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JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS/ REUNIRSE Y CONVERSAR: LAS TERTULIAS
DEL SIGLO XVIII
La conversación en la sociabilidad moderna
Dedicar tiempo a reunirse y conversar era una novedad que formaba parte de los
cambios que se operaban en la sociedad europea de los siglos XVII y XVIII, cambios
mentales que daban espacio al entretenimiento y al ocio, así como a su regulación. Pero,
sobre todo, crear centros de reunión abría la puerta a la posibilidad del intercambio y de una
sociedad permeable en sus diferentes capas, y a nuevas ideas, relaciones e influencias.
Los viajeros que pasaron por España en las primeras décadas del Setecientos
dejaron testimonios nada favorables a las tertulias del país. Al parecer había pocas y en
ellas no se reunían los hombres y las mujeres, sino cuando llegaba el refrigerio o refresco,
momento en que se animaba la reunión. Por otro lado, esos mismos viajeros suelen indicar
que las relaciones entre los sexos en España se parecían más a las que se daban entre la
población inglesa que entre la francesa, lo cual perturbaba a los visitantes franceses en su
modo de caracterizar a los españoles, pues no se ajustaba al prejuicio construido. Andando
el siglo, lo que se encuentra en los periódicos, en las cartas, en las relaciones de viajes y en
los tratados de los moralistas es lo contrario: el aumento de las tertulias y de los espacios
para conversar, la mezcla de sexos.
Es cierto que en algunas reuniones de escritores, como en la que mantenía Montiano
y Luyando a mediados de siglo, se prefería la ausencia de mujeres y que en la famosa,
también de literatos, que se reunía en la Fonda de San Sebastián, ellas no entraban, pero
estas son excepciones a la norma general, que, a lo largo del siglo, tendió a unir hombres y
mujeres en espacios públicos y privados, como en el resto del mundo occidental. Lo que sí
conviene ser matizado, porque se ha sobredimensionado al trasplantar la “realidad”
francesa a los casos españoles, es que las más de esas tertulias fueran principalmente
dirigidas por mujeres; por lo que se sabe hasta ahora, muy pocas eran las gobernadas por
aristócratas, siendo los maridos quienes estaban al frente de las mismas (Álvarez
Barrientos, 2006a; Gelz, 2006).
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El fenómeno de la conversación había estado regulado desde los tiempos del
Renacimiento; en los tratados sobre la materia se describían actitudes, la conveniencia de
temas y materias, los modos de abordarlos y las maneras de comportarse e intervenir en la
conversación, según quién fuera el hablante y cuál su condición (Fumaroli, 1994; Craveri,
2004). El cambio en el siglo XVIII, propio de la sociabilidad moderna del momento --del
que escribieron Swift, Luzán y Morellet, entre otros--, es que muchas de esas reglas
desaparecen –en especial cuando la conversación se desarrolla en lugares ajenos a las
convenciones de los espacios cortesanos y eclesiásticos--, y, en su lugar, se privilegia cierto
igualitarismo que proporciona la amistad, tanto si la reunión es en la propia casa o en el
espacio público de tabernas, cafés, librerías o mentideros. Pagar la consumición igualaba y
daba derechos, que se completaban cuando de por medio estaba la amistad entre los
hablantes, como se indica en El café de Alejandro Moya (Álvarez Barrientos, 2004). La
amistad, es decir, la relación sincera y educada entre los individuos, basada en la utilidad
civil, el buen gusto y el buen trato, era un valor en alza en la época, y se instaló como uno
de los pilares sobre los que levantar la nueva sociedad; a ella había que añadir los de la
sociabilidad, la urbanidad y la civilización. Todos dirigidos a crear un mundo basado en
valores y formas de relación renovados, como el de la urbanidad, que Feijoo cifraba en el
“ceremonial de la buena educación”, cuya práctica hacía grato el trato humano. “¿La
urbanidad ha de residir también en el corazón? –se preguntaba el benedictino--. Sin duda
[…]. De otro modo, ¿cómo pudiera ser virtud?” (Teatro Crítico Universal, 1736, tomo VII,
disc. 10, “Verdadera y falsa urbanidad”).
La perspectiva moral del autor implica el cambio en las mores, pero también cómo
ese cambio suponía un nuevo tipo de individuo, al que debían acompañar nociones éticas
renovadas, como la de la virtud, que no era otra cosa sino hacerse útil a los demás. La
cordialidad, la conversación entendida como “arte de agradar”, no como disputa, informan
a ese nuevo hombre, cuyos valores se pretenden con carácter universal, pues el
pensamiento ilustrado, en su idea de la perfectibilidad de la sociedad, creía que ese modelo,
junto con otras acciones y disposiciones, podía proporcionar la felicidad a Europa, al
mundo civilizado.
La tertulia y la conversación, al estar asociada a la amistad, tienen como
componente formador la voluntariedad de los que se reúnen, lo que convierte a la reunión
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en algo buscado y elegido, no reglado ni obligado, si no es por las normas que se juzgue, si
es que así se ve, necesario imponer. Es una nueva sociabilidad (Lorenzo Álvarez, 2006) que
ordena el espacio social mediante nuevas redes de relación (Simmel, 1977; Cantos
Casenave, 2006).
Los espacios
Parte importante en el logro de esa felicidad tenía la posibilidad de que los
individuos pudieran reunirse e intercambiar y discutir opiniones, que pudieran socializar.
Pronto, por otro lado, los gobiernos fueron conscientes de lo peligroso que era abrir esos
espacios de opinión, y desde la prensa se iniciaron campañas en su contra, lo mismo que
pronto la policía y los espías –a menudo los mismos ciegos—comenzaron a tener cada vez
más presencia en aquellos lugares que, con el tiempo, llegaron a ser centros de
afrancesamiento, adoctrinamiento y discusión política (Fernández Sebastián, 1996). Los
cafés del siglo XVIII prepararon los usos sociales del liberalismo, al manifestar cada vez
más su función política. La palabra “sociabilidad” significaba en los diccionarios de la
época “trato de unas personas con otras”, lo cual se hacía en las iglesias, en los teatros, en
las plazas, pero los ciudadanos se hicieron con espacios nuevos como cafés, tabernas,
salones no cortesanos, sociedades económicas, academias, que acabaron reemplazando o
rivalizaron con los lugares desde donde se difundía el discurso autorizado: los propios de la
Iglesia y el Estado.
La novedad de estos espacios, y del hecho de reunirse allí donde no existía un
protocolo o convención que limitara los modos y los asuntos, se percibe pronto en la
prensa, que con frecuencia los critica, como sucede en El pensador, y en el teatro, que
aprovecha el formato del sainete para dar cuenta de la exuberancia tertuliana: La tertulia de
moda, La tertulia general, La tertulia discreta, La disputa en la tertulia, La tertulia de los
jueves, La tertulia extravagante, son algunos de los títulos alusivos, en los que pone de
manifiesto el cambio en las formas de relación entre los individuos. Ramón de la Cruz,
Leandro Fernández de Moratín, Luciano Francisco Comella, Ignacio González del Castillo,
por su parte, dedicaron piezas teatrales a los cafés y a las tabernas; en definitiva, a los
nuevos espacios de conversación. Jovellanos había hablado en su Memoria sobre
espectáculos y diversiones públicas, de 1792, de la necesidad de establecer “casas de
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conversación”, similares a los clubes ingleses, que, sin embargo, no tuvieron demasiado
desarrollo, en contra de lo que había sucedido con los cafés desde 1758, con las tabernas
(González Troyano, 1998) y con las tertulias y reuniones que se celebraban en casas
privadas de la más distinta condición, pues tanto se daban en cocinas humildes y casas
puertas, como en salones burgueses y de la aristocracia, y en otros lugares (Quiles Faz,
2006; Carnero, 1998). Ya se han mencionado las librerías, pero también las imprentas
fueron lugares para la conversación (Álvarez Barrientos, 2006b).
No siempre, pero con relativa frecuencia, esos lugares se ven como algo perturbador
del orden anterior. Los nuevos espacios de sociabilidad fueron enjuiciados en sintonía con
la visión, a menudo negativa, que se tenía de otras novedades coetáneas, que eran formas de
socialización que implantaban un nuevo orden. Así sucedió con los periódicos; con los
nuevos modelos de conducta basados en el buen gusto, en el hombre de bien; con el nuevo
modo de tratar las materias que se debatían, alejadas del asedio serio y supuestamente
sistemático que le dedicaban los sabios y los eruditos, muchos de los cuales eran contrarios
a las tertulias y a la conversación porque las materias, el conocimiento, se escapaban de su
control y pasaban a ser del dominio público, si bien no se estudiaban con la precisión que
ellos consideraban necesaria, y muchas veces se hacía de forma aproximativa, divulgativa y
como forma de opinión. Los cafés y las tertulias, la conversación, en definitiva, hizo que el
saber abandonara los entornos conocidos que hasta entonces le eran propios, dominados por
el mundo de la erudición, y pasara a difundirse en otros ámbitos. La figura del erudito, del
sabio, cotizaba a la baja en la época. Toda esta oferta vital suele ir junta en los análisis de
los escritores casticistas del momento: los nuevos modelos de conducta, la nueva
consideración del saber, los espacios de relación, las formas de urbanidad y tratamiento
entre las personas.
Los moralistas
Seguramente quienes protestaron del modo más sistemático y constante contra ese
paquete de medidas fueron los moralistas y eclesiásticos, que veían con desagrado e
impotencia el desarrollo de la institución de la tertulia y la conversación; que no podían
evitar que las ovejas se descarriaran y establecieran sus propios lugares de relación, con sus
propias reglas, en los que opinar “libremente” de cualquier cosa. Son bastantes los textos
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que desarrollan esta perspectiva a lo largo de la centuria. Juan Crisóstomo de Olóriz
publicaba en 1745 las Molestias del trato humano, donde planteaba cuanto de negativo
tenían la conversación, las tertulias y los espacios de sociabilidad, que no nombra --porque
desconoce los cafés (que aún no había en España)--, pero sí apunta al centrarse en la
conversación. Conversar es malo porque la diferencia de opinión no es un valor: las
Sagradas Escrituras ya dicen de qué se puede hablar y qué se debe opinar; los habladores
son molestos y bufones (en la línea de tradicional desprecio que identifica al que opina con
el charlatán); y el silencio es la forma óptima de estar, pues significa prudencia y respeto.
El mundo barroco de Olóriz no podía aceptar las nuevas instancias, los nuevos referentes
que cambiaban la sociedad y daban entrada al ocio y al entretenimiento como tiempo y
actividad que acabarían teniendo el mismo valor, si no más, que el dedicado al trabajo y al
recogimiento religioso.
Los Vicios de las tertulias y concurrencias del tiempo, de Gabriel Quijano,
aparecido en 1785, y el Tratado sobre las tertulias, de 1804, compuesto por un sacerdote
que oculta su nombre, son otros dos escritos emblemáticos de la resistencia a las nuevas
formas de sociabilidad que representa la conversación. En estos libros se exponen los
efectos y defectos de las conversaciones –entendidas como reuniones, pero también como
encuentros sexuales, pues ambos significados tiene la palabra--, sus excesos y perjuicios.
Quijano sabe que no se habla de religión, sino de política, de escabrosidades, de Voltaire y
de Rousseau, de vanidades. No son reuniones educativas, como denunciaba El pensador en
1762, sino “costumbre moderna”, “invención diabólica”, que ponen de relieve el cambio
que se daba en los intereses de la sociedad, que, sin olvidar los aspectos religiosos, daba
cabida y realce a lo secular y a la reunión de hombres y mujeres en un espacio en el que “no
se distingue el noble del plebeyo” (1785, p. 3). El sacerdote autor del Tratado sobre las
tertulias sigue, beligerante, esta línea de pensamiento, aunque con cierta sensación de
derrota, y muestra los cambios operados en la sociedad española de entre siglos, que se
percibían desde tiempo atrás. Una sociedad que quería mayores espacios de libertad y
opinión, de pluralidad, y que los encontró en esas conversaciones, ya para exponer sus
reservas ante lo moderno, ya para apoyarlo.
Los textos de los autores contrarios a las tertulias, a las novedades en general, son
de gran interés para conocer el modo en que se introducían éstas y los debates que
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desencadenaban. Frente a lo homogéneo del mundo de Olóriz, Quijano y otros, la tertulia,
la conversación, significaba heterogeneidad, diversión, opinión, que Cadalso mostró desde
la ironía, tanto en sus Cartas marruecas como en Los eruditos a la violeta.
Las tertulias de los intelectuales
Las tertulias fueron intermediarios culturales y sociales, que, como la prensa,
permitían la comunicación y el intercambio, y, en el caso de los escritores y los artistas, de
los intelectuales, fueron un medio para alcanzar visibilidad social, para organizarse como
grupo y reconocerse en conductas y valores. Aunque se percibe más en el siglo XIX, en no
pocos relatos autobiográficos y elogios académicos, asistir a tertulias, tener intercambio
epistolar (una forma de tertulia a distancia, como señaló Tomás de Iriarte), poseer buena
conversación, son valores que se destacan en el relato vital y en la exaltación académica,
pues ponen de manifiesto la red de relaciones que poseía el autor y su dominio de uno de
los nuevos requisitos del hombre de letras, en tanto que ser social (Álvarez Barrientos,
2006a).
La tertulia literaria, aunque no sólo ésta, evidenciaba el espíritu de asociación que
invadía a la República de las Letras, necesario para presentarse ante la sociedad como
grupo organizado y respetable, que más tarde dio lugar a los salones decimonónicos en los
que artistas y escritores se reunían también con gente de “buen tono”, contando ya con
medios, instituciones y ritos de legitimación más desarrollados y presentes en la sociedad.
La tertulia literaria del siglo XVIII fue núcleo de proyectos literarios –recuérdense la de
Olavide en Sevilla (Aguilar Piñal, 1995) y la Fonda de San Sebastián en Madrid--. Pero
sobre todo, para los hombres de letras la tertulia fue, junto con los periódicos, la base desde
donde alcanzar su legitimidad como grupo y con el tiempo su autonomía, al ejercer desde
ellos (tertulia y prensa) la crítica, como alternativa a las propuestas que llegaban desde las
instituciones y espacios dominados por el Poder.
Por tanto, y también, la tertulia, la conversación, tuvo dimensión política, no sólo
porque se pudiera opinar sobre la cosa pública y no sólo porque se quisiera dirigir la
opinión pública, sino porque el destino del escritor dieciochesco era un destino político,
como se demostró en los debates por dominar la opinión, que se hizo claramente política
desde los tiempos previos a la Revolución Francesa, y en el paso al siguiente siglo, pero,
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definitivamente, durante la Guerra de la Independencia. De las tertulias surgieron las
academias Española y de la Historia, ejemplos de instituciones creadas para gestionar la
política cultural del país; en las tertulias madrileñas de Quintana y Moratín se discutía de
letras pero también el destino y el modelo político que debía seguir España; en la gaditana
de Frasquita Larrea (Cantos Casenave, 2004) y en las de otros, así como en los cafés de la
ciudad, durante el tiempo de las Cortes, se debatieron los mismos asuntos que en ellas, se
forjaron opiniones y se maquinó, se redactaron folletos y panfletos, respuestas que daban
relieve a la opinión y la dirigían.
La posibilidad de tener espacios para reunirse permitió que avanzara la sociedad,
como señalaron muchos en la época, que estaban de acuerdo en que la relación entre los
sexos era uno de los mejores modos de civilizarla y perfeccionarla. Y este efecto se
consiguió mediante la conversación y los nuevos espacios que surgieron para albergarla.
J. A. B.—CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS (MADRID)
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