Nuestro futuro común

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Nuestro futuro común
Raquel Pelta
Desde la publicación del Informe Brundtland en 1987 los
problemas medioambientales se han agravado y su solución
pasa por un cambio en nuestros modelos de bienestar.
Fotografía de Rober Pallàs.
«A mediados del siglo XX, por primera vez, vimos nuestro planeta
desde el espacio. Los historiadores podrían decir que esta visión
tuvo un impacto mayor en el pensamiento que la revolución
copernicana del siglo XVI, que alteró la imagen que de sí mismos
tenían los seres humanos al revelar que la tierra no era el centro
del Universo. Desde el espacio, vemos una esfera pequeña y frágil
dominada no por la actividad humana y la edificación sino por un
estampado de nubes, océanos, vegetación y suelos. La incapacidad
de la Humanidad para encajar sus actividades en ese estampado
está cambiando de manera esencial los sistemas planetarios.
Muchos de tales cambios están acompañados de riesgos que amenazan la vida. Esta nueva realidad, de la que no hay escapatoria
posible, debe reconocerse y atajarse.»
«Tres millones de personas viven en condiciones indignas; satisfacer sus necesidades
supone un gigantesco desafío medioambiental.»
Con estas palabras comenzaba el informe Our Common Future
(conocido también como Brundtland Report), publicado por
la ONU en 1987. Era la primera ocasión en que se empleaba el
término sostenibilidad y, aunque el documento demostraba una
toma de conciencia de los problemas medioambientales causados
por los seres humanos, también transmitía una firme confianza
en su resolución. Así, por ejemplo, sus promotores señalaban que
esta situación coincidía con una evolución altamente positiva
pues la Humanidad ahora era capaz de transmitir información y
transportar mercancías con mayor rapidez que nunca, se obtenían
más alimentos y fabricaban productos con una menor inversión
en recursos y la tecnología y la ciencia ofrecían la oportunidad de
profundizar en la comprensión de los sistemas naturales: «Tenemos
el poder de reconciliar los asuntos humanos con las leyes naturales
y prosperar en el proceso», aseguraban.
Noviembre de 2011
Desde que el Brundtland Report vio la luz han transcurrido casi
veinticinco años y, a tenor de nuestra situación actual, parece que
ese poder no se ha empleado de forma efectiva. Y lo que es más, el
enfoque tecnocéntrico que transmitía dicho informe se encuentra
más que cuestionado pues esa Humanidad a la que se referían los
autores está todavía lejos de ser una realidad.
A día de hoy, el mundo está compuesto por unos doscientos países,
de los cuales tan sólo treinta se consideran desarrollados. El 15%
de la población mundial disfruta de todas las oportunidades
citadas en Our Common Future mientras que el resto se desenvuelve
cotidianamente en un marco de pobreza y de extrema miseria;
tres millones de personas viven en condiciones indignas; satisfacer
sus necesidades supone un desafío gigantesco, no sólo desde el
punto de vista económico sino, también, medioambiental pues,
tal y como está planteado nuestro presente modelo de bienestar,
únicamente es posible afrontarlo incrementando la producción
material y, con ella, la transformación de los recursos y el consumo
de energía que, hasta la fecha, son responsables de las emisiones de
gases de efecto invernadero, cuyo impacto negativo en la biosfera
está científicamente demostrado.
«¿Hasta dónde es posible llegar en el desarrollo sin provocar el colapso de nuestra
vida en el planeta? »
Según la investigación Millennium Ecosystem Assessment
Overview llevada a cabo por la ONU, en los últimos cincuenta
años, hemos transformado los ecosistemas de manera más rápida y
extensiva que en ningún otro periodo de la historia. Las transformaciones realizadas han contribuido a la mejora de las condiciones
de vida en muchos lugares del mundo pero también han provocado
una sustancial, enorme e irreversible pérdida de la biodiversidad
de la Tierra. Se han degradado muchos de esos ecosistemas y se
han incrementado los riesgos de alteraciones imprevisibles en ellos.
Si en 1987 se hablaba del cambio climático como una posibilidad
más o menos remota, hoy en día son muchos los científicos que
no dudan de su presencia y efectos, pues han constatado que la
temperatura media de la superficie terrestre y oceánica aumenta
cada vez más rápido. Dichos investigadores afirman que la causa
es el incremento de la concentración atmosférica en CO2 que, a
su vez, está vinculada a los modos de producción y estilos de vida
contemporáneos.
«Los diseñadores son parte del problema
y parte de la solución.»
Ante estas evidencias, no queda más remedio que reconocer que
nos encontramos ante un problema estructural que ensombrece
el futuro de las próximas generaciones y que ya ha comenzado a
padecerse en el presente. Sin embargo, no es irresoluble.
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Es un problema social con fondo político cuya solución no es sólo
tecnológica pues obliga a un replanteamiento de nuestra lógica
actual de productividad ilimitada y acumulación indiscriminada.
Esa solución precisa de un cambio de modelos porque, como ha
señalado Daniel Tanuro, el gran rompecabezas de nuestro siglo
XXI es: «¿Cómo estabilizar el clima y satisfacer al tiempo el derecho
legítimo al desarrollo de aquellas y aquellos que no tienen nada, o
tan poco… y que son al mismo tiempo las principales víctimas del
cambio climático?».
«En los últimos cincuenta años, hemos
transformado los ecosistemas de manera
más rápida y extensiva que en ningún otro
periodo de la historia.»
¿Hasta dónde es posible llegar en el desarrollo sin provocar el
colapso de nuestra vida en el planeta?, porque lo que parece estar
realmente amenazado no es la Tierra sino nuestra presencia en
ella. Es difícil dar una contestación a esta pregunta pero es urgente
hacerlo porque millones de personas están en riesgo. Según las
previsiones más recientes, hasta el año 2050, un alza de 3,5 ºC
en la temperatura supondría inundaciones costeras que podrían
afectar a entre 100 y 150 millones de personas, hambrunas que
alcanzarían a unos 600 millones, malaria a unos 300 y falta de
agua que aquejaría a unos 3.000 millones de seres humanos.
La respuesta, por tanto, pasa no sólo por una redistribución de las
riquezas sino, también, por una redefinición de lo que entendemos
por bienestar y por una reflexión profunda sobre qué debemos
producir, de qué manera, en qué cantidad, qué bienes y servicios
son precisos y, sobre todo, cuál es el medio en qué queremos vivir.
Si la reflexión supone, en gran medida, lanzar una mirada hacia
los sistemas de producción y consumo, entonces, ¿qué papel tienen
los diseñadores en esa redefinición? Por su vinculación a ambos
aspectos de la actividad humana, los diseñadores tienen mucho
que decir pues las decisiones que toman en el desempeño de su
actividad ejercen un impacto directo o indirecto en las personas y
su medio ambiente. Los diseñadores, pues, son parte del problema
y parte de la solución.
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