Cómo a finales de los ochenta, en una lengua a punto de perderse para siempre y con una tradición literaria con tendencia al perpetuo anacronismo, surgió un grupo de poetas capaz de añadir un acento personal a la tradición universal a la vez que daban nueva vida a su viejo dialecto latino, es algo que tiene toda la apariencia de un milagro. La historia de la literatura asturiana es larga en siglos pero breve en nombres y menos en nombres que uno recomendaría a quien se interese apenas por la literatura. El mayor de ellos, Fernán Coronas, aquel cura de Cadavedo que ponía en asturiano claro haikus japoneses, fue editado hace ya años de forma ejemplar por Antón García. Y es que si algo diferenció desde el principio a la generación de Antón García, a la que ya es lugar común llamar segunda del Surdimientu, fue la claridad con que vieron que la búsqueda estética no debía estar supeditada en ningún caso a la búsqueda lingüística. Eso era lo que habían hecho los escritores de la generación anterior, que unen, al mérito de haber comenzado la recuperación lingüística y social del maltrecho idioma de Asturias, la característica singular de haber pensado que tenía sentido crear una tradición frankensteniana que reuniese, en una sola generación, todo aquello que faltaba en la tradición literaria asturiana. De modo que uno se puso a ser poeta romántico, al otro le dio por escribir romances de “mauretanos” y el de más allá vaguedades más o menos nerudianas. Creo que hoy en día puede decirse sin entrar en mucha discusión que, si bien lograron algo más de atención para la lengua asturiana, pusieron su literatura al borde de crear un nuevo género, el costumbrismo surrealista. Sin embargo, a principios de los ochenta todo cambia. En realidad, Antón García podría hablar de ello mucho mejor que yo, pues él es uno de los dos o tres protagonistas fundamentales de todo aquello. En 1983 publicó Estoiru, su primer libro de poemas. Creo que en ese libro hay todas las cosas que la crítica ha venido señalando pero también hay algunas más. Lo primero que llama la atención en esa colección de poemas breves es el amor por la lengua. Estoiru es un nido; el primero en el que el asturiano literario se vio cobijado y bien tratado. No es en absoluto un libro grandilocuente, su intención es otra; atender al significado primigenio de cada palabra patrimonial, a sus derivaciones, escucharla atentamente, sentir el eco de cada uno de sus sonidos, ver cómo encajan unas con otras, sentir el fluir del río de la sintaxis con naturalidad y sin afectación. Si dicho así les suena a poca cosa será solo por la incapacidad de mi prosa, pero es algo que en asturiano nadie hacía con tanto mimo y atención desde Fernán Coronas y que ni siquiera es algo muy frecuente en cualquier idioma del mundo. Lo primero fue eso: la palabra. Y tras la palabra, el mundo. No es casual que solo un año después de la aparición de Estoiru Antón García diera a la imprenta en la misma editorial, Llibros de Frou, que él mismo había creado (ya lo saben pero no está de más repetirlo: sin su labor editorial, primero como pionero en Llibros de Frou y luego consolidando Trabe, sin duda el referente editorial asturiano desde su fundación hasta su venta) una de las primeras traducciones (si no la primera, ahora me falla la erudición) de su generación: fue la Memoria d’outru ríu de Eugénio de Andrade. Andrade fue el primer padre de esta segunda generación del Surdimientu: su amor por la palabra primordial, esencial, sí; pero también el hecho de que su mundo, que de algún modo reflejaba el final de la vida campesina, tenía mucho que ver con lo que estaba ocurriendo en Asturias. Ese libro está traducido a un claro asturiano occidental y ahora que lo releo para preparar estas notas me vuelve a plantear una cuestión que me gustaría dejar en el aire para que Antón la retomase, aunque quizás no hoy, que estamos aquí por la literatura: ¿se acertó tomando el asturiano central como estándar? ¿No hubiera sido más rico y hubiera tenido más sentido que ese lugar lo ocupase el occidental? Eugénio de Andrade, sí, pero no solo, claro. Antón García no solo es uno de los mayores poetas asturianos; también es (y aquello seguramente sea consecuencia, en parte, de esto) uno de sus mejores lectores. Buen conocedor de la última poesía norteamericana, y curioso de múltiples tradiciones, su segundo libro, Los díes repetíos (cita de Ferrater implícita en el título) de 1989 supone, recuperado el pulso de la lengua, la puesta al día de la poesía asturiana. Sus referencias son las mismas que en ese momento podía manejar cualquier poeta en cualquier lengua, si bien resultan más evidentes las más cercanas, como no podría ser de otro modo. Los díes repetíos es un libro anglosajón en el tono: meditativo, buscando inventar en asturiano la lengua coloquial en poesía (que en castellano inventaron a medias Cernuda y Gil de Biedma) y que podríamos decir que mana directamente del tronco de Auden y, antes, del Wodsworth del Preludio. Con Los díes repetíos, un libro urbano, introspectivo, que desarrolla el tono de Estoiru sin negarlo, la poesía asturiana entra definitivamente en la modernidad. Escritor total, antes de Los díes repetíos Antón García había publicado una novela, El viaxe, que junto con Díes de muncho (1998) son dos cimas incontestables de la narrativa asturiana contemporánea y dos obras dignas de ser leídas en cualquier idioma del globo con el mismo interés y emoción. De estos años son también las únicas traducciones que hará Antón García: un libro más de Eugénio de Andrade, otro de Cunqueiro, y poco más. Más abundante será su ejemplar labor como editor de clásicos asturianos: Xuan González Villar, Fernán Coronas, Ángeles López Cuesta, Xuan María Acebal o Marcos del Torniello son hoy más legibles gracias a su trabajo. Pasarán diez años antes de que Antón García dé a la imprenta un nuevo libro: Venti poemes, a la postre considerado como adelanto de Tierra adentro, que no aparecería como tal hasta su inclusión en la edición de la poesía completa de su autor titulada La mirada aliella (2007). Ese libro es sin duda el más rico de su autor. No abandona esa mirada introspectiva de Los díes repetíos, pero, entrenada, la lanza más lejos: los homenajes literarios se mezclan con reflexiones en las que se cruzan el tiempo presente y el de la historia, poemas que son a la vez memoria personal y colectiva. Antón García no desdeña el poema de largo formato ni tampoco adoptar la forma de la canción para entregarnos un poema. Variado y rico, siempre hondo, es autor de un puñado de los mejores poemas que se han escrito en los últimos años en cualquiera de las lenguas del mundo (y quien crea que exagero que lea, por ejemplo, “Casa”, de Tierra adentro). Antón García es un gran ejemplo de cómo se puede (¡y se debe!) ser a un tiempo local y universal, introspectivo y atento al devenir de la historia, popular y culto. La mirada atenta, el libro que hoy presentamos, es casi una obra completa y a la vez un libro nuevo, pues al hacer las versiones en castellano no pocas veces el autor ha tenido la tentación de cambiar un verso aquí y otro allá, y me gustaría preguntarle si, al hacerlo, no tuvo la tentación de repetir ese mismo cambio en la versión original, y si fue así, por qué no lo hizo. Antón García es, a estas alturas no hay ya duda posible, un poeta verdadero y esencial. Alguien que “Quería que el verso fuera / como el surco, / abierto y profundo, derecho, / que espojara las entrañas de la tierra / para acoger la siembra”. Y así ha sido, y el resultado de esa siembra es el que hoy nos nutre como lectores.