3 La indumentaria tradicional en el Campo de Belchite

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La indumentaria tradicional
en el Campo de Belchite
JESÚS ÁNGEL ESPALLARGAS EZQUERRA
Uno de los elementos básicos de nuestra vida cotidiana es
la ropa que usamos día a día. En la actualidad la sociedad
de consumo nos ha llevado a olvidar la importancia
que en el pasado tuvieron las prendas de vestir que
cada individuo podía usar. Su vida estaba regida por la
austeridad e incluso la escasez de recursos, por lo que
el vestido diario debía aprovecharse al máximo y las
mejores prendas reservarse para contadas ocasiones.
En un medio físico como el del territorio del Campo de
Belchite, árido y con temperaturas bastante extremas,
la actividad de su población se limitó durante mucho
tiempo a una agricultura de escasos rendimientos junto al pastoreo de ovejas,
cereales, algunos olivares y viñedos junto a las huertas de aquellos municipios con
río llevaban a una economía de subsistencia en la que sus miembros producían
prácticamente todo lo que necesitaban. El vestido no constituía una excepción.
Lécera. Escena de personas con trajes tradicionales en la antigua fuente (hacia 1920)
La huella de sus gentes 291
Lécera. Antepasados de Araceli Mínguez, finales siglo XIX
A partir de los años 40 del siglo XX y especialmente con la importante emigración
salida de la comarca desde finales de los años 50 las formas de vestir en la mayoría
de nuestros pueblos fue cambiando de una manera radical, abandonando los usos
tradicionales. Las generaciones más jóvenes ya usaban desde fines del siglo XIX las
nuevas modas (pantalones largos, gorras y boinas para los hombres y más tarde los
vestidos para las mujeres, abandonando las tradicionales sayas), pero las ropas “de
toda la vida” se mantuvieron entre la población de más edad.
En esa evolución tuvo mucho que ver la relativa proximidad a la ciudad de
Zaragoza y a los principales ejes de comunicación que facilitaron la circulación
de productos y modas. En los comercios de Zaragoza, se vendían productos de la
industria textil que acompañaron a los más rústicos tejidos artesanales de lana y
lino del medio rural.
A lo largo del periodo final de esta sociedad que hoy llamamos tradicional se
dieron en el Campo de Belchite unas estructuras comunes en el vestido, una serie
de prendas y formas que siguió la práctica totalidad de su población y que en poco
diferían de las de otras áreas del territorio aragonés.
Partiendo de modelos heredados del siglo XVIII que se irían adaptando y
modificando con el tiempo según los cambios en la moda y las costumbres, la
estructura básica en los trajes comprendía una serie de prendas que enumeramos
a continuación.
Las mujeres vestían dos piezas separadas: las sayas y los cuerpos. Cubrían las
piernas con diversas faldas superpuestas que engrosaban las caderas realzando
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la forma esbelta del talle. Como única prenda interior se usaba una larga camisa
blanca de lienzo o algodón. Sobre ella varias enaguas blancas de tela y para
abrigarse los refajos, tanto tejidos con agujas o a ganchillo, como cosidos en
gruesos paños de lana del país.
Al exterior iba la saya de algodón, lana o seda dependiendo de la ocasión para la
que se usara. Su largura siempre iba a la altura del tobillo e incluso pudo llegar a
cubrir el zapato. Sobre las sayas se usaba el delantal, más sencillo para el trabajo
o más elaborado para “mudar”. Siempre se usaban también medias de lana o
algodón generalmente blancas hasta debajo de la rodilla, donde se sujetaban con
ligas o atadores.
Como calzado tanto mujeres como hombres usaron sobre todo alpargatas y
espardeñas (más aptas para la huerta), y de manera excepcional zapatos y botines,
cuando el nivel económico lo permitía.
En la parte superior del cuerpo se usaron jubones muy ceñidos que incluso tenían
varillas de refuerzo, aunque fueron evolucionando hacia prendas como las chambras
y cuerpos, también de manga larga pero menos ajustados. Con el calor llevaban
sobre la camisa justillos sin mangas y muy entallados. Pero lo que siempre se llevaba
era algún tipo de pañuelo o mantón que cubriera hombros y torso. Sólo en épocas
recientes (hablamos de finales del XIX y las primeras décadas del XX) aparecieron
las toquillas y pelerinas imitando las prendas que lucían las señoritas de la capital.
Hubo pañuelos y mantones de lana, seda, algodón o de mezclas de estos productos;
con decoración estampada, adamascada o bordada; de color liso, combinando dos
tonos o totalmente coloreados, con o sin fleco y de tamaños que oscilan desde el
del pequeño pañuelo de cabeza hasta los mantones de metro y medio de lado.
Respecto al peinado de las mujeres está confirmada la pervivencia del moño “de
picaporte”, especie de lazo vertical con el pelo trenzado en la parte posterior de la
cabeza, aunque el peinado más conocido y conservado hasta fecha más reciente
es el moño “de rosca”, por su mayor sencillez frente al de picaporte. A la función
de sujeción de los cabellos, se unía la de evitar la suciedad y los piojos. El cabello
no se lavaba, sino que se peinaba hasta eliminar de él cualquier elemento extraño,
por lo que evitar ensuciarlo era fundamental.
También lo hombres variaron su forma de vestir a lo largo del tiempo. Los calzones
ajustados hasta la rodilla, tal y como los usaban los más poderosos desde el siglo
XVIII, fueron el elemento más representativo de la indumentaria tradicional
masculina que se fueron abandonando por los pantalones largos desde finales
del siglo XIX. Sin embargo nos quedaremos con ese modelo más arcaico que ha
identificado a los aragoneses durante tanto tiempo.
Como ropa interior tenían la larga y amplia camisa de lienzo, hilo o algodón, con
abertura en el cuello y pechera. Los calzoncillos se usaron ya avanzado el siglo
XIX, cuando el calzón ajustado tuvo que aislarse del cuerpo. Esta última prenda
se confeccionaba en los materiales disponibles: lanas y, en casos muy especiales,
La huella de sus gentes 293
Lécera. Dueños de la Posada del Bayo con sus hijos y criados, hacia 1906, con trajes tradicionales y mastín
portando carlanca (collar de púas contra los lobos)
sedas. Al igual que para el resto de la ropa, hay que destacar la importancia
que tuvo la llegada de los tejidos industriales de algodón (panas y terciopelos
de Cataluña), cuyo uso se extendió rápidamente dada su comodidad, calidad,
facilidad de limpieza y coste relativamente económico.
Habitual era el uso del chaleco sobre la camisa e iba entallado y abrochado con
botones. Para diario solían ser de paño o tejido de algodón (como la pana) pero
en los “de mudar” era mayor la riqueza del tejido. Sujetándolo iba la faja o banda,
enrollada a la cintura que servía como bolsillo donde llevar los objetos personales:
“moquero”, petaca, mechero, navaja, monedero...
Sobre el cuerpo podía usarse la chaqueta para las ocasiones especiales. Era una
prenda de mucho vestir confeccionada en el mismo tejido que el calzón. Esta
prenda debía ser confeccionada por un sastre por lo que desde finales del siglo
XIX, se usaron las blusas de materiales y formas más simples. Su confección más
sencilla permitía que las mujeres de la casa realizaran estas piezas.
Cubriendo las pantorrillas, los hombres llevaban o bien medias, con pie y tan
sólo hasta la rodilla, o bien calcillas o medias de estribo, sin pie pero con una
tirilla tejida que pasaba por debajo del talón. Como calzado los artesanos de cada
localidad confeccionaron el más común: la alpargata miñonera, con suela de
cáñamo, puntera diminuta, talonera y abundantes cintas cubriendo el empeine.
Pero también se empleaban otros tipos de alpargatas, abarcas de piel (o, en época
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muy reciente, fabricadas con neumáticos), y
de forma minoritaria zapatos o botas.
A la cabeza se usaba el pañuelo. Era una
prenda muy polivalente pues con ella se
recogía el sudor y se evitaba el exceso
de suciedad en el cabello. El que hoy
conocemos como “cachirulo” de cuadros
rojos y negros no sería más que uno de
los múltiples tipos de pañuelos que los
hombres pudieron emplear.
Los fríos inviernos exigían prendas de abrigo, entre las que destacamos la manta o la
capa, de paño negro o pardo, pieza no sólo
de abrigo, sino también de respeto. Ya hemos comentado cómo el vestido masculino
sufrió antes que el de las mujeres el proceso de internacionalización de la moda, en el
que se comienzan a abandonar las peculiaridades regionales para tender a una mayor
uniformidad en toda Europa occidental.
El señor Feliciano, alpargatero de Lécera,
con su hija Lidia, hacia 1941, trabajando en
la puerta de casa
A pesar de lo limitado del espacio que hemos podido dedicar a este tema que
tanto interés despierta en nuestros días, queremos dejar claro que no existieron
diferencias significativas entre la forma en que vistieron los habitantes de esta
comarca, y si los hubo tuvo más que ver con su nivel económico y su posición
social que con el municipio donde vivieron. Y mucho menos podríamos llegar
a definir unos trajes “locales”, ello nos daría como resultado uniformes alejados
de la realidad de las personas del pueblo. El vestido de los hombres y mujeres
siempre ha tenido ese aspecto individualizador respecto al grupo, cada persona
manifestaba en su forma de vestir más evidentemente que en nuestros días su
propia personalidad y sus circunstancias.
Maestras y alumnas del colegio de Lécera, año 1909
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