Bécquer en sus narraciones fantásticas

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Russell P. Sebold
Bécquer en sus narraciones fantásticas
Índice
Bécquer en sus narraciones fantásticas
Capítulo I
La poética fantástica becqueriana
Capítulo II
El folklorista en las leyendas
Capítulo III
Las leyendas con introducción
Capítulo IV
El auditorio interior y el «casi creer»
I. La dinámica del grupo
II. Subversión de la realidad y reacción individual
III. La reacción individual en tres leyendas cristianas
IV. La reacción individual en cinco parejas de leyendas
Capítulo V
Realismo y fantasía: Los personajes
I. Consideraciones preliminares
II. Los personajes
Capítulo VI
Realismo y fantasía: El miedo
Capítulo VII
Perspectiva y fe en la leyenda individual
I. El misterio que envuelve a esa criatura: «Los ojos
verdes»
II. El mal enemigo y las imaginaciones débiles: «Maese
Pérez el organista»
III. Pentagramas, cajas chinas y locura: «El Miserere»
IV. Entre pajes y juglares: «La promesa»
Apéndice
Carta de Samuel G. Armistead sobre las fuentes del
«Romance de la mano muerta»
Yo también creo en todo: En todo... lo que deseo creer. [...]
desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar
los umbrales de lo desconocido.
Gustavo Adolfo BÉCQUER, «El gnomo» (1863).
Nothing visible, nothing audible, had given her any intelligible
warning of its appearance. Silently and suddenly, the head had taken
its place above her. No supernatural change had passed over the
room, or was perceptible in it now. [...] the broad window opposite
the foot of the bed, with the black night beyond it; the candle
burning on the table -these, and all other objects in the room,
remained unaltered. One object more, unutterably horrid, had been
added to the rest. That was the only change- no more, no less.
Wilkie COLLINS, The Haunted Hotel (1879), cap. XXII.
His houses are haunted houses, his woods enchanted woods; and he
makes them so real that reality itself cannot sustain the
comparison.
George BERNARD SHAW, «Edgar Allan Poe», The Nation, 16 enero 1909.
Aventuraba hipótesis sobre los extraños acontecimientos y sentía una
morbosa preferencia por las soluciones fantásticas. Podríamos decir
que era una preferencia subconsciente, ya que, de manera oficial, se
veía obligado a defender puntos de vista racionalistas, muy de
acuerdo con la ciencia que profesaba y con la opinión de sus sabios
colegas.
Juan PERUCHO, Las historias naturales (1960), Segunda parte, cap. V.
Prefacio
Gustavo Adolfo Bécquer es un artista tan consumado en el relato
fantástico, que su afán de buscar efectos nuevos en la esfera de lo
sobrenatural se extiende más allá de la creacional análisis del proceso
creativo; y no conozco a ningún escritor del género fantástico (Cazotte,
Hoffmann, Nodier, Poe, Balzac, Nerval, Gautier, Mérimée, Alarcón,
Zorrilla, etc.) que se preocupe más que el sevillano por el deslinde
teórico de lo maravilloso, o sea, por lo que hoy suele llamarse su
poética. Por lo tanto, para la comprensión del arte de las Leyendas, lo
primero que habría que hacer es establecer en términos claros el concepto
becqueriano de la poética de lo fantástico, basándonos en las más
importantes reflexiones autocríticas de Gustavo sobre sus cuentos
sobrenaturales.
Mas, antes de proceder a esto, hace falta aclarar el sentido del término
poética, porque se utiliza en forma muy incorrecta en cierta área de la
actual investigación sobre la literatura fantástica. Si pensamos en el
sentido etimológico de poética, así como en el que tiene en la larga
tradición crítica occidental, las observaciones del propio Bécquer sobre
el devenir de sus cuentos individuales tienen mayor derecho a designarse
así, que lo que, por ejemplo, hace ahora sobre la literatura fantástica el
llamado poéticien Tzvetan Todorov; pues, por declaración propia, éste no
se interesa sino por inventariar, en grandes bloques de relatos
fantásticos, pertenecientes a todas las literaturas, series de rasgos
exteriores que sean comunes a todos los cuentos que representen unas
subclasificaciones, variantes o tipos determinados del género: quiere
decirse que él se dedica a la tipología. Penetrar la superficie de la
narración individual, según Todorov, revelará miríadas de inesperados
fenómenos únicos que no parezcan responder a ninguna fórmula, y cualquier
intento de interpretar éstos llevará a un resultado mucho menos
«científico» que el que se consigue con la catalogación de los paralelos
exteriores entre numerosos relatos1.
Ahora bien: no solamente no tiene tal planteamiento nada que ver con la
poética o hechura de los cuentos, puesto que los escritores «hacen»,
crean, las obras individuales, no los tipos -y poética ha significado
siempre descripción o análisis de la poiesis, «hechura, proceso
creativo»-; sino que al limitarnos a la consideración de las
características genéricas o exteriores de la prosa fantástica -su
silueta-, tenemos que satisfacernos con una forma muy pobre, muy
primitiva, neocartesiana, de «ciencia» literaria; porque se trata, en
efecto, de una visión «científica» semejante a la de Descartes, en cuyo
mundo espectral no existían con certeza más que el pensamiento, la medida
y la luz.
¿Y para qué, hoy día, hemos de sacrificar dos o tres centurias de
evolución intelectual durante las cuales, merced al influjo de Bacon,
Locke, Newton, el empirismo, el sensacionismo, la óptica, etc., tanto la
literatura como la ciencia han venido acercándose cada vez más a la
aprehensión exacta de la unicidad del individuo? Es más: pregúntese a
cualquier lector vulgar en qué consiste para él el exquisito terror del
cuento de terror, y responderá que en sus inesperados fenómenos únicos,
siempre diferentes y por ende fuente perenne por la constancia en la
multiplicidad de nuevos goces terroríficos. En la literatura fantástica
decimonónica intervienen por todos lados los espectros, eso sí, pero éstos
no tienen nada de espectral en el sentido cartesiano, porque su
manifestación, lo mismo que todo su entorno físico-humano, suelen
acompañarse por la más rica variedad de detalles sensoriales -participan
del abigarramiento típico del realismo del siglo XIX-, y es absurdo, a
estas alturas, acercarse a tal plétora de idiosincrasias visuales,
auditivas, olfativas, gustativas, táctiles, fantasmagóricas, armado a lo
Descartes tan sólo de ideas preconcebidas.
Lo cierto es que semejante táctica no sirve en absoluto para estudiar a un
escritor como Bécquer, en quien la creación arranca siempre de la
inagotable potencia fecundante de la loca sensación en contacto con el
mundo material, y en quien el proceso creativo se realiza por la más libre
asociación de las percepciones sensoriales a lo Locke, escribiéndose un
fuerte acento sobre la viveza de lo individual. Dice Jacques Barzun que el
oficio del crítico de la literatura fantástica «no es sustituir la
experiencia por las fórmulas, sino sencillamente señalar aspectos de las
obras de calidad que, si se medita sobre ellos, tal vez expliquen y
encarezcan el placer del lector»2. Y como la experiencia no aprehende sino
lo individual, volvemos con la opinión de este apreciable ensayista a la
importancia para el relato fantástico de esos fenómenos únicos que
percibimos con los cinco sentidos. La unicidad de la obra maestra y la
combinación original de técnicas de donde procede esa unicidad son para la
crítica mucho más difíciles de captar de lo que son el tipo y esas
técnicas que son la propiedad común de todos los cultivadores de un género
determinado, mas no por la dificultad hemos de renunciar al intento, sobre
todo teniendo a nuestro lado un guía tan generoso, imaginativo y sesudo
como el propio Gustavo.
Resulta iluminativo notar que para Bécquer la vivencia de lo individual, a
la par que era la pauta de lo fantástico en la composición de sus
narraciones, lo era también en su vida cotidiana, pues en la casa que
compartían el poeta, su hermano -el pintor Valeriano- y los hijos de
ambos, se vivía a diario la ficción fantástica, y esa experiencia se
ajustaba de modo siempre diferente a lo individual y lo único: tácticas de
narradores individuales, reacciones de oyentes individuales, episodios
únicos que suscitaban indefectiblemente la curiosidad. La sobrina de
Gustavo, Julia, recuerda con nostalgia cuántas largas horas se llenaban
contando cuentos fantásticos en casa durante su niñez.
Apunta Julia que era un convidado constante «a nuestra mesa» el poeta y
arqueólogo Juan de la Puerta Vizcaíno, quien «se engolfaba en contarles [a
los hermanos Bécquer] cuentos fantásticos de descubrimientos hechos por él
en sepulcros antiguos, cuentos que mi padre no creía, y así se lo decía
luego a Gustavo»3. De donde se desprende que este último se inclinaba algo
más que Valeriano a prestar cierta fe a las asombrosas palabras del
arqueólogo, y esto era natural, porque el más férvido relator de cuentos
espantosos que había en esa casa era el mismísimo tío de Julia.
En las noches de invierno, hasta la hora de la cena, Gustavo para
entretenernos al calor de la chimenea, nos contaba cuentos
fantásticos de brujas y encantadores que no tenían fin, pues cada
noche nos relataba una parte4.
También quería citar estas modestas reminiscencias de una niña envejecida
porque en ellas, no obstante lo poco académico de su tono o tal vez merced
a ello, se encuentra reflejada otra verdad esencial de la creación
literaria, quiero decir, el hecho de que la forma de la obra -lo que es
más original en ella, aquello de que es responsable el singular talento
del genio y por lo que solamente puede ser medido tal talento- estriba en
lo individual, lo único. Aquel fantástico cuento de nunca acabar que
Gustavo refería a sus chiquillos y los de Valeriano dependía para su
emocionante expectación de ese sorprendente serpenteo episódico producido
por la aparición cada noche de personajes nuevos y por la combinación
diferente cada noche de los hilos de la acción, a cual más inesperados, a
cual más únicos.
Los patrones generales que pueden tomar los relatos fantásticos, es decir,
los tipos, son como la materia o la potencia en la física aristotélica: no
tienen realidad hasta que se unen a la forma o el acto, que en un mismo
punto realiza e individualiza esas posibilidades de existencia. Es curioso
observar cómo coinciden la experiencia de una niña aficionada a los
cuentos de brujas y la doctrina del Estagirita, quien aún después de dos
milenios por lo menos a los estudiosos de la literatura puede acaso
enseñarnos algo valioso; y así en las páginas que siguen he procurado
concentrarme en el acto creativo de Bécquer y en lo que sus narraciones de
terror tienen de original, de único -de forma original y única-, en lugar
de hacer una nueva catalogación de esos rasgos generales de la literatura
fantástica que más o menos fortuitamente se hallan presentes en las
Leyendas becquerianas, lo mismo que en los relatos sobrenaturales de
algunos otros escritores.
Pues es precisamente la atención desmesurada que la tipología y otras
corrientes críticas dedican actualmente a la temática, los grupos
temáticos y las lecturas ideológicas, lo que tiende a dejar desamparado el
estudio de la forma, que, no solamente para las obras individuales de la
literatura fantástica sino para las de todos los géneros literarios, es el
elemento que más fielmente refleja el acto creativo del artista literario.
No hace muchos años decíamos que no servían los estudios fuentísticos
porque reducían lo genial de las obras maestras a unos cuantos paralelos
superficiales con obras anteriores, que, por añadidura, eran
frecuentemente de calidad inferior. Pues bien, yo no veo la diferencia
entre reducir lo genial a paralelos superficiales con obras de épocas
pretéritas y reducirlo a paralelos similares con obras contemporáneas
tampoco muchas veces de la misma distinción artística, que es lo que hace
la tipología. Desde luego, la mente humana funciona de tal modo, que es
imposible prescindir en absoluto de conceptos generales, aun al considerar
la individualidad, la unicidad y la originalidad; mas en este libro,
siempre que era posible, he intentado tomar las ideas generales que hacían
falta de los escritos del mismo Bécquer.
El presente volumen tiene dos novedades: es el primer libro dedicado en su
totalidad al estudio del elemento fantástico en las Leyendas de Bécquer; y
es a la vez el primer estudio de este aspecto de las narraciones
becquerianas realizado de acuerdo con el pensamiento crítico del propio
autor sobre el género sobrenatural (de ahí uno de varios sentidos del
título de este trabajo que se revelarán a lo largo de sus páginas). Me
precede Antonio Risco en el estudio de lo fantástico en la prosa narrativa
de Gustavo, en un capítulo (pp. 54-149) de su libro Literatura y fantasía,
Madrid, Taurus Ediciones, 1982, que es el más valioso estudio global que
tenemos sobre el género fantástico en la literatura española (abarca desde
los antecesores de Bécquer hasta los escritores de la posguerra de nuestro
siglo). Risco sí recurre con frecuencia a los métodos de Todorov y otros
críticos de la misma escuela, pero en el libro de este admirado colega,
precisamente por ser de enfoque global, no les encuentro a tales métodos
las mismas objeciones que tendrían para mí en cualquier libro que como el
mío se concentrara en la obra de un escritor individual; las desventajas
que pueden tener en un estudio general las supera la notable agudeza
filosófica y crítica del ya mencionado profesor español. Existe asimismo
una edición selectiva de las Leyendas, preparada por Joan Estruch, bajo el
título Relatos de terror y de misterio, colección Rutas, Barcelona,
Editorial Fontamara, 1982, 1985 (2.ª ed.), en la que la intención es
destacar esas narraciones becquerianas que son de índole fantástica
(aunque no todas éstas están incluidas), y en cuyo prólogo de catorce
páginas el editor se guía por Todorov así como por Risco5.
Quería mencionar estos libros, porque me parece alentador el hecho de que
la crítica empieza por fin a ocuparse de lo fantástico en las Leyendas de
Bécquer, pues se trata justamente del sine qua non de estas obras: sin la
intervención de lo sobrenatural y terrorífico, en fin, de lo fantástico,
las Leyendas de Bécquer jamás habrían sido las Leyendas de Bécquer. Y este
hecho fundamental no habría que perderlo de vista, por mucho que nos
parezca ahora más importante el modo becqueriano de lo fantástico, que la
mera clasificación genérica de las Leyendas como narraciones fantásticas;
porque antes de la década de 1980 no habían despertado interés ni una cosa
ni otra.
El hecho de que estamos todavía en los comienzos de la investigación de lo
fantástico en Bécquer, es a la vez, creo yo, lo que para todos los
lectores, pero especialmente para el lector general, da valor al método
que seguiremos en el presente libro; porque guiándonos por las ideas del
propio Bécquer sobre el género estudiado, nuestra apreciación tendrá
mayores probabilidades de ser fiel a la realidad artística de las
Leyendas. En cualquier caso, estando nuestras reflexiones doblemente
iluminadas por Bécquer, por su credo y por su praxis, estaremos más
directamente en contacto con él en ese momento íntimo del acto creativo; y
además, podremos así evitar la terminología abstrusa de la actual crítica
de los géneros narrativos, la cual es tan ajena al espíritu del sencillo y
luminoso estilo de Gustavo.
RUSSELL P. SEBOLD.
Universidad de Pensilvania. Filadelfia.
30 de noviembre de 1987.
Capítulo I
La poética fantástica becqueriana
Para toda la obra de Bécquer, pero especialmente la fantástica, es de suma
importancia esa nueva atención de la literatura a las infinitas facetas de
la realidad que se va produciendo a partir del siglo XVIII merced a la
influencia de la epistemología sensacionista. A esto aludimos ya en el
Prefacio, y ello se ilustra en el pensamiento crítico del mismo Bécquer
por dos trozos que nos darán un marco para el desarrollo del tema de este
capítulo.
El primer trozo viene de las Cartas literarias a una mujer (1860-1861):
-«¿Qué es la poesía?... ¡La poesía... la poesía eres tú!»-, y así parece
referirse más directamente al proceso creativo de Gustavo en relación con
las Rimas; pero, cuando lo comparemos con el otro trozo, tomado de las
cartas Desde mi celda (1864), obra ensayística más estrechamente
relacionada con las Leyendas por su contenido y su forma, se verá que en
ninguno de estos dos pasajes distingue Bécquer entre los géneros al
señalar el importante papel fecundante de la sensación en la concepción
literaria. Siendo, pues, válidos ambos trozos autocríticos para el
presente propósito, veamos el primero, de 1860-1861:
... cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas,
como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su
huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación
duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante
en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un
poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas
transparentes, que bullen con un zumbido extraño y cruzan otra vez a
mis ojos como en una visión luminosa y magnífica6.
La segunda reflexión becqueriana sobre la sensación, de 1864, está tan en
armonía con la precedente, que a nadie habría sorprendido hallar las dos
en una sola obra.
En esos instantes rapidísimos, en que la sensación fecunda a la
inteligencia y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la
misteriosa concepción de los pensamientos que han de surgir algún
día evocados por la memoria, nada se piensa, nada se razona, los
sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la impresión
que analizarán más tarde.
(OC, 531; las cursivas son mías)
Percibir con los sentidos datos relativos a nuestro mundo físico-humano,
guardar estas ideas sencillas en la memoria, y más tarde, en diferentes
momentos, asociarlas en combinaciones nuevas para derivar de ellas ideas
más complejas, todo esto es puro Locke. Sin embargo, lo más importante de
los pasajes generales que hemos mirado es que ya por ellos se nos descubre
cómo se empiezan a elaborar los dos elementos fundamentales del cuento
fantástico becqueriano: quiero decir, la acción sobrenatural y la
ambientación realista. En la medida en que los datos de la experiencia
almacenados en la memoria del escritor se reproducen más o menos fielmente
al evocarse, tenemos la base para medios realistas y ciertos personajes
realistas -«fotografías escritas», al decir del contemporáneo de Bécquer,
Juan Cortada7-. En cambio, otras sensaciones, en lugar meramente de
proporcionar datos que serán almacenados en su forma primera, fecundan a
la inteligencia, produciéndose una «misteriosa concepción», y de esa unión
nacen unas ardientes y aladas criaturas que bullen con un zumbido extraño;
y de allí arranca el proceso que llevará a la creación de personajes
fantásticos y los sucesos sobrenaturales que éstos hacen posibles. El
lector recordará también a «los extravagantes hijos de mi fantasía» (OC,
39) que importunan a Bécquer en su «Introducción sinfónica», que citaré
más tarde. Si hubiéramos de extender el paralelo con Locke, diríamos, con
la terminología de éste, que los ambientes y personajes realistas proceden
de «ideas sencillas», y al contrario, los sucesos y personajes
sobrenaturales, de «ideas complejas».
Volveré sobre el tema de la sensación en el presente capítulo, así como en
otros, por ejemplo, el IV, y veremos otros testimonios que confirman lo
desprendido de los ya examinados; pero por de pronto es indispensable
identificar los restantes escritos autocríticos de Bécquer que nos
servirán para completar el análisis de su poética de lo fantástico, y a la
vez habrá que delimitar el corpus de las narraciones fantásticas
propiamente dichas dentro del conjunto de esos cuentos becquerianos que
suelen designarse como Leyendas, porque algunos de éstos tendrán
forzosamente que excluirse de cualquier estudio riguroso de lo fantástico
en la prosa de Gustavo.
Además de Desde mi celda, otras tres obras en las que Bécquer diserta
sobre la poética de sus Leyendas son la narración o boceto «Tres fechas»
(1862) y las supuestas leyendas «El rayo de luna» (1862) y «La voz del
silencio» (escrita en 1862, publicada póstumamente). Digo supuestas,
porque a diferencia de la mayoría de las Leyendas, éstas no tienen en
realidad nada de narración fantástica: en la primera, no interviene
ninguna fuerza sobrenatural, sino que todo cuanto sucede se explica por
una causa natural, la locura de Manrique; y en la segunda, mero apunte
para una posible leyenda, el narrador no hace más que medio asociar una
voz como suspiro que tiene la impresión de haber oído por una calle de
Toledo con la creencia popular toledana de que «todas las noches un
fantasma blanco con formas de mujer vaga por el ruinoso caserón» sito en
la misma calle en que posiblemente se oyó esa tenue voz (OC, 215). Al
mismo tiempo, en todas las narraciones fantásticas propiamente dichas se
hallan interpoladas reflexiones sobre la técnica, y a éstas recurriré con
frecuencia en los capítulos posteriores. En la Historia de los templos de
España existen algunos antecedentes de las Leyendas8; pero son, con alguna
excepción que sí citaré, antecedentes de tema más bien que de técnica, y
por lo demás, representan una época en la que Bécquer todavía no había
emprendido la composición de las Leyendas. Así son menos iluminativos para
el arte de este género que las páginas autocríticas mencionadas
anteriormente. (La Historia de los templos de España se publica en 1857, y
la primera de las leyendas fantásticas en el sentido estricto, «La cruz
del diablo», se estampa en una obra periódica en 1860.)
De los diecisiete (Rubén Benítez) o dieciocho (Aguilar) relatos
becquerianos clasificados como leyendas en las más respetadas ediciones
modernas9, ya hemos dado razones para excluir dos de nuestro estudio de lo
fantástico en la prosa narrativa de Gustavo: «El rayo de luna» y «La voz
del silencio». Por razones algo diferentes también excluiré de nuestro
campo de consideración «El caudillo de las manos rojas», que Rubén Benítez
y la Editorial Aguilar clasifican como leyenda; y de la lista de Aguilar
eliminaré «La Creación», que Benítez tiene mucha razón en caracterizar
como apólogo. Según la definición usual de lo fantástico, se trata de un
elemento sobrenatural que irrumpe con tanta fuerza en nuestro mundo de
experiencia cotidiana, que casi somos llevados a aceptarlo como posible10;
pero en el mundo oriental de «El caudillo de las manos rojas» (1858) y «La
Creación» (1861) no sólo es sobrenatural todo cuanto sucede, sino que
también lo es todo el marco de la acción, por lo cual en estos cuentos lo
sobrenatural viene a ser lo normal, y así es casi como si no hubiera nada
fuera de lo común. Además, la primera de estas narraciones tiene en el
fondo tanto de apólogo o alegoría como la segunda.
En fin, las catorce leyendas -relatos fantásticos en el sentido indicado
en el párrafo anterior- cuya poiesis vamos a estudiar, son: «La cruz del
diablo» (1860), «La ajorca de oro» (1861), «El monte de las Ánimas»
(1861), «Los ojos verdes» (1861), «Maese Pérez el organista» (1861),
«Creed en Dios» (1862), «El miserere» (1862), «El Cristo de la Calavera»
(1862), «El gnomo» (1863), «La cueva de la Mora» (1863), «La promesa»
(1863), «La corza blanca» (1863), «El beso» (1863) y «La rosa de Pasión»
(1864), publicadas la primera en La Crónica de Ambos Mundos, la mayoría en
El Contemporáneo, y cuatro de las de 1863 en La América. Para el mejor
entendimiento de lo que sigue, el lector deberá tener siempre presente que
los textos autocríticos mencionados más arriba son todos rigurosamente
contemporáneos de estas catorce narraciones, y así para su autor los unos
y las otras tienen un común marco de referencia y responden a una actitud
artística que es en conjunto la misma. Nótese, en este sentido, su
concentración cronológica: ni antes de 1860 ni después de 1864 hay
leyendas fantásticas del tipo estudiado aquí; y la primera de las obras
autocríticas que hemos citado empieza a estamparse en 1860, y la última es
de 1864.
Los aspectos específicos de su poética de lo fantástico sobre los cuales
Bécquer medita en «Tres fechas», «El rayo de luna», «La voz del silencio»
y Desde mi celda, son: 1) el «casi creer», o sea, la contradictoria
reacción personal del lector, del personaje, del autor ante el prodigio;
2) la invención o fabulación fantástica; 3) la ambientación realista; 4)
la dialéctica entre la realidad natural y la sobrenatural; la postura de
folklorista del narrador; 6) la situación narrativa, y 7) la receptividad
del narrador, de los personajes y del lector para el material fantástico.
Quisiera insistir en el hecho de que estos siete artículos de la poética
fantástica becqueriana tienen todos, en el fondo, la misma finalidad la
verosimilitud, la consecución de que el lector acepte la sobrenatural como
efectivo, y he aquí el hilo principal que seguiremos a lo largo de esta
investigación.
Ahora, guiándome por los textos de Bécquer, explicaré los siete puntos que
quedan enumerados, indicando el primero de los párrafos dedicados a cada
uno con el correspondiente número arábigo y epígrafe:
1. El «casi creer»: Uno de los principales componentes del relato
fantástico en la mayoría de sus manifestaciones modernas es el asombro u
horror de los personajes y lectores escépticos al sentirse llevados a
prestar fe a sucesos cuya maravillosa índole está en contradicción con
cualquier concepto convencional de la posibilidad física natural. Tal
inclinación a creer en lo increíble, tambaleo al borde del abismo de la
aceptación, es el modo más eficaz de simular para el lector sofisticado la
profundidad del miedo del ingenuo ante lo sobrenatural. Todos los
estudiosos del género subrayan la importancia de esta táctica: H. P.
Lovecraft (1927, 1945) la llama la «media persuasión»; Castex (1951), en
el pasaje citado en la nota 5 de este capítulo, se refiere a la
«conciencia enloquecida» del personaje; como fórmula para representar esta
tentación de creer en lo imposible; Todorov (19 70) toma unas palabras del
novelista Jan Potocki, en Un manuscrito encontrado en Zaragoza: «Casi vine
a creerlo», e insiste en la importancia, en este aspecto, de la vacilación
ante lo desconocido; Irène Bessière (1974) utiliza los términos
polivalencia y ambigüedad y habla de «la constante tentación de unirse al
orden superior», esto es, al orden fantástico; Louis Vax (1979), al
definir lo fantástico, dedica diez páginas a «la ambigüedad fantástica»; y
Jacques Firmé (1980) ve en el género fantástico una ininterrumpida «lucha
entre la tentación de lo sobrenatural y la voluntad de lo cotidiano»11.
Esta disposición a medio creer la analiza Bécquer en forma muy moderna y
completa en Desde mi celda, empezando con esa «sensación de penoso
malestar, que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo» (OC, 561),
según dice al describir su propia subida por una azarosa senda hacia un
precipicio desde el que había caído una famosa bruja de Trasmoz llamada
«tía Casca». Diez páginas más abajo, refiriéndose todavía a la espantosa
historia de esa pobre vieja, la cual le fue contada por un pastor entre
Litago y Trasmoz, Bécquer escribe unas líneas en las que no sólo se
anticipa a las ideas de los críticos de nuestro siglo sobre el encuentro
del escéptico con lo fantástico, sino que utiliza ya los mismísimos
términos que hemos visto hace un momento en el libro de Todorov:
... sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron
involuntariamente y la razón, dominada por la fantasía, a la que
todo ayudaba, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto, y
casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y los
maleficios pudieran ser posibles.
(OC, 570-571; las cursivas son mías)
Pero me parece útil reiterar que la fórmula de Todorov con la que Bécquer
coincide no fue forjada por este crítico estructuralista, sino que él la
tomó de una obra de creación publicada en la centuria que nos concierne
aquí.
De la reminiscencia autobiográfica becqueriana que acabamos de repasar, se
deduce al mismo tiempo que no se asegura la verosimilitud de lo
sobrenatural en las narraciones fantásticas, sin que el autor posea tanta
aptitud para el «casi creer» como los personajes y los lectores. Tampoco
deja Gustavo de señalar, en este singular trozo, la importancia para la
«media persuasión» de las circunstancias ambientales en las que sucede, se
cuenta, se escucha o se lee lo fantástico, y seguiré insistiendo en esto.
Por ejemplo, sobre el escenario en el que se le ha contado otra conseja de
brujerías de Trasmoz, Bécquer escribe: «hay aquí, en cuanto a uno le
rodea, un no sé qué agreste, misterioso y grande que impresiona
profundamente el ánimo y lo predispone a creer en lo sobrenatural» (OC,
600). Mas la importancia del ambiente como condición para la creencia en
lo sobrenatural tiene acaso su ilustración más elocuente en el siguiente
relato de un contemporáneo norteamericano de Bécquer, también periodista
como éste: «The Suitable Surroundings» («Las circunstancias adecuadas»),
de Ambrose Bierce (1842-1913), el cual viene a ser una alegoría de este
punto de la poética fantástica. En dicho cuento de Bierce, Colston le dice
a su amigo Marsh que tiene una obra manuscrita que éste sería bastante
valiente para leer en el tranvía, pero demasiado cobarde para hacerlo a
solas de noche en una casa abandonada en medio del bosque, porque de
hacerlo así, se moriría de miedo. Marsh acepta el desafío, y la lectura en
las circunstancias adecuadas le mata.
Volvamos a las páginas de Gustavo, pues quedan otras referencias muy
iluminativas sobre la atormentadora ambigüedad de lo fantástico para
escritores, lectores y oyentes, y alguna de ellas se acompañará todavía
por curiosos pormenores sobre el marco narrativo. La criada de Bécquer en
el monasterio de Veruela, donde vive durante una convalecencia, ofrece
contarle la historia de las brujas de Trasmoz, y entusiasmándose el autor
de Desde mi celda, él la anima a ello: «-Pues, vaya, deja ese candil en el
suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me parezco a los
niños en mi afición a oírlas» (OC, 573). Tampoco hay que olvidar que las
investigaciones folklóricas que Gustavo describe en Desde mi celda se han
realizado en una tierra donde todavía se cree en las brujas, y de ahí el
siguiente apunte en el que se puede apreciar de nuevo la fuerte tendencia
becqueriana a la creencia estética, por buscarle todavía otro nombre al
fenómeno que estamos caracterizando: «De mí puedo asegurarles -dice
hablando con los destinatarios de sus cartas- en Madrid que no he podido
ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento involuntario» (OC,
600).
La primera vez que Bécquer expresa su curiosidad por saber la historia de
la tía Casca, la reacción de su sirvienta revela cómo ella misma fue
afectada cuando se la contaron. «No pueden ustedes figurarse la cara que
ha puesto al oír el nombre de la bruja -escribe Gustavo-, ni la expresión
de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a su alrededor, procurando
iluminar con el candil los rincones oscuros de la celda antes de
responderme» (OC, 571). Precisamente éste es el efecto que todo autor de
relatos fantásticos quiere estimular en sus lectores, y Bécquer sabe
exactamente qué recursos literarios hay que reunir para lograrlo porque él
mismo ha sentido esa medrosa fascinación, seguramente en incontables
ocasiones. Voy a adelantarme a nuestro análisis de las Leyendas para
ilustrar esto. Sobre la leyenda «El monte de las Ánimas», Gustavo confiesa
en sus líneas preliminares: «... la he escrito volviendo algunas veces la
cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón,
estremecidos por el aire frío de la noche» (OC, 123).
Evidentemente, el relator de cuentos acerca de lo sobrenatural se inspira
en parte en su propia experiencia de horrorizado oyente o lector de
narraciones fantásticas. La marcada semejanza de postura entre narrador y
lector (u oyente) en el proceso literario fantástico se verá claramente al
hacer otra vez de narradora la sirvienta de Bécquer. Por un lado, la
actitud de esta relatora parece de artista consumada; pero, por otro lado,
queda claro que tal talento tuvo sus orígenes en infinitas horas pasadas
como ingenua y aterrada pero deliciosamente estremecida oyente de cuentos
horrorosos. La buena moza «prosiguió su relato -recuerda Bécquer-, no sin
haber hecho antes un momento de pausa, como para calcular el efecto que la
primera parte de la historia me había producido y la cantidad de fe con
que podía contar en su oyente para la segunda» (OC, 588).
El hecho de que aparezca en una sencilla campesina una reflexión sobre la
técnica y la recepción literarias que, tratándose de cualquier otro
género, tendríamos que considerar de persona culta, parece responder a la
teoría de Lovecraft de que el goce en asustarse ante lo maravilloso y el
talento para engendrar tal susto en los demás representan la más antigua
experiencia psicológica y estética de nuestra raza. Trátase de un
primitivo temor cósmico, nacido en aquella primera época del hombre en la
que, debido a la ignorancia, todos los peligros naturales parecían tener
misteriosas causas sobrenaturales; y es, según el mismo teórico y
practicante de lo fantástico, un temor tan hondamente arraigado en nuestra
raza, que seguimos teniendo una capacidad congénita para él tanto los más
escépticos como los más inocentes12. Los autores que cultivan el género
fantástico, parece que en sus almas se ha impreso este secular miedo con
especial fuerza -el ya citado Bierce habla de «aquel elemento de
superstición hereditaria de la que ninguno de nosotros está del todo
libre»13-; y será por esto por lo que están singularmente dotados tales
escritores para ver las más extrañas apariciones.
Así el Zorrilla niño, futuro autor de Leyendas fantásticas en verso, vio
avanzar por su calle de la Ceniza, en Valladolid, al diablo del altar de
su parroquia, a lomos del corcel blanco de San Martín; y al pasar bajo sus
balcones, la imagen del demonio le saludó con la mano, una mirada luminosa
y una sonrisa fascinadora. En otra ocasión, en una habitación de la casa
que los Zorrilla sólo usaban para guardar muebles viejos, se le apareció
al chiquillo como en forma de espectro su abuela materna, quien no estaba
muerta sino que vivía entonces en Burgos. A esta abuela nunca la había
visto Zorrilla ni en persona ni retratada, ni llegaría nunca a verla; y
sin embargo, años después por el aparecido que vio en la niñez identificó
como su abuela a la señora retratada en un cuadro que tampoco había visto
antes. El mismo Zorrilla fue un día a visitar a un amigo a quien imaginaba
sano y alegre, mas le encontró recorriendo su casa muerto y amortajado14.
Decíamos que el autor de narraciones fantásticas se aprovecha de su propia
experiencia de oyente, lector o incluso víctima de lo sobrenatural. En esa
experiencia se le brinda la inspiración y en ella encuentra la mejor
escuela para aprender a estimular en sus futuros lectores (víctimas) ese
esencial titubeo entre no creer y creer. Consideremos el pintoresco caso
del gran novelista por entregas don Manuel Fernández y González, a quien
se le apareció una noche, entre las sombras, por la ronda de Atocha, cerca
del cementerio de San Nicolás, nada menos que el demonio. Éste, bajo la
forma de caballero alto, delgado que se abrigaba con un carrik gris,
sorprendió al novelista ofreciéndole el plan de una novela con la que
podría ganar millones. En efecto: Fernández y González acató la sugerencia
y produjo la muy exitosa novela Luis o el ángel de redención, cuyo
personaje principal es el Barón del Destierro, título también del demonio
durante sus estancias en el mundo de los hombres, según éste le había
confiado al novelista cuando su conversación entre las sombras del Madrid
nocturno15. Al hablar de las leyendas individuales de Bécquer veremos que
la indispensable ambigüedad ante lo sobrenatural se refuerza por la
introducción de personajes medio escépticos, que con su atormentadora
vacilación entre fe y duda contagian a los lectores escépticos.
2 y 3. La invención fantástica y la ambientación realista: De estos
aspectos de la poética fantástica de Gustavo podemos tratar al mismo
tiempo, pues para la composición representan diferentes grados de una
misma actitud elaborativa, según queda insinuado al comienzo de este
capítulo. En ese momento comenté un pasaje de Desde mi celda en el que
Bécquer describe la fuerza fecundante que encuentra en la sensación. Ruego
al lector repase ese pasaje así como lo que digo allí sobre el origen
sensorial de las ideas de Bécquer para sus relatos y sobre el
almacenamiento de esas ideas en la memoria hasta la hora de la
composición. En la «Introducción sinfónica» becqueriana (que titulándose
así en el Libro de los gorriones, debe llevar el adjetivo en su epígrafe
en todas las ediciones), donde se trata tanto de la obra prosaica como de
la poética, se encuentran varias referencias humorísticas al
almacenamiento de antiguas percepciones sensoriales convertidas ya en
ideas fantásticas, embriones de futuros personajes fantásticos, por
ejemplo: «... necesito descansar [...], desahogar el cerebro, in
suficiente a contener tantos absurdos. [...] No quiero que en mis noches
sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante
procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de
la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin
consistencia» (OC, 40-41).
Ahora bien: para que estos fantasmas puramente mentales -nacidos en un
principio de la asociación de diferentes percepciones sensoriales- se
revistan de suficiente consistencia para su presentación en un cuento
fantástico, ellos y todo su entorno tienen que ser pasados por una criba
formada a un mismo tiempo por lo vago del medio recuerdo y lo concreto de
la memoria obsesiva. En «Tres fechas», que contiene tres gérmenes de
leyenda, Bécquer describe el largo proceso mental -evolución de lo real
observado en la dirección de lo ficticio-, iniciado por una mano
blanquísima que un día en Toledo había visto sacarse por un alto mirador y
agitarse varias veces como saludándole.
Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido hasta que
volví a Toledo transcurrió cerca de un año, durante el cual no dejó
de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio a todas
horas y con todos sus detalles; después, con menos frecuencia, y,
por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas
veces que había sido juguete de alguna ilusión o de un sueño.
(OC, 361; las cursivas son mías)
He aquí que en la misma filtración cerebral del material sensorial,
después ficcionalizado (en el caso de «Tres fechas» medio ficcionalizado)
se anticipa la oscilación entre la creencia y el escepticismo que será
característica del relato fantástico ya perfeccionado. Lo más importante
de las líneas que comentamos, empero, es que aluden a la particular índole
de la «verdad» de la ficción fantástica, que siempre se sitúa a mitad de
camino entre la realidad de nuestro mundo y el sueño, con la salvedad de
que la representación del suceso sobrenatural se acerca más al polo
surrealista del «sueño», y la del medio ambiente y la mayoría de los
personajes se acerca más a la esfera de nuestra experiencia cotidiana,
«con todos sus detalles» -decía Gustavo-, con la intención de establecer
en torno a lo fantástico un marco en el que todo parezca merecer nuestra
fe. (Lo normal y aun prosaico del entorno es un anzuelo que nos lleva a
ceder más pronto a nuestra tentación de creer en el suceso
extraordinario.)
Para el medio y los personajes realistas, se recurre igualmente al rico
material que la sensación ha dejado en el almacén de la memoria, pero esta
vez en lugar de mirarlo por el calidoscopio fantástico de los recuerdos
vagos, se hace una descripción fotográfica de tipos y locales, ya se trate
de un realismo de enfoque contemporáneo, ya de un realismo de tiempo
pretérito, según acostumbro llamar al que caracteriza a las descripciones
detallistas contenidas en la novela histórica de la época romántica. De
estas últimas descripciones se encuentran ejemplos maravillosos en las
Leyendas, por ejemplo, las muy detalladas del desfile y el campamento
medievales en «La promesa», tan llenas de las vivas sensaciones de un
atento observador de la realidad.
También en las dos ficciones que hemos identificado como escritos
parcialmente autocríticos, «El rayo de luna» y «La voz del silencio»
-leyendas a medio elaborar-, existen interesantes trozos relativos a la
invención o fabulación fantástica. En la segunda no hay sino la más
escueta alusión: «... tendido en el duro lecho, ha creado mi fantasía una
novela que, desgraciadamente..., nunca podrá ser realidad» (OC, 215); pero
evidentemente la actividad mental de este Bécquer tumbado es idéntica a la
del Bécquer «sentado al pie de la cruz», en la II de las cartas Desde mi
celda, quien, «exaltada la imaginación», contempla «¡qué sé yo!, escenas
sueltas de no sé qué historia que yo he oído o que inventaré algún día;
personajes fantásticos que, unos tras otros, van pasando ante mi vista, y
de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: idea y
palabra que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el
porvenir» (OC, 519). No se emplea la voz sensación en este trozo, mas por
todo lo dicho anteriormente queda claro cuál es el primer origen de las
figuras fantásticas que se revelan a la vista mental del escritor que
medita al pie de la cruz.
El pasaje de «El rayo de luna» relativo a la fabulación fantástica es
mucho más interesante que el de «La voz del silencio». Se describe al
personaje principal, Manrique, quien, hallándose en la soledad que tanto
amaba y «dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo
fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus
ensueños de poeta, porque Manrique era poeta; ¡tanto, que nunca le habían
satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos y nunca los
había encerrado al escribirlos!» (OC, 161)16. En Desde mi celda es Bécquer
quien escribe; en «Tres Fechas» y «La voz del silencio» también es Bécquer
quien escribe, porque en estos relatos el escritor no se toma el trabajo
de ficcionalizarse; pero aun en «El rayo de luna», donde hay un personaje
poeta, éste es en realidad un alter ego del autor, y así sigue hablando el
propio Gustavo sobre su proceso creativo. Por esto, la máscara ficticia
lleva el nombre de otro poeta de los sueños (Manrique), pero lo más
curioso es que aquí también se da un nombre a ese fantasear sobre
sensaciones almacenadas que lleva a la creación de «mundos fantásticos» en
las Leyendas: es un «delirio» creador.
Pues bien, son «delirios» también las meditaciones de Bécquer sentado y
tumbado en las otras citas anteriores. Mas no se pasa de estas delirantes
inspiraciones al texto pulido de la leyenda, sin que opere sobre esa
materia caótica la razón estructurante, cuya función Gustavo describe
-nuevo indicio de la unidad de la prosa y la poesía becquerianas- de la
mismísima manera en «Tres fechas» que en la rima III. En la segunda parte
de ésta, dedicada al papel de la «razón» en la composición poética,
Bécquer exalta el «hilo de luz que en haces / los pensamientos ata» (OC,
404); y hacia el final de «Tres fechas» escribe: «Un hilo de luz, ese hilo
de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la
confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona
entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo
comprendí» (OC, 369).
4. La dialéctica entre realidades: La cuarta constante de la poética
fantástica, según la concibe Bécquer, es la dialéctica entre la realidad
extranatural y la cotidiana; atributo del género que es a un mismo tiempo
condición y consecuencia de las características anteriormente reseñadas.
En «Tres fechas» Gustavo describe un relato fantástico en el devenir, como
ya sabemos, y en la primera parte de la narración, correspondiente a «la
fecha de la ventana», cuenta cómo cada tarde que pasaba frente a un
caserón antiquísimo y oscuro de Toledo, se levantaba la cortinilla de
cierta curiosa ventana. «La verdad es -explica- que, realmente, detrás de
ella no vi nada; pero, con la imaginación, me pareció descubrir un bulto:
el bulto de una mujer, en efecto» (OC, 353). Para aclarar completamente
esta fase de la poiesis fantástica será útil recordar también varios
ejemplos tomados de las leyendas propiamente dichas. En «El beso», el
capitán francés rememora el primer momento en que se dio cuenta de estar
en la presencia de la estatua sepulcral de la hermosa dama medieval de la
que se enamora con tan funesto resultado, por no haber sabido distinguir
claramente entre la estatua como perfil de una mujer antes viva y la
estatua como monumento a una mujer ahora espíritu: «... vino a herir mi
imaginación y a ofrecerme ante mis ojos una cosa extraordinaria» (OC,
281). He aquí que en el mismo momento un solo fenómeno se presenta al
sentido interior («imaginación») y al sentido exterior («ojos»)
señalándose así la habitual oscilación en el cuento fantástico entre las
dos realidades ya indicadas; pero, no obstante tal oscilación, se ve
también en este ejemplo la unidad de efecto lograda por un acuerdo entre
los sentidos respectivamente dedicados a los planos natural y sobrenatural
(me refiero a la simultaneidad con que los dos sentidos son heridos por lo
extraordinario). Merced precisamente a esta concurrencia se produce la
impresión de que lo maravilloso se ha confirmado con los datos objetivos
de la percepción sensorial.
Según los requisitos de la leyenda individual, la fusión del sentido
interior y el exterior es ya más rápida, ya más pausada. En «La corza
blanca», el montero Garcés ha oído cantar en la distancia con voz humana a
las corzas (bellas mujeres que toman la forma de estos airosos animales
para triscar en el bosque); se pone en acecho, y lo que ve le lleva a
vacilar de nuevo entre las dos posibles realidades: «Aunque el joven se
sentía dispuesto a ver en cuanto lo rodeaba algo sobrenatural y
maravilloso, la verdad del caso era que [...] ni en la forma de las
corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían
llamarse había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un
cazador práctico en esta clase de expediciones» (OC, 269). Pericia frente
a portento; pero cuando por fin falla la primera, la segunda se confirmará
con los mismos datos de la experiencia que habían llevado a Garcés a
insistir en aquélla. Garcés se desespera «deseando romper de una vez el
encanto que fascinaba sus sentidos» (OC, 273), para volver a la que él
esperaba fuese la realidad. Mas resulta que los sentidos en realidad no
los tenía fascinados, pues sus mismos ojos servirán para confirmar la
intervención de lo sobrenatural en la existencia diaria: la corza blanca,
fatalmente herida por la saeta de la ballesta de Garcés, se convierte al
expirar a la vista de éste en Constanza, la bella hija del amo del joven y
enamorado montero. ¿Cuál es ya la más objetiva de las dos realidades? ¿En
cuál hay mayor motivo de creer?
Se dan también otras borraduras graduales de la raya entre realidad
natural y realidad preternatural, entre el mundo objetivo y esa extensión
suya que antes parecía inconcebible para los cinco testigos corpóreos. Por
ejemplo, en «La cruz del diablo», sobre una nueva intervención de Satanás
en los aterradores sucesos de la población de Bellver, tiranizada primero
por el malvado señor de su castillo y luego al parecer por el espíritu de
éste que se creía que sobrevivía en su armadura, el narrador reflexiona
así: «Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron
de rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar
consistencia y a hacerse de día en día más probables» (OC, 103). Se
hicieron más probables por el sorprendente número de datos concretos que
se observaron con los sentidos, como sabe el que ha leído esta leyenda.
5. El narrador como folklorista: De todos los pilares que sostienen la
fábrica fantástica el más exótico es el que sirve para confirmar ese
primitivo temor cósmico de la raza humana del que habla Lovecraft, pues
aquí entra en juego la influencia de toda suerte de disciplinas y
seudodisciplinas intelectuales, filosóficas y científicas, cuyos orígenes,
contenido o prácticas nos enlazan con el pasado remoto. Aparecen con mucha
frecuencia, en las narraciones fantásticas, personajes que son
alquimistas, anticuarios, arqueólogos, numismáticos, bibliófilos,
ocultistas, paleógrafos, orientalistas, heraldistas, folkloristas, etc., y
con no menos frecuencia el narrador de tales relatos tiene una de estas
profesiones. En las Leyendas Bécquer y varios de sus narradores
imaginarios se presentan como folkloristas y utilizan en forma
relativamente rigurosa los métodos de esta ciencia, la cual en forma
moderna tuvo sus orígenes en el siglo XVIII y su primer gran período de
desarrollo y florecimiento en el XIX o el presente, estudiaremos la
actividad del hombre histórico Bécquer como folklorista -tema poco
conocido, aunque los resultados de sus investigaciones folklóricas han
sido muy bien estudiados por Benítez-, y en páginas posteriores iremos
viendo cómo esta actividad se traduce en una de las más importantes
técnicas miméticas de las Leyendas.
La obra más importante para la iluminación de la actividad de Gustavo como
folklorista y las técnicas correspondientes de las Leyendas es Desde mi
celda, donde él hace una declaración importante sobre su actitud ante lo
pretérito: «... consagro, como una especie de culto, una veneración
profunda por todo lo que pertenece al pasado, y a las poéticas
tradiciones» (OC, 541). El Bécquer folklorista incluye en la misma obra un
admirable y muy moderno manifiesto sobre los métodos de estudio que
deberán utilizarse para la recuperación de la cultura popular del pasado,
y propone a la vez un extenso programa gubernamental para subvencionar
tales estudios.
Es preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un
lugar en otro, dormir medianamente y no comer mejor; es preciso fe y
verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir a buscar
los tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos
verdaderamente artísticos a los rincones donde su oscuridad les
sirve de salvaguardia, y de donde poco a poco los van desalojando la
invasora corriente de la novedad y los adelantos de la civilización.
Todos los días vemos a los gobiernos emplear grandes sumas en enviar
gentes que, no sin peligros y dificultades, recogen en lejanos
países bichitos, florecitas y conchas.
... ¿Por qué, al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal
antediluviano, no se han de recoger las ideas de otros siglos
traducidos en objetos de arte y usos extraños, diseminados acá y
allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos? Este
inmenso botín de impresiones, de pequeños detalles, de joyas
extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características
[...], ¿no creen ustedes, como yo, que sería de gran utilidad para
los estudios particulares y verdaderamente filosóficos de un período
cualquiera de la historia? [...]
... No es mi ánimo [...] el trazar un plan detallado y minucioso
[...]. No obstante, en ésta o la otra forma, bien pensionándolos,
bien adquiriendo sus estudios o coadyuvando a que se diesen a luz,
el Gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas
expediciones artísticas a nuestras provincias.
(OC, 246-248)
Por un lado, Bécquer prevé en este brillante pasaje las actividades de
fundaciones públicas y privadas en nuestro siglo; por otro, en Desde mi
celda y otros escritos suyos, él mismo aplica los procedimientos
folkloristas que describe a sus propias investigaciones sobre las
pintorescas costumbres de las diversas regiones de España. Ahora bien: es
precisamente en este contexto en el que hay que caracterizar una técnica
muy importante de las Leyendas, en las cuales se aplica la metodología
folklorista a historias, ya medio folklóricas, ya enteramente ficticias
pero concebidas a imitación de las tradicionales17. El propósito, desde
luego, es dotar al suceso sobrenatural de la leyenda de mayor aire de
autenticidad o verosimilitud, haciendo que parezca estar confirmado por la
ciencia. De esto hablaremos con extensión en el próximo capítulo sobre el
folklorista en las Leyendas, mas por el momento sigamos reuniendo los
principios folkloristas básicos de Bécquer que harán falta luego.
En la sexta de las cartas Desde mi celda, Gustavo nos habla de «mi
expedición» a Trasmoz (OC, 560), con la que por tanto lleva a la práctica,
en plan individual, lo que recomendaba a los gobiernos en gran escala.
Tales expediciones las suele organizar a esos sitios «donde más puras y
primitivas se conservan las antiguas costumbres», siempre con «la idea de
hacer un estudio más detenido de sus costumbres» (OC, 553, 554).
Al principio de la carta IV habla de los resultados de sus expediciones, y
una vez más incluso los términos con que se expresa parecen de la ciencia
folklorista de hoy. (Tengamos siempre presente, al leer estos pasajes, que
los mismos términos y procedimientos los volveremos a encontrar en el
terreno ficticio de las Leyendas.) «No pueden ustedes figurarse -escribe
dirigiéndose a sus colegas periodistas de Madrid- el botín de ideas e
impresiones que para enriquecer la imaginación he recogido en esta vuelta
por un país virgen aún [...], aquí para recoger una tradición oscura de
boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen
de un lugar o la fundación de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz
el contorno de una casuca medio árabe, medio bizantina [...] Sólo así
podríamos recoger la última palabra de una época que se va, de la que sólo
quedan algunos rastros en los más apartados rincones de nuestras
provincias y de la que apenas restará mañana un recuerdo confuso» (OC,
540-541; las cursivas son mías). ¿Qué duda cabe que en otras expediciones
semejantes, igualmente «enriquecedoras de la imaginación» se habrá
inspirado más de una de las Leyendas que vamos a estudiar después?
Se conservan y son muy conocidos algunos de los frutos de la cartera de
dibujo que Gustavo siempre llevaba consigo en sus expediciones
folklóricas, mas resulta curioso notar que ya en los primeros años sesenta
de la centuria pasada estudia la posibilidad de utilizar un instrumento
científico que los folkloristas posteriores han empleado con gran
frecuencia, reconociendo al mismo tiempo sus limitaciones: ¿Cómo se podrá
captar la vida de los pueblos tradicionales -pregunta- «con sus múltiples
manifestaciones, imposibles de sorprender con sus infinitos accidentes ni
merced a la cámara fotográfica?» (OC, 550). (No obstante las reservas de
Gustavo relativas a la fidelidad de la cámara fotográfica, muchos de los
tipos populares que pueblan las Leyendas parecen «fotografiados» gracias
al exigente detallismo con que están retratados.)
La singularidad de Bécquer como folklorista para la España de su tiempo se
perfila clarísimamente para quien lee el siguiente trozo de «La
resignación perfecta», relato que el P. Luis Coloma publicó en 1884,
catorce años después de la muerte de Gustavo. Incluso el acento religioso
que el P. Coloma da al tema hacia el final del pasaje citado tiene una
evidente aplicación a ciertas leyendas becquerianas.
En todas las naciones cultas de Europa se estudian y coleccionan hoy
las tradiciones y cantos populares como medio de conocer la índole
de cada pueblo; este mismo estudio, apenas cultivado en España, ha
probado, sin embargo, que era el nuestro un gran poeta religioso, a
quien inspiraba su robusta fe bellísimas al par que profundas
creaciones18.
Ya hemos sorprendido a Bécquer en sus conversaciones con su crédula y
supersticiosa criada de Veruela, emocionándose casi tanto como ella al
escuchar sus espeluznantes tradiciones populares. Pero es igualmente
interesante la táctica de Gustavo para sacarle a otro sujeto rústico
pintorescos pormenores sobre una tradición local. Se trata de un pastor de
la comarca de Trasmoz, a quien Bécquer conoce por casualidad, pero no por
lo inesperado del encuentro deja nuestro folklorista de aprovecharlo para
ampliar la información que va recogiendo acerca de las brujas. Por las
palabras de Gustavo se revela su gran talento para las encuestas
folkloristas, pues muy arteramente va adaptando su manera de hablar al
nivel del hombre humilde a quien interroga con el deseo de ganar su
confianza y así sacarle todavía más datos.
... en el fondo de una cortadura tropecé a un pastor, el cual
abrevaba su ganado en el riachuelo [...].
Pregunté al pastor el camino del pueblo [...]. Satisfizo el buen
hombre mi pregunta lo mejor que pudo [...] advirtiéndome que no
tomara la senda de la tía Casca si quería llegar sano y salvo a la
cumbre.
-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido, aunque a decir verdad,
ya me esperaba una contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué
diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por estos
andurriales?
-Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar, que
quieras o no? ¡A ver, a ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque
debe de ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad y el
asombro suficientes para que el buen hombre no maliciase que sólo
quería distraerme oyendo sus sandeces...
(OC, 561-563)
(Aquí, entre líneas, vuelve a descubrirse la gran capacidad de Gustavo
para la creencia estética o el «casi creer» tan indispensable para la
ficción fantástica.)
Bécquer utilizaba también el análisis crítico comparativo para el
esclarecimiento de tradiciones folklóricas paralelas: por ejemplo, en La
voz del silencio, donde se lee: «Ya la misma leyenda cree ver en el blanco
fantasma a la bella mujer del mercader avaro» (OC, 215); pues sobre esta
última existía en Toledo otra tradición popular. Al estudiar las leyendas
individuales, veremos cómo la comparación crítica y algún otro método del
folklorista se aplican a la materia ficticia. Mas, por de pronto, para
concluir este comentario sobre el quinto de los siete fundamentos de la
poética becqueriana de lo sobrenatural, quisiera llamar la atención sobre
la frecuencia con que ocurren las voces leyenda y tradición en los relatos
fantásticos de Gustavo.
Cada vez que aparecen tales términos, sirven para reiterarnos que esas
extrañas historias que tanto nos asombran, merecen al menos una fe
semejante a la que seguimos dando a los dichos y consejas que hemos oído a
nuestros abuelos y que tienen fuerza todavía en nuestros sueños; tanto más
cuanto que el presente prodigio -se nos insinúa- lo ha «investigado» a
fondo el autor, folklorista perito. Nueve de los catorce relatos que hemos
distinguido como propiamente fantásticos llevan la palabra leyenda en su
subtítulo: «Leyenda toledana», «Leyenda sevillana», «Leyenda religiosa»,
etc. En el subtítulo de «Creed en Dios» figura el término cantiga, con el
mismo sentido folklórico localista: «Cantiga provenzal». Las dos
narraciones que hemos excluido de la categoría de las fantásticas, por no
acontecer en ellas nada debido a la intervención de lo sobrenatural, «El
rayo de luna» y «La voz del silencio», tienen respectivamente los
subtítulos: «Leyenda soriana» y «Tradición de Toledo». Ambos vocablos,
leyenda y tradición, se encuentran a menudo en el texto de los cuentos,
incluso en el de aquellos en cuyos títulos no aparece ninguno de los dos
términos: verbigracia, «Los ojos verdes», que no tiene subtítulo pero en
cuyo segundo párrafo encontramos ya un ejemplo de leyenda (OC, 133), con
la misma petición implícita de fe que lleva siempre en la ficción de
Bécquer.
6 y 7. La situación narrativa y la receptividad: Los elementos restantes
de la poética fantástica becqueriana, la situación narrativa y la
receptividad de narradores, oyentes y lectores para lo maravilloso,
representan conceptos tan estrechamente conectados entre sí, que tanto
aquí como en los apartados que dedicamos al examen de las leyendas
individuales, habrá que tratar de ellos conjuntamente. Prefiero hablar de
situación narrativa más bien que de punto de vista, porque en el género
fantástico las circunstancias en que se desarrolla la acción narrada
importan mucho más que el que el narrador sea el autor o uno de los
personajes, que el que el narrador sea omnisciente o mero observador del
mundo en torno suyo, o que el que el relato se redacte en estilo de
primera, segunda o tercera persona, o en una combinación de estos estilos.
Pues, evidentemente, en el cuento fantástico no se trata de formar
personajes redondeados y convincentes en todas sus facetas vitales como en
la novela, y para esta última clase de caracterización completa es para lo
que sirve el punto de vista.
Según se advierte en las líneas de Lovecraft citadas anteriormente, lo
esencial en el cuento de tema sobrenatural es la elaboración de un
determinado ambiente y una determinada sensación; y sensación, más bien
que al actor o actores principales de la ficción, se refiere al
escalofriante efecto que ésta produce a esos personajes secundarios que la
oyen contar (esquema frecuente en las Leyendas) o al lector. En fin,
cualquiera de los puntos de vista que la crítica moderna distingue puede
instalarse en cualquier situación narrativa fantástica, sin que se alteren
las circunstancias religiosas, diabólicas, «científicas», mágicas,
feéricas, extraterrestres, proféticas, geográficas, cronológicas, etc. que
constituyan esa situación, fijen su tonalidad ambiental y contribuyan a la
sensación final que se cause al lector.
Mucho más importante que el punto de vista para el concepto del personaje
de relato fantástico, es su receptividad, sus «creederas», o sea, su
capacidad de prestar fe a lo taumatúrgico, en función de su edad, su nivel
de instrucción, su clase social, su salud física y mental, su idea de la
poesía, etc. Suele ser igualmente importante la existencia de tal
receptividad en el autor, así como en el lector, cuya voluntad de abrazar
lo sobrenatural, sea la que sea antes de emprender la lectura, debe ser
ensalzada por su contacto con la del autor y la de los personajes, tanto
más cuanto que en las Leyendas estos últimos son muchas veces oyentes
anhelosos de casos singulares contados por otros personajes, y así su
actitud expectante viene a ser un modelo para la nueva sensibilidad a lo
fantástico que se le pide al lector.
En la práctica la situación narrativa y la receptividad se completan
-apenas se distinguen a veces-, y podrán así definirse con más precisión
en la segunda parte de este estudio, donde examinaremos cuentos
individuales de Bécquer. Mas, en las cuatro poéticas becquerianas de lo
fantástico que venimos citando, no deja de encontrarse, en forma de
ejemplo, alguna reflexión aclaratoria sobre la situación narrativa y la
receptividad. Las primeras ilustraciones que vamos a mirar vienen
respectivamente de «La voz del silencio» y «Tres fechas», que representan,
como se ha dicho varias veces, apuntes para posibles leyendas. En cada
caso, al esbozo de la situación narrativa siguen, en el mismo párrafo,
algunas palabras relativas a la receptividad del narrador o personaje para
lo preternatural (en ambos pasajes el narrador y el personaje son una
misma figura, puesto que se trata de narraciones autobiográficas):
Dos días después, y cuando ya casi había olvidado mi pasada
aventura, la casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada
teatro de ella. Empezaba a morir el día; el sol teñía el horizonte
de manchas rojas, moradas; caía grave en el silencio la voz de
bronce de las horas. Mi paso era lento, una vaga melancolía ponía un
gesto de duda en mi semblante.
(OC, 215-216)
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan
fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han
habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le
revela tantos secretos...
(OC, 350)
Ciertas palabras del propio Bécquer, en «Tres fechas», justifican nuestro
uso de esta narración descriptiva para iluminar la situación narrativa y
otros aspectos de las más elaboradas leyendas fantásticas. Me refiero a
este trozo de «Tres fechas»: «Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente
tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas
novelas» (OC, 349). Es decir, que cada uno de los tres apartados de «Tres
fechas» es como una de las introducciones que Bécquer coloca a la cabeza
de ciertas leyendas y que utiliza para establecer la situación narrativa y
la receptividad del narrador y los personajes para lo maravilloso.
La receptividad para lo sobrenatural es respecto del personaje, narrador o
lector individual, lo mismo que la situación narrativa es respecto del
conjunto del cuento: el indispensable terreno abonado para el cultivo de
las flores de lo imposible. En las narraciones del género fantástico tal
receptividad suele alternar, en una ingeniosa dialéctica, con el
escepticismo, produciéndose como resultado ese «casi creer» del que
hablamos al principio de este capítulo; una forma de medrosa convicción
mucho más inquietante que el convencimiento absoluto, porque se ha
sometido a la prueba de la razón y aún se sostiene a su modo. Miremos otro
fragmento de diálogo entre Bécquer y el pastor de marras, en Desde mi
celda, por el que se ve que en la ya mencionada encuesta ambos han sido
alternativamente narrador y oyente (receptor). Por lo tanto, en las líneas
que voy a copiar ahora, el pastor puede ser considerado como símbolo, no
sólo de la receptividad del personaje ingenuo, sino de la que el autor se
propone inspirar en el lector; y el otro dialogante manifiesta una actitud
semejante al escepticismo, ya del narrador en ciertas Leyendas, ya de
ciertos personajes y lectores. Mas de las palabras del dialogante culto y
escéptico (quien se refiere todavía a la historia de la tía Casca) se
desprende que también en su corazón alienta una fuerte atracción a creer
en la posibilidad de lo imposible.
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel
pobre hombre- daré crédito a lo que usted dice, sin objetar palabra,
aunque a mí se me había figurado -añadí, recalcando estas últimas
frases para ver el efecto que le hacían- que todo eso de las brujas
y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las
aldeas.
(OC, 563)
Significativamente, es a la conclusión de la historia de la bruja Casca
donde Gustavo traza estremecido las ya citadas líneas: «... la razón,
dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el sitio, la hora y el
silencio de la noche, vaciló un punto y casi creí que las absurdas
consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles» (OC,
570-571). Ya decíamos que ese encuestador escéptico sentía una secreta
voluntad de compartir las espeluznantes supersticiones de los campesinos
de Trasmoz. Nótese que por este pasaje también quedaba ya confirmado
cuanto hemos dicho sobre la importancia de la situación narrativa en el
género fantástico, así como sobre la contribución de ésta a la mayor
receptividad de narradores, personajes y lectores.
En fin, merced al ingenioso uso de las técnicas que Bécquer bosqueja en
sus reflexiones autocríticas, se crea en las Leyendas un plano de realidad
poética y una visión de esa realidad tales, que llevan a esta calurosa
pero no por eso menos exacta apreciación de los relatos de Gustavo en la
reseña «Las obras de Bécquer» (1871), de Galdós: «¡Cuánta lógica hallamos
en aquellos mil imposibles físicos, y cuánta verdad en su
inverosimilitud!»19. En la próxima página de este brillante artículo del
gran novelista canario, en el que se anticipa a tantos juicios de la
crítica actual sobre la prosa y el verso de Bécquer, se afirma que es a la
vez «en estas leyendas, donde el escritor, sediento de manifestarse, ha
establecido las relaciones más directas con su público, con los demás». Y
a la verdad es raro el lector que no se deje afectar por ese continuo
alternar entre contar y escuchar, entre dudar y asombrarse, en el que
están empleados el narrador y los personajes de las Leyendas; raro el
lector que no contagie ese asombro y venga a sentirse tan receptivo para
lo fantástico como los más ingenuos habitantes de los cuentos de Gustavo.
Al emprender ahora el estudio de las Leyendas en sí, habría que tener en
cuenta que no vamos a repasar, en relación con cada cuento, todos los
siete puntos que hemos expuesto en este capítulo sobre la teoría
becqueriana de lo fantástico. Tampoco repasaremos esos siete puntos en el
mismo orden, uno tras otro, en conexión con el conjunto de las Leyendas;
sino que volveremos sobre ellos en diferentes combinaciones, según esto se
exija por las características de diferentes grupos de leyendas, por
técnicas que se encuentran en algunas leyendas de todos los grupos, y por
ciertas cuestiones concretas de que es preciso tratar para explicar el
arte de las leyendas individuales. Pues el orden más lógico para la
explicación de la teoría literaria no es siempre la más natural para el
análisis de la aplicación de la teoría en las mismas obras literarias.
Al abordar ahora el estudio de los textos de las Leyendas, seguiremos para
la caracterización de todos ellos un camino semejante al que el lector
recorre en la leyenda individual; pues las fórmulas del folklorista y la
introducción sirven para enmarcar leyendas y se encuentran a la misma
entrada de éstas; el auditorio interior (personajes que escuchan una
relación oral de la leyenda o alguna parte de ella) hace su aparición
cuando empieza ya la narración escrita de la misma leyenda; aparecen luego
los personajes principales; y por fin, comienza la interacción entre
personajes y medio que es tan esencial para la revelación y la
confirmación del elemento sobrenatural. Este itinerario está indicado en
el índice del presente libro; y por otra parte, su licitud se confirmará
cuando concluyamos examinando el arte de varias leyendas individuales.
Creo, en fin, que merced al referido orden de los capítulos generales el
secreto de la técnica becqueriana para el género fantástico se le irá
descubriendo poco a poco al lector, en la misma forma en que quien lee una
de las Leyendas se va acercando cada vez más al misterio extranatural,
debido precisamente a la sucesión particular de los diferentes componentes
del relato en el que se van introduciendo. De haberse conseguido lo
propuesto, también el interés de nuestros capítulos generales deberá ir
aumentando hasta llegar a los V y VI, del mismo modo en que hasta llegar
al desenlace de una leyenda determinada la lectura de cada parte es más
emocionante que la de la precedente.
Capítulo II
El folklorista en las leyendas
La fingida investigación de tradiciones folklóricas no es seguramente el
recurso más eficaz con el que cuenta Bécquer para suscitar en el lector
esa indispensable actitud ambigua entre escéptica y crédula. Sin embargo,
la caracterización del narrador como folklorista en las Leyendas es el
foco donde vienen a reunirse las demás técnicas, porque todas ellas
forzosamente han de adaptarse a la supuesta vetustez, popularidad y
anonimato de las tradiciones medio auténticas, medio inventadas. Al mismo
tiempo, se trata aquí del recurso de uso más generalizado a lo largo de
las Leyendas; pues en trece de las catorce de asunto fantástico hay
referencias muy claras a lo «folklórico» y su supuesta transmisión oral,
incluso en aquellas cuyo narrador no es folklorista. La única leyenda
fantástica que no contiene tales referencias es «El beso», donde no
habrían sido lógicas, porque el marco narrativo es el entonces reciente
período napoleónico; lo cual no quiere decir, sin embargo, que su suceso
sobrenatural en sí no tenga ilación con ciertas tradiciones folklóricas20.
Empecemos, por tanto, nuestro examen de la praxis de Bécquer, en el texto
de sus Leyendas, por el folklorismo, materia que queda esbozada a nivel
teórico en el capítulo primero.
La forma más frecuente en que el concepto del folklore está presente en
las Leyendas son alusiones a la vía oral por la que el material suele
transmitirse; y aunque aquí se trata en la mayoría de los casos de
tradiciones entera o parcialmente ficticias, se atribuye la «transmisión»
de éstas al mismo proceso con el que se ha conservado el folklore
auténtico. En «Creed en Dios», el narrador identifica la fuente del tema
de esa leyenda, documentando a la vez su propia fidelidad: «De boca en
boca ha llegado a mí esta tradición, y la leyenda del sepulcro, que aún
subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de la
veracidad de mis palabras» (OC, 181). (El documento o «leyenda del
sepulcro» es el epitafio del descreído Teobaldo de Montagut, barón de
Fortcastell, tan ejemplarmente castigado por su falta de fe.) El
testimonio documental hace falta para convencer al lector moderno a causa
de su inclinación al escepticismo, mas debido a esa otra inclinación
supersticiosa, atávica, que todos llevamos dentro -la cual nos hace
ansiosos de creer en aquello que nos aterra-, resulta extrañamente
atractiva la seguridad que dan todas esas bocas y oídos que a través de
tantas generaciones han prestado fe a ese portento. El lector que se sitúe
frente a la universalidad implícita en el concepto de la vía oral, no
podrá menos que preguntarse subconscientemente y quizá con un temblor
visible: ¿Quién soy yo para dudar donde tantos creen?
En «El miserere» Gustavo se vale de la misma táctica subliminal para
conseguir que los lectores acojamos con fe los maravillosos efectos que se
obran en esa historia. El crimen de los que pusieron fuego al monasterio
de la Montaña destruyendo el edificio y matando a todos los frailes
-explica el narrador- «de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió
con horror en las largas noches de velada» (OC, 193), donde se recomienda
a la par la mejor hora para el que a su vez desee referir esta tradición;
y en el texto de la leyenda es precisamente por la noche cuando un
personaje cuenta a los demás la tradición del monasterio y su famoso
miserere, uniéndose así juego folklórico y situación narrativa en la
creación de la verosimilitud.
En el epígrafe de «La cruz del diablo», el narrador habla con el lector y
aclara cómo él ha venido a saber la tradición que ahora por lo visto no
hace más que editar: «Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha
referido a mí, y yo te lo cuento ahora» (OC, 95). Esta historia del mal
señor del castillo del Segre, quien se divertía atormentando a sus
vasallos, cuyo espíritu después de su muerte habita su armadura y luego la
maléfica cruz que se labra con el metal de aquélla, hace recordar la
espeluznante historia de otro mal señor de castillo que un ladrón anciano
cuenta a otros ladrones reunidos en una caverna en el capítulo III de la
novela Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar (1834), de Espronceda; y
es a veces tan convincente ese otro mundo cercano de la ficción, que en
casos como los presentes se pregunta uno si no funcionará en esa esfera
una vía oral análoga a la que opera en nuestro mundo, y si los personajes
de un relato imaginario no podrán comunicar sus conocimientos
«folklóricos» a los de otro.
Es evidente que el Bécquer soñador de mundos extraños tenía una idea muy
semejante a esta última al atribuir a la vía oral la transmisión de
tradiciones folklóricas inventadas, y todo esto parece confirmarse por el
paralelo que se da entre «La cruz del diablo» y la leyenda contada por el
ladrón anciano, señor Tinieblas, en la novela de Espronceda. Seguramente,
el voraz lector que era Bécquer conocería el pasaje siguiente de Sancho
Saldaña, que tuvo numerosas ediciones en el siglo pasado.
-Érase que se era un señor de Castilla, que era dueño del castillo
de Rocafría y de otros muchos castillos, lugares y tierras, y
capitán de más de trescientas lanzas. Tenía este hombre muy mala
vida, y no creía en Dios ni en el diablo, y juraba que desearía
verse a solas con Lucifer. [...]
-Pues como iba diciendo -continuó el veterano-, tenía este caballero
amores con una dama, y no la podía alcanzar porque era muy honesta y
hermosa, que me parece que la estoy viendo. Sucedió, pues, que yendo
días y viniendo días, el caballero se desesperó, salió al campo y
compró una cuerda para ahorcarse muy retorcida, e iba maldiciendo el
día en que nació y la hora en que vio a la dama, y llamó al
demonio21. Y en efecto: el señor del Segre, en «La cruz del diablo»
de Bécquer, también «llamó en su ayuda al diablo».
(OC, 101)
Veamos ahora unas variantes de la fórmula usual de Gustavo para la
descripción de la imaginaria transmisión del material folklórico de boca
en boca, de generación en generación. En «El gnomo», cerca del lugar donde
se produce la terrible transubstanciación de las dos muchachas pobres en
viento y en agua, hay un castillo abandonado, que ha llegado a ser tema de
patrañas y consejas, y sobre esta antigua fábrica nuestro folklorista
apunta: «Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena
de maravillas acerca de sus fundadores» (OC, 225). Ahora bien: lo más
habitual en las viejas es repetir las cosas, año tras año, y he aquí la
difusión oral de la intrigante tradición sobre el castillo.
El leal montero Íñigo, hablando con el hijo de sus amos, Fernando de
Argensola, en «Los ojos verdes», recapacita, aludiendo a la fuente de los
Álamos y su habitante: «Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos
lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que
habita en sus aguas tiene los ojos de ese color» (OC, 138; la cursiva es
mía); y para que la superstición fuese tan conocida en toda esa comarca,
los padres de otros muchos cazadores, a lo largo de varias generaciones,
tendrían que haberles contado a sus hijos la misma temible historia otras
mil veces cada uno. Existen a la par esas otras tradiciones que aunque no
se cuenten sino una vez al año en las fiestas a las que aluden, se
conservan no obstante merced a la vía oral. En «El monte de las Ánimas»,
se lee: «Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos,
cuentos, temorosos»; y en la misma obra se reitera este apunte: «Las
dejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas» (OC,
126, 129). En «La rosa de Pasión» se da un caso muy parecido: «Era noche
de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo [...] referían al amor de la
lumbre consejas» (OC, 296).
En dos leyendas, junto con el público medieval, ya aristocrático, ya
plebeyo, vemos las actuaciones de juglares; y donde está impresa la
palabra juglar, ya todo está dicho sobre la tradición oral folklórica,
especialmente si se piensa en el concepto romántico de la transmisión
oral22. En una noche de sarao, en el patio del alcázar de los reyes en
Toledo, en «El Cristo de la Calavera», se divierte «una abigarrada
multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda [...] repitiendo
en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, [...]
comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de
Santiago [...] o refiriendo antiguas historias de caballería o aventuras
de amor, o milagros recientemente acaecidos» (OC, 202; la cursiva es mía).
Es muy significativo este pasaje, por cuanto en él Bécquer se refiere a la
divulgación por la vía oral de cuatro categorías diferentes de singulares
fenómenos culturales que se prestan a la fabulación de relatos
sobrenaturales: 1) el material romancístico; 2) las supersticiones
religiosas y la creencia en las propiedades maravillosas de los amuletos;
3) las sergas caballerescas en las que interviene a menudo lo fantástico,
y que los aficionados de condición humilde solían relatarse unos a otros
(secular pasatiempo popular que, en relación con cada historia contada,
empezaba con una lectura, en voz alta, ante un grupo de emocionada gente
vulgar y analfabeta, del correspondiente libro de caballería), como se ve,
por ejemplo, por los dos volúmenes titulados Tertulia de la aldea, y
miscelánea curiosa de sucesos notables, aventuras divertidas y chistes
graciosos, para entretenerse las noches de invierno y del verano, por don
José Manuel Martín, Madrid, en la Oficina de don Manuel Martín, 1782; y 4)
acontecimientos recientes, de índole tan inaudita, que captaban la
imaginación («milagros recientemente acaecidos»), y que en alguna ocasión
acaso dieran tema a romances; pues este género, notablemente el llamado
romance fronterizo medieval, cumplía la misma función que hoy desempeña la
prensa periódica, es decir, que servía para informar a las masas sobre las
últimas novedades. En conexión con el punto 3), nótese que en «El Cristo
de la Calavera» el juglar no es el único agente de la vía oral, sino que a
los pajes y otra gente menuda también se los veía «refiriendo» otras
historias y milagros.
En fin, en este ingenioso trozo de «El Cristo de la Calavera», el autor
nos sugestiona desde cuatro puntos de vista diferentes para que
suspendamos parcialmente nuestro característico escepticismo moderno
mirando lo narrado en el relato como a través de los ojos de pajes,
soldados y otra gente sencilla que se arremolina en el patio del castillo.
Es más: el pasaje que comentamos se encuentra ya en el tercer párrafo de
«El Cristo de la Calavera», por lo cual contagiamos inmediatamente el
humor de la multitud del patio, y con nuestra nueva ingenuidad así
adquirida nos acercamos a la maravilla contenida en la leyenda
becqueriana, anhelantes, boquiabiertos, deseosos del exquisito placer de
ser horrorizados. Lo que se relata en tal contexto encierra la insinuación
de que existe una cadena de contactos directos entre hombres y mujeres
individuales que se remontan al que «estuvo allí»; se insinúa que ha
habido un testigo ocular del acaecimiento sobrenatural, y por tal
sugestión se beneficia de modo evidente la ilusión de realidad de la que
el escritor se ha propuesto revestir lo imposible.
Bécquer apela de nuevo a la vía oral como garantía de autenticidad en «La
promesa», y de nuevo la referencia se hace a través de la persona de un
juglar. Mas esta vez el juglar no sólo está mencionado, sino que se
presentará en escena con todos sus pelos y señales, e intervendrá de modo
decisivo en el desenlace merced al «Romance de la mano muerta» que canta
sobre una niña muerta y sepultada, cuya mano con el anillo que le había
dado cierto conde con falsa promesa de matrimonio, no podían cubrir por
mucha tierra que le echaban encima. Sin embargo, la descripción inicial
del espectáculo que pone este juglar de papel más desarrollado es muy
semejante a la que hemos visto en «El Cristo de la Calavera». El público
del nuevo juglar es también «un gran corro de soldados, pajecillos y gente
menuda que lo escuchaban con la boca abierta apresurándose a comprarle
alguna baratija que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios». Lo que
vendía el «extraño personaje, mitad romero, mitad juglar» eran, en fin,
«cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, cédulas con palabras que él
decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el
templo y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades
contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la
mitad», etc., etc. (OC, 249-250).
La caracterización de los oyentes es claro que tiene la misma función que
en la otra leyenda; con la descripción más extensa esta vez de los
prodigiosos poderes de los amuletos se nos sugiere la idea de que muy bien
podrá moverse la mano de una niña muerta en un mundo y época en los que
existen tan maravillosos bálsamos. Lo verdaderamente ingenioso, empero, es
el hecho de que en «La promesa» se utiliza un detalle completamente
realista para apoyar nuestra creencia en un fenómeno absolutamente
imposible. Hemos dicho antes que los romances viejos, especialmente los
fronterizos, eran la prensa de su día y servían para informar a la
población civil sobre las victorias y las derrotas de las fuerzas
cristianas que batallaban en el frente contra los moros. Pues bien, en el
«Romance de la mano muerta» se hace lo mismo, aunque a la inversa, o sea
que se informa a quienes están en la frontera luchando contra los infieles
-es la época de Fernando el Santo- de algo que acaba de ocurrir en casa,
en su pueblo de Gómara: esto es, el triste tránsito de Margarita y el
espeluznante portento de su mano que rehúsa ser enterrada con el cuerpo.
Las noticias de la guerra comunicadas en romances recitados por juglares
solían aceptarse como fidedignas -el ya aludido detalle realista-, y así
¿por qué no fiarnos también de una noticia de casa aportada por el mismo
medio?, tanto más cuanto que esta información viene a confirmar las
visiones de una mano desprendida de su cuerpo que ha tenido el conde de
Gómara y que hemos estado entre si creer o no creer. ¿Qué nota más
auténtica y a la vez más original que un «documento» que tiene esa misma
clase de familiaridad que para el lector moderno tiene la prensa y que,
sin embargo, le pone a ese lector los pelos de punta? El Bécquer
periodista tenía una profunda comprensión de la función social del mester
de esos nombrados juglares del medievo, según se ve por la muy hábil
integración de lo juglaresco en «La promesa».
He dicho hace algunos momentos que la misma noción de vía oral implica que
tuvo que existir al comienzo del proceso un testigo ocular. Éste es un
importante principio teórico en el que Bécquer insiste para demostrar la
autenticidad del material legendario que reúne en sus «investigaciones»
folklóricas; pero como es imposible entrevistar a un testigo ocular sobre
lo que ocurrió hace varios siglos, el método menos expuesto a
«inexactitudes» será realizar la pesquisa en el mismo terreno donde se
produjo el prodigio, interrogando a gente oriunda de esa región sobre las
tradiciones locales. Ya en la primera de las catorce leyendas que
estudiamos, «La cruz del diablo», de 1860, se nos informa así sobre el
narrador ficticio que se encarga de referir la historia a partir del
capítulo II: «Era uno de nuestros guías naturales del país», el cual
hablando con el autor -nos dice éste- se expresó con «un acento de verdad
que me sobrecogió» (OC, 96-97). Sobre la tradición de «El monte de las
Ánimas», nos asegura el narrador, en su introducción: «Yo la oí en el
mismo lugar en que acaeció» (OC, 86). Las primeras palabras de «Maese
Pérez el organista» son: «En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés
[...] oí esta tradición a una demandadera del convento» (OC, 142). Es más:
a causa de la cronología especial de esta leyenda, que comentaremos en
otro capítulo, la demandadera es también un testigo ocular.
En «La cueva de la Mora», después de haber trabado conversación con un
trabajador sobre las tradiciones locales de Fitero, el autor confiesa: «Yo
soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de
la gente de pueblo» (OC, 236). De labios de la gente de pueblo: en estas
palabras se resume todo el concepto de la vía oral, así como la frecuente
noción decimonónica de que el pueblo es un gran poeta. El primer apartado
de «La cruz del diablo» se compone en parte de un diálogo entre el culto
narrador omnisciente y el campesino sencillo y crédulo que luego hará de
narrador; y como verá el lector consultando el texto directamente, esa
conversación se parece a las encuestas folklóricas becquerianas que cité
en el capítulo I. Por tratarse, en la interrogación sobre la cruz del
diablo, de los «auténticos» conocimientos de un «guía natural del país»,
el mismo folklorista empieza a vacilar «sin darme cuenta a mí mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu» (OC, 97).
Desde luego, cada vez que se nos dice que el autor oyó una tradición
determinada a un habitante del pueblo donde se produjo el correspondiente
milagro, hemos de suponer que ese humilde señor fue el sujeto de otra
encuesta semejante a las que ya conocemos.
El guía que nos lleva de la mano en estas fascinantes investigaciones se
sirve a la par de otras ciencias emparentadas con el folklore como prueba
de fuego o reconfirmación de lo que ha descubierto ya por medio de sus
entrevistas. En «La cruz del diablo», por ejemplo, utiliza la arqueología
-disciplina a la que alude en los ya citados pasajes de Desde mi celda-:
«Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas» (OC,
99). El narrador de «La cueva de la Mora» parece que es un arqueólogo aún
más dedicado:
Durante mi estancia en los baños [...] tomaba entre aquellos
vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe
y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver
si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar
si sonaban a hueco y sorprender el escondrijo de un tesoro, y
metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la
entrada de alguno de esos subterráneos que es fama existan en todos
los castillos de los moros.
(OC, 234-235)
Y como ya sabe el aficionado a la prosa fantástica becqueriana, un
subterráneo debajo del mismísimo castillo desempeña un papel importante en
el desenlace de «La cueva de la Mora».
Mas las comparaciones con que se comprueba la «veracidad» de las Leyendas,
no se hacen únicamente entre los hallazgos de una ciencia y los de otra,
sino que a la vez se realizan dentro de la disciplina que ocupa
principalmente al narrador. Quedó apuntado en el capítulo anterior que en
conexión con las tradiciones verdaderas Gustavo tenía ya un concepto claro
del estudio comparativo de las historias folklóricas, y en el presente
hemos citado ya un trozo de «El gnomo» en el cual el narrador se acuerda
de las viejas del lugar que referían en las noches de velada una conseja
sobre una pastorcica que halló en un subterráneo un tesoro fabuloso que
ofreció al rey de Aragón para que éste pagara a sus mesnadas. Pues bien,
la historia contada por el tío Gregorio, que en la leyenda lleva al
trágico destino de las hermanas Marta y Magdalena, también versa sobre un
fabuloso tesoro escondido en un subterráneo; y se realiza de pasada un
erudito cotejo de las dos tradiciones: «La estupenda relación del tío
Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo [...] exaltó nuevamente las
locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo
así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcica de la
conseja» (OC, 226; las cursivas son mías).
Estamos endeudados con Zorrilla por un sagaz apunte sobre la relación
entre el material folklórico en la literatura, la tradición oral y la
verosimilitud de lo fantástico en la literatura. En su leyenda «Los
encantos de Merlín», Zorrilla dice que la tradición «aún vivirá del pueblo
en la memoria / porque el pueblo las puertas le ha franqueado / del
porvenir fantástico, vedado / a la verdad de la severa historia»23. En
efecto: como hemos dicho al comienzo de este capítulo, esa palabra hablada
con que una generación confía a otra sus venerables creencias,
supersticiones y temores, es el mismo eje de la ilusión de realidad que se
crea en los relatos fantásticos de Bécquer; los demás medios dirigidos a
asegurar el realismo de lo irreal dependen todos de una manera u otra del
concepto de la tradición. Y se nos recuerda este concepto en casi cada
página de las Leyendas, aunque no sea sino con la misma voz tradición.
Pues en tradición < lat. traditio, «transmisión» < trado, «transmitir» <
trans + do, «dar, proporcionar a través de [los años, la distancia, etc.]»
está etimológicamente resumida la idea de la vía oral.
A la vista del ingenioso arte con que Bécquer insiste en la «fiel
transmisión» del «folklore», se entiende que a los investigadores modernos
se les haya hecho imposible muchas veces «discriminar con absoluta
claridad si se trata de una tradición española o de una creación libre»24;
mas, por incómodo que esto pueda ser para la ciencia literaria, es por el
lado artístico una enorme ventaja, pues la incertidumbre en que Gustavo
deja al lector también al nivel del estudio folklórico, entre si se trata
de tradiciones reales verificables, o seudotradiciones inventadas por el
autor, viene a ser otro ingenioso instrumento para la consecución de ese
atormentador «casi creer» que todos los aspectos de una leyenda
perfectamente lograda han de suscitar en el lector.
Como ilustración del exactísimo juicio de Rubén Benítez sobre la
dificultad de discriminar en muchas leyendas becquerianas entre folklore
auténtico y folklore creado, así como del profundo conocimiento que poseía
Gustavo de la herencia folklórica española, cuyos elementos entretejía con
los quiméricos seres y sucesos paridos por su fantasía, ruego al lector
pase en este momento a leer la carta de Samuel G. Armistead que publico en
el apéndice de este libro. En dicha carta, cuya presencia en este libro
tanto lo honra, el clásico estudio fuentístico cumple la función que
siempre debería servir, es decir, la de documentar el grado de la creación
original haciendo posible el deslinde entre lo antes existente y lo
irreductible a fuentes.
Ningún folklorista menos distinguido que Armistead hubiera sido capaz de
identificar y separar el sorprendente número de diferentes tópicos, hilos
y fragmentos folklóricos que Bécquer reúne en la escasa extensión de los
treinta y seis octosílabos del «Romance de la mano muerta», que se halla
interpolado en el capítulo IV de «La promesa». Para apreciar debidamente
la multiplicidad de estos elementos, también hace falta leer con atención
las diez notas que Armistead pone a pie de página; y para la comodidad del
lector he reproducido en el mismo apéndice el texto del «Romance de la
mano muerta». Todo lo que no deriva de las fuentes señaladas por Armistead
es creación original de Bécquer; los acoplamientos de los detalles tomados
de diferentes romances viejos se han hecho con tanto arte -no se le ve al
poema una sola costura-, que incluso esas junturas pueden mirarse como
creación nada común; y en fin, no extraña en absoluto que más de un
especialista haya llegado a tomar el «Romance de la mano muerta» por una
composición tradicional recogida íntegra por Bécquer, tal como la
conocemos, de una tradición popular ahora olvidada. Tampoco, por tanto,
debe extrañar que tan brillante imitador de la técnica romancística haya
sabido aprovechar el mecanismo de la vía oral y los procedimientos del
folklorista para ensalzar la «autenticidad» de los prodigios contenidos en
sus Leyendas fantásticas.
Capítulo III
Las leyendas con introducción
El título de este apartado acaso haya extrañado al lector por parecer
aludir a una circunstancia puramente externa de las leyendas indicadas.
Trátase, empero, de una clasificación muy significativa por lo que
respecta a las técnicas que rigen la verosimilitud en estos relatos, como
ya veremos. Son siete las leyendas que tienen una breve introducción en la
que el autor o narrador se expresa en primera persona, antes de abandonar
esta forma para manejar la narración terciopersonal omnisciente, o para
ceder la palabra a uno o más personajes que luego funcionarán como
narradores secundarios. La introducción puede ocupar todo el capítulo I de
la leyenda, como sucede en «La cruz del diablo» y «La cueva de la Mora»; o
bien, puede constar de dos o tres párrafos que anteceden al capítulo I, y
así están construidas las leyendas siguientes: «Maese Pérez el organista»,
«Los ojos verdes», «El monte de las Ánimas», «El miserere» y «La rosa de
Pasión». En el presente capítulo estudiaremos la función de la
introducción en las siete leyendas que la tienen; en los capítulos
siguientes volveremos a tratar de aspectos que son comunes a los catorce
relatos que nos conciernen.
Mas anticipemos alguna observación sobre la diferencia entre el primer
grupo de siete leyendas y el otro grupo de las siete que no tienen
introducción. Fundamentalmente, la diferencia estriba en la intervención
entre lector y realidad ficticia de un número, ora más grande, ora más
reducido, de voces, vasos o transmisores narrativos. Al mismo tiempo, en
las leyendas con introducción, donde encontramos mayor número de voces
narrativas, participan también más oyentes ficticios (muchas veces
narradores y oyentes en una pieza), quienes, contagiándose, van prestando
fe, uno tras otro, al milagro legendario hasta llegar a formar la actitud
del narrador omnisciente ante el elemento fantástico, así como la del
lector, con la cual se completa ya esta reacción en cadena.
Invirtiendo esta descripción para representar el orden de la lectura,
cuando leemos una de las leyendas con introducción, procedemos desde el
participante más escéptico, que es el narrador omnisciente, hasta el más
ingenuo de los personajes o narradores y oyentes ficticios, para llegar a
un nivel psicológico donde parece muy natural creer en el suceso insólito
que se cuenta. Por tanto, en conexión con leyendas de esta clase,
caracterizaré la aceptación que se estimula en el lector como fe de
segundo grado, de tercer grado, o aun de cuarto grado, según el número de
psiques por las que haga falta filtrar el material maravilloso para
hacerlo verosímil. (Hablaremos más tarde de los diferentes grados de fe
con que el lector viene a creer en lo fantástico, especialmente en el
capítulo VII al analizar varias leyendas individuales con cierta
extensión.)
En las leyendas sin introducción el lector tiene contactos más directos
con los personajes y con el acontecimiento sobrenatural; y aunque esto
pudiera parecer un primor del arte si lo juzgáramos de acuerdo con las
normas que rigen la novela realista, no es así en el caso del género
fantástico, donde hace falta una preparación relativamente más suave y
pausada del espíritu del lector para la aceptación de lo fantástico como
sorprendente pero real. No quiero decir que Bécquer fracase en ninguna de
sus leyendas. Mas el mismo canon de las leyendas más frecuentemente
antologizadas en ediciones selectivas u otras colecciones parece revelar
cuál de las dos estructuras narrativas es artísticamente la más feliz,
porque de las ocho que más a menudo aparecen recogidas en esos libros
cinco pertenecen al primer tipo, con introducción, y sólo tres al segundo
tipo, sin introducción. Las ocho son, a saber: «Maese Pérez el organista»,
«Los ojos verdes», «El monte de las Ánimas», «El miserere», «La rosa de
Pasión» (hasta aquí las del primer grupo), «La promesa», «El beso» y «La
corza blanca».
Por consiguiente, el concepto popular de lo que es una leyenda de Bécquer
corresponde a la primera categoría, y esto resulta tanto más claro cuanto
que también se incluyen en algunas ediciones parciales de las Leyendas «El
rayo de luna» y «Tres fechas», que tienen sendas introducciones separadas,
colocadas antes de sus primeros capítulos, en las que el narrador usa
formas primopersonales. Nosotros hemos excluido «El rayo de luna» por los
motivos explicados en el capítulo I; y aunque «Tres fechas» jamás se ha
categorizado como una leyenda en ninguna clasificación rigurosa de la obra
narrativa de Bécquer, parece significativo que estos dos relatos tengan
introducciones por cuanto hemos reconocido en ellos dos de las poéticas
becquerianas de lo fantástico, y he aquí que tienen introducciones
semejantes a las de las leyendas más típicas, como si fuesen los
prototipos de éstas. La poética y la práctica se confirman recíprocamente.
La introducción a una leyenda de Bécquer nos lleva a un mundo que está
situado a mitad de camino entre el nuestro y el ficticio de los
personajes, y en esa esfera intermedia se entabla un a modo de diálogo
entre el narrador omnisciente y el lector. El propósito de la introducción
es infundir en nosotros confianza en el guía que nos ha de acompañar en la
segunda etapa de nuestro viaje hacia el ya más cercano país del portento.
Tienen introducciones de finalidad semejante, por ejemplo, la novela
epistolar dieciochesca en el género narrativo, y las Cartas eruditas y
curiosas del padre Feijoo en el género ensayístico. En la introducción a
la novela epistolar o las cartas ensayísticas, el editor o corresponsal
nos habla de las circunstancias que le han llevado a descubrir la
correspondencia o la revelación filosófica que va a dar a la estampa, o
bien de esas otras circunstancias que contra su voluntad le han hecho
demorarse en su publicación: viajes, enfermedades, su actitud personal
ante el tema del que se trate, etc.; a la vez que se nos comunican algunos
detalles sobre el temperamento, el estado civil, el oficio y la salud del
epistológrafo en la novela, o el destinatario ficticio de la carta
científica -áspero y poco inclinado a abrazar ideas nuevas, astrónomo,
viudo, tísico y melancólico, et sic de caeteris-; y asegurados por cosas
tan familiares, ¿cómo no hemos de acudir llenos de fe, ya a abrazar el
nuevo punto de vista intelectual, ya a hundirnos en las cartas y las
crisis de esos pobres personajes tan zarandeados por la suerte?
Pues bien, Gustavo nos prepara del mismo modo para nuestra entrega en
manos de sus hábiles narradores y testigos ficticios del acaecimiento
sobrenatural. La relación temporal, espacial, personal entre el narrador
omnisciente (autor) y el secundario ficticio varía mucho, produciéndose
así numerosos ángulos visuales para la varia percepción del elemento
fantástico de la leyenda y su consecuente verisimilación, si se me permite
tal palabra. He dicho antes que a lo largo de la típica leyenda
becqueriana el punto de vista va cambiando por grados desde el del
participante más escéptico hasta el del más crédulo. Debe aclararse que en
las introducciones a las leyendas suele a la vez entablarse una dialéctica
entre el escepticismo y la credulidad, merced a la cual se descubre el
grado de receptividad para lo sobrenatural que existe en el alma del
narrador omnisciente; dialéctica que se prosigue luego en la misma
narración con el propósito de juzgar la receptividad de los narradores
secundarios y otros personajes que presencian el portento, y cuando se
inclina la balanza hacia el lado de la aceptación y la creencia, es ya muy
difícil que nosotros no nos dejemos llevar también. Después de todo,
aquello lo observan no solamente unos testigos oculares alojados en la
misma narración fantástica, sino que también lo confirma un señor muy
normal que vive en un mundo muy parecido al nuestro, en el que paramos un
momento al leer la introducción.
Vamos a examinar ahora el primero de los puentes que se tienden al lector
escéptico: el mundo realista del narrador omnisciente, los percances de su
existencia, sus sueños y su deseo de escaparse del prosaísmo cotidiano: en
fin, un cuadro fiel al mundo de nuestra propia experiencia, concebido de
tal forma, que estimule la mayor fe previa posible en nosotros. El lector
notará enseguida que Bécquer con frecuencia basa las caracterizaciones de
sus narradores omniscientes en circunstancias autobiográficas. En las
introducciones a las siete leyendas que nos interesan en el presente
capítulo, el narrador omnisciente se halla en cada caso en una de las tres
situaciones siguientes: 1) escribiendo en su despacho; 2) visitando un
punto de interés turístico; o bien, 3) viajando.
En «El monte de las Ánimas», el narrador omnisciente es despertado por el
«tañido monótono y eterno» de las campanas de la noche de Difuntos. Se le
hace imposible conciliar de nuevo el sueño, y «por pasar el rato» decide
escribir una tradición que había oído pocos días antes. Mientras escribe,
siente «crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío
de la noche» (OC, 123). (Se tratará acaso de la «obra de las ánimas que
llaman en los emplomados vidrios de la ventana con el descarnado nudillo
de sus manos de huesos», para recordar otra descripción becqueriana del
ruido del viento contra los cristales, en el cuadro costumbrista «La noche
de Difuntos» [OC, 1.030].)
La descripción del entorno doméstico del narrador en «Los ojos verdes» es
aún más escueta: en realidad sólo deducimos que está en su despacho ante
su escritorio por el hecho de que nos hace la prehistoria del referido
relato, en el momento de empezar a escribir:
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con
este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con
letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a
capricho volar la pluma.
(OC, 133)
(Mas, diga lo que diga el narrador omnisciente, sin duda sólo bromeando,
Bécquer se guía por todo menos por el capricho, como vamos viendo, y la
poética de su obra narrativa es tan rigurosa y exigente como la que expone
para su obra en verso en la rima III y las Cartas literarias a una mujer.
Los amigos de Bécquer y muchos críticos y lectores de épocas posteriores
han pensado que él escribía «dejando volar la pluma a capricho», porque
los primeros le vieron, sentado en ciertas ocasiones en un café o el
despacho de un colega, trasladar un artículo o cuento desde la cabeza al
papel sin vacilar ni equivocarse una sola vez. Pero lo que pasaba era que
Bécquer que tenía una prodigiosa memoria se aprovechaba de ella para la
composición y la corrección mentales25. La obra trasladada así desde la
fantasía pasaba por tantos borradores como la de cualquier otro riguroso
estilista, pero eran borradores mentales. Los pasajes sobre la sensación y
la memoria citados a la cabeza del capítulo I guardan una relación muy
estrecha con este tema.)
El turismo es ya una pasión en la primera mitad del siglo XIX, según se
confirma por la novela de la época. En Sab (1841), de Gertrudis Gómez de
Avellaneda, por ejemplo, los personajes planean una excursión «por una
senda poco conocida, que aunque algo dilatada, les ofrecería puntos de
vista más agradables»; en efecto, cristaliza aquí el concepto de la visita
turística y aun su terminología moderna, pues en la misma novela americana
de la célebre escritora cubano-española, en relación con un pintoresco
antro que la familia B... va a ver, se habla de «los visitantes de las
cuevas» y de la «visita de estas grutas», y aun se encuentran en la novela
descripciones de género turístico, como la siguiente: «Las cuevas de
Cubitas son ciertamente una obra admirable de la naturaleza, que muchos
viajeros han visitado con curiosidad e interés»26.
Introduzco este tema aquí porque en dos de las introducciones a las
leyendas becquerianas vemos al narrador omnisciente en visitas a
monumentos de tipo turístico, es decir, una iglesia y una abadía; en
todavía otra encontramos al «turista» en un jardín de Toledo. En el caso
de las visitas a instituciones religiosas se trata de reflejos literarios
de una actividad turística que el mismo Bécquer había esperado popularizar
entre los burgueses por medio de su Historia de los templos de España
(tomo I y único, 1857), aprovechando para ello la nueva boga turística a
la par que antecedentes como el Viaje de España, de Antonio Ponz, de la
centuria anterior.
En fin, en la introducción a «El miserere» hallamos al narrador «visitando
la célebre abadía de Fitero». Junto con «un viejecito que me acompañaba»
-el guía para esta visita turística-, también le vemos «revolver algunos
volúmenes de su abandonada biblioteca»; y lleno de entusiasmo, afirma:
«... descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música
bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los
ratones» (OC, 189). En la introducción a «Maese Pérez el organista», el
narrador está «en el mismo atrio de Santa Inés», en Toledo, aguardando el
comienzo de la misa del Gallo, «ansioso de asistir a un prodigio», esto
es, la famosa música del organista Pérez (OC, 142). En la introducción a
«La rosa de Pasión», el turista se ha detenido a descansar algunos
minutos; la escena es perfecta para la meditación perezosa, para los
ensueños: sol, algún árbol de hojas secas, flores marchitadas por el
calor, o sea, «una tarde de verano, y en un jardín de Toledo». Y la
«muchacha muy buena y bonita» con quien conversaba allí, «besaba las hojas
y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a
esta leyenda» (OC, 291).
En ambientes tan interesantes pero, por otra parte, tan corrientes y tan
cómodos, no le cuesta al lector ningún trabajo imaginarse a sí mismo
instalado. Mas he aquí una añagaza, porque esta fácil aceptación del marco
inicial de la leyenda, el autor la va preparando con el mayor primor para
así reducir nuestra resistencia a admitir fenómenos menos naturales. Se
consigue lo mismo con las introducciones a otras leyendas, en las cuales
se nos invita a seguir al narrador omnisciente de viaje. De nuevo será
realista el mundo que hace de puente entre el nuestro y aquel, por otra
parte también realista, donde ocurre el suceso fantástico, como veremos
ahora mismo.
En «La cruz del diablo» hay en realidad tres generaciones de narradores,
como se ve por el epígrafe que cité en el capítulo anterior, en relación
con la vía oral, y el abuelo, que es el que hace de narrador omnisciente,
viaja a caballo con un grupo de camaradas. Cáptase con varios apuntes bien
escogidos el soñoliento y pacífico pero misterioso ambiente de los
contornos de Bellver a la hora de la llegada del narrador, y luego se
explaya éste en una descripción paisajística de estilo turístico: «El
crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las
pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada,
llegamos a Bellver, término de nuestro viaje. Bellver es una población
situada a la falda de una colina», etc. (OC, 95). Esta puesta en escena se
adapta perfectamente a la rememoración de una leyenda fantástica; y no
obstante, no hay en ella nada que no sea realista, con lo cual se nos
facilita la indispensable identificación preliminar con el marco y el
material narrativos.
No es sorprendente que Bécquer vea en varios relatos suyos «bocetos de
cuadros» que pintará algún día, ni que los llame así, por ejemplo, en las
líneas preliminares de «Los ojos verdes» (OC, 133); pues no debe olvidarse
que Gustavo es autor de numerosos cuadros costumbristas de la escuela de
Mesonero, Larra y Estébanez, aunque son desconocidos del lector general.
Se completa la ambientación realista de la introducción a «La cruz del
diablo» con un elemento completamente familiar para cuantos han viajado
por los viejos caminos de España: una cruz de hierro erigida en pleno
campo, objeto por lo visto de la sencilla devoción de la gente de la
redonda, pero se nos revelará más tarde que es en realidad un monumento en
el que se conmemoran indecibles horrores sobrenaturales. «El asta y los
brazos son de hierro -recuerda el narrador volviendo a su estilo de guía
turística-; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata
que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería» (OC,
96). El agradecido narrador, que acaba de llegar de su viaje, movido por
un repentino impulso religioso, ignorando la historia particular de esa
rústica cruz y desconociendo el peligro para su alma, se apea de su
caballo, se descubre y empieza a repetir ante el monstruoso monumento una
oración aprendida cuando niño. Merced a la astucia artística de Bécquer,
el lector, al final de esta introducción, también se halla a los pies del
demonio y tan indefenso como un niño.
«La cueva de la Mora», igual que «La cruz del diablo», tiene una
introducción larga que ocupa todo su capítulo primero, y el arranque de la
introducción a esta leyenda es similar también al de la otra, puesto que
se principia de nuevo con una descripción paisajística del género
turístico o costumbrista: «Frente al establecimiento de baños de Fitero, y
sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven
todavía los restos abandonados de un castillo árabe», etc. (OC, 234). Un
castillo siempre sugiere el misterio, especialmente cuando pertenece a
otra herencia cultural, pero, ¿cabe una nota más burguesa y realista que
ese establecimiento de baños? Es más: el narrador (viajero igual que en
«La cruz del diablo») está hospedado en dicha casa como convaleciente,
detalle médico, poseído del mayor prosaísmo, con el que cualquier lector
se identifica fácilmente.
Entre otros pormenores todavía más prosaicos el narrador toma nota del
«ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud»
(loc. cit.). Pero su pasatiempo predilecto, ya algo más sugestivo, le
llevaba por el «camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe y
allí -confiesa- me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por
ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar
si sonaban a hueco» (loc. cit.); actividad arqueológica ya mencionada en
el capítulo precedente, la cual acaba en el descubrimiento de la boca de
la aludida cueva y el encuentro de nuestro guía-folklorista con un
viñador, a quien entrevista sobre la tradición de la mora aplicando los ya
reseñados métodos de la ciencia folklórica. El ambiente de frágil
estoicismo proyectado por la convalecencia del narrador de «La cueva de la
Mora» (1863) y las líricas exploraciones de éste en las tierras vecinas al
establecimiento de baños parecen anticiparse a los más conocidos elementos
autobiográficos de las cartas Desde mi celda (1864).
La parte restante de la típica introducción becqueriana consta de un
choque entre el escepticismo y la credulidad, entre la cultura y la
sencillez: la cosmovisión escéptica del narrador omnisciente entra en
conflicto con la visión ingenua del narrador secundario y algún otro
personaje; pero como el autor está dotado de una rica imaginación a la par
que de ciertos conocimientos científicos, la ciencia es al fin arrollada
por el portento. (La ciencia folklórica, por ejemplo, en lugar de ser ya
estudio metódico de las tradiciones pintorescas, se convierte en apoyo de
la nueva realidad, o nuevo tratamiento realista, de lo fantástico.) Al
doblarse el escepticismo a los atractivos de lo fantástico, se califica la
receptividad del narrador omnisciente para lo sobrenatural, y esto
significa a la vez la calificación de la receptividad del lector en la
medida en que éste haya sido llevado a identificarse con el narrador a
través del ambiente realista de la introducción. El referido choque
inicial entre desconfianza y candidez se realiza, en algunos casos,
presentando al narrador omnisciente en diálogo con el más ingenuo narrador
secundario (que suele ser natural de la comarca donde tiene lugar la
acción de la leyenda); en otros casos, sólo se menciona a tal narrador
secundario o informante, sin que éste de hecho aparezca en la
introducción; y por fin, un caso hay -«Los ojos verdes»- en el que lo
sobrenatural vence a la duda gracias a una lenta cesión del narrador
omnisciente a los sueños, sin que se aluda siquiera a ningún otro
narrador.
Del primer tipo -diálogo entre el autor y el narrador secundario- son «La
cruz del diablo», «La cueva de la Mora», «Maese Pérez el organista» y «El
miserere»; mientras que son del segundo tipo «El monte de las Ánimas» y
«La rosa de Pasión». Los lectores acompañamos al narrador omnisciente del
primer tipo de leyendas mientras los inocentes narradores secundarios le
relatan el fabuloso cuento o ciertos trozos de él. En cambio, en el otro
tipo de leyendas, donde solamente se menciona al narrador secundario en la
introducción, hay que suponer que éste le ha contado la historia al autor
en alguna ocasión anterior y así no le ayuda a referírsela al lector. En
«Los ojos verdes» los sueños del narrador omnisciente, sobre unos ojos de
este obsesionante color, reemplazan estructural y funcionalmente la
relación del narrador secundario.
En los tres tipos de leyendas con introducción, también puede haber otro
personaje que se convierta en narrador terciario para relatar una historia
dentro de la historia. De esto hablaremos con abundantes ejemplos en
capítulos posteriores, pero por de pronto quisiera ilustrar en forma más
concreta cómo se logra ya en las introducciones el predominio de la
creencia en la maravilla sobre al escepticismo.
En realidad, el conflicto entre duda y fe que se plantea en la
introducción está ya por la mayor parte resuelto a favor de ésta, por
cuanto el narrador omnisciente ha oído antes el extraño caso a algún
habitante de la comarca, o escucha pasmado sus antecedentes en las
primeras páginas, mientras nosotros le hacemos compañía. Tanto en un caso
como en el otro, empero, se nos descubre cómo en un principio se han
opuesto las ideas neotéricas del autor a la aceptación del portento en el
que cree el pueblo. Pese a toda su cultura, en la iglesia de Santa Inés,
en Sevilla, el narrador omnisciente de «Maese Pérez el organista», al
comenzar la misa del Gallo, se siente «ansioso de asistir a un prodigio»,
es decir, la música tocada por el alma del difunto maestro; y sin embargo,
«nada menos prodigioso [...] ni nada más vulgar» que el órgano nuevo ahora
instalado en esa iglesia y sus «insulsos motetes» (OC, 142). Así titubea
la disposición del autor a creer en el milagro, mas al mismo tiempo no
quiere no creer, y su voluntad de abrazar el misterio se manifiesta cuando
pregunta -la pregunta final de su diálogo introductorio con la
demandadera- por la aparición de maese Pérez, que daba esos espléndidos
conciertos: «-¿Y el alma del organista?» (loc. cit.).
Con las primeras palabras de la introducción a «El monte de las Ánimas»,
el narrador omnisciente, hombre prosaico del sensato siglo XIX, se coloca
frente al perenne arcano de la muerte: «La noche de Difuntos, me despertó
a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me
trajo a las mientes esta tradición» (OC, 123). La habitual oposición entre
lo conocido y lo sobrenatural empieza a esborzarse en esta leyenda por el
contraste entre las voces memás y difuntos, memás y eterno. Luego se
desarrolla esta oposición con otro contraste que parece anticiparse a las
dos situaciones de lectura contrastadas en el ya mencionado cuento
fantástico «The Suitable Surroundings», del norteamericano Ambrose Bierce.
Sobre «El monte de las Ánimas», su autor hace la siguiente observación: «A
las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la
boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo» (loc.
cit.). En cambio, emulando al escultor griego que murió de miedo al
contemplar la estatua de la Muerte que él mismo había labrado, el narrador
confiesa: «La he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo»
(loc. cit.). Lo fantástico parece haber vencido a lo natural en el ánimo
del narrador antes de su aparición en su brevísima introducción, porque
antes de ser devoto amanuense de la tradición oral, tuvo que ser en otra
ocasión su dudoso oyente, según expliqué antes; pero la lucha del narrador
entre la duda y la fe y su cesión están suficientemente recordadas en la
introducción para tenderle un lazo al lector incrédulo.
En algunas introducciones los términos de la dialéctica entre la creencia
y el escepticismo no se sugieren sino por palabras individuales, técnica
no por lo económica menos eficaz. En la introducción a «La rosa de
Pasión», el elemento sobrenatural está representado tan sólo por un
adjetivo: singular, en la frase «singular historia» (OC, 291). La
presencia del escepticismo, ya superado por la singularidad, sólo está
implícita por el hecho de que el narrador, folklorista oculto, ha cedido a
la posición ingenua y supersticiosa de la «muchacha muy buena», esto es,
el testigo a quien entrevistó para informarse sobre esta tradición; pues
él quisiera relatar la historia «con el suave encanto y la tierna
sencillez que tenía en su boca» esa muchacha (loc. cit.). En los
preliminares de «La cueva de la Mora», se nos revela por las ideas del
narrador-arqueólogo sobre el subterráneo que ha descubierto, que es un
hombre lógico que procede por «inducciones» (OC, 235). Al mismo tiempo, su
actitud lógica y escéptica le lleva a acoger «sonriéndose» (OC, 236) la
historia del viñador, a quien entrevista, acerca de cómo sale todas las
noches de ese antro un ánima, la de la mora, desde luego. No obstante esta
aparente incredulidad, se confiesa luego «muy amigo de oír todas estas
tradiciones», y la presente procurará contarla -nos dice «en los mismos
términos» que el cándido viñador (loc. cit.).
La técnica introductoria de «Los ojos verdes» es del mismo tipo sutil,
porque en este relato sólo está vagamente aludido el término escepticismo
de la oposición mental que se da en el narrador oculto que se acerca a lo
fantástico: «Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en
esta leyenda -dice el narrador-. No sé si en sueños, pero los he visto»
(OC, 133). Las palabras que he subrayado son importantes: creo y los he
visto significan la fe en la realidad sobrenatural (sueños), y la frase
verbal no sé es el único resto de la duda que el relator quizá haya
sentido antes.
En el capítulo I o introducción a «La cruz del diablo», mientras «uno de
los guías naturales del país» explicaba aterrado la fantástica e increíble
naturaleza satánica del siniestro humilladero cerca de Bellver, el
narrador viajero encontró, a pesar suyo, en la voz de su interlocutor «un
acento de verdad que me sobrecogió» (OC, 97). Luego se reporta.
«Francamente -nos confía-, creí que estaba loco [...]. Ya no pude menos de
sonreírme» (loc. cit.). Prosiguiendo la conversación con el guía, empero,
el narrador fue finalmente «cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a
mí mismo -dice- del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi
espíritu» (loc. cit.).
En la introducción a «El miserere», la locura hace el mismo papel: es
decir, que representa otra vez un argumento en apoyo del escepticismo. En
los pentagramas antiguos que el narrador descubre en esta leyenda sobre la
música sagrada, hay detalles vulgares como la voz latina Finis al final de
la composición sin terminar. Pero el narrador apunta su reacción de
incrédulo al observar la terminología utilizada en las hojas del Miserere
de la Montaña, que no es la italiana usual, sino otra alemana que se
refiere a la imitación sonora de los alaridos, los huesos crujientes y
otras torturas de los penitentes: «me chocó» -dice- (OC, 189). Y aún añade
nuestro narrador y guía: «... parecían frases escritas por un loco» (loc.
cit.). Sin embargo, allí está el documento objetivo de los «tres cuadernos
de música bastante antiguos» (loc. cit.), y allí está -nos dice el autor«el anciano [que] me contó entonces esta leyenda» (OC, 190); con lo cual
el narrador y nosotros tenemos suficiente motivo para suspender nuestro
escepticismo y al menos escuchar la leyenda sobre la milagrosa repetición
anual en Jueves Santo de los tormentos de los monjes de la Montaña en el
incendio de su monasterio. Es más: esos tres cuadernos hallados en la
«abandonada biblioteca» de la abadía de Fitero están «cubiertos de polvo»
(OC, 189); es decir, que son vestigios de un tiempo en el que podían tal
vez suceder cosas que hoy son imposibles.
Ahora bien: el propósito principal de la introducción en las siete
leyendas que la tienen, no es introducir la aventura que se narra en las
páginas restantes del cuento -recuérdese que en otros siete relatos
fantásticos de Bécquer se prescinde de introducción-, sino preparar al
lector en forma especial para su encuentro con lo sobrenatural. En cada
introducción, las más veces hacia su final, se establece un importante
lazo entre narrador y lector. El lector participa en la creación de la
ilusión fantástica en todas las leyendas de Bécquer al instalarse
imaginariamente en el mundo del cuento; mas en las siete de que se trata
en este capítulo, recibimos una invitación especial a participar en el
acto estético. Veámoslo. En los preliminares de «Los ojos verdes», Bécquer
escribe: «... cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme
comprender», esto es, en todo lo que atañe a los obsesionantes atractivos
de la fantasía, a la que ya se ha abandonado el autor, como queda
demostrado. La finalidad de la invitación es contagiar al lector con el
mal ejemplo de la credulidad, malo solamente desde el punto de vista del
lector mundano y escéptico, a quien no se admite aquí sin que se desnude
de sus descreederas en el umbral.
En la introducción a «El monte de las Ánimas», Bécquer apela con igual
insistencia al papel de la imaginación: «Una vez aguijonada la
imaginación, es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la
rienda» (OC, 123). Por su contexto inmediato este período se refiere al
narrador, aunque, en realidad, ni en su estilo ni en su contexto más
amplio existe obstáculo alguno para que se refiera también a cualquiera o
a todos los lectores aficionados al género fantástico. Mas donde en la
presente introducción se reconoce la participación del lector en el
mantenimiento de la ilusión, es a su mismo final cuando por una expresión
popular parece que narrador y lector están sentados a la misma mesa
jugando a los naipes: «Sea de ello lo que quiera -dice aquél indicando que
empieza ya el relato-, allá va, como el caballo de copas» (loc. cit.). No
habría que olvidar que se dice antes en esta misma introducción que la
imaginación es un caballo (Pegaso); por lo cual, las últimas palabras del
introductor equivalen a poner las riendas de ese fogoso corcel en manos
del lector.
En los prolegómenos de «La rosa de Pasión», se combinan las técnicas
introductorias de «Los ojos verdes» y «El monte de las Ánimas».
Dirigiéndose a los lectores, el narrador asegura que si fuera capaz de
contar su historia en la forma debida, «os conmovería como a mí me
conmovió» (OC, 291); palabras que recuerdan las del buen Lázaro de Tormes
cuando compartía imaginariamente los sufrimientos de su segundo amo, el
muy noble y muy pobre escudero de Toledo: «sentí lo que sentía»27. O sea
que aquí, igual que en «Los ojos verdes», el narrador cuenta con la
imaginación, la identificación psicológica y las emociones del lector: en
una palabra, la colaboración de éste en el proceso literario. Al final de
la introducción, el narrador ofrece ya al lector el indicado relato de «La
rosa de Pasión», y reaparece el mismo giro familiar utilizado para la
invitación en «El monte de las Ánimas», esto es: «ahí va» (OC, 291).
La cooperación entre narrador y lector para la elaboración de la
verosimilitud se presenta como un diálogo implícito en «Maese Pérez el
organista». Con sus preguntas a la demandadera del convento, el narrador
se ha enterado de que no se repiten ya las milagrosas visitas del alma del
organista muerto a Santa Inés en la Nochebuena para tocar en la misa del
Gallo, porque se ha instalado un órgano nuevo, muy inferior. «Si a alguno
de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer
esta historia -añade el narrador-, ya sabe por qué no se ha continuado el
milagroso portento hasta nuestros días» (OC, 142-143). Y con esta rápida
alusión al diálogo se afirma una base muy importante para la verdad
poética de la leyenda: Se ha perdido esa prodigiosa costumbre, no porque
le sea imposible a un alma pulsar las teclas de un órgano, sino porque el
alma de tan eximio músico no se digna tocar tan mal instrumento. Así, aun
antes que franqueemos el umbral de la leyenda propiamente dicha, queda
sutilmente confirmada la posibilidad de que los muertos anden entre
nosotros.
Colaboración, diálogo entre narrador y lector: en principio esto nunca
falta en las leyendas con introducción, aunque en dos casos está reducido
al mínimo. En la última oración de la introducción a «El miserere», el
narrador habla en estos términos con los lectores: «El anciano me contó
entonces la leyenda que voy a referiros» (OC, 190). Como se ha dicho
varias veces, es un viñador quien relata la leyenda de «La cueva de la
Mora» a Bécquer o el narrador omnisciente, y en el período final de su
introducción, éste se vuelve ya hacia su nuevo público, el lectorado,
explicándose así: «... le supliqué que me la refiriese, lo cual hizo, poco
más o menos, en los mismos términos que yo, a mi vez, se la voy a referir
a mis lectores» (OC, 236). En estos dos cuentos el contagio entre
sensibilidad del narrador y sensibilidad del lector se consigue de manera
más velada que en esas leyendas donde se propone de modo directo un enlace
entre la imaginación, o la conmoción, del uno y la del otro; pues aquí
depende de palabras individuales, el sustantivo anciano y el adjetivo
plural mismos, según explicaré ahora.
Cuando nos cuenta un suceso singular una persona muy vieja, encontramos en
su ancianidad algún motivo para dar crédito a lo contado, y otros motivos
para ponerlo todo en duda; pero en «El miserere» el propio anciano no ha
de contarnos ese caso extraordinario, sino que nos ha de servir de
intermediario el autor («voy a referiros»), en quien ya tenemos cierta fe
por el juicio que ha demostrado en su escrutinio de los manuscritos
musicales, y así se trata una vez más de un intercambio entre dos personas
cultas, dotadas, eso sí, de una imaginación muy viva, pero también de
cordura -narrador y lector-, quienes recogerán solamente las intuiciones
más finas del anciano. (Así queda a la vez a salvo la delicada honra
intelectual del lector escéptico.)
A lo largo de la introducción realista a «La cueva de la Mora» hemos
llegado a conocer al sencillo y supersticioso viñador entrevistado por el
autor, y por ende mismos («mismos términos») viene a ser un calificativo
mucho más específico que de costumbre. Además, es nuestro respetado y
fidedigno guía, el narrador, quien utiliza tal adjetivo; él no
reproduciría en su narración «los mismos términos» usados por el viñador,
sin que su imaginación y su razón se hubiesen puesto de acuerdo sobre la
posibilidad de que pudiera haber allí un auténtico prodigio. En esta
forma, con medios tan sencillos que apenas nos fijamos en ellos, se logra
afinar el instrumento de la imaginación del lector para que se armonice
perfectamente con la índole de cada uno de los originalísimos relatos
fantásticos becquerianos.
A la conclusión de la larga introducción (capítulo I) de «La cruz del
diablo», se da una técnica semejante pero más compleja para transmitir del
narrador al lector la carga eléctrica de la inspiración fantástica. He
aquí el último párrafo de dichos preliminares:
Durante este corto diálogo [con un guía natural del país], nuestros
camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se nos reunieron al
pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de
suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la
parroquia llamaban lentamente a la oración cuando nos apeamos en el
más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver.
(OC, 98)
Tenemos aquí un anticipo del tema del que nos ocuparemos en el próximo
capítulo: el auditorio interior, quiero decir, grupos de oyentes ficticios
que, a la par que habitan el mundo de la leyenda como personajes de ésta,
escuchan la relación del conjunto o de algún trozo de ella. Desde luego,
en el pasaje que acabo de copiar, se trata de oyentes ficticios, no en la
misma leyenda, sino en su introducción, en la que cumplen la función de
representar a los futuros lectores de la tradición -oyentes a distancia-;
y por vía de tales delegados el narrador comunica al lectorado el hondo
horror que él sintió al convencerse por fin de que estaba consagrada al
demonio la cruz ante la que había querido rezar. Tal comunicación se
señala por el paso del yo (expliqué, monté) del narrador al nosotros (nos
apeamos) con el que se revela que los oyentes ficticios -nuestros
delegados- se identifican ya con la actitud de aquél, tanto más cuanto que
el relator y su primer público se hallan al final envueltos en un ambiente
inquietante (las campanadas que «llamaban lentamente a la oración» y «el
más escondido y lóbrego de los paradores»), que recuerda el horror que el
narrador había sentido al pie del satánico humilladero. Campana que llama
a oración en las tierras del maldito señor del Segre, si gozara del don de
la palabra, seguramente diría lo mismo que la que habla en el cuadro de
costumbres «La noche de Difuntos», de Bécquer: «Yo soy la campana de los
cuentos medrosos, de las historias de aparecidos, y de almas en pena;
campana cuya vibración indescriptible y extraña sólo encuentra eco en las
imaginaciones ardientes» (OC, 1029). «Poco y bueno» -reza el refrán-, y no
cabe mejor descripción del arte de las siete introducciones becquerianas
estudiadas en este capítulo.
Capítulo IV
El auditorio interior y el «casi creer»
Tanto en las leyendas becquerianas que tienen introducción como en las que
no la tienen, es característico que varios personajes se reúnan para
formar un grupo de oyentes a quienes otro habitante del mundo imaginario
narra la leyenda entera o un fragmento de ella. Al mismo tiempo, se
analizan las actitudes de los diversos individuos del auditorio ante el
material narrado. Es un aspecto importante de la técnica de todas las
Leyendas, mas su importancia es doble en las que no tienen introducción,
porque en éstas depende exclusivamente del auditorio interior esa
dialéctica entre el descreimiento y la fe que poco a poco lleva al lector
a entregarse a los atractivos de lo sobrenatural; dialéctica y preparación
del lector que en las otras leyendas, aquéllas que sí tienen introducción,
son inauguradas ya en ésta, como hemos visto en el capítulo precedente. En
ambos tipos de narración, empero, el auditorio interior es el medio
principal para la alegorización en el texto literario de la actitud del
lector de éste, según pasa de escéptico a titubeante, y de titubeante a
crédulo (o por lo menos receptivo).
Las pocas veces que el narrador omnisciente hace uso de la primera persona
en el texto narrativo (a distinción del introductorio), se asocia de una
manera u otra al auditorio interior, y por lo tanto éste es esencial
también para el conocimiento completo de la relación entre el narrador y
el lector. Examinaremos aquí todas las actitudes de los oyentes ficticios
(y el narrador) que afectan a la recepción de la ficción fantástica por el
lector, pero por el presente veamos cómo se introduce y se caracteriza al
auditorio interior.
I. La dinámica del grupo
Ya comentamos brevemente, en el capítulo II, el papel del auditorio de los
juglares en «El Cristo de la Calavera» y «La promesa», pero en ese momento
pensábamos exclusivamente en su relación con la vía oral, de la que
Bécquer finge recoger sus materiales tradicionales. Son de varios tipos
los auditorios interiores que se hallan en las Leyendas de Bécquer, y para
facilitar su análisis despacharé primero el menos característico: un
auténtico caso aislado. Algún crítico ha llamado prólogo a las cuatro
primeras «estrofas» (párrafos) de la cantiga provenzal en prosa titulada
«Creed en Dios», y tienen en efecto una numeración separada de la de las
estrofas restantes. Mas no se trata de un apartado inicial, como el que
figura a la cabeza de las siete leyendas con introducción, en el que se
haga la historia de las fuentes, la inspiración y la composición de la
leyenda y se presente ésta a posibles lectores de todos los tiempos y
países, sino que son cuatro largos vocativos dirigidos a tres auditorios
diferentes o a un solo auditorio mixto, compuesto, en cualquiera de los
dos casos, de contemporáneos y paisanos del narrador omnisciente que aquí
hace de juglar a quien escuchan esos tres grupos: «Nobles aventureros
[...], oídme» (I); «Pastores que seguís paso a paso a vuestras ovejas
[...], oídme» (II); «Niñas de las cercanas aldeas [...], oídme» (III);
«Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor
errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña,
cubierta aún con gotas de rocío, semejantes a lágrimas: todos habréis
visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde, etc.» (IV) (OC,
173-174).
Después, en la misma leyenda, al empezar un nuevo segmento de la
narración, ocurre otro vocativo triple semejante pero más breve: «Nobles
caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato: si
os maravilla lo que os cuento...» (OC, 181). Este público no es, en fin,
ni de nuestro mundo ni del mundo de la ficción (no se compone de
personajes de ésta), sino que pertenece a ese otro mundo intermediario
habitado por el narrador omnisciente. Tal conclusión se desprende asimismo
de la sintaxis del segundo vocativo triple, pero la presencia del narrador
no es aquí tan esencial como en las siete introducciones examinadas
anteriormente. Ahora bien: el auditorio interior de «Creed en Dios», ni
real ni plenamente ficticio, sino más bien hipotético -atípico, en todo
caso, de los que Gustavo acostumbra a reunir en sus relatos, cumple, sin
embargo, la misma función que los auditorios compuestos de personajes que
miraremos dentro de un momento, esto es, que sirve para la formulación de
esa dialéctica entre el escepticismo y la credulidad que lleva a la
aceptación de lo sobrenatural como posible y real; pues los componentes
del público apostrofado por el narrador de «Creed en Dios» representan
tres niveles de cultura en orden descendente -caballero, pastor, niñaunidos por su común fascinación ante el misterio de la tumba del barón de
Fortcastell. Pero no se habría producido esa reacción unida sin un
compromiso entre la mundanidad del caballero y la inocencia de la niña
para llegar a un nivel intermedio de receptividad, análogo acaso al del
pastor, donde la mayoría de las aventuras maravillosas de Teobaldo de
Montagut pareciesen ya más convincentes (el tantas veces aludido «casi
creer»), y he aquí que en el pastor los lectores de todos los estamentos
tenemos un delegado a través de quien logramos el acceso a ese mundo
intermedio del narrador, quien está por lo menos suficientemente
convencido de la autenticidad del prodigio para molestarse contándonoslo.
Los demás auditorios interiores son todos ficticios, es decir, que sus
individuos son personajes a la par que oyentes de la leyenda relatada.
Tales auditorios toman dos formas, una de las cuales no nos concierne
directamente, porque se trata de públicos implícitos, públicos que están
presentes, pero que en realidad no están presentados. Me refiero a varios
pasajes de «El gnomo», «El monte de las Ánimas», «La rosa de Pasión» y
«Los ojos verdes», ya citados en el capítulo II, en los que varias viejas
u otros personajes refieren consejas en noches frías al amor de la lumbre.
Del hecho de que hacen esto se deduce que otros personajes se habrán
reunido en torno suyo para escuchar, pero estos grupos no están ni
descritos ni mencionados siquiera (lo cual no obsta para que haya a la
vez, en «El gnomo» y «El monte de las Ánimas», otros públicos ficticios
diferentes que sí están descritos, según veremos). Pero, en cualquier
caso, la mera sugestión de auditorio, público, reunión de testigos,
coadyuva a la consecución de la aceptabilidad cuando se trata de lo
fantástico; pues lo que se oye entre dos o más personas posee, por
increíble que de otro modo sea, cierta rudimentaria objetividad que no
tiene lo experimentado por una sola persona.
Son interesantes las descripciones de auditorios compuestos de personajes
a quienes sí llegamos a conocer a través de la lectura, no porque sean
unas muestras excepcionales del arte descriptivo, sino porque, como la
obra de José Manuel Martín citada en el capítulo II, recuerdan las
tradicionales tertulias nocturnas de gentes sencillas e impresionables,
reunidas ante el hogar para contar y escuchar historias de aparecidos y de
almas en pena, a cuál más espeluznante. Digo que lo más importante de
estas tertulias son las impresiones de sus miembros ante el suceso
maravilloso que se refiere, mas primero reunamos a los tertulianos. En «El
miserere», el romero alemán cuenta las aventuras que le ha deparado el
mundo durante su búsqueda de una forma musical para el salmo Miserere mei,
Deus! que sea tan magnífica, que le absuelva de la culpa de un horrible
crimen cometido años hace, y se describe así a su auditorio: «El hermano
lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja
de los frailes que formaban un círculo alrededor del hogar, escuchaban en
un profundo silencio» (OC, 191).
La palabra círculo que precisa la acostumbrada forma de la agrupación de
los oyentes en tales ocasiones, ya bajo tejado, ya bajo las estrellas,
ocurre también en uno de los más terroríficos cuentos de Gustavo:
... el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua como
cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del
círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con
impaciencia la historia de La cruz del diablo, que a guisa de
postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había
prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al
coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la
boca y comenzó de este modo...
(OC, 98)
Se hace, en verdad, mucho hincapié en el concepto del auditorio en «La
cruz del diablo», porque en el mismo relato se dan otros tres ejemplos muy
curiosos. El primero es:
... la historia del Mal caballero, que sólo por este nombre se le
conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas,
que en las eternas veladas del invierno la relataban con voz hueca y
temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los
pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: «¡Que viene el
señor del Segre!»
(OC, 100)
El segundo ejemplo es: «La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento
entre la multitud que aguardaba impaciente el resultado del juicio, y
[...] ya a nadie cupo duda [...] que el diablo a la muerte del señor del
Segre había heredado los feudos de Bellver» (OC, 110). Luego, cuando otra
nueva peripecia sobrenatural viene a horrorizar a los habitantes de
Bellver, «el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el
pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en
que se encontraban Dios sabe hasta cuándo si la siguiente relación del
aterrado guardián no los hubiera hecho agruparse en su alrededor para
escuchar con avidez» (OC, 111). Hay ciertas emociones que son más fáciles
de suscitar en grupo, porque los unos excitan a los otros, y precisamente
una de tales emociones es esa expectación ante un desenlace sobrenatural
que Bécquer quiere inspirar e n los lectores de todas sus narraciones
fantásticas.
Hemos dicho que en «El monte de las Ánimas» existe un auditorio implícito,
no descrito: el de las dueñas que con ocasión de la noche de Difuntos
refieren cuentos temerosos. Mas en el mismo salón había también «algunos
grupos de damas y caballeros que conversaban familiarmente», y en tan
larga y pavorosa velada parece improbable que alguno de estos grupos no se
fundiera por un momento con el de las dueñas, o que alguno de los
individuos de aquéllos no aprovechara su cercanía para escuchar
disimuladamente alguno de los cuentos de terror narrados por tan sabias
viejas. Al mismo tiempo que todos estos grupos conversan, narran y
escuchan, Alonso, hijo del conde de Alcudiel, cuenta a su prima, hija del
conde de Borges, la tradición de la aterradora batalla fantasmal entre los
espectros de los templarios y los de los hidalgos de Soria que se repite
cada noche de Difuntos y forma la base de la leyenda de Bécquer. En fin,
he aquí en esta narración un verdadero congreso de cuentistas, narradores
y relatores de todas las edades y ambos sexos, cada uno con sendo público.
No se entiende el arte becqueriano de lo fantástico, ni la autenticidad de
que Gustavo logra dotar lo prodigioso, sin tener muy presente el constante
entrecruce -interacción- de diferentes públicos y sus respectivas
reacciones ante el terror sobrenatural, pues de tan dinámica química
humana proviene la verosimilitud especial que nos convierte a todos en
fervorosos creyentes en lo inconcebible.
«El gnomo» tiene en común con «El monte de las Ánimas» el hecho de que en
sus páginas encontramos auditorios implícitos y otros directamente
descritos. Estos últimos gozan del tratamiento quizá más completo del
auditorio interior que hay en los cuentos de Bécquer. La siguiente puesta
en escena se halla en el segundo párrafo del capítulo I de «El gnomo»:
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba
el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar.
Tenía cerca de noventa Navidades [...]. Nadie contaba un
chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más
estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una
sentencia o un adagio. Las muchachas al verlo, apresuraron el paso
con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas
comenzaron a suplicarle que les contase una historia...
(OC, 216)
Naturalmente, el tío Gregorio les complace, pues no hay nada en que él
mismo tenga mayor gusto, y merced a su singular talento para la narración
el viejo se va poco a poco apoderando de las imaginaciones y aun de las
almas de su auditorio, según se desprende, por ejemplo, de este apunté
sobre la reacción de las muchachas ante cierta hórrida advertencia del
rústico relator: «El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un
tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas
para mirarlo» (OC, 218).
Diestro narrador, el viejo Gregorio sabe hacer su temible historia todavía
más emocionante puntuándola con la retórica de pausas estratégicamente
introducidas en el hilo de su desarrollo: «Al llegar aquí, el anciano se
detuvo un momento. Las muchachas [...] guardaban entonces un profundo
silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios
ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el
rostro» (OC, 221). Recuérdese y compárese el uso de pausas por la
sirvienta de Gustavo al contarle historias de las brujas de Trasmoz.
Inevitablemente, los lectores nos unimos psicológicamente a las muchachas
que escuchan arrobadas al tío Gregorio; y nosotros, unos oyentes más, nos
vemos pendientes también de los labios del persuasivo nonagenario. Contado
que hubo su historia el tío Gregorio, «el grupo de mozuelas se disolvió,
alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza [...]; dos
muchachas [...], preocupadas con la maravillosa relación, parecían
absortas en sus ideas, se marcharon juntas, y con esa lentitud propia de
las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa»
(OC, 223). Y de esa preocupación estimulada en medio del auditorio, en
medio de la reacción colectiva, arranca el poético pero siniestro
desenlace que sobreviene a esas dos chicas.
En «La ajorca de oro» se incluye un curioso detalle descriptivo que
condiciona toda la pecaminosa aventura del robo de la joya de la Virgen
por Pedro Alfonso de Orellana para complacer a su novia María Antúnez.
Trátase de opiniones formadas en grupo, o en todo caso, por la influencia
de grandes números de prójimos. Aquí no tenemos ni auditorio implícito ni
auditorio descrito, pero sí hay una fuerza colectiva que desempeña el
mismo papel que la preocupación en «El gnomo». Me refiero a cierto pasaje
relativo a Pedro, donde se le describe como «supersticioso, supersticioso
y valiente, como todos los hombres de su época» (OC, 115). Yo he subrayado
la frase que representa la dinámica del grupo, en función de la cual
Orellana es llevado hacia el pecado y el portento.
Otros importantes auditorios, poco típicos en el conjunto de las Leyendas
y sin embargo muy apropiados a aquella en que figuran, son los públicos de
fieles que escuchan la música de la misa del Gallo en «Maese Pérez el
organista», y sin cuya reacción en masa no se apreciaría todo el arte y
fuerza del brillante músico, ya vivo, ya muerto. Por ejemplo: «... de
todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un
suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los
circunstantes, contenida mientras dura la música» (OC, 146). Después de la
muerte de maese Pérez, el malísimo y muy pedante organista de San
Bartolomé viene a suplirle en la Nochebuena; y sin embargo, los tonos del
antiguo órgano del maestro muerto son tan maravillosos como siempre. Tan
gran misterio empieza a aclararse cuando la demandadera del convento de
Santa Inés, platicando con una comadre suya, recuerda otros auditorios
pasados. Las «dos mujeres» se internaban en el callejón de las Dueñas,
cuando se expresaba así la guía del narrador y el lector:
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? [...] Yo soy de este
genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos
descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber
tocado lo que acabamos de es cuchar... Si yo lo he oído mil veces en
San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el
señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con
algodones...
(OC, 155)
Reacciones comunes, reacciones individuales: se funden en las Leyendas, y
de estas últimas, aun más importantes que las primeras, hablaremos
extensamente, una vez que hayamos echado una ojeada a los auditorios en
otros dos relatos becquerianos.
En «El beso», como saben todos los lectores, un capitán del ejército
francés muere horrorosamente castigado por haber intentado imprimir un
sacrílego ósculo en los labios de la estatua sepulcral de una bella y
casta dama medieval, cuya deslumbrante efigie se halla arrodillada junto
al altar en la ruinosa iglesia de un convento de Toledo, en la que el
oficial galo y sus hombres están alojados. El capitán invita a un grupo de
oficiales, amigos suyos, alojados en otros edificios de la aguerrida
ciudad imperial, a tomar champagne con él en la iglesia del convento y a
contemplar la extraordinaria estatua -casi parece de carne y hueso- de la
que él está perdidamente enamorado. En la fiesta el anfitrión, ya muy
bebido, no se cansa de hablar de su amor por la dama marmórea; sus
compañeros le escuchan, pero no se limitan a ser auditorio. Hacen la
visita turística a las diferentes esculturas de la iglesia desmantelada, y
son testigos de la locura y sangrienta muerte del capitán.
Su función exacta se descubre por una serie de referencias a lo largo de
las cinco últimas páginas de la leyenda: «Sus camaradas, afectando la
mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo [...].
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo [...].
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, lo
sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido [...]. Los jóvenes
acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia [...]. Los oficiales,
mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
[...] Habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarlo con
una espantosa bofetada de su guantelete de piedra» (OC, 286-290). ¿Cómo
creeríamos que la estatua del marido de esa hermosa dama de piedra gozara
del movimiento para tal venganza si lo hubiese visto un solo testigo, si
todo el ambiente de la iglesia hubiese sido observado por un solo
compañero? A éste le habríamos creído tan loco como el mismo capitán.
Pero, habiendo todo un auditorio de testigos...
«La corza blanca» contiene, en forma irónica, un importante consejo sobre
el mejor modo de atraer y retener la atención del auditorio. El caballero
aragonés don Dionís ha salido de su torre señorial, junto con sus monteros
y otros cazadores, a gozar de su deporte predilecto; su hija Constanza se
une «al grupo de los cazadores» (OC, 256); y durante un descanso, el zagal
Esteban principia a relatarles sus extrañas aventuras con las corzas de
esa comarca (que se convierten cada poco en encantadoras doncellas). Al
lanzarse a su relación, el zagal parece un orador nato: observa a sus
oyentes, procura tomar en cuenta las reacciones de quienes escuchan, e
intenta reforzar la confianza de éstos en lo que él va narrando: «Creedlo,
señores -les dice-, esto es tan seguro como que me he de morir» (OC, 259).
Sin embargo, pocos momentos después empieza a fallarle este sistema,
aunque el desenlace de la leyenda revelará que el inocente no era él, sino
esos señores tan escépticos que se reían de él. La explicación del fallo
de la retórica de Esteban y el apunte sobre el método más acertado para
dominar, ya al auditorio interior de personajes, ya al público de
lectores, se nos brindan juntos en la frase que he subrayado en el pasaje
siguiente:
El zagal, aunque sin atender al efecto que su narración había
producido, parecía todo turbado e inquieto, y mientras los señores
reían a sabor de sus inocentadas él tornaba la vista a un lado y a
otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo
a través de los cruzados troncos de los árboles.
(OC, 260)
Esteban había atendido al efecto que causaban a sus oyentes los lances
individuales de su narración, pero no al efecto del conjunto de ésta; así
sólo había conseguido asustarse a sí mismo. El punto de poética fantástica
alegorizado aquí es entonces el mismo al que Poe llama el «efecto único».
Tanto el efecto del conjunto de la historia fantástica como el de sus
diversas partes podrán apreciarse con mayor precisión si añadimos ahora a
las consideraciones anteriores el estudio de las reacciones individuales
de los miembros del auditorio interior y de los demás personajes ante lo
sobrenatural.
II. Subversión de la realidad y reacción individual
El recurso principal del Bécquer cuentista fantástico para la comunicación
de la experiencia de lo sobrenatural al lector, recurso por otra parte
clásico del género, es el de oponer unas reacciones individuales
escépticas ante el prodigio a otras muy diferentes, crédulas, ya sean
tales reacciones de miembros del auditorio interior, ya de otros
personajes o testigos que aparecen en la leyenda (la distinción no es
siempre posible). Ya hemos visto que coadyuvan a la autenticación del
elemento sobrenatural las introducciones de las siete leyendas que la
tienen y el auditorio interior considerado en su conjunto, mas donde la
contradictoria vivencia de lo fantástico con toda su inquietante
intensidad (¿creer? ¿no creer?) pasa de la psique de los entes de ficción
a la de los lectores de carne y hueso, es al nivel individual; aquí
asimismo es donde el lector se encuentra tan envuelto como los personajes
en la obsesionante agonía del «casi creer»: y aquí es, por último, donde
se unen auditorio interior y auditorio exterior (lectores) en el logro de
una arrolladora visión nueva de la realidad, la cual les viene de ese
«efecto único» que el escritor fantástico busca en cada relato.
En el mismo lugar (su reseña de 1842, de los Twice-Told Tales de
Hawthorne), Poe habla también de «la totalidad del efecto», y no habría
que olvidar que hemos considerado aquí dos pasajes becquerianos en los que
se insiste en el «efecto» que se produce con la narración fantástica.
Ahora bien: el «efecto único» de lo sobrenatural en las Leyendas de
Bécquer depende directamente de la reacción individual, a cuyo escrutinio
vamos a dedicar las páginas restantes de este capitulo. Dicho efecto es
ese perturbador desencajamiento de nuestro habitual sentido de la lógica
que experimentamos al aceptar como posible un fenómeno físico o espiritual
que representa la contravención de las leyes natura les de nuestro
universo. ¿Por qué aceptamos tal subversión de nuestro buen sentido y aun
de nuestra voluntad? Pues, porque se nos confirma por el testimonio de
nuestros sentidos y sensaciones, y he aquí una aceptación que no se
explica sin tener presente que los lectores modernos somos en último
término hijos intelectuales de la Ilustración dieciochesca y especialmente
de su epistemología sensacionista, según la cual todos nuestros
conocimientos proceden de la sensación, de la impronta que el mundo en
torno nuestro deja en nuestros cinco sentidos. Hijos de esta escuela
materialista, no queremos creer sino aquello que podemos ver y palpar, y
orgullosos, pensamos que tal actitud nos protege contra el absurdo; pero
tan arraigada está nuestra confianza en nuestros sentidos, que cuando
éstos nos sorprenden confirmando algo que contraviene a toda la lógica
natural que habíamos pretendido derivar de sus testimonios, aceptamos los
datos sensoriales como de costumbre, aunque sea temblando esta vez de
terror, y he aquí al mayor escéptico convertido en testigo convencido de
lo sobrenatural.
De ahí entonces el acento que se escribe sobre la reacción individual en
estos y otros cuentos fantásticos, porque la reacción, sobre todo la
aceptadora, se nutre en gran parte de la sensación suscitada por el
prodigio -sensación suscitada en mí-; y de ahí el hincapié que también se
hace en la sensación en las páginas críticas de Bécquer relativas a la
narración fantástica, así como en los escritos de casi todos los críticos
que tratan del género. Por ejemplo, Lovecraft discierne el secreto del
genial arte del escritor fantástico Algernon Blackwood en «la
preternatural penetración con que reúne, detalle tras detalle, todas las
sensaciones y percepciones que llevan desde la realidad hasta la vida o
visión sobrenatural»28. No sé si se habrá hecho antes o no esta
observación, pero en el fondo el trabajo de la literatura fantástica, al
utilizar así la sensación, consiste en utilizar contra la ciencia moderna
los medios que son propios de ésta, por cuanto la observación sistemática,
fundamento de todos los descubrimientos científicos modernos, tiene sus
antecedentes en Bacon y sus inmediatos sucesores, los sensacionistas. En
fin, al instalarse en el mundo del género fantástico se le subvierte
primero al escritor y luego al lector el orden natural de las cosas; y es
una experiencia tan agotadora para los nervios como intrigante para el
intelecto. Por este motivo, cuando habla de las Historias extraordinarias
de Poe su gran traductor francés, Charles Baudelaire, dice: «Poe est
l'écrivain des nerfs».
Voy a citar algunas palabras más de la misma página de Baudelaire, porque
con ellas se capta en forma elocuente la enervante experiencia del hombre
individual que ve subvertírsele el mundo:
Ningún hombre, lo repito, ha contado con más magia las excepciones
de la vida humana y de la naturaleza; [...] la alucinación dejando
primero lugar a la duda, pronto convencida y razonadora como un
libro; el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola por
una espantosa lógica; la histeria usurpando el lugar de la voluntad;
la contradicción establecida entre los nervios y el espíritu, y el
hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la
risa29.
Quisiera referirme también un momento a Stephen King, el más conocido de
los actuales narradores fantásticos norteamericanos, porque aunque podría
parecer una nueva digresión, es de aquellas digresiones que vienen al
caso. Las últimas palabras de Baudelaire, sobre la expresión del dolor por
la risa, podrían a primera vista sorprender al lector de cuentos de
terror. Y sin embargo, si hubiéramos de atenernos a la teoría de King que
voy a explicar a continuación, el relato sobrenatural es una forma
esencialmente tragicómica; porque dicho escritor estadounidense mantiene
que de igual modo que el humorismo por lo grotesco se acerca a veces al
horror, el horror se aproxima en ciertos momentos al humorismo. King y
cierto colega suyo del género de terror -nos dice aquél- se confesaron en
sendas cartas familiares que al estar escribiendo y dar por fin con el
detalle más siniestro de la solución de una de sus espeluznantes
invenciones, suelen sonreírse y sentir cierta «ominosa jocosidad». En este
perverso goce moral, King descubre la «voz» especial del género
fantástico30; y esta voz la oye inevitablemente todo lector a través de
las reacciones de las figuras que intervienen en leyendas becquerianas
como «La cruz del diablo», «El monte de las Ánimas», «El miserere», «El
gnomo», «La promesa», «El beso», etc.
Continuaremos ahora el análisis de las reacciones individuales ante el
horror, dividiendo los relatos de Gustavo en varios grupos y parejas según
la forma que tome lo maravilloso en cada variante; mas primero hace falta
distinguir claramente entre dos conceptos diferentes de aquello que
constituye lo sobrenatural.
III. La reacción individual en tres leyendas cristianas
Desde el punto de vista del manejo del elemento sobrenatural, las tres
leyendas menos interesantes son aquellas en que interviene en forma
directa y clara la voluntad divina cristiana: «La ajorca de oro», «El
Cristo de la Calavera» y «La rosa de Pasión». Al hacer tal afirmación doy,
naturalmente, al adjetivo sobrenatural la acepción de «fantástico,
prodigioso, espectral» que suele tener en la crítica relativa al género
del que se trata aquí, y no su otra acepción teológica. Aunque sean en
muchos casos alusiones puramente ornamentales, no hay ninguna leyenda
becqueriana que no contenga detalles cristianos (salvo «El caudillo de las
manos rojas», que queda excluido de nuestra consideración). Mas para
comprender los diferentes papeles que desempeña lo cristiano en las
Leyendas, es preciso distinguir entre ambientación y fuerza motriz. Donde
el desenlace de un relato es determinado por la mediación de un agente
sobrenatural en el sentido teológico (Dios, Jesucristo, la Virgen), el
efecto que se nos causa participa forzosamente de la unción religiosa; la
emoción que sentimos es admirativa, consoladora, positiva, y por ende,
totalmente diferente de la inquietante perplejidad, desorientación
espiritual o desconocido terror que experimentamos ante la solución del
típico cuento fantástico con su motivación, ya inexplicable, ya siniestra,
y su subversión de la realidad normal.
Por razones evidentes, entre los seres sobrenaturales reconocidos por los
teólogos, el Ángel Caído es un caso aparte; y en «La cruz del diablo»,
donde un siervo del demonio es la figura central, el ambiente, la solución
y el efecto son completamente sobrenaturales en el sentido que
acostumbramos dar a este calificativo en el presente libro. La mayoría de
las Leyendas representan así variantes a lo largo de una gama que va desde
fenómenos fantásticos de tipo paga no como los que se dan en «Los ojos
verdes» y «La corza blanca» hasta casos singulares y sobrenaturales,
consistentes con la moralidad cristiana, pero no ocasionados por ninguna
persona sagrada ni en nombre de la Iglesia, por ejemplo, los que se narran
en «Maese Pérez el organista» y «La promesa». A primera vista, «Creed en
Dios» podría parecer la cuarta excepción a la regla mayoritaria de las
catorce leyendas que nos ocupan, pues en este cuento se castiga a un
enemigo de Dios, pero la voluntad divina castigadora se representa como
fuerza puramente física, como vendaval que lleva al mal caballero y su
corcel siempre tras sí, por todo el mundo y aun por el espacio, y es a la
vez tal la porfía del caballero ateo, que parece desatarse ante nuestros
ojos un desafío a muerte entre dos ciclones; y aun en las líneas finales
de esta cantiga, donde por fin sí se toca el tema de la contrición, nos
interesa muchísimo más el asombroso descubrimiento de que la cabalgata de
Teobaldo de Montagut ha durado más de cien años, y su despertar le
presenta un mundo tan cambiado como se puede suponer. Es más: tan
sorprendente dato cronológico es sobrenatural, no en el sentido teológico,
sino, muy evidentemente, en el otro sentido de «fantástico».
Hemos dicho varias veces que, según la definición clásica del género
fantástico, los relatos pertenecientes a éste se caracterizan por la
irrupción de lo peregrino en un medio normal y realista con tal fuerza,
que se nos impone e l asentimiento. Pues bien, en los cuentos fantásticos
compuestos en la España del siglo XIX, lo católico no es sino una de las
caras de ese medio normal que será repentinamente alterado por la
intrusión del prodigio. La prueba de esto es que en las mejores Leyendas
el cristianismo sólo está presente al nivel de la arquitectura religiosa y
las costumbres populares. Examinemos primero las reacciones individuales
ante el milagro en las tres leyendas en las que la voluntad divina es el
principal móvil sobrenatural para así poder pasar más pronto al análisis
de las once restantes, que son las más típicas.
La dialéctica entre el escepticismo y la fe ante lo sobrenatural tiene su
forma más sencilla en la leyenda más cristiana, que es «La rosa de
Pasión». Trátase en ésta de la crucifixión en Viernes Santo de la joven
judía Sara, convertida al cristianismo por la influencia de su amante. A
lo largo del relato se representan las costumbres de los judíos toledanos
«según los rumores del vulgo» (OC, 292). Un «sobrenatural presentimiento»
(OC, 298) parece guiar a Sara hacia la ruinosa iglesia bizantina en las
cercanías de Toledo donde los hombres judíos celebran sus misteriosos
ritos, y donde después, en recuerdo del martirio de la joven conversa,
brotará la rosa de Pasión, en la cual se ven figurados los atributos del
martirio del Salvador (único fenómeno en realidad fantástico). Sara
intenta sobreponerse a la opinión vulgar, batalla con sus propios
presentimientos, y sin embargo... «Una idea espantosa cruzó por su mente:
recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de
misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño
crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia
inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos» (OC, 299).
A esto se limita la dialéctica entre el rechazo o la aceptación del
concepto popular de las costumbres religiosas supuestamente siniestras de
los hebreos. Sara cede a los rumores vulgares sobre las inhumanas
prácticas de los judíos, y merced a su cesión acaba por entrar en las
páginas del martirologio. Es una narración bellamente escrita, mas el
mecanismo del martirio cristiano es demasiado conocido, demasiado
confortante, para que con él se logre un ambiente plenamente sobrenatural
en el sentido literario; no se describen en detalle las misteriosas
prácticas de los judíos; y al mismo tiempo el estilo narrativo
terciopersonal se utiliza en tal forma, que se excluye de esta historia la
expresión directa por los personajes de la pavorosa reacción individual
ante el portento.
Yo diría que en cuanto a la calidad literaria de la página individual «La
rosa de Pasión» es muy superior a «La ajorca de oro», y no obstante, como
cuento de terror, este último relato es más interesante. Sería tentador
pensar que entre los centenares de libros sobre las más variadas materias
que el Bécquer adolescente devoró en la biblioteca particular de su
madrina, doña Manuela Monnehay, pudo leer los Discursos forenses (Madrid,
Imprenta Nacional, 1821), del célebre poeta y jurisconsulto Juan Meléndez
Valdés, y en particular su «Acusación fiscal contra Manuel C..., reo
confeso de un robo de joyas, de diamantes y perlas hecho en la iglesia y a
la santa Imagen de Nuestra Señora de la Almudena» (1798); pues en «La
ajorca de oro» se relata un crimen del mismo tipo, cometido esta vez
contra la Virgen del Sagrario en la catedral de Toledo. En la leyenda
becqueriana, Pedro Alfonso de Orellana, por complacer a su novia María
Antúnez, roba la aludida ajorca a la famosa imagen.
El paralelo entre los crímenes se hace cada vez más interesante, pues
incluso el desenlace de la narración becqueriana se sugiere por la tétrica
retórica del discurso forense de Batilo. Meléndez Valdés increpa a su reo
en los términos siguientes:
¡Desventurado! ¡y lo pudiste hacer! ¡y no temblabas poner tus impías
manos en aquel venerable simulacro [...]! ¡No temblabas que su
cólera vengadora descargase al instante sobre tu culpable cabeza
[...]! ¡No temblabas, no te estremecías a cada presea que arrancabas
[...]! ¡No temblabas, impío, considerando la religión augusta del
lugar, el lúgubre silencio, las tinieblas que te cercaban, la
soledad espantosa en que te veías, el contemplarte ya como fuera del
mundo y en la habitación de la muerte, bajo mano del Señor, entre
las imágenes de los santos, los cadáveres de los fieles, la trémula
luz de las lámparas que parecen sólo arder para aumentar con las
sombras el pavoroso horror, el miedo involuntario, irresistible,
santo que inspiran a todos estas cosas [...]31
Parece mentira que no se haya vuelto loco de terror el ladrón que robó a
la iglesia de la Almudena en 1798; y esto es precisamente lo que le pasa a
Pedro Alfonso de Orellana, en «La ajorca de oro», cuando en medio de su
peligrosa hazaña nocturna se animan y descienden de sus huecos todas las
imágenes y estatuas de santos y muertos que hay en la catedral de Toledo
para rodear al enamorado reo y ver «con sus ojos sin pupila» el sacrílego
crimen. (Téngase en cuenta al mismo tiempo que la descripción becqueriana
del ambiente, semejante a la de Meléndez Valdés, es de tonalidad aún más
terrorífica.) Al otro día los dependientes de la catedral encontraron a
Orellana al pie del altar con la ajorca de oro todavía en sus manos. «El
infeliz estaba loco» (OC, 122).
Ambas definiciones de sobrenatural son operantes en «La ajorca de oro»:
frente al carácter sobrenatural (divino) de María, Madre de Dios, se
coloca otra María, la ya dicha María Antúnez, la novia de Orellana, quien
es «hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que
tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos
en la tierra» (OC, 115; la cursiva es mía). La diabólica novia de
Orellana, quien envidia a la Virgen esa espléndida ajorca, revela su
satanismo por su propia boca al bromear irreverentemente sobre el criminal
símbolo de amor que exige a su pobre novio. «Desperté -dice María Antúnez,
refiriéndose a su sueño de la noche anterior sobre las joyas de la
Virgen-; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante
a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el
mismo Satanás» (OC, 118). Las dos Marías constituyen las fuerzas
concentradas entre las que se desgarra el espíritu de Orellana; y «en sus
facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una
idea» (loc. cit.). Nótese la referencia a la influencia maléfica en la
repetición de la voz idea, que he escrito en letra cursiva en los dos
últimos pasajes.
Ahora bien: se introduce tal influjo en un alma que siente una profunda
devoción «a nuestra santa Patrona», y el choque se refleja en la misma voz
del joven por un nuevo «acento de terror» (loc. cit.). De acuerdo con este
esquema, en la misma catedral, al ir ya Orellana a realizar su robo, no se
da tanto una oposición entre escepticismo y fe (aunque algo de eso hay),
como una serie de atracciones y rechazos entre los dos poderes
sobrenaturales ya indicados. Orellana siente miedo al verse entre las
llamas moribundas de las lámparas y las sombras de la catedral, pero
luchando consigo: «¡Adelante!» -exclama (OC, 121)- (¿equivalente del
escepticismo en otros cuentos fantásticos de Bécquer?). Nueva oscilación.
La dulce sonrisa de la Virgen del Sagrario parece atraerle y consolarle.
Mas mientras meditaba en su criminal intención, «aquella sonrisa muda e
inmóvil que lo tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor»
(loc. cit.). Otra oscilación, la última, la que le lleva a la realización
de su fechoría contra la Virgen; nuevo equivalente acaso de lo que
representa el escepticismo en los relatos fantásticos no religiosos; me
refiero a estas palabras del narrador sobre la realización del atentado de
Orellana: «Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla [a la
Virgen], extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la
ajorca» (loc. cit.). Los ojos, cuando los abrió, fue para ver la multitud
de animados testigos de piedra que ya le rodeaban.
De los tres relatos en cuya acción se interpone la divinidad, el que se
acerca más a los once restantes es «El Cristo de la Calavera», quiero
decir, el que se acerca más a ellos por su manera de aprovechar esa
indispensable oposición entre el descreimiento y la credulidad con la que
arteramente se va poco a poco rindiendo la resistencia del lector dudoso.
En «El Cristo de la Calavera», dos amigos fraternales van a batirse en
duelo a muerte porque están enamorados de l a misma beldad, quien resulta
que no merece en absoluto el noble y puro amor que Alonso de Carrillo y
Lope de Sandoval le profesan; pues ella, doña Inés de Tordesillas, además
de coquetear con ambos amigos, franquea por la noche su balcón a por lo
menos un caballero más. En la calle del Cristo, de Toledo, hay un retablo,
con una imagen del Redentor que tiene una calavera a sus pies, empotrado
en un muro e iluminado de noche por un farolillo. A la luz de éste se
realizará el desafío.
Mas cada vez que se tocan las espadas, por tres veces, se apaga la luz;
cada vez que se separan, vuelve a arder la mecha del farolillo como por
milagro. Evidentemente, el Señor no quiere que dos fieles y tiernos amigos
de toda la vida se maten; incluso el número de apagones, tres, revela que
es la voluntad del Señor, si se piensa en la frecuencia de ese número en
el cristianismo: la Trinidad, las tres negaciones de Jesucristo por San
Pedro, etc. Pero Alonso y Lope, tan insistentes en imponer cada uno su
voluntad humana, se olvidan de que existe otra Voluntad superior, y ese
olvido por poco se convierte en escepticismo. La primera vez que se apaga
el farolillo, uno de los jóvenes dice con tono de hombre razonable, casi
escéptico: «Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar»
(OC, 210). La segunda vez que sube la llama, el otro duelista titubea,
movido por el ambiente fantástico y el miedo a algo suprarracional: «En
verdad -dice- que esto es extraño» (loc. cit.). El otro, Alonso, más
escéptico que nunca, replica: «¡Bah! Será que la beata encargada de cuidar
el farol del retablo sisa a las devotas y escasea el aceite» (loc. cit.).
La tercera vez, empero, que se apaga la luz, se oye una voz desconocida y
medrosa que lleva a la victoria de la fe sobre la desconfianza, como
sucede siempre en esta pugna que se da en toda la literatura sobrenatural,
salvo que en los tres cuentos que nos ocupan de momento fe tiene
evidentemente dos sentidos. Sin embargo, las líneas de «El Cristo de la
Calavera» que se refieren a la extraña voz que se oye en la oscuridad, no
sorprendería hallarlas en las otras once Leyendas estudiadas aquí o en
cualquier cuento fantástico desde los de Poe hasta los de nuestros días:
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero
al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror,
que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y
por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus
frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío
como el de la muerte.
(OC, 211)
En realidad, no son once, sino solamente diez, los cuentos fantásticos
becquerianos que nos restan por analizar desde el punto de vista de la
contienda entre el escepticismo y la aceptación de lo sobrenatural;
porque, aunque «La cueva de la Mora» pertenece al grupo de leyendas cuyo
estudio abordamos ahora, puesto que en ella dos aparecidos vuelven a
visitar la escena de su muerte y no interviene la divinidad, el enfoque
narrativo de este relato está limitado casi exclusivamente a su fase
prefantástica, y la presentación terciopersonal se utiliza hasta tal
punto, ni que ninguno de los personajes tiene ocasión de expresar
reacciones ni escépticas ni crédulas. En efecto: no habla sino en una sola
ocasión un solo personaje, quien no es capaz ya de decir otra cosa que el
que tiene sed y se muere. (El lector sí se acordará de que «La cueva de la
Mora» tiene una interesante introducción, y también es notable en esta
leyenda el aparato folklórico habitual de las narraciones fantásticas de
Gustavo.)
IV. La reacción individual en cinco parejas de leyendas
Las diez leyendas restantes pueden dividirse en cinco parejas de acuerdo
con las circunstancias que acompañan a la lucha entre la duda y la
credulidad sostenida por las diversas figuras que se hallan enfrentadas
con el prodigio. «La cruz del diablo» y «Maese Pérez el organista»
contienen líneas que pudieran ser declaraciones críticas generales sobre
la función de la dialéctica entre el escepticismo y la fe en el género
fantástico. En «El miserere» y «La promesa» la credulidad del personaje
más afectado por el portento resalta aún más debido a su locura o aparente
locura. El protagonista de «Creed en Dios» y el de «El beso» son llevados
a castigos tanto más severos cuanto que los dos son irreverentes y
descreídos. «Los ojos verdes» y «La corza blanca» se unen por el hecho de
que aparecen en estas dos relaciones personajes femeninos caracterizados
por un taimado escepticismo hipócrita. Se utiliza en «El monte de las
Ánimas», así como en «El gnomo», una serie de ecos o repeticiones -en el
primer caso, de un detalle descriptivo, y en el segundo, de una palabrapor las que se realza el siniestro efecto de lo sobrenatural.
La primera expresión del escepticismo en «La cruz del diablo»
-escepticismo retórico más bien que sincero-, puesta en boca del «guía
natural del país» que hace de narrador omnisciente a partir del capítulo
II, constituye al mismo tiempo la formulación de un importante precepto de
la poética del género fantástico. (Se trata en el pasaje siguiente de la
historia que los labradores repetían sobre el satánico señor del Segre.)
Cuanto queda repetido, si se lo despoja de esa parte de fantasía con
que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene
en sí de sobrenatural y extraño.
(OC, 104)
Unos setenta años más tarde, en su libro Supernatural Horror in
Literature, Lovecraft reitera el mismo punto de estética (¿metafísica?)
fantástica: esto es, que la aparente violación de las leyes de la
naturaleza que caracteriza a la narración sobrenatural depende de que los
personajes y los lectores lo miremos todo a través del prisma del miedo:
Tiene que estar presente [en el relato] cierto ambiente de terror
jadeante, inexplicable, ante fuerzas exteriores, desconocidas; y
debe haber, ajustada a lo serio y lo portentoso del tema, cierta
insinuación de ese más terrible temor del cerebro humano: una
suspensión o derrota de aquellas leyes fijas de la naturaleza que
son nuestra única salvaguardia contra los asaltos del caos y los
demonios del espacio sin sondar32.
Y tan bien se realiza este principio en «La cruz del diablo», que ningún
lector deja de temblar al escuchar los satánicos y atormentados gemidos
del hirviente metal de la armadura del mal señor del Segre mientras lo
funden en la hoguera y lo martillean sobre el yunque para formar los
brazos de la temida cruz. (El alma del malvado señor parece que se había
unido con el metal de su siniestra armadura, y ni en la muerte se había
podido liberar del instrumento de sus maldades.) Mas el verdadero papel
del trozo de «La cruz del diablo» que queda citado, al igual que de otros
expresivos del escepticismo, es el de alternar con expresiones de
credulidad en la persistente disputa entre estas actitudes que informa las
mejores leyendas becquerianas.
Temía la gente que se hubiese resucitado el sangriento cadáver del señor
del Segre, porque había quienes aseguraban que de noche se oía otra vez el
metálico son de las piezas de su armadura; en todo caso, una banda de
malhechores merodeaban otra vez en el campo y aterrorizaban a los
humildes. Al principio se desechaba como patraña la idea de que el señor
del Segre pudiese resucitar, pero «las fábulas, que hasta aquella época no
pasaron de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud -nos dice el
guía- comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más
probables» (OC, 103). En este pasaje se dan juntos, casi confundidos,
escepticismo y credulidad, aunque se medio prevé ya la victoria final de
ésta. Luego, en la página siguiente, se pasa al otro extremo, pues
encontramos ya las desdeñosas líneas sobre el miedo que reproduje antes.
Pero, pese a las primeras apariencias, tanta insistencia en la visión
escéptica de las cosas no lleva a ninguna aplicación más aguda de nuestra
razón a la aclaración científica de los rumores vulgares sobre los
fenómenos sobrenaturales. Entonces, ¿por qué se insiste tanto en las
objeciones ya citadas? Pues bien, porque no se captará la tensión
psicológica que sienten los aterrados personajes sin que se representen en
forma absolutamente clara los dos polos entre los que se produce esa
tensión, y uno de esos polos es desde luego la duda. Mas, al mismo tiempo
-y esto es todavía más importante, en lo que se refiere a la recepción de
la ficción fantástica por el lector-, la insistencia en el escepticismo
sirve para escudar un poco ese delicado honor de personas ilustradas y
lógicas que los lectores compartimos con el autor. Una vez ofrecido este
sacrificio al buen sentido y el rigor científico, podemos ya, sin más
vergüenza, permitirnos el exquisito lujo -¿escapismo controlado?- del
terror ante lo desconocido. Luego otra ciencia, menos rigurosa, eso sí, el
folklore, acudirá a reforzar nuestro goce en lo irracional.
Pero la gente sencilla de Bellver, en el antiguo feudo del señor del
Segre, no es la más apta para formular tan finas distinciones; y lo peor
es que las noticias sobre los bandidos son tales, que cada vez más van ya
«preocupando el ánimo de los más incrédulos» (OC, 104). La lucha interior
en el alma de «los más incrédulos» moradores de Bellver se inflama aún más
cuando, al morir, un antiguo siervo del señor del Segre emite ciertas
inquietantes revelaciones sobre éste. «El autor de estas revelaciones
-apunta luego el narrador- murió con la sonrisa de la mofa en los labios y
sin arrepentirse de sus culpas» (OC, 106). Veremos sonrisas escépticas en
los labios de ciertos personajes de otras leyendas, pero la presente
sonrisa, lejos de significar el desprecio de un ilustrado ante los
extraños acontecimientos nocturnos en Bellver, confirma a los humildes en
su miedo y credulidad, pues es la maliciosa sonrisa de quien regocijado
cree prever una venganza satánica. Al final del relato, las autoridades
debaten sobre lo que habría que hacer con la endemoniada armadura, y ya
«la multitud [...] aguardaba impaciente el resultado del juicio», cuando
vino a rematar su crédulo terror la «relación del aterrado guardián» de la
cárcel: se había escapado la armadura. Tal revelación en boca del guardián
era tanto más arrolladora cuanto que en este señor la superstición popular
había tenido que librar repetidas batallas contra una fuerte inclinación
escéptica: «Yo no acertaré nunca a dar razón -dice el guardián
introduciendo su relación-; pero es el caso que la historia de las armas
vacías me pareció siempre una fábula [...], tanta era mi fe en que todo no
pasaba de cuento». Así se animó el guardián a penetrar una noche en el
calabozo de la armadura. «Nunca lo hubiera hecho» -dice el antiguo
escéptico, dominado todavía por su terror- (OC, 110-112).
El elemento sobrenatural y así las reacciones individuales estimuladas por
él no se introducen en «Maese Pérez el organista» hasta las cuatro últimas
páginas. El mal organista de San Bartolomé ha querido suceder a Maese
Pérez en la fama, tocando el órgano de la iglesia del convento de Santa
Inés en la Nochebuena siguiente a la de la muerte del simpático viejo. Mas
al bajar de la tribuna, después que el público con mucha sorpresa ha
escuchado una música tan maravillosa como todos los años, el pedante les
sorprende todavía más con estas palabras: «Por todo el oro de la tierra no
volvería a tocar este órgano» (OC, 155). Preguntado por qué, dice que
porque el órgano es viejo y malo, pero ya sospecha el lector que es porque
el alma de Maese Pérez, y no el mal organista, ha pulsado las teclas.
Sospecha lo mismo la ladina demandadera: «Aquí hay busilis» -afirma- (OC,
156). Hasta aquí los que están en el secreto (solamente el organista
sustituto y la demandadera) son crédulos.
No se ofrece, empero, oportunidad de reflexionar sobre tan espeluznante
fenómeno hasta la próxima Nochebuena cuando le corresponderá a la aterrada
hija de Maese Pérez, novicia ya en el convento de Santa Inés, tocar el
afamado instrumento de su padre. Sermoneando a la hija del organista, la
superiora del convento le dice en tono escéptico, nada compasivo: «Vuestro
temor es sobremanera pueril». «Tengo... miedo -le responde la joven[...]. No sé..., de una cosa sobrenatural» (OC, 156). Luego la novicia le
cuenta a la superiora cómo la noche anterior había subido a la tribuna a
templar el órgano y cómo el horror le había helado la sangre en las venas
al ver al espectro de su padre recorriendo con una mano las teclas.
Sin embargo, sigue la contienda entre la incredulidad y la fe. La
superiora replica con un nuevo aviso aún más frío que el precedente (pero
mucho más interesante para el estudioso del género fantástico): «¡Bah!
Hermana -le dice-, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura
turbar las imaginaciones débiles» (OC, 157). En realidad, estas palabras
poseen dos sentidos, uno literal al nivel de la ficción, y otro irónico y
exegético para el lector y el crítico. Pues en el género fantástico el
cometido de la disputa entre el pirronismo y la ingenuidad es precisamente
machacar tanto, que se nos imponga la fantasía, que se nos turbe la
imaginación, que nos hagamos en fin tan débiles, que nos sea imposible ya
resistir a los espectáculos sobrenaturales que se proyectan en nuestra
traviesa pantalla mental. Y escarmienta aún esa antipática priora, porque
durante la misa del Gallo fue de los que acudieron al espantoso grito de
la hija de Maese Pérez, y así, junto con los otros, vio que habiéndose
levantado la joven del banquillo del órgano, éste seguía sonando
aparentemente por sí solo.
En las ficciones fantásticas cuyo tema se remonta a épocas y ambientes
medievales, como «El miserere» (el incendio del monasterio de la Montaña y
su iglesia es un suceso de tiempos muy lejanos), la disputa entre el
escepticismo y la credulidad trae inevitablemente a la memoria las famosas
disputas entre el alma y el cuerpo, el agua y el vino. Y en efecto: en «El
miserere», del que quisiera hablar ahora, la alternación entre posturas
escépticas y posturas crédulas, por ser mucho más regular, se asemeja
mucho más a la forma de la disputa o el debate. Las circunstancias vitales
del músico y peregrino alemán que llega a la abadía de Fitero en la noche
de un Jueves Santo no dejan de ser misteriosas e intrigantes aun antes de
su horripilante visita a las ruinas del monasterio para oír El miserere de
la Montaña; y así al empezar el extranjero a relatar sus antecedentes, se
va produciendo, por lo menos en los más inocentes entre los pastores y
frailes de la abadía que forman el público de la relación, cierta
identificación imaginaria con lo contado, cierta disposición para creer.
El anciano que lo ha contado todo al narrador omnisciente, comenta así la
recepción de la relación del músico alemán: «Como las enigmáticas palabras
del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya
comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en
sus preguntas, su interlocutor prosiguió...» (OC 191). Poco después la voz
narrativa cambia: un campesino cuenta al mismo círculo de oyentes la
historia del horrible pero fascinante Miserere de la Montaña: «una
historia muy antigua -según el nuevo narrador-, pero tan verdadera como,
al parecer, increíble» (OC, 192). Esta última frase me parece
singularmente importante, porque revela que el hablante se siente
mentalmente sacudido, ya en una dirección, ya en la otra, entre la
creencia y la desconfianza; la antes mencionada disputa y sus dos posturas
se interiorizan en el espíritu de este zarandeado relator. El constante
alternar entre las dos actitudes a lo largo de cada una de estas
relaciones cumple a la vez el mismo fin en conexión con el lector: a éste
se le sacude tanto con esos cambios de postura, que pronto, al igual que
los personajes, no sabe a qué atenerse, y por muy sofisticado que sea, en
alguna página no podrá menos de creer momentáneamente. La verosimilitud se
refuerza también en otro sentido con este agitado oscilar; cada repentino
cambio de postura intelectual o afectiva es para el lector como el
repentino descubrimiento de una nueva cara de la verdad de la intrigante
situación.
No bien hubo concluido el campesino de Fitero su historia, «los
circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad» (OC,
193). Sin embargo, el músico extranjero, hombre mucho más culto que los
frailes y campesinos que dudaban de la verdad de la historia del Miserere
de la Montaña, no vacila, al contrario, en absoluto en abrazar con su fe
la pavorosa leyenda sobre esos monjes milagrosamente resucitados que
vuelven cada año a morir entre las llamas de su monasterio, mientras se
funden los últimos acordes del famoso Miserere que cantan y los alaridos
de su propia agonía. «Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción
fortísima -nos dice el anciano refiriéndose al alemán-, sus dientes
chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío
penetró hasta la médula de los huesos» (OC, 197). Reaparece la ironía de
que aquí los escépticos son los incultos, pues el hermano lego vuelve a
representar la postura de la duda. Habiendo regresado el compositor alemán
de su visita de Jueves Santo a las ruinas:
-¿Oísteis, al cabo, el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de
ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a
sus superiores.
(OC, 199)
De todo esto hemos de concluir quizá que el hombre verdaderamente
inteligente es el que es capaz de reconocer la posibilidad de que todo
cuanto tenemos en torno nuestro tenga también una cara oscura que
normalmente no se manifiesta.
Obsesionado con el melancólico miserere de los monjes muertos, el único de
cuantos ha oído que le parece captar adecuadamente el gigante grito de
contrición de la humanidad, el alemán intentó trasladar esa música al
papel, y «proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en
más de una ocasión que admirar a los que lo observaban sin ser vistos»
(OC, 199). En esto hay, evidentemente, una nueva expresión de
escepticismo, pues basándose en estas observaciones suyas los frailes de
la abadía de Fitero, donde el alemán se aloja, cuestionan que éste esté en
su cabal juicio. Sin embargo, en la misma locura del alemán -sigue el plan
irónico del relato- tenemos probablemente el mejor motivo para prestar fe
al milagro anual de Jueves Santo en el monasterio de la Montaña. La locura
del músico extranjero fue producida por su visita al monasterio, pero,
¿cómo precisamente? La terrible ceremonia descrita en la tradición popular
fue confirmada por los cinco sentidos del alemán en el mismo lugar de su
representación: así fue, y todos los años es, un suceso auténtico, aunque
de esos excepcionales que acostumbramos a llamar sobrenaturales. Mas por
esto mismo resulta un espectáculo demasiado fuerte para la mente humana, y
de ahí también el rarísimo carácter de la música con que el peregrino
intentó en vano imitar lo que había oído aquella fatal noche.
Compuso música para todos los versículos hasta la mitad del salmo. Pero
luego todo cambió para el desventurado pecador y peregrino. «Su música no
se parecía a aquella música ya anotada -todo esto lo observan en la
abadía-, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre
se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió» (loc. cit.). Léase
esta última oración en voz alta. Su pausado ritmo marcado por la
repetición de la conjunción y cuatro veces representa el lento deterioro a
través de diferentes fases claramente observables: nuevos datos objetivos
para la autenticación del portento que fue la causa. Al alemán por su
extraño carácter y costumbres le habían llamado «loco» en la abadía desde
el día de su primera llegada (OC, 194), mas su verdadera locura viene al
final, con lo cual se corrobora un punto muy importante para la
confirmación de lo sobrenatural en este relato: no es que el alemán crea
ver y oír a los monjes resucitados por estar ya loco, sino que se
enloquece porque de hecho los ha visto y oído. ¿Cómo vamos a dudar del
milagro del monasterio de la Montaña?
En «La promesa», el conde de Gómara parece haberse vuelto loco, aunque en
realidad no enloquece. Fuera de esto, el tema de la locura se maneja aquí
en la misma forma que en «El miserere»: los que consideran insano al noble
señor, descubren por fin que esa «locura» tiene una causa muy concreta que
sería capaz de producir el mismo efecto en cualquier prójimo, por fuertes
que tuviera los nervios, con lo cual se consolida una firme base para la
sorprendente realidad de lo que sucede en este mundo fantástico
becqueriano. En los reales cristianos y en la batalla contra los moros se
observa en el conde «esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin
embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor»; y durante «aquellas
horas de negra melancolía» que pasa a solas no se atreve a hablarle ningún
otro sino «el más antiguo de los escuderos de su casa» (OC, 246). «Abrís
los ojos -le dice éste, en la misma página- y vuestro terror no se
desvanece». Todo nos induce a creer que acontece algo extraordinario, y la
confesión siguiente del conde confirma nuestra impresión con creces:
-He sufrido demasiado en silencio. Creyéndome juguete de una vana
fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es
ilusión lo que sucede. Yo debo hallarme bajo la influencia de alguna
maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de
mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.
(loc. cit.)
El atormentado guerrero explica que una misteriosa mano, pálida y hermosa,
mano de mujer, sin cuerpo, le ha salvado la vida en la lid, que la misma
mano le descorre las cortinas de su lecho y le atiende en todo cuanto
precisa. Con tales pormenores cambia nuestra impresión, y se nos hace
imposible creer; incluso en el alma del mismo conde el escepticismo
luchaba con la convicción: «Creyéndome juguete -decía- de una vana
fantasía...»; y el escepticismo es ya la única actitud posible, aun para
ese más antiguo y más leal escudero, quien mal de su grado cede a la
conclusión que en ese momento parece inevitable:
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas.
Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar
sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid... Salgamos un momento de la tienda. Acaso la brisa de la
tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor,
para el que yo no hallo palabras de consuelo.
(OC, 248)
En el paseo que dieron amo y servidor por el campamento, aquél «andaba
maquinalmente, a la manera de un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el
mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y
como arrastrado por una voluntad ajena a la suya» (OC, 249); palabras que
representan al conde como poseído y que así servirán a la vez para
confirmar, ya el punto de vista de Gómara (la realidad del fenómeno
sobrenatural), ya el del escudero (la lo cura de su señor). Creencia y
escepticismo siguen enfrentados a lo largo del relato hasta que se han
acumulado suficientes pormenores para que todos abracemos la primera de
esas actitudes, convencidos ya en el alma y en el cuerpo.
Como ya sabe el lector de Bécquer, el conde de Gómara, haciéndose pasar
por su propio escudero favorito, ha dado un anillo y su palabra de
casamiento a una niña humilde llamada Margarita con el fin de seducirla.
Ésta al ver salir la mesnada del conde para la guerra con su amado
«escudero» a la cabeza de la tropa, en el sitio de más honor, se da cuenta
de su propio deshonor, y después el hermano de Margarita la mata para
desagraviar la ofensa a su honor. Es, claro está, la mano de la pobre
chica muerta, con el fatal anillo puesto, la que se le aparece al conde en
el campo de batalla y en su tienda; pues cuando han enterrado a la
doncella desflorada, por mucha tierra que le echaban encima, la mano del
anillo ella siempre la sacaba; y al final ya de la leyenda, con
autorización del Papa y arrodillado sobre la fosa de su humilde súbdita,
el conde de Gómara tendrá que casarse con esa mano para conseguir que ella
se hunda para siempre.
Ahora bien: ¿cómo se lora inclinar la balanza en la dirección de la fe en
el milagro? ¿Cómo se consigue que los lectores suspendamos nuestro
descreimiento? Pues, llegó al real de los cristianos un juglar, y no tardó
en formarse en torno suyo un corro de soldados y pajes ansiosos de
escucharle. Mas también se unieron al grupo otros oyentes más
distinguidos.
El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia,
al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un
todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según
había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba
el Romance de la mano muerta.
(OC, 250)
Los que acudimos con predilección a la literatura fantástica nos
caracterizamos por una fuerte disposición a creer en lo que reconocemos
por física y lógicamente imposible; nos deleita ceder a las temibles
fuerzas de lo ignoto en las obras de imaginación, porque se trata de una
deliciosa purgación de nuestros temores reales; y añádase a todo esto una
coincidencia como la descrita en el párrafo que acabo de citar. En el
nivel estético no nos cabe ya la menor duda de que en los asuntos del
alevoso conde media un poder superior a nuestra comprensión. Nuestra nueva
fe viene a confirmarse también por la actitud del juglar (¿agente de ese
poder superior?) ante el seductor, «clavando sus ojos en los del conde con
una fijeza imperturbable» (OC, 252). Ya en páginas anteriores hemos
comentado el carácter objetivante de la función «periodística» del
romancero, así como el efecto corroborativo de la aceptación del portento
en masa por un auditorio numeroso. Bien es verdad que con el posible fin
de consolar un poco nuestro siempre susceptible orgullo intelectual, por
si esto sea todavía necesario, se introduce un último gesto escéptico, mas
ya no nos disuade. «Al oír el escudero tan extraño anuncio [el del título
del romance], pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio» (OC, 250).
Evidentemente, el fiel servidor temía todavía que su señor pudiera estar
loco. Desde luego, «la extraña ceremonia del casamiento del conde» es la
prueba más inconcusa de la asombrosa «verdad» de este tan nuevo como
tradicional caso. Ninguna boda, ni aun ésta, se hace sin testigos, ni aun
es necesario que Bécquer mencione a éstos; su tácita presencia, junto con
la declarada del «sacerdote autorizado por el Papa», nos asegura de la
autenticidad de lo que podía verse allí ese día (OC, 253). He aquí a la
vez otra variante del auditorio implícito.
Si pensáramos solamente en el título de la leyenda «Creed en Dios» y el
arrepentimiento de Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell, sería
posible clasificar este relato junto con los tres primeros en los que
hemos analizado la dialéctica entre la credulidad y el escepticismo, es
decir, aquéllos en cuyo desenvolvimiento interviene lo sobrenatural en el
sentido religioso cristiano. Sin embargo, en esta narración lo religioso
se limita casi exclusivamente a los dos elementos ya mencionados. El
horrible castigo del perverso noble se realiza por una fuerza
sobrenatural, innominable, no sabemos si divina, satánica, o física, cuya
terrorífica presencia se hace sentir sólo por el movimiento; y por
consiguiente, el miedo estimulado en el lector es tanto más profundo
cuanto que éste ignora la proveniencia de la fuerza. Lo cierto es que
resulta mucho más obsesionante tal miedo que el inspirado por cualquier
cuento religioso de tipo más convencional. Montagut por su parte
desarrolla otra fuerza tan violenta, que sorprende que se manifieste en la
persona de un solo hombre, y así el habitual debate entre fe y duda ante
el prodigio se da aquí como un choque entre dos voluntades, dos poderes,
ambos impertérritos y hasta el final ambos aparentemente invencibles. (El
barón de Fortcastell no se arrepiente sino en el mismo momento en que
termina el texto de esta poderosa leyenda.)
La fuerza de Montagut es la de su acerado descreimiento. En la mayoría de
las Leyendas el protagonista es crédulo, se inclina a la credulidad, o muy
pronto pasa a esa facción, mas Teobaldo de Montagut es escéptico, y es tal
su escepticismo («¡No creo en Dios! -sigue diciendo desesperado-. ¡No creo
en Dios!»), que no sólo nos recuerda los orígenes del género fantástico en
la época de los ateos y libertinos por excelencia, la Ilustración
dieciochesca, sino que la febril militancia de su descreimiento nos lleva
a pensar en esa noción unamuniana de que el ateo es en el fondo uno de los
más firmes creyentes en la existencia de Dios, pues dedica su vida entera
a luchar contra Él (y contra el vacío es muy difícil luchar). En efecto,
Montagut daba incesantemente guerra a todo lo humano y todo lo divino:
«Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las
doncellas, daba de palos a los monjes, y, en sus blasfemias y juramentos,
ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese» (OC, 175).
Ya a la hora del nacimiento de este barón de Fortcastell, se había
presagiado su temible temperamento: «Cuando la noble condesa de Montagut
estaba encinta de su primogénito, Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y
terrible. Acaso un a viso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo
realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una
serpiente monstruosa», etc. (loc. cit.). Éste y otros detalles altamente
significativos bastan para convencer a los otros habitantes del mundo de
Teobaldo, al lector y, según veremos, aun al narrador de que por allí anda
un espantoso influjo sobrenatural. Por ejemplo, ¿qué lector no siente su
espíritu invadirse por una primitiva credulidad ante la descripción del
aciago paje que trae al barón de Fortcastell el corcel negro que correrá
con él sobre sus lomos por más de cien años antes de pararse? «El paje,
que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una
manera extraña al presentarle la brida» (OC, 179). Al más crédulo no le
gusta nada que se le llame crédulo, y de este punto de psicología práctica
precisamente se aprovecha el narrador para activar las creederas de todos
sus oyentes, desde los más refinados hasta los más ingenuos. «Nobles
caballeros sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato -les
apostrofa-: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es fábula
tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad» (OC, 181). Se
refuerza esta táctica con la negación del «antojo» personal del relator,
negación que equivale a una afirmación de la objetividad del espeluznante
milagro.
En cierto momento de su incesante cabalgata, el mismo Montagut se ve
forzado a reconocer que interviene en su horrorosa experiencia un agente
sobrehumano, mas reconocer tal intervención no es lo mismo que reconocer a
Dios -en esto hay que insistir-, y así todavía no cejará el furioso
caballero en su ateísmo.
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se
sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario
estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los
objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su
imaginación, turbada por el vértigo [...]. Ya no le quedaba duda de
que era el juguete de un poder sobrenatural que lo arrastraba, sin
que supiese adónde, a través de aquellas nieblas oscuras, de formas
caprichosas y fantásticas, etc.
(OC, 181)
Por estas líneas se ve que se interioriza en Montagut, como en algún otro
personaje que ya hemos considerado, la perenne disputa entre escepticismo
y fe que informa el género fantástico. Nótese, en particular, al comienzo
de este trozo, que el barón razona muy a lo siglo XVIII, muy a lo Feijoo,
en lo que toca al papel de la imaginación en los fenómenos fantasmales.
(Aludo desde luego a la conocida aventura de Feijoo con un espectro que
resultó no ser sino la sombra de su propio cuerpo reflejado sobre la
niebla.)
«Más allá del paraíso de los justos -dice el narrador tres páginas más
abajo-; más allá del trono do se sienta la Virgen María. El ánimo de
Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma»
(OC, 184). La convicción ha vencido al escepticismo en el sector de los
portentos que Montagut ve y toca con la mano, mas todavía no en ese otro
sector sublime de las cosas de Dios. Y seguía airoso su infatigable
corcel: «Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de
la Tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que
juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie
oye» (loc. cit.). Luego Teobaldo comienza a ceder en su lucha contra Dios;
pero, auténtico personaje unamuniano antes de Unamuno, si decir tal no es
excesivamente anacrónico, lucha también contra su cesión:
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decía aún su acento,
agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a
creer.
(OC, 185)
Subrayé el verbo comenzaba, porque lo que es comenzar a creer
subconscientemente, el barón de Fortcastell sí ha comenzado. Mas de modo
consciente no ha concedido todavía que exista Dios, y de modo voluntario
aún menos. Así sigue la dialéctica.
En cuyo punto casi se sobrecoge el narrador al proseguir la descripción
del itinerario de Teobaldo: «Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras
inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo
acierto a concebir» (loc. cit.). Por fin, arrancado del corcel y lanzado
al vacío, cae, cae, cae; y al incorporarse sobre el codo y restregarse los
ojos, descubre que está entre los árboles del bosque donde empezó su
cabalgata, y resurge al parecer tan fuerte como siempre su escepticismo:
«Habré soñado» -dice- (OC, 186). En efecto: por el espacio de dos páginas,
en medio de los nuevos asombros que cien años de cambios en el mundo le
producen, lucha aún por no ceder, por no confesar que cree ya. Habiéndose
enterado, empero, al volver a su castillo familiar, de que esa noble
mansión se había convertido en monasterio más de cien años antes, no puede
ya mantener su firmeza, y preguntado quién es por el religioso que acude a
la puerta, responde: «Yo... yo soy... un miserable pecador» (OC, 188).
¿Significan estas palabras, emitidas por el barón al final mismo del texto
becqueriano, una cesión absoluta? ¿O queda de algún modo incompleta esa
cesión? Lo que Montagut no dice todavía, lo que no dirá nunca, es: «Yo
creo en Dios», a despecho del imperativo contenido en el título de la
leyenda. «Creed en Dios» es una de las menos conocidas entre las Leyendas
de Bécquer, pero artísticamente es una de las más logradas.
El descreimiento ante lo religioso, mejor dicho, la irreverencia ante los
cristianos muertos, también hace un papel en «El beso», no sé si menos
importante que en «Creed en Dios», o simplemente distinto. Aunque Teobaldo
de Montagut es -se supone- un personaje provenzal, su ateísmo es de
desesperado signo heroico hispánico; y en cambio, la irreverencia del
capitán francés y la mayoría de los oficiales franceses que aparecen en
«El beso» no tiene mayor profundidad que la de las ironías y agudezas que
se oyen en un salón elegante. La importancia para esta leyenda de tan
trivial actitud ante las cosas de la Iglesia estriba en el hecho de que es
una consecuencia de cierto concepto clásico pagano del arte que mantiene
el referido capitán, un francés muy culto a lo siglo XVIII. Pues es esta
veneración materialista al arte antiguo, y no una cesión a ninguna
superstición de tipo cristiano, lo que poco a poco lleva a la derrota del
escepticismo por la credulidad en este relato.
La primera noche que el capitán durmió en la desmantelada iglesia toledana
donde le habían alojado, le despertaron «en lo mejor del sueño» los golpes
de la campana gorda «que los canónigos de Toledo han colgado en su
catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados
de reposo» (OC, 281). Nótese, de paso, en estas palabras puestas en boca
del capitán, el ya aludido tono de frívola irreverencia. No bien hubo
despertado el capitán -nos sigue diciendo él mismo-, «vino a herir mi
imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la
dudosa luz de la luna [...] vi a una mujer arrodillada junto al altar»
(loc. cit.). He aquí la primera mención de la hermosa estatua sepulcral de
doña Elvira de Castañeda (a cuyos labios de piedra el intentado ósculo del
capitán había de costarle la vida), y ya en esta escueta presentación se
acusan los tres elementos esenciales a la ficción fantástica: (1) el
elemento «extraordinario» o sobrenatural; (2) la «imaginación» y el efecto
que produce en ésta el elemento extraordinario (principio de la creencia);
y (3) la función del testimonio de los sentidos («mis ojos») como prueba
de la autenticidad del portento frente al escepticismo. Y no amainará ya
el arrebatamiento del francés ante esta obra de arte, que se le traduce en
«nocturna y fantástica visión» (OC, 281-282).
Porque incluso cuando asoma por un momento en el capitán materialista el
buen sentido en relación con la deliciosa visión pétrea, lucha consigo por
sofocar esa voz interior:
Yo me creía juguete de una alucinación, y, sin quitarle un punto los
ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el
encanto. Ella permanecía inmóvil. Antojábaseme, al verla diáfana y
luminosa, que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que,
revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el
rayo de la luna, etc.
(OC, 282)
Estas líneas son de una gran importancia, porque revelan todo el alcance
de la animación, humanización y espiritualización de la escultura en la
mente del capitán: «permanecía inmóvil», como si gozara, no obstante, de
la capacidad de moverse; revestía alguna vez «la forma humana»; pero no
era «una criatura terrenal», sino «un espíritu». El presente pasaje es a
la vez ejemplo de ese singular y encantador carácter unitario de las
diversas obras de Bécquer por el que rasgos esenciales de las unas se
reflejan en las otras: he aquí una clarísima alusión a la narración
psicológica (no fantástica) «El rayo de luna», que Gustavo había publicado
un año y medio antes, en febrero de 1862; mas mientras que en el cuento
anterior no se trata sino de la alucinación, en el presente el mismo tipo
de engaño a los sentidos lleva al desatamiento de fuerzas auténticamente
sobrenaturales y al vencimiento del escepticismo por éstas.
Decía antes que cierto concepto del arte es una condición determinante del
desenlace de «El beso», y los términos en que el último trozo citado está
redactado descubren que el poder alucinante de la estatua ha nacido de una
contemplación estética más bien que histórica, filosófica o religiosa. La
escuela artística del capitán francés se revela cuando uno de sus
compañeros le embroma observando que su extraña obsesión acabará por
«probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea» (OC, 283), a lo cual
el enamorado responde:
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creía una locura; mas
desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego
(loc. cit.).
Ahora bien: en este brevísimo parlamento, con respecto a la fábula de la
bella estatua que Venus convirtió en mujer de carne y hueso para que fuese
esposa de su creador, el escultor Pigmalión, se nos traza toda la
trayectoria desde el escepticismo hasta la fe. Reitero que se trata, sin
embargo, de una fe artística; la fe «cristiana», que ha de ser la
castigadora de esta última, se hará esperar hasta las líneas finales del
cuento.
El capitán creía ver en la bella dama medieval de piedra los comienzos de
una animación semejante a la de Galatea: «... parecíale que la marmórea
imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría
los labios como murmurando una oración, que se alzaba su pecho como
oprimido y sollozante», etc. (OC, 287-288). La teología profana (en parte,
alcohólica) de este irreverente ante Dios pero devoto ante el misterio del
arte -la doctrina estética por la que en su cabeza se funden la idea del
hombre como ser creado, la creación artística, la fábula de Galatea y la
alucinación producida por la obra del desconocido escultor medieval- es
esa vieja y conocidísima alegoría clásica sobre el artista que dejaremos
al mismo capitán explicar: «Indudablemente, el artista, que es casi un
dios -dice-, le da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande
y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida
que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un
poco» (OC, 289). Con las palabras finales de esta reflexión surge de nuevo
el escepticismo ante la autenticidad de la animación de la amada estatua,
pues apenas sorprendería que ésta bailara un chotis en vista de la
cantidad de champagne que se consume entre los oficiales franceses durante
su sacrílega velada.
Merced a este acicate, en la tétrica iglesia arruinada, inconstantemente
iluminada por la fogata que se ha hecho en la capilla mayor, la Galatea
toledana vuelve a tentar al intruso galán francés, o así le parece a éste:
«Parece incitarme con su fantástica hermosura -dice el alocado capitán-,
que parece que oscila al compás de la llama y me provoca entreabriendo sus
labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡oh, sí!... Un beso..., sólo un
beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume» (OC, 290).
Mas los cristianos muertos impondrán el respeto que se les debe. El
capitán será castigado al ir a imprimir un beso en los labios de la bella
mujer de piedra; y viéndolo, los demás franceses creerán, creerán con toda
la devoción del más profundo y paralítico terror. «Los oficiales, mudos y
espantados -habla el narrador-, ni se atrevían a dar un paso para
prestarle socorro. [...] habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano
y derribarlo con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra» (loc.
cit.) El «inmóvil guerrero» es desde luego la estatua del esposo de doña
Elvira, arrodillada al lado de la de ésta, y los labios de este noble
compañero del Gran Capitán en la campaña de Italia también habían sido
profanados momentos antes por el vino que había intentado hacerlos beber
el miserable y descreído capitán de c minúscula del vecino reino de
Francia. En lo que quisiera insistir es en que los amigos del capitán
«habían visto» la sublime venganza de los esposos del siglo XV. En el
género fantástico, por mucho que se recurra al razonamiento y la ciencia
para rebatir el portento, los datos de la experiencia siempre acaban por
substanciarlo. Bécquer nos lleva a un mundo tan paralelo y semejante al
nuestro, que todo cuanto existe y acontece en aquél parece natural y
creíble, hasta el punto de que también allí la observación es la fuente de
los conocimientos más seguros; pero he aquí la diferencia: se ha
desplazado la raya que separa lo natural de lo sobrenatural, y así los
cinco sentidos en esa esfera no hallan dificultad alguna en confirmar
fenómenos que serían físicamente imposibles en la nuestra.
«Los ojos verdes» y «La corza blanca» se unen por la atribución de una
forma de escepticismo hipócrita al fascinante y misterioso ser femenino en
torno a quien gira toda la acción de cada leyenda. Cada uno de estos
personajes finge despreciar como superstición vulgar el prodigio del que
depende su propia existencia. En «Los ojos verdes», incluso en el amante,
que no es hipócrita, se da una aproximación tan sutil entre las habituales
posturas crédula y escéptica, que apenas es posible distinguir entre
ellas; y merced a esta casi fusión se logra ese grado especial de
irrealidad o realidad encantada tan notable en este famoso relato. En «Los
ojos verdes», únicamente el viejo montero Íñigo, de la casa de los
marqueses de Almenar, es absolutamente crédulo; pues la tradición de
aquella sirena del bosque se la dijeron mil veces sus padres, como ya sabe
el lector, y él siente un hondo terror a «la fuente de los Álamos, en
cuyas aguas -dice- habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su
corriente -sigue diciendo- paga caro su atrevimiento. [...] Pieza que se
refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida» (OC, 134-135; la cursiva
es mía).
Sin embargo de este aviso, como no ignora ningún lector de habla
castellana, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar, persigue
hasta la misma fuente al primer ciervo que ha herido su venablo de cazador
novel; y empieza como consecuencia a sumirse en el misterio, voz cuya
forma adjetival subrayé ya en el último pasaje reproducido, porque aunque
no deja de hallarse en alguna otra narración becqueriana, esta palabra es
especialmente frecuente en «Los ojos verdes», donde tiene una acepción
semejante a la teológica de «veritates quae humanam rationem superant»33,
que la Academia en su Diccionario glosa así: «cosa inaccesible a la razón
y que debe ser objeto de fe». En este sentido es una voz clave en «Los
ojos verdes», según se verá. Fernando está empeñado en que no se le escape
su primer ciervo, y por esto no hace caso a la advertencia del leal
montero sobre ese «misterio» u «objeto de fe». Pero es más bien por su
empeño de cazador novel que por cualquier hondo desprecio a la vieja
leyenda de la moradora de la fuente, por lo que Fernando irrumpe en la
prohibida alameda. «Primero perderé yo el señorío de mis padres -dice-, y
primero el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese
ciervo [...]. Y si llegase [a la fuente], al diablo ella, su limpieza y
sus habitadores» (OC, 135). Pues estas palabras, si bien por un lado
pudieran tomarse por mofa de lo sobrenatural, por otro pueden significar
una bizarra voluntad de arriesgar la vida contra algún poder ineluctable
(en el cual se insinúa que se cree).
Mas no se funden del todo en Fernando escepticismo y fe hasta después que
él ha visitado por primera vez la temible fuente. El hecho de que el joven
amo, frecuentador ya de la alameda, no quiera ver sino poesía donde su
anciano servidor ve peligro, es lo que posibilita este sorprendente
acoplamiento de actitudes de otra manera antagónicas. Tomarlo todo como
poesía equivale, por una, parte, a dudar del poder efectivo del misterio;
pero al mismo tiempo creemos al nivel de la poesía muchas cosas que
negamos al nivel de la razón; y por ende, se refuerza la fe en el portento
con aquel mismo proceso mental que parecía ponerlo todo en duda. De ahí la
inquebrantable verosimilitud de lo fantástico en este delicado poema en
prosa.
A partir del capítulo II del relato hay numerosos pasajes en los que
Fernando se expresa poéticamente sobre la fuente de los álamos, pero
miremos los primeros, que son acaso los de poesía más pura. Fernando habla
con Migo:
-Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura
que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha
visto, ni puede darme razón de ella. [...] se llenó mi alma del
deseo de soledad. [...] Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no
sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril
sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente
misteriosa [...]. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive
en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable
melancolía.
(OC, 136-137; las cursivas son mías)
Las primeras líneas de esta cita son en realidad una paráfrasis de las
definiciones de misterio que reproduje más arriba; y esa «cosa inaccesible
a la razón», en lugar de ceder ante el espíritu investigador que por un
momento parece apuntar en Fernando, se nutre de la mayor familiaridad que
éste va adquiriendo para acabar por envolverle a él entre los atractivos y
las ataduras de la fuente y su moradora. No se viola el misterio, no se
explica nunca; por esto, en las seis últimas páginas de «Los ojos verdes»,
en la edición de Aguilar, entre el sustantivo y su derivado adjetival, hay
seis textos de misterio, misterioso.
Lo más sorprendente de «Los ojos verdes» en el aspecto de la acostumbrada
dialéctica entre el escepticismo y la credulidad es que el personaje más
escéptico (escepticismo hipócrita) y el personaje fantástico de la leyenda
son una misma figura. La hermosa mujer «incorpórea» de la fuente
-recuérdese la atrayente mujer «incorpórea» de la rima XI- finge un hondo
desprecio por los crédulos y supersticiosos, y expresando esta actitud
asegura a Fernando de su amor:
-Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo
premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones
del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y
misterioso.
(OC, 140)
Se desprende de estas líneas una singular distinción: creer en mi
existencia es una superstición vulgar si se me teme -afirma la misteriosa
mujer-; pero creer en mi existencia es una actitud culta si se me ama.
Estos dos niveles de creencia en lo sobrenatural corresponden
respectivamente a las posturas de Íñigo y Fernando, y el parlamento de la
vaporosa dama que acabamos de escuchar es un anzuelo muy astuto si resta
en el enamorado Fernando algo del desdén que él antes afectaba por las
creencias supersticiosas de su fiel sirviente. Pues, por un lado, la fatal
mujer de los ojos verdes concede que todo aquello se explica por la
credulidad del vulgo; pero, por otro, reconoce la creencia estética, el
creer de los poetas. Así se resguarda el delicado orgullo del hombre
ilustrado -ya Fernando, ya el lector- de que al dar fe a lo fantástico se
ponga en ridículo. En «Los ojos verdes», ser crédulo es creer en el
misterio de la fuente de un modo, ser escéptico es creer en él de otro
modo.
De nuevo, en «La corza blanca», el escepticismo hipócrita se halla
asociado al concepto del personaje fantástico, Constanza o Azucena, hija
del «famoso caballero» don Dionís, quien tiene su torre señorial en un
pequeño lugar de Aragón. Azucena es al mismo tiempo la corza blanca y
señora de las corzas ordinarias que corren con ella por campos y bosques,
y en los escondites más remotos de éstos todas ellas se convierten en
lindas muchachas para triscar, reír y bañarse en el río. De donde se
colige que el escepticismo hipócrita de Constanza no será anzuelo, como en
«Los ojos verdes», sino defensa. El zagal Esteban cuenta a la compañía de
cazadores cómo al llevar sus corderos a la orilla del río él ha encontrado
entre el rastro de las reses «las breves huellas de unos pies pequeñitos»
de doncella (OC, 258), y don Dionís y todos los que forman su partida de
caza dirigen instintivamente los ojos a los pies de Constanza, quien,
escondiéndolos, exclama:
-¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de
este tamaño sólo se encuentran en las hadas cuya historia nos
refieren los trovadores.
(OC, 258)
Constanza finge no creer en sí misma, esto es, en su otra existencia de
corza, y tan vulgares supersticiones las achaca a los simples al
expresarse así mientras habla con Garcés:
-¡Bah, bah! [...] Déjate de cazas nocturnas y de corzas blancas.
Mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples.
(OC, 264)
El desprecio de esta aristócrata por la gente ruda e ingenua revela otra
semejanza entre este relato y «Los ojos verdes». En la mayoría de las
Leyendas la lucha entre el escepticismo y la credulidad se desata en el
alma del personaje individual; mas en la pareja de cuentos que nos ocupa
ahora cada postura se identifica con una clase social. Por tanto, el
caballero don Dionís no manifiesta ante la relación del zagal Esteban sino
un «aire de curiosidad picada» (OC, 255). La escéptica hipócrita Constanza
«parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus
estupendas aventuras» (OC, 256), en donde habría que subrayar el verbo
parecía. Y Garcés, hijo de un antiguo servidor de la casa y el más querido
entre los monteros de don Dionís, representa algo así como un nivel medio
entre aristócratas y plebeyos en lo que atañe a escepticismo y credulidad.
Garcés está enamorado de su ama y en un principio se propone cazar a la
corza blanca para ofrecérsela a Constanza como prenda de lealtad; y así al
contar Esteban lo que le había sucedido en el bosque, «Garcés fue acaso el
único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble
aventura» (OC, 263). He aquí un a curiosidad más vecina a la credulidad
que al rechazo de lo «increíble», y veremos que tal actitud llega muy
pronto a dominar en el montero.
Pero interesa considerar antes cómo se describe al zagal Esteban, el más
vulgar, inocente y crédulo de los personajes.
Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la
cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y
azules, la mirada incierta y torpe, como la de los albinos; la nariz
roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez
blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte
sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas ásperas y
rojas, semejante a las crines de un rocín colorado.
(OC, 256)
Evidentemente, se trata de una caracterización exclusivamente física, y
aun al nivel físico no hay nada de finura; aquí tampoco puede haber nada
de agilidad mental ni distinciones filosóficas entre la realidad y las
alucinaciones. Esteban sólo sabe lo que ve, y lo que ve es lo que cree. Ni
un preste de la Santa Iglesia Católica Romana a quien ha consultado el
inocente zagal le ha disuadido de creer en la existencia de las corzas
sobrenaturales; el preste le ha dicho simplemente que rece mucho.
Va quedando claro que Garcés es el único personaje que tendrá que
convencerse de la realidad del prodigio. La «escéptica» doncella-corza
Constanza no duda en verdad de nada. Don Dionís nunca abandona su actitud
irónica ante la superstición sobre las corzas, hay que reconocerlo, mas él
es un personaje secundario que no aparece sino en la primera mitad de la
leyenda. Por lo demás, el espíritu de Garcés, muchacho enamorado,
caracterizado por extravagantes nociones poéticas, está muy bien preparado
para la sofocación de sus últimas dudas bajo el peso de una inaudita
realidad nueva.
No bien ha concluido Esteban su asombrosa relación, Garcés pregunta para
sus adentros: «Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no exista
algo de verdad?» (OC, 263). De aquí a aludir el autor, en su comentario de
estilo terciopersonal, a «la credulidad del joven montero» (OC, 265), no
hay sino un paso. Garcés tarda hasta el final de la leyenda en lograr la
triste confirmación del carácter sobrenatural de la corza blanca (herida
ésta por una saeta de la ballesta del enamorado montero, se convierte al
morir en Constanza), mas ya muchas páginas antes «el joven se sentía
dispuesto a ver en cuanto lo rodeaba algo sobrenatural y maravilloso» (OC,
269).
Tal disposición mental en Garcés, unida al testimonio de sus sentidos, le
hunde pronto a él y a nosotros en la realidad cierta de lo imposible.
Pues, según suele suceder en el género fantástico, los datos de la
experiencia no confirman la que normalmente consideraríamos como la
realidad objetiva. A la luz de la luna, Garcés ha visto a las corzas
convertirse en hermosas mujeres, registrando esta mágica metamorfosis con
un «involuntario grito de asombro»; y junto al río, bajo un pabellón de
verdura, en medio de la corte que formaban las corzas transformadas, «a
cuál más bella», y atendido por todas ellas «creyó ver el objeto de sus
ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable
Constanza» (OC, 270, 271). Ante tal escena, Garcés «no se atrevía a dar
crédito ni al testimonio de sus sentidos» (OC, 272); mas, aunque no se
atreviera todavía a creerlo, se insinúa aquí que sus sentidos seguían
fielmente presentándole datos y confirmando el fenómeno que tenía delante
de los ojos. Ya he dicho que Garcés representa un nivel medio entre las
dos clases sociales asociadas en esta leyenda con las posturas del
escepticismo y la credulidad, y por ende es lógico dentro de tal esquema
que él sea el único personaje en quien tienda a interiorizarse el
conflicto entre esas actitudes. El último trozo citado, con su tensión
entre creer y no creer lo visto con los ojos, revela precisamente esta
especie de contienda en el espíritu del asombrado Garcés, y no para allí.
Continúa en las líneas inmediatas la oposición entre el Garcés escéptico y
el Garcés creyente; pues el pasmado montero «creíase bajo la influencia de
un sueño fascinador y engañoso» (OC, 272), mas se sobreentiende por estas
palabras, señaladamente por el verbo creíase, que no sufría tal influjo.
En la página siguiente encontramos a Garcés todavía «deseando romper de
una vez el encanto que fascinaba sus sentidos»; y si bien, por una
transformación instantánea de las doncellas en corzas al sorprenderlas el
montero, se convence éste al pronto de que «el encanto se rompió» (nunca
había habido allí doncellas); al contrario, la metamorfosis final de la
corza blanca en Constanza-Azucena a la hora de la muerte da el más eficaz
mentís a la opinión escéptica de que allí no hubo nunca más que corzas.
Los al parecer engañosos sentidos de Garcés fueron, en efecto, siempre
fieles; los órganos que en nuestro mundo sirven para el descubrimiento
científico y el estudio objetivo de la realidad, en el mundo paralelo de
la ficción fantástica sirven para la confirmación u objetivación del hecho
sobrenatural, que allí viene a ocupar el lugar de uno de los hechos
naturales y a ser por consiguiente una de las bases de una nueva realidad
y un nuevo realismo inauditos.
«El gnomo» y «El monte de las Ánimas», la última pareja de relatos que nos
toca analizar en conexión con la dialéctica entre el descreimiento y el
candor, tienen en común el hecho de que en cada caso por la repetición
confirmatoria, ya de palabras clave, ya de un pasaje descriptivo
simbólico, se consolida el término dialéctico que acostumbra a llevar al
vencimiento de toda posible duda. En «El gnomo» las muchachas del lugar
son unas simples que después de fingirse incrédulas y reírse como locuelas
del tío Gregorio, se tragan enteras las fabulosas consejas del
nonagenario, especialmente Marta y Magdalena, dos hermanas huérfanas que
ansían escaparse de alguna manera de su vida vacía y desesperanzada. Su
misteriosa conversación nocturna con el agua y el viento (que son los
servidores del gnomo y esperan a las hermanas en la fuente donde ellas y
todas sus compañeras del lugar van a buscar agua) resulta en la
desaparición definitiva de Marta, a quien el hombrecillo por lo visto se
ha llevado a la caverna del Moncayo de donde brota esa fuente y donde,
según el cuento del tío Gregorio, los gnomos guardan sus ricos tesoros.
La postura escéptica está mucho menos representada en «El gnomo» que en la
mayor parte de las Leyendas, y como consecuencia, el elemento fantástico
resulta tal vez menos creíble, menos imponente, por no haber tenido que
allanar tantos obstáculos para dominar el campo. Sobre la especie de que
se oye todavía de noche en la fuente el llanto de Marta, el narrador se
expresa así, al final del relato: «Yo no sé qué crédito dar a esta última
parte de la historia» (OC, 233); y casi podría generalizarse esta
observación a toda la leyenda; pues, aunque en los demás aspectos tiene
los habituales encantos de la prosa becqueriana, aquí no hemos temido
tanto, no nos sentimos tan hondamente impresionados; precisamente porque
ningún repentino reconocimiento de la realidad sobrenatural ha venido a
sacudirnos de una fuerte actitud escéptica. La expresión más fuerte de
duda en toda la narración es la que acabo de citar, y parece sintomático
que no se refiera sino a un detalle de poquísima importancia para el
argumento.
Las restantes notas escépticas son meras insinuaciones que dependen de
adverbios, conjunciones, verbos en el subjuntivo y el sentido normal de
algún otro verbo o sustantivo, verbigracia: «tesoros, en fin tan fabulosos
e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos»; «Al menos, el
pastor refirió que así le había parecido»; «como si hubiera salido de un
sueño»; «les pareció percibir» (OC, 221, 221, 222, 228, respectivamente;
las cursivas son mías). En fin, en «El gnomo» no se da la acostumbrada
oposición entre escepticismo y credulidad debido a la ausencia
prácticamente total del primer contendiente. Mas no pensemos que se trate
solamente de un defecto. Bécquer acaso ha ya visualizado el predominio
absoluto del término credulidad como un medio mimético para captar también
por la perspectiva narrativa la simpleza de las muchachas. Para que esto
quede claro hablemos ya de las repeticiones léxicas a las que aludí al
comienzo de estas consideraciones sobre «El gnomo».
El adjetivo estupendo, en su acepción de «maravilloso para el observador
lerdo» (< lat. stupere, «contemplar con estupor») se utiliza cuatro veces,
el sustantivo estupor una vez, y el sustantivo vértigo dos veces para
hacer hincapié en el atolondramiento y la simpleza de las muchachas. He
subrayado los vocablos indicados en los siete trozos reproducidos a
continuación, seis de los cuales forman parte de la narración
terciopersonal, ya del narrador omnisciente, ya del narrador ficticio tío
Gregorio.
Nadie [...] sabía historias más estupendas [que el tío Gregorio].
(OC, 216)
[Un pastor, en la historia contada por el tío Gregorio] antes de
morir refirió cosas estupendas.
(OC, 219)
[El pastor], sin saber cómo ni por dónde, se encontró fuera de
aquellos lugares y en el camino que conduce al pueblo, echado en una
senda y presa de un gran estupor.
(OC, 222)
La estupenda relación del tío Gregorio [...] exaltó nuevamente las
locas fantasías de las dos enamoradas hermanas.
(OC, 226)
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio,
todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de
la estupenda historia que les había referido.
(OC, 226)
A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y
el agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de
vértigo que, turbando la vista y zumbando en el oído parecía
trastornarlas por completo.
(OC, 228)
MARTA.-... mi inteligencia flota en un vértigo...
(OC, 228)
El hecho de que las reacciones de Marta, Magdalena y las demás muchachas
reflejen las de los personajes del relato del tío Gregorio, ilustra al
mismo tiempo el poder de la ficción para amoldar la vida real del oyente o
lector y sugiere indirectamente cuál ha de ser nuestra reacción ante las
presentes páginas de Bécquer. Las palabras de Marta dirigidas a Magdalena
que aparecen a la cabeza de este libro: «Yo también creo en todo: En
todo... lo que deseo creer» (OC, 223), alegorizan a la par otra condición
imprescindible para la recepción más oportuna del material sobrenatural
por el lector. Al poder de la misma ficción fantástica tiene que unirse la
voluntad de creer y aterrarse que deberá aportar el lector.
En Soria es la noche de Difuntos -pasemos a comentar «El monte de las
Ánimas»-, y Alonso, hijo del conde de Alcudiel, y su amada prima y
huéspeda Beatriz, hija del conde de Borges, junto con sus padres y su
séquito, se retiran temprano de la caza; porque en esa noche todos los
años, en el ya mencionado monte, los espectros de los templarios y los de
los nobles de Castilla, envueltos en jirones de sus sudarios, vuelven a
representar, «como en una cacería fantástica» (OC, 125), la sangrienta
batalla que se libró allí entre ellos en otra época. Recogidos en el
palacio gótico de los condes de Alcudiel, caballeros, damas y dueñas se
dividen en varios grupos para conversar; y con ocasión del recuerdo de los
finados, cuentan historias temerosas de espectros y aparecidos. Aun por
esta brevísima recapitulación queda claro que el ambiente de esta leyenda
se presta desde el comienzo a una acción sobrenatural, y Bécquer insistirá
repetidamente en esta puesta en escena para afianzar el término credulidad
de la oposición escepticismo-credulidad.
La insistencia del autor en el ambiente toma la forma, no solamente de una
repetición verbal, sino de la reiteración a lo largo del texto de ciertos
detalles descriptivos conducentes a la fe en lo maravilloso. Empieza ya
esta reiteración descriptiva en la introducción a la leyenda, mientras el
autor compone ésta, y sigue todavía al final de la ficción, mi entras
Beatriz yace aterrada en el lecho en el que morirá de miedo a la mañana
siguiente, al ver sobre su reclinatorio su perdida banda azul, ahora
sangrienta y desgarrada, que el ánima de Alonso ha recuperado de en medio
de la batalla de los espectros en el vecino monte.
... y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo
cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el
aire frío de la noche.
(OC, 123)
... algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre
conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados
vidrios de las ojivas del salón.
(OC, 125)
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas
aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y...
(OC, 129)
El aire azotaba los vidrios del balcón [...]. Así pasó una hora,
dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a
Beatriz.
(OC, 131)
Tal técnica de repetición tiene ya algo de azoriniano y mucho de poético,
funcionando como estribillos las sacudidas de los cristales que se vuelven
a oír a intervalos regulares. ¿Cuántos lectores habrán leído «El monte de
las Ánimas» en una noche tormentosa cuando sus propias ventanas se
sacudían bajo las ventoleras, buscando así la adecuación emocional entre
la vida del escritor, la experiencia de los personajes y la propia
existencia? Lo cierto es que en la presente leyenda se logra una unidad
total de ambiente y reacción, y hasta la escéptica y fría Beatriz es por
fin vencida por los numerosos motivos de terror que tiene en torno suyo y
que Bécquer resume en el símbolo sinóptico de los cristales sacudidos por
el viento. Volveremos sobre la noche de terror de Beatriz en el capítulo
VI, pero por de pronto veamos cómo se articula el escepticismo de la prima
de Alonso.
Beatriz es encaprichada, voluntariosa y mundana como habituada a la vida
de la Corte francesa, y siente un desprecio absoluto por las tradiciones
de las áridas llanuras de Castilla. Al empezar a oscurecer en el monte, le
dice su primo que pronto los templarios difuntos tocarán la campana en la
capilla, y Beatriz responde: «¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres
asustarme?» (OC, 124). De vuelta en el palacio, Alonso le propone a
Beatriz un intercambio de presentes y recuerdos, porque presiente que muy
pronto se ha de privar de la compañía de su amada parienta, quien no se
quedará en Castilla. Al darse cuenta la hija del conde de Borges de que en
el monte ha perdido su banda azul, se le ocurre poner a prueba la absurda
fe de Alonso en la cacería fantástica de la noche de Difuntos: la mirada
de Beatriz -dice el narrador- «brilló como un relámpago, iluminada por un
pensamiento diabólico» (OC, 127). Ella le habría dejado su banda azul como
recuerdo, dice, pero... Al no ofrecer Alonso volver esa misma noche a
buscar la banda, porque la vista nada más de las ánimas hiela de horror la
sangre de los más valientes, según explica él, «una sonrisa imperceptible
se dibujó en los labios de Beatriz» (OC, 128). Al fin, «su amarga ironía»
(loc. cit.) convence a Alonso, que no quiere quedar mal a los ojos de su
bella prima, y cuando a los pocos minutos ésta oye alejarse el galo pe del
caballo del primogénito de Alcudiel, se le colorean las mejillas «con una
radiante expresión de orgullo satisfecho» (OC, 129). Parece haberse
llevado la victoria el escepticismo de esa hermosa pero atormentadora
forastera.
Mas, luego de acostarse Beatriz, las horas pasan cada vez más despacio,
una tras otra, sin que vuelva Alonso del monte, sin que ella concilie el
sueño, llenándose los minutos de espantosos ruidos y visiones que la
víctima del insomnio no sabe si serán reales o soñadores. Si es verdad,
como dice Mesonero Romanos en alguno de sus artículos, que los nervios son
un invento de los modernos, Beatriz es muy moderna en este aspecto: «Veía,
con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos
que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba
en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables» (OC, 130). El
escepticismo de la orgullosa hija del conde de Borges va cediendo a las
circunstancias ambientales de una noche horripilante (de cuya descripción
hablaremos en el capítulo VI), aunque ella no acabará de convertirse en
creyente en lo sobrenatural hasta el mismo momento de su muerte de terror.
Su vacilación entre descreída y creyente se revela por la forma
interrogativa, desesperada, en que, agitada con el insomnio, lucha todavía
por mantener su habitual desprecio ante la superstición: «¿Soy yo tan
miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una
armadura al oír una conseja de aparecidos?» (loc. cit.). Ella misma no
contesta nunca -con palabras- a esta pregunta.
Hasta su encuentro con el portento Beatriz hubiera aceptado la idea del
pensador ilustrado dieciochesco inglés Edward Burke, de que la
superstición es la religión de los débiles. Mas los desenlaces de las
Leyendas becquerianas constituyen argumentos en apoyo de una visión mucho
más romántica, semejante a la de Goethe de que la superstición es la
poesía de la vida, o a la noción de Barbey d'Aurevilly de que en las almas
más grandes hay rincones de debilidad en los cuales duermen las
supersticiones. Nada característico de las almas grandes puede ser
enteramente malsano; y de esto dista poco el sostener, como lo ha hecho un
crítico actual, que la lectura de los cuentos de terror tiene cierto valor
terapéutico para el alma humana34. Después de todo -creo que es Emerson
quien lo dice-, el escepticismo es un suicidio lento.
Capítulo V
Realismo y fantasía: Los personajes
I. Consideraciones preliminares
Por su historia y por su técnica la narración fantástica pertenece a la
escuela realista; aserto que no sorprende sino a primera vista. Pues el
lector recordará inmediatamente que el ambiente en el que se verifica el
suceso fantástico que normalmente habríase considerado increíble suele
ser, al contrario, creíble, ordinario, prosaico. Recordemos al mismo
tiempo la definición del género fantástico que queda expuesta en el
capítulo I; porque ya de ella se deduce la necesidad de que el lugar y al
menos los personajes secundarios sean presentados en forma realista. La
literatura fantástica -decíamos- representa la irrupción con fuerza brutal
del misterio suprarracional en el marco de la vida cotidiana. El afán
detallista, realista, del escritor fantástico se refleja en las siguientes
palabras de Bram Stoker, en su famosa novela de terror Drácula (1897):
«Debo seguir escribiendo [...]. Lo grande y lo pequeño, todo tiene que
apuntarse; tal vez nos resulten al final más instructivas las cosas
pequeñas» (cap. XXII).
Al mismo tiempo señalamos, en el capítulo I, el hecho de que se dan a
menudo, en las Leyendas, contrastes entre dos realidades, esto es,
situaciones en las que un solo personaje aprehende de dos maneras
diferentes un mismo fenómeno, de una manera con el sentido interior o la
intuición, y de otra manera con los sentidos corporales; pero, en la
práctica, ya variando las reacciones de ese personaje, ya empañándosele su
memoria, tienden a fundirse en su concepto la realidad natural y la
realidad sobrenatural, o a sustituirse la una por la otra. De donde
resulta, por una parte, lógico que las cosas más prosaicas de todos los
días se doten frecuentemente de perfiles fantásticos con descripciones
expresionistas, y por otra parte, que los seres, sitios y sucesos
imposibles se hagan objeto de la más minuciosa descripción de tipo
realista (así en parte se realizan, parecen hacerse posibles y reales,
esos casos singulares que de otro modo se oponen a las leyes naturales de
nuestro universo).
Por el fácil intercambio entre estas dos realidades y sus respectivas
técnicas de representación puede juzgarse a la vez la falsedad de ciertas
conclusiones que los historiadores literarios acostumbran repetir al
hablar de los orígenes del género fantástico en el siglo XVIII. A saber:
con un simplismo característico de quienes creen que basta cualquier
explicación para un punto que sólo se toca por incidencia, se nos dice que
el moderno relato fantástico nace en el siglo XVIII, estimulado por la
desesperada hambre de misterio que se sentiría en aquel supuestamente
enrarecido ambiente de absoluta abstracción que era la Ilustración, según
la imaginan tales historiadores. Nos dicen éstos que concretamente nació
el género con la «True Relation of the Apparition of one Mrs. Veal»
(«Relación verdadera de la aparición de una tal señora Veal»), de 1706,
debida a la pluma de Daniel Defoe.
Ahora bien: lo que se olvida en tales estudios literarios es que la
Ilustración se caracteriza por una nueva teoría del conocimiento
inductiva, sensacionista, observacional, debido a filósofos como Bacon,
Hobbes, Locke y Condillac; pienso especialmente en el Ensayo sobre el
entendimiento humano (1690) de John Locke. Esto es importante para la
historia de la literatura fantástica porque no solamente se nos da, con la
completa apertura de los cinco sentidos corporales, la única clave segura
para el examen y conocimiento exhaustivo de la realidad material (de donde
derivará el minucioso realismo descriptivo de la literatura moderna); sino
que, al exponerse esta epistemología, según la que nuestras ideas más
abstractas no son más que diferentes combinaciones mentales de las
percepciones que logramos por los sentidos materiales, se hace al mismo
tiempo el más fino estudio psicológico de la mente humana donde las
percepciones sensoriales se transforman en ideas, tanto irracionales como
racionales, incluyendo los temores infundados, la creencia en los
milagros, las supersticiones, etc. (Todavía a fines del siglo XIX, en los
manuales elementales de psicología, de Pedro Felipe Monlau, Antonio López
Muñoz, Francisco Giner, Eduardo Soler, Alfredo Calderón, etc. se empezaba
por examinar el papel de las sensaciones materiales en la formación de
nuestras ideas, figuraciones y temores.)
En plena Ilustración -aludimos brevemente a este dato más arriba-, en una
conocida adición al discurso I del tomo V (1733) del Teatro crítico
universal, el P. Feijoo, razonando sobre sus percepciones sensoriales,
examinó científicamente lo que en una noche nebulosa le había sucedido con
la sombra de su propia persona (¿o fue un fantasma?), proponiendo dos
posibles desenlaces para la aventura: el que podría haber tenido para los
crédulos, y el que de hecho tuvo para un escéptico como él. En el trozo
tercero de su Vida (1743), el muchísimo menos moderno doctor don Diego de
Torres Villarroel intenta aplicar cierto rigor científico a la
investigación del duende o fantasma que traía aterrada a la condesa de los
Arcos y su servidumbre, analizando muy bien al mismo tiempo la reacción de
los crédulos que vivían en esa ilustre casa. Quiere decirse que tanto
Feijoo como Torres, a la vez que intentaban rebatir la superstición,
sentían también algo de ese «delicioso estremecimiento» que en 1938
Algernon Blackwood confiesa haber sentido siempre que empezaba a imaginar
el plan de un nuevo cuento de terror35.
En fin, lejos de representar una irreflexiva reacción contra un
racionalismo excesivo en el setecientos, el género fantástico es hijo
legítimo del nuevo racionalismo de sello inductivo científico, no sólo en
su dimensión de realismo descriptivo objetivo, que vamos a estudiar ahora,
sino también en su otra dimensión no menos importante de análisis del
terror en la mente supersticiosa. Pues resulta claro que esto último no
habría sido posible sin la existencia previa de una psicología analítica,
como la de Locke, o sea, una «ciencia del espíritu», como todavía se decía
en la centuria pasada. Tampoco sin tal ciencia habría sido factible, ni
comprensible siquiera, la coordinación armoniosa entre medio impersonal y
horror individual ante lo desconocido que solamente en la apariencia se
oponen como elementos contrarios en la narración fantástica, porque en el
fondo, como siempre se revela por el desenlace, son colaboradores
cordiales de un efecto artístico unido buscado por un narrador que es hijo
de los racionalistas ilustrados (de igual modo que para Locke
circunstancia física y mente humana no son sino formas alternas de la
materia).
Otro indicio muy claro de la falsedad de la visión simplista del género
fantástico como mera rebelión contra la Ilustración es que por muchos años
se intentó en vano explicar en la mismísima forma los orígenes del
romanticismo, de modo que en el presente contexto no se trata sino de una
mala explicación mal adaptada de una corriente literaria a otra. En otras
circunstancias, rogaría se me perdonara la digresión, mas estas líneas
sobre el análisis científico de lo sobrenatural durante la Ilustración no
significan en modo alguno una desviación del tema principal de este
capítulo; pues sin que se viera que medio material y superstición
irracional se someten a un mismo proceso de observación y examen metódicos
(recuérdese la dialéctica entre lo real y lo portentoso que se estudió en
el capítulo precedente), habría que suponer que el escritor fantástico era
esquizoide, procediendo como científico ilustrado para la descripción
objetiva del marco material de la acción, y como vulgar simplón de
extravagantes creederas para casi todo lo demás; pero esto difícilmente
permitiría la síntesis artística requerida para el desenlace del relato.
En otro aspecto esencial, por lo contrario, es muy acertada la ilación que
la crítica actual traza entre la técnica del género fantástico y sus
orígenes en la centuria decimoctava. Me refiero a la primera aparición del
realismo en el relato fantástico. En su forma moderna, la novela realista
y la narración sobrenatural son hijas de una misma camada, por decirlo
así, por cuanto una característica fundamental de cada una de ellas nace
del nuevo hábito dieciochesco de la observación minuciosa. He aquí lo que
dice el conocido crítico y ensayista Jacques Barzun sobre el papel del
novelista Daniel Defoe en los comienzos de la moderna narración
sobrenatural, en su Introducción a una nueva y curiosa enciclopedia del
horror:
Antes que el arte de la novela acostumbrara a los lectores a las
descripciones extensas [en el siglo XVIII], las historias populares
de casos sobrenaturales eran torpes resúmenes de los hechos; habrían
cabido en dos párrafos. [...] Defoe fue el primero en ver que algo
más emocionante podía crearse si se desarrollaban las versiones
populares. En «La aparición de la señora Veal» dio una muestra hecha
y derecha del relato inventado, pormenorizado en la descripción y
rico en esos pequeños datos que crean la verosimilitud36.
(A la vista de estas líneas resulta iluminativo recordar que los
especialistas de la literatura inglesa atribuyen la invención del moderno
«realismo circunstancial» al mismo Defoe, en su novela Moll Flanders, de
1722.)
Al mismo tiempo, no ha de descartarse la importante aportación de la
actitud filosófica setecentista al indispensable escepticismo que entra en
la habitual dialéctica entre duda y credulidad en la forma actual del
género. «Para sentir la inquietud que se intenta estimular con el cuento
de fantasmas -dice Barzun-, uno ha de empezar estando cierto de que no
existe tal cosa como un fantasma»37. Los Locke, los Fontenelle, los
Feijoo, los Voltaire, merced en parte a su escepticismo personal ante la
superstición y lo sobrenatural, gozaron de la distancia y objetividad
necesarias para el análisis psicológico de la reacción vulgar ante esos
fenómenos; e imagínese el singular espanto que pasaría un hombre de tan
confiada mentalidad si se viera víctima de una de esas extrañas fuerzas
que había considerado inexistentes. Su horror sería tanto más debilitante
cuanto que nunca habría creído posible hallarse en semejante situación.
Pues bien, he aquí la situación del P. Feijoo ante su sombra-fantasma
hasta dar con su solución científica, y he aquí a la vez la desesperada
zozobra del personaje escéptico al final del típico cuento fantástico
moderno.
Es realmente notable cómo se entrelazan en la estructura del actual relato
fantástico esos elementos suyos que provienen de la mentalidad ilustrada
dieciochesca. En el cuento fantástico la descripción realista (nacida de
la epistemología sensacionista o empírica) es un importante símbolo del
escepticismo que el cuentista opone a la superstición (el antiguo blanco
de la crítica ilustrada). Porque en el mercado, en la plaza, en el taller,
en la cocina de la propia casa, en los sitios donde transcurren las
prosaicas horas de la vida cotidiana, ¿cómo suponer la visita de un
espectro? Cada pormenor que se añade a la descripción de un local de esta
especie parece un nuevo apoyo al escepticismo, una nueva razón opuesta a
la posibilidad de los influjos sobrenaturales. En un ambiente que respira
tanta seguridad se van desarmando las defensas racionalistas del más
descreído; insensiblemente se va acercando éste a su encuentro con lo
inesperado, se rinde por fin, y aceptada la nueva dimensión fantástica de
la realidad, surge un nuevo objeto digno de minuciosas observaciones y
síntesis descriptivas.
Quiere decirse que el realista va practicando su realismo, no ya sobre lo
real, sino sobre lo irreal -¿una nueva realidad?- en que aquello real
parece haberse ido transformando (hay que tener presente que no es lo
mismo un objeto tratado de modo realista, que un objeto real; los
procedimientos del arte realista pueden aplicársele al fenómeno más
fantástico); y de ahí lo sugerente, para la realización de lo
sobrenatural, de la siguiente observación de Clive Barker, el más joven y
más popular de los actuales escritores ingleses del género: «Creo que es
importante que hagas que tantas cosas reales se rocen con las fantásticas
como sea posible»38. Sobre la casi imperceptible transición realista entre
lo cotidiano y lo sobrehumano en las más hábiles relaciones fantásticas,
el clásico cuentista y crítico de la escuela Lovecraft comenta (a
propósito de otro literato que también es considerado como un clásico del
género, Algernon Blackwood): «Nunca se ha acercado nadie a la destreza,
seriedad y minuciosa fidelidad con que él apunta las sugestiones de lo
extraño presentes en las cosas y las experiencias ordinarias, o a la
intuición preternatural con que él amontona detalle tras detalle todas las
sensaciones y percepciones que llevan de la realidad a la vida o visión
sobrenormal»39. El objeto de la mímesis es diferente, mas la técnica es la
misma que por los mismos años Azorín recomendaba a un joven novelista que
le escribía pidiendo consejos: «En una tarjeta de visita he puesto
únicamente estas palabras: 'Pormenores, pormenores y pormenores'. Y nada
más»40.
Antes que pasemos a hablar directamente del realismo y la fantasía en las
descripciones becquerianas, resta por hacer todavía otra observación
preliminar, que me parece útil para la apreciación exacta del papel
trascendental que desempeña el arte descriptivo en el género fantástico.
En la inmensa mayoría de tales narraciones el desenlace trae sus orígenes
de una imprevista alteración producida en las circunstancias extrahumanas,
o al menos exteriores a los personajes o testigos principales, y no de una
alteración o evolución psicológica que sufran éstos. Por ende, el análisis
profundo de los diferentes caracteres humanos no suele ser una
preocupación del escritor fantástico. (Esto no quiere decir que no se
represente muy eficazmente el miedo en los personajes y otros testigos de
la acción fantástica, pues especialmente a partir de Poe se ha captado
esta emoción en forma viva y perturbadora; mas con el trasunto del terror,
cuya textura psíquica varía poco de un espíritu humano a otro, no se trata
del análisis psicológico individual.) En efecto: en esas otras supuestas
leyendas becquerianas en las que el desenlace no obedece a ningún portento
nacido de circunstancias exteriores al protagonista, sino a
interpretaciones arbitrarias y personales que el personaje impone a
facetas completamente pasivas de la realidad material y social -por
ejemplo, «El rayo de luna», o «Tres fechas»-, se invierten los papeles de
la descripción y el análisis psicológico en cuanto a su relativa
importancia, y predomina este último elemento. De ahí la falta en estos
relatos de la estremeciente «otredad» presente en la mayoría de las
narraciones de Bécquer, las fantásticas.
Lo dicho aquí sobre el lugar subalterno del carácter en el cuento
fantástico estaba en realidad ya implícito en todas nuestras páginas
anteriores; y llámese como se llame el aspecto de la ficción que
representa la fuerza sobrenatural -descripción, estilo, o argumento- todos
los críticos y cultivadores del género que han reflexionado sobre ello
están acordes: la primacía pertenece a este aspecto, y no al carácter. «En
la literatura del miedo -escribe Barzun-, el estilo adquiere una
importancia mucho mayor que la que tiene en la novela tradicional. [...]
El carácter puede jugar o no jugar un papel; lo principal, según con razón
dice M. R. James, son "aquellas cosas que apenas pueden expresarse con
palabras y que suenan algo absurdas si no se expresan con propiedad"»41.
Recuérdese que el aspecto de las Leyendas que la crítica siempre ha
destacado como el más artístico es precisamente el estilo, aunque hasta
ahora su riqueza estilística no se ha estudiado en relación con su
dimensión fantástica. Otra elocuente ilustración de lo acertado de la
observación de Barzun es el precioso estilo cuentístico de Lovecraft, que
tiene toda la peregrina delicadeza y muchos de los rasgos del estilo
narrativo de un Rubén Daró, un Amado Nervo, o un Ramón del Valle-Inclán.
En el prólogo a una de sus colecciones de relatos de terror, Stephen King
mantiene una opinión muy parecida a la de Barzun: «El valor de historia
domina las demás facetas del arte del escritor; la caracterización, el
tema, la tonalidad, ninguna de estas cosas vale nada si la historia es
pesada»42 -juicio que recuerda el expresado por Ortega, en Ideas sobre la
novela, cuando habla de las deficiencias de Proust-. Los términos
descripción, estilo, e historia no significan en modo alguno diferentes
preocupaciones técnicas, porque en el género fantástico es frecuente que
se entrelacen narración y descripción hasta el punto de casi fundirse, por
ejemplo, en «La cruz del diablo», «Maese Pérez el organista», «La corza
blanca», etc., de Bécquer.
En todos los relatos fantásticos de Gustavo ocurre un choque entre la
realidad natural y la realidad sobrenatural, mas varían de un relato a
otro los medios miméticos para la captación de esos dos niveles, así como
para su fusión final y la consecuente realización de lo fantástico: es
decir, su autenticación mediante su sometimiento a procedimientos
descriptivos realistas. Pues la descripción de técnica realista se aplica
no solamente a la realidad natural, sino también a la sobrenatural.
Utilízanse a la vez figuras retóricas como la metáfora y la hipérbole, que
hacen de puentes para facilitar el paso del mundo real al mundo soñado o
fantástico, porque con ellas se sugiere la existencia de insospechadas
regiones intermedias entre zonas normalmente no relacionadas. La reunión
de los indicados marcos de existencia se consigue también con la ya
aludida fusión de la descripción y la narración, en donde ésta representa
el suceso fantástico, y aquélla el ámbito real y prosaico en el que nos
sorprende el portento. Al analizar la ambientación de las leyendas
individuales, descubriremos todavía otros procedimientos para el
casamiento de las dos realidades, pero su propósito es siempre la
realización de lo fantástico, el hacerlo como real.
Las dos constantes en este proceso son, entonces, lo real y lo fantástico.
Lo real no representa un problema para el lector; pero ya que la presencia
y la aprehensión de lo fantástico en las Leyendas dependen más
directamente de las técnicas estudiadas en este capítulo y el próximo que
de cualquier otra faceta de la narrativa becqueriana, preguntemos, antes
de seguir adelante, en qué consiste, cómo se define, para Gustavo, lo
fantástico. Aunque puede habérseme escapado algún ejemplo, reúno a
continuación todos los pasajes que yo tenía marcados en las obras en prosa
consideradas en estas páginas, en las Rimas y en los otros poemas, en los
que aparece el calificativo fantástico u otra voz etimológicamente
emparentada. Se verá que los dos conceptos más frecuentemente asociados
con estas palabras son la visión sobrenatural (catorce pasajes) y la luz
(quince pasajes), y que se unen estos dos elementos en algunas de las
muestras. En ocho casos el lugar de la acción está descrito con el ya
mencionado adjetivo o iluminado por la luz así descrita. En algún caso la
luz, o el grado de luz, está sugerido por alguna palabra como color, hora,
etc.
Las referencias corresponden a las páginas de la edición de Obras
completas que hemos manejado a lo largo de este libro, y en cada trozo
citado he subrayado la voz pertinente:
103: Entre las sombras, [...] entre las ruinas del castillo, [...]
se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer [...] unas
luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía
explicar
(«La cruz del diablo»)
117; ... ésta [joya], que resplandece de un modo tan fantástico...
(«La ajorca de oro»)
122: ... los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos
fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves...
(«La ajorca de oro»)
128: ¡Las ánimas!, [...] en el torbellino de su fantástica
carrera...
(«El monte de las Ánimas»)
140: ... el joven absorto en la contemplación de su fantástica
hermosura...
(«Los ojos verdes»)
154: ... todo lo expresaban las cien voces del órgano [...] con más
fantástico color que lo habían expresado nunca.
«Maese Pérez el organista»)
157: ... desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura
turbar las imaginaciones débiles...
(«Maese Pérez el organista»)
167: ... revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas
imaginaciones...
(«El rayo de luna»)
202: ... un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso...
(«El Cristo de la Calavera»)
209: ... un cerco de claridad fantástica y dudosa...
(«El Cristo de la Calavera»)
219: ... unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un
resplandor dudoso y fantástico...
(«El gnomo»)
220: ... la fantástica caverna...
(«El gnomo»)
246: Creyéndome juguete de una vana fantasía...
(«La promesa»)
269: ... la corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una
fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles
(«La corza blanca»)
270: ... los colores de la fantasía...
(«La corza blanca»)
277: ... entre las espesas sombras [...] la fantástica silueta del
sargento aposentador...
(«El beso»)
281-282: ... aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba
confusamente en la penumbra de la capilla...
(«El beso»)
290: Una mujer blanca, [...] su fantástica hermosura, que parece que
oscila al compás de la llama...
(«El beso»)
364: Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia
[...] la fantástica claridad que la iluminaba
(«Tres fechas»)
412: vano fantasma de niebla y luz.
(rima XI)
415: unos ojos, los tuyos [...] desasidos fantásticos lucir.
(rima XIV)
466: ... la parda niebla que, envolviendo / trigos y montes, valles
y praderas, / los objetos, fantástica, perdía.
(«Elvira»)
478: ¡Las dos! Hora misteriosa / de fantasmas y hechiceras, / de
espectros y de quimeras / que nos inspiran terror
(«¡Las dos!»)
480: Hora extraña que parece / de más tarda vibración, / de más
fantástico son / y otro diverso compás.
(«¡Las dos!»)
519: ... personajes fantásticos, unos tras otros van pasando ante mi
vista...
(Desde mi celda)
537: ... impresionada la imaginación [...], se lanzaba a construir
con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos...
(Desde mi celda)
570: ... almenas oscuras, que parecían fantasmas asomados a los
muros...
(Desde mi celda)
En fin: se trata de ficciones en las que el punto culminante estriba en
apariciones de seres sobrenaturales, en sitios oscuros y horrendos,
escasamente alumbrados por unas misteriosas luces oscilantes; y ciento
diecisiete años más tarde, con muchísimo más cultivo del género, sobre
todo en los últimos decenios, dudo que exista otra definición o
descripción más fiel del contenido de la literatura fantástica que la
representada por la reunión de estos pasajes. Es lícito tomar en cuenta
los testimonios tomados de «El rayo de luna», «Tres fechas» y Desde mi
celda, porque desde el principio hemos utilizado estos escritos como
fuentes para la poética becqueriana del género fantástico; y por la enorme
unidad de toda la obra de Gustavo, me parece razonable a la vez reunir a
los demás textos los de las Rimas, porque la mujer ideal que aparece en
éstas es en muchos casos un vaporoso ser sobrenatural, el personaje
central de ellas (el poeta) es a menudo un «huésped de las nieblas» en el
«mundo de visiones» (rima LXXV), y la luz es de gran importancia para la
representación de estas figuras, según se ha demostrado en varios
excelentes estudios sobre el verso de Bécquer (véanse, por ejemplo, los
que incluí en mi ya mencionada antología de crítica de Bécquer en la serie
«El Escritor y la Crítica»). Tampoco habría que olvidar que en la
«Introducción sinfónica» de Gustavo se habla de su «fantasía» (OC, 40),
que en su cerebro crea seres extravagantes, «semejantes a fantasmas sin
consistencia» (OC, 41). Y en esta última página de la indicada
introducción existe un período que parece recapitular la doble temática
del presente capítulo: «Mis afectos se reparten entre fantasmas de la
imaginación y personajes reales».
Es notable la fidelidad de Bécquer a su concepto de lo fantástico en la
realización de sus leyendas sobrenaturales. Solamente en dos de las
narraciones examinadas aquí («La cueva de la Mora» y «La promesa») no se
asocia la luz de ningún modo especial ni con el personaje, ni con el
suceso, ni con el escenario del prodigio. El claroscuro es el tono
constante de «La cruz del diablo»; pues la oscuridad de la noche está
repetidamente puntuada por fuegos, fogatas, hogueras e incendios, y por
fin, el espíritu maligno, resistiendo y gimiendo, ocupa todavía el
candente metal de su antigua armadura, que veinte obreros con sus
martillos sólo a duras penas logran transformar en una cruz al calor de
una ancha hoguera. En «La ajorca de oro», las chispas de luz rojas,
azules, verdes, amarillas que voltean alrededor de la hermosa imagen de la
Virgen infunden miedo a Pedro de Orellana, quien quiere robarle la
expresada joya, y por unas sombras y rayos de luz él empieza a hacerse
consciente de que se han animado todas las estatuas de la catedral para
castigarle. «El monte de las Ánimas» es otra composición en claroscuro con
luz casi solamente en la parte II, en el salón del palacio de los con des
de Alcudiel, y por la mayor parte oscuridad en las tres partes restantes
en las que se anticipa y se realiza lo sobrenatural; por lo cual, se puede
decir que en esta historia el portento se acompaña por la «luz negativa»,
y lo digo en forma tan extraña porque Bécquer es fiel a su patrón, y aun
prefiriendo las tinieblas para el efecto especial del desenlace de este
relato, lo indica en términos de la luminotecnia, apuntando al principio
de la parte III que Beatriz ha «apagado la lámpara» (OC, 129).
En «Los ojos verdes», la mujer fantástica de la fuente de los Álamos tiene
cabellos como el oro, rizos como rayos del sol, pestañas como hilos de
luz, y las aguas en las que mora echan chispas de luz. Son como hilos de
luz las voces que arranca de su órgano el ya muerto maese Pérez el
organista; los himnos que toca parecen remontarse al cielo como una tromba
de luz; y el espectro del músico muerto se le aparece a su hija iluminado
por «una luz moribunda» (OC, 157). La caída a tierra de Teobaldo de
Montagut, después de su fantástica cabalgata de cien años, en «Creed en
Dios», es anunciada por «un aliento de fuego» y «un mar de luz» (OC, 185).
El prodigio de la reedificación y nuevo incendio de la iglesia del
monasterio de la Montaña que se realiza cada Jueves Santo, según se cuenta
en «El miserere», comienza con una fuerte iluminación espontánea, que se
intensifica luego con las llamas. En «El Cristo de la Calavera», cada vez
que se tocan las espadas de los amigos fraternales que se han desafiado,
se apaga el farolillo que alumbra a la imagen del Salvador en la calle del
Cristo, dejando a los duelistas a oscuras y deshaciendo el prohibido
encuentro. Ya hemos visto que, en «El gnomo», la caverna donde estos
hombrecillos guardan sus tesoros está iluminada por una luz fantástica, y
el gnomo que seduce a Marta es «un enano de luz semejante a un fuego
fatuo» (OC, 232).
Constanza, Azucena, o sea, la corza blanca, en la leyenda así titulada, se
distingue de las demás corzas, porque su «extraño color destacaba con una
fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles» (OC, 269), de lo cual
tomamos antes nota. El lector ya ha visto, más arriba, dos trozos de «El
beso», en los que la hermosa dama de piedra está descrita con el adjetivo
fantástico, ya en la penumbra, ya a luz oscilante; y merece la pena
señalar que aun antes, la primera vez que la ve el capitán francés, es «a
la dudosa luz de la luna» (OC, 281). En «La rosa de Pasión», Sara es
crucificada por los judíos de Toledo «al rojizo resplandor de una fogata
que proyectaba las sombras de aquel círculo infernal en los muros del
templo» (OC, 299), lo cual lleva a la milagrosa metamorfosis de la
conversa muerta en pasionaria.
Estos «luminosos» resúmenes tienen dos virtudes: a la vez que revelan la
gran unidad que Bécquer observa en el concepto del suceso fantástico a lo
largo de sus relatos pertenecientes a este género, también nos dan una
visión de conjunto en realidad muy precisa de aquello que ha de
encuadrarse en un marco realista; y con esto último volvemos a tratar del
tema principal de estos capítulos sobre la fantasía y el realismo. Lo
realista del ambiente en torno al acontecimiento fantástico cumple dos
funciones, que son: (1) la de simular por el contraste la sorpresa del
descubrimiento; y (2) la aun más importante de realizar o autenticar lo
sobrenatural para el lector, que viene siendo preparado poco a poco para
tan indispensable concesión, porque se ha habituado anteriormente a
prestar fe a otras cosas (eso sí, más normales) contadas y descritas por
el narrador. Al mismo tiempo, se da un constante intercambio entre el polo
de lo fantástico y el de lo real, hasta tal punto, que los personajes no
se dan plenamente cuenta de lo fluctuante que es la «realidad» en la que
pretenden afirmar los pies.
Por una parte, la influencia de la descripción realista sobre el elemento
sobrenatural en el típico relato fantástico becqueriano es semejante a la
de la sociedad moderna sobre el encanto de las viejas costumbres
provinciales que se van perdiendo. Quiere decirse que la descripción
realista sirve para reducir lo fantástico a términos más prosaicos y
familiares. Pero he aquí que en el mismo momento la imaginación de Bécquer
va igualmente dotando a la realidad prosaica de nuevos matices. «En una de
las visitas que como remanso en la lucha diaria hago a la vetusta y
silenciosa Toledo -explica Bécquer en «La voz del silencio»-, sucedieron
estos pequeños acontecimientos que, agrandados por mi fantasía, traslado a
las blancas cuartillas» (OC, 214; las cursivas son mías). Fantasía
convertida en realidad, realidad convertida en fantasía; presentadas ambas
con una primorosa atención «realista» a los pormenores, resulta tan
creíble la una como la otra.
Las descripciones contenidas en las narraciones fantásticas becquerianas
se dividen en cuatro categorías según los objetos descritos: (1) los
personajes; (2) los edificios; (3) la naturaleza; y (4) el ambiente.
Descripciones detalladas de personajes individuales hay relativamente
pocas. La categoría más numerosa la forman las descripciones de edificios;
cosa muy explicable tanto por los gustos arquitectónicos del Bécquer autor
de la Historia de los templos de España, como por las exigencias del
género fantástico. Mas la preponderancia de las descripciones que obedecen
a las exigencias de la poética fantástica es especialmente notable cuando
se toma en cuenta que las categorías 2, 3 y 4 son en realidad una sola;
pues todas ellas se refieren al escenario, las circunstancias: en una
palabra, el medio en el que se produce el suceso sobrenatural.
Por muy interesante que sea algún personaje individual en la forma
narrativa de la que se trata aquí, esa efigie y sus semejantes acaban casi
sin excepción por ser sujetos más o menos pasivos de las extrañas fuerzas
que su medio cósmico o terrestre desata contra ellos. De ahí esa deliciosa
expectación del terror omnipresente, arrollador y paralizante con la que
emprendemos la lectura de un cuento sobrenatural, y de ahí la enorme
importancia de las descripciones del medio ambiente en el género
fantástico, sobre todo desde que se cuajó su forma moderna en los Tales of
the Grotesque and Arabesque (Cuentos de lo grotesco y arabesco) de Poe. En
este capítulo y el próximo estudiaremos descripciones representativas de
las cuatro categorías ya indicadas, en el mismo orden en que hemos
enumerado éstas, teniendo siempre presente que las tres últimas
constituyen a la vez entre sí otra más grande y general, y que las
separamos en el análisis tan sólo con el motivo de facilitar la
organización de estas reflexiones.
II. Los personajes
En la práctica, la descripción de los personajes -cuando se trata de
grupos de éstos- no se diferencia totalmente de la de los ambientes, por
cuanto tales grupos funcionan a menudo como el fondo de la acción. En
«Maese Pérez el organista» se hallan dos descripciones de los fieles
reunidos en la iglesia del convento de Santa Isabel de Sevilla en la
Nochebuena, ambas pormenorizadas y realistas, pero de tonalidad
hiperbólica la primera, puesta en boca de la demandadera, mujer del pueblo
(cap. I), y de tonalidad objetiva la segunda, que está a cargo del
narrador omnisciente (cap. II). La segunda, que representa la realidad
social nada maravillosa en la que se revelará el prodigio, es la menos
extensa e individualiza a menos fieles, pero por la coincidencia de las
dos en ciertos aspectos, como la gravedad de los caballeros veinticuatro y
las sonajas y panderos del pueblo, queda muy claro que el modelo «real» de
las dos descripciones es el mismo. Pero, ¿por qué dos descripciones de la
misma escena, de las cuales ni la menos extensa es en realidad corta?
El hecho de que la visión objetiva esté pospuesta a la hiperbólica
(colocada después de ésta) funciona como un vaticinio de que en esta
Sevilla del Siglo de Oro la realidad natural será superada por la
sobrenatural. Merced a la hipérbole, vehículo normal de la admiración en
tipos vulgares al cual recurre repetidamente la demandadera en su
descripción, el medio real, el mismo aire, parece potenciado desde el
principio para acontecimientos que serán todo lo contrario de vulgares. La
hipérbole, por un lado, es vulgar, mas al mismo tiempo, en vista de la
índole de esta figura retórica, es uno de los mejores puentes para el paso
de lo humano a lo sobrehumano. Veamos algunas de las hipérboles de la
demandadera.
Según ésta, cierto avaro de Sevilla, que ha venido a Santa Inés a oír la
misa de la Nochebuena, «sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que
soldados mantiene nuestro señor el rey don Felipe» (OC, 143). El
entusiasmo de esta humilde devota por el obispo lleva a toda una serie de
hipérboles:
¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el
señor arzobispo. La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba
ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si
nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me
paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo qué
hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le
conserve en su silla tantos siglos como deseo de vida para mí. Si no
fuera por él media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones
de los duques, etc., etc.
(OC, 144)
Resalta lo hiperbólico de esta descripción tanto más cuanto que la escucha
una mujer muy ingenua, la comadre Baltasara, a quien la demandadera va
explicando la importancia de cada cristiano que llega al templo.
«¿No conocéis a maese Pérez? -le pregunta la demandadera a Baltasara,
contestando a la vez por ella-: Verdad es que sois nueva en el barrio»
(OC, 145). He aquí que la reacción de Baltasara ante la realidad cotidiana
(todo es nuevo para ella; inevitablemente quedará admirada) es análoga a
la de los parroquianos habituales de Santa Inés y el lector ante el
milagro que se obra al final del relato; por lo que en la actitud de la
oyente de la descripción oral hiperbólica debida a la demandadera, se
anticipa la reacción general ante el prodigio que se presenciará en las
siguientes Nochebuenas. Es más: en el paisaje humano que va pintando la
demandadera ya se prefigura en cierto modo el prodigio que asombrará a
Sevilla. Al describir al organista maese Pérez, la demandadera vuelve a
dirigirse a Baltasara: «Porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre es
ciego de nacimiento» (OC, 145). Entre tocar el órgano estando parcialmente
muerto para este mundo (esto es, careciendo de uno de los principales
sentidos corporales) y tocar el órgano estando enteramente muerto, hay
menos diferencia que entre tocarlo un vivo y tocarlo un muerto en la
acepción normal de estas palabras. Difícilmente se lograría mejor puesta
en escena para la maravilla de la iglesia de Santa Inés que la que
consigue Gustavo con estos sencillos toques.
Mas recordemos que el género fantástico depende de una dialéctica entre fe
y escepticismo, entre lo sobrenatural y lo natural; y si bien la
descripción contenida en el capítulo I de «Maese Pérez el organista» sirve
para sugerir que el prodigio es posible en el mundo real, la contenida en
el capítulo II nos planta los pies firmemente en la realidad. Pues sin que
se niegue en la segunda descripción de los fieles cualquier característica
registrada en la primera, todo el panorama humano queda reducido a lo
aceptable para cualquier observador, porque el estilo descriptivo es ahora
el de un inventario, de una lista, esto es, que tenemos una enumeración de
rasgos en la forma sencilla y abierta habitual en la descripción realista,
sin nada de exageración. Merced al efecto combinado de las dos
descripciones, los personajes y los lectores se hallan dispuestos a
aceptar la maravilla, pero no tan alejados de la prosa de la realidad, que
no se asombren ante la realización de lo imposible, la sorpresa de la
revelación. Mas, al mismo tiempo, por estar inmersos en la realidad y por
estar acompañados de tantos testigos de carne y hueso al revelarse el
milagro, casi viene a parecernos tan natural el que un músico toque el
órgano después de muerto como el que se celebre la misa del Gallo todos
los años. ¿Se ha hecho más real el elemento fantástico, o menos real el
mundo que acostumbramos a llamar objetivo? Sigue la dialéctica habitual en
el género fantástico, pero esta vez se ha formulado al nivel de la
descripción.
En otro memorable pasaje descriptivo de «Maese Pérez el organista» no hace
falta puente ni dialéctica ni proceso de mutua adaptación de ninguna clase
para reunir el enfoque objetivo del escritor realista y la experiencia
sobrenatural. (El tema de la indicada descripción no es ni un personaje ni
la escena, pero valga el derecho a la digresión, porque no había que dejar
este ejemplo fuera.) Se trata de la descripción becqueriana, muy
becqueriana, de la música de maese Pérez, la cual empieza así: «Cantos
celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis,
cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio», etc. (OC,
154). Y sigue con otras figuras tan características del Gustavo de las
Rimas como un «rumor de hojas que se besan», «una saeta despedida a las
nubes», unos «himnos alados» y «una tromba de luz». Aquí la dialéctica
fantástica se nos da hecha; con el gran talento del organista ya se había
vencido la dificultad, por decirlo con una expresión típica de los
críticos clásicos; porque en esta etérea música parecen coincidir desde el
comienzo realidad objetiva y vivencia extranormal. La música de maese
Pérez es de carácter tan sublime, que si el oyente más desapasionado
describiera su reacción ante ella, coincidiría inevitablemente con el
narrador en algún calificativo o figura. En fin, en este caso realista,
objetivo, poético y fantástico son sinónimos.
Mas volvamos ya a las descripciones de personajes enfocando, en «La
promesa», otra pareja de descripciones de grupos humanos, en las cuales la
técnica es en parte semejante a la que hemos distinguido en «Maese Pérez
el organista». Son las descripciones: 1) de la salida de la mesnada del
conde de Gómara para la guerra contra los moros, así como de los apiñados
curiosos que han venido a ver esa rica y noble procesión; y 2) del real de
los cristianos en el frente (OC, 243-245, 248-250, respectivamente). En
ambas aparecen por lo menos algunos de los mismos personajes: el conde, su
escudero, los farautes, etc. La primera de estas descripciones está
concebida como preparación psicológica para la aceptación del milagro de
la mano y en cierto modo como anticipo de éste; y la segunda conduce
directamente al milagro. Son realmente impresionantes, en ambas
descripciones, el colorido, la luz, las voces de la multitud, de las
trompetas, de los timbales; y los innumerables pormenores sobre los
trajes, las armas, las máquinas de guerra, las tiendas de campaña, los
muebles de las tiendas, las enseñas, los escudos, y por fin, las baratijas
y bálsamos que vende el extraño juglar y mensajero de lo sobrenatural que
aparece al final de este amplio y detallado panorama.
El estilo descriptivo es igual al que está utilizado en «Maese Pérez el
organista», es decir, que es detallista, de inventario, en una palabra,
realista; ejemplo de la técnica que en relación con la novela histórica
romántica yo acostumbro a llamar «realismo de tiempo pretérito» (en este
relato becqueriano estamos en la época de Fernando III el Santo). Es más:
en el mismo texto de la segunda de estas admirables descripciones se halla
una clarísima alusión autocrítica de Bécquer a este realismo y su
conciencia de estar manejando tal estilo por las razones que vamos viendo:
a esta descripción del real de los cristianos la llama «cuadro de
costumbres guerreras» (OC, 249). Aquí basta recordarle al lector la
archiconocida relación histórica entre costumbrismo y realismo.
Además, el realismo que sirve de término comparativo para la vivencia de
lo sobrenatural en «La promesa» está subrayado por dos muy hábiles
alusiones becquerianas a un género realista clásico, contenidas, la
primera en el diálogo entre Margarita y el conde en el capítulo I, y la
otra en el mismo texto de la segunda descripción extensa. Al llegar a la
segunda referencia, el lector se da cuenta del sentido de la primera.
Entre los entretenidos relatos que recita el juglar en el apartado IV de
«La promesa», figuran ciertas «historias de amores picarescos» (OC, 250);
y en efecto: el conde ha llevado sus amores con Margarita, mujer humilde
del pueblo, en forma auténticamente picaresca, pues si el pícaro clásico
se fingía noble para cortejar a una dama de esclarecido linaje, el
protagonista becqueriano se finge plebeyo para seducir a una honrada
doncella de clase más modesta, y el alevoso señor de Gómara se inventa la
correspondiente autobiografía picaresca o «realista», en la cual
representa, no su papel normal de conde, sino el de su propio escudero
predilecto. El «escudero» declara a la vez la gratitud que siente hacia su
señor.
Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy.
Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo,
me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy lo
abandono, mañana sus hombres de armas al salir en tropel por las
poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme:
«¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?», etc. .
(OC, 242)
He aquí un primer capítulo de novela picaresca en miniatura, expresado
además en el obligatorio estilo narrativo de primera persona. El novelista
realista del siglo XVIII José Francisco de Isla había ya interpolado en su
Cartas de Juan de la Encina una novela picaresca embriónica hasta cierto
punto semejante a la presente. Mas lo significativo de las alusiones
picarescas que nos ocupan ahora es que por ellas se revela la honda
conciencia que tenía Gustavo de estar entretejiendo, para la poiesis de su
relato, hilos literarios de muy diversa índole y procedencia. En otro
capítulo, hemos comentado la función «periodística» del romance que el
juglar recita en «La promesa», y tal función apunta también al realismo
circunstancial del que vamos ahora percatándonos por otras vías.
Veamos ahora cómo, en «La promesa», el hilo de lo sobrenatural va
introduciéndose entre esos otros hilos de la realidad natural descrita con
técnica realista. Al comienzo del capítulo I de El ocaso de la Edad Media,
J. Huizinga observa que la vida era tan dura y peligrosa en el medievo,
que para aliviar su triste tonalidad se tendía a revestir cualquier suceso
fuera de lo común -un viaje, una tarea nueva, una visita, una procesiónde cierto carácter ceremonial y ejemplar. Pues bien, esto lo vemos
reflejado precisamente en ese aluvión de humildes que vienen a ver la
salida de la hueste de Gómara y en el consecuente ambiente de latente
hipérbole, en el apartado II de «La promesa» (recuérdese la actitud
hiperbólica de la demandadera en «Maese Pérez el organista»). Son
iluminativos estos fragmentos de la primera de las dos descripciones
extensas contenidas en la leyenda:
... ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el
espectáculo [...]. La multitud corrió a agolparse en los ribazos del
camino por ver más a su sabor las brillantes armaduras [...] A los
farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de
seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes
guarnecidos de plumas vistosas. Después vino el escudero mayor de la
casa [...], y al estribo izquierdo, el ejecutor de las justicias del
señorío vestido de negro y rojo. Precedían al escudero mayor hasta
una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana
[...] pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos
pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
(OC, 244-245)
Realidad inmediata, realidad inventariada (pues el texto completo de esta
descripción contiene infinitos detalles más), pero realidad tan llena de
colores y sonidos, que deslumbra; quien ha visto esto será ya apto para
creer en lo maravilloso. Realidad y presencia físicas, pero en su mitad
hay otra presencia olvidada, frágil, casi espectral: «... entre la confusa
vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel punto cayó desmayada»
(OC, 245). Es Margarita, quien acaba de descubrir en la fisonomía del
soberbio señor de la hueste las facciones de su amado «escudero» de
orígenes supuestamente tan oscuros, y su desmayo en esta escena es como un
presagio de su existencia fantasmal como mano desprendida de su cuerpo, en
los apartados siguientes de la relación.
Entre los apartados II y III de «La promesa», según se desprende después
del «informe periodístico» del juglar, el hermano de Margarita la ha
matado por haber deshonrado a su familia; y en la batalla, así como en su
tienda de campaña, en el real de los cristianos, el conde de Gómara ve la
aparición de la mano de la doncella, en la cual había puesto un anillo,
símbolo de una falsa promesa de matrimonio: la mano atiende al conde a
todas horas, le protege en la lid, le descorre las cortinas de su lecho
por la noche. Hemos comentado antes la aparición de la mano y la «locura»
del conde en relación con otro tema. Si vuelvo ahora a recordarle al
lector tales detalles, es porque quisiera añadir la observación de que un
aparecido en la medida en que es el efecto de una enfermedad mental es un
tema que se presta al más severo realismo; y así el hecho de que el conde
pase por loco para su fiel escudero por haber confesado ver esa misteriosa
mano moviéndose por los aires, es otro nuevo puente (como las hipérboles
antes estudiadas) entre los dos niveles entre los que habitualmente se
articula la realidad nueva del género fantástico. Si hemos reconocido la
autenticidad del fenómeno de la mano desde un punto de vista, nos será
relativamente fácil seguir reconociéndola, aun cuando el narrador nos vaya
insensiblemente cambiándonos las premisas para nuestra conclusión. He aquí
otro ejemplo de cómo el realismo de lo sobrenatural arranca del realismo
de lo natural; y el lector de «La promesa» se sentirá cada vez más
dispuesto a conceder un valor objetivo al milagro de la mano espectral.
El escudero del conde tarda aún más que el lector moderno en abandonar su
actitud escéptica, pero para que el uno y el otro acaben de convencerse de
la realidad de lo sobrehumano, tienen que reafirmar los pies en la prosa
cotidiana y escuchar la extraña relación del juglar en la presencia de
numerosos testigos de carne y hueso, y la caracterización de los
personajes que forman este público de testigos es la misión de la segunda
descripción extensa contenida en «La promesa», la cual vamos a examinar
ahora.
Hemos aludido ya en forma general a la técnica realista de la descripción
del real de los cristianos. Enfoquemos ahora ésta algo más de cerca para
poder apreciar el realismo del estilo con que se hace la menuda
catalogación de las infinitas facetas de la realidad guerrera que se
describe. Es sintomático el principio de la larga descripción. Si
fotografiáramos con palabras un campamento militar moderno, los detalles
del contenido de la descripción y las voces serían diferentes, mas la
forma o técnica estilística sería idéntica, esto es, enumerativa,
inventarista, abierta a la posible inclusión de infinitos pormenores más
de la realidad circundante. De ahí el notable efecto realista que produce
el trozo siguiente, pese a lo hoy poco familiar de lo descrito (realismo
de tiempo pretérito):
Tendidas a lo largo de la llanura mirábanse, pues, tiendas de
campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales
ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros,
grifos, leones, cadenas, barras y calderas y otras cien y cien
figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad
de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad
circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando
dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de su país y cada
cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate,
sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a
las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas
de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para
aderezar y componer sus armas rotas en la última refriega, etc.,
etc., etc.
(OC, 248-249)
Notemos inmediatamente dos términos muy importantes contenidos en este
pasaje: a saber, extraño y pintoresco. Ambos entran en la composición de
la frase «extraño y pintoresco con traste». Pero primero prefiero comentar
separadamente la conjunción de las dos palabras finales: «pintoresco
contraste». Trátase de una combinación de términos de uso casi tan
frecuente en pasajes autocríticos de costumbristas como Mesonero Romanos,
Estébanez Calderón y Larra como la otra de «cuadro de costumbres» que,
según quedó indicado anteriormente, también se halla empleada en la
descripción del real de los cristianos. El que busca el «pintoresco
contraste» intenta captar con todo su colorido y con toda su perspectiva,
como en pintura, la contradictoria realidad de las personas y las cosas;
es un escritor movido por un afán realista, aspira a agotar todos los
aspectos del mundo representado. Bécquer, empero, toma nota al mismo
tiempo de que de ciertas combinaciones de estos aspectos reales nace un
carácter «extraño» que se proyecta sobre un determinado medio y sus
moradores. Quiere decirse que lo sobrenatural está siempre latente en la
realidad cotidiana; y en esas limitadas ocasiones en que se revela la cara
oculta de nuestras circunstancias, descubrimos la inexactitud del término
sobrenatural, pues no son en el fondo sino casos excepcionales, poco
frecuentes pero no por eso menos reales, de lo natural.
En los párrafos siguientes a las líneas que hemos estado comentando,
encontraremos en la descripción de los guerreros cristianos y sus
acompañantes una actitud que favorecerá la concesión de la fe a lo
sobrenatural, y veremos a la par, en la misma descripción, dos casos más
del adjetivo extraño con la acepción ya indicada, los cuales son como
presagios de la última aparición de este calificativo en el apartado V y
final de «La promesa», donde se ata ese extraño nudo entre un hombre vivo
y la mano de una mujer muerta. Dudo que haya ilustración más elocuente que
ésta de la brillante disposición de Gustavo para el género fantástico: con
una sola voz oportunamente sembrada a lo largo de varias páginas, no sólo
anuncia el desenlace de un relato fantástico individual, sino que explica
el parentesco entre la realidad natural y la sobrenatural que caracteriza
a todo el género.
Distingamos ahora con más detalle las vislumbres de la conclusión
sobrenatural que se entretejen con cosas prosaicas en la segunda de las
largas descripciones de grupos humanos en «La promesa». En los soldados,
los pajes y otra gente me nuda del real se manifiesta la misma tendencia a
embaírse y expresarse en forma hiperbólica que hemos destacado en la
descripción de los habitantes humildes del pueblo de Gómara con ocasión de
la salida de los hombres de armas del conde par a la guerra. En el real,
para descansar, «cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros
de la hueste, entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su
destreza» (OC, 249; las cursivas son mías). Al mismo tiempo, «los gritos
de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros de campo,
llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro
de costumbres guerreras una vida y una animación imposible de pintar con
palabras» (loc. cit.). Al juglar-baratijero los soldados «lo escuchaban
con la boca abierta» (loc. cit.), aun antes que recitara el extraño
«Romance de la mano muerta». Entre otras cosas singulares, vendía el
romero «bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad»
(OC, 250).
Ahora bien: por entre estos embelesados hombres vulgares atraviesa el
conde, quien venía viendo la visión de la mano desde hacía días, y el
atribulado noble parece ya dominado por algún encantamiento
extraterrestre. «Andaba maquinal mente, a la manera de un sonámbulo, cuyo
espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la
conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la
suya» (OC, 249). Ya está puesta la escena psicológica, y no hace falta
sino trazar la relación entre la constante visión del conde, la receptiva
expectación de la soldadesca y el «Romance de la mano muerta». Nótese, en
el siguiente comentario de Gustavo sobre el conde, la clarísima
identificación del adjetivo indicado con el poder sobrenatural: «Por una
coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía
en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo» (OC, 250).
En las líneas inmediatas, se repite el término: «Al oír el escudero tan
extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio» (loc.
cit.). (El anuncio es, desde luego, el del título del consabido romance
por el juglar.) En este momento el escudero todavía cree loco a su señor;
mas luego de escuchada la hermosa aunque tétrica relación poética, «la
extraña memoria del casamiento del conde» (OC, 253) vendrá a confirmar el
estrecho lazo que existe entre la realidad fantástica y la prosaica de
nuestro mundo.
Las descripciones de grupos humanos -personajes colectivos- que acabamos
de analizar, en relación con su papel en la dialéctica fantástica, son las
más extensas y complejas contenidas en las Leyendas (no las hemos
reproducido íntegras), en parte debido al hecho de que en ellas el medio
tiende a unirse a los personajes como objeto secundario del escrutinio,
especialmente en el «cuadro» del real de los cristianos. Las restantes
descripciones de personales, contenidas en las Leyendas son todas más
breves por serlo de figuras individuales, y tienen en común con las
descripciones del ambiente que examinaremos en el próximo capítulo el
hecho de que no tienen objetos secundarios. Comencemos con la descripción
de la misteriosa mujer de los ojos verdes en la leyenda así titulada; en
este retrato se nos dan ya fundidas las dos realidades, vencida ya la
natural por la sobrenatural.
A continuación he reunido varios trozos descriptivos de «Los ojos verdes».
Fernando de Argensola hace de narrador, y al final habla la mujer
fantástica:
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en
aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a
cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa [...] una tarde
encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban
hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre
toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas
brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban
inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de
aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos
ojos de un color imposible, unos ojos... [...] Ella era hermosa,
hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caí
a sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como
un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus
pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en
una joya de oro. [...] sus labios se removieron como para pronunciar
algunas palabras; pero sólo exhalaban un suspiro, un suspiro débil,
doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir
entre los juncos. [...] -Yo vivo en el fondo de estas aguas,
incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y
ondulo en sus pliegues.
(OC, 137-140)
El estilo de estas líneas es el habitual en la descripción realista
-enumeración detallista de datos sensoriales, en forma abierta, sencilla,
con pocos tropos-, mas aquí vamos a llamar a este estilo no tanto realista
como realizador; porque al someterse conjuntamente al mismo tratamiento
«fotográfico» la realidad objetiva de la naturaleza y la fantástica que o
se le revela a Fernando, o que éste imagina al interior de aquella
primera, también la segunda se reviste de suficiente objetividad para
imponerse y aterrar a quienes pasamos unas horas en el mundo becqueriano.
Aquí no hacen falta metáforas para extender un puente entre las dos
realidades: el simple estilo enumerativo basta para puente, porque Gustavo
selecciona aspectos que las dos realidades tienen en común y que pueden
describirse con unas mismas voces. El efecto es que la «misteriosa amante»
(OC, 139) deviene tan verdadera como la fuente de los Álamos y la
vegetación que la enmarca.
Verbigracia, las palabras lamento, cantar, rumor, flotar, oro, luz,
esmeralda, velo, pliegues, suspiro, incorpórea, etc. se refieren a un
mismo tiempo a las dos realidades (la mujer fantástica y su entorno
natural); dos de ellas se hallan repetidas: rumor y pliegues, y esta
última aún está presente por tercera vez en forma implícita en esas largas
ropas de la sombra femenina que flotaban sobre la superficie de las aguas
y que serían al mismo tiempo unas plantas acuáticas flotantes enredadas
con otras trepadoras enraizadas en las márgenes de la fuente. Y
evidentemente, le pertenecían tanto a esta naturaleza objetiva como a la
encantadora pero siniestra lamía los «brazos delgados y flexibles que se
liaban a su cuello» (OC , 141), al sumirse el primogénito de Almenar en su
acuático sepulcro. La visión se hace verosímil, ya a nivel de alucinación,
ya a nivel de auténtico fenómeno sobrenatural. Felizmente no se nos obliga
a escoger entre una posibilidad y otra.
Las descripciones de personajes individuales en «El gnomo», «La corza
blanca» y «La rosa de Pasión» son de tipo realista en el sentido más
convencional del término, en la medida en que sólo se consideren en sí
como tales descripciones. La descripción de las hermanas Marta y
Magdalena, en el primero de los tres relatos mencionados, va más lejos;
raya en el estilo naturalista:
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años
de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su
madre, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus
humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía
contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas
dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por
los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y
Magdalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía, que
sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta
contraposición con sus tipos.
Marta era activa, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza
salvaje en la expresión de sus afectos. No sabía ni reír ni llorar,
y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el
contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión
se la vio llorar y reír a la vez como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche y de entre sus oscuras
pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de
un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro
del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas
armónico con la divina expresión de sus ojos. Marta, enjuta de
carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos
y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por
sus hombros como un manto de terciopelo, formaba un singular
contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su
fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus
sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
Ningún sentimiento era común entre ellas. Nunca se confiaron sus
alegrías y pesares, etc., etc.
(OC, 223-225)
A la vista de tal descripción, no podemos menos de lamentar que no haya
alcanzado el corto vivir de Bécquer para que realizara los proyectos de
novela social que dejó mencionados entre sus apuntes: especialmente, la
novela «social media » que se habría titulado Vivir o no vivir, y la
novela «social baja» que había de rotularse Quince días de trueno (OC,
1.231), en las cuales Marta y Magdalena hubieran podido instalarse como en
tierra propia. Son notables los aspectos siguientes de la descripción que
copié hace un momento: el toque naturalista del duro medio en el que las
hermanas se veían obligadas a vivir; la sugerencia de determinismo
ambiental en el caso de Marta (duro medio de la casa de la parienta, duro
temperamento de Marta); el estilo pormenorizado fotográfico; la frase «el
estudio de sus caracteres» en el primer párrafo del pasaje citado, junto
con el hecho de que en el retrato de las huérfanas se proponen evidentes
paralelos entre sus rasgos físicos y sus rasgos psicológicos.
Se ha investigado la influencia de la seudociencia fisonómica de Johann
Caspar Lavater (1741-1801) sobre la descripción de personajes en la novela
decimonónica de Inglaterra, Francia y Alemania, por ejemplo, en
Physiognomy in the European Novel. Faces and Fortunes (Princeton
University Press, 1982), de Graeme Tytler, en donde se ve que los
fisonomistas y sus discípulos entre los novelistas realistas interpretaban
el carácter de sus sujetos leyéndolo, no sólo en el rostro de éstos, sino
en toda su persona física, como sucede en las líneas becquerianas de que
nos ocupamos ahora. Una alumna mía está actualmente escribiendo su tesis
doctoral acerca de la influencia de la fisonomía sobre la caracterización
en el cuadro de costumbres, la novela romántica y la novela realista en
España durante el siglo XIX, y la muestra contenida en «El gnomo» es
significativa. No deja de ser curioso, en efecto, que incluso aparezca en
el presente pasaje la voz fisonomía (aunque no en su acepción más
técnica), junto con la ya señalada frase «el estudio de sus caracteres».
Así, por un lado, las huérfanas parecen ser objeto de un tratamiento
realista, sin más ni más. Su suerte es aun más desesperada que la de las
otras muchachas del triste pueblo; su vida, aun más prosaica y real; y si
entre chicas tan ordinarias los gnomos han de elegir su víctima o
compañera nueva, lo sobrenatural quizá sea también una cosa de todos los
días, no obstante no dejarse ver sino de vez en cuando. Ha hecho falta
subrayar tan fuertemente lo «real» a fin de que se nos confirmara la
sencilla verdad de que lo sobrenatural no es sino el revés de lo natural.
Y en relación con esto, habría que suponer que detrás del duro
temperamento natural de Marta se da otro oculto que la dispone para ser la
electa de los siniestros hombrecillos que viven en las entrañas de los
montes. Lo sobrenatural en «El gnomo» es de signo satánico: «los huéspedes
más terribles del Moncayo» son «unos espíritus diabólicos», peores aún que
los lobos que se oye «aullar en horroroso concierto» (OC, 218), y de esos
espíritus diabólicos los más peligrosos son los gnomos que guardan ricos
tesoros de piedras preciosas y toda manera de joyas de oro y plata en los
subterráneos donde moran. La táctica de estos diabólicos homúnculos con
las muchachas es insinuarse con ellas deslumbrándolas «con promesas
magníficas» (OC, 219). Pero volvamos ya a la descripción «realista» de
Marta y Magdalena.
Cada huérfana tiene también su cara oculta sobrenatural (como la tiene el
conjunto de la realidad en el género fantástico), según se desprende de
los vocablos seleccionados para retratarlas, en el largo pasaje ya
reproducido. Se representa a Marta con términos como los siguientes:
altiva, vehemente, salvaje, no llora, no ríe, ojos más negros que la
noche, oscuras pestañas, chispas de fuego, carbón ardiente, enjuta,
quebrada de color, esbelta, movimientos rígidos, cabellos oscuros que
sombreaban su frente; y en cambio, se pinta a Magdalena con palabras
diametralmente opuestas por su sentido a las del primer grupo: humilde,
amante, bondadosa, llora, ríe, pupila azul, pestañas rubias, armonía,
blanca, rosada, pequeña, infantil, nimbo, cabeza de un ángel.
Evidentemente, una hermana es un demonio en faldas, y la otra es un
querubín. Ningún «espíritu diabólico» habría tardado en descubrir en Marta
una digna compañera, y es precisamente Marta la que no vuelve nunca de la
visita nocturna que las muchachas hacen a la fuente del lugar, cuyas aguas
hay que recordar que brotan de un manantial en el subterráneo -infierno en
miniatura- de los gnomos.
Es más: se manifiesta una obsesionante consonancia entre ciertos términos
de la descripción de Marta y la del tesoro de los diabólicos gnomos por el
que se sienten atraídas todas las jóvenes del lugar, Marta sin duda más
que ninguna. Recuérdese que «Marta tenía los ojos más negros que la noche,
y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas
de fuego como de un carbón ardiente» (OC, 224). Compárense las palabras
que he escrito en letra cursiva en las líneas precedentes con las que voy
a subrayar ahora en este nuevo trozo: «Y todo [el tesoro] brillaba a la
vez, lanzando chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía
como que todo estaba ardiente y se movía y temblaba» (OC, 221). Queda
claro que Marta es hija espiritual de los gnomos que guardan los tesoros.
Mas ni aun aquí para la portentosa sinfonía ígnea que vamos viendo. Ya
antes, en este capítulo, con otra intención, hemos llamado la atención
sobre el hecho de que las galerías subterráneas de los gnomos estaban
«alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico» (OC, 219). Lo que
todavía queda sin mencionar, sin embargo; lo que completa esta llameante
composición es el hecho de que los gnomos, como tantos otros habitantes
satánicos de la literatura fantástica, estaban «transformándose
continuamente, ora parecían criaturas humanas deformes y pequeñuelas, ora
salamandras luminosas o llamas fugaces» (OC, 220; las cursivas son mías).
¿Hemos realizado lo fantástico, o convertido en fantasía lo real? ¿Qué
otro escritor sino Bécquer sería capaz de tanta unidad, tanto arte en el
género sobrenatural, y eso en una de sus leyendas menos conocidas?
En «La corza blanca» hay dos descripciones de personajes, de técnica
realista: una del zagal Esteban, y la otra de Constanza, sin tomar en
cuenta alusiones descriptivas a otros personajes diseminadas a lo largo de
la narración. Examinaremos aquí las dos descripciones propiamente dichas,
que son especialmente interesantes por ser de índole completamente
contraria la una a la otra, aunque coadyuvan al mismo efecto literario. El
retrato de Esteban se concentra en lo corpóreo, a lo cual se añade apenas
un apunte sobre su psicología o carácter moral; el brevísimo retrato de
Constanza se ocupa principalmente de su carácter, limitándose en lo físico
a una referencia tan sólo a esos rasgos que la hija de don Dionís comparte
con la maravillosa corza en que se metamorfosea para jugar con sus
compañeras en el bosque: ante todo, el ser ora rubia en su identidad
humana, ora blanca en su otra identidad animal. La primera descripción,
por ser de tipo material, y por ser el tonto y vulgar Estaban el primero
en sorprender el secreto de las corzas, proporciona, cerca del principio
del relato, un firme amarradero, por así decirlo, para el caballo de la
fantasía; la otra, siendo de tipo inmaterial y hallándose todavía en la
primera mitad de la leyenda, nos levanta en las vaporosas alas de la
imaginación hacia la región de lo sobrenatural. Desde el comienzo del
cuento, según su costumbre, Bécquer nos identifica igualmente con lo
prosaico y lo extranormal, para que asimilándose estos términos en nuestra
imaginación, el conjunto parezca concebible en el mundo de los hombres.
La descripción de Esteban es una de las dos o tres más realistas y
prosaicas que se encuentran en todas las Leyendas de Bécquer.
Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la
cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y
azules, la mirada incierta y torpe, como los albinos; la nariz roma,
los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez
blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte
sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas ásperas y
rojas, semejante a las crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico.
Respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido
ni por él ni ninguna de las personas que le conocían, que era
perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como
buen rústico.
(OC, 256)
Por esta descripción el pobre Esteban se halla reducido casi a la
categoría de un cuadrúpedo; con las crines como de rocín de que tiene
poblado el cráneo, se armoniza el aspecto animal de sus demás facciones:
cabeza hundida entre los hombros, ojos pequeños, nariz roma, labios
gruesos, y sobre todo, la poca frente que tiene. Habría sido un perfecto
modelo para una de las pinturas verbales de Torres Villarroel, en sus
Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte,
donde se animaliza a gran parte de tos sujetos humanos descritos. En el
presente caso, la reducción al nivel de animal se subraya por la frase:
«Esto, poco más o menos, era Esteban en cuanto a lo físico». Mas veremos
que para la realización del fenómeno fantástico de las mujeres-corzas, lo
importante es la combinación de las características físicas y psicológicas
de Esteban. El papel de esta combinación estriba en parte en el hecho de
que en los rasgos psicológicos de Esteban se da otra reducción de lo
humano: Esteban «era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y
malicioso, como buen rústico». Simpleza: ésta era prácticamente su única
nota, porque de ésta se apartaba en la dirección de la suspicacia y la
malicia sola mente en el mínimo grado necesario para ser «buen rústico», y
aun esto último lo mirarían algunos lectores como una nueva reducción. En
este último aspecto, un posible modelo para el personaje Esteban es Antón
Zotes, padre de fray Gerundio en la famosa novela dieciochesca del P.
Isla, el cual era «un si es no es suspicaz, envidioso, interesado y
cuentero: en fin, legítimo bonus vir de Campis»43.
Digo que lo importante para la incorporación del portento de las
corzas-doncellas al mundo cotidiano es la conjunción de las dos
reducciones que se observan en Esteban; porque, muy evidentemente, si un
ser tan elemental, basto de cuerpo y basto de intelecto, sin suficiente
imaginación para inventar la idea poética que es base de la leyenda,
puede, sin embargo, con sus torpes sentidos atestiguar que las corzas se
convierten en hermosas doncellas, eso significa que el prodigio es de
hecho físicamente posible en este prosaico mundo nuestro. Por la graciosa
forma en que se le descubre el milagro a Esteban se reitera a la vez la ya
citada descripción de su simpleza. Momentos antes de ver a la corza
blanca, el zagal ha oído decir a una de las compañeras de ésta: «¡Por
aquí, por aquí, compañeras, / que está ahí el bruto de Esteban!» (OC,
259), y es efectivamente tan bruto el gran simplón, que se lo cuenta así a
sus amos. Por fin, el lenguaje coloquial y prosaico en que se expresa la
corza-doncella, compañera de Constanza, indica que estos poéticos
personajes saben bajar al nivel de todos los días para moverse entre otros
seres antipoéticos, y por tanto, se nos recuerda una vez más que lo
preternatural no es más que la cara oculta de lo natural.
Constanza es la corza blanca en su otra existencia secreta, pero incluso
en su vida de hija de un señor feudal de Aragón despide como un aura que
anuncia algo fuera de lo común, acaso cierta doble naturaleza, a juzgar
por la forma en que ella oscila entre extremos en su psicología, y aun en
su colorido.
El carácter tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre, de
Constanza; la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes
caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener
los ojos y las cejas negras como la noche, siendo blanca y rubia como el
oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y
aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a
persuadirse de que su señora era algo especial y aparte de las demás
mujeres (OC, 262-263).
La parte física de la descripción de Constanza no consta en realidad sino
de un solo toque: el contraste entre la blancura de su cutis y la negrura
de sus ojos, pero basta; pues es frecuente que los animales blancos tengan
los ojos negros, y en efecto, así están descritas también varias hermosas
mujeres-lobas en relatos clásicos del género fantástico. En el colorido de
Constanza parece preverse a la par el efecto de claroscuro producido por
«la corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una fantástica luz
sobre el oscuro fondo de los árboles» (OC, 269). La delicadeza del arte de
Bécquer no pierde nunca su encanto: en la descripción de Constanza se
halla todavía otro muy fino anticipo verbal de su metamorfosis en corza.
Un lado del carácter de Constanza está descrito como «bullicioso y
alegre», y más tarde Garcés vio en el bosque «el bullicioso tropel con que
las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos,
huían espantadas» (OC, 273; las cursivas son mías). El estilo sencillo de
la descripción de Constanza es a lo menos por su forma completamente
realista y parece así ofrecernos a los lectores un firme arrimadero en el
mundo natural; mas por sus insinuaciones bipolares se nos va preparando
otra vez para la conclusión universal de la literatura fantástica, de que
lo sobrenatural está siempre implícito en lo natural, late bajo su
superficie; porque a partir del inquietante retrato de la hija de don
Dionís, empezamos a sospechar que el simple de Esteban habrá tenido razón,
y que Azucena será, en efecto, algo «aparte de las demás mujeres», en el
sentido absoluto de la voz aparte.
Las descripciones de Daniel Leví y su hija Sara, en «La rosa de Pasión»,
son de tipo marcadamente realista; y no obstante, aun en ellas se entrevé
que estos seres están dotados de otra naturaleza superior a la aparente,
esto es, otra identidad sobrenatural. Miremos los dos retratos; después
hablaremos de ellos en común.
Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza,
pero más que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna,
veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal
de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos
viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre
los truhanes de Zocodover, las revendedoras del Postigo y los
escuderos pobres.
Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e
indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la
sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho,
y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre
las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía
impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde
aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación
alguna, de que se componía su tráfico.
(OC, 291-292)
... Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y
rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo
brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en
el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos,
parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las
invisibles manos de un hada. Su tez era blanca, pálida y
transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba
apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce
tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se
escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar
del deseo.
(OC, 293)
Estos dibujos aparecen al comienzo del relato, mas para comprender su
sentido exacto hace falta tomar en cuenta al mismo tiempo otra descripción
de Daniel que se halla al final. Es la mañana después de la crucifixión
nocturna de Sara, y el tacaño tendero ha vuelto a su trabajo habitual.
Al día siguiente, [...] Daniel abrió la puerta de su tenducho, como
tenía costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a
saludar a los que pasaban sin dejar por eso de golpear en el yunque
con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de
Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea
recostada en su alféizar de azulejos de colores.
(OC, 300-301)
Los subrayados en estos trozos de «La rosa de Pasión» son todos míos, y
van a ser el objeto principal de mi comentario. La forma de estas
descripciones es una vez más la del inventario realista; en las líneas
relativas a Daniel la tonalidad prosaica se aproxima a la del naturalismo,
lo cual resulta aun más notable para el lector cuando ve, en las mismas
páginas que las descripciones de Daniel y Sara, la de su miserable
casucha, la cual estudiaremos en el próximo capítulo. Tampoco se escapa
del prosaísmo humano la bella Sara, no obstante coincidir en algún
pormenor con las luminosas y etéreas mujeres ideales de Bécquer, pues ella
llegará a ser mártir precisamente porque «ya hinchaban su seno y se
escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del
deseo». El tránsito de Sara acaecerá en el aniversario del de Jesús, en
Viernes Santo, y ella será matada con los mismos instrumentos de martirio;
mas, a diferencia del Redentor, no morirá por salvar a todos los hombres,
sino por haber salvado a uno solo, su amante cristiano.
Sin embargo, ya está presente como en potencia, en las descripciones
realistas contenidas en el capítulo I de «La rosa de Pasión», la fuerza
sobrenatural que llevará en último término al nacimiento de esa mística
flor de entre los restos de la valiente conversa; y por tanto, para todo
lector, por aferrado que esté a la realidad cotidiana, será lógico que se
elija para el privilegio del martirio a la hija del resentido y tacaño
Daniel, «Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento» (OC,
298). Veamos ahora en forma concreta cómo se prefigura en los retratos de
Daniel y Sara el desenvolvimiento de su triste pero sacra historia.
En la mente popular los asesinos del Salvador, los judíos, están asociados
desde siempre con el Espíritu Maligno: «Y entró Satanás en Judas, por
sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce» (S. Lucas,
XXII, 3), con el fin de realizar «la blasfemia de los que se dicen ser
judíos, y no lo son, mas son sinagoga de Satanás» (Apocalipsis, II, 9). La
sonrisa de Daniel es desde luego, por un lado, el instrumento de la
hipócrita adulación con que quiere sacarles todo el dinero posible a los
odiados cristianos; mas, al caracterizarse con los adjetivos eterna,
extraña, indescriptible y el adverbio eternamente, resulta muy claro que
es la sádica y sardónica sonrisa de Satanás, la insignia del enemigo
perpetuo pero siempre cambiante («extraño», «indescriptible») de la
humanidad. (Recuérdese a la vez la acepción de «sobrenatural» que Bécquer
da al calificativo extraño en muchos de sus relatos fantásticos.) Esta
habitual sonrisa es a la par la única expresión exterior que Daniel da a
la íntima satisfacción que le produce meditar sobre su venganza contra los
cristianos, en particular el amante de su hija. El sentido de la eterna
sonrisa de Daniel, así como el del impasible, incesante golpeo de su
martillito sobre su yunque, se acaba de aclarar, en el capítulo III,
cuando el remendón se ha reunido con los demás judíos toledanos en
«círculo infernal» entre las ruinas de una iglesia bizantina extramuros de
la ciudad, pues allí se le veía «disponiendo, en fin, con una horrible
solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra
que había estado meditando días y días, mientras golpeaba impasible el
yunque de su covacha de Toledo» (OC, 299).
Pero, una vez ocupado Daniel en la obra de su círculo infernal, «ya no
sonreía» (OC, 298); esa febril actividad era en sí suficiente motivo y
expresión de satisfacción. Como sabe el lector de Bécquer, Sara reemplaza
a su amante cristiano, a quien los hebreos habían condenado al suplicio de
la crucifixión, y Daniel «la arrastró, como poseído de un espíritu
infernal, hasta el pie de la cruz» (OC, 300). La próxima mañana la
satisfacción de Daniel es otra vez la interior, la que da la obra acabada
y la repetida meditación sobre ella, y así en la última descripción citada
arriba el autor vuelve al constante golpeo y a la eterna sonrisa.
Las repetidas alusiones a la sonrisa y al yunque a lo largo de esta
«leyenda religiosa», y sobre todo la repetición al final del texto de la
escena inicial de Daniel en su sombrío portal (la primera y la última de
las cuatro descripciones que copié de este relato), son curiosos anticipos
de técnicas que usaría Azorín para representar esa famosa vuelta eterna a
las mismas formas de existencia que será tan característica de su
cosmovisión; pero en «La rosa de Pasión» sirven concretamente para captar
la eternidad de la figura del demonio y sugerir su perpetuo acecho. Al
mismo tiempo, entra en el esquema de este satánico personaje judío un
ingenioso toque irónico con el que, muy a su pesar, se refuerza el otro
concepto de la eternidad que asociamos con Jesucristo y todos los fieles
finados. Dicho toque depende del nombre del judío toledano, Daniel; pues
los teólogos encuentran en el libro del profeta Daniel, en el Antiguo
Testamento, un importante antecedente de la doctrina de la resurrección de
los muertos: «Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán
despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión
perpetua» (Daniel, XII, 2).
La descripción de Sara, de forma realista en lo que atañe a su sintaxis,
es natural, empero, que se aparte más que las de Daniel del prosaísmo de
su medio, porque ella es el principal personaje fantástico (a nivel de
símil incluso participa «un hada» en la confección del ya citado retrato
de la hermosa hebrea). El carácter sobrenatural de Sara (cuyos restos
mortales darían nacimiento a la rosa de Pasión) se presagia en su
descripción por cuatro voces alusivas a la claridad: brillaba, luz,
ardiente y estrella, y resalta este resplandor tanto más cuanto que
contrasta fuertemente con su triste fondo representado por las formas
adjetivales sombrío, negras y oscura y el sustantivo noche. La doble
naturaleza divina y humana de esta vicaria del Salvador se revela por el
contraste entre su «dulce tristeza» y «el vago despertar del deseo» en su
hinchado seno; el primer término de este contraste recuerda, en efecto, la
típica fisonomía de Cristo en los cuadros y las esculturas de la
Crucifixión, o sea, el reflejo facial de la melancólica imploración: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (S. Mateo, XXVII, 46; S.
Marcos, XV, 34).
La tez de alabastro de Sara recuerda la del Redentor crucificado, y la
selección de la imagen «paño de púrpura» para describir sus encendidos
labios tiene una evidente intención simbólica, por cuanto el uso del
costoso paño de púrpura en tiempos bíblicos estaba prácticamente limitado
a los reyes, y los soldados de Pilato para escarnecer a Jesús le vistieron
de un ropaje de grana o púrpura: «Exivit ergo Jesus portans coronam
spineam et purpureum vestim entum». «Y salió Jesús fuera, llevando la
corona de espinas y la ropa de grana» (S. Juan, XIX, 5). Cito la Vulgata
porque Bécquer, al usar la voz castellana púrpura en su descripción de
Sara, pensaba evidentemente en el léxico de esa versión. Por el uso del
sustantivo sepulcro en uno de los símiles se vaticina el sacrificio de
Sara, y por la figura de la «noche oscura» utilizada para captar la
tonalidad de las negras pestañas de Sara se columbra la hora de ese
sacrificio.
El mismo nombre Sara tiene aquí cierto valor simbólico: el nacimiento de
Isaac, hijo de Abraham, cuando su madre, Sara, tenía unos noventa años, es
el primer nacimiento milagroso en la Biblia, y así un antecedente en
cierta medida del de Jesús, por lo cual tal nombre no es el menos
apropiado para la adaptación de la historia del Señor a un personaje
femenino. La conversa de Toledo muere por salvar a un solo hombre, mas la
forma de su sacrificio, así como la de su «resurrección» -transformada en
la rosa de Pasión- son nuevos estímulos para la fe de toda la cristiandad;
pues en esta «nunca vista» flor, que nace de los restos de la pobre
muchacha, «se veían figurados todos los atributos del martirio del
Salvador del mundo» (OC, 301): el hierro de la lanza, la corona de
espinas, los estigmas en forma de clavos, etc.
Las descripciones de personajes individuales desempeñan un papel más
decisivo en «La rosa de Pasión», que en cualquier otra leyenda fantástica
de Bécquer, porque la ominosa expectación creada por los símbolos
presentes en los retratos de Daniel y Sara viene a ser una compensación
indispensable del hecho de que en este relato apenas se da una acción
sobrenatural en el sentido que solemos dar a esta voz al hablar del género
fantástico. (En un capítulo anterior se observó que en realidad el único
fenómeno fantástico -mejor dicho, sobrenatural en la acepción teológica
que se acusa en la historia de Daniel y Sara es el milagroso nacimiento de
la rosa de Pasión de los despojos de la pobre doncella crucificada.) Es
más: el hecho de que las descripciones de los dos hebreos sean mucho más
físicas que psicológicas, junto con la ya indicada función cumplida por
ellos, son nuevas pruebas muy claras de otra de nuestras anteriores
observaciones generales sobre la literatura fantástica: esto es, que en
las narraciones pertenecientes a ella son incomparablemente más
significativos el suceso y el ambiente que el carácter para el «efecto
único» que el autor busca. Tal aserto se confirma asimismo por el hecho de
que no hemos encontrado descripciones de personajes dignas de un análisis
detenido sino en seis de las catorce leyendas estudiadas en este libro; y
las más extensas -las de muchedumbres de personajes- funcionan casi de la
misma manera que las descripciones que vamos a estudiar ahora, en el
capítulo VI: quiero decir, las del lugar y el ambiente.
Capítulo VI
Realismo y fantasía: El miedo
La nature dite inanimée participe de la nature des êtres vivants,
et, comme eux, frissonne d'un frisson surnaturel et galvanique.
BAUDELAIRE, Edgar Poe, sa vie et ses oeuvres.
En las descripciones becquerianas del medio de la acción sobrenatural se
manifiestan la misma técnica y la misma finalidad que en las de los
personajes. Quiere decirse que las descripciones de los lugares de la
acción son también enumerativas, pormenorizadas, en una palabra,
fotográficas, y que también su función es entretejer el hilo sobrenatural
con tantos otros reales, que el tremebundo portento parezca, aunque
excepcional, sin embargo, físicamente posible en el mundo cotidiano. No es
nada anacrónico utilizar en el presente contexto el adjetivo fotográfico,
pues a partir de los años cuarenta del siglo pasado los costumbristas y
los novelistas pretenden representar los medios lo mismo que las figuras
humanas «al daguerreotipo»44, y unos veinte años después se les aplicará a
tales descripciones el interesante término «fotografías escritas», que
aparece en el título de una colección de cinco novelas costumbristas de
Juan Cortada, estampada en 1867, La voz de la conciencia o fotografías
escritas (Barcelona, Biblioteca Ilustrada de Espasa Hermanos). Que yo
sepa, la crítica moderna nunca ha considerado el término de Cortada en
relación con el archiconocido concepto del «realismo fotográfico», pero
parece especialmente feliz tanto para las ya estudiadas descripciones
becquerianas de los personajes como para las de los medios, y tal vez aun
más afortunado para éstas que para aquéllas, porque es sin duda menos
difícil simular la dura objetividad de la fotografía al describir un lugar
físico que al someter un cambiante ser humano al inconstante poder
reproductivo de la palabra.
Ni aun cuando la finalidad del arte descriptivo becqueriano es realizar
una escena en la que predomina lo fantástico, resulta inválido el paralelo
con la fotografía decimonónica. Casi desde el principio, en ciertas placas
suyas los fotógrafos han buscado efectos misteriosos, mas en el
ochocientos, debido al estado primitivo de la tecnología, se presentaban a
veces de improviso muy sugestivas nieblas, sombras, siluetas y
luminosidades, como se puede apreciar en libros como The Art of French
Calotype, de André Jammes y Eugenia Parry Janis (Princeton University
Press, 1983), o la admirable obra de Lee Fontanella titulada La historia
de la fotografía en España, desde sus orígenes hasta 1900 (Madrid, El
Viso, 1981).
En conexión con el medio de los relatos fantásticos de Bécquer, debe
tenerse presente que en ciertos casos se utiliza un tipo especial de
descripción para producir en el lector la impresión de que una fuerza
sobrenatural va poco a poco envolviéndolo todo. Sin embargo, es difícil,
por no decir imposible, separar muestras de tales descripciones del
conjunto del texto para su análisis crítico, porque los elementos
descriptivos a los que me refiero de momento se hallan entremezclados, en
unos mismos períodos gramaticales, con la narración, el diálogo y las
acotaciones dialogales. Estas descripciones juegan un papel indispensable
en la fusión de realidad y fantasía que realiza este último componente;
porque, en términos generales, como he sugerido en otro capítulo, la
descripción representa lo real, la narración representa lo fantástico, y
al asimilarse estos dos factores en pasajes
descriptivo-narrativo-dialogales, se capta la nueva percepción del cosmos
que conduce al inesperado desenvolvimiento de la historia. Por la razón
expuesta en este párrafo, nos concentraremos en esas otras «fotografías
escritas» del medio que por constituir unidades puramente descriptivas
pueden mirarse como entidades en sí; mas en vista del singular efecto
unido de la típica leyenda becqueriana es posible al mismo tiempo calcular
por estas descripciones relativamente independientes la aportación de esas
otras descripciones fragmentarias liadas con otros elementos del estilo
imitativo.
Los medios más frecuentemente descritos ya hemos dicho, en el capítulo V,
que son los edificios, en especial los religiosos -iglesias y conventos-,
mas se describen también con importantes efectos fantástico-realistas
castillos y casas. Estas fábricas tienen en común el curioso detalle de
que casi todas ellas son ruinosas, lo cual obedece no tanto a ese gusto
romántico que busca en las ruinas una metáfora de la melancolía (aunque no
deja de haber melancolía en la prosa posromántica de Bécquer), como a esos
orígenes que el género fantástico trae de la novela gótica de fines del
setecientos y principios del ochocientos, en la que ocurren a menudo casos
sobrenaturales en abadías, catedrales y fortalezas en ruinas. En el
capítulo precedente se mencionó ya la Historia de los templos de España,
de Bécquer, como antecedente de las Leyendas en lo que se refiere a la
utilización en éstas de construcciones sagradas como recurso ambiental.
Comencemos por mirar una casa muy sencilla, la de Daniel y Sara, en «La
rosa de Pasión». La descripción realista de esta vivienda casi se reduce a
dos apuntes, pero son significativos:
En una de las calles más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial,
[...] tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y
miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de
azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las
antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las
caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de
mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior
de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y
llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los
edificios ruinosos.
(OC , 291-293)
Sobre la relación entre Mme. Vauquer y la pensión de que era dueña, Balzac
escribía en las primeras páginas de su novela Le Père Goriot (1834): «...
enfin toute sa personne explique la pension, comme la pension implique sa
personne». También se descubre una ilación entre Sara y su casa (el ajimez
corresponde al cuarto de la bella conversa), mas no es materialista y
determinista como ocurre con la casera balzaquiana, sino que representa
una profecía de lo que hará obrando libremente la cristiana nueva. Aún más
importante es el hecho de que tal profecía se posibilita por el tantas
veces aludido artículo fundamental de la metafísica fantástica según el
cual lo sobrenatural no es sino la cara oculta de lo natural, pareciendo
así lo uno proceder de lo otro. En la función de la arquitectura como
profecía de lo que hará después un ser vivo, tenemos a la par una
ilustración muy clara de lo dicho por Baudelaire en el pasaje que he
colocado como epígrafe a la cabeza de este capítulo.
Ahora bien: ¿cómo en el prosaico boceto arquitectónico de la casa de
Daniel está prefigurada la crucifixión de Sara y la ya mencionada
conmemoración botánica de este martirio y el de nuestro Salvador? Pues, en
la forma del ajimez con su columna central desde la que se abren o se
extienden los brazos de sus dos arcos se dibuja como una cruz; y desde
dentro del ajimez o cruz, como si naciera de ésta -insinuación importante
para lo que sigue-, va subiendo una planta trepadora. Aun esta modesta
planta es profética porque después nacerá de la cruz y los restos mortales
de la pobre crucificada otra planta, la rosa de Pasión o pasionaria, que
se describe en esta forma al final del relato: «... flor extraña y
misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos
muros de la derruida iglesia» (OC, 301). Fijémonos en dos paralelos
esenciales para la ya indicada profecía. Primero: ambas plantas son
trepadoras. Segundo: la de la casa de Sara es de aquéllas que prefieren
«los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos», y acabamos de ver que
la rosa de Pasión trepó enredándose «por entre los ruinosos muros de la
derruida iglesia». En el Toledo de Daniel y Sara parece natural lo
sobrenatural; aun en sus facetas más humildes el medio físico está
potenciado para lo fantástico. ¿Habrá algún lector que no crea con todo el
ardor de su fe estética en la realidad del milagro ocurrido en esta
historia? Nótese, por fin, en el último pasaje de «La rosa de Pasión» que
cité, la presencia de dos adjetivos que para Bécquer son sinónimos de
sobrenatural y fantástico, y de los que hablamos en este sentido en otros
apartados del presente libro: quiero decir, extraño y misterioso.
Vaticinio de maldad sin límite, en lugar de vaticinio de bienaventuranza
para los fieles, tenemos en «La cruz del Diablo», aunque la palabra
vaticinio no sirve para captar todos los tonos de la descripción del
castillo arruinado del difunto señor del Segre, cuyos feudos según pública
voz habían pasado en herencia al diablo.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por desiertos
patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones y las
campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los
desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y
el rumor de los reptiles que se deslizaban entre las altas hierbas,
turbaban sólo de cuando en cuando el silencio de muerte de aquel
lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores
blanqueaban al rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas
del señor del Segre colgado del negro pilar de la sala del festín.
[... y creíase] percibir en las altas horas de la noche el metálico
son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el viento,
con un gemido prolongado y triste.
(OC, 102)
Para entender esta descripción lo mismo que la leyenda entera, hay que
recordar que una vez muerto el señor del Segre, el diablo se instaló en su
armadura; y al frente de una banda de malhechores, el espíritu maligno
renovó las fechorías que el Mal caballero y su gente habían cometido
contra todos los campesinos de la redonda. La descripción que comentamos
se halla inserta en el relato poco antes de la satánica «resurrección» del
señor del Segre; y el orden de estos elementos es importante para la
explicación del presagio que hay aquí.
Las líneas que acabo de copiar recuerdan la actitud nostálgica de los
románticos ante las ruinas, mas en vez de añorarse un tiempo pasado en que
todo era mejor, rememórase con extraño cariño la maldad pasada porque se
teme que la venidera será peor. No hay nada de por sí fantástico en este
dibujo pormenorizado, que es tal que casi parece haberlo realizado al
carboncillo uno de los hermanos Bécquer a la vista de las mismas ruinas.
Se da, empero, en toda la flora y la fauna que ha invadido los patios y
las salas del castillo tan caótica, tan siniestra feracidad, selvatiquez y
pujanza, que seguramente «aquel lugar maldito» podría aún ser el vivero de
incalculables crímenes jamás soñados. Si bien se atreve a crecer allí
alguna delicada planta romántica como la campanilla azul (que
acostumbramos asociar con las Rimas de Gustavo), su color deviene borroso
en el claroscuro del conjunto, en el que los únicos contrastes se producen
entre elementos como la blancura de los huesos insepultos y la negrura del
pilar del que penden las armas del Mal caballero. Aves nocturnas,
reptiles, símbolos del peligro inminente y del pecado sin penitencia, son
los únicos moradores vivos de los abandonad os patios y salas. Los
elementos proféticos de tan oscura «fotografía escrita» son semejantes a
los que hemos destacado en la descripción de la casa de los Leví en «La
rosa de Pasión».
Una efigie humana (la armadura del señor del Segre) colgada de un pilar es
un conjunto muy parecido por su forma a un crucifijo, y se fundirán por
fin las armas del Mal caballero para elaborar esa cruz que no obstante la
nueva forma más digna impuesta al metal será todavía funesta para los
fieles. Al fundirse el metal de las infernales armas, a la conclusión ya
de la despeluznante historia, «largos y profundos gemidos parecían
escaparse de la ancha hoguera», y mientras resonaban los martillos, el
hirviente hierro «palpitaba y gemía al sentir los golpes» (OC, 113-114).
El lector ya sabe que estos gemidos los emite el pobre demonio que tuvo la
mala suerte de instalarse en la armadura del señor del Segre, pero sobre
lo que ahora quisiera llamar la atención es sobre el hecho de que al final
de la ya reproducida descripción del castillo, en la primera mitad del
cuento, esa armadura, movida por el viento, emitía ya «un gemido
prolongado y triste». Tanto el medio como el personaje pueden ser
pergeñados con todo el realismo que se quiera, con tal de que en medio de
lo más o menos prosaico se establezca también la potencialidad para lo
singular. Las descripciones de las moradas en «La rosa de Pasión» y en «La
cruz del diablo» representan al mismo tiempo ilustraciones no poco
convincentes del clásico axioma crítico de que en las obras maestras el
plan del conjunto se recapitula en el detalle; y cuando se da este primor
en la literatura fantástica, la naturaleza inanimada parece estremecerse
con el mismo estremecimiento sobrenatural y galvánico que se acusa en los
seres vivientes cuyos días están amenazados por un ominoso desenlace,
según Baudelaire.
Cinco de los catorce relatos que estudiamos en este libro contienen
descripciones de iglesias: «La ajorca de oro», «Maese Pérez el organista»,
«El miserere», «El beso», y «La rosa de Pasión»; y entre los tres últimos
casos existe la nota común de que son iglesias arruinadas. Excluiremos de
nuestro análisis las descripciones de iglesias contenidas en «Maese Pérez
el organista» y en «La rosa de Pasión», la primera por hacerse junto con
la de los fieles, de cuya representación hemos hablado ya, y la segunda
por ser breve y no ofrecer nada notable que no se encuentre en las tres
restantes que examinaremos. En el examen de los dibujos de iglesias
intercalados en «La ajorca de oro», «El miserere» y «El beso», buscaremos
como de costumbre una nueva comprensión del arte pictórico becqueriano en
su aplicación a situaciones narrativas individuales; mas a la vez por el
cotejo que se hará entre esos dibujos nos será posible formular un nuevo
corolario de dicho arte: a saber, que el mayor grado de intervención
fantástica en el desenlace de la leyenda se acompaña por el mayor grado de
realismo en la descripción del medio; y contrariamente, el mayor grado de
realismo en el desenlace del relato se manifiesta junto con el mayor grado
de fantasía en la descripción del lugar. Esto es así porque, según viene
haciéndose cada vez más claro, la posibilidad física del suceso
sobrenatural se simula con un delicado equilibrio entre elementos reales y
elementos fantásticos.
Hemos visto descripciones realistas por su forma pero fantásticas por su
temática; ahora, en la descripción de la catedral de Toledo, en «La ajorca
de oro», veremos una que es real por su temática pero fantástica por su
forma. Se trata de compensar el hecho de que la fuerza sobrenatural
desempeña quizá un papel menos importante en el desenvolvimiento de esta
leyenda que en el de otras muchas. Explicaré este último aserto, mas
primero veamos la aludida descripción, que recuerda páginas de la Historia
de los templos de España, de nuestro autor.
¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras
de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y
magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha
presentado el genio, toda una creación de seres imaginarios y
reales.
Figuraos un caso incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan
y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de
las ojivas, donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario
el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra
religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus
parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno
monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que
los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su
inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo
y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos
mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.
(OC 118-119)
Desde luego, la sintaxis, el estilo, no tiene nada de fantástico, ni sería
verosímil que lo tuviera en un escritor como Bécquer, quien en el fondo es
siempre clásico en cuanto a la forma expresiva. Los elementos que dan un
aire fantástico a esta descripción son ciertas figuras retóricas, ciertos
efectos de luz y ciertas reacciones subjetivas ante el arte de la
catedral: el bosque, las palmeras, las ramas de éstas, los seres
imaginarios hijos del genio, el incomprensible ambiente de sombra y luz,
el mundo de piedra inmenso, sombrío, enigmático, la poesía del misticismo
y el santo horror que hacen del suntuoso templo un sitio tan terrorífico
como admirable. El intento becqueriano de superar la realidad de la
catedral se señala por la presencia de la voz poesía y por un recurso
estilístico que es de tipo poética o retórico, quiero decir, la repetición
del imperativo Figuraos al principio de cada uno de los tres primeros
párrafos. (Por ejemplo, el contemporáneo y émulo de Gustavo, Ángel María
Dacarrete, tiene un poema, de tipo becqueriano, de cuatro estrofas, cada
una de las cuales empieza con el imperativo Dime.) Es más: el sentido del
verbo figurarse, cuyo imperativo de segunda persona de plural se repite,
alude al ejercicio de la imaginación, y con la repetición de tal
imperativo se insiste en que los lectores enfoquemos lo descrito en forma
fantástica.
El primer párrafo de la descripción de la catedral de Toledo contiene unas
palabras que parecen apuntar al primer párrafo de la célebre
«Introducción» o «Introducción sinfónica» que Gustavo redactará siete años
más tarde en junio de 1868. Bajo la bóveda de la catedral, según recordará
el lector, «se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio,
toda una creación de seres imaginarios y reales». Pues bien, al mismo
comienzo de la «Introducción» de 1868, Bécquer escribirá: «Por los
tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los
extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los
vista de la palabra para poderse presentar después en la escena del mundo»
(OC, 39; las cursivas son mías). Todos son hijos de la imaginación
creativa, ya pertenezca ésta al literato, ya al arquitecto o escultor; la
única diferencia es que en un caso los extravagantes partos de la mente
están todavía desnudos, y en el otro se han vestido ya del arte. Mas para
el presente comentario es menos importante esta diferencia que el hecho de
que tanto antes como después de vestirse estas criaturas se mueven entre
lo imaginario y lo real, como se desprende de las palabras que vuelvo a
subrayar: «seres imaginarios y reales» («La ajorca de oro»); «hijos de mi
fantasía» que van a vestirse para salir a «la escena del mundo»
(«Introducción sinfónica»). En otro párrafo de la misma «Introducción»,
Bécquer reitera esta dicotomía apostrofando a la progenie de su
imaginación que le interrumpe el sueño «pidiéndome con gestos y
contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís,
semejantes a fantasmas sin consistencia» (OC, 41; las cursivas son mías).
Ahora bien: ¿por qué tiene este consorcio de elementos contrarios todavía
más importancia en «La ajorca de oro» que en las otras artes imitativas,
los otros géneros literarios y la mayoría de los cuentos fantásticos? En
el presente relato se deja en duda si la muerte del sacrílego ladrón por
miedo es de hecho producida por la animación de todas las estatuas e
imágenes de la catedral para hacer de testigos del escandaloso robo, o si
esa animación no es sino el efecto de la aterrada imaginación del
avergonzado cristiano que quita a la Virgen la hermosa ajorca de oro que
piensa regalarle a su novia. Hemos excluido «El rayo de luna» del canon de
las narraciones fantásticas becquerianas porque allí la visión de la
hermosa mujer vestida de blanco no existe sino en la imaginación enferma
de Manrique (a quien el narrador analiza objetiva y clínicamente, incluso
usando términos facultativos), y en realidad no interviene nunca ningún
agente sobrenatural. «La ajorca de oro», en cambio, pertenece al canon
fantástico precisamente porque existe aquí una duda gracias a la que es
por lo menos posible que haya pasado algo fuera del orden de lo
físicamente posible.
En relación con las diversas explicaciones del desenlace implícitas en la
forma del cuento, la incorporación a la descripción de la catedral de
Toledo de las ideas de Bécquer sobre los papeles de la imaginación y la
realidad en la creación artística tiene dos finalidades diferentes. Por un
lado, los términos estéticos o psicológicos imaginación y realidad,
contenidos en la descripción del santo templo, sirven para identificar las
dos diferentes fuentes posibles del terror del ladrón; distinción en la
que, paradójicamente, la explicación sobrenatural está representada por la
palabra realidad. Por otro lado, en la medida en que el terror mortífero
del ladrón tiene sus orígenes en su propia imaginación, éste procede a la
inversa del artista. Quiero decir que el desventurado saqueador de la
catedral parte de las obras artísticas ya perfeccionadas (las esculturas
sagradas) y vuelve a recorrer el camino del artista, pero en dirección
contraria, dejando atrás la forma dura y constante de los santos de piedra
y volviendo a las figuras fantásticas, oscilantes, fluidas, ya oscuras, ya
luminosas, mas siempre inquietas que tanto habían obsesionado al creador
en los más escondidos recintos de su mente antes del acto creador. ¿Cómo
pudiera haber simulación más eficaz de estatuas animadas en la parpadeante
penumbra de un vasto templo religioso?
La frase «mundo de piedra», contenida en la descripción de la catedral, es
otro presagio del final de esta historia, producido no se sabe si por las
alucinaciones -el «santo horror»- de un pecador aterrado, o por formas
pétreas milagrosamente dotadas de movimiento. Mas, sea la que sea la
explicación, Pedro Alfonso de Orellana, el enamorado ladrón, por su parte,
veía, con sus ojos, y no dudaba que las imágenes y las estatuas,
«semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el
fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños [...] habían
descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo
miraban con sus ojos sin pupila», etc., etc. (OC, 122). Ello es que la
descripción del medio, por regla general realista en las Leyendas, es más
fantástica en «La ajorca de oro» para contrapesar el hecho de que el
posible papel del medio en el desenlace de este relato quizá pueda
reducirse a poco más que la visión deformada que un hombre horrorizado
tiene de su entorno. En cualquier caso, el mismo ambiente físico si
parecía respirar cierta potencialidad para lo sobrenatural.
En «El miserere», la oscilación (¿fusión?) entre la realidad y la fantasía
no sólo se da entre el prosaico mundo de los monjes de Fitero y la pasmosa
existencia de los monjes muertos de la Montaña que resucitan todos los
años en Jueves Santo para entonar el Salmo 50 (portento en el que cree el
loco o genial músico alemán), sino que esa oscilación entre lo real y lo
fantástico se reitera también dentro de la misma descripción del templo
que se reconstruye milagrosamente todos los años, al volver a la vida los
monjes que murieron en su incendio en aquel remotísimo Jueves Santo.
Quiero decir que la descripción de la iglesia del monasterio de la Montaña
se hace en dos tiempos: en el primero, que es de espera, se describe el
aspecto natural de las ruinas; en el segundo, que es de realización del
prodigio, se describe el ya mencionado fenómeno sobrenatural. Veamos el
primer tiempo, en el que el peregrino alemán, lleno de expectación,
aguarda el milagro anual de Jueves Santo:
... el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los
desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada
sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que
había dormido más de una noche s in otro amparo que las ruinas de
una torre abandonada o un castillo solitario; al que había
arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos
aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua se filtraban por entre las grietas de los arcos y
caían sobre las losas con un rumor acompasado [...]; los gritos del
búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen
[...]; el ruido de los reptiles, que [...] sacaban sus disformes
cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban [...], todos
esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad, de
la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado
sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en
que debiera realizarse el prodigio.
(OC, 194-195; las cursivas son mías)
¿Dónde se ha de inscribir la línea que separa lo natural de lo
sobrenatural? En los renglones que acabo de copiar, con las palabras
impresas aquí en letra bastardilla Bécquer insiste en la absoluta
naturalidad de todo cuanto escucha el romero en la oscuridad de este
primer momento: no hay en todo ello «nada sobrenatural». Y sin embargo,
cada uno de esos ruidos nocturnos parece decir lo contrario, cada uno de
ellos parece el prólogo a algún acontecimiento fantástico. El músico
peregrino, por estar habituado a tales sonidos, seguramente entendería lo
que anunciaban esos prólogos. Mas lo que por de pronto deseo destacar es
que, además de su función como prólogo a un prodigio concreto, las voces
del aire, del agua, del búho y de los reptiles nos están iterando por
insinuación ese artículo de fe fundamental para el género fantástico según
el cual lo sobrenatural y lo natural no son más que el anverso y el
reverso de la misma moneda: lo irreal está latente en lo real, y deviene
más real que su antigua envoltura. En fin, los ruidos y murmullos del
campo nocturno eran, nos dice el autor, «familiares», pero eran a la par
«extraños y misteriosos» (recuérdese el sentido que tienen estos dos
últimos adjetivos en toda la cuentística fantástica becqueriana).
Pareciendo extensión o derivado de lo natural, lo sobrenatural se hace
inmediatamente aceptable, sobre todo si al mismo tiempo se le dota de
cierta objetividad, ya por la técnica de su representación literaria, ya
por cierta explicación científica de la índole del portento. Pues bien, la
prodigiosa reunión de piedra con piedra, de hueso con hueso, al levantarse
de nuevo el templo arruinado, al salir los esqueléticos monjes del fondo
de las aguas donde habían sido arrojados después de muertos: todo este
portento se describe con el mismo estilo sencillo y enumerativo con que se
representa el aspecto más pedestre de la realidad cotidiana. Al mismo
tiempo se nos propone una elucidación científica apelando a una teoría en
la que los más cultos creían en el siglo pasado: esto es, el uso del
galvanismo o corrientes eléctricas para estimular el movimiento en los
cadáveres. (En esta idea, por ejemplo, se inspiró en gran parte Mary
Wollstonecraft Shelley para la animación del monstruo fabricado de retales
humanos en su novela Frankenstein.)
Mas veamos ya el aludido pasaje de «El miserere». El asunto gramatical de
los verbos parecía y pareció en las líneas siguientes es el conjunto de la
iglesia de la Montaña.
Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese
gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con una luz azulada
inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con este movimiento galvánico que
imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento
instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita
con su desconocida fuerza.
(OC, 196)
El tono científico de este trozo con el que se «autentica» la posibilidad
de tal reanimación forma un interesante paralelo con el tono técnico
semejante de la descripción paleográfica de los antiguos y polvorientos
cuadernos de música del romero alemán, los cuales se conservan en la
abadía de Fitero (véase la introducción a la leyenda). La intervención del
galvanismo y la paleografía en «El miserere» nos brinda nuevos ejemplos de
un frecuente recurso de la literatura de terror del que hemos hablado ya
en el capítulo II, sobre la presencia del folklorista en las Leyendas:
quiero decir, la utilización de cualquier disciplina científica, o
cualquier combinación de tales disciplinas, que sir va para confirmar los
antecedentes y las circunstancias de un portento determinado y así para
garantizar también hasta cierto punto la «realidad» de éste.
Pero volvamos a la relación entre lo natural y lo sobrenatural; tan
estrecha es que sus respectivos componentes se hallan inseparablemente
entretejidos, y paradójicamente la realidad vulgar viene así a ser alguna
vez garante del prodigio. Resucitados los monjes de la Montaña y en pie
otra vez su templo, se describe la música que acompaña a las voces de los
muertos en su interpretación del miserere. El lector encontrará aquí unos
detalles muy significativos, que le serán familiares por haberlos conocido
ya en el penúltimo pasaje que reprodujimos, el cual se refería al momento
en que el peregrino, rodeado de ruinas aparentemente normales, aguardaba
el prodigio. La nueva descripción, que alude ya al fenómeno sobrenatural,
reza en parte:
La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor
distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba
murmurando; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las
rocas, y la gota de agua, que se filtraba, y el grito del búho
escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la
música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo
más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los
versículos del gigante himno de contrición del rey salmista con
notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
(OC, 197)
Naturalmente, las notas comunes de los dos trozos en las que pienso son:
el aire que temía, el agua que se filtraba, el grito del búho, y el meneo
de los reptiles. A la vista de las dos apariciones de estos melancólicos
pormenores, habría que preguntar si no serán al fin y al cabo más que
meros prólogos de la irrupción de lo sobrenatural en «El miserere»; si no
serán, en efecto, algunas de esas hebras con las que se unen las dos caras
de la realidad, la natural y la otra sobrenatural que tenemos siempre a
mano, la cual acecha siempre, por mucho que queramos negarla. Sobre el ir
y venir de un personaje suyo entre los dos mundos, natural y sobrenatural,
Ambrose Bierce escribe: «Hacía atrevidas excursiones por el reino de lo
irreal sin renunciar a su residencia en la región parcialmente explorada y
medida de lo que nos place llamar la certitud»45, donde se observa la
misma inseparabilidad de las dos vertientes de la realidad que tantas
veces nos ha llamado la atención en las páginas fantásticas de Bécquer.
Los fragmentos de la descripción del templo milagrosamente reconstruido
que he citado, no se refieren acaso directamente al edificio en sí; mas
como los aspectos clave considerados aquí se verifican todos entre esas
ruinas, encajan en estas páginas donde estudiamos los cuadros
arquitectónicos y el ambiente.
«El beso» es otro relato en el que debido a la desconcertante inventiva de
Gustavo la misma voz realidad llega a significar lo mismo que fantasía.
Una noche, en Toledo, en la ruinosa iglesia de convento que da aposento a
cien dragones franceses recién llegados y su capitán, se reúnen con éste
varios oficiales de otros regimientos galos para pasar la velada bebiendo
champán y admirando a la «mujer bonita» (OC, 280) -estatua sepulcral- que
su anfitrión ha conocido en ese templo. El arte de la escultura es tan
fiel a la vida, que casi respira, casi parece repetirse el milagro de la
estatua de Galatea, como se ha dicho en un capítulo anterior; y a la vez
se hace de ella una descripción detenida en la que entran muchos de los
recursos estilísticos utilizados para representar a la mujer ideal
becqueriana en las Rimas. Comentando el asombro de sus compañeros, el
capitán hace una pregunta de intención retórica: «¿Queréis más vida?...
¿Queréis más realidad?...» (OC, 289). Y efectivamente, momentos después,
invitados y anfitrión son respectivamente testigos y víctima de mucha «más
realidad», o lo que es lo mismo, en este mundo becqueriano, mucha más
fantasía. Pues al acercar el capitán sus ardientes labios a los de la
estatua sepulcral de la dama medieval, doña Elvira de Castañeda, de la que
está delirantemente enamorado, la estatua del marido guerrero de la dama,
inmóvil un momento antes, levanta la mano y derriba al atrevido francés
con una bofetada de su guantelete de piedra, que le deja la cara deshecha
y sangrienta.
En «El beso», mediante la descripción realista de la iglesia la realidad
vulgar se hace heraldo de la nueva realidad pétrea que se nos impone tan
de repente al final de la narración, con lo cual se demuestra una vez más
la habitual función de la descripción arquitectónica en las Leyendas. La
referida descripción arqueológica es en conjunto muy objetiva, muy
semejante a las de los «Templos de Toledo», en la Historia de los templos
de España; mas a la conclusión de lo descrito parece anunciarse algo de
carácter menos normal.
... la iglesia estaba completamente desmantelada: en el altar mayor
pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que
lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto;
diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro,
sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un
ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce;
en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún
anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas
descripciones góticas, y allá a lo lejos, en el fondo de las
silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban
confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles
fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de
hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos
habitantes del ruinoso edificio.
(OC, 277)
La palabra clave para descifrar el presagio contenido en las líneas
finales de este cuadro arquitectónico es habitantes, que sugiere un modo
más activo de ocupar el espacio que el acostumbrado de las estatuas fijas
y estacionarias, y consideremos también el símil «semejantes a blancos e
inmóviles fantasmas», pues las dos últimas palabras casi forman un
oxímoron porque es difícil concebir fantasmas sin movimiento. La
contradicción anima en cierto modo a estas estatuas, y tal animación se
completa por el hecho de que inmóvil encierra el otro adjetivo móvil,
insinuándose que estos extraños seres pétreos no están necesariamente
privados de movimiento, sino que de momento prefieren no usar de esa
capacidad. Es más: en este vaticinio descriptivo incluso está aludida la
habitual postura de las efigies de piedra individuales que intervendrán en
la violenta acción del desenlace: «otras de hinojos». La realidad latente
en la fantasía y la fantasía latente en la realidad, la percibe Bécquer,
la percibe el capitán francés, que sobre todo por la ya mencionada
descripción idealizadora de doña Elvira; puesta en su boca, se revela como
alter ego de Gustavo, y la percibe el lector, hábilmente preparado por el
autor; mas no la percibe el oficial medio del ejército francés, como se ve
por estas palabras: «Los oficiales del ejército francés, que [...] de todo
tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para qué decir que se
fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares» (OC, 279).
He aquí un curioso contraste con el que se vuelve a confirmar la
importancia para esta leyenda de la sensibilidad para las artes plásticas.
Las descripciones de la naturaleza y del ambiente, que son la tercera y la
cuarta de las cuatro divisiones del acervo descriptivo becqueriano que
hemos definido al inicio del capítulo V, se refieren por la mayor parte a
escenas exteriores, ya en el medio natural, ya en las calles de una
ciudad; y aun cuando la descripción ambiental se hace bajo tejado, se teme
algún peligro que viene de fuera, como es el caso de la descripción de la
larga y horrible noche que Beatriz pasa en vela en su dormitorio en el
gótico palacio de los condes de Alcudiel, en «El monte de las Ánimas».
Además de este relato, los que contienen elementos especialmente
pertinentes a las presentes manifestaciones del medio son «Creed en Dios»,
«El Cristo de la Calavera», «La corza blanca» y «La rosa de Pasión». Como
ya decíamos en el último capítulo, se acercan en muchas ocasiones las
categorías de naturaleza y ambiente, casi llegando a fundirse; y así para
distinguir lo más claramente posible entre ellas, comencemos por mirar las
dos ambientaciones en las que interviene menos directamente la naturaleza:
la de la terrorífica noche de Beatriz y la de la calle del duelo en «El
Cristo de la Calavera».
El miedo infundido en Beatriz por la tremenda atmósfera de la noche de
Difuntos, así como por sus crecientes remordimientos por haber mandado a
Alonso a buscar en tal noche la banda azul que ella perdió en el monte de
las Ánimas; este miedo, digo que produce un efecto infinitamente más
espeluznante que el sorprendente recobro de la banda azul o la muerte del
primogénito de Alcudiel y su vuelta como espectro o cuerpo astral para
devolver la banda. La debilitación causada por ese prolongado terror no
cabe duda que ha contribuido tanto como la reaparición de la ya sangrienta
banda a la muerte de miedo de Beatriz. Durante esa larguísima última noche
suya, llena de tormento y horror, no le interesa ya para nada a Beatriz la
pérdida de su banda; y deja muy pronto también de interesarle su deseo de
probar el valor de su primo. En efecto: con los primeros ruidos nocturnos
que escucha después de acostada, Beatriz abandona su escepticismo y se
convence de que muy posiblemente renovarán su contienda en esa tremenda
noche los espectros de los templarios y los hidalgos de Soria. Teme ya que
Alonso correrá un peligro incalculable al salir para el monte, donde
combaten esos aparecidos. Inesperadamente, Alonso también le resulta ahora
mucho más amable de lo que antes quería reconocer.
Acompañemos unos momentos a Beatriz en su terror. Comentaré luego las
palabras que he escrito en letra cursiva.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que
daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un
ruido sordo y grave, y aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el
silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces
confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen,
crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan,
respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos
involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya
aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las
cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la
mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
Y cerrando los ojos, intentó dormir... pero en vano había hecho un
esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida,
más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de
brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas
lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era
sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía
crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y
se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz
lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría
escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana
caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los
perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la
ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente
por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella
pareció eterna a Beatriz.
(OC, 130-131)
No habrá ningún lector que no se identifique, carne y alma, con el espanto
de Beatriz, porque no habrá ningún lector que no haya pasado en vela
alguna noche de hondo terror; y en su larga y maestral descripción del
pánico de la hija del conde de Borges, Gustavo ha captado seguramente
algún elemento de la peor noche de cada uno de nosotros. Por mi parte,
valga como ejemplo, los obsesionantes ladridos de los perros distantes y
cercanos son la nota más significativa. Pues teniendo yo trece años, me
dijo una vieja lunática que cuando tuviera catorce, oiría una noche ladrar
un perro y enseguida moriría; con el paso de los días, las semanas, los
meses, me iba entrando más y más miedo a mi próximo cumpleaños, y después
de ese ominoso aniversario yo perecía en cada ladrido, cada gruñido, cada
aullido nocturno; ¡recuerdo aún la alegría que me dio cumplir quince años!
De tales identificaciones, pese a su vulgaridad, dependen todas las
Leyendas de Bécquer para una parte no despreciable de su efecto singular.
Ahora bien: ¿cómo consigue Bécquer que el lector, igual que Beatriz, penda
de cada sensación de las descritas en el pasaje reproducido? Las palabras
en cursiva -adverbios, adjetivos, sustantivos, verbos de imperfecto, de
forma progresiva, repeticiones de una misma voz, series de voces análogas
de construcción idéntica-, todos estos elementos léxicos y sintácticos,
por su sentido habitual o por el que reciben en su contexto, representan
repeticiones de sonidos; y la mitad o más de ellos sugieren que los mismos
sonidos se oyen desde diferentes distancias, con lo cual van alargándose
los angustiosos momentos y llenándose las lejanías de los mismos ruidos
que se oyen de cerca hasta que la espesa noche amenaza con toda su
interminable inmensidad impasiva. Esa noche parece, en efecto, tener un
siglo de duración; mas también parece tener un mundo de extensión su fría
indiferencia. Tal impresión es tanto más fuerte cuanto que, en la
descripción de la larga noche de Beatriz, se repiten elementos
descriptivos que se encuentran en apartados anteriores de «El monte de las
Ánimas»: me refiero, por ejemplo, a los aires que azotan los cristales de
las ventanas de diferentes aposentos del palacio de Alcudiel.
Entre los recuerdos léxicos utilizados para formar el espantoso cuadro
nocturno en «El monte de las Ánimas», habría que destacar un grupo de
vocablos que significan cierta vaguedad, ya en los sonidos, ya en los
movimientos: sordo, confuso, ininteligible, suspiro, respiración,
estremecimiento, tembloroso, rozar, imperceptible. La función de estas
palabras en la descripción de la horrible noche de Beatriz es idéntica a
la que suelen cumplir las metáforas en la literatura fantástica. Expliqué
anteriormente que la fusión de lo concreto y lo abstracto a través de la
relación entre la metáfora y lo metaforizado sirve para borrar la raya
entre prodigio y realidad en la ambientación de los sucesos
sobrenaturales. En «El monte de las Ánimas» es esencial tal esfumación de
la línea entre mundo sobrenatural y mundo natural, porque Beatriz no sabe
en ningún momento si el peligro que la acosa viene de la tierra o de más
allá, pero en el presente relato Bécquer logra fundir los dos polos de la
realidad con el sencillo medio de la hábil selección de voces
individuales, sin ninguna necesidad de recurrir a las figuras retóricas,
con lo cual el paso a la cara oculta de nuestra existencia parece más
directo.
El alargamiento del tiempo y la distancia no sólo es la medida del alcance
del terror de Beatriz, sino que es a la par el más claro testimonio de que
su vivencia de esa emoción obedece a la interiorización psicológica de un
horroroso acontecimiento anual que se verificaba dentro de límites mucho
menos estrechos que los de su sola habitación y la sola noche de su
muerte. Importa al mismo tiempo la descripción de toda la extensión de
estos confines espacio-temporales, porque el espíritu aterrado de Beatriz
abarca ya en su fantástica visión todo el monte de las Ánimas y todas las
noches para siempre jamás en las que se volverá a librar la espectral
batalla entre las osamentas de los templarios y las de los hidalgos
sorianos. Su vivencia es al mismo tiempo evocativa y profética. En todos
esos sonidos que no se sabe si vendrán de dentro o de fuera, de cerca o de
lejos, ni cuánto tiempo habrán durado o durarán, Beatriz está
recapitulando psíquicamente la cacería de los espectros, según se la había
descrito Alonso por la tarde; y como se ve por el último apartado de la
leyenda, también ha estado anticipándose a otra versión aun más macabra
del drama de las Ánimas, en la que ella y su primo harán ya papeles
centrales.
En relación con esto, compárense los dos trozos reproducidos a
continuación, tomados respectivamente de los capítulos I y IV de «El monte
de las Ánimas». En el primero habla Alonso, y en el segundo se oye la voz
del narrador omnisciente.
... dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola
la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltos
en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica
por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados,
los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro
día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados
pies de los esqueletos.
(OC, 125)
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que
pasó la noche de Difuntos sin poder salir del monte de las Ánimas, y
que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió
cosas horribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de
los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el
atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un
estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas de corceles,
perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada
que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de
horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
(OC, 132)
En esta maestral estructura fantástica, tanto la realidad natural (el
miedo de una mujer mortal) como la realidad sobrenatural (la cacería anual
de los espectros) funcionan como presagios del horror final. De la
eficacia de este último vaticinio se nos brinda una notable demostración
en los paralelos temáticos y estilísticos que se acusan entre los dos
pasajes que acabo de copiar. Existe a la vez todavía otro anticipo de los
varios elementos del tétrico final de la leyenda: me refiero al miedo de
Alonso, caracterizado a lo largo del capítulo I.
En «El Cristo de la Calavera» el poder sobrenatural no se hace sentir sino
por un solo momento, mas este punto está tan bien preparado por una
descripción realista del retablo dedicado al Redentor en la calle del
Cristo, así como de otras circunstancias aparentemente normales, que
retrospectivamente todo lo que lleva a ese instante parece prodigioso. En
el instante aludido se oye esa «voz medrosa y sobrehumana» (OC, 211) que
sale no se sabe si de la sacra imagen o de la calavera que hay al pie de
su cruz. Pero veamos primero la ya aludida descripción pormenorizada de la
calle del Cristo. Al hablar precisamente de la arquitectura religiosa
toledana, en la Historia de los templos de España, Gustavo aserta que «la
tradición es al edificio lo que el perfume a la flor, lo que el espíritu
al cuerpo, una parte inmaterial que se desprende de él, y que dando nombre
y carácter a sus muros les presta encanto y poesía»46. Estas palabras
podrían haberse aplicado a alguna de las descripciones de edificios que ya
hemos analizado, pero ningún mejor ejemplo de la poesía de la tradición
arquitectónica que el ambiente nocturno de la calle del Cristo, presidido
por el retablo del Cristo de la Calavera, y la poesía de éste debe mucho a
su sencillez y humildad.
He aquí el trozo de calle tan hábilmente pintado por la pluma realista de
Bécquer en «El Cristo de la Calavera». Alonso Carrillo y Lope de Sandoval,
amigos fraternales que se han desafiado por ser rivales por el amor de una
mujer indigna de ellos, como ya sabe el lector, buscan en el Toledo
nocturno un sitio iluminado para su duelo.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos
sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último,
vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en
torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y
dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en
uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en
aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y,
apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en
encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen
del Redentor enclavada en la Cruz y con una calavera al pie; un
tosco cobertizo de tablas que lo defendían de la intemperie, y el
pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba
débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo,
alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que habían
crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de
pabellón de verdura.
(OC, 209-210; las cursivas son mías)
A continuación de estas líneas, sobre las que volveremos, Alonso y Lope
cruzan los estoques, y como queda dicho en otro capítulo, tres veces
intentan agredirse, y tres veces se apaga el farolillo. El cielo no quiere
permitir un combate a muerte entre dos jóvenes que se han jurado una
amistad eterna. La tercera vez que se apaga el farolillo,
no tan sólo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable,
sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz
misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece
que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las
torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero
al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror,
que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y
por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus
frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío
como el de la muerte.
(OC, 211)
El parentesco entre los dos pasajes de «El Cristo de la Calavera» que
quedan reproducidos, confirma una vez más que la realidad sobrenatural no
es sino la natural desdoblada. Aquí, empero, la forma en que se revela
esta relación es nueva; pues por una ironía ingeniosamente elaborada, se
corrobora la autenticidad del portento negando uno tras otro todos sus
elementos hasta llegar a uno que es tal, que no hay mente ni voz humana
que sea capaz de cuestionarlo, y en momento de revelación tan sublime el
lector es llevado también a rechazar todas las objeciones anteriores, por
lo cual tenemos en esta leyenda una muestra, no de esa técnica del «casi
creer» tan frecuente en el género fantástico, sino de otra contraria que
pudiéramos llamar del «casi dudar». Con el fin de ilustrar estos asertos,
examinemos ahora en detalle la oposición (y conciliación final) entre los
dos trozos de descripción ambiental de «El Cristo de la Calavera».
Cada vez que se apaga el farolillo, uno de los amigos desafiados propone
una explicación racionalista: será una ráfaga de aire; la beata encargada
de cuidar el farol será sisona, y escaseará el aceite, etc. Mas tales
motivos para dudar de la intervención divina, así como otros varios, ya
estaban implícitos en el primero de los pasajes que vimos, y aún se
reiteran en el primer párrafo del segundo, donde incluso se llega a
sugerir que la aparente voz del cielo no será tal vez más que el viento
que gime al colar por la angostas calles de la ciudad imperial.
Mas esta explicación escéptica de la voz divina por lo menos se presagia
ya en el primer párrafo del primer pasaje. En ese lugar tenemos ya los
«callejones estrechos y tenebrosos», que Bécquer volverá a nombrar con una
fraseología apenas variada -«estrechas y tenebrosas calles»- precisamente
en ese momento del segundo pasaje en que parece ser el viento el que al
pasar por esas vías articula palabras en tono de gemido. La luz que los
amigos ven a lo lejos, al principio de la primera selección, es
«moribunda», «dudosa», y uno de los más frecuentes motivos de que sea así
la llama de una lámpara que arde al aire libre es el viento, de donde se
deduce ya en este punto la intervención de ese otro componente de la
dudosa «voz». Está a la vez anticipada así, en el primer pasaje, la
explicación racionalista que más tarde Alonso y Lope ofrecerán de las tres
extinciones de las inciertas llamas de la lámpara. Y tal explicación
vuelve a preverse, en el párrafo final del primer trozo descriptivo, con
las palabras «vacilando al impulso del aire».
En las primeras líneas del primer pasaje está anunciado a la par ese
momento final del segundo cuando por el terror de ambos jóvenes, por las
trémulas manos de ambos, por el sudor frío que corre por la frente de
ambos, y en fin, por el acuerdo absoluto de ambos testigos, no cabe ya
ninguna duda que fue «sobrehumana» la voz que pronunció el misterioso
aviso. La forma del anticipo de esto último es la siguiente: desde lejos,
a través de las sombras, la oscuridad y la niebla, siguiendo un camino
malseguro («plazas desiertas, pasadizos sombríos», «la niebla»), las
figuras se acercan poco a poco a la iluminación («vieron brillar a lo
lejos una luz»). Evidentemente, tenemos aquí la viva imagen de quienes,
cegados por la ira y la oscuridad de esta emoción, llegan al borde del
crimen antes que Dios ilumine otra vez la virtud que mora en el fondo de
sus almas. El carácter sobrenatural de la voz de la revelación que llenará
los corazones de Alonso y Lope de santo terror, en la segunda selección,
también se presagia por una palabra significativa contenida en el primer
párrafo de la primera selección: fantástica, en la frase «claridad
fantástica».
Es más: en el primer pasaje se da todavía alguna vislumbre más de que se
ha de escuchar una voz sobrehumana y de lo que significará escuchar su
mensaje. En el segundo párrafo, al describirse el farolillo del Cristo de
la Calavera, se nos dice que «alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a
la imagen que le da su nombre»; frases cuyo sentido y pausado ritmo
sugieren la eternidad, atributo de la divinidad. En el párrafo siguiente,
hay otra curiosa alusión a la luz del farolillo en relación con los
jóvenes que buscaban un sitio con luz para su duelo. «Al verla -escribe
Gustavo-, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo». Y he aquí un
nuevo anticipo del futuro inmediato, porque el efecto de «aquella voz
medrosa y sobrehumana», que después les hablará desde el cerco de la luz
del farolillo, será precisamente de júbilo para ellos; pues reconciliados
merced al aviso del cielo, «ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras
de amistad y cariño».
El realismo de la técnica descriptiva aprovechada en el primero de los dos
pasajes descriptivos de «El Cristo de la Calavera», en los que hemos
estudiado la ambientación, no es desde luego desinteresado; no se trata de
montar una visión objetiva de cierto segmento del mundo material, sino de
buscar en la superficie de éste grietas por las que sea posible descubrir
el trasmundo donde se agrupan esas desconocidas fuerzas que en el momento
menos pensado pueden dejar una impronta única, imborrable, prodigiosa, en
el perfil de nuestra existencia. La realidad, precisamente al
representarse en su forma más reconocible y convincente, es la puerta por
donde ha de entrar lo inefable.
Es interesante también la descripción urbana que se halla en el capítulo
II de «La rosa de Pasión», que no obstante referirse a las calles de
Toledo, como la que acabamos de analizar en «El Cristo de la Calavera», se
asemeja tal vez más por su técnica al memorable retrato psíquico de
Beatriz en su última noche de vida en «El monte de las Ánimas». Lo que
quiero decir es que en cada caso hay contrastes entre ambientes interiores
y exteriores; en el presente relato, según verá el lector a continuación,
se asocia a este tipo de contraste otro semejante entre grandes
extensiones lejanas y un reducido punto cercano, buscándose en cada caso
una traducción gráfica de emociones contrastadas.
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de
haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de
entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas
parecidas a la del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos,
dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la
historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables
enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús.
Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a
intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que
en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos
del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba
entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un
barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos,
que parecían como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo,
y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla,
bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde
lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al
parecer, aguardaba con impaciencia.
(OC, 296)
Con estas líneas caracterizadas por un realismo al parecer convencional,
Gustavo logra sin embargo una ingeniosa transición a lo sobrenatural. Los
contrastes ya mencionados permiten al lector sentir el miedo a lo
desconocido. Al mismo tiempo, la transición del nivel de la realidad
cotidiana (vida prosaica de Sara) al plano sobrenatural (crucifixión de
Sara y su conversión en rosa de Pasión) se prefigura en esta descripción
por una serie de pasos, ya de lo humano a lo sobrehumano, ya de lo real a
lo fantástico, ya de lo seguro a lo inseguro.
Del primer párrafo del trozo de «La rosa de Pasión» reproducido se
desprende que los vecinos de la ciudad imperial tienen tres vías abiertas
a la esfera sobrenatural: la intervención divina a través de los maitines
a los que han asistido; la vaporosa aparición de moradores de la esfera
preternatural en los sueños de los fieles toledanos; y los portentos
descritos en las consejas que los buenos cristianos escuchan con arrobo y
horror. Las «lejanas voces» humanas de los guardias ceden a voces más que
humanas: «los gemidos del viento». La seguridad del barquichuelo amarrado
amenaza transformarse en inseguridad: se mece; y por camino incierto,
desde el asilo de la urbe desciende a lo desconocido una figura
misteriosa. Incluso el barquero por su impaciencia parece ponerse a tono
con la creciente impresión que apunta a un encuentro con el destino.
Los dos párrafos que he reproducido para este comentario se hallan a la
cabeza del capítulo II de «La rosa de Pasión», por lo cual se ve que el
lector de estas líneas no sabe todavía quién será la «persona» que marcha
inexorablemente hacia la fatalidad; y este nuevo elemento de incertidumbre
realza el efecto que Gustavo busca. El misterio no se aclara hasta que al
comienzo del párrafo siguiente a los citados el barquero murmura las
palabras: «¡Ella es!». Pero aún hay más: la descripción del ambiente que
hemos examinado encierra todavía otro arcano que sabemos y no sabemos:
posteriormente el lector descubre que ya sabía la horrible muerte que
esperaba a Sara, pues es la misma que la del Santo Niño de la Guardia,
cuya historia los toledanos escuchaban la noche de Viernes Santo al amor
de la lumbre. Lo brillante de la técnica de Bécquer como prosista
fantástico es que toda esta expectación fatídica nos la va infundiendo con
una descripción al parecer desinteresada y objetiva, pero en el fondo
desde luego interesadísima.
Las descripciones ambientales que quedan por considerar, en «Creed en
Dios» y en «La corza blanca», sirven para situar las acciones de esas
leyendas en la naturaleza, celeste en el primer caso, terrestre en el
otro. En «Creed en Dios», como sabe el lector, Teobaldo de Montagut,
caballero en un corcel negro, es llevado a paso vertiginoso por los
espacios celestes durante cien años. Mas, paradójicamente, cuando Bécquer
consigue captar en forma más convincente la frenética sensación de esta
portentosa cabalgata, veremos que es en su primera etapa antes de que el
mágico corcel se lance por los aires, mientras sus pisadas todavía se oyen
dar contra la tierra. Después del «despegue» del inaudito cuadrúpedo, el
autor intenta representar el carácter fantástico del vuelo del cruel barón
de Fortcastell por el firmamento con frases descriptivas como «a través de
aquellas nieblas oscuras», «aquel océano de vapores caliginosos y
encendidos», «cabalgando sobre las nubes», etc. (OC, 181-182). Pero la
deficiencia inherente a tales descripciones -no es un fallo de la técnica
becqueriana concretamente- radica en el hecho de que, sin términos de
comparación que le sean familiares en la región celeste, el lector
ordinario no puede medir con su propia experiencia la prodigiosa velocidad
de la nunca vista caballería ni así identificarse plenamente con el terror
sentido por Teobaldo.
La descripción más eficaz de la asombrosa cabalgata es, por ende, la ya
aludida de los últimos momentos antes del inicio del vuelo. Aquí se casan
conceptos geográficos archiconocidos en nuestra baja esfera y el
procedimiento acumulativo-enumerativo de la representación realista:
El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos
y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos
horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para
dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos,
erizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades
habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas
cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos;
desiertos sin límites, en donde hervían las arenas calcinadas por
los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas,
regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos
asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos
fantasmas que extendían sus brazos para asirlo por los cabellos al
pasar: todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros,
vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una
niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos
del caballo al herir la tierra.
(OC, 180; la cursiva es mía)
Considero sintomático de la técnica que se nos va descubriendo el hecho de
que el calificativo fantástico no vuelva a aparecer en el texto de «Creed
en Dios» después del presente pasaje; quiere decirse que no se utiliza tal
adjetivo precisamente en las páginas donde se pretende describir la parte
más fantástica del viaje astral del malvado señor provenzal. Árboles,
rocas, castillos, aldeas, horizontes, valles, tempestades, montañas,
campiñas, arenas, llanuras, nieves, todos estos elementos son objetos de
la experiencia cotidiana para el lector más vulgar; e introducido en tal
contexto, un grado antes insospechado de velocidad se hace gráficamente
concebible para todos, se sujeta inmediatamente a sus vivencias
individuales. Al mismo tiempo, tan tremenda celeridad se realiza por medio
de la ya mencionada enumeración y por medio de la repetición, cuyo efecto
es causarnos la impresión de que sin parar, sin parar nunca, pasamos en
revista millares, millones, de objetos diferentes. Las repeticiones que
coadyuvan a la enumeración en la simulación de esta incalculable velocidad
en recorrer tierras son: «corría, corría», «Nuevos y nuevos horizontes»,
«horizontes [...] horizontes», «más y más», «mil y mil»; y la sensación de
conjunto lograda por esta hábil descripción se resume con el sustantivo
exhalación, utilizada al final del primer período. En fin, pasar,
enumerar, repetir a un mismo tiempo captan la experiencia de la singular
rapidez del extraño corcel del barón de Fortcastell; a la vez, la
vulgaridad de los objetos pasados, enumerados, repetidos, hace verosímil
esa singular rapidez.
Mas no para aquí el arte de este agitado cuadro. La identificación del
lector con la experiencia del personaje se completa por la función de los
dos pronombres contenidos en la oración relativa «que yo no podré
deciros». El yo es la primera persona de un desconocido narrador
omnisciente (que sin embargo no lo sabe todo a juzgar por estas palabras);
no es Bécquer, sino una figura mucho más cerca en el tiempo de Teobaldo, y
por lo visto un trovador, puesto que esta leyenda ha de leerse como si
fuera una «cantiga provenzal», según el subtítulo que le puso Gustavo. El
lector, por lo tanto, toma contacto con la terrorífica prueba del barón de
Fortcastell a través de un cantor que ya se siente en gran parte
identificado con esa experiencia. El pronombre os representa a los nobles
aventureros, pastores y niñas de cercanas aldeas, que forman el público
del trovador, quien se dirige a ellos desde los primeros apartados del
relato (hablamos ya de este auditorio en el capítulo IV). Estos fascinados
oyentes del trovador son los delegados en tierra artística del lector
moderno; y es significativo que en medio de la descripción de la
angustiosa cabalgata de Teobaldo, Bécquer nos recuerde la reacción de esos
remotos antecesores nuestros, aún más inclinados acaso que nosotros a
prestar fe a la maravilla. Lo fantástico tiene profundas raíces en nuestro
mundo, pero en ciertos casos la ubicación histórica del oyente-lector
afecta notablemente a su reconocimiento de lo prodigioso en el marco
cotidiano.
Se hallan distribuidos a lo largo de todo el texto de «La corza blanca»
deliciosos fragmentos de descripción ambiental, y la naturaleza en la que
se desarrolla esta narración es especialmente digna de atención por la
poesía que respira. Sin embargo, el único conjunto de descripción
ambiental más o menos independiente contenido en «La corza blanca» es de
un estilo que sin carecer de belleza parece relativamente severo para este
relato; mas aquí la ironía hará un papel importante, y Bécquer necesita el
mayor contraste posible entre el medio y el milagro que se producirá en
él.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento
venía, siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada
por una vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los
sauces que sombreaban sus orillas o jugueteando con alegre murmullo
entre las piedras rodadas del monte [...].
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor
dulcísimo; los sauces, que inclinados sobre la limpia corriente,
humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los
apretados carrascales, por cuyos troncos subían y se enredaban las
madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de
follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que
derramaban en torno su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos
un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata
sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
(OC, 266-267)
Este paisaje lo contempla el montero Garcés desde el escondrijo donde
acecha a las corzas-mujeres, y éstas vendrán luego a bañarse al remanso
descrito aquí. Este trozo de naturaleza es completamente normal, y dos
páginas más abajo Bécquer insistirá en esa normalidad en relación con las
corzas que habitan estos lugares naturales: «... ni en la forma de las
corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían
llamarse había nada con que no debiese estar familiarizado un cazador
práctico en esta clase de expediciones nocturnas» (OC, 264). Así se trata
de un realismo absoluto en el contexto de la belleza del mundo natural. La
táctica de Gustavo es conseguir que los lectores abracemos el mismo
escepticismo que Garcés ante las historias del simple de Esteban sobre
esas corzas que cantan y ríen (la normalidad del medio lleva a cuestionar
lo que supuestamente ha sucedido en él), para que el inconcebible
desenlace nos coja a nosotros tan desprevenidos como al enamorado montero.
Entre los recursos léxicos empleados en esta descripción, a diferencia de
los que hemos visto en otros pasajes descriptivos, no se presenta ninguna
voz, ni en sentido literal ni en sentido figurado, que apunte a lo
sobrenatural. Mas aquí entra lo irónico de la aparente oposición entre
medio y desenlace, porque la total normalidad del escenario sugiere al
mismo tiempo que allí no podrá ocurrir sino lo que es físicamente posible;
pero ¿por qué, precisamente por esto, no podrá producirse en tales
circunstancias aquello que, aunque ninguna o rara vez observado, es, no
obstante, factible, por ejemplo, la metamorfosis de la corza blanca,
herida de muerte por Garcés, en la bella mas ya muerta Constanza? No hay
que olvidar que en el mundo de la ficción fantástica lo sobrenatural no se
ve como antinatural.
Los términos realismo y realista existían ya en la centuria XIX, y de
ellos se servían ya tanto los creadores como los críticos. Sin embargo,
algunas figuras relevantes de esos años no daban su beneplácito a tal
etiqueta. Champfleur y la desaprobaba en su obra Le Réalisme (1857), que
no obstante tituló así; y Baudelaire veía en ella, ya una «injuria
asquerosa», ya una «palabra vaga y elástica». Shoemaker cita dos trozos
galdosianos en los cuales, con todo menos que entusiasmo, el por otra
parte gran realista utiliza respectivamente las voces realista (1877) y
realismo (1879)47. Añádase a estas objeciones de los contemporáneos de
Bécquer la índole del tema tratado aquí, y se me podría preguntar por qué
he usado tal terminología para el análisis de las descripciones
becquerianas en los capítulos V y VI del presente libro. Pues bien, aparte
de su comodidad para denotar una de las esferas contrarias entre las que
se produce la sacudida de asombro necesaria para el género fantástico, el
propio Bécquer utiliza el término realismo en pasajes muy iluminativos.
Subrayo la voz importante en los ejemplos siguientes. En medio de la
ensoñación fantástica de «La mujer de piedra», Gustavo destaca el
«extraordinario sello de realismo» de la preciosa estatua que ha
encontrado en un templo antiguo (OC, 766); y en «La Semana Santa en
Toledo», observa que algunas de las santas imágenes llevadas en andas en
la procesión pueden parecer «de un realismo tal, que casi degenera en lo
grotesco» (OC, 1158). En fin, sin los términos realismo, realista, no se
dilucida claramente la dialéctica entre lo real y lo fantástico, como a la
verdad ya lo preveía Baudelaire al definir otro género análogo al
fantástico pero para él realista: «Tout bon poète fut toujours réaliste
-escribe el autor de Les Fleurs du mal-. [...] La poésie est ce qu'il y a
de plus réel, c'est ce qui n'est complétement vrai que dan un autre
monde»48.
En las líneas de Baudelaire que el lector acaba de leer, las cursivas son
del propio autor y son significativas para nosotros. En las palabras del
poeta francés queda implícita una definición de la realidad que, aunque no
es exactamente nueva, difiere de la usual: esto es, que tan real, tan
capaz de afectar a nuestra existencia, es lo que imaginamos -lo poético,
lo fantástico-, como lo es la morcilla o la sopa de ajo. (Según las viejas
teorías fisiopsicológicas que suscribía el doctor don Diego de Torres
Villarroel, las visiones fantásticas tenían en efecto su principio en la
cocción de los manjares en el estómago.) No obstante, por mucha influencia
real que ejerza en el mundo de los hombres lo poético o lo fantástico, su
misma naturaleza nos está diciendo que no encuentra su plena realidad sino
en otro mundo. De ahí la perenne sorpresa del importante componente
realista del género sobrenatural, el cual se manifiesta tanto en la
representación de la realidad intrusa como en la de la cotidiana. Mas el
escritor de creación no es catedrático de metafísica; son muy limitados
los medios expresivos de que dispone el hombre; y en el fondo, todo
concepto de realidad es comparativo, ora se trate de la realidad natural,
ora de la sobrenatural.
Todo ello resulta tanto más lógico cuanto que la segunda de estas
realidades, la foránea, sólo se nos manifiesta en el marco de la primera,
la familiar. (Decíamos hace un momento que en el mundo de la ficción
fantástica sobrenatural no significa «antinatural», sino solamente
«excepcional».) La aplicación del sencillo estilo enumerativo,
fotográfico, del realismo a la realidad sobrehumana es a la par el
testimonio más fehaciente de que en ese mundo de ficción paralelo al
nuestro se toma muy en serio la fuerza preternatural que irrumpe en la
pedestre existencia de los personajes: lo primero que haría falta para
vencer al elemento invasor o llegar a una acomodación con él, sería
observarlo detenidamente y conocerlo exhaustivamente.
Para hablar del género fantástico en relación con una época en la que
todavía no estaba bien visto el término realista y en la que no había
dejado aún de hacerse sentir la poética tradicional, el calificativo
verosímil, característico por otra parte de esta última disciplina, podría
a primera vista parecer más apropiado, y lo hemos usado aquí con cierta
frecuencia. Este término, cuando se considera bien, resulta, empero, menos
adecuado debido al segundo de los dos elementos que lo componen. Pues, en
la medida de lo posible Bécquer quisiera quitar de en medio la idea del
parece (-símil), porque todo su arte consiste precisamente en lograr que
el lector acepte lo fantástico como verdad, como res, de donde realis,
realitas, realismus, etc.
Capítulo VII
Perspectiva y fe en la leyenda individual
Para concluir nuestro recorrido por los nuevos mundos descubiertos por el
Colón de la fantasía que fue Gustavo Adolfo, creo útil ilustrar en varias
leyendas muy conocidas cómo se enlazan los distintos elementos que en los
capítulos anteriores hemos separado sin más motivo que el de facilitar la
disertación crítica. Al realizar tal separación hemos vuelto en cierto
modo al estado preliterario de las narraciones, a ese momento que precedió
al proceso elaborativo que llevaría al perfeccionamiento de los cuentos
individuales, ese momento en el que se le brindaban a la consideración de
Bécquer técnicas y combinaciones de técnicas muy variadas entre las que
habría que escoger a cada paso durante el ardoroso trabajo de la
composición. El «descubrimiento» representa ese momento posterior en que
después de dudas y vacilaciones se acaba de hallar la combinación justa de
elementos y procedimientos para la leyenda individual.
Es a tal solución feliz a la que alude Bécquer al final de un bello pasaje
de la Historia de los templos de España, en el que al reconstruir el
proceso creativo del arquitecto del convento de San Juan de los Reyes, de
Toledo, reconstruye el de todos los artistas serios, sea el que sea el
arte y el género que cultiven:
... Toledo duerme. Tú no, un mar de lava arde en tu fantasía y entre
las hirvientes crestas de sus olas se agitan y confunden las partes
del todo que buscas. Tú las sigues con la mirada inquieta, las ves
unirse, deshacerse, tornarse a encontrar y desencajarse de nuevo,
formando cien y cien combinaciones de cada vez más extravagantes y
locas, hasta que al fin prorrumpes en un grito, un grito de alegría
sin nombre, el grito de ¡Tierra! de Colón.
(OC, 832; ed. facsimilar ya citada, p. 23)
Habiendo morado algún tiempo, en los capítulos precedentes, en esa
sugerente pero primitiva región de «deformes siluetas / de seres
imposibles; / paisajes que aparecen / como a través de un tul» (rima III,
OC, 403), nos toca ahora repetir el proceso por el que Bécquer reunió
todos esos materiales, no ya en forma creativa, pero al menos en forma
conceptual que simule aquélla con suficiente fidelidad para que nos sea
posible comprender la conexión orgánica entre acción del autor y reacción
del lector. El «descubrimiento» becqueriano, que significa esa perfecta
armonía existente entre todas las partes de una obra genial, es en el
fondo lo mismo que Edgar Allan Poe entiende por ese «certain unique or
single effect» que se produce por la unívoca acomodación de lugar, tiempo,
ambiente, suceso y personaje en el cuento (género del que el escritor
norteamericano da su clásica definición al reseñar los Twice-Told Tales,
de Nathaniel Hawthorne, en los que interviene lo sobrenatural)49.
La palabra perspectiva utilizada en el epígrafe del presente capítulo fue
escogida pensando precisamente en la conciliación de todas las facetas del
cuento para el logro del efecto único, que en el género fantástico es la
sacudida de la aceptación inesperada o la extensión de la fe bien a
nuestro pesar. Habríase podido usar el término punto de vista, pues
coincide con perspectiva en algunas de sus acepciones, mas he preferido
esta última voz porque en la teoría crítica actual el primer término está
estrechamente identificado con varias categorías de autores, narradores,
personajes y lectores; y es aquí cuestión de una visión comunicada no
solamente por tales entes, ya de ficción, ya de carne y hueso, sino a la
par por otros factores muy variados, como son el ambiente, la cronología,
las tradiciones literarias y folklóricas, los documentos, los conflictos
entre las clases sociales, las ideas sobre la música, etc., etc.
Evidentemente, la atalaya para la contemplación de lo fantástico que se
erige con tales materiales de construcción va a revelarnos un panorama
mucho más amplio y de sentido mucho más profundo que el abarcado por el
punto de vista de un solo autor, personaje o lector.
Para estudiar la unidad de efecto en las narraciones de Bécquer, será
preciso desde luego volver sobre algunos aspectos de su técnica que quedan
analizados en forma general en otros capítulos, pero lo haremos ahora
buscando en cada caso la aportación de los diferentes aspectos al diseño
unitario del relato fantástico individual. No cabría dentro de los límites
del presente libro un extenso examen individual de cada una de las catorce
leyendas consideradas aquí, mas en realidad bastará para nuestro propósito
que se aplique tal enfoque a cuatro de las leyendas más representativas y
más conocidas: «Los ojos verdes»; «Maese Pérez el organista»; «El
miserere»; y «La promesa». Esta selección no significa de ningún modo que
yo vea como inferior la calidad artística de otras leyendas igualmente
estimadas, como «La cruz del diablo» o «El monte de las Ánimas», por citar
dos ejemplos; al contrario, la única razón por la que he dado la
preferencia a las cuatro indicadas es que en ellas se combinan para la
consecución del efecto único mayor número de recursos diferentes que en la
mayoría de los cuentos fantásticos de Gustavo, y son en este sentido más
representativos. Estos recursos los enumeré en parte en el párrafo
precedente; y en cada uno de los cuatro apartados que siguen, procuraremos
ver cómo ellos y otros semejantes se conciertan para el logro del efecto
buscado, que por mucho que parezca variar de una relación a otra, siempre
se traduce por la sorpresa con que llegamos a creer en lo imposible, o lo
que antes lo parecía.
I. El misterio que envuelve a esa criatura: «Los ojos verdes»
De las cuatro leyendas que vamos a examinar como muestras de esa completa
coordinación de los elementos cuentísticos en una perspectiva que seduzca
al lector, la de la mujer de la fuente de los Álamos es la más sencilla,
pero no es por esto la menos sofisticada. Desde su introducción a esta
leyenda el autor insiste en la importancia de la colaboración de los
lectores para el logro de la fe en la existencia de la mujer misteriosa:
«cuento con la imaginación de mis lectores -dice- para hacerme comprender
en este boceto de un cuadro que pintaré algún día» (OC, 133). Anticipemos
el hecho de que un importante elemento para dotar a esta narración de la
necesaria credibilidad es el uso de una cronología vaga, la ubicación del
suceder fantástico en un momento remoto pero no declarado del pasado,
cuando la lógica no era tal vez tan enemiga del prodigio. Porque, teniendo
esto presente, se verá que ya en su citada petición de colaboración a la
imaginación de los lectores, Bécquer empieza a revelar la índole del marco
creencial de «Los ojos verdes».
Boceto es un borroncillo preparatorio para una pintura, una visión todavía
no perfectamente clara; mas al mismo tiempo, en relación con la literatura
del siglo XIX, los términos cuadro y pintar (también utilizados en el
pasaje citado en el párrafo precedente) traen a la memoria el cuadro de
costumbres, género por la mayor parte objetivo, realista, cuyo contenido
resulta por tanto creíble. Así, a partir de las primeras líneas de «Los
ojos verdes», queda implícito que vamos a ponernos en contacto con algo
impreciso, fluido (boceto), quizá poético o portentoso, pero que sin
embargo es merecedor de nuestra fe (cuadro). No es nada sorprendente que
estas ideas se le ocurrieran ya a Gustavo al redactar el principio de «Los
ojos verdes» (1861), pues no habría que olvidar que solamente dos años más
tarde, en «La promesa» (1863), se sirve de una curiosa variante del nombre
de la forma literaria cultivada por Mesonero Romanos, Larra y Estébanez
Calderón: me refiero a la ya citada frase «cuadro de costumbres guerreras»
(OC, 249); y tampoco habría que olvidar que el autor de las Leyendas lo es
también de numerosos cuadros de costumbres en el sentido habitual,
incluidos por su mayor parte en la edición que manejamos para este
estudio. Ya hemos observado que la novela histórica romántica se
caracteriza por cierto realismo o costumbrismo de tiempo pretérito, y algo
hay también de esto en «Los ojos verdes».
Veamos ahora precisamente cómo colabora el lector de «Los ojos verdes» en
la creación de un ámbito «histórico» en el que lo insólito se presente
como fidedigno. Bécquer no nos da ningún indicio concreto de cuál sea la
época de la acción de «Los ojos verdes»; pero, eso sí, va sembrando su
texto de una serie de elementos léxicos y alusiones que dan a entender que
el lector tiene que imaginarse situado en otro momento histórico para
poder comprender el desarrollo del cuento. Tales referencias remiten a
otras centurias, desde la oncena hasta la decimoséptima, pero en su
mayoría a las medievales; y la eficacia de la ubicación temporal de la
leyenda en un pretérito impreciso pero lejano dependerá de la experiencia
de lectura de textos antiguos y románticos que tenga el lector, así como
de la imaginación de éste.
Como ejemplos de palabras, utilizadas en «Los ojos verdes», cuyo primer
uso se remonta a la Edad Media, pueden citarse las siguientes, para cada
una de las cuales doy la fecha aproximada, según los diccionarios de Joan
Corominas y Martín Alonso: villana, en el sentido de mujer no noble (siglo
XI), escaño (siglos IX-XII), ballesta (siglo XIII) y montero (siglo XIV).
El sustantivo corcel, en esta forma, data de mediados del siglo XVII, y se
halla en Calderón; mas por ser palabra poética y por ser de frecuente uso
en la novela histórica romántica, se halla asociada con la Edad Media ya
antes de Bécquer. Es más: las variantes arcaicas cosser y corser datan
respectivamente de 1375 (Crónica de Pedro I) y de fines del siglo XV
(Cancionero de Stúñiga). El montero mayor en «Los ojos verdes» se llama
Íñigo, forma medieval de Ignacio, siendo célebres, verbigracia, Íñigo
Arista, rey de Pamplona (siglos VIII-IX) e Íñigo López de Mendoza, marqués
de Santillana (siglo XV); todavía en el siglo XVI, por tomar un último
ejemplo, se le llamaba a San Ignacio de Loyola el capitán Íñigo.
Los padres de Fernando, el malhadado protagonista de «Los ojos verdes»,
son los marqueses de Almenar. Ahora bien: no existe tal título en la
nobleza española, pero sí existen tres de Almenara, uno de Almenara Alta y
dos de Almenas, de los cuales el más antiguo, el de conde de Almenara, se
remonta a 1483 (hay dos títulos diferentes de marqués de almenara, creados
en los siglos XVI y XVII)50. La voz almenar suscita a la par otras ideas
que contribuyen a un vago y misterioso aire medieval, idóneo para prestar
verosimilitud a lo transcurrido en «Los ojos verdes»: dicho vocablo
sugiere ya las almenas de un castillo medieval, ya la almenara (sustantivo
de origen árabe, usado ya en el Libro de Alexandre), que era una señal que
se hacía con un fuego colocado en un lugar elevado, muchas veces entre las
almenas de un castillo, según ciertas autoridades citadas por Covarrubias,
en su Tesoro de la lengua castellana o española. Almenara era a la vez el
nombre de cierta clase de lámpara conocida en la Edad Media: según el
Vocabulario de romance en latín (1495), de Antonio de Nebrija, tratábase
de una «lucerna polymyxos», o. sea, una lámpara de muchas mechas.
Puesto que el lector encuentra a cada paso tales señas y vislumbres, se le
va haciendo cada vez más claro que la acción se realiza en el medievo;
como al mismo tiempo, empero, el autor no se refiere a ninguna fecha
concreta, ningún rey o guerrero concreto, ningún suceso público concreto,
la imaginación del lector se va instalando muy cómodamente en un medievo
de contornos imprecisos, nublados, casi de ensueño, en el que, aún más que
en la Edad Media histórica, parece factible el milagro. Merced a lo vago
de tal marco cronológico puede a la vez admitirse más fácilmente en «Los
ojos verdes» una licencia poética -un anacronismo- que no por serlo deja
de ser otro toque genial, con el que se enriquece todavía más el ambiente
que va creándose. El apellido del primogénito de Almenar que se enamora de
la misterios a mujer de la fuente, es Argensola -Fernando de Argensola se
llama-, apellido de poetas, con alusión a los dos grandes líricos hermanos
del Siglo de Oro, Leopardo Leonardo de Argensola y Bartolomé Leonardo de
Argensola. Bécquer nombra así a su protagonista en la primera aparición de
éste en la leyenda: «En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de
la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar» (OC, 134). De
modo que lo fantástico, además de parecer más posible por encuadrarse en
un medievo vago, es visto aquí a través de los ojos le un poeta, y esto
todo lo parece posibilitar. («El rayo de luna» queda excluido de este
estudio por los motivos ya expuestos, salvo en la medida en que representa
una poética de lo fantástico, pero es interesante notar que también en
este relato la visión poética que el protagonista tiene de la realidad se
recapitula en su apellido, otro apellido de poetas: Manrique.)
Volveremos sobre la percepción poética de la realidad que es
característica de Fernando de Argensola, mas por de pronto es menester
tomar en cuenta otro importante factor en la producción del efecto único
de «Los ojos verdes»: quiero decir, la deuda de esta leyenda con el
folklore universal y la figura de la dama del lago que interviene en
muchos relatos tradicionales. Aquí no nos interesa tal deuda en sí, porque
ésta ha sido muy bien estudiada por Rubén Benítez en su ya citado libro,
Bécquer tradicionalista, pero sí tiene gran interés para el análisis de la
técnica becqueriana la misma presencia de esta clase de deuda en «Los ojos
verdes». Pues la presencia de tan conocida tradición folklórica actúa como
un documento, dotando de cierta objetividad a la parte sobrenatural de la
leyenda; y sin que lo fantástico llegue a cobrar cierto grado de
objetividad en el mundo «real», no hay literatura fantástica propiamente
dicha.
Nosotros no podemos creer directamente en la mujer de la fuente; mas de
igual modo que nos parece menos inverosímil el suceso fantástico en el
contexto de un pasado nebuloso, sí podemos creer que un hombre de aquella
época, especialmente un poeta, podía creer en esa mujer -creencia de
segundo grado-. Sin embargo, para que nos sea posible compartir de algún
modo la vivencia de Fernando, ésta tiene que poseer cierta medida de
objetividad para los demás -de ahí la importancia de los ya mencionados
«documentos» folklóricos-. La documentación concreta de la relación entre
la tradición folklórica de la dama del lago y el contenido de la leyenda
becqueriana se incorpora a ésta a través de las palabras de Íñigo,
estudiadas antes en conexión con otro tema: «mis padres [...] me dijeron
mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas
tiene los ojos de ese color» (OC, 138). La visión del poeta es un
adminículo muy útil para la consecución de la credibilidad en el género
fantástico, mas no basta. Por esto precisamente, «El rayo de luna» no
pertenece al género sobrenatural; la visión de Manrique resulta que es
solamente la de un loco; y no hay en la historia del enamorado de la luz
lunar nada que a los lectores nos haga cuestionar nuestra experiencia de
la realidad, ni nada que documente la de Manrique.
Existe en «Los ojos verdes» todavía otro «documento» jamás advertido por
los críticos, el cual también sirve para confirmar en cierto modo la
«realidad» del portento de la mujer de «ojos de un color imposible». Me
refiero a la historia mitológica de la diosa Diana y el arrogante cazador
Acteón, quien la sorprendió mientras se bañaba en la fuente de Parteinos,
con el fin -dice una tradición- de requerirla de amores; mas la diosa,
ofendida por tal profanación, le convirtió en ciervo. Nótese que en el
mito antiguo tenemos ya todos los elementos esenciales de «Los ojos
verdes»: la mujer sobrehumana, la fuente, el cazador temerario, el ciervo
(en el cuento de Bécquer, según sabe el lector, el impetuoso cazador
novel, no queriendo que se le escape el primer ciervo que ha herido su
venablo, insiste en seguirlo hasta la fuente de los Álamos), y por fin, la
perdición del profanador mortal de la fuente. Este «documento» mitológico,
igual que el folklórico ya comentado, sugiere que no se tratará en el caso
de Fernando de Argensola de los desvaríos de un solo loco; pues otros
hombres -y sus historias son muy conocidas- han visto a tales mujeres
sobrenaturales.
En fin: la verdad de «Los ojos verdes» se apoya en su nebuloso marco
histórico, en la visión poética de Fernando y en cierta clase de
«documentos»; pero estos sostenes de la verosimilitud son más complejos de
lo que parecen a primera vista. Por ejemplo: los «documentos» folklóricos
se filtran a través de las supersticiosas creederas del viejo siervo
Íñigo, por lo cual se acercan también en esta faceta de la obra esas
socias de la perenne dialéctica del género sobrenatural: la objetividad y
la fantasía; y la visión crédula del anciano complementa al mismo tiempo
la visión poética de Fernando, extendiéndose así más el velo fantástico
que se echa sobre la realidad.
La visión poética de Fernando requiere asimismo más comentario. En los
entresijos de los personajes «medievales» de las novelas y las leyendas
románticas late a menudo algo de la descreída mentalidad decimonónica, tan
influida por la crítica ilustrada del siglo XVIII. Fernando no se
permitirá creer en la existencia de esa mujer de brazos flexibles y besos
fríos hasta después de haberse asegurado de que no se deja influir en
absoluto por las consejas vulgares de su servidor Íñigo, a quien
reconviene en estos términos: «recobré el ciervo que vuestra superstición
hubiera dejado huir» (OC, 137). Es más -y esto es de una ingeniosidad poco
frecuente en cualquier escritor-: Bécquer hace que la misteriosa mujer
nacida quizá de la superstición niegue esa misma superstición: «Yo no
castigo al que osa turbar la fuente donde moro -le persuade a Fernando-;
antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las
supersticiones del vulgo» (OC, 140). Al negar la superstición, la
sofisticada mujer de los ojos verdes pasa en cierto modo a situarse en la
realidad de nuestro mundo; quiere decirse entonces que los prodigios se
producen entre nosotros. He aquí una fantasía a prueba de duda, pero ante
todo una fantasía en la que pueden creer los personajes más escépticos y
de mentalidad más ochocentista que aparecen en la ficción de Bécquer, y en
la que, en fin, podemos creer los lectores modernos, sin tener que
renunciar a nada de nuestra susceptible y quisquillosa sofisticación.
En Fernando de Argensola y su encantador demonio femenino, quienes
simultáneamente se rinden a la superstición a lo medieval y la rechazan a
lo Feijoo, tenemos en cierto modo antecedentes de los personajes de Los
intereses creados: «Son las mismas grotescas máscaras de aquella Comedia
del Arte italiana -dice Benavente de sus personas dramáticas en su
prólogo-, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en
tanto tiempo». En esta aparente broma, Benavente nos ha dado un comentario
muy agudo sobre la experiencia psíquica de todos esos llamados personajes
autónomos (Rodrigo Díaz de Vivar, Celestina, don Quijote, don Juan,
Raquel, etc.) que se reencarnan una y otra vez en diferentes obras
literarias a lo largo de los siglos, y así sufren forzosamente profundas
alteraciones espirituales, sin dejar de ser al mismo tiempo fieles en algo
a su esquema original.
Después ya de su fatídica cacería, la única actividad de Fernando es la
meditación, pero la melancólica meditación de este amante «medieval» no la
habría comprendido el lector medieval ni acaso ningún lector que hubiera
vivido antes de la época de Larra, Espronceda y la Avellaneda. Los
personajes de los géneros clásicos, medievales, renacentistas, etc., así
como los de las consejas folklóricas, al ser reencarnados por un escritor
de período muy posterior, reflejan inevitablemente algo del creciente
cansancio de la raza entera en ese momento, y de ahí justamente el
contagioso encanto de estas «viejas» figuras para los lectores modernos y
su eficacia para sumirnos a nosotros en su experiencia de su mundo épico,
dramático, novelístico, poético, o aun fantástico.
En el presente texto, por fin, se le brinda al lector un ejemplo
especialmente elocuente de la capacidad de absorción que el género
fantástico tiene para los más ilustrados espíritus modernos. Pues el mismo
autor se ha entregado totalmente, no sólo a su proceso de creación, sino
también al encanto de lo que él ha creado, produciéndose una
identificación absoluta entre autor y obra. Me refiero al heclio de que el
«poeta» Fernando de Argensola, a la vez que personaje de «Los ojos
verdes», es el mismo Bécquer y compone las mismas rimas que éste, no
siendo difícil encontrar, en las páginas de esta leyenda, anticipos o
reflejos temáticos y estilísticos, según el caso, de las rimas XI, XII,
XIV, XV y XXIII, por no señalar sino los paralelos más evidentes. Baste
citar aquí un solo ejemplo: En la leyenda de «Los ojos verdes», impresa en
El Contemporáneo en diciembre de 1861, Fernando expresa su fascinación por
los ojos del trasgo de la fuente con las palabras: «Por una mirada, por
una sola mirada de esos ojos...» (OC, 139), y así hace a la vez eco a la
célebre rima XXIII de Bécquer, publicada también en El Contemporáneo en
abril del mismo año de 1861: «Por una mirada, un mundo», etc. (OC, 419).
II. El mal enemigo y las imaginaciones débiles: «Maese Pérez el organista»
La abadesa del convento de Santa Inés, en esta leyenda sevillana, achaca a
tales causas la aparición del famoso músico muerto, en su cuerpo astral
dirían los médiums, así como la idea de que haya podido tocar su órgano
después de haber expirado. «¡Bah! Hermana -dice hablando con la hija de
Maese Pérez-, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura
turbar las imaginaciones débiles» (OC, 157). Los mismos lectores nos
ofendemos por la reprensión de la muy digna superiora -¿por qué?-, porque
en el contexto de la narración nos iba pareciendo cada vez más normal lo
que le pasaba a la modesta joven, o por lo menos parecía normal la
reacción de ésta; pues al llegar al apartado IV de la leyenda, donde se
produce el citado diálogo, nosotros tenemos la imaginación tan débil ya
como la temerosa increpada. Creo que fue Quintana quien atribuyó la
inspiración de las Noches lúgubres a la «imaginación lisiada» de Cadalso.
Ello es que esta espeluznante y deliciosa enfermedad de la imaginación,
con que la gente grave casi nunca está inficionada, es el indispensable
lazo entre autores y lectores de obras fantásticas; veamos, por tanto, en
«Maese Pérez el organista», con qué medios Bécquer templa los registros de
nuestra imaginación para armonizarla con la suya y así contagiarla.
De los trajes, de las costumbres, de diversos elementos descriptivos, así
como de los parlamentos de los personajes, se desprende que el marco
histórico en el que se supone acaecida la acción de «Maese Pérez el
organista» es algún momento durante el Siglo de Oro. El efecto único de la
narración -el asombro ante la aparición del organista muerto-, para el que
todo el argumento sirve de preparación, lo mismo que nuestra sorpresa al
darnos cuenta de que creemos en todo ello, estriban en el perspectivismo
hecho posible por esta ambientación aureosecular, a la par que en el
número de narradores y fuentes necesarios para transmitir el caso
legendario desde esa época remota hasta el tiempo del autor. Vamos ahora a
identificar a los narradores y transmisores del material narrativo.
Bécquer es asistido en la investigación y relación de esta «tradición» por
un narrador imaginario a quien hay que suponer un caballero culto y sin
duda literato que vive en la misma Edad de Oro en la que transcurre la
acción del cuento, aunque él no aparece en el relato como personaje. Es
evidente desde el primer párrafo de la leyenda que quien nos habla en
primera persona no es Bécquer, porque el narrador que a través de ese «yo»
nos da el contacto de primera mano con el suceso, tan esencial para
estimular nuestra fe, conoce a la demandadera del convento de Santa Inés,
quien sí es un personaje de esa maravillosa historia de hace varios
siglos: «oí -nos dice el indicado narrador culto- esta tradición a una
demandadera del convento» (OC, 142). Ahora bien: nosotros los lectores
modernos no podemos creer que un muerto toque el órgano, ni nos resulta
fácil aceptar que Bécquer pudiera creer tal cosa. En cambio, aun siendo
relativamente docto, un señor que tuviera dos o tres siglos menos de
conocimientos científicos (me refiero al Íñigo de la demandadera) podía
acaso creer en la autenticidad de ese prodigio.
Lo cierto es que al acompañar a la demandadera a la misa del Gallo, el
narrador se sentía dispuesto a creer, esperando presenciar una repetición
de las famosas interpretaciones musicales del organista fantasma (no sabía
que por fin se había reemplazado el viejo y deshecho órgano de maese
Pérez): «aguardé impaciente -confiesa- que comenzara la ceremonia, ansioso
de asistir a un prodigio» (OC, 142). Tan ingenua confesión, tal
impaciencia y tal voluntad de prestar fe a la maravilla se dan, en fin, en
quien nos ha de guiar en nuestra lectura, y por su entusiasmo de creyente
es inevitable que nos contagiemos. Hasta aquí se trata en nosotros de una
creencia de segundo grado; de un fenómeno no enteramente desemejante de
esa fe en la necesidad de la fe que propondría más tarde ese descreído con
voluntad de creer que era Miguel de Unamuno. Mas el ingenioso mecanismo de
Bécquer es todavía más complejo, porque en «Maese Pérez el organista» -de
ahí el inapelable embrujo de este relato- el lector se deja llevar por una
creencia de tercer grado. (He aquí un verdadero asalto a nuestro
escepticismo moderno.) Al lado del narrador culto de hace varias
centurias, se coloca una narradora inculta y así aun más crédula de la
misma época, la ya referida demandadera. Y el primer narrador imaginario
hace dentro de la literatura con la demandadera lo mismo que hacía el
escritor Bécquer en su mundo real de todos los días: entrevista a un
sujeto de condición humilde, quien le proporciona información folklórica.
Tal información se filtra por tanto, primero por la imaginación de la
demandadera, y luego por la de su contemporáneo más culto, antes de llegar
a la nuestra. A través de las largas conversaciones de la demandadera con
su vecina y comadre, doña Baltasara, a quien lleva a la iglesia de Santa
Inés -en realidad, tales conversaciones casi no son sino soliloquios de la
primera-, la buena sirvienta del convento es narradora a la vez que sujeto
de entrevista, y como relatora nos imparte numerosos detalles
indispensables. Lo más importante de los fantásticos elementos
argumentales que se nos comunican por este conducto es que vienen ya
revestidos de la fe que tiene en ellos una mujer sencilla del pueblo,
porque es todavía más probable que creyera en el portento del organista
muerto una persona ignorante de hace varias centurias que el que creyera
en él una persona culta de esa misma época, y todas estas deducciones muy
lógicas relativas a los niveles de credulidad de los narradores
imaginarios apoyan la fe estética del lector que, por otra parte, éste
está muy deseoso de prestar.
La autenticidad de la convicción ingenua de la demandadera viene a la vez
reiterada a lo largo del relato por los modismos y refranes vulgares que
caracterizan a su habla, así como por sus costumbres de mujer del pueblo.
Me refiero a expresiones como las siguientes, que copio de los labios de
la comadre de doña Baltasara: «no tiene su alma en su almario»; la
iglesia, dice, «suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo»;
«es humilde como las piedras de la calle»; «¡Y qué manos tiene, Dios se
las bendiga! Merecía que [...] se las engarzase en oro»; «parece que me
echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés»; «A muertos y
a idos no hay Íñigos» (OC, 144, 145, 146, 151), etc. Por fin, la aptitud
de la demandadera para creer en la maravilla se refuerza en cierto modo
por la fe paralela con que -típica mujer vulgar- acoge y repite toda
suerte de chismes sobre los aristócratas que frecuentan la iglesia del
convento de Santa Inés.
Mas ni aquí para toda la fuerza de creencia que hay detrás de esta humilde
parroquiana. Es significativa la descripción de su entrada en la iglesia,
al final del capítulo I: «la buena mujer [...] atravesó el atrio del
convento de Santa Inés, y codazo con éste, empujón en aquél, se internó en
el templo perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta»
(OC, 147). He escrito en cursiva dos palabras que junto con varios
sinónimos se van a repetir en momentos decisivos del argumento de «Maese
Pérez el organista». La gárrula sirvienta de las monjas «se pierde entre
la muchedumbre», esto es, que se funde con ésta, y lleva en sí la misma
esencia de ésta, porque en este relato la demandadera funciona como
delegada del pueblo, sobre todo en lo que respecta a la actitud de éste
ante los sucesos sobrenaturales. Consideremos algunos ejemplos adicionales
de cómo las clases populares y su actitud influyen sobre la aceptación del
milagro por los sevillanos imaginarios que pueblan esta ficción, y como
consecuencia sobre nuestra aceptación de él.
Ya en el primer apartado de la leyenda, la sabia aunque vulgar narradora
apunta que «hasta el populacho» conoce el mérito de la música de maese
Pérez (OC, 146). Mas es en los dos próximos apartados, sobre todo en el
segundo, donde l a masa popular colorea con su credulidad y asombro el ya
mirífico ambiente de Santa Inés durante la misa del Gallo. Subrayo las
voces clave en los trozos citados a continuación. Al ponerse malo el tan
querido organista, «la noticia cundió instantáneamente entre la
muchedumbre» (OC, 148). Tanto se afectaron estos humildes fieles con tal
noticia, que «los alguaciles entraron a imponer el silencio,
confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud» (OC, 148). «¡Maese
Pérez está aquí...! ¡Maese Pérez está aquí...!» -gritó la plebe al ver
aparecer al músico a despecho de su mortal enfermedad, y-: «A estas voces
de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara»
(loc. cit.). Por las últimas palabras de este trozo se sugiere el alcance
del influjo de la psicología del estamento de la demandadera sobre esos
otros personajes (parroquianos de Santa Inés) que representan las clases
elevadas y cultas, lo mismo que sobre el ingenioso perspectivismo del
relato en conjunto.
Es elocuente y conmovedor el breve párrafo donde se describe la arrebatada
atención con que el pueblo escuchó las santas melodías del músico
moribundo:
La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había
una lágrima; en todos los espíritus un profundo recogimiento.
(OC, 150; la cursiva es mía)
Sin nuestro humilde cicerone, la demandadera, no existiría la célebre
leyenda sobre maese Pérez, y sin ella no creeríamos en lo sucedido en esta
narración, pero con los pasajes que estamos examinando ahora va quedando
cada vez más claro de dónde deriva toda la fuerza de la fe que esa
chismosa fémina tiene en lo sobrenatural.
Sonó una nota discorde y extraña; acababa de morir el organista; y
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que
arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad
todos los fieles.
(loc. cit.; las cursivas son mías)
Es un solo éxtasis, el del pueblo, el de los aristócratas, el de todas las
clases sociales representadas en el público de maese Pérez; a ciertos
niveles de comunicación espiritual y estética desaparecen las separaciones
entre las clases sociales, y de esta sencilla verdad psicológica se
aprovecha Gustavo como apoyo también de la verosimilitud de que tan
hábilmente dota a la materia sobrenatural para el lector. Se dan todavía
dos o tres menciones más de la muchedumbre en el texto de «Maese Pérez el
organista», entre las cuales la más curiosa es la siguiente, en la que se
ve de nuevo que la demandadera es la representante o aun la cabeza de esa
plebe.
... la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus
exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según
costumbre, un camino entre la multitud a fuerza de empellones y
codazos.
(OC, 153; la cursiva es mía)
En fin, resulta muy claro que los lectores penetramos en el microcosmo de
maese Pérez al nivel de la demandadera y el populacho, y de ahí la
facilidad con que abrazamos extasiados todo cuanto sucede en el cuento.
Merece la pena comentar las palabras «nuestros lectores», que aparecen
usadas en el último pasaje citado. ¿Qué papel se nos atribuye a nosotros
los lectores? ¿Somos los lectores de un solo autor o narrador, de Bécquer,
del narrador culto imaginario del Siglo de Oro, o de la crédula narradora
de la misma época? ¿O somos nosotros los lectores de lo imaginado, no sólo
por uno de estos señores, sino por todos ellos juntos y por toda la masa
popular al mismo tiempo? ¿No nos conecta también con estos centenares de
narradores indirectos el posesivo nuestros con el que en el texto se alude
a nosotros los lectores? ¿No depende también nuestra reacción de la
intervención de estos narradores desconocidos? La creencia en el milagro
del buen músico que toca su órgano después de muerto viene a ser una forma
de comunión universal, singularmente contagiosa. La única descripción de
la música que enajena al público y que es la ocasión de tal comunión,
parece significativo que se inserte en el relato después de fallecido
maese Pérez, cuando éste sólo puede tocar el órgano como espectro, cuando
nosotros para poder escuchar sus inspiradas melodías tenemos que creer.
Son sobrehumanos los acordes del viejo órgano:
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de
éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el
labio, etc.
(OC, 154)
III. Pentagramas, cajas chinas y locura: «El Miserere»
Empieza desde la primera página de «El miserere» la indispensable
participación del lector en el logro de la ilusión de realidad;
colaboración sin la que no pudiera suspenderse suficientemente la duda
para dejar lugar a la fe en lo maravilloso. En la introducción a esta
leyenda navarra de Fitero se nos exhibe a la vista un documento que es
examinado con mucho detalle por el autor (Bécquer, o bien un narrador
imaginario), que habla en primera persona y a quien el lector siente como
un contemporáneo suyo. El documento -¿qué prueba más objetiva puede haber
que un documento?- son los cuadernos de música en los que intentó escribir
el famoso Miserere de la Montaña el músico y romero alemán que en otra
época estuvo hospedado en la abadía de Fitero. Los cuadernos existen
todavía en la biblioteca abandonada de la célebre abadía. Los «descubrí»,
apunta el narrador que nos guía (OC, 189).
Las acotaciones insertas entre los pentagramas de los aludidos cuadernos
musicales («Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer
que salen los alaridos. [...] Las notas son huesos cubiertos de carne»,
etc. [OC, 190]) parecen revelar que ha sucedido algo extraordinario; y el
estar constatados estos particulares en un documento, verificado por un
«contemporáneo» nuestro y fechado por las circunstancias del relato en la
época del suceso, nos inclina a borrar el parecen. Mas Bécquer siempre nos
obliga a razonar y escoger. Al final de la introducción se nos propone la
posibilidad contraria: las acotaciones para la interpretación de la música
del Miserere de la Montaña, nos dice el narrador, «parecían frases
escritas por un loco» (OC, 190). Es más; reitérase esta última hipótesis
al final del capítulo I de «El miserere»; pues el romero sale en una
tempestuosa noche de Jueves Santo para ir a escuchar la interpretación
sobrenatural del salmo L en el monasterio de la Montaña, y: «¡Está loco!
¡Está loco!» -exclaman dos veces sus compañeros (OC, 194)-. Bécquer sabe
que es de superior efecto artístico la convicción a la que el lector llega
pausadamente por la dialéctica entre la fe y el escepticismo.
Lo ingenioso del presente caso, empero, es que a la larga ambas
conclusiones resultan exactas: las hojas de la música son un testimonio
fiel de lo ocurrido no sólo una sino muchas veces en las ruinas del
monasterio de la Montaña; y sí murió loco el músico alemán. Mas las
extrañas frases contenidas en los cuadernos de música no se deben a la
locura del viejo alemán, sino que su locura se debe a esas extrañas
frases, o mejor dicho, a la frustración que revelan en él, al convencerse
de su incapacidad para proseguir lo escrito más allá del versículo 10 del
miserere, en cuyo punto había perdido el conocimiento esa noche de Jueves
Santo en que allí mismo en la Montaña había estado escuchando el canto
sobrenatural de los monjes reencarnados. Quiere decirse que la locura del
alemán es posterior a su visita al monasterio arruinado y aun a doscientos
rechazados borradores para la segunda mitad del miserere. La inspiración
es una forma de locura, pero también por insuficiente inspiración es
posible volverse loco. En cualquier caso, excluida la vesania como
explicación del suceso en sí, llegaremos a creer en el milagro de la
Montaña. (Esto no quita que al final el narrador bromee sobre su propia
insatisfacción al no poder leer las notas, las claves y los otros
garabatos musicales del manuscrito, preguntando: «¿Quién sabe si no será
una locura?» [OC, 200].) Veamos ahora, paso a paso, cómo el lector es
llevado a forjar su fe en el prodigio del Miserere de la Montaña.
En el capítulo II del presente estudio hemos apuntado que según el
narrador la fuente inmediata de lo referido en «El miserere» son las
palabras de «un viejecito que me acompañaba» al hacer la visita de la
abadía: «El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referir» (OC,
190). En el capítulo indicado estas líneas nos interesaban como uno de
muchos ejemplos de la simulación de la tradición oral en las narraciones
becquerianas. Ahora es menester comentar el caso particular. Del texto de
«El miserere» se deduce que el anciano es oriundo de Fitero, esto es, del
lugar de la acción de esta «leyenda» o relato folklórico, y que será por
ende buen conocedor de los antecedentes de lo que cuenta. He aquí otro
dato objetivo que, junto con el ya mencionado documento musical, parece
asegurar la autenticidad de la tradición como caso fidedigno: por lo menos
en lo geográfico, el narrador secundario conoce los pormenores de primera
mano. Mas en la misma forma narrativa de «El miserere» se reconstruye,
aunque a la inversa, el proceso por el cual se transmitió esta antigua
«leyenda popular» de Fitero, y en tal estructura literaria tenemos
consiguientemente un nuevo «documento».
Notemos primero que en esta breve relación hay cuatro momentos históricos,
representados por las siguientes acciones que nos llevan a épocas cada vez
más lejanas: (1) Bécquer o su alter ego literario cuenta la leyenda al
lector; (2) El anciano de Fitero cuenta la leyenda a Bécquer o el narrador
principal; (3) Un rabadán en tiempo muy remoto cuenta la leyenda ya
entonces antigua al viejo músico, pecador y romero alemán; y (4) en el más
alejado de los aludidos cuatro momentos se incendia la iglesia del
monasterio de la Montaña en la noche de Jueves Santo mientras los monjes
cantan el miserere, lo cual da origen a la espectral recreación de la
tragedia en los Jueves Santos sucesivos. Es en parte a esta organización
temporal a lo que aludía en el título de este apartado al usar la
expresión «cajas chinas». Mas con ella aludía también a otros aspectos de
la brillante arquitectura de esta leyenda.
Verbigracia, en el tercero de los cuatro momentos enumerados en el párrafo
precedente, la relación del rabadán se encierra entre otras dos relaciones
del peregrino alemán: la primera sobre su llegada a España en busca de una
música para el miserere que fuese tan magnífica, que expresara el profundo
arrepentimiento que él sentía por los pecados de su juventud; la segunda
sobre su visita a la iglesia del monasterio de la Montaña en la noche de
Jueves Santo. Mas ni a esto se limita la ingeniosa organización a lo
«cajas chinas», según seguiremos viendo, incluso al volver paso a paso
desde el Fitero del peregrino alemán al Fitero de Bécquer.
Subconscientemente, el lector se da cuenta de que estas calas cada vez más
profundas en la historia de la leyenda que nos concierne son como una
reconstrucción simbólica de la transmisión de materiales de una generación
en otra por la vía oral; y he aquí que la forma misma de la narración,
aparte de lo que se comunica por ésta, sirve para persuadirnos de la
autenticidad del caso relatado. Tendemos ya a suspender nuestra duda ante
la cara fantástica de esta leyenda, mas de las progresivas penetraciones
en el pasado depende a la vez todavía otro truco indispensable de ese arte
becqueriano que consiste en dotar a lo irreal del mayor realismo.
En el análisis de «Los ojos verdes» y «Maese Pérez el organista», hemos
hablado de la creencia de segundo grado y de tercer grado, es decir, el
hecho de que lo no creíble para nosotros sí puede parecernos creíble para
sujetos más ingenuos (creemos que ellos pueden creer), especialmente si
interviene entre nosotros y la acción sobrenatural una serie de tales
sujetos. Caemos con gusto y casi sin darnos cuenta en la trampa de la
creencia estética que tan hábilmente nos pone Gustavo. En «El miserere»
-sobresaliente ejemplo de esto-, nuestra capacidad para creer que un
prójimo más cándido podrá creer en lo maravilloso, viene a ser como un
axioma tácito que se reitera cuatro veces, según vamos ahondando en la
historia del secular monasterio de la Montaña. Volvemos al pasado
colocándonos a cada paso en las manos de un creyente más inocente que el
anterior: (1) Bécquer (OC, 189-190); (2) «un viejecito» candoroso,
contemporáneo de Bécquer (OC, 190); (3) un músico culto, «de gran
renombre», pero hombre al fin de «hace ya muchos años» (loc. cit.), cuando
aun los más instruidos tomaban una actitud menos crítica ante la
superstición y el portento (compárese esta figura con la del narrador
imaginario del Siglo de Oro en «Maese Pérez el organista»); y (4) «uno de
los rabadanes», o sea, «pastores de la granja de los frailes», de esa
misma centuria más inocente (OC, 191- 192). Cada uno de estos narradores
nos parece más apto para creer que el precedente; nos instalamos por
turnos en la mente de cada uno de ellos hasta llegar nosotros mismos a
creer, y si en el camino hemos tenido conciencia del mecanismo, una vez
que hemos llegado, lo olvidamos en el éxtasis de nuestra nueva percepción
de la historia.
Al final del relato, nos toca volver al presente de Bécquer o el primer
narrador, y retornamos por etapas, es decir, en la misma forma en que se
realizó nuestra penetración en el pasado; pero esta vez el camino, ya
conocido, está menos jalonado. El romero alemán, al presenciar la
repetición espectral de la trágica destrucción del monasterio de la
Montaña, ha regresado en realidad al primer Jueves Santo que concierne al
lector de esta leyenda; luego, el peregrino vuelve a su propio presente al
desmayarse mientras escucha el versículo 10 del miserere.
En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero,
sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin
conocimiento por tierra, y no oyó más...
(OC, 198)
El regreso del romero a su presente se confirma por el primer párrafo del
capítulo III de la leyenda, el cual sigue inmediatamente al anteriormente
citado.
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a
quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la
noche anterior [la del alemán a la abadía], vieron entrar por las
puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
(loc. cit.)
La vuelta al momento en que el «viejecito» de Fitero cuenta la tradición a
Bécquer, y luego por insinuación a aquel otro más reciente en que éste nos
la cuenta a nosotros, se despacha en otra oración igualmente concisa:
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude
menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito
del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
(OC, 199-200)
(Nótese la sutileza con que aquí, en las últimas líneas del cuento, se
introduce una nueva referencia al manuscrito autentificador del que
hablamos al comienzo de este subcapítulo.)
En las ediciones de las Obras de Bécquer publicadas por la Librería
Fernando Fé en el siglo pasado y los primeros decenios del actual, en la
edición manejada para este estudio y en la mayoría de las demás, el último
pasaje que he reproducido, así como las cinco o seis líneas restantes de
la leyenda están separadas del capítulo III (la última división numerada),
ya por una raya, ya por una o más estrellas, lo cual sirve para subrayar
la última etapa del viaje de vuelta al presente y recordarnos una vez más
la estructura a lo «cajas chinas» de todo el cuento.
Es indispensable al mismo tiempo una observación final sobre el parentesco
entre tal estructura y la verosimilitud. Cuando se vuelve paso a paso
desde el presente al pasado, y otra vez en la misma forma desde el pasado
al presente, el pasado viene a ser estructuralmente parte del presente; y
pertenecer algo al presente, sea como sea, es un argumento muy persuasivo
para que le prestemos fe. Merced a la ingeniosa estrategia medio oculta
que venimos descubriendo aquí, se produce hacia la mitad del cuento un
viraje total de actitud, tan asombroso como repentino. En ese momento del
relato todavía «nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la
imaginación» del romero (OC, 194), ni -añadimos- la del lector. Pero casi
a la vuelta de la página nos sentimos transportados, igual que el músico
alemán, quien, «absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real,
vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se
revisten de formas extrañas y fenomenales» (OC, 197).
IV. Entre pajes y juglares: «La promesa»
Ya hemos observado que «La promesa», un cuadro de costumbres
guerreras, según el término del propio Gustavo (OC, 249), es una
leyenda muy realista en lo que se refiere a las descripciones
detalladas contenidas en ella. Mas no es ésta la única estratagema
realista de la que se vale Bécquer en el presente relato con el fin
de «engañar con la verdad», por usar la frase de Lope, o sea, hacer
que el lector se identifique en cuerpo y en alma con los personajes
y su realidad. En efecto: la historia comienza con un drama tan
vulgar, que no habrá seguramente ningún lector que no conozca varios
casos casi iguales merced a su observación personal de nuestro
mundo, por no mencionar siquiera los que conozca a través de sus
lecturas.
Margarita llora silenciosamente. Su amante, Pedro, humilde paje y
escudero favorito del conde de Gómara, según cree la pobre niña, le
ha dado a cambio de su honra un anillo y su promesa de casarse con
ella; mas ahora el mancebo se marcha a la guerra con las tropas de
su señor, las cuales han de unirse a las de otros nobles vasallos de
Fernando III para reconquistar a Sevilla. Aunque con tales apuntes
históricos se sitúa la acción de la leyenda en el medievo, las
ternezas, las aprensiones y las palabras tranquilizadoras cambiadas
entre Pedro y Margarita son las mismísimas que dirían cualesquiera
amantes, de cualquier época, en cualquier país, al tener que
despedirse en tiempo de guerra. No hace falta reproducir una muestra
de sus doloridas palabras; el lector que no las recuerde, se las
imaginará fácilmente.
Nos capta la vulgar naturalidad de la conversación de despedida de
Pedro y Margarita, la cual -insisto en esto- no tiene nada de
sobrenatural; como todo cuanto se halla en las primeras páginas
coincide con nuestra propia experiencia del mundo (y a la vez
simpatizamos inmediatamente con Margarita), nos sentimos propensos,
desde el inicio de la relación, a aceptar como posible y real todo
lo que tenga que ver con la pareja separada. Quiere decirse que el
perenne realismo que se descubre en estas relaciones amorosas nos
dispone a atribuir realidad también a lo que se nos ha de contar
sobre las figuras de Margarita y Pedro en las páginas más
sorprendentes que siguen.
Se refuerza esta disposición nuestra por el «realismo de tiempo
pretérito» que caracteriza a las descripciones de la salida de las
fuerzas del conde de Gómara para la guerra (cap. II) y de los reales
cristianos (cap. IV), las cuales quedan comentadas en detalle en el
capítulo dedicado a esta materia. Para recordar la índole y la
técnica de esas descripciones, baste decir en este lugar que si
hubiéramos de describir un campamento moderno y un desfile moderno y
los curiosos que hubiesen acudido a ver éste, tan sólo los
pormenores de lo descrito serían diferentes, pues el procedimiento
enumerativo, detallista con que Bécquer describe esas escenas
medievales es el mismísimo que emplearíamos hoy para las
correspondientes escenas actuales. Por tanto, reuniendo el discurso
amoroso realista de Margarita y Pedro en el capítulo I al realismo
ambiental de los capítulos II y IV, prácticamente todo el asunto de
la leyenda queda encuadrado en un marco de pormenores realistas y
convincentes, a los cuales nos resulta muy fácil extender nuestra
fe. No queda excluido de ese marco sino el capítulo V, que es un
apartado de solamente unas diez a quince líneas. El capítulo III es
un corto interludio conversacional entre el conde y el más antiguo
de sus escuderos, el cual analizaremos ahora mismo.
La acción del capítulo III de «La promesa» -limitada al diálogotranscurre en los reales cristianos frente a Sevilla, los cuales en
ese momento todavía no se han descrito en conjunto. La modalidad del
diálogo es realista, mejor dicho, es la natural entre un amo y un
sirviente que es a la vez Íñigo y confidente de su señor. A la
conversación realista se añade en este breve capítulo algún trozo de
descripción psicológica realista, por ejemplo: «El conde de Gómara
estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido,
terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los
ojos fijos en el espacio», etc. (OC, 245-246). Ahora bien:
justamente en este entorno realista, donde menos se habría esperado
acaso, pero donde a la verdad es muy lógico para la poética
fantástica, se introduce por vez primera el tema que dotará a este
relato de su dimensión sobrenatural: quiero decir, la aparición de
la hermosa y pálida mano desprendida del cadáver de la ya muerta
Margarita. La misteriosa mano, dice el conde, le ha salvado la vida
desviando a su caballo herido y desbocado del grueso de la hueste
mora, le ha descorrido las cortinas de su lecho por la noche, etc.
Elemento tan preternatural, empero, se presenta en esta ocasión bajo
su único posible aspecto realista: estará loco el conde. El noble
señor de Gómara ruega a su leal siervo compruebe lo que le ha
confiado mirando con sus propios ojos la blanca mano que, dice, está
en este mismo momento «aquí apoyada suavemente en mis hombros» (OC,
274). El solícito escudero se enjugó una lágrima; y «creyendo loco a
su señor», le propuso un paseo esperando que la brisa de la tarde le
tranquilizase. Hasta aquí la locura, presentada como tal locura (y
objetivada mediante el reconocimiento de ella por un observador que
quisiera no haberla descubierto), es un tema tan susceptible del
tratamiento realista como cualquiera de los otros aparecidos en las
páginas precedentes. Desde luego nos enteramos más tarde de que no
es cuestión de locura, pero esto nada quita al ambiente realista que
se mantiene durante los tres primeros capítulos y buena parte del
cuarto. Tal ambiente sirve para disponer al incauto lector a fin de
que trague el anzuelo de lo fantástico cuando menos se piensa: sobre
todo después del primer asomo de lo sobrenatural, que al parecer se
reduce por la explicación racional a causas naturales, el lector
escéptico confía aún más en su escepticismo y se encuentra como
consecuencia aún más indefenso ante el segundo asalto de lo
fantástico.
Apuntemos a la vez que existe entre la forma del capítulo III y la
del conjunto de «La promesa» un paralelo estructural que recuerda el
plan a lo «cajas chinas» de «El miserere». Tanto en la estructura en
pequeña escala (capítulo III), que es la interior, como en la
estructura en gran escala se cuentan sucesos pertinentes a la mano
fantasmal a un representante o a representantes de la clase humilde.
El escudero es más escéptico que la masa de sus compañeros en la
soldadesca que escuchan el maravilloso «Romance de la mano muerta»
hacia el final de la leyenda, mas aun así su papel prepara al lector
para el indispensable del auditorio cuando el juglar recita el
referido romance en el capítulo IV. Veremos también que en este
último capítulo el escudero señala el papel realizante de la tropa
de un modo que es consistente con su actitud en el capítulo III. En
fin, en el capítulo que hemos estado comentando -el tercero- empieza
a revelarse que el papel de la psicología de masas es aquí semejante
(aunque más sutil) al que desempeña en «Maese Pérez el organista».
El heraldo de lo sobrenatural, el juglar, romero, curandero y
milagrero que declama el «Romance de la mano muerta» en el capítulo
IV, es introducido con la misma técnica descriptiva rea lista que se
había aprovechado anteriormente para «fotografiar» la procesión de
la mesnada del conde de Gómara al despedirse de su tierra y los
reales cristianos en el frente; y además, se inventarían en forma
exhaustiva -objetiva- las maravillosas reliquias, bálsamos y cédulas
d el rey Salomón que él vende. El pasaje es largo, mas no lo hemos
estudiado antes entre las descripciones de personajes, y cumple a la
vez otras varias funciones importantes para la consolidación de la
verosimilitud en las páginas más fantásticas de «La promesa».
Próximo a la tienda del rey y en medio de un gran corro de
soldados, pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la
boca abierta, apresurándose a comprar algunas de las baratijas
que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un
extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora
recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora
diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su
interminable relación chistes capaces de poner colorado a un
ballestero, con oraciones devotas, historias de amores
picarescos con leyendas de santos.
En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se
hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes:
cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con
palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el
rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para
libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos
maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad;
evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para
hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos
patronos de todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas,
cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia, de
vidrio y de plomo.
(OC, 249-250)
Estos párrafos casi casi parecen tomados de la obra Poesía
juglaresca y juglares, de Menéndez Pidal, pues Gustavo se anticipa
al gran medievalista en estudiar temas como el juglar ante su
público y tipos afines al juglar. Cuando no entretenían a los
señores feudales en sus castillos, los juglares de antaño de hecho
reunían a sus oyentes al aire libre, ya en la plaza de un pueblo, ya
en un campamento militar, como lo hace el juglar ficticio de
Bécquer; y la importancia del auditorio para la declamación del
«Romance de la mano muerta», así como para el arte del conjunto de
la narración, se recalca por el uso de las voces «corro», al
principio del pasaje que acabo de copiar; «grupo» dos veces, en los
dos párrafos siguientes a los copiados (p. 250); y «muro de
curiosos», en el párrafo que sigue a la declamación o reproducción
del texto del romance (p. 252). Se establece, desde el principio del
trozo que comentamos ahora, la total credulidad de los «soldados,
pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la boca abierta», no
solamente por su forma de escuchar (que subrayo aquí), sino -aún más
importante- por su humilde clase social, en la que era de esperar
mayor ingenuidad. La larga enumeración de portentosas medicinas y
ensalmos en los que esa gente menuda se arroja a creer, ensalza aún
más el ambiente de crédula expectación con que se recibirá la
asombrosa historia de la mano muerta en los reales de don Fernando.
Prácticamente se le cae ya la baba al mismo lector, cuya confianza
en el racionalismo estaba ya minada.
Es más: también está previsto en la ingeniosa descripción del romero
y su público que el muy noble señor de Gómara cederá inmediatamente
a la singular fuerza del «Romance de la mano muerta». Esto lo
afirmamos suponiendo que, si el juglar y el conde tienen en común su
gusto por un género literario, podrán muy bien sentir a la vez una
honda atracción común hacia otro género. En el inventario de los
géneros populares que el juglar interpretaba para su público se
hallan mencionadas las «historias de amores picarescos»; y ya en el
capítulo V de este libro, con otra intención, tomamos nota del
paralelo que se da entre estas palabras y la novela picaresca
embriónica (OC, 242) que el conde cuenta a Margarita para hacerse
pasar con ella por escudero y así seducirla más fácilmente. Lo que
quiero destacar ahora es que por la novela que el conde inventa se
ve que tiene cierto talento de cuentista y de histrión, y tal
talento envuelve siempre la capacidad de creer en la verdad poética,
esto es, inventada, del papel que se interpreta. No es así nada
sorprende que el conde, y nosotros junto con él, nos sintamos aún
más fuertemente atraídos por la extraña pero muy oportuna verdad del
romance del juglar. Ningún personaje venía mejor dispuesto que el
conde a ser llevado en las voluptuosas alas del horror, mas otros
elementos igualmente persuasivos se conspirarán todavía contra él.
El escudero y confidente del conde conoce perfectamente a su amo;
sabe que ejerce sobre éste una profunda influencia la ficción
tenebrosa y milagrera, y que esa influencia será aún más peligrosa,
ahora que el de Gómara sufre un severo abatimiento, acompañado al
parecer por alucinaciones. El perspicaz servidor entiende al mismo
tiempo, sin duda por ser hombre del pueblo, hasta dónde llega el
contagio de las ingentes creederas de la masa reunida, y el embeleso
del público boquiabierto del juglar no podía influir para bien en el
conde. Todo esto se desprende de las líneas que siguen:
El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una
coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia
respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su
ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance
se titulaba el Romance de la mano muerta.
Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su
señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el
juglar, permaneció inmóvil...
(OC, 250)
Si hubiéramos de señalar un solo aspecto de este ingenioso relato
como el más importante para la creación de una verdad sobrenatural,
creo que todos los lectores concurrirían en que es el texto del
«Romance de la mano muerta», en el cual no sólo se halla reiterada
como en miniatura toda la historia de los fatales amores de
Margarita y su escudero-conde, sino que se autentifican los
fenómenos sobrenaturales ocurridos en las páginas anteriores, y aún
se anticipa hasta cierto punto el desenlace de la leyenda. El
romance es una narración dentro de una narración, y como tal posee
su propia verosimilitud; mas esto no significa que el relato
principal y el interior no se beneficien el uno por las
circunstancias verosímiles del otro; porque como, por otra parte, ya
se ha hecho evidente, los hilos de las dos historias se entretejen
en un esquema superior. Son dos las condiciones del romance que lo
hacen creíble en sí y, por añadidura, dotan al esquema superior de
«La promesa» de nuevas apariencias de verdad.
El «Romance de la mano muerta» es un informe noticiero; sirve para
poner a la tropa al corriente de lo sucedido en tierras de Gómara.
Los romances eran la prensa del medievo; función suya que Menéndez
Pidal estudia en Poesía juglaresca y juglares y que yo comenté más
arriba en conexión con el presente tema. Lo que forma parte de las
noticias del día, esto es, de la historia actual, nos inclinamos
habitualmente a abrazarlo con nuestra fe. Esto lo hemos constatado
en páginas anteriores; se lo recuerdo al lector ahora para que vea
con claridad que se trata de uno de dos apoyos igualmente
importantes del realismo fantástico en el «Romance de la mano
muerta». En cuanto suceso en sí, lo narrado en el romance se hace
creíble por haber sido comunicado en un «reportaje periodístico»; en
cambio, por lo que atañe al contenido del suceso, se hace creíble
porque el poema declamado por el romero pertenece a un género
romancístico que gozaba en el medievo de enorme favor popular por lo
intrigante que era: me refiero al romance novelesco, en cuyos
ingeniosos argumentos había que creer con todo el ardor de la
imaginación, tanto más cuanto que apuntaba en algunos de ellos el
elemento fantástico: verbigracia, en los «Romances, de doña Alda,
del Enamorado y la Muerte, de la linda Melisenda, del conde Niño,
del infante Arnaldos, de la infantina encantada, del conde Olinos»,
etc., etc. En fin, se reúnen aquí en cierto modo la verosimilitud
histórica y la verosimilitud poética.
Repito lo dicho en el capítulo II del presente volumen, sobre el
folklorista en las Leyendas: el «Romance de la mano muerta» no se ha
recogido de la tradición oral, pese a las impresiones de no pocos
investigadores y lectores cultos, y para esto remito otra vez a la
carta del renombrado medievalista y folklorista Samuel G. Armistead,
que publicamos como apéndice de este libro. «El pueblo es un gran
poeta» -decía Antonio de Trueba y la Quintana en 1852, a la cabeza
del prólogo de su Libro de los cantares51-. Mas Bécquer emuló a ese
gran poeta con extraordinario éxito, y pudo engañarnos merced a su
singular pericia como folklorista, la cual le permitió no solamente
captar con sorprendente fidelidad el espíritu del verso tradicional,
sino también recrear con asombrosa exactitud las estratagemas
estilísticas de ese pueblo tan poeta.
Por las observaciones apuntadas en los párrafos precedentes queda
claro cómo el romancero sirve para realizar el elemento fantástico
en «La promesa». Para concluir quisiera señalar que el recurrir
Bécquer al romancero en este relato sirve asimismo para ilustrar una
vez más la enorme importancia de los procedimientos realistas para
la literatura fantástica en general. El romancero suele mirarse como
un género por la mayor parte realista, mas yo pienso ahora en otra
cosa. El que Bécquer haya compuesto un romance que parece real
-igual, igual a los recibidos por la vía oral- significa el cultivo
de cierta forma de realismo, con un producto notablemente realista;
pues al imitar el verso narrativo tradicional, nuestro autor hace lo
mismo que el novelista al describir a un personaje de novela
realista. Quiero decir que observa numerosos modelos reales
utilizables (romances que de hecho nos han llegado por la vía oral);
recoge los rasgos más conducentes de unos y de otros, y luego reúne
éstos en un nuevo conjunto, que aunque no es un auténtico romance
viejo, es muy fiel a conocidos rasgos de numerosos romances reales.
El profesor Armistead nos ha revelado cuáles fueron los modelos
reales para el «Romance de la mano muerta»; y una vez establecidas
estas bases en la realidad, queda claro que la relación entre el
romance de Bécquer y sus antecedentes es la misma que existe, por
ejemplo, entre un personaje realista de Galdós y sus prototipos en
la realidad52.
Agustín Durán publicó los dos volúmenes de su Romancero general o
Colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII en 1849
y 1851, en la Biblioteca de Autores Españoles, de Rivadeneyra, y
allí se le ofrecían a la consideración de Gustavo abundantes modelos
para la elaboración del «Romance de la mano muerta». Parece, empero,
sintomático que otra obra donde pudo conocer una fuente tan
sugerente como el «Romance del conde Sol» -véase la carta de
Armistead- sea precisamente un libro de técnica realista, lleno de
descripciones fieles de las costumbres cotidianas, quiero decir, las
Escenas andaluzas, de Serafín Estébanez Calderón, «El Solitario»,
Madrid, Imprenta de Don Baltasar González, 1847, en cuyas páginas
209-211 está reproducida una de las numerosas versiones de esa
composición
popular. Con lo cual se vuelve a confirmar al mismo tiempo la deuda
de la leyenda fantástica becqueriana con el costumbrismo. Fantasía y
realidad, todo es relativo; mas en las Leyendas de Bécquer ninguno
de los dos conceptos existe plenamente sino como efecto del
contraste que forma con el otro.
Apéndice
Carta de Samuel G. Armistead sobre las fuentes del «Romance de la mano
muerta»
Para la comodidad del lector, que seguramente querrá consultar el texto de
esta composición becqueriana al leer la sugerente carta del profesor
Armistead, reproduzco el poema a la cabeza de este apéndice. La carta, que
luego sigue al texto del romance, no sólo aclara muchos aspectos de la
génesis de los deliciosos versos tradicionalistas de Gustavo, sino que
también arroja luz sobre la elaboración del conjunto de la importante
leyenda fantástica, «La promesa», en cuya estructura artística esos versos
desempeñan un papel imprescindible.
Romance de la mano muerta
-ILa niña tiene un amante
que escudero se decía.
El escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
«Te vas y acaso no tornes».
«Tornaré por vida mía».
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de hombre fía!
- II El conde, con la mesnada,
de su castillo salía.
Ella, que lo ha conocido,
con gran aflicción gemía:
«¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!».
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de hombre fía!
- III Su hermano, que estaba allí,
estas palabras oía.
«Nos has deshonrado», dice.
«Me juró que tornaría».
«No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía».
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de hombre fía!
- IV Muerta la llevan al soto;
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no le cubrían:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de hombre fía!
Prof. Dr. Russell P. Sebold
Departamento de Lenguas Románicas Universidad de Pensilvania
Mi querido amigo:
Gracias por tu carta sobre el «Romance de la mano muerta», de Bécquer53.
En efecto: no es tradicional, sino que, como muy bien dices, Bécquer, con
su fina sensibilidad poética, ha sabido adaptar con acierto algunos
tópicos romancísticos de rancio abolengo, para crear la ilusión de que su
poema podría haber sido cantado por un juglar o, por lo menos, por un
cantor de romances.
Hay, en primer lugar, todo el andamio narrativo de la partida del esposo
(o aquí, del amante) para la guerra, dejando atrás a su fiel esposa (o
amada). Bécquer, vivamente interesado en las tradiciones populares, muy
bien hubiera podido escuchar -o aun conocer de tradición personal- alguna
versión del famoso romance del «Conde Sol» (o «La condesita»)54, que le
habría proporcionado la inspiración básica para el poema. También podría
haber encontrado este romance en sus lecturas: por ejemplo, en la versión
publicada por Serafín Estébanez Calderón, en sus Escenas andaluzas
(Madrid, 1847), impresa luego por Agustín Durán en la 2.ª ed. del
Romancero general, 1 (Madrid, B. AA. EE., 1849)55. Pero tales lecturas de
Bécquer tienen que quedar como pura suposición; porque, como ya se ha
dicho, perfectamente hubiera podido entrar en contacto con el romance por
tradición oral, siendo así que es uno de los más conocidos en toda la
Península.
Hay también otros romances peninsulares que tratan de la partida del
esposo: uno es «El conde Antores», y también en algunas versiones de «La
vuelta del marido» (é), se presenta al marido en el acto de marcharse a la
guerra56. Sin embargo, me parece poco probable que Bécquer tuviera en
cuenta estos romances y no «El conde Sol». El «Antores» es rarísimo, y su
extensión geográfica actual se limita a áreas laterales arcaizantes del
noroeste de la Península57, mientras que el papel destacado del «conde» en
el poema de Bécquer (igual que en «El conde Sol») excluye, según creo, la
posibilidad de la influencia de «La vuelta del marido». Otro detalle que
une el poema de Bécquer al «Conde Sol» es el motivo del anillo. En el
romance, como en tantísimos otros relatos tradicionales, el anillo sirve
para identificar a la mujer abandonada, en el momento en que se vuelve a
reunir con su marido58. Creo, en fin, que Bécquer se ha inspirado en el
conocidísimo romance del «Conde Sol».
El motivo de la mano que se asoma a flor de tierra proviene de otro
romance tradicional: «El testamento del enamorado» (o «No me entierren en
sagrado») es muy conocido en la Península y aún más en Hispanoamérica59.
Aquí, el amante desesperado encarga que lo entierren «con una mano
por fuera / y papel sobredorado, / con un letrero que diga: / '[Aquí
murió] un desgraciado.'»
. No conozco textos peninsulares donde la mano quede fuera, pero sin duda
existen. El que cito, de Marruecos, es indudablemente de origen reciente
entre los sefardíes, aprendido seguramente de algún residente andaluz de
Tetuán60. No cabe duda que Bécquer tiene en cuenta este romance, muy
difundido como poema independiente y también como una especie de epílogo
migratorio, que se adhiere a otros varios relatos. Y así, precisamente, es
cómo funciona en el poema de Bécquer.
El estribillo es, quizá, uno de los elementos más interesantes del poema,
desde la perspectiva del estudioso de la poesía tradicional. Al lado del
«Conde Sol» y del «Testamento del enamorado», aquí también Bécquer echa
mano del cancionero oral para aprovechar, de un modo muy directo y
literal, unos famosos versos migratorios de la lírica. La desconfianza
radical en la fidelidad, tanto de hombres como mujeres, abunda en la
poesía popular, expresándose formulísticamente en muchos contextos61.
Creo, sin embargo, que Bécquer tiene en cuenta una fuente específica: «La
tórtola del peral», una rima infantil, muy popular, que él hubiera podido
escuchar en incontables ocasiones. Los versos pertinentes rezan:
«¡Malhayan sean las mujeres / que de los hombres se fían!»
62. Resulta curioso que, en un caso (que yo sepa) aislado, una versión del
«Conde Sol» concluye precisamente con este verso formulístico:
«¡Malhaya de las mujeres / que de los hombres se fían!»
63. ¿Tuvo en cuenta Bécquer una versión de este tipo, en que se combina el
«Conde Sol» con el famoso verso sobre la infidelidad de los varones?
Podría ser, pero nada nos obliga a suponerlo. La combinación es muy rara,
y huelga decir que, como buen poeta y buen conocedor de la tradición,
Bécquer perfectamente hubiera podido traer a colación los distintos
elementos tradicionales que aquí hemos visto, para armonizarlos en una
creación suya, nueva y poéticamente eficaz. Creo, en fin, que lo que hace
Bécquer ha de ser independiente del ya dicho romance combinado.
Como los romancistas cultos de los siglos XVI y XVII, Bécquer también
emplea una especie de fabla antigua de su propia invención (se partía,
tornes-tornaré, por vida mía, diz que, etc.), a la vez que invoca un mundo
arcaico, caballeresco y aristocratizante -de condes, castillos y
mesnadas-, que es precisamente el que sigue caracterizando al romancero
oral aún hoy en día.
Para concluir: En el «Romance de la mano muerta», Bécquer exhibe buenos
conocimientos de la poesía oral de su contorno y la aprovecha con
sensibilidad y finura, integrándose así en la venerable tradición de Gil
Vicente y Lope de Vega, y la que después han de continuar Alberti y García
Lorca.
Como siempre, con un amistoso saludo,
Samuel G. Armistead.
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Permitido el uso sin fines comerciales
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