El mayor obstáculo a nuestra Oración

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El mayor obstáculo a nuestra oración son nuestros
pecados
La oración nos pone a prueba y pone en evidencia cuál es nuestra condición espiritual
delante del Señor. Si nuestra condición espiritual es apropiada y normal, las personas por las
que oramos se salvarán una tras otra. Si intercedemos continuamente por ellas delante del
Señor, al principio se salvarán una o dos, y con el tiempo otras más. Las personas deben ser
salvas con cierta regularidad. Si ha transcurrido un tiempo prolongado durante el cual el
Señor no ha contestado nuestras oraciones, esto es un síntoma de que hemos contraído
alguna enfermedad espiritual con respecto a nuestra relación con el Señor. Entonces,
debemos acudir al Señor en busca de luz, a fin de identificar el problema que nos aqueja.
Nada obstaculiza tanto nuestra oración como nuestros pecados. Debemos aprender a vivir
una vida santa en la presencia del Señor y rechazar todo aquello que sabemos es pecado,
pues si lo toleramos o lo tomamos a la ligera, nuestras oraciones serán estorbadas.
Nuestros pecados tienen tanto el aspecto objetivo como el subjetivo. El aspecto objetivo
concierne a Dios, mientras que el aspecto subjetivo tiene que ver con nosotros. En términos
objetivos los pecados constituyen un obstáculo para la gracia de Dios y Sus promesas. En
Isaías 59:1-2 se nos dice: ―He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, /
Ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división / Entre
vosotros y vuestro Dios, / Y vuestros pecados han hecho ocultar / De vosotros su rostro para
no oír‖. Y en Salmos 66:18 se nos dice: ―Si en mi corazón hubiese yo mirado la iniquidad, /
El Señor no me habría escuchado‖. Así pues, si uno no ha tomado las medidas apropiadas
con respecto a sus pecados, estos se convertirán en un obstáculo para sus oraciones. Los
pecados que no hemos confesado, aquellos con respecto a los cuales todavía no hemos
aplicado la sangre de Cristo, constituyen un gran obstáculo delante de Dios y son la causa de
que nuestras oraciones no sean contestadas. Esto concierne al lado objetivo.
En términos subjetivos, el pecado hace daño a la conciencia del hombre. Cuando una
persona peca, no importa lo que se diga a sí misma, ni cuánto lea la Biblia, ni cuántas
promesas encuentre en la Palabra, ni cuánta gracia se encuentre en Dios, ni cuanto Dios
haya aceptado a esa persona; su conciencia todavía seguirá débil y oprimida. En 1 Timoteo
1:19 se nos dice: ―Manteniendo la fe y una buena conciencia, desechando las cuales
naufragaron en cuanto a la fe algunos‖. Un barco puede ser pequeño o viejo, pero no debe
tener agujeros. De igual manera, nuestra conciencia no debe hacer agua, porque si hay una
perdida de paz, eso nos impedirá orar. Por lo tanto, hay obstáculos no solamente delante de
Dios, sino también dentro del hombre. La relación entre la fe y la conciencia es exactamente
igual a la de un barco y su carga; o sea, la fe es como la carga y la conciencia como el barco.
Cuando el agua entra en el barco, la carga será dañada. Cuando la conciencia es fuerte, la fe
también lo es, pero si la conciencia naufraga, la fe se desvanecerá. Si nuestro corazón nos
reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y Él sabe todas las cosas (1 Jn. 3:20).
Si deseamos ser hombres de oración, debemos eliminar minuciosamente todo el pecado de
nuestras vidas. Hemos vivido en el pecado por mucho tiempo y, si queremos ser liberados
totalmente de él, debemos confrontarlo con toda seriedad. Tenemos que acudir a Dios y
confesar todo pecado, poniéndolo bajo la sangre, rechazándolo y apartándonos del mismo.
Entonces, nuestra conciencia será restaurada. Una vez que la sangre nos limpia y nuestra
conciencia es restaurada, nuestro sentimiento de culpa desaparece y espontáneamente
contemplamos el rostro de Dios. No le demos ninguna oportunidad al pecado, porque esto
nos debilitará delante del Señor. Si estamos débiles, no podremos interceder por otros.
Siempre y cuando el pecado permanezca, no seremos capaces de decir nada en nuestra
oración. El pecado es nuestro problema número uno, y en todo momento, incluso a diario,
debemos permanecer alertas para reconocerlo en cuanto surja. Si, delante del Señor, uno
toma las medidas pertinentes con respecto a sus pecados, entonces podrá interceder por otros
y conducirlos al Señor.
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