NOCTURNO CON RELOJES BLANDOS

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1er. Premio
XIX CERTAMEN DE RELATOS BREVES
“Imágenes de mujeres”
2008
NOCTURNO CON RELOJES BLANDOS
Antonio Toribios
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(La cosa empezó por unos calabacines fritos. Sería un buen comienzo
para un relato, quizás también para una conferencia. No sé si tan bueno como
“el día en que lo iban a matar...” o “cuando despertó después de un sueño
inquieto, Gregorio Samsa...”, quizás más chusco, pero al menos sorprendería
al auditorio. Un auditorio anodino, formal hasta la nausea, que me observa
desde sus cómodas butacas con expresiones que van de la falsa mueca de
interés a la lasitud del bóvido tumbado en el pasto. Reconozco que hoy estoy
hipersensible; no todos los días se sienten emociones dadas ya por perdidas
para siempre. No todas las noches se encuentra una mujer hecha y derecha,
de porvenir resuelto –qué expresión tan tonta-, con su pasado resucitado en
cuerpo y sangre y con la misma o parecida alma que tenía. Miro al rector
repantigado en su sillón y me dan ganas de decir en alto todo esto, en lugar de
leer la sobada conferencia de la que nadie espera nada nuevo, y observar
regocijada su cara demudada por el pasmo)
“Señores y señoras, muchas gracias. Que Salvador Dalí es un genio es a estas
alturas un lugar común. No sólo fue un pintor de delicado e intachable oficio sino un
osado creador y recreador de mitos y un escritor notable. Vamos a iniciar un
recorrido...”
(Me llamo Obdulia, Obdulia Solano Iniesta, Dulita para los amigos. Soy
doctora en Arte y me dedico a dirigir cursos de postgrado. Me lo repito a mí
misma con frecuencia, no es que quiera presentarme a ustedes, es que a
veces necesito recordarme quién soy, cuál es el hueco que ocupo en el
tinglado. Hacía más de veinte años que no pisaba esta ciudad, donde estudie
mi licenciatura. Ayer se presentaba el ciclo “Creación y locura”, dentro de los
cursos de verano de la universidad local. Yo era la encargada de dictar la
conferencia de hoy, ésa que mantiene en estado letárgico a la pandilla de
estultos que me miran con cortesía forzada. O sea: “Salvador Dalí, su concepto
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del cosmos y el tiempo a través de sus símbolos”. Soy una reputada —eso
dicen en los papeles— especialista en la obra daliniana y en especial en lo
concerniente a sus relojes blandos. Ahora ya lo saben ustedes también.)
“Dalí es, si nos atenemos a sus propias memorias, un ser conflictivo y en
constante crisis, ya desde la infancia. Cabría hablar de comportamientos de raíz
sadomasoquista y de un Edipo resuelto de modo muy abrupto y cruel, que desemboca en
el Sagrado Corazón, cuya leyenda abominable provoca una ruptura con el padre que...”
(Ayer sentí una mirada en el cogote que me hizo sentir algo ya olvidado.
Creí que era un trastorno pasajero de los sentidos. Pero no, me giré y ahí
estaba él, mirándome con ese mirar profundo de entonces, de siempre. Me
sonrió y nos saludamos cortésmente, como si nos hubiéramos visto el día
anterior. Yo me sorprendí de mi propia frialdad externa, pero mi corazón ardía
de pasión. Narciso, le dije, qué sorpresa. Y él me explicó no sé qué acerca del
porqué de su presencia aquí. No le oí porque estuve absorta en el movimiento
de sus labios, sus labios constantemente deseados. Esta noche podemos
quedar en el reloj, dijo él, a las doce, para charlar, y se perdió entre la
concurrencia.)
“También, conocedor de las teorías de Einstein, los relojes blandos remiten a la
concepción de la cuarta dimensión y la teoría del espacio-tiempo. Cuando la blandura
afecta a un objeto sólido también indica su condición de fantasía o, mejor dicho, vestigio
consciente del mundo del sueño...”
(Ahora estoy bajo al reloj de la torre, en una noche de verano que
amenaza tormenta. Esto fue ayer, pero lo rememoro y la vivencia se hace
presente de indicativo, mientras sigo disertando y añoro su presencia en esta
sala, brillando entre tanta mediocridad. Él fue mi dueño durante los años de
carrera y aún después, hasta que un día se fue a Milán, con una beca, para no
volver jamás. Lo nuestro no fue ni siquiera una historia de amor. Quedábamos
a menudo aquí mismo “en el reloj” para ir luego al cine o a estudiar en aquella
sombría biblioteca donde nos quemábamos los ojos. A veces era cariñoso y
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otras distante. Yo nunca supe a qué respondían sus cambios de actitud.
Pasaba meses sin hablarme y luego aparecía con un libro, una flor, siempre el
libro o la flor que yo más intensamente deseaba. Tenía la rara cualidad de
conocer en todo momento aquello que podía hacerme absolutamente feliz.)
“Entre sus muchas obras vamos a centrarnos en la titulada La persistencia de la
memoria, conocida también como “de los relojes blandos”. Luego sería un objeto muy
presente en su pintura. En su Vida secreta nos cuenta una visión en la que se le aparece
un olivo...”
(Nunca me he llevado bien con el tiempo, es verdad. No sé si esto
explica algo, ni siquiera sé si hay algo que explicar. El hecho es que incluso
siendo niña sentía la desazón del avance sin fin del minutero, ese viaje hacia
ninguna parte que nos hace mayores y no siempre mejores. No sé por qué
pienso ahora esto; ahora que espero en esta plaza brillante por la lluvia de
verano, bajo esa esfera tantas veces escudriñada en el pasado. No sé por qué
siempre llueve en las escenas culminantes de las películas. ¿Será esto una
escena de película?
He venido un cuarto de hora antes. Quizás lo he hecho por recordar
aquello que le decía el zorro al Principito: “si quedamos citados a las cuatro, yo
empezaré a ser feliz desde las tres”; cito de memoria, con mi mala memoria.
No sé por qué, es un capítulo que se me quedó grabado desde la infancia.
Bueno, sí lo sé, por mi obsesión con el tiempo, claro. Como ven ustedes —que
dormitan bajo mi cháchara absurda— soy un caso perdido...)
“En el centro, el rostro durmiente del gran masturbador sigue yacente y,
ensillado con uno de los relojes, parece metamorfosearse en un caballo. Los relojes
blandos son el contrapunto de la dureza de las rocas...”
(He estado en la conferencia inaugural y luego me he visto obligada a
asistir a una cena con las autoridades académicas. Allí he soportado a duras
penas los halagos sobre mi obra y otras frases de compromiso. Al terminar, he
corrido a mi hotel con apenas tiempo para acicalarme. Me he duchado y he
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estado dudando sobre qué ropa ponerme. El espejo me ha devuelto la imagen
de una mujer madura, aunque —así es, aunque les suene autocomplaciente—
atractiva todavía. Me he sentido igual que en la adolescencia. Incluso he
elegido con mimo la ropa interior.
He pensado en Félix, mi marido, tan buena persona, tan solícito. El me
ha dado la paz y el sosiego que con Narciso me faltaban, pero... me parece en
este momento tan vulgar, tan sórdida, esa vida acomodaticia y anodina. Mi
mente funciona con tal celeridad que se suceden imágenes lúbricas,
sensaciones de afán inmarcesible, sentimientos ambiguos que mezclan
situaciones vividas con otras por vivir en una noche eterna de relojes parados.)
“Entre las recreaciones personalísimas de Dalí se encuentra
la historia
entretejida alrededor del Angelus de Millet, donde el pintor catalán cree ver
representado el recogimiento de unos padres ante la tumba del hijo asesinado...”
(Observo el ojo de cíclope que domina la torre, con sus agujas afiladas
que, como palillos chinos, intentan atrapar ese número doce que juega a
escabullirse con culebreos de pequeña alimaña. El ángulo se acorta
acercándose ya al grado cero que generará el estruendo de la primera
campanada. Observo las sombras de los viandantes, alargadas bajo la luz de
las farolas, camino de los bares de copas de la zona. Mi inquietud y mi
excitación crecen al creer adivinar la figura temida y deseada. Quizás esta
noche vaya a ser la primera de una nueva vida, tras romper amarras con lo
cotidiano, en pos de singladuras más intensas pero sin la seguridad del puerto
conocido. Puede que sólo sea la noche en que, por fin, se desentrañe el
enigma sin fin de los porqués que llevaron a Narciso a maltratar mi alma con tal
saña, y luego pueda descansar. Quizás todo quede en una vulgar descarga de
pasión y deseo. A lo mejor sólo en un hablar y hablar, ante una copa, para que
todo siga igual por otros veinte años)
“Una imagen recurrente de Dalí, representada en alguno de sus cuadros, es la de
Guillermo Tell y su hijo. La figura del padre, Moisés y Júpiter para él, queda aquí
reducida a la del progenitor que depende del temple del hijo...”
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(Miro fijamente la esfera iluminada del reloj. De repente, quizás por la
tensión de la espera, empieza a transformarse ante mis ojos. La línea perfecta
de la circunferencia empieza a ser rugosa y las agujas devienen hormigas o
semillas. Pepitas, sí, las de una rodaja de calabacín. Ya he dicho que Narciso y
yo solíamos ir al cine. Solíamos ir a salas de las llamadas entonces de “arte y
ensayo”, donde universitarios ávidos de novedades de fuera soportaban malas
copias subtituladas de Passolini, Bergman o Visconti. Fue una de esas tardes,
viendo los Cuentos inmorales de Borowczyk, cuando me sentí presa de un
deseo irrefrenable y agarré el brazo de Narciso mientras una actriz simulaba
una penetración con un gran calabacín. Ya sé que parece de risa. Casi todas
las tragedias tienen algo de risible para quien las observa desde fuera. Mi
público prorrumpiría en carcajadas, si pudiera leer mi pensamiento, en lugar de
aguantar el tostón de refritos y lugares comunes que les estoy largando con
desgana. Pero el hecho es que ocurrió así. Entonces yo estaba enloquecida de
amor y de deseo, alimentados por una frialdad que me desconcertaba a cada
paso. Narciso no sólo hizo oídos sordos a mi solicitud, sino que abandonó de
repente la sala y me dejó de hablar cerca de un mes.)
“No voy a extenderme mucho más. Sólo unas últimas consideraciones que
ilustren el motor narcisista que prepondera en todas las acciones artísticas y personales
del artista y del hombre. Un artista difícilmente entendible si no analizamos sus
pulsiones más íntimas...”
(Ya sé que esto que sigue parece digno de Dalí, sacado de alguna de
sus fantasías paranoico-críticas. El hecho es que, una mañana, Narciso se
acerca impasible a mí en clase y me deja un papelito doblado sobre la mesa.
Me acuerdo del texto como si lo tuviera delante ahora: “Dulita, perdóname, te
invito esta noche a cenar en mi casa”.
Por supuesto que fui, el amor es así. Lo primero que vi al llegar fue una
gran fuente de rodajas de calabacín fritas. No dijimos nada. Fue esa noche
cuando me anunció que se iba, que ya tenía el billete.
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Ha sonado la primera campanada, cuyo ruido me ha asustado al pillarme
por sorpresa. Suena otra y otra más. De repente, un trueno apaga con su
estruendo la cuarta de la serie. Caen grandes gotas. Los paseantes corren en
todas direcciones a guarecerse en los soportales o en los cafés de la plaza. Es
como una señal irracional que me hace huir a grandes pasos. No huyo de la
lluvia, no sé de qué huyo, el caso es que enfilo la calle con premura de fiera
acosada, perseguida por el sonido de mis propios tacones. Suenan más
campanadas. Mis lágrimas se mezclan con la lluvia. Mi llegada a la puerta del
hostal coincide con la número doce.
Mi auditorio se remueve inquieto debido a mi silencio repentino. En las
primeras filas algunos han reparado ya en los regueros de mis mejillas. Hago
un esfuerzo sobrehumano. Consigo al fin hablar.)
“Estimado público... está lloviendo sobre los rescoldos de mi corazón.
Buenas noches.”
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