Tal vez no debería fiarse de su memoria

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La tecnología arroja hoy nueva
luz a uno de los misterios sin
resolver más grandes en
neurociencia, la memoria.
Lejos de ser como un disco duro
de gran capacidad que clasifica
y almacena los recuerdos,
incorruptibles, el cerebro
humano se asemeja a un camión
tráiler repleto de archivos que,
cada vez que se recuperan,
se modifican.
Tal vez
no debería
fiarse de su
memoria...
Texto de Cristina Sáez e ilustraciones de Anna Grimal
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A
quel 11 de septiembre del 2001,
al levantarse, poco podía sospechar Elizabeth Phelps que el día
iba a convertirse en una pesadilla. Que dos aviones se estamparían contra las Torres Gemelas. Que
estas iban a desplomarse. Que cerca de
3.000 personas perderían la vida. Ni tampoco que, paradójicamente, el infierno que
vivirían millones de estadounidenses le iba
a permitir llevar a cabo el que tal vez sea
uno de los mayores experimentos realizados sobre uno de los grandes misterios de
la neurociencia: cómo funciona la memoria.
Nada más salir de su apartamento, situado en el sur de Manhattan, Phelps descubrió horrorizada que en uno de los edificios del World Trade Center había un
gigantesco boquete humeante. Pensó que
se trataba de un terrible accidente aéreo y
se apresuró hacia su laboratorio, a unas
manzanas de allí. Para cuando quiso llegar,
otro avión había impactado contra la segunda torre que, una hora más tarde, se
derrumbaría mientras Phelps contemplaba estupefacta la escena desde un despacho
en la octava planta de la Universidad de
Nueva York.
Como esta neurocientífica, miles de
personas vivieron en directo aquella tragedia, que les dejó secuelas psicológicas,
recuerdos sumamente intensos que incluso al recuperarlos ahora, trece años más
tarde, les hacen revivir el pánico que sintieron entonces. Y a pesar del tiempo que
ya ha pasado, siguen siendo capaces de
describir con pelos y señales qué estaban
haciendo aquel lunes poco antes de las
nueve de la mañana, dónde, con quién,
como si aquel suceso hubiera dejado una
huella indeleble en sus mentes.
Eso es, de hecho, lo que durante varias
décadas los psicólogos creían que ocurría,
que todas aquellas experiencias que estaban
asociadas a emociones intensas, positivas
o negativas, quedaban registradas en nuestro cerebro como si fueran una fotografía.
Desde unas vacaciones especiales en casa
de la abuela, hasta un concierto de Bruce
Springsteen en que el músico nos sacó al
escenario o un accidente de coche.
Roger Brown y James Kulik, de la Universidad de Harvard, fueron los primeros
en proponer esta teoría en 1977, después
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
Sólo 11 meses después
del 11-S, el 37% de los
ciudadanos encuestados días
después del atentado había
modificado los recuerdos que
decía tener de esa jornada
“Tenemos la ilusión de
que nuestros recuerdos son
una especie de grabaciones
en vídeo, pero tienden a
mezclarse y a difuminar
ciertas cosas, por lo que
reconstruimos partes”, dice
el psicólogo Gary Marcus

de realizar un experimento con voluntarios
sobre lo que recordaban del asesinato del
presidente John F. Kennedy. Acuñaron el
término “memorias flash”, en alusión a las
instantáneas tomadas con una cámara al
disparar el flash. Creían que aquellos eventos con mucha carga emocional quedaban
grabados en nuestras células nerviosas como
un instante de realidad congelado.
Y sin embargo, Brown y Kulik estaban
equivocados, como también muchos de los
americanos que relatarían a Phelps y a su
equipo lo que vivieron aquel día. Porque
por vívidos y reales que les parecieran sus
recuerdos, la mayoría eran incorrectos o
¡incluso falsos! Puede que ni tan siquiera
hubieran estado allí, en Manhattan, aquel
fatídico día, a pesar de que su memoria les
decía todo lo contrario.
Recuerdos maleables
El mismo 11 de septiembre del 2001, la
psicóloga Elizabeth Phelps se puso en contacto con varios colegas también neurocientíficos para emprender un experimento. Durante los tres días posteriores al
atentado, prepararon un cuestionario, se
situaron en puntos estratégicos de siete
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ciudades distintas de Estados Unidos y
entrevistaron a 3.000 personas, a quienes
preguntaban cómo se habían enterado del
atentado y los detalles que recordaran de
él. La primera entrevista la realizaron apenas una semana después del 11-S; repitieron
el cuestionario a esos mismos voluntarios
un año más tarde y finalmente, hace unos
meses, en el 2013.
Los investigadores, estupefactos, descubrieron que sólo once meses después del
suceso, el 37% de los participantes había
modificado sus recuerdos y que esa cifra
iba en aumento cuanto más tiempo pasaba.
En algunos casos, las historias que recordaban se habían fortalecido y ganado en
coherencia; pero en otros, algunos individuos incluso llegaban a afirmar que estaban
en un lugar distinto cuando cayeron las
torres. Parecía como si aquel recuerdo traumático se hubiera corrompido y transformado. Y sin que aquellas personas fueran
conscientes de ello.
“Cada vez que recuerdas algo, tu cerebro
en realidad está reconstruyendo lo que
pasó”, asegura al Magazine Gary Marcus,
profesor de Psicología de la Universidad
de Nueva York y autor de Kluge. La azarosa construcción de la mente humana (Ed.
Ariel, 2010). “Tenemos la ilusión de que
nuestros recuerdos son una especie de
grabaciones en vídeo, auténticos reflejos
de lo que realmente ocurrió. Pero nuestros
recuerdos tienden a mezclarse y a difuminar ciertas cosas, por lo que reconstruimos
partes de aquello que no recordamos del
todo”, añade.
E incluso cuando los recuerdos están
muy cargados emocionalmente y tenemos
la certeza de que son reales, pueden no
serlo, como demostró este experimento.
Aunque no hace falta ir tan lejos. Hagan la
prueba y piensen en un recuerdo de su
infancia; si lo comparan con el de sus hermanos o padres, puede que se lleven una
sorpresa.
Y es que las emociones son un arma de
doble filo, puesto que intensifican el recuerdo, pero a la vez, lo editan y modelan.
Y aunque la carga emocional de algo que
guardamos en la memoria nos da una ­mayor
confianza, ello no implica mayor precisión.
“Tendemos a reconstruir el pasado, para
que sea consistente –afirmaban Phelp y su
equipo en el estudio que publicaron en el
año 2013–. Los voluntarios seguramente
estaban influenciados por aquello que
vieron en los medios de comunicación.
Nuestra memoria no es independiente del
contexto social en que existimos”.
Desvelando los secretos del cerebro
Este estudio de Phelps, al que llamaron
Proyecto Memoria, arroja algo de luz sobre
cómo funciona la memoria humana, una
cuestión que sigue siendo un misterio.
“Todo depende de cómo se mire. La
entendemos [la memoria] infinitamente
mejor que hace muy pocos años, pero podemos decir que en realidad seguimos sin
saber gran cosa. Y en cierta manera es lógico, porque estamos hablando de la cosa
más compleja que se puede estudiar, la
mente humana, el cerebro y la memoria,
que en el fondo es lo que nos define como
personas”, cuenta Jordi Duran, bioquímico del Instituto de Investigación Biomédica de Barcelona (IRBB) e investigador
asociado del Laboratorio de Ingeniería
Metabólica, dirigido por Joan Guinovart.
Hasta hace muy poco, los neurocientíficos trataban de entender la memoria con
experimentos en los que se analizaba el
comportamiento de los voluntarios, por
ejemplo, cuando aprendían algo nuevo y
se observaba si las circunstancias que rodeaban la adquisición de ese nuevo aprendizaje influían en el recuerdo. Ahora, la
revolución tecnológica de los últimos años
ha permitido a los investigadores que se
cuelen en el cerebro, y eso favorece avances
fascinantes en la comprensión del aprendizaje y la memoria.
Tecnologías como las resonancias magnéticas o los PET posibilitan ver qué ocurre cuando recordamos un suceso o cuando aprendemos. Qué áreas del cerebro se
activan en cada proceso. Otras técnicas
muestran qué redes neuronales se generan
e incluso cómo se forman los recuerdos,
molecularmente hablando, en las neuronas.
A comienzos del 2013, la revista Science
publicó un estudio de investigadores del
Albert Einstein College of Medicine, de la
Universidad de Yershiva (Nueva York), en
el que explicaban que por primera vez en
la historia habían conseguido ver en tiempo real cómo las moléculas del cerebro
interaccionaban para generar un recuerdo.
¡Era un anuncio fascinante! Habían podido observar y registrar en tiempo real
pequeños puntitos blancos que aparecían
en las terminaciones de las neuronas y
circulaban de unas a otras, como si fueran
vehículos en una carretera (pueden ver el
vídeo en einstein.yu.edu).
“Seguramente, en los próximos diez años
aprenderemos muchísimo sobre el cerebro
y conseguiremos desvelar cómo funciona”,
asegura Paolo Carloni. Para muchos, es un
optimista, pero este biofísico computacional italiano que trabaja en el Instituto de
Simulación Avanzada de Alemania tiene
motivos para pensar así. Lidera un importante grupo de investigación en el proyecto Cerebro Humano, promovido por la
Unión Europea; una iniciativa que reúne a
los mejores científicos europeos para que
investiguen de manera conjunta y traten
de obtener un conocimiento profundo del
cerebro en acción.
En videoconferencia desde Jülich, una
ciudad alemana situada a tiro de piedra de
Colonia, Carloni traza la siguiente analogía
respecto al estudio del cerebro, que le sugirió su amigo el profesor Klaus Schulten,
de la Universidad de Illinois: “Es como si
quisiéramos entender Estados Unidos. El
país es tan sumamente vasto y complejo,
hay tantos posibles enfoques y temas, que
para poder abordar su estudio hay que
dividirlo en partes pequeñas. Algunos investigadores se dedican a estudiar la distribución de la gente en el país y por estados; otros, el impacto de ciertas políticas;
otros, en cambio, toman al individuo como
objeto de estudio. Y así. Una vez acaben, si
ponen en común todo lo que han aprendido, podrán obtener una idea de cómo es
ese país, cómo funciona. Eso mismo estamos
haciendo con el cerebro”.
Quizás lo más novedoso ahora es que
por primera vez se está abordando la memoria desde lo más fundamental, desde las
moléculas. Porque a fin de cuentas, un recuerdo –los macarrones de la abuela, el día
que cumplimos 10 años, las vacaciones en
la playa, nuestro perro de la infancia...– no
es más que una serie de reacciones químicas entre las moléculas de una neurona e
impulsos eléctricos entre neuronas que se
activan formando redes.
“Es muy excitante –resalta Carloni–. La
biología molecular es una nueva manera
de mirar la investigación del cerebro. Nos
centramos en el nivel más fundamental, el
de las proteínas encargadas de generar las
señales de las neuronas, que nos va a abrir
nuevos caminos sin precedentes a nuevas
terapias para tratar enfermedades y también
para mejorar la memoria. Ya no sirve más
tener sólo una visión macroscópica de la
memoria o del cerebro en general. Es esencial entender esas moléculas, porque sólo
así comprenderemos cómo funciona el

órgano rey”.
Por primera vez se
está abordando la
memoria desde las
moléculas, porque
un recuerdo no es
más que una serie
de reacciones
químicas entre las
moléculas de una
neurona e impulsos
eléctricos entre
neuronas que se
activan formando
redes
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Simular la realidad
Uno de los descubrimientos más recientes
a escala molecular lo han realizado Jordi
Duran y su equipo, del IRB Barcelona. Empezaron a estudiar la memoria un poco por
casualidad. “Investigábamos una enfermedad neurodegenerativa, y eso nos llevó a
entender mejor qué pasa a escala molecular en la adquisición de nuevas memorias”,
cuenta este investigador. Se centraron en
estudiar el papel del glucógeno, una molécula de reserva de energía que se obtiene
a partir de la glucosa que ingerimos en la
dieta y que es básica para el buen funcionamiento del cerebro.
Poco glucógeno comporta que las neuronas funcionen peor y se generan problemas de aprendizaje y memoria. “Tiene
mucha lógica porque las transmisiones
nerviosas entre células, las sinapsis, son un
proceso muy costoso, ya que no deja de ser
una generación de corriente”, señala Duran.
Más glucógeno de la cuenta en las sinapsis
también resulta un problema: es tóxico e
imposibilita que se produzcan y, por tanto,
recordar.
Es en este nivel donde podemos comenzar a entender problemas como la falta de
memoria y, aunque de momento no se pueda ligar eso con la función cerebral, es un
primer gran paso. “No se trata sólo de conocer el tipo de componentes que forman
el sistema de recuerdos, extremadamente
complejo, sino también de entender la forma en que interactúan entre ellos”, apunta
Duran.
Y para ello se usan modelos de simulación computacional, para simular los procesos que ocurren en el cerebro y así tratar
de entenderlos. Modesto Orozco, al frente
del grupo de modelización molecular y
bioinformática en el IRB Barcelona y uno
de los principales investigadores en Europa en simulación de sistemas biológicos,
explica que primero crean modelos teóricos
con los que realizan predicciones acerca
de cómo se comportan las moléculas. Esas
predicciones las elaboran a partir de los
datos aportados por las investigaciones en
el laboratorio. Y a partir de ahí tratan de
simular los procesos complejos que ocurren
en el cerebro.
“Si llegamos a cuantificar, a racionalizar
lo que es el aprendizaje y la memoria incluso, podríamos entonces hacer como
Harry Potter, ponernos un USB y hacer un
volcado de nuestra memoria”, afirma, provocador, Orozco; la posibilidad de atesorar
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nuestras memorias, todas, en un dispositivo, para poder consultarlas, rememorarlas,
sin que se desvanezcan en el tiempo, se
antoja golosa.
“El ojo recoge unos
70 gigabytes de
información por
segundo, no tiene
capacidad para
procesar tal cantidad
de datos, se queda
con una fracción
mínima”, dice
el neurocientífico
Luis Martínez
Un tráiler repleto de fotos
Si a escala molecular no se sabe bien cómo
funciona la memoria, a escala morfológica
se tienen ya muchas pistas acerca de qué
circuitos neuronales están implicados. Por
ejemplo, se conocen las áreas que están
más activas en la formación y el almacenaje de recuerdos, como el hipocampo y
el córtex. En el Instituto de Neurociencias
de Alicante (CSIC-UMH), Luis Martínez
investiga desde hace años los mecanismos
de percepción del cerebro, básicos en el
proceso de adquisición de información,
aprendizaje y memoria. Sus descubrimientos son sorprendentes.
El neurocientífico cuenta que aunque
simplificando un poco podríamos comparar el ojo humano con una cámara de fotos,
cuando se trata del cerebro, este dista mucho de ser como un ordenador, como solemos pensar. “Un disco duro de un ordenador almacena fielmente la información
que recibe. No obstante, el ojo humano
recoge unos 70 gigabytes de información
por segundo y obviamente no tiene capacidad para procesar toda esa cantidad de
datos, por lo que filtra y se queda con una
fracción mínima”, explica.
Para que se hagan una idea, la conexión
de ADSL que tienen en casa es de 20 megabytes, lo que quiere decir que para llegar
a 70 gigabytes el ojo ha de procesar más de
3.500 veces la capacidad de transmisión de
datos de nuestra conexión a internet. O lo
que es lo mismo, le llegan unos tres discos
Blu-ray, 18 horas de vídeo alta definición…
¡en un solo segundo!
Qué guarda y qué descarta parece que
depende de dónde pongamos la atención
en cada momento. Martínez, para explicar
esto, suele hacer un experimento muy sencillo. Acérquense el dedo índice a un palmo
de la nariz. Mírenlo fíjamente. Seguramente, verán el índice claro mientras que el
resto de la escena está desenfocado. Ese
desenfoque es toda la información que el
cerebro está descartando en ese momento,
porque no es necesaria. Su foco está puesto en el dedo y son los datos que procesa y
almacena.
Otra cosa que nos diferencia de las máquinas es la forma en que nuestro cerebro
organiza las imágenes, los datos que recibe.
El ordenador clasifica y almacena paquetitos de información en función del tipo de
archivos que sean, el tamaño, el nombre
que reciban, el momento en que han sido
creados. Ahora bien, parece ser que el cerebro no establece orden alguno a la hora
de guardar las nuevas cosas aprendidas. Es
como si el cerebro fuera un tráiler de camión
repleto de montañas de archivos y nuestra
mente, una costurera que busca recuerdos
en esa pila y trata de hilvanarlos para darles ­sentido.
Sorprendentemente, es capaz de hallar,
en la mayoría de las ocasiones, aquello que
buscamos. Y eso que los recuerdos no están
ordenados ni por fecha ni por palabra clave, ni tampoco contamos con un superíndice en el que buscar. Para ello, nuestra
memoria necesita ganchos que le ayuden
a tirar de un determinado recuerdo. De ahí
que sea más fácil recordar la receta de un
plato si estamos en la cocina o de una anécdota de cuando íbamos al colegio en una
cena con excompañeros de EGB.
“Con el gancho adecuado, eres capaz de
recordar hasta un día en el patio del colegio
cuando tenías seis años. Nuestros recuerdos
tiene mucha capacidad, pero no están bien
organizados, de ahí que necesitemos un
contexto adecuado para recuperarlos”,
señala el psicólogo neoyorquino Gary Marcus, popular divulgador científico.
Esa forma de funcionar, agrega Martínez,
comporta ventajas, puesto que el cerebro
prioriza recuerdos y recupera aquellos que
más se utilizan. Aunque también genera de
vez en cuando problemas, porque cuando
dos situaciones son muy similares, la
­memoria tiende a equivocarse. Y es más,
cada vez que evocamos un recuerdo, en el
fondo lo recreamos, lo modificamos. No
recuperamos el recuerdo tal cual, sino que
lo actualizamos, le vamos añadiendo y quitando detalles. Y cuando hay recuerdos
vagos, o con lagunas, el cerebro tiende a
­completarlos.
“No le gustan para nada las incertidumbres. Tenemos un cerebro para los relatos,
que construimos para dar consistencia a
nuestra percepción del mundo y que esta
sea coherente con nuestros recuerdos y
experiencia previos”, explica el experto
en percepción Luis Martínez. De ahí que
rellene los huecos, como les ocurrió a muchos testigos del 11-S, que fueron completando la historia, sin percatarse de ello,
con lo que fueron viendo en los medios
de comunicación o con lo que otras personas les c­ ontaron.
Los próximos años prometen estar repletos de nuevos descubrimientos y avances. Seguramente, uno de los retos de la
neurociencia en el estudio de la memoria
será averiguar cómo codifica el cerebro la
información que almacena.
Los ordenadores, por ejemplo, guardan
los archivos con un formato determinado
que es universal y que les sirve para almacenar esa información y luego poder recuperarla. Así, las fotos suelen tener un formato .jpeg, o la música, .mp3, y los
documentos, .doc. ¿Y el cerebro? ¿De qué
forma clasifica un recuerdo para después
poder encontrarlo? ¿Tiene algún sistema
de códigos? ¿Y ese código que usa es universal, se podía recuperar ese recuerdo en
otros cerebros?
Si entendiéramos ese código, podríamos
mejorar nuestra memoria, utilizar ordenadores más intuitivos a imagen y semejanza
de nuestra mente, e incluso, tal vez, tener
injertos en el cerebro. “Seguramente dentro de cien años todos llevemos uno”, vaticina Marcus. En uno de los capítulos de
la serie británica Black Mirror, producida
El cerebro no establece, que
se sepa, orden a la hora de
guardar lo aprendido, pero
la memoria rebusca entre
los datos cuando queremos
recordar algo
Si se descifrara la manera
cómo guarda el cerebro los
datos, se podría mejorar la
memoria, algo que
seguramente se podrá
hacer... pero aún pasarán
muchos años
por la BBC, las personas llevan incrustado
un chip en el cerebro en el que se almacena cada segundo de sus vidas. ¿Se imaginan
poder rebobinar y ver una y otra vez la
escena que deseen? ¿O ver la memoria de
su pareja o la de su hijo?...
Quizás así se acabaría con los sesgos de
la memoria. Seguro que en la siguiente
historia que relata Luis Martínez, del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSICUMH), se sienten algo identificados: “Un
matrimonio amigo mío tiene tres niños
muy pequeños. Dan bastante trabajo, claro,
y a menudo discuten sobre quién cambia
más pañales. Él siempre cree que ha sido
él, y ella está convencida de que sin duda
es ella. Por suerte, ambos son neurocientíficos y saben que el cerebro recuerda lo
positivo hacia ti, mientras que lo negativo
lo desprecias. De ahí que ambos crean que
cada uno contribuye mucho más que el
otro”. Ahora ya lo saben; viendo la chapuza que es nuestra memoria y cómo inventa, cambia y manipula nuestros recuerdos,
la de sesgos que tiene y la tendencia a recordar sólo lo que uno ha hecho, quizás
deberían pensárselo dos veces antes de
afirmar con rotundidad quién puso la última colada.
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