Humo Blanco Por Adriana María Serrano López (*) Por siglos el humo blanco fue establecido como símbolo de un suceso político determinante: Habemmus Papa. El Sumo Pontífice articulaba las bases del poder en el mundo, de un lado porque él constituía directamente el aval de la legitimidad de los estados, al coronar y ungir a los reyes; concentraba una parte significativa de las riquezas del mundo conocido e intervenía en las guerras; pero, de otro lado, porque en tanto que guía espiritual cristiano, dictaba las leyes, y orientaba el comportamiento de las masas. El humo blanco, por tanto, representaba el fin de un periodo de orfandad política. Ahora bien, este suceso, el nuevo Papa, era fortuna, estabilidad y soporte para algunos, pero representaba para otros una potencial amenaza. El Papa Francisco I ha publicado su primera encíclica: Laudato Si’. Se trata de un texto completamente dedicado al medio ambiente, al calentamiento global y a los problemas que la humanidad ha causado a la sostenibilidad ambiental. El Papa afirma que el calentamiento global es real, que es principalmente el resultado de la actividad humana. Sostiene que la tecnología basada en combustibles fósiles debe ser reemplazada lo antes posible y que los países ricos tienen una "deuda ecológica" con los países pobres. Propone la creación de instituciones fuertes, capaces de controlar el problema y de ejercer presión sobre los líderes políticos del mundo. Pide a los creyentes un cambio de actitud, una reducción de sus intenciones de consumo y un sacrificio personal, en contra de la economía y a favor de la tierra. Los planteamientos del Papa han ido oponiéndose a los principios y necesidades del sistema de producción y consumo de nuestro tiempo. Ya en varias de sus alocuciones se ha pronunciado para condenar las lógicas capitalistas, pero hasta el momento su línea de dictamen se había mantenido en procesos aislados. La encíclica, por su parte, ataca directamente las bases de las estructuras económicas reinantes y carga con el peso de la moral a los estados, a las empresas, a los rectores del sistema. Las reacciones de los centros políticos han sido, en muchos casos, y como bien podría esperarse, de prevención, de temor, de rechazo. En Estados Unidos, por ejemplo, algunos de los candidatos presidenciales se refieren de forma despectiva a las pretensiones del Papa, y le sugieren, entre risas, que les deje la ciencia a los científicos. Otros grupos lo califican directamente como “comunista” y condenan su intervención en asuntos que “no le conciernen”. Es claro: tras la consolidación de la lógica seglar de occidente el Papa había sido expresamente confinado al mundo espiritual. Su intervención en temas políticos podría ser tolerada sólo en tanto que mediador, protector de la paz, defensor de los débiles en algún conflicto distante. Pero de ningún modo se toleraría el retorno del Pontífice al centro de la arena política. Europa y Estados Unidos recuerdan aún con amargura la historia de las guerras religiosas que forjaron a sus estados modernos, y reaccionan con violencia en contra de cualquier signo de intervención religiosa o papal en los marcos de la política. El Papa Francisco, sin embargo, no parece en absoluto dispuesto a guardar silencio, o a limitarse a abogar por los derechos humanos de grupos minoritarios de algún país lejano. Él está pidiendo al mundo católico, como acción de fe, el acogerse a comportamientos, a posturas que luchan directamente contra el “consumo por el consumo”, contra las lógicas de acumulación del sistema capitalista, contra las desigualdades sociales que la estructura genera. Él aboga por la responsabilidad política de los países ricos en el deterioro del ambiente, y busca estrategias conjuntas para obligarlos a restringir su abusiva incursión en el planeta. Evidentemente, el Papa no tiene poder para establecer o regir instituciones multilaterales de control del problema medio ambiental. Pero sus planteamientos siguen operando para muchos como mandatos morales significativos. Y lo que está haciendo Francisco es recuperar el comportamiento económico como acción moral. En algún punto del desarrollo del capitalismo la línea de acción económica se había independizado, hasta cierto punto, de la reglamentación moral del individuo. El Papa Francisco se centra en este punto: un católico consciente, un buen creyente debe limitar sus acciones en el mercado, bajo la idea de que ello implica una acción buena o mala, constructiva o destructiva. Y ante tal tipo de orden espiritual, que toca las líneas básicas de lo “terrenal” aparece una verdadera amenaza: Francisco podría ser crecientemente escuchado. Sin duda, en nombre de la Tierra, el Papa se está metiendo en política. Para bien o para mal, brilla el humo blanco sobre el cielo de Roma, e, indiscutiblemente, Habemmus Papa. (*) Profesora e investigadora de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.