ENTRE DOS FUEGOS: LA CIUDAD DE MÉXICO FRENTE A LOS REVOLUCIONARIOS Por: Alejandro Rosas Robles La vox populi solía decir que "la revolución, como Cronos, se comió a sus hijos". Nada más atinado que la sabiduría popular. La lucha armada comenzada en 1910, por momentos llegó a perder su verdadero sentido político y social, para dar paso tan sólo a las ambiciones personales. Lo que debía ser un medio se convirtió en un fin: el poder. "El paisaje mexicano huele a sangre", comentó alguna vez, sin exagerar, el general Eulalio Gutiérrez. No se equivocaba; tan violenta fue la lucha desatada por la silla presidencial, que bien podría afirmarse que una generación completa de hombres fue sacrificada. Hacia 1928, la mayor parte de los revolucionarios que se unieron a la lucha en 1910 habían muerto, su edad promedio apenas pasaba los cuarenta años de edad. Lo dramático del asunto radicaba en que habían perdido la vida, no combatiendo contra el ejército porfiriano o los huertistas, sino peleando entre ellos mismos. La Ciudad de México fue testigo del lento desgarramiento interno que sufrió la revolución hasta su definitiva escisión en 1914. Sus habitantes pudieron apreciarlo y lo padecieron. La capital del país, que durante el siglo XIX había sido intocable por lo que representaba, se volvió víctima y corresponsable de algunos hechos de triste memoria en la historia mexicana como aclamar a los asesinos de Madero. De ese modo, los caudillos que victoriosos desfilaron por sus principales calles buscaron desagraviar a la nación entera, castigando a la ciudad capital de distintos modos. *** No se recordaba otra manifestación tan espontánea y tumultuosa desde la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México en 1821. En tan sólo seis meses, la revolución acaudillada por Francisco I. Madero había logrado derrocar a un régimen que tenía más de tres décadas de permanecer en el poder. Aun para los escépticos era innegable el carisma del "chaparrito" jefe de la revolución. Ese 7 de junio de 1911, día en que debía llegar a la Ciudad de México, un terrible terremoto azotó a la capital produciendo severos daños y muchas víctimas. Pronto comenzó a circular un verso por las calles metropolitanas: "el día que Madero llegó, hasta la tierra tembló". Nada eclipsó la entrada triunfal de Madero: ...las muchedumbres permanecieron bulliciosas y jubilosas para ver al apóstol. La estación y las calles entre ésta y el Palacio Nacional estaban colmadas por el gentío. Cada lugar ventajoso a lo largo de la ruta, incluyendo los techos de las casas y las estatuas del Paseo de la Reforma, estaba ocupado por la avasalladora masa humana. Finalmente, poco después del medio día, el tren llegó a la estación. Las campanas de la Catedral y de noventa iglesias tañían el alegre mensaje de la llegada del héroe civil. Sonaban las sirenas de las fábricas, y los silbidos de las locomotoras. Parecía que los íntimos sentimientos de un pueblo entero se habían desencadenado en un explosivo momento de emoción.1 1 Stanley R. Ross, Francisco I. Madero, México, Editorial Grijalbo, 1977, p. 170. Esta misma multitud que mostraba su entrega total al "apóstol de la democracia", sellaría su destino dos años después frente a los revolucionarios norteños, al permanecer impasible ante los arteros asesinatos de Madero y Pino Suárez. Más aún, los habitantes de la Ciudad de México se atrevieron a vitorear a Félix Díaz y a Victoriano Huerta durante el desfile que se organizó una vez consumado el golpe de Estado. Los caudillos revolucionarios no perdonarían a la Ciudad de México tan oprobiosa actitud. Pero entre ellos existía además un sentimiento de rechazo hacia la capital, hacia la centralización. La mayoría de los caudillos eran originarios de los estados de Sonora, Sinaloa, Nuevo León, Chihuahua, Durango o Coahuila. Salvo en el terreno político, en el cual no había más voluntad que la del gran elector Porfirio Díaz, en otros ámbitos de su vida cotidiana, los estados norteños -algunos más desarrollados que otros- habían aprendido a contar con sus propios recursos y esfuerzos, y por momentos desarrollaron cierta autonomía frente al poder central. La Ciudad de México representaba lo contrario. Era la antítesis. Por ello, al sobrevenir las ocupaciones revolucionarias de 1914 y 1915, la capital tenía que responder por dos cargos: el asesinato de Madero y la excesiva centralización que definitivamente había trastocado la vida política de los norteños. *** La toma de Zacatecas por la División del Norte apresuró la caída de Huerta, quien renunció a la presidencia el 15 de julio de 1914. La famosa batalla franqueó el acceso a la Ciudad de México, pero Carranza, cuyas relaciones con Villa estaban cerca de la ruptura definitiva, no quiso que el Centauro avanzara hasta la capital de la república y al negarle el abastecimiento de carbón para sus locomotoras impidió la movilización de la División del Norte. Obregón avanzó hacia la Ciudad de México y en los primeros días de agosto estableció su cuartel general en Teoloyucan, para pactar con las autoridades capitalinas la entrega de la ciudad y la rendición del ejército federal. Durante la ofensiva final hacia el centro del país, Carranza, Obregón y algunos otros militares, lanzaron amenazas contra la Ciudad de México y sus habitantes. El 4 de junio de 1914, Obregón publicó un manifiesto que decía: "?Paso al Ejército Constitucionalista! [...] ?A dónde van nuestros victoriosos clamores? A la tristemente célebre Ciudad de México, adonde muy pronto llegaremos triunfantes, para hacer sentir al asesino el peso de sus crímenes, con el elocuente mensaje de nuestros cañones". Algunas semanas después, cuando se preparaba la ocupación de la Ciudad de México por las tropas constitucionalistas, Carranza comentó: "Todo el país está hecho pedazos y sus pobres habitantes han sufrido lo indecible con la revuelta, sólo la Ciudad de México nada ha perdido, y sin embargo, es siempre cuna de todos los cuartelazos y todas las revoluciones; justo es que pague esta vez sus faltas y la vamos a castigar duramente, igual que a todos los que ayudaron a Huerta..."2 La realidad dejó atrás a la retórica revolucionaria: Carranza y Obregón trataron con benevolencia a la Ciudad de México. La firma de los tratados de Teoloyucan permitió la ocupación pacífica de la capital y por primera vez Obregón paladeó el reconocimiento público, alcanzando un instante de gloria en una metrópoli que generalmente se avenía con el triunfador. El invicto general aceptó el reconocimiento público, después de todo, la Ciudad de México representaba la cuna del poder. En sus memorias tituladas Ocho mil kilómetros en campaña, Obregón se refirió a su entrada el 15 de agosto de 1914: "El entusiasmo demostrado por las clases populares a nuestra llegada a la capital, alcanzó su máximo, habiendo tenido nuestra columna que emplear más de tres horas en desfilar desde el Monumento a la Independencia hasta el Palacio Nacional, frente a la Plaza de la Constitución que es una distancia de tres kilómetros aproximadamente, debido a la aglomeración de gente que entorpecía completamente nuestra marcha".3 En su fría descripción, Obregón no comentó que el clamor popular lo sedujo para salir al balcón a dirigir unas palabras al pueblo que se aglutinaba frente al viejo palacio de los virreyes. El general sonorense recomendó al pueblo mexicano gran cordura y lo invitó a colaborar con la revolución a establecer en nuestra patria un gobierno perfectamente constituido".4 El único reproche público que Obregón hizo a los habitantes de la Ciudad de México fue el 17 de agosto. El general acudió al Panteón Francés a rendirle honores a Madero. Fue su primer discurso formal y en él lanzó la primera piedra al reconocer en una mujer, el valor que le faltó a todos los hombres de la ciudad capital. Esa mujer había rechazado públicamente el cuartelazo de Huerta. El general sonorense claramente dijo que en México no había habido más que un hombre, y ese era una mujer: "Pero reconociendo el valor donde éste exista, entrego esta arma a esta valerosa mujer (la señorita María Arias), una arma que me ha servido para defender la causa del pueblo y que aquí en México sólo puede ser confiada a la mano de las mujeres".5 La entrada de Carranza a la capital el 20 de agosto, cambió la situación radicalmente. Finalmente, el Primer Jefe de la Revolución era él y no Obregón y de acuerdo con su Plan de Guadalupe le correspondía ocupar la presidencia al menos temporalmente. "Nada bueno trajo para los habitantes de la Ciudad de México dicha situación. Surgieron de inmediato fricciones entre los revolucionarios y los civiles, a quienes los primeros calificaban despectivamente [...] por no haber tenido los tamaños suficientes para haber empuñado un arma y haberse lanzado a la bola".6 Carranza decidió castigar a la capital del país de una manera muy singular, permitiendo que sus hombres se apropiaran de las casas de los principales enemigos de la revolución. Obregón se alojó en la mansión de doña Lorenza Braniff, en el Paseo de la Reforma; el general Pablo González lo hizo en la de Ignacio de la Torre, yerno de Porfirio Díaz; el general Lucio Blanco ocupó la "casa de los héroes", así llamada la mansión de la fami-lia Casasús. "Había sido costumbre de la mayoría de los jefes constitucionalistas, a guisa de represalias, ocupar como cuarteles generales, las mejores residencias de los acaudalados provincianos a los que se consideraban enemigos de la Revolución [...] por qué iba a hacerse una excepción con los políticos aristócratas de la Ciudad de México, los que más habían ayudado o fomentado, o por lo menos, aplaudido al asesino del presidente Madero".7 Las casas fueron saqueadas, las cavas rápidamente consumidas, las bibliotecas desmembradas, los muebles robados. Para los habitantes de la Ciudad de México, difícil era creer que ese grupo de hombres pudiera restablecer el orden constitucional si sólo se sometían al mandato de sus ambiciones y su personal concepto de justicia. Lo que para los propios constitucionalistas parecía legítimo y justo, para algunos intelectuales de la época, también revolucionarios, era tan sólo vandalismo y latrocinio. El primer jefe no robaba pero dejaba que sus hombres se entregaran al saqueo: De Carranza, la voz del pueblo hizo carrancear, y a carrancear y robar los convirtió en sinónimos. En el carrancismo, a no dudarlo, obraba el imperativo profundo del robo, pero del robo universal y trascendente, del robo que era, por una parte, medio rápido e impune de apropiarse de las cosas, y por la otra, deporte favorito, travesura risueña, juego, y además, arma para herir en lo más hondo a los enemigos, o a quienes se suponía enemigos, y a sus parientes y amigos próximos. El carrancismo fue un intento de exterminio de los contrarios impulsado por resortes cleptomaníacos.8 José Vasconcelos también dejó testimonio de aque-llos críticos días que sufrió la Ciudad de México a manos de los "consusuñalistas" como empezaron a llamar a los constitucionalistas. Era un hecho que la Ciudad de México sufría del embate del vandalismo revolucionario. No sólo humillación sufrió la capital; también, como todas las otras ciudades del país, estuvo sometida al saqueo. Todas las casas ricas fueron ocupadas por los militares [...] al capricho de cada cual y de acuerdo con denuncias sin comprobar, o sólo porque atraían la codicia de cualquier coronel. Todo se perdió por la apatía y la cobardía de Carranza. Pues hubiera sido mejor un decreto de confiscaciones, francamente ejecutadas, que la tolerancia culpable con que se permitió la prolongada sustracción de toda clase de objetos que, vendidos a vil precio, acabaron por caer en las manos del coleccionista extranjero. Así se explica que no sólo cuadros de familia, sino retablos de viejas iglesias, fueron a parar enteros a las casas de los ricos de Norteamérica.9 Por primera vez en su historia, la Ciudad de México no era respetada, porque a juicio de los revolucionarios, ésta no había tenido la dignidad suficiente para enfrentarse al usurpador y eso, la condenaba. *** Para septiembre de 1914, la escisión revolucionaria era casi un hecho. Tratando de mediar entre Carranza y Villa, Obregón estuvo a punto de ser fusilado por el Centauro del Norte. Se propuso entonces un último intento por solucionar los conflictos entre las distintas facciones revolucionarias y fue convocada una convención revolucionaria que inició sus trabajos en la Ciudad de México. Desde luego Villa y Zapata temían al "madruguete" en la capital del país -territorio ocupado por Carranza. A petición de algunos generales "neutrales", la Convención se trasladó a la ciudad de Aguascalientes, donde Carranza fue cesado en sus funciones de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y encargado del Poder Ejecutivo y el general Eulalio Gutiérrez fue designado presidente provisional. Era el 30 de octubre de 1914. Carranza, Obregón y algunos otros generales se movilizaron hacia Veracruz para reorganizar sus fuerzas y esperar los movimientos de la Convención. Por su parte, el presidente Eulalio Gutiérrez avanzó hacia la Ciudad de México. En ella se reunirían por vez primera Villa y Zapata. A fines del mes de noviembre, los últimos contingentes constitucionalistas abandonaron la ciudad y los primeros batallones zapatistas iniciaron la ocupación de la capital de la República. Los habitantes de la ciudad estaban verdaderamente atemorizados. Si con los constitucionalistas les había ido mal, qué podían esperar de los villistas y zapatistas, y peor aún de sus jefes. Villa tenía la fama de asesino y Zapata era conocido por la prensa capitalina como el "Atila del Sur". Paradójicamente, la ocupación zapatista fue muy ordenada y tranquila. La mayoría de los campesinos nunca habían estado en una ciudad como la capital del país y la recorrieron con mucha precaución, estaban impresionados y se veían incómodos. "Por no conocer cuál era el papel que debían desempeñar, no saquearon ni practicaron el pillaje, sino que como niños perdidos vagaron por las calles, tocando las puertas y pidiendo comida. Una noche oyeron mucho ruido y sonar de campanas en la calle, de un camión de bomberos y sus tripulantes. Les pareció que el extraño aparato era de artillería enemiga y dispararon contra él, matando a doce bomberos"10 El propio Zapata tuvo un comportamiento diferente al de Carranza. No sintiéndose tranquilo en la Ciudad de México, se hospedó en un modesto hotel junto a la estación del ferrocarril que iba hacia Cuautla. El 4 de diciembre, los dos caudillos más populares de la revolución, Villa y Zapata, se reunieron en Xochimilco, un agente norteamericano atestiguó el encuentro: Villa era alto, robusto, pesaba cerca de 90 kilos, tenía una tez casi enrojecida como la de un alemán, se cubría con un saracof, iba vestido de un grueso suéter marrón, pantalones de montar de color caqui y botas pesadas de jinete. Junto a él, Zapata parecía ser natural de otro país. Mucho más bajo que Villa, no debía pesar los 70 kilos, era un hombre de piel oscura y rostro delgado, cuyo inmenso sombrero a veces echaba tal sombra sobre sus ojos que no se le podían ver [...] vestía una corta chaquetilla negra, un largo paliacate de seda de color azul pálido [...] Vestía pantalones apretados negros, de corte mexicano, con botones de plata cosidos en el borde de cada pernera.11 Dos días después, el 6 de diciembre, los dos ejércitos hicieron su entrada triunfal en la Ciudad de México y desfilaron por sus principales calles. Algo más de 50 mil hombres se concentraron en Chapultepec, y a las 11 de la mañana empezaron a avanzar por el Paseo de la Reforma. A la vanguardia iba un pelotón de caballería compuesto por fuerzas de la División del Norte y del Ejército Libertador del Sur, en seguida venían a caballo Villa y Zapata, el primero "con flamante uniforme azul oscuro y gorra bordada" y el segundo "de charro".12 En un momento del trayecto, Villa perdió su kepí, que cayó al suelo, y Zapata, mostrando sus grandes dotes de cha-rro, sin bajarse del caballo y todavía en movimiento, se agachó y recogió la prenda, entregándosela al Centauro del Norte. La apoteósica jornada culminó cuando Villa acompañado por Zapata se sentó en la silla presidencial y sonriente se tomó la foto que pasaría a la posteridad, mientras el Caudillo del Sur, veía receloso a la cámara. La presencia de Villa en la Ciudad de México tuvo sus momentos anecdóticos. Al igual que Obregón fue al Panteón Francés a rendirle honores a Madero. El Centauro lloró amargamente frente a la tumba del "apóstol de la democracia" y siendo realmente sincero su cariño hacia don Panchito, decidió cambiar el nombre de la calle de Plateros por el de Francisco I. Madero, jurando que mataría a quien se atreviera a cambiarlo nuevamente. El anecdotario no puede dejar fuera la zozobra que vivió la capital del país durante la estancia de villistas y zapatistas. Vasconcelos recordaba: "La permanencia de Villa en la capital acarreaba desprestigio y escándalo. Sus oficiales se presentaban en los restaurantes más concurridos, bebían, comían y firmaban vales en vez de pagar. Lo que nosotros ahorrábamos en un mes, Villa y su gente lo gastaban en una noche de orgías."13 El alcohol hizo muchos estragos entre villistas y zapatistas que por cualquier razón terminaban dándose de balazos. Hubo casos en que generales de ambos bandos intercambiaban hombres con alguna cuenta pendiente dentro de sus filas y los fusilaban sin miramientos. Ni Villa ni Zapata respetaron la autoridad del presidente Eulalio Gutiérrez ni de sus ministros. Vasconcelos, por ejemplo, estuvo a punto de perder la vida al proteger la propiedad conocida como "el Molino de las Rosas", perteneciente al hijo de Porfirio Díaz. "La vida diaria de los habitantes de la ciudad llegó a volverse insoportable cuando, además de las pugnas entre villistas y zapatistas, otros elementos contribuyeron a amargársela: la escasez de los artículos de primera necesidad, el aumento de precios, lo corto de los salarios, la abundancia del papel moneda y su poco poder adquisitivo. La miseria y el hambre provocaron saqueos, asaltos, huelgas, manifestaciones y la contrapartida de los tiroteos de la policía para restablecer el orden."14 Esos difíciles meses para la capital del país, fueron los únicos en que la sociedad pagó su indiferencia y falta de politización. El asesinato de Madero no sólo significó la pérdida de una vida humana, sino el abierto rechazo a los principios democráticos que había tratado de instaurar en México. No existía la posibilidad del perdón. 2 Jorge Aguilar Mora, Un día en la vida del general Obregón, México, Archivo General de la Nación, 1982, colección: Memoria y Olvido: imágenes de México, p. 20. 3 Alvaro Obregón, Ocho mil kilómetros en campaña, México, FCE, 1973, pp. 164-165. 4 "La ocupación de la ciudad de México" en Nuestro México, núm. 5, México, UNAM, 1983, p. 13. 5 Félix F. Palavicini, Mi vida revolucionaria, México, Ediciones Botas, 1937, p. 202. Alfonso Taracena, La verdadera revolución mexicana (1912-1914), México, Editorial Porrúa, 1991, pp. 400-401. 6 Varios autores, Crónica ilustrada. Revolución Mexicana, 6 vols., México, Editorial Publex, 1966-1972, vol. 4, p. 221. 7 Juan Barragán, Historia del Ejército y de la revolución Constitucionalista, 4 vols., México, Talleres de la Editorial Stylo, 1946, vol. II, p. 9. 8 Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente en Obras completas, 2 vols., México, FCE, 1984, vol. I, p. 380. 9 José Vasconcelos, La Tormenta en Memorias, 2 vols., México, FCE, 1983, vol. 1, p. 564. 10 John Womack, Zapata y la Revolución Mexicana, México, Siglo XXI, 1985, p. 215. 11 Ibid, pp. 216-217. 12 Berta Ulloa, La revolución escindida, en Historia de la Revolución Mexicana, 23 vols., México, El Colegio de México, 1981, vol. 4, p. 59. 13 Vasconcelos, op. cit., p. 641. 14 Ulloa, op. cit., pp.165-166.