El Imperio de Occidente: de la pax europea en la época colonial a la pax americana en la Aldea Global Encarnación Hernández Rodríguez “¿Qué otra palabra sino ‘imperio’ describe la imponente potencia en que se está convirtiendo Estados Unidos? Es la única nación que vigila el mundo por medio de cinco mandos militares mundiales; mantiene más de un millón de hombres y mujeres en armas en cuatro continentes; despliega grupos de combate sobre portaaviones que vigilan todos los océanos; garantiza la supervivencia de países, desde Israel hasta Corea del Sur; dirige el comercio mundial, y llena los corazones y las mentes de todo un planeta con sus sueños y deseos.” (Ignatieff, 2003: 13). Cuando hablamos de Estados Unidos como “potencia” o, más concretamente, como “superpotencia” mundial, es difícil abstraerse de las implicaciones que esta denominación consecuentemente conlleva: dominación, expansionismo, intervencionismo, conquista, imperialismo al fin y al cabo. Cuando, efectivamente, contemplamos a la “hiperpotencia” americana, su poderío militar y económico, su omnipresencia en todos los puntos estratégicos del mundo, ¿no estamos contemplando, pues, un Imperio? A lo largo de la Historia, encontramos el caso de los imperios “nominales”, tales como el Sacro Imperio Romano-Germánico en la Edad Media europea, que no basaban su poderío en base a la dominación “de hecho” sobre otros países, sino que obedecían a un título o a la pretensión de una especial dignidad: la del Emperador1. De carácter planetario fueron los imperios ultramarinos de España y Portugal, que sí se basaban en la toma de posesiones en otras regiones del mundo ajenas a su territorio nacional, principalmente en América del Sur. Pero estos imperios se desmoronaron hacia el final del siglo XIX: España perdió sus últimas colonias 1 Tal y como nos recuerda J. L. Comellas (2001: 18): “… la pretensión de recoger una herencia secular que hacía del Emperador un monarca rodeado de singular respeto, reconocieran o no otros monarcas esa dignidad. De un modo potencial o simbólico, el Emperador se estimaba dotado de un especial derecho a arbitrar los poderes de otras partes del mundo ajenas a sus Estados; pero en casi ningún momento se intentó de hecho poner en práctica ese principio en forma de hegemonía territorial efectiva”. 1 latinoamericanas con la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, mientras que Portugal, tras la pérdida de Brasil, difícilmente pudo mantener su status de gran potencia colonial en sus territorios africanos, como consecuencia de la voracidad del resto de potencias europeas. Inglaterra –a nivel planetario- y Estados Unidos –en el continente americano y el Pacífico- fueron los herederos de portugueses y españoles en el dominio de Ultramar. En el caso de los Estados Unidos, la Doctrina Monroe (2 de diciembre de 1823) marcó, por un lado, su política intervencionista en el espacio sudamericano, erigiéndose en protectores de la independencia de los nuevos Estados de América Latina y en defensa de sus propios intereses continentales. El mensaje lanzado a las potencias europeas por Monroe era contundente: cualquier intento de opresión o control de las jóvenes repúblicas sudamericanas sería considerado “as the manifestation of an unfriendly disposition toward the United States”. (Doctrina Monroe, 1923) Con respecto a Europa, la decisión norteamericana era la de acogerse a la neutralidad para con los asuntos estrictamente europeos2. Pero el aislacionismo es el gran paradigma de la Historia de Norteamérica: su “Destino Manifiesto” como gran nación era exportar sus valores, sistema político y modo de vida al resto del mundo. El patriotismo americano –y los intereses económicos- propiciaron su expansión continental, primero hacia la “Frontera”, después hacia el Pacífico y, por último, a todo el espacio latinoamericano. La República estadounidense se fundó sobre un credo liberal secularizado3. La “idea de América” era el concepto central de un patriotismo configurado como 2 Doctrina Monroe (1923): “Our Policy in regard to Europe, which was adopted at an early stage of the wars which have so long agitated that quarter of the globe, nevertheless remains the same, which is, not interfere in the internal concerns of any of its powers”. 3 Martin Lipset (2000) se refiere al excepcionalismo de la nación norteamericana principalmente en relación al hecho de que definió ideológicamente su razón de ser. Es decir, que la República se fundamentó sobre un credo; un conjunto de dogmas o valores en los que se asienta su sociedad; una ideología al fin y al cabo. En el caso estadounidense, esta ideología es casi una religión: el norteamericanismo. El credo norteamericano se basa en cinco principios: libertad, igualitarismo, individualismo, populismo y laissez-faire. En otras palabras: lo que en Europa se conoció como liberalismo en los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, este capitalismo estuvo, desde el principio, fuertemente condicionado por la influencia del sectarismo protestante. Siguiendo a Max Weber, y su obra The protestant sects and the Spirit of Capitalism, Lipset pone de manifiesto que fueron los puritanos los que impulsaron los valores que conducirían al capitalismo. Un ejemplo de esta realidad se encuentra en los escritos de Benjamin Franklin, cargados de un espíritu capitalista secularizado. 2 ideología mística: la superioridad moral de la nación americana, de sus valores, organización social y forma de Gobierno, sobre el resto de patrias y pueblos. Esta base ideológica se transformó pronto en una vocación expansiva manifiestamente temprana que atendía a un impulso divino, místico y misionero: el “Destino Manifiesto”4. Así, la “razón de Estado”5 se transformaba en un ideal moral superior; en un “destino” que había que cumplir sobre Canadá –intento de anexión en 1812-, sobre México, sobre el Pacífico, sobre todo el continente y, algún día, sobre el resto del mundo. La joven República se configuraba así como un imperio moralista. La idea de la dignidad americana sobre la despótica, imperialista y militarista Europa se plasmaba en el deseo de permanecer al margen de las disputas europeas. Sin embargo, la rebelión de las colonias españolas en Latinoamérica, iniciada en 1810, abría grandes perspectivas para la expansión política y económica de la Unión, lo que condicionó su actitud intervencionista en el conflicto. En 1823, la Doctrina Monroe legitimaba la intervención en el espacio sudamericano: “América”, proclamaba Monroe, tenía que ser “para los americanos”. Así, nacionalismo, religión, economía y geopolítica condicionaban la temprana política exterior de la nación americana: desde la “Frontera”, hasta el Pacífico, controlando la parte central del continente y, finalmente, extendiendo la influencia política y económica norteamericana por toda Latinoamérica. La expansión hacia la “Frontera” se enfocó, en primer lugar, hacia el acceso a la costa del Golfo de Méjico, con la anexión de Luisiana (1803) y Florida (1819), por la vía de la compra. Con la definitiva anexión de Tejas, en 1945, la Unión se posicionaba 4 El término nació de la pluma del periodista y escritor J. D. B. De Bow que, en 1850, escribe desde la euforia del éxito militar en Méjico las siguientes palabras: “Tenemos un destino que cumplir, un destino manifiesto sobre Méjico, sobre Sudamérica, sobre las Indias Occidentales y sobre Canadá… Las puertas del imperio chino deben derribarlas los hombres de Sacramento y Oregón; debemos imbuir en las doctrinas republicanas y en el conocimiento de las urnas electorales a los altivos japoneses… El águila de la República deberá posarse sobre los campos de Waterloo, después de trazar el vuelo sobre las gargantas del Himalaya y sobre los montes Urales; y un sucesor de Washington se ceñirá la corona del imperio universal”. 5 Como reconoce Henry Kissinger, la raison d’état nunca ha sido un concepto político con el que Washington se haya sentido muy cómodo: “… a los norteamericanos nunca les ha gustado reconocer abiertamente sus intereses egoístas. Ya fuera luchando en guerras mundiales, o en conflictos locales, sus gobernantes siempre afirmaron que estaban combatiendo en nombre de principios y no de intereses”. (Kissinger, 1996: 872). 3 en todo el litoral septentrional del mar de las Antillas, pero el acceso al litoral del Pacífico era aún más atrayente. La expansión hacia el Pacífico pasaba por el control de California y de la bahía de San Francisco, cuestión que se finiquitó con el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1948) por el que, tras la guerra con Méjico, los Estados Unidos incorporaban Nuevo Méjico, California, Utah, Nevada y Arizona. Tras California, el reto era el control de un futuro canal interoceánico –el canal de Panamá-, bajo soberanía norteamericana tras el Tratado Hay-Pauncefote (1901). En relación al canal, la política de fuerza sobre América Central fue absoluta: se animó la secesión de Panamá de Colombia (1903), convirtiendo al nuevo Estado en un protectorado de la Unión; en Haití y la República Dominicana se establecieron sendos cuasi protectorados, y en Cuba se intervino militarmente en 1906. Todos los accesos a la vía interoceánica pasaban a estar bajo la supremacía de los Estados Unidos y, con el dominio de ese espacio marítimo, Washington se aseguraba el control de un punto estratégico en el camino hacia el Extremo Oriente. La estrategia de crear protectorados, u otro tipo de intervenciones políticomilitares –conocida como política del “gran garrote”-, era un recurso que apoyaba en casos concretos un método de imperialismo “indirecto” generalizado en todo el continente y que buscaba establecer zonas de influencia económica a través del control de la política financiera: la “diplomacia del dólar”. La presidencia de Theodore Roosevelt representaba a la perfección a esa América hegemónica que imponía su “paz” política y financiera a modo de “policía” continental. En definitiva, a principios del siglo XX, en la antesala de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos estaban posicionados como la gran potencia hegemónica en el continente americano. Aún no puede decirse que pertenecieran al club de las grandes potencias mundiales, pero su expansión política y económica por todo el espacio sudamericano era ya una realidad: en América central, su predominio era aplastante; su supremacía naval en el Atlántico y el Pacífico, incuestionable. La victoria sobre España en 1898 y la inauguración del canal de Panamá en 1914 son dos hechos simbólicos de lo que estaba por venir: Estados Unidos 4 configurado, pocas décadas después, como el heredero del “Imperio del Mar” británico y, por supuesto, de lo que se ha denominado el “Imperio de Occidente”. El “Imperio del Mar” británico que “heredarían” los Estados Unidos se había consolidado durante el siglo XVIII, de manos de una Gran Bretaña que accedería a la carrera colonial desatada hacia finales del siglo XIX en una posición claramente ventajosa. Francia, Alemania y Rusia serían los otros grandes protagonistas del apogeo de Europa en el mundo6. La industrialización y el desarrollo de la ideología política del nacionalismo impulsarían a los Estados europeos a buscar otros mercados –y también la gloria- en los territorios extra-europeos. Las rivalidades de índole colonial no tardarían en aflorar, modificándose durante los primeros años del siglo XX el sistema tradicional de alianzas en base, en muchas ocasiones, a intereses que iban más allá del marco europeo. Los acuerdos franco-británico y anglo-ruso, de 1904 y 1907, eran algo más que simples repartos coloniales: las posiciones de cara a un conflicto europeo estaban ya tomadas. Fueron, en último término, la “Cuestión de Oriente” y la del Mediterráneo las que condujeron a la oposición definitiva entre los imperios centrales –Alemania y Austria-Hungría- y las potencias occidentales –Francia y Gran Bretaña-, a las que se sumó Rusia a partir de 1907. Las guerras balcánicas, de 1912 y 1913, terminarían por dilucidar la cuestión en torno a la permanencia del imperio otomano en Europa. Conflictos regionales, en suma, pero que concernían a los intereses de las grandes potencias, y donde Austria-Hungría encontraría el casus belli para alzarse contra los países de la Entente. Por su parte, Estados Unidos no tuvo más remedio que salir de su aislacionismo cuando los alemanes, tras declarar la guerra submarina a ultranza, pusieron en jaque sus intereses económicos –además de los políticos- con respecto a Europa. La intervención americana, si bien no resultó decisiva en el marco de las operaciones bélicas, sí lo fue en términos económicos y diplomáticos: en el terreno financiero, a través de la venta de suministros y concesión de créditos a los aliados; en el campo diplomático, por la “imposición” de una paz basada en los principios wilsonianos: la autodeterminación 6 Como nos recuerda J. L. Comellas (2001: 21): “Europa, que no representa más que el 7 por 100 de las tierras emergidas del planeta, conquistó, ocupó, colonizó y civilizó a su manera el 85 por 100 de la superficie sólida de nuestro mundo”. 5 étnica, el principio de la nacionalidad y un sistema de seguridad colectiva en el marco de una organización internacional –la Sociedad de Naciones-. Versalles fue la paz de Wilson, pero no la de los Estados Unidos. El rechazo del Senado norteamericano al Tratado de Versalles y al Pacto de la SdN determinó, a la postre, no sólo la vuelta al aislacionismo americano, sino también el fracaso de un orden europeo de posguerra hecho a imagen y semejanza del ideal wilsoniano. Las consecuencias de la guerra –endeudamiento europeo-, los problemas de la paz –las minorías étnicas, las fronteras artificiales, el revisionismo alemán y el ascenso de los totalitarismos- y la dimensión de las nuevas amenazas –los militarismos alemán y japonés- determinaron el fracaso del sistema de seguridad internacional, conduciendo a otra confrontación bélica a escala planetaria. Ante el inicio de las operaciones bélicas en el Viejo Continente, los EE.UU. de Franklin D. Roosevelt se acogieron a una neutralidad que resultó precaria desde el primer momento. Washington no podía acogerse a una imparcialidad económica y, desde luego, tampoco moral: se trataba de una lucha entre el totalitarismo y la libertad. La neutralidad militar se fue desgastando con el agravamiento de la rivalidad americano-japonesa en la zona del Pacífico, y acabó con el ataque japonés a Pearl Habour. Washington jugaría un papel crucial en el desenlace de la guerra a favor de los aliados, como también en la construcción del nuevo orden mundial. Si Versalles fue la paz de Wilson, el sistema de Yalta y la creación de una organización internacional para el mantenimiento de la paz –las Naciones Unidas- serían la gran obra de Roosevelt, pero con un invitado de piedra: Stalin. Tras la Segunda Guerra Mundial, la profecía de Tocqueville se había cumplido: se asiste a la configuración de otros dos grandes imperios que luchaban por la supremacía mundial: los Estados Unidos y la URSS. Europa, mientras tanto, asolada tras dos guerras mundiales, confirmaba su decadencia. Los grandes imperios coloniales de Francia y Gran Bretaña fueron desmantelados con el proceso de descolonización iniciado a partir de 1945, y que se vio impulsado por tres factores fundamentales: los nacionalismos de las regiones 6 colonizadas; las disposiciones de la ONU y, por supuesto, por la propia debilidad europea. El mundo árabe-islámico asiste en un periodo de apenas diez años –entre 1945 y 1955- a la confirmación de su independencia política de Occidente, dentro de un periodo revolucionario marcado por la influencia de ideas unificadoras, basadas tanto en el concepto de “arabismo” como en el de “islamismo”. Pero la emancipación política no se traducía en una independencia económica o militar. Decenas de nuevos Estados en África y Asia seguían dependiendo del exterior para asegurar su estabilidad política o, simplemente, su supervivencia económica. La colonización fue así sustituida por renovadas políticas de dominación. Nuevas potencias económicas y/o militares como Japón o Estados Unidos practicaban –junto a otras antiguas naciones colonialistas como Francia, Gran Bretaña y Alemania- lo que se ha venido a denominar “neocolonialismo”. La independencia precaria y la debilidad e inestabilidad de los nuevos Estados se traducía en algo más que en la necesidad de ayuda externa: se convertía en una palanca para la intervención, tanto económica como política y militar. En una época en la que Washington y Moscú se disputaban la hegemonía mundial, el control de regiones vitales como Oriente Medio o América Latina se convertía en la llave del dominio del mundo. De la confrontación en Europa y en el Mediterráneo, el conflicto bipolar se trasladó al Tercer Mundo. Se trataba de una guerra indirecta, subrepticia, de dos superpotencias nucleares que habían decidido oponerse mediante terceros: un enfrentamiento directo habría conducido al desastre nuclear. Las iniciativas norteamericanas para la “contención” del comunismo iban desde la ayuda económica –Plan Marshall y asistencia a Grecia y Turquía- hasta la intervención militar “pura y dura” –casos de Corea, Vietnam o Cuba -. La Doctrina Truman (1947) marcó el punto de partida del intervencionismo “ideológico” de Washington. Era una especie de consigna “moral” en torno a la amenaza soviética, pero también se enmarcaba en el nuevo rol de superpotencia que Estados Unidos asumía: había que estar presente allí donde la libertad estuviera amenazada por el totalitarismo. Estados Unidos asumía una responsabilidad típicamente propia del patriotismo americano: se trata del American way of life y de la superioridad de los valores y estilo de vida –sistema económico y político- norteamericanos. Al fin y al cabo, el idealismo 7 siempre ha embriagado el discurso de la política exterior estadounidense, más allá de objetivos más “terrenales” o materiales como el interés nacional, el poder o la razón de Estado. Tras más de cuatro décadas de Guerra Fría, todo el sistema comunista acabó derrumbándose: en 1989, las tropas rusas salen humilladas de Afganistán; ese mismo año cae el muro de Berlín; desde mediados de los ochenta, Ronald Reagan pone en marcha su “Guerra de las Galaxias”, un escudo antibalístico espacial y terrestre que supondría la “disuasión” definitiva para la URSS. Estados Unidos había ganado la Guerra Fría. A partir de entonces, el nuevo orden mundial estaría caracterizado por la supremacía, prácticamente en solitario7, de los norteamericanos. El mundo bipolar dio paso al denominado “unimultipolar World”8, es decir, a un mundo dominado por los Estados Unidos. Desaparecida la amenaza ideológica comunista y la geopolítica soviética, otro orden de amenazas surgieron para Washington: los “Estados fallidos” o “Estados canallas”9 que, como el comunismo en su momento, suponían una amenaza para la seguridad occidental. Países como Iraq, Irán, Libia o Siria, calificados como “díscolos”, eran además considerados como las fuentes principales de las que surgían grupos terroristas de ideología islámica. Atentados como los del 11 de septiembre, brutal muestra del auge del extremismo religioso y de la violencia terrorista en el último tercio del siglo XX, podrían traducirse en una nueva dialéctica de la resistencia por parte de pueblos y de culturas que se ven afectadas por la acción colonialista y neocolonialista de las grandes potencias occidentales, por la política intervencionista estadounidense, así como por una nueva forma de “conquista” que se ha revelado como uno de los grandes fenómenos de los últimos años del siglo XX: la globalización o, para ser más exactos, la globalización y sus efectos sobre el Tercer Mundo. Los atentados sobre las Torres Gemelas –símbolo del poderío económico de los Estados Unidos- y el Pentágono –representante de su 7 La Unión Europea, Japón o el ascenso de China no suponían a finales del siglo XX un contrapeso significativo al poderío estadounidense. 8 Samuel P. Huntington acuñó el término para hacer referencia a la posición hegemónica de los EE.UU. en el orden mundial postsoviético. 9 NAÏR, S. (2003: 9): “Desde el derrumbe de la URSS, Estados Unidos diseña un nuevo enemigo: los rogue States ...”. 8 hegemonía militar- son una prueba palpable de una violencia fundamentalista que atenta contra lo que ellos consideran otro integrismo: el de Occidente10. En realidad, no hay que olvidar que la victoria norteamericana en la Guerra Fría supuso también la victoria del sistema de mercado capitalista –el “free trade”- sobre el modelo económico socialista –caracterizado por la planificación e intervención estataly, por ende, la imposición al resto del mundo del modelo económico occidental, norteamericano sobre todo. La globalización, en palabras de Antoni Comín Oliveres (1999: 93-94), “ha sido una conquista territorial indirecta... la globalización es el nombre de una victoria”. Así, se podría definir la globalización como una especie de imperialismo: el imperialismo de finales del siglo XX y del siglo XXI; el nuevo capitalismo global, impulsado decisivamente por la internacionalización de los mercados financieros que se produjo bajo las presidencias de Reagan y Thatcher. El “fundamentalismo de mercado” o, lo que es lo mismo, la creencia inviolable en las leyes económicas naturales como motor de riqueza y modernización, fomenta el individualismo en unas relaciones económicas-humanas marcadas por el interés. Una nueva suerte de imperialismo que excluye de su sistema mundial de progreso a aquellos países cuyas estructuras económicas y de mercado son incapaces de adaptarse a la nueva dinámica y formar parte de ella en igualdad de condiciones. El resultado de este proceso es una distribución desigual de la riqueza entre países desarrollados y no desarrollados, y también capas sociales integradas y excluidas del sistema dentro de un mismo país. Al cabo, la posguerra fría ha supuesto la sustitución de la confrontación política y económica entre “Occidente” y “Oriente” por una nueva oposición basada en la norma de la desigualdad y la dialéctica del subdesarrollo: el “Norte” y el “Sur”. El actual concepto de “globalización”, entendido como “conquista de los mercados”, conduce al paradigma del significado actual del término “imperio” o “imperialismo” en su sentido clásico. ¿Cómo se puede minimizar la verdadera dimensión del poder hegemónico global de los Estados Unidos? El “imperio” es 10 Roger Garaudy (1995: 24) se refiere al “integrismo de Occidente” como el más antiguo de todos los integrismos y lo define como: “… la creencia inviolable en la superioridad del Occidente científico y técnico sobre todos los demás modos de vida…”. 9 economía, política, cultura y, por supuesto, poderío militar. América es el gendarme de la economía global, de la democracia liberal, de los valores y del estilo de vida occidental, porque tiene un poder militar sin rival para imponer las reglas del juego que mejor convengan a sus intereses. He aquí el verdadero espíritu y naturaleza del “imperio del siglo XXI”, una especie de Proteo11 vestido con “nuevas ropas” y que ya no utiliza los medios de dominación clásicos, pero que alcanza una dimensión aún mayor: un alcance global. Ante este mundo cada vez más homogeneizado por la acción del “imperialismo cultural” norteamericano, el paradigma de la “diversidad”12 aparece como dialéctica de lucha y de resistencia civilizacional. Frente al modelo cultural –el American way of lifeque exportan a todo el mundo los medios de comunicación de masas o multinacionales norteamericanas como Nike y McDonald’s, autores como Huntington (1997) o Barber (1995; 1998) oponen el “choque de civilizaciones” y la “yihad”. El mundo de la posguerra fría está lejos de ser el armonioso “fin de la Historia” que profetizó Fukuyama (1989; 1992). A modo de conclusión… Las políticas imperialistas de las grandes potencias son una suerte de Proteo; un fenómeno que muestra diferentes caras a lo largo de la historia –colonialismo, neocolonialismo, intervencionismo o globalización-, y que encuentra varios motores que lo impulsan –inversión de capitales, control de las rutas comerciales, proteger de la agresión comunista a los nuevos países surgidos tras la descolonización, preocupaciones estratégicas, misión civilizadora, defensa de la democracia y la seguridad mundial y, por supuesto, el control del petróleo-, pero que continúa poseyendo la misma esencia: la expansión, la dominación, la supremacía sobre los demás, y sobre todo, esa convicción de que el sistema político, económico y cultural occidental es superior. En Estados Unidos, ese “integrismo” se manifiesta en forma de idealismo americano o patriotismo arrogante –recordemos, la “idea de América” y el “destino manifiesto”- asentado en la creencia de la superioridad estadounidense y en la necesidad de exportar e imponer su modelo de vida a todas las naciones del mundo. 11 12 Dios marino que tenía el poder de metamorfosearse en la forma deseada. Véase Nair (2003). 10 Los grandes imperios coloniales ya han desaparecido, pero el concepto de “imperio” se sigue utilizando para describir el poderío económico y militar norteamericano o el control de la economía mundial por parte de organismos como el Banco Mundial (BM) o el Fondo Monetario Internacional (FMI), e incluso el carácter multinacional de empresas como McDonalds y Coca Cola: ¿Acaso ellas no han conquistado también el mundo? Como muy acertadamente reflexiona la escritora india Arundhati Roy en las páginas de Le Monde: “Cuando se habla de Imperio, ¿de qué se trata exactamente? ¿Del Gobierno de EE.UU. y de sus satélites europeos, del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, de la Organización Mundial del Comercio y de las empresas transnacionales? ¿El Imperio es solamente eso? ¿No engendró en numerosos países, excrecencias subsidiarias... el nacionalismo, el fanatismo religioso, el fascismo y, por supuesto, el terrorismo, que van de la mano con el proyecto de mundialización liberal?” (Roy, 2003: 2). En definitiva, buscar respuestas en nuestro pasado colonizador o en las actuales formas de dominación para explicar el fanatismo religioso que inspira el antiamericanismo o la violencia terrorista de corte fundamentalista islámico contra Occidente no es, desde luego, un ejercicio de frivolidad que exima de responsabilidad a los violentos. 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