Pero cien años después de Darío, a
comienzos del siglo XXI, ¿escribirá un poeta estadunidense (confiemos que no
posposmoderno) algo como «So many millions of us are to speak Japanese»?
Dios mío, que las posibles consecuencias espantosas de tal estremecimiento
les sean evitadas a nuestros nietos. En todo caso, cuando supo de la existencia de libros como los recientes de Jeffrey E. Garten y Lester Thurow31, puede
asegurarse que a Caliban no le hizo ninguna gracia.
31 Jeffrey E. Garten: A Cold Peace. America, Japan, Germany and the Struggle for Supremacy, Nueva
York, 1992; Lester Thurow: Head to Head. The Coming Economic Battle Among Japan, Europe, and
America, Nueva York, 1992.
133
TODO CALIBAN
Y como he mencionado la amplia descolonización que siguió al segundo
período de la Guerra Mundial, debo añadir que aquélla resultó en gran medida otro de los fiascos de este siglo. Pues no pocos países se separaron entonces
de sus antiguas metrópolis sólo para ser recolonizados, gracias al neocolonialismo, sobre todo por los Estados Unidos, el país salido grandemente ganancioso (a un precio muy bajo) de aquel período bélico. O para decirlo modificando algo las conocidas palabras de Harry Magdoff32, la nuestra es una era de
imperialismo prácticamente sin colonias tradicionales, pero con muchas no tra dicionales: las neocolonias. En consecuencia, hablar de nuestra era neocolonial
llamándola poscolonial (al confundirse rasgos políticos más bien superficiales
con profundas y decisivas estructuras socioeconómicas), implica la aceptación,
acaso involuntaria, de otra de las resonantes falsedades de Próspero.
Por otra parte, ahora que ha concluido la segunda etapa posbélica mundial, se ha visto que los dos países que emergieron económicamente triunfantes de ella fueron los dos grandes derrotados hace más de cuatro décadas
en lo militar: Alemania y Japón, los cuales, habiéndoseles impedido punitivamente rearmarse, se enriquecieron.
También hemos asistido a las primeras guerras después de la terminación
de la llamada Guerra Fría: guerras calientes que no auguran nada bueno para
un futuro en que al desagradable y peligroso equilibrio del terror ha sucedido
el desequilibrio mucho más desagradable y peligroso de la arrogancia. Ya tuvimos prueba de ello en la invasión a Panamá en 1989, asombrosamente presentada como la caza de un hombre a quien se perseguía para juzgarlo fuera
de su país, en ejercicio de un nuevo avatar del imperialismo, el jurídico
(denunciado por una autoridad en la materia como Ramsey Clark), y de quien,
como en una irónica novela de crimen, se decía que había pertenecido a la
tenebrosa institución que dirigiera el propio presidente del país que ordenara
aquella cacería, y, con tal excusa, hizo asesinar a millares de panameños en
unas horas, en ejercicio de una original concepción de los derechos humanos.
Y si aquella invasión a Panamá se inscribe en una larga lista de agresiones
características de la Política del Gran Garrote o de las Cañoneras, cuyas manifestaciones recorren desde 1898 nuestro Mediterráneo americano33,al que los
32 Harry Magdoff: «Imperialism without colonies», Studies in the Theory of Imperialism, ed. por
Roger Owen y Bob Sutcliffe, Nueva York, 1972.
33 Hay una rica bibliografía sobre el asunto, con frecuencia expresión del admirable radicalismo
estadunidense. Cf. por ejemplo: Scott Nearing: El imperio [norte] americano [¿1920?], trad. del inglés
por Carlos Baliño, 2a. ed., La Habana, 1961; Scott Nearing y Joseph Freeman: La Diplomacia del
Dólar. Un estudio acerca del imperialismo norteamericano [1925], 3a. ed., La Habana, 1973; Julius W.
Pratt: Expansionists of 1898. The Acquisition of Hawaii and the Spanish Islands [1936], Chicago, 1964.
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ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
Estados Unidos han querido convertir en su mare nostrum, la guerra contra
Iraq en 1991 parece inaugurar una modalidad nueva. Desencadenada por el
hecho inaceptable de que el gobierno de aquel país invadiera Kuwait, como
el gobierno de los Estados Unidos había invadido Panamá, en este último
caso impunemente, contó con el aval de lo que De Gaulle llamó una vez «les
Nations dites Unies», las Naciones Unidas (en el Consejo de Seguridad de
cuya Organización el solitario voto de Cuba salvó el honor de una época), con
una amplísima coalición en que a los países del Norte se sumaron algunos del
Sur, y esencialmente con fuerzas armadas estadunidenses pagadas por
Alemania y Japón, desarmados pero ricos. Se trata de algo reiteradamente
expuesto y combatido por Noam Chomsky, ese admirable Bartolomé de Las
Casas de su propio imperio. Por otra parte, si no es cierto (en la forma en que
lo dijo Jean Baudrillard glosando a Jean Anouilh)34 que tal guerra no ha tenido lugar, sí se trató de una guerra sin combates, en que aquellas fuerzas, a
prudente distancia, procedieron a destruir fuerzas iraquíes y sobre todo a una
población civil metódicamente masacrada, hasta lograr la previsible rendición
del enemigo. A pesar de esto, esa guerra que en cierta forma no existió, esa
masacre espantosa (contemplada, en el momento en que ocurría, por televisión, como un entretenimiento original para espectadores hastiados), fue festejada ruidosamente en alegres desfiles, con músicas y fuegos artificiales, en
ciudades estadunidenses. Por suerte este país contó también en torno al
hecho con conciencias luminosas como las de Chomsky y Edward W. Said.
Hay que mencionar entre las peculiares guerras calientes posteriores al fin
de la Guerra Fría los combates interétnicos que en este mismo instante se
libran en países europeos desgarrados como los que fueron Yugoslavia y la
Unión Soviética. Esos combates no sólo son terribles en sí mismos, sino que
pueden, además, tener consecuencias mundiales desastrosas, lo que se ve
claro cuando el revenant de Sarajevo ha vuelto a las primeras páginas.
Junto a los hechos anteriores, hay otros no menos terribles. Hoy, en 1992,
cada breve lapso muere en el planeta de hambre o de enfermedades curables
una cantidad de niños equivalente a la de los seres humanos que en 1945 fueron asesinados en Hiroshima y Nagasaki, mientras millones de otros niños,
sin hogar, deambulan y sobreviven gracias a hurtos o prostituyéndose, en países donde a veces existen entidades que se dedican a comprarlos para vender
sus órganos, o a matarlos como ratas. Desde hace algún tiempo están regresando y extendiéndose epidemias que se consideraban medievales, o acaban
34 Jean Baudrillard: La Guerra del Golfo no ha tenido lugar, traducido del francés por Thomas Kauf,
Barcelona, 1991.
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TODO CALIBAN
de nacer, como en el caso del sorprendente sida, al que algunos le han sospechado origen humano. También se extiende el consumo diabólico de las drogas, estimuladas por el sacrosanto mercado sin entrañas y consumidas con el
anhelo de olvidar el oscuro presente y abolir un futuro que se prevé aún más
oscuro. Además, no sólo son incontables las especies animales que el animal
humano (sobre todo en su variedad occidental o norteña) ha extinguido, sino
que crecen aceleradamente los ríos y mares sin peces, los cielos sin pájaros, las
«primaveras silenciosas» (para usar la clásica fórmula de Rachel Carson), los
desiertos galopantes, las atmósferas envenenadas, provocando todo ello un
ambiente en que también al ser humano se le dificulta vivir. Los ecologistas,
verdes o ambientalistas han tenido razón al luchar durante años contra esto,
y ello fue casi unánimemente reconocido, el pasado junio, en la reunión de
ECO’92 organizada por las Naciones Unidas en Río de Janeiro.
Dentro de ese cuadro general, la situación peor es desde luego, sin comparación posible, la de quienes viven en los países del Sur. Cuando escribo
estas líneas, son (somos) más de las dos terceras partes de los seres humanos
vivos; se calcula que al romper el siglo XXI, las tres cuartas partes, y al mediar
ese siglo, las nueve décimas partes. Sin olvidar a los numerosos pobres que
viven en los países del Norte y provienen con frecuencia del Sur, ni a la capa
más bien delgada de quienes son ricos en el Sur generalmente porque son
cómplices de zonas del Norte, y se creen integrantes de él y no de sus propios
pueblos, en el planeta hoy son pobres, muy pobres o miserables dos de cada
tres personas; si las cosas no mejoran, al comienzo del próximo siglo (mañana
como quien dice) serán tres de cada cuatro; cuando mis nietos tengan la edad
que tengo ahora, nueve de cada diez: y la gran mayoría vive y vivirá en el Sur.
La proporción crece geométrica y aterradoramente, y explica por qué los
pobres del Sur, buscando mejorar su nivel de vida, y en muchas ocasiones
como única manera de sobrevivir, se están trasladando al Norte. Dado que el
proceso se desarrolla en forma abrumadora y ya plantea grandes problemas,
el Norte anda levantando barreras para impedir nuevas entradas; y en ocasiones, cuando éstas se han producido ya, realizando a través de entidades
paramilitares o de sanguinarios francotiradores el exterminio de las indeseadas gentes del Sur. ¿Volvemos a leer los periódicos?
En España, país amado que querríamos no racista (más aún lo quieren los
gitanos), se creó con sentido despectivo, para referirse a los sudamericanos (a
los hispanoamericanos en general), la palabra «sudacas», que quizá sea reivindicada con orgullo por los aludidos (así voy a hacer de inmediato, pensando
en el Sur todo) y hasta conozca el triste privilegio de internacionalizarse,
como algunos vocablos colindantes: el italiano «gueto», el francés «chovinis136
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
mo», el ruso «pogrom», el inglés de los Estados Unidos «linchar».
(Curiosamente, no se internacionalizaron términos alemanes como
«Herrenvolk» o «Arschloch der Welt»). Después de todo, los chovinistas del
Norte proyectan o realizan ya pogroms para linchar a los sudacas, cuando no
han logrado mantenerlos en sus guetos o fuera de los muros de las ciudadelas del Norte. Esto último no es fácil, porque las oleadas de sudacas avanzan
como mareas de lava hirviente. Y esas oleadas revelan los estigmas que el
Norte, para desarrollarse él, provocó en aquellos cuyos países subdesarrolló y
subdesarrolla: se trata muchas veces de criaturas hambrientas que, además de
hablar idiomas desconocidos con frecuencia en el Norte, son analfabetas o
con escasa instrucción, carecen de entrenamiento en el manejo de los complicados instrumentos propios de la simpática vida del Norte, tienen creencias y costumbres que a éste parecen bárbaras (y viceversa), no son higiénicas
y sí promiscuas (se pasan la vida explotando demográficamente), llevan consigo gérmenes de enfermedades erradicadas ya en el Norte y para las cuales
sus habitantes no tienen anticuerpos: lo que recuerda lo que les pasó a los
aborígenes cuando llegaron los conquistadores a partir de 1492.
Y así, ahora que el Norte se considera finalmente vencedor en todo, y
hasta tiene consejeros áulicos como Fukuyama35, malos lectores de Hegel y
peores de la realidad, que le soplan estruendosamente al oído que lo que
Stephen Dedalus llamó la pesadilla de la historia ha llegado a su fin, los
35 Nacido de su comentado artículo «The End of History?» (The National Interest, Nº 16, verano de
1989), el libro de Francis Fukuyama The End of History and the Last Man (Nueva York, 1992) no es
mejor que el artículo, pero sí mucho más largo y caro. Como en ambos casos el autor reconoce su
entusiasta adhesión a la lectura derechista de Hegel propuesta por el ruso Alexandr Kojevnikov, que
en Francia pasó a llamarse Kojève y a ser (como luego también lo sería su discípulo Fukuyama) funcionario ministerial, es sumamente curiosa la opinión que de aquél tenía Louis Althusser. Tal opinión
no vino a ser conocida sino este año, pues apareció en su libro póstumo L’avenir dure longtemps suivi
de Les faits. Autobiographies (París, 1992, p. 169). Él no podía sospecharlo, pero sus líneas serían una
impugnación avant la lettre de las tesis de F.F. He aquí las pocas y suficientes líneas de Althusser: «yo
sabía por qué vías Hegel y Marx habían sido introducidos en Francia: por Kojevnikov (Kojève), emigrado ruso encargado de altas responsabilidades en el Ministerio de la Economía. Fui a verlo un día
a su oficina ministerial para invitarlo a ofrecer una conferencia en la Escuela [Normal]. Vino, hombre de rostro y cabellos negros, todo lleno de malicias teóricas infantiles. Leí todo lo que él había escrito y me convencí rápidamente de que él —a quien todos, incluso Lacan, habían escuchado apasionadamente antes de la guerra— no había comprendido estrictamente nada ni de Hegel ni de Marx.
Todo giraba en él en torno de la lucha a muerte y el Fin de la Historia, a la cual daba un pasmoso
contenido burocrático. Habiendo concluido la historia, es decir la historia de la lucha de clases, la historia no cesa, pero en ella no pasa nada más que la rutina de la administración de las cosas (¡viva Saint
Simon!). Manera sin duda de asociar sus deseos de filósofo y su condición profesional de burócrata
superior.// No comprendí cómo, fuera de la total ignorancia francesa de Hegel, Kojève había podido
fascinar a tal punto a sus oyentes: Lacan, Bataille, Queneau y tantos más» [Fukuyama añadirá a
Raymond Aron].
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muros de sus ciudadelas se ven rodeados por seres ruidosos, multicolores y
carnales que vienen del Sur y no de otra pesadilla; del Sur y no del pasado.
Si los grandes señores del Norte cumplen su reiterada amenaza, y en vez
de explotar más al creciente Sur deciden prescindir de él, sustituyendo sus
toscas materias primas por elegantes materias elaboradas por el Norte, o
incrementando su proteccionismo egoísta, entonces se multiplicarán en el
Sur el hambre, las enfermedades, la ignorancia, la desesperación, el fanatismo, y crecerán hasta la enésima potencia las oleadas de gentes del Sur en inevitable, indetenible y sombría marcha hacia el aséptico Norte. Por cada uno
de los seres humanos de éste habrá ¿cuántos del Sur? ¿Diez, cuarenta, cien? Y
si en vista de eso tales señores del Norte deciden despoblar al Sur, y le arrojan (tienen experiencia en cosas similares) artefactos mortíferos atómicos,
químicos o bacteriológicos, ¿podrán impedir que las nubes letales que ello
provocaría lleguen a los cielos sin bacterias, sin pájaros y sin piedad del Norte,
tan orgulloso de su capitalismo feroz?
Cuando sabemos lo anterior, aunque cobardemente pretendamos ignorarlo u olvidarlo, ¿no urge que los descendientes de la indispensable unión de
Caliban y Miranda, que las personas de clara visión y buena voluntad que son
cuantiosas tanto en el Sur como en el Norte, con imaginación, valor y energía obliguen a deponer prejuicios, odios, sectarismos, codicias e insensateces,
y luchen (luchemos) juntos para detener una carrera cuyo término es evidente y demasiado cercano? Dado que también la humanidad es un ecosistema, ni el Sur ni el Norte podrán salvarse por separado. O logran acceder conjuntamente a la civilización de la humanidad, a un mundo posoccidental36
36 Utilizo la expresión «civilización de la humanidad» con que concluye (antes del «Resumen» y la
bibliografía) el libro de Darcy Ribeiro El proceso civilizatorio. Etapas de la evolución sociocultural
[1968], traducido por Julio Rossiello, Caracas, 1970, p. 158. Por mi parte, en «Nuestra América y
Occidente» (Casa de las Américas, Nº 98, septiembre-octubre de 1976, p. 55) hablé de una futura
sociedad «posoccidental»: expresión relacionada con la de «paleoccidental» que apliqué allí al mundo
ibérico, pero que sin duda también tenía que ver con los «pos(t)ismos» que ya se habían
desencadenado después de los «neos» y los «antis» y a veces alternando con ellos. Pero esa sociedad,
civilización o cultura «de la humanidad», «posoccidental», que debe venir después de la occidental y
superarla hegelianamente, de ninguna manera puede identificarse con realidades estrechamente
eurocéntricas como la «poscultura», que es el «nuevo [sic] concepto» a que se refiere George Steiner
en En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura [1971], traducido del
inglés por Alberto L. Bixio, Barcelona, 1991. En cambio, entiendo que sí es dable avizorar tal
«civilización de la humanidad», «posoccidental», en ese «incierto futuro» de que habla Immanuel
Wallerstein, en el cual «debemos entrar de puntillas» y «tratar de engendrar un nuevo modo de
funcionamiento en el cual la distinción entre la civilización (singular) y las civilizaciones (en plural)
no tenga ya una relevancia social». I.W.: «The modern world system as a civilization», Geopolitics and
geoculture. Essays on the changing world-system, Cambridge, Inglaterra, 1991, pp. 229 y 230.
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auténticamente ecuménico y solidario, o los seres humanos, a quienes la
sociedad les es consustancial, habrán probado ser, para horror de Teilhard de
Chardin, un vano camino cerrado, mucho peor que los dinosaurios, pues a
aquéllos (a nosotros) fueron dadas fuerzas y virtualidades infinitamente más
numerosas y ricas. Hace un cuarto de siglo escribió C.L.R. James: «Si los condenados de la Tierra no entienden sus pasados ni conocen las responsabilidades que tienen ante sí en el futuro, todo en la Tierra estará condenado. Esa es
la clase de mundo en que vivimos»37. Hoy, lo único que cabe añadir es que lo
anterior es igualmente válido para los condenantes de la Tierra. Cuando los
pasajeros de tercera clase del navío se hunden o estrellan, también los de primera clase conocen suerte igual, sólo que sus ropas, convertidas en sus mortajas, son más numerosas y ricas, y se supone que están más al día (ellos se
toman por el día).
Quinientos años después del descubrimiento que no fue tal, pero sí, ciertamente, el comienzo del indispensable encuentro de todos los seres humanos, reconozcamos, pensando en los habitantes originales del «brave new
world» que ahora compartimos, quienes vieron llegar en 1492 las tres carabelas con la cruz en forma de espada donde el Hijo del Hombre murió una
vez y un millón de veces y sigue muriendo, y pensando en lo que allí y en
otros sitios vino después, que nuestra única opción es hacer culminar (y perdonar) aquel terrible comienzo, con un descubrimiento verdadero, similar a
lo que los griegos llamaron anagnórisis. En este caso, el descubrimiento del
múltiple ser humano «ondulante y diverso»: el ser humano total, hombre,
mujer, pansexual; amarillo, negro, piel roja, carapálida, mestizo; productor
(creador) antes que consumidor; habitante de la Humanidad, la única patria
real («Patria es humanidad», dijo Martí, retomando una idea de los estoicos),
sin Este ni Oeste, sin Norte ni Sur, pues su centro será también su periferia.
Religiones, filosofías, artes, sueños, utopías, delirios lo han anunciado en
todas partes. Será el fin de la prehistoria y el comienzo de la casi virginal historia del alma. Si no, será sin duda el prematuro fin de nosotros los seres
humanos, quienes habríamos precipitado antes de tiempo el final del diminuto fragmento de existencia cósmica que nos fue asignado. Pero tal precipi37 C.L.R. James: «C.L.R. James on the Origins», Radical America, Vol. 2, Nº 4, julio-agosto de 1968.
Citado por Lucy R. Lippard en Mixed Blessings. New Art in a Multicultural America, Nueva York,
1990, p. [57]. En el texto de Wallerstein citado en la nota 36, él afirma con razón que «la desigualdad
no sólo lastima a los oprimidos, sino que lastima también (y acaso en mayor medida) a sus
beneficiarios inmediatos, al privar a estos de su completez humana y de sus posibilidades de
autorrealización» (pp. 228-229).
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tación no es inevitable. Einstein, Sagan o Hawkins nos han familiarizado
(incluso a nosotros los legos) con la imaginación del Cosmos; Darwin, von
Uexküll o Gould, con la imaginación de la Vida; Freud, los surrealistas o
Jameson, con la imaginación del Inconciente; y Marx postuló abiertamente
que la Historia tiene más imaginación que nosotros. Quizá pudiéramos sintetizar esta idea con la afirmación de Einstein que él tenía autoridad superior
para emitir: «La imaginación es más importante que el saber».
Frente a los desafíos aparentemente insuperables de la realidad social, que
en un período anterior llevaron a Rolland y a Gramsci a hablar del escepticismo de la inteligencia, al que propusieron oponer el optimismo de la voluntad, opongámosle también la confianza en la imaginación, esa fuerza esencialmente poética. Y así podremos prepararnos para entrar sin temor en la
amenazada casa del futuro, aunque ella no sea aún la House Beautiful que
quiso Walter Pater; debemos prepararnos para entrar en esa casa hecha de
tiempo y esperanza, a cuya edificación fueron dedicadas las vidas y las muertes de hombres y mujeres como Ernesto Che Guevara, el más calibanesco de
los Arieles que personalmente he conocido y amado. Si luchamos juntos con
valor, inteligencia, pasión y compasión a fin de merecerlo, en tal casa, para
glosar a Heráclito el Oscuro y a Santa Teresa la iluminada, también estarán
los Dioses.
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