¿Cuál es el papel del juez en la garantía de los derechos humnanos

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Discurso de Luis López Guerra,
juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos,
en el acto de graduación del
Máster en Gobernanza y Derechos Humanos
23 de abril de 2012
DERECHOS HUMANOS Y JUEZ INTERNACIONAL
Es una satisfacción participar en este acto, al menos por dos
razones. En primer lugar, porque se trata de un curso en que
se resalta la importancia de los derechos humanos en la
configuración de una gobernanza adecuada; en segundo
lugar, porque la presencia de dos jueces, el Presidente del
Tribunal Constitucional y el que les habla, supone, en cierta
forma, un reconocimiento del papel del poder judicial en la
protección de esos derechos. Aunque no se comparta del
todo la famosa afirmación del juez Hughes de que “la
predicción de lo que van a hacer los jueces, y no otra cosa, es
lo que yo entiendo por derecho”, no es menos cierto que cuál
sea el papel de los
jueces representa hoy una de las
cuestiones más debatidas en los foros jurídicos. Y en relación
con esta cuestión, mis consideraciones versarán sobre el
papel del juez internacional en la garantía de los derechos
humanos, y cómo se relaciona con el papel del juez nacional,
desde la perspectiva de sistema europeo de protección de
derechos humanos.
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Valga afirmar, en primer lugar, que la práctica ha venido a
mostrar que, incluso en contextos de tradición democrática y
constitucional, la protección de los derechos humanos a
nivel estrictamente nacional no es suficiente.
Se han
habilitado mecanismos o sistemas internacionales de
protección de derechos y, al respecto, la situación en Europa
constituye el grado más avanzado en la protección de esos
derechos en el plano internacional. Pero otra lección
derivada de la práctica es la de que los derechos valen tanto
como su garantía: esto es, como los mecanismos de
protección
para asegurar que su reconocimiento no es
meramente formal.
Podemos señalar varios grados o niveles de protección
internacional de los derechos humanos. La protección
internacional de los derechos humanos ha podido afirmarse
como un deseo filosófico, o, como fue el caso de la Carta del
Atlántico de 1941, elaborada por Roosevelt y Churchill,
como un programa político. En un plano más avanzado, se
han recogido en declaraciones formales por organizaciones
internacionales, si bien sin valor jurídico vinculante, aunque
con innegable fuerza moral como la Declaración Universal de
derechos humanos de la Asamblea de Naciones Unidas de
1948. En un plano superior, se han incluido en Tratados
internacionales, como los pactos de Naciones Unidas de
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1966, en los que los Estados se comprometen a su respeto,
pero sin establecerse un órgano de control
con fuerza
vinculante.
Un paso más supone el establecimiento de un Tribunal
internacional de derechos humanos a cuyas decisiones se
atribuye fuerza de obligar, pero cuyo acceso no está abierto
directamente a los individuos, sino sólo a un órgano
interestatal que puede plantearle demandas relativas a la
vulneración de derechos humanos: tal sería el caso, de
sistema europeo en sus orígenes, y, hoy, del sistema
interamericano de derechos humanos, en que el Tribunal
Interamericano no puede recibir demandas de particulares,
sino únicamente a través de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos.
Hasta el momento, el actual sistema europeo, creado a partir
del Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, en la
versión resultante de la reforma de 1998, representa el
grado más desarrollado de protección internacional de los
derechos humanos. . No sólo incluye la obligación, con fuerza
de tratado internacional, de respetar una lista de derechos
humanos, sino que su cumplimiento es asegurado por un
Tribunal, al que los sujetos individuales tienen acceso
directo, y la ejecución de cuyas sentencias en supervisada
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por un órgano específico, el Comité de Ministros del Consejo
de Europa.
Pero este sistema no fue concebido en su integridad desde
sus orígenes. La situación actual del sistema es resultado de
una evolución que ya ha durado más de sesenta años. El
Convenio firmado en 1950, en una Europa aún destruida por
una Guerra Mundial, entró en vigor incluyendo únicamente a
diez Estados. La mayor parte de Europa, tanto en el centro,
como en el este, como en el sur, estaba dominada por
dictaduras de diverso tipo. El Convenio contenía una
enumeración muy reducida de derechos, en comparación
con la Declaración Universal de 1948. Si bien se creaba un
Tribunal de Derechos Humanos, los Estados firmantes no
estaban obligados a someterse a su jurisdicción, que era
opcional; por otro lado, los individuos no tenía acceso
directo al Tribunal, sino a través de una Comisión Europea
que filtraba las demandas. No había, en 1950, muchos
motivos de optimismo en cuanto a la eficacia del sistema. El
Tribunal no se constituyó hasta 1959, y hasta 1975 no había
producido más que un número muy reducido de sentencias.
Pero desde entonces se ha producido una evolución del
sistema posiblemente inesperada para sus creadores. El
número de países firmantes del Convenio ha aumentado de
diez a cuarenta y siete, comprendiendo a más de ochocientos
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millones de personas. Los derechos reconocidos se han
aumentado mediante sucesivos protocolos. La reforma de
1998 hizo posible el acceso directo de los individuos al
Tribunal, suprimiéndose la Comisión Europea de Derechos
Humanos. El año pasado entraron más de sesenta mil
demandas al Tribunal, que dictó alrededor de mil quinientas
sentencias.
En esta evolución han participado muchos actores. Pero sin
duda, uno de ellos, de especial relevancia, ha sido el
representando por la misma acción de los jueces integrantes
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y por la
interpretación que han dado a los preceptos del Convenio.
Desde la perspectiva actual, es claro que el sistema europeo
de protección de derechos humanos se concibió en términos
muy modestos; en el marco de la guerra fría, como un
sistema de vigilancia o control colectivo, entre los países
democráticos occidentales, para evitar que en Europa
Occidental se desarrollaran regímenes dictatoriales o
totalitarios como los de la Alemania o la Italia fascistas o los
de la Europa del Este; un sistema que sólo actuaría en
situaciones de extrema vulneración de derechos humanos.
El que el Convenio se haya convertido en una declaración de
derechos europea, que protege a todos los individuos en su
ámbito jurisdiccional frente a toda violación de sus derechos
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humanos ha resultado en gran manera de la interpretación
del Convenio efectuada por el Tribunal de Estrasburgo, en
una serie de sentencias que hoy son famosas en el mundo
jurídico. Ciertamente, el Tribunal Europeo no puede
inventar derechos que no están reconocidos en el Convenio
o sus protocolos. Pero sí puede y debe interpretarlos para
determinar su contenido, su alcance, sus límites y su mutua
interrelación. Y ha llevado a cabo esa tarea en una forma que
ha extendido considerablemente los efectos del Convenio.
Así, en su Sentencia Tyrer contra Reino Unido, de 1978,
estableció que el Convenio no era una enumeración rígida de
preceptos, sino un “instrumento vivo” que había que
interpretar de acuerdo con las circunstancias y necesidades
del momento. En su sentencia en el caso Airey contra Irlanda,
de 1979, estableció que los derechos del Convenio no eran
meramente formales o retóricos, sino reales y efectivos; en
su sentencia Marckx contra Bélgica, en el mismo año, afirmó
que de esos derechos derivaban, no solo la obligación de los
Estados de abstenerse de toda vulneración, sino también la
obligación positiva de asegurar su vigencia.
El resultado ha sido una jurisprudencia que ha afectado
profundamente
el
mundo
jurídico.
El
Tribunal
de
Estrasburgo ha debido pronunciarse sobre cuestiones como
el alcance y extensión de la libertad de expresión; sobre la
interdicción de la tortura y los tratos inhumanos y
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degradantes, y sobre la obligación de los Estados no solo de
abstenerse de esos tratos, sino de investigar y reprimir
adecuadamente su práctica; también, sobre la necesidad de
que la imparcialidad de los jueces no sólo sea subjetiva, sino
también apreciable objetivamente; sobre la exigencia de
asistencia letrada en la detención, o sobre el sometimiento
de las fuerzas armadas de los países firmantes a los derechos
humanos
del
Convenio,
también
en
sus
misiones
internacionales fuera del ámbito europeo.
El Tribunal Europeo ha desarrollado pues una intensa labor
jurisprudencial, en la determinación del contenido y alcance
de los derechos humanos. Ahora bien, la cuestión que se
plantea es cómo esa labor se ha reflejado en la práctica de
los estados firmantes del Convenio, y, sobre todo, en la
actuación de sus órganos judiciales. Pues, como es evidente,
las decisiones del Tribunal tienen sentido únicamente si son
efectivamente ejecutadas. Y aquí no encontramos ante una
interesante situación. El Tribunal Europeo no es un tribunal
de casación: no anula sentencias de tribunales nacionales, no
ordena a los poderes nacionales que llevan a cabo
actividades concretas en cumplimiento de sus sentencias.
Ese cumplimiento corresponde a las autoridades de los
Estados, que tienen la obligación, de acuerdo con el artículo
1 del Convenio, de asegurar la garantía de los derechos allí
reconocidos; y esta tarea es vigilada por un órgano del
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Consejo de Europa, el Comité de Ministros. Ello constituye
una importante diferencia con el sistema interamericano, en
que tal órgano de vigilancia no existe. Pero en cualquier
caso, la potestad del Tribunal es meramente declarativa:
declara que un Estado ha vulnerado alguno o algunos de los
derechos del Convenio. Sí tiene, así y todo, la posibilidad de
conceder una compensación económica al recurrente, si el
ordenamiento estatal no puede reparar totalmente el daño
causado.
Los Estados, en el cumplimiento de sus obligaciones, han
utilizado maneras muy diversas de dar cumplimiento a las
sentencias del Tribunal, bien mediante medidas generales,
como la legislación, bien mediante actuaciones en el caso
individual, como indultos, revisiones judiciales y otras. Y es
aquí donde la situación en España presenta algún problema.
Por lo que se refiere al cumplimiento de sus obligaciones por
el poder ejecutivo, no ha habido excesivos problemas. En
ejecución de las sentencias del Tribunal Europeo, el
Gobierno español ha pagado las sumas señaladas por el
Tribunal como compensación (por ejemplo, hace pocos días
se publicó en la prensa que el Estado había pagado los
20.000 euros de compensación ordenados por el Tribunal en
el caso Otegi contra España, por vulneración de la libertad de
expresión) o bien ha eliminado antecedentes penales del
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correspondiente registro, o, en algún caso, ha reformado
medidas administrativas expropiatorias.
En lo que se refiere al poder legislativo, ha procedido a
adoptar regulaciones generales a efectos de eliminar
vulneraciones de derechos humanos establecidas en
sentencias del Tribunal Europeo. El seguimiento de la
doctrina del Tribunal Estrasburgo se hace notar en los
artículos de la Ley Orgánica del poder judicial de 1985, o en
la reforma de la ley de Enjuiciamiento Criminal de 1988. En
relación con supuestos concretos, y tras los casos Castillo
Algar (1998) y Perote Pellón (2002) contra España, por
vulneraciones de los derechos procesales de los recurrentes,
en el año 2003 (L.O. 9/2003) las Cortes reformaron la Ley
4/1987 sobre competencia y organización de la jurisdicción
militar. Por otro lado, la reforma de 2007 de la Ley Orgánica
del Tribunal Constitucional vino a remediar defectos en el
procedimiento ante el Tribunal Constitucional apuntados en
la Sentencia de éste Ruiz Mateos contra España. Puede
afirmarse que, en forma general, la legislación española
procura adecuarse a la jurisprudencia del Tribunal Europeo
de Derechos Humanos.
Por lo que se refiere a la aplicación en forma general por los
tribunales españoles de la jurisprudencia del Tribunal de
Estrasburgo, los órganos del poder judicial español se han
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mostrado muy atentos a las sentencias de ese Tribunal. No
faltan ejemplos muy notables de esa atención. Por ejemplo,
en su sentencia en el caso Juez Instructor (145/1988) el
Tribunal Constitucional vino a considerar contrario al
derecho a un proceso justo el que en algunos casos el juez
instructor fuera también el juez decisor del caso, frente a lo
dispuesto entonces en la legislación española.
Particularmente interesante, para comprender la relación de
la jurisprudencia de los Tribunales españoles con las
decisiones del Tribunal de Estrasburgo, es lo referente a la
protección del secreto de las comunicaciones frente a las
escuchas policiales. En su sentencia en el caso Valenzuela
Contreras contra España, de 1998, el Tribunal Europeo vino
a considerar que se había practicado escuchas ilícitas,
vulneradoras de ese derecho; y afirmó que la legislación
española al respecto, es decir, el artículo 579 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, era palmariamente insuficiente,
tanto en sus versiones anteriores como en la resultante de la
reforma de 1988, al no establecer con claridad los supuestos
en que podían acordarse esas escuchas por jueces, y el
procedimiento para su adopción.
Pues bien, la reacción de los tribunales españoles, tanto del
Tribunal Constitucional, como del Tribunal Supremo, en
aplicación de la jurisprudencia de Estrasburgo, fue
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reveladora. En una serie de sentencias, a partir del año 2001,
el Tribunal Constitucional reconoció la insuficiencia de la
regulación legal, y procedió, en consecuencia, a establecer en
su jurisprudencia, los requisitos necesarios para que los
jueces pudieran acordar, a instancias de la policía, escuchas
telefónicas; posiblemente la sentencia 26/2006 del Tribunal
Constitucional represente la más completa y reciente
recopilación de esos requisitos. Y esta línea fue también
seguida por las sentencias del Tribunal Supremo.
Esta adecuación de la jurisprudencia de los tribunales
españoles a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos ha sido reconocida por éste, y ha evitado
eventuales condenas al Estado español, como se muestra en
la decisión del Tribunal de Estrasburgo en el caso Coban
contra España, del año 2006. En este caso, el recurrente se
quejaba de su vulneración al derecho al secreto de las
comunicaciones, basándose en la sentencia Valenzuela
Contreras, y manifestando que, como había ya declarado el
Tribunal de Estrasburgo, la regulación al respecto era
manifiestamente insuficiente. Sin embargo, el Tribunal
Europeo no aceptó estas alegaciones e inadmitió la
demanda. Se basó el Tribunal en que, si efectivamente la
regulación legal era y es aún defectuosa, sus defectos había
sido
corregidos
por
la
jurisprudencia
del
Tribunal
Constitucional y del Tribunal Supremo, de manera que la
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combinación de la regulación legal y de la jurisprudencia
había creado un cuadro normativo que garantizaba
suficientemente la regularidad y previsibilidad de las
escuchas telefónicas por orden judicial. Posiblemente se
trata de uno de los casos más reveladores de la importancia
de lo que podríamos llamar derecho judicial como
complemento del derecho legal. Así y todo, parece que no
dejaría de ser conveniente que el legislador procediera a una
reforma de la ley, en lugar de dejar el trabajo a los
tribunales.
La cuestión se plantea en forma más problemática en lo que
se refiere a los efectos de las sentencias del Tribunal
Europeo en el plano individual. En varios supuestos en que
el Tribunal Europeo ha reconocido la vulneración de algún
derecho del Convenio en un procedimiento judicial, los
afectados han pedido ante los Tribunales españoles la
reapertura del procedimiento, a efectos de que se pronuncie
una nueva sentencia en que se repare la vulneración. Se
trataría, pues, de una reparación individual por los
Tribunales. Ahora bien, y éste es el problema, el
ordenamiento español no prevé, ninguna vía para la
reapertura de procedimientos judiciales a consecuencia de
una sentencia estimatoria del Tribunal de Estrasburgo.
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En otros países (en la mayoría, de hecho) firmantes del
Convenio se han previsto procedimientos para que, una vez
declarada la vulneración de un derecho por el Tribunal de
Estrasburgo, puedan reabrirse los procesos en que se
hubiera producido esa vulneración y hubiera recaído
sentencia. Esas vías son muy diversas y tienen una amplitud
muy distinta. Pero algún tipo de revisión judicial es posible.
En España, esa reparación judicial se ha probado
prácticamente imposible, o al menos, muy difícil. En varios
casos en que el Tribunal declaró
la vulneración de un
derecho del Convenio, los afectados se dirigieron al Tribunal
Supremo, solicitando la revisión de la sentencia recaída en el
procedimiento en que se produjo la vulneración. Tal fue la
vía seguida por los recurrentes en los casos Castillo Algar,
Riera Blume o Fuentes Bobo, es decir, la petición al Tribunal
Supremo de que revisara la sentencia condenatoria dictada
por los tribunales españoles, a la vista de la sentencia del
Tribunal de Estrasburgo. Y en todos estos casos, el Tribunal
Supremo consideró que la vía de la revisión de sentencias
firmes en las diversas jurisdicciones es una vía excepcional
restringida a unos pocos supuestos tasados, ninguno de los
cuales es aplicable a los casos de una sentencia condenatoria
del Estado Español por el Tribunal de Estrasburgo.
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Tampoco la vía del recurso de amparo ha resultado
aplicable, en forma eficaz en la práctica, en el ordenamiento
español, como vía para reabrir procedimientos judiciales a
consecuencia de las sentencias del Tribunal de Estrasburgo.
Sólo en un caso, ciertamente excepcional, ha estimado el
Tribunal Constitucional que debía procederse a esa
reapertura; fue en el conocido como caso Bultó, en su
sentencia 245/1991. Los recurrentes, condenados por la
Audiencia Nacional, y cumpliendo pena de prisión, habían
acudido al Tribunal de Estrasburgo, que consideró que en el
procedimiento ante la Audiencia se habían vulnerado varios
derechos fundamentales de los recurrentes. Una vez
conocida la sentencia de Estrasburgo, los recurrentes
acudieron a los tribunales españoles, y, en último término, al
Tribunal Constitucional, por la vía del recurso de amparo. En
este caso, el Constitucional consideró que, al estar
condenados los recurrentes a una pena de cárcel, cuyo
cumplimiento estaba pendiente, el reconocimiento de una
vulneración de sus derechos fundamentales por el Tribunal
de Estrasburgo tenía un efecto actual, presente y efectivo en
el momento de plantear el amparo, sobre el derecho
fundamental a la libertad; por ello, admitió el recurso de
amparo, y dictó sentencia estimatoria, ordenando la
reapertura del procedimiento ante la Audiencia Nacional.
Hay que señalar que los recurrentes, en el segundo juicio
ante la Audiencia, fueron absueltos.
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Ahora bien, esta decisión del Tribunal Constitucional se
producía en un supuesto en que se había reconoció la
existencia de una vulneración actual de un derecho
fundamental, que justificaba la concesión del amparo para su
reparación. Pero en casos posteriores el Constitucional hubo
de enfrentarse con supuestos en que la vulneración en
cuestión había producido y agotado sus efectos mucho
tiempo
antes,
habiendo
recaído
en
procedimientos
finalizados por sentencias firmes, frente a las que de acuerdo
con los requisitos de la ley Orgánica del Tribunal
Constitucional, ya no cabía recurso de amparo. Tal fue la
respuesta que el Constitucional dio a los recurrentes en los
casos Ruiz Mateos, Riera Blume o Perote Pellón, cuando
acudieron al Tribunal Constitucional para obtener una
reapertura de los procedimientos judiciales en los que se
había producido una vulneración de sus derechos de
acuerdo con el Tribunal de Estrasburgo.
Por otra parte, cuando los afectados recurrieron de nuevo al
Tribunal de Estrasburgo, éste inadmitió sus demandas por
falta de competencia, al ser ésta, como se dijo, de carácter
declarativo, por cuanto la ejecución de las sentencias es
tarea del Comité de Ministros del Consejo de Europa. Ello
independientemente de que en numerosos casos haya
señalado que el remedio más adecuado para una vulneración
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de derechos podría ser la reapertura del procedimiento
judicial.
El resultado de esta situación es, por tanto, que, el
recurrente español que obtiene una sentencia favorable del
Tribunal de Estrasburgo reconociendo que se le ha violado
alguno de los derechos del Convenio, puede obtener una
reparación parcial de ese derecho, bien por medio de la
compensación económica que le conceda el Tribunal, bien
por medio de aquéllas actuaciones del Gobierno que
contribuyan a suprimir las consecuencias de tal violación.
Pero, debido a la regulación procesal española, lo que no
puede obtener, aunque en ocasiones ello pueda ser parte
importante de la reparación del daño sufrido, es la
reapertura del procedimiento judicial en que se produjo (o
que confirmó) la violación, para que se dicte una nueva
sentencia habida cuenta de la resolución del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos. Como consecuencia, si bien
una sentencia del Tribunal Europeo puede tener efectos
generales muy favorables, pro futuro, al modificar la
jurisprudencia de los tribunales españoles, tiene menores
efectos en el caso concreto, al seguir siendo irreversibles las
situaciones derivadas de sentencias firmes.
Debe señalarse que el Comité de Ministros del Consejo de
Europa, hasta el momento, no ha considerado que esta
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situación hayan sido obstáculo, en cada caso concreto, para
considerar ejecutadas las sentencias del Tribunal Europeo, si
bien no ha dejado de señalar la conveniencia de introducir
reformas al respecto que posibiliten la reapertura de los
procedimientos judiciales. Y en el mismo sentido se ha
pronunciado la Asamblea Parlamentaria del Consejo de
Europa.
Dos posible soluciones se ofrecen a este problema: la vía
jurisprudencial y la vía legislativa. En cuanto a la primera,
una solución ha sido apuntada ya por el Tribunal Supremo,
en una sentencia de 24 de abril de 2004 en el caso Prado
Bugallo (en línea con lo sugerido en algún voto particular en
la Sentencia Bultó, del Tribunal Constitucional). En el caso
Prado Bugallo c. España, el Tribunal de Estrasburgo había
establecido que se había vulnerado al recurrente, condenado
por un delito de narcotráfico, el derecho al secreto de las
comunicaciones, debido a la falta de autorización judicial
válida y suficiente de intervención telefónica. El recurrente
acudió al Tribunal Supremo, en demanda de revisión de su
sentencia. El Supremo rechazó su petición, pero con una
motivación que presenta notable interés. El Tribunal
Supremo consideró que, aparte de las conversaciones
telefónicas interceptadas, había otras pruebas concluyentes
en que se basaba su condena, por lo que no procedía la
revisión del caso. Pero reconoció que las sentencias
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condenatorias de España del Tribunal de Derechos Humanos
podrían, eventualmente, considerarse como hechos nuevos,
dentro de las previsiones del artículo 954 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, que podrían justificar la aplicación
de ese artículo, y por tanto dar lugar eventualmente, a la
revisión de sentencias ya firmes. Si bien en el caso ello no era
relevante, por la existencia de otras causas que impedían la
revisión, esta nueva interpretación por parte del Tribunal
Supremo podría abrir eventualmente una posibilidad de
ejecución in toto de las Sentencias del Tribunal de
Estrasburgo.
Así y todo, parece que la segunda vía, es decir, la aprobación
de una legislación ad hoc resultaría más acorde con el
principio de seguridad jurídica, y con el cumplimiento de las
obligaciones internacionales del Estado español. Parece que
sería más conveniente, desde tales puntos de vista, que la
solución de éste problema derivara, no de la vía siempre
incierta de la evolución de la jurisprudencia de los
tribunales, sino más simplemente, de una reforma legal,
similar a la introducida en la mayoría de los países
signatarios del Convenio; una reforma jurídica que hiciera
posible la reapertura de aquellos procesos en los que se
hubiera
producido
una
vulneración
de
carácter
potencialmente decisivo de derechos fundamentales. En
casos penales, posiblemente una alteración del artículo 954
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de la ley de Enjuiciamiento Criminal sería suficiente para
ello. Y esa reforma contribuiría a colocar a España en la
vanguardia de los países con una mayor protección de los
derechos húmanos.
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