6º PRUEBA 4 EL ENIGMA DE LA DONCELLA DORMIDA Texto

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Nombre: _____________________________ Curso: _____
NIVEL: 6º
Prueba: 4
Nº pal: 1057
IFL.: 72
Tiempo: ________
TITULO: El enigma de la doncella dormida
Era el final del verano de 1422. Como cada
año, la caravana de cómicos y feriantes llegó a
la pequeña ciudad de Flandria.
En una explanada situada fuera de las
murallas se alzaron los modestos toldos y
casetas. Algunas carretas se transformaron en
tenderetes. En pocas horas, el campamento
quedó instalado.
Todos estaban allí: las mujeres barbudas,
los equilibristas de la cuerda floja, la
encantadora de serpientes, el hombre que
hacía bailar a un oso con una flauta o un
tamboril, los hermanos malabaristas, los
cómicos, los músicos y los vendedores de
pócimas, ungüentos, cacharros y utensilios…
Pero aquel año había alguien más. Nadie le
conocía. Decía llamarse Segismundo. Era un
hombre maduro, de aspecto misterioso y un
tanto desagradable.
En poco tiempo se había
antipatía de todos. Y no solo por
solitario y sus aires misteriosos;
porque su atracción fuera la que
recaudaba.
ganado la
su carácter
ni tampoco
más dinero
La principal y verdadera causa de que
estuviera tan mal visto era lo que exhibía, la
víctima de su negocio.
De pie junto la tienda de madera y lona que
había levantado, Segismundo pregonaba:
-Pasen, señores, a contemplar el gran
prodigio de la doncella dormida. Nunca han
visto un fenómeno igual. Todos la darían por
muerta, pero está viva. Lleva muchos años
dormida y así seguirá siempre, por los siglos de
los siglos. Pasen y vean el mayor misterio
viviente que existe sobre la tierra. Vean a la
doncella. Cuando la vean, no podrán olvidarse
jamás de ella.
Los que pasaban al interior, tras dejar sus
monedas en las manos codiciosas de aquel
individuo, veían un montículo de tierra sobre el
que reposaba una especie de féretro de cristal.
Al acercarse, comprobaban que el extraño
ataúd contenía el cuerpo de una muchacha de
no más de quince años. Parecía una muñeca
dormida. Sus mejillas, color de cera añeja, daba
la sensación de estar en otro mundo. Estaba sin
vida, pero respiraba.
La gente la contemplaba en compasivo
silencio, como si temieran despertarla.
Tanto se hablaba de ella, que la noticia
llegó a oídos del doctor Melke, médico personal
del barón Zílver, señor del castillo que
dominaba la comarca.
Melke nunca visitaba la feria. La
consideraba apropiada para aldeanos y niños.
Sin embargo, quiso comprobar por sí mismo
qué había de verdad en lo que se contaba
acerca de la doncella dormida.
Se presentó de incógnito en la feria. No
quería se reconocido.
Enseguida
Segismundo.
localizó
la
caseta
de
Mezclado con labriegos, herreros y
aldeanos, el doctor Melke entregó sus monedas
y, tras una cierta espera, pasó adentro.
Observó atentamente la urna de cristal.
Estaba sellada por completo, a excepción de
unas delgadas aberturas laterales, practicadas
con el evidente propósito de hacer posible la
respiración de la muchacha.
Después, toda atención se centró en ella.
Su acentuada palidez fue lo que más le
impresionó.
“¡Si no se trata de un hábil maquillaje – se
dijo-, esta pobre niña está seriamente enferma
o consumida por algún narcótico de efectos
poderosos!”.
Observó la oscilación de su pecho al
respirar. Su ritmo era tranquilo y constante y
transmitía una profunda paz.
Había algo más, indefinible, como si la
joven se encontrara en el fondo de un remoto
mar, muy lejos de todo lo que le rodeaba.
“¡Sin duda, se trata de un fraude creado
para ganar mucho dinero en poco tiempo! ¡Esta
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misma noche pondré fin a la repugnante
explotación de esa muchacha!”.
Y se alejó del lugar.
Cauto y silencioso, Melke regresó a la
explanada de la feria ya bien entrada la noche.
El lugar estaba bastante solitario. En el
campamento ardían algunas fogatas, pero la
mayor parte de los feriantes descansaban ya en
sus tiendas y carromatos.
El doctor se deslizó hacia la zona apartada
y oscura donde se encontraba la caseta de la
muchacha dormida. Segismundo estaba
despreocupado sentado junto a la puerta
mordisqueando unos toscos alimentos.
Con pasos sigilosos, el doctor llegó a la
parte trasera de la caseta. Melke trató de ver a
través de la lona. Esperaba descubrir algo que
revelara que la muchacha se había levantado.
Estuvo un buen rato al acecho, pero no
advirtió nada raro. Solo las leves oscilaciones
causadas por el temblor de una vela.
El doctor sacó una navaja e hizo una raja
de medio metro. La entreabrió con las manos lo
justo para mirar al interior. Todo estaba igual
que durante el día.
Contrariado, el doctor Melke pensó:
“Por lo que se ve, ese desalmado no la
dejará salir de la urna hasta que todos estén
dormidos. Pues bien, esperaré”.
Se retiró a la espesura del bosquecillo y se
quedó allí, sin perder de vista la caseta ni un
instante.
Melke rasgó un poco más la tela y entró.
La vela estaba casi consumida. Su última
llama, sin embargo, daba más luz que antes.
Melke se inclinó sobre el féretro. La muchacha
respiraba. Su pecho subía y bajaba con el
mismo ritmo regular y suave que tenía por la
tarde.
De pronto, Melke oyó una voz hostil a sus
espaldas:
-¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo
aquí?
Melke, seguro de su autoridad, reaccionó
con energía:
-¡He venido a poner fin a esta farsa
macabra!
Y dio dos sonoros manotazos sobre el
féretro de cristal.
-¿Está loco? –exclamó el otro, alarmado-.
¿Quiere matarla?
Melke se sentía furioso y humillado.
Segismundo le miraba con cierto sarcasmo.
-¿Cómo voy a matarla si se trata de una
muñeca? ¡Acerque la vela!
Segismundo lo hizo al momento, no por
obedecer a Melke, sino llevado por el deseo de
ver si los manotazos habían causado alguna
rotura en el cristal o cualquier alteración en la
muchacha.
Fue entonces cuando el doctor, incrédulo,
pudo darse cuenta de que no había habido
sustitución alguna.
Todas las hogueras del campamento se
fueron apagando. Melke, sin hacer ruido,
caminó en línea recta hacia la caseta. Volvió a
mirar por la raja que había hecho. Todo seguía
exactamente igual.
Bajo el cristal yacía dormida la misma joven
que había visto por la tarde. No se trataba de
una figura trucada. Su piel, casi transparente;
sus párpados, sus cabellos, todo en ella era
humano. Ninguna muñeca podría alcanzar una
perfección semejante.
La joven, en su ataúd de cristal, seguía en
idéntica postura.
La vela brilló en su último estertor y acabó
por apagarse.
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