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Introducción
LA PERSPECTIVA DE LA SOCIEDAD DE LA CULTURA
Arturo Rodríguez Morató
El universo de las artes ha experimentado profundos cambios a lo largo del último
siglo. Todo el orden cultural en el que este mundo se hallaba inscrito y en el que venía
ocupando
secularmente
un
espacio
institucionalizado
de
actividad
cultural
especializada, está ahora en trance de transformarse. Además de múltiples cambios
en la organización social de las artes, estas transformaciones han supuesto la
expansión de la esfera cultural especializada mucho más allá del núcleo original de las
artes clásicas y de los límites del mercado, la proyección del paradigma artístico en
otros muchos ámbitos de la vida práctica y un espectacular aumento del interés que
las artes despiertan en la esfera política y en el conjunto de la sociedad. Todo ello
hace que las artes estén pasando a desempeñar hoy un nuevo papel estratégico
dentro de la dinámica social y que en consecuencia quepa hablar ya del advenimiento
de la sociedad de la cultura.
Este libro examina la situación de cambio cultural en la que nos encontramos, analiza
sus diferentes claves y considera varios de sus aspectos más importantes. Es un
análisis que se lleva a cabo a lo largo de los diversos capítulos que lo integran. Pero
para comprender la trascendencia de la mutación en marcha se hace necesario ir más
allá de las consideraciones parciales. Es preciso analizar los perfiles básicos y las
razones de fondo del proceso, pues éste resulta todavía hoy extremadamente confuso.
Por otra parte, hay que discutir los planteamientos clásicos sobre el orden cultural
contemporáneo, ya que su implícita y contradictoria amalgama en el inconsciente
2
colectivo del mundo intelectual impide el avance de la teorización. En este texto
introductorio pretendemos encarar este doble reto, ofreciendo una perspectiva global
del cambio cultural y un diagnóstico general del papel y el lugar de la cultura en la
sociedad actual. Así sentaremos las bases para interpretar debidamente los análisis
más específicos que luego se abordan en el resto del volumen.
Para empezar, examinaremos los principales parámetros del proceso de cambio
cultural en relación con un par de coordenadas teóricas que consideramos
fundamentales: en primer lugar, la teoría postindustrial de Daniel Bell, que
presentaremos en su histórica pugna con la teoría de la cultura de masas, y
seguidamente la teoría de la modernidad artística de Bourdieu, a la que someteremos
a un contraste crítico con la realidad actual en este campo. A continuación,
analizaremos en detalle las lógicas sociales que intervienen en el proceso histórico de
conformación del nuevo orden cultural y las claves estructurales por las que éste se
caracteriza. Seguidamente, llevaremos a cabo una recapitulación crítica de los más
influyentes diagnósticos que hasta ahora se han ofrecido sobre él, mostrando cómo la
perspectiva de la sociedad de la cultura se ha ido perfilando en relación con ellos.
Como conclusión a este recorrido analítico, consideraremos después los peligros y las
oportunidades para las artes en la nueva situación. Y por último, en relación con la
visión desarrollada, haremos una presentación general de cada uno de los diferentes
capítulos del libro.
El desarrollo cultural contemporáneo y las artes
Los territorios del arte, ámbitos tradicionalmente marginales en el modo de vida
burgués, se han expandido enormemente a lo largo del siglo XX y han alcanzado en
las últimas décadas una clara centralidad social. Han aumentado en gran medida los
consumos artísticos y culturales y se han ido haciendo mucho más influyentes en la
vida de las personas, señaladamente en la de los jóvenes (Gans, 1999; Pronovost,
este libro). De igual forma, han crecido paralelamente las prácticas artísticas amateur.
Y una evolución semejante ha podido registrarse también con respecto a los mercados
de trabajo artístico, que han aumentado considerablemente sus efectivos y todavía
más su capacidad de atracción (Menger, 1999, 2002).
Por lo demás, estas
evoluciones se corresponden con las que han experimentado las industrias culturales,
amplificadas a un nivel inusitado en nuestros días, e igualmente las instituciones
artísticas clásicas -los museos, las orquestas o los teatros-, que se han multiplicado
por doquier.
3
Se ha producido un ensanchamiento de la esfera cultural, por la asimilación de un
creciente número de actividades, cada vez más lejanas al núcleo original de las artes
clásicas (cine, fotografía, músicas populares, producciones artísticas ligadas a los nuevos
medios de comunicación de masas). Y además, el sector público, y en los últimos años el
tercer sector, se han ido haciéndo más y más presentes en este ámbito (Girard, 1988).
Han ampliado y fortalecido, primero, el marco institucional de las artes clásicas; han
entrado a intervenir luego en el terreno de las artes comerciales, tratando de acercarse al
conjunto de la población; y han acabado por desbordar el terreno cultural especializado,
en su tendencia a la patrimonialización del entorno y de los modos de vida de la
población (Poulot, 2001; Ariño, este libro). Esta creciente implicación pública se ve
acompañada, asimismo, por un auge muy general de la cultura comunitaria, que adquiere
formas cada vez más mercantilizadas (Hannerz, 1996).
Son las relaciones generales entre la cultura y la economía las que han cambiado. El
ocio se convierte en un espacio privilegiado del consumo y en él las actividades se
cargan cada vez más de contenido simbólico y espectacular. En la producción de todo
tipo de bienes y servicios, la dimensión simbólica adquiere, de hecho, una importancia
central, produciéndose una estetización generalizada de las prácticas y de los bienes
(Featherstone, 1991; Lash y Urry, 1994). Esto se expresa de forma clara en la
importancia y en el volumen que adquieren las actividades de diseño y de publicidad
en todo tipo de procesos de producción y de consumo.
¿A qué responde este nuevo panorama cultural? Pues sin duda es el resultado de
múltiples procesos entrelazados. Para empezar, estas transformaciones se inscriben
en el proceso general de progreso socioeconómico que ha tenido lugar en las
sociedades occidentales a lo largo del último siglo y especialmente a partir de la II
Guerra Mundial; un proceso de aumento generalizado de la productividad, y
consiguientemente también, de incremento de la renta y del consumo, de ampliación
del tiempo de ocio y de elevación del nivel educativo.
Cultura y sociedad postindustrial
Como es sabido, la gran transformación social del siglo XX fue diagnosticada por
Daniel Bell como el advenimiento de la sociedad postindustrial (1976). Pese a la
interpretación economicista que se ha solido hacer de la tesis de Bell, lo cierto es que
considerada en su conjunto, es decir, teniendo en cuenta a un tiempo la obra que le da
4
nombre y la inmediatamente posterior Las contradicciones culturales del capitalismo
(1977), con la que originalmente componía un mismo manuscrito, así como otros
importantes escritos anteriores del autor (1964, 1969), puede decirse que la visión del
cambio social que esa tesis planteaba tenía una dimensión cultural fundamental. De
hecho, según el propio Bell reconoció (1976: 57, n. 45), la etiqueta de sociedad
postindustrial tuvo su origen en el marco de la nueva sociología del ocio de los años
50, donde sirvió para apuntar a la nueva realidad de una sociedad cada vez más
basada en el ocio y el consumo masivos en lugar de en el trabajo.
Para
Bell,
el
cambio
técnico-económico
y
el
cambio
cultural
aparecen
inextricablemente ligados:
“La transformación cultural de la sociedad moderna se debe, sobre todo, al
ascenso del consumo masivo –decía Bell en Las contradicciones...- El
consumo masivo, que comenzó en el decenio de 1920, fue posible por las
revoluciones en la tecnología, principalmente la aplicación de la energía
eléctrica a las tareas domésticas..., y por tres invenciones sociales: la
producción masiva de una línea de montaje, que hizo posible el automóvil
barato, el desarrollo del márketing, que racionalizó el arte de identificar
diferentes tipos de grupos de compradores y de estimular los apetitos del
consumidor; y la difusión de la compra a plazos, la cual, más que cualquier otro
mecanismo social, quebró el viejo temor protestante a la deuda... En conjunto,
el consumo masivo supuso la aceptación, en la esfera decisiva del estilo de
vida, de la idea de cambio social y transformación personal, y dio legitimidad a
quienes innovaban y abrían caminos, en la cultura como en la producción”
(1977: 73).
La sociedad norteamericana –la más avanzada en el proceso de postindustrialización
se le antojaba a Bell “la primera gran sociedad en la Historia con el cambio y la
innovación fundados en su cultura” (1964 [ed. orig. 1955]: 45). La moderna
organización social dejaba de estar centrada, así, en el dominio de la naturaleza o en
el desarrollo técnico, para autocentrarse finalmente en un juego de pura interacción
social (1977: 144-145), en una problemática, por tanto, de desarrollo puramente
cultural. “Mientras que, en tiempos, la cultura era la “superestructura” de la sociedad –
dirá también Bell-, plasmada en tradiciones de trabajo, de familia y de vida religiosa, la
sed de cultura se convierte hoy en el fundamento de la sociedad: sus impulsos
plasman los otros componentes vitales” (1969 [ed. orig. 1962]: 22). Desde mediados
del siglo pasado, pues, la visión de la sociedad postindustrial planteaba la idea de un
5
creciente predominio de la cultura en la sociedad contemporánea y, en consonancia
con ello, igualmente la de una creciente proliferación cultural (op. cit.: 48-51).
Esa perspectiva de opulencia y dinamismo cultural, no obstante, fue puesta
fuertemente en cuestión a mediados del siglo pasado, cuando en los Estados Unidos
arreciaron las críticas a lo que se dio en llamar la cultura de masas: la cultura
proyectada por los potentes medios de comunicación de la época; una cultura que,
como el propio Bell observó, logró por entonces crear –por primera vez- una
comunidad cultural norteamericana. Ahora bien, ¿qué hay de ese estereotipo crítico de
la cultura de masas, que tan influyente ha sido durante tanto tiempo en nuestros
círculos académicos? ¿En qué medida se contrapuso a la visión de la sociedad
postindustrial o aún la impugna? Para valorar debidamente esta cuestión, a
continuación vamos a tratar de aclarar cómo fue que surgió esta alternativa a la
perspectiva cultural de la sociedad postindustrial y cómo es que llegó a fraguar
finalmente en los Estados Unidos, donde el optimismo postindustrialista parecía
especialmente bien fundado.
Desde finales del siglo XIX, la cultura popular que va desarrollándose en Norteamérica
sobre bases mercantiles, sustituyendo a las anteriores formas y tradiciones folklóricas,
había ido siendo rehuida por la buena sociedad y había ido siendo denostada al
mismo tiempo ritualmente como zafia y vulgar. Esta descalificación, tan común a todas
las dinámicas de distinción cultural inscritas en la modernidad, acompañaba, sin
embargo, en ese caso a un vigoroso proceso de construcción de un espacio
institucional exclusivo de alta cultura (museos, orquestas sinfónicas, teatros de ópera).
Paul DiMaggio, que ha estudiado la construcción de ese espacio en el Boston de la
segunda mitad del siglo XIX (1982), ha podido en este sentido afirmar que “la
constitución de una alta cultura institucionalizada fue inseparable de la emergencia de
las industrias de cultura popular (las cadenas nacionales de vaudeville, las compañías
organizadoras de giras teatrales de carácter oligopolista, la industria cinematográfica,
la discográfica y –a la altura de los años 20- la radio)” (DiMaggio, 1991: 142). Por eso,
cuando en los años veinte el boom consumista y el auge de la publicidad, de la radio y
del cinematógrafo produzcan un acercamiento efectivo entre los patrones de vida de la
población e introduzcan con ello entre las élites un incipiente temor ante el peligro de
la homogeneización cultural, este temor no encontrará de entrada demasiado eco
entre los círculos académicos e intelectuales norteamericanos.
6
En Europa, por el contrario, las profundas transformaciones de la vida urbana durante
las primeras décadas del siglo, con la proyección masiva de los nuevos medios de
comunicación y de las industrias culturales, había puesto en crisis los equilibrios
básicos sobre los que se sustentaba la cultura humanista procedente de la Ilustración.
Será, por tanto, en Europa donde cuajará en este tiempo el temor a la
homogeneización cultural. Enlazando con una vieja tradición que arranca de
Tocqueville, de Stuart Mill y de Mathew Arnold, autores como Scheler y Ortega
formularán un pesimista diagnóstico de la sociedad de la época. La sociedad masa
que ellos criticaban anulaba al individuo, homogeneizándolo y degradándolo
culturalmente, y se abocaba así a una dinámica irracional de graves consecuencias
(Giner, 1979). Pero el diagnóstico cultural de estos primeros críticos de la moderna
sociedad de masas era de carácter antropológico; ellos aludían fundamentalmente a
los nuevos estilos de vida y a las nuevas pautas de interacción resultantes del
desarrollo de la tecnología y del creciente proceso de burocratización. Lo que se va a
etiquetar y a criticar seguidamente como cultura de masas no será eso, sin embargo,
sino el universo simbólico producido y propagado por los nuevos medios de
comunicación de masa. Y el hecho es que esos medios –la radio, luego la televisión- y
las industrias culturales a ellos ligados –la industria discográfica y la cinematográficadonde van a experimentar su mayor desarrollo y donde van a alcanzar su mayor
proyección cultural será en los Estados Unidos. Por razones de tamaño de mercado,
por la especial adecuación del marco regulativo al desarrollo empresarial y por la
propia opulencia de la economía americana, que tiene su apogeo a partir del boom
consumista que sigue a la II Guerra Mundial, medios e industrias culturales alcanzarán
en los Estados Unidos una envergadura incomparable. Allí, además, su amplia
penetración y su tendencial universalidad llegarán a hacerse más patentes que en
ningún otro lugar, debido al favorable sustrato con el que contaban, de una enorme
población inmigrante rabiosamente deseosa de integrarse al nuevo universo cultural
americano y debido también a la escasa resistencia que les planteaba un universo de
la alta cultura todavía en fase de consolidación. Por todo ello, será en ese país donde
finalmente germine el debate sobre la cultura de masas. ¿Pero en qué sentido se
planteará en este caso la crítica? Y en primer lugar, ¿cómo es que ahora sí que se
suscita una importante preocupación por la cultura de masas en los Estados Unidos
cuando veinte años antes la crítica a la sociedad de masas no había llegado allí a
fraguar? 1
1
Eso es así por más que Robert Park, figura prominente de la Escuela de Chicago, y su
discípulo Herbert Blumer, habían abordado el tema en algunos de sus trabajos anteriores a la II
7
La sensibilización norteamericana con respecto al tema de la cultura de masas tuvo
lugar merced a la incorporación al tradicional coro crítico conservador, de una
inesperada nueva voz, que se revelará muy potente y estratégicamente crucial: la de
los círculos humanistas de izquierda, reforzados ahora por la llegada de los exiliados
europeos, y en particular la de los miembros de la influyente Escuela de Frankfurt. Al
decir de Eugene Lunn (1990), estos críticos de izquierda –Clement Greenberg,
Dweight MacDonald o Adorno- reaccionaban así a la integración consumista de la
clase obrera americana, que la cultura de masas supuestamente operaba. Conviene
puntualizar, sin embargo, que éste era sólo uno de los aspectos de la nueva realidad
ante la que estos críticos reaccionaban. El otro aspecto clave era la nueva dimensión
industrial y la nueva configuración oligopolística que estaban adquiriendo en aquel
momento las empresas culturales americanas en su empeño de dirigirse ahora a la
totalidad del público (Morin, 1962). Ese desarrollo aparecía ante sus ojos como una
seria amenaza para la autonomía artística moderna. La crítica izquierdista de la cultura
de masas retomaba en este sentido la legendaria bandera de la revolución artística
moderna. Tal como Bourdieu (1992) ha señalado, esta bandera se alzó de forma
paradigmática en la Francia del Segundo Imperio contra el reforzado control de la vida
artística que por entonces intentaba imponer el poder político y económico, y frente al
auge del arte comercial que éste instigaba, ahogando la autonomía artística alcanzada
en el siglo anterior. Al igual que los héroes artísticos de aquella época, los críticos de
izquierda de la cultura de masas se revelaban así contra el peligro de que la lógica
económica capitalista se impusiera en el ámbito de la cultura, degradándola.
En la crítica a la cultura de masas que fraguó en los Estados Unidos a mediados del
siglo XX se amalgamaron temas de diversa procedencia ideológica, pues 2 . A las
tradicionales acusaciones de mediocridad, vulgaridad y falta de significado cultural, de
raíz conservadora, se les añadió el rechazo a la mercantilización e industrialización de
la cultura, de espíritu romántico (Williams, 1958) e inspiración vanguardista. A esto se
sumó también la preocupación por los efectos narcóticos y los usos manipulativos de
los medios, que entroncaba con la vieja inquietud liberal de los teóricos de la sociedad
masa, pero que enlazaba igualmente con el desasosiego izquierdista ante la
Guerra Mundial. Pero como Martin Jay (1974: 356) ha señalado, esos fueron trabajos aislados
y no demasiado críticos.
2
Un completo catálogo de estos temas puede encontrarse desarrollado en Giner (1979: 263 y
ss.).
8
desmovilización obrera. Todo ello se fundió en el común vaticinio de un horizonte de
homogeneización cultural.
Más allá de la dimensión valorativa, de crítica cultural, que resultaba predominante y
era característica en este discurso, se expresaba en él toda una visión sobre la
configuración del orden cultural moderno, sobre su dinámica y su previsible futuro.
Esta visión, que incluía la idea de una recepción homogénea y pasiva por parte del
público,
la
de
una
producción
cultural
cada
vez
menos
diversa
y
más
monopolísticamente controlada por grandes empresas de producción en masa y la de
un horizonte de ineluctable homogeneización cultural, pareció verosímil durante un
tiempo, a lo largo de los años 40 y 50, pero fue cuestionada desde el principio por la
sociología empírica y acabó siendo arrumbada por los hechos.
La investigación sociológica sobre la comunicación de masas, que floreció desde
principios de los años 40 en la Universidad de Columbia alrededor de la figura de Paul
Lazarsfeld y de su legendario Bureau of Applied Social Research, fue poniendo de
manifiesto muy pronto la gran diversidad existente en las pautas de consumo y de
fruición de los medios por parte de los diferentes estratos sociales, la limitada
influencia que éstos ejercían sobre la audiencia y la importancia decisiva que en
cualquier caso tenían las mediaciones y los contextos sociales (Wolf, 1987). Las
evidencias acumuladas por los estudios de comunidades y por las investigaciones
sociológicas sobre el ocio cuestionaron también paralelamente la idea de una
audiencia pasiva y vulnerable (Wilenski, 1964). En ese sentido, David Riesman y sus
colaboradores destacarían en su influyente obra de 1950, The Lonely Crow (1964), la
función en realidad liberadora que podían desempeñar los medios, como recurso de
los individuos frente a la influencia de sus grupos de iguales. Las cosas iban quedando
claras, pues. Pero todos estos correctivos científicos recibirían aun un respaldo muy
significativo cuando al otro lado del Atlántico prestigiosos investigadores sociales
cercanos al marxismo optaron por enfrentarse a estos mismos tópicos del discurso
crítico de la cultura de masas. Por un lado, Richard Hoggart, en su obra de 1957, The
Uses of Literacy, proclamará la subsistencia de las diferencias de clase y las
“resistencias” que en concreto la clase obrera ofrece a la penetración de los mensajes
de los medios de comunicación de masas. El fundador de los cultural studies
británicos llamará así la atención sobre la imposibilidad de deducir la experiencia de la
recepción del análisis de los textos culturales, una práctica que resultaba típica en los
trabajos de los estudiosos de la masificación cultural. Por otra parte, Pierre Bourdieu y
Jean-Claude Passeron insistirán en ese mismo punto en 1963, en la crítica mordaz y
9
despiadada que lanzarán frente a los intentos de desarrollar en Francia por aquellos
años un discurso afín al de los críticos culturales americanos (Bourdieu y Passeron,
1963). Todo el programa de investigación en el que ellos se hallaban embarcados por
entonces –el que conducirá años más tarde a la publicación por parte de Bourdieu de
la famosa obra La Distinction (1979)- partía de una estrategia de indagación y de unas
hipótesis diametralmente opuestas y tomaba como punto de referencia clave la alta
cultura en lugar de la “cultura de masas”.
El cuestionamiento sociológico de la visión del orden cultural que ofrecía el discurso
crítico de la cultura de masas resultó tanto más eficaz cuanto que uno de sus
fundamentos –la idea de una todopoderosa industria cultural de carácter fordista- muy
pronto reveló su inconsistencia. De hecho, casi al mismo tiempo que Horkheimer y
Adorno publicaban su Dialektik der Aufklärung (1970 [ed. orig. 1947]), en la que
acuñaban el término de “industria cultural” como sustituto del de cultura de masas, a
fin de subrayar el carácter global y centralmente organizado de la producción cultural
orientada a las masas (Wolf, 1987: 94), la verdadera industria cultural americana que
había servido de modelo a su teorización entraba en una etapa de profundo cambio,
que supondría la rápida desaparición de su característico perfil fordista. Veamos a
continuación cómo tuvo lugar este cambio en el caso de la industria cinematográfica y
en el de la industria discográfica, sin duda los dos más significativos 3 .
En el caso de la industria cinematográfica, un famoso fallo judicial de 1948, que
obligaba a los estudios a desprenderse de las cadenas de cines sobre las que
basaban su control del mercado, e inmediatamente después la feroz competencia de
la televisión, serían los factores desencadenantes de la crisis. Ante ella, las “factorías”
cinematográficas (Universal, Paramount, Warner Brothers), que habían sido el
paradigma de la aplicación de los principios fordistas de organización al terreno de la
producción cultural, se vieron obligadas a transformarse. Lo hicieron apostando en
principio por la innovación productiva, eliminando sus fórmulas estandarizadas y
diversificando sus producciones, y también adoptando una política de desintegración
vertical (contratación de productores independientes para la fase de preproducción) y
de externalización de servicios (sustitución de los contratos de larga duración de
guionistas, directores o actores, por otros vinculados a un único proyecto). Estas
3
Lo que vamos a explicar seguidamente respecto a la evolución de la industria cinematográfica
estadounidense se basa en Storper (1989). En cuanto a los cambios en la industria
discográfica, nuestras fuentes son los trabajos de Peterson y Berger (1971 y 1975), y el más
reciente artículo compilatorio de Peterson (1990).
10
políticas, que pretendían disminuir los gastos fijos y asegurar así la recuperación del
negocio, tuvieron como resultado involuntario el fortalecimiento de los productores
independientes, lo que empujó más y más en el sentido de la desintegración y acabó
llevando a la crisis total del sistema en 1970. Desde entonces, los estudios se han
transformado en compañías financieras y ya no operan como factorías de creación.
En el caso de la industria discográfica, la transformación resultaría de todo similar.
También aquí, desde los años 20, se había conformado un sistema en el que unas
pocas grandes compañías (RCA, Columbia, Decca y Capitol), que controlaban
establemente el mercado, organizaban la producción al modo de verdaderas factorías
musicales. En ellas, los autores de canciones, los cantantes y las orquestas operaban
como empleados fijos y estaban burocráticamente integrados en extensas estructuras
funcionales, los discos eran producidos de forma rutinaria, eran grabados en los
propios estudios, distribuidos por medios también propios y promocionados a través de
canales bajo el control directo de las compañías (cadenas radiofónicas nacionales que
emitían música en directo, estudios cinematográficos productores de películas
musicales y teatros musicales de Broadway). Pero ese sistema cambió radicalmente
en muy pocos años.
Entre 1955 y 1959, el control del mercado norteamericano por parte de las cuatro
grandes pasó de un 74 a un 34%. Esta brusca quiebra del tradicional oligopolio
discográfico fue debida a una combinación de cambios tecnológicos, organizacionales
y de mercado. Ya la crisis de Hollywood había supuesto pocos años antes el
abandono de la realización de musicales por parte de los estudios y su entrada directa
en el negocio discográfico, infringiendo con ello un doble golpe al sistema de dominio
de las grandes discográficas. Por otra parte, la aparición en ese momento del disco de
vinilo, en su doble versión de 33 y 45 rpm., que, a diferencia del de 78 rpm., pesado y
frágil, ofrecía a las pequeñas compañías independientes posibilidades de distribución
muy accesibles, supuso también un importante factor de cambio, pues proporcionó a
estas compañías una condición necesaria para su posterior desarrollo. Pero el factor
que resultaría más decisivo para la quiebra del sistema habría de ser la radical
transformación experimentada por la radio en aquellos años. Al igual que ocurrió en el
caso del cine, el auge de la TV determinó la crisis del oligopolio radiofónico vigente
hasta entonces. La desconfianza sobre la viabilidad de este medio en las nuevas
condiciones de competencia mediática llevó al abandono de las grandes cadenas.
Estas se desmembraron, sus emisoras locales fueron enajenadas y otras muchas
surgieron a partir de la relajación de la anterior política restrictiva de concesión de
11
licencias, mantenida hasta entonces para preservar los intereses de las grandes
empresas. El resultado fue la fragmentación del mercado nacional en un enorme
número de mercados locales, diversos y competitivos. De esta situación surgió un
nuevo modelo de radio. Las nuevas emisoras, económicamente modestas y dirigidas a
audiencias bien definidas, optarán por la música grabada, como forma barata de
programación, y desarrollarán la estrategia del cultivo de gustos específicos. La
relación entre las empresas radiofónicas y discográficas cambian: la nueva radio pasa
a promocionar directamente el disco y de forma muy intensa, pero ahora se tratará de
una música escogida en función del gusto específico de cada público particular, sin
importar su compañía de procedencia. Esto favorecerá enormemente la aparición de
nuevas compañías discográficas especializadas en distintos géneros musicales, la
diversificación general del mercado de la música grabada y el aumento del consumo
(la facturación se dobla entre 1954 y 1959). Es en este contexto en el que emerge el
rock.
En el nuevo panorama resultante, el sistema de organización de la industria
discográfica cambia profundamente. Los nuevos creadores musicales acrecientan su
autonomía artística, especialmente a partir de los años 60. Surgen productoresemprendedores que desarrollan identidades musicales peculiares desde pequeñas
discográficas propias o trabajando en términos de free-lance para compañías más
grandes. La música se graba en estudios alquilados y los contratos de músicos y
técnicos son ahora por trabajo. Es decir, que todo el segmento de la producción se
redefine y que en buena medida se externaliza o se autonomiza. En el otro extremo
del proceso, por otro lado, en el ámbito de la distribución, aparecen diferentes cadenas
independientes, así que también por ahí el patrón de integración vertical se
resquebraja. En definitiva, pues, el perfil fordista de la industria discográfica
norteamericana, y por extensión mundial, se difumina.
La desestructuración de las industrias culturales fordistas por excelencia no significó la
definitiva desaparición de los conglomerados gigantes en esos ámbitos del cine y de la
música, ya que la concentración empresarial se recuperó luego en ellos (si bien ya de
forma menos estable). Y ni siquiera el modelo fordista de organización del proceso
productivo desapareció de raíz del mundo de la cultura, ya que su ocaso en esos
campos, o también en el de la radio, como hemos visto, coincidió con su transposición
al ámbito televisivo. Pero en conjunto puede decirse que el horizonte general de
masificación cultural a partir de la industria dejó de resultar verosímil desde esa época
de finales de los 50, por más que persistiera el espejismo durante algún tiempo,
12
fundado en visiones parciales o miopes. El caso es que un nuevo patrón
organizacional, de carácter flexible, mejor adaptado al dinamismo social y técnico del
capitalismo avanzado, estaba ya en circulación y su avance resultaba innegable.
Por último, la visión de la cultura de masas implicaba también –habíamos dicho- un
horizonte de general homogeneización cultural de la sociedad. En realidad, la
existencia o subsistencia de la diversidad cultural era más o menos explícitamente
admitida por los críticos de la cultura de masas, pero lo que sociólogos como Bell o
Shils insistieron en destacar es que esta diversidad no había disminuido en los
Estados Unidos con el avance de los medios de comunicación, sino que se había
mantenido, o incluso había tendido a aumentar, y que las prácticas y consumos de alta
cultura en particular se habían ampliado de forma sustancial. De hecho,
retrospectivamente se ha llegado a reconocer que durante la primera mitad del siglo
XX los medios de comunicación y las industrias culturales norteramericanas
desempeñaron un papel crucial en la “ampliación de la comprensión y del contacto de
las capas populares con la alta cultura” (DiMaggio, 1991: 142). Nada más alejado,
pues, de un proceso de homogeneización. La explosión contracultural de los sesenta,
intrínsecamente opuesta a la complaciente cultura comercial, acabaría en cualquier
caso por provocar el definitivo desvanecimiento del espejismo de la cultura de masas 4 .
A partir de entonces, esa idea de la cultura de masas pasará a ser considerada un
mito incapaz de resistir la contrastación empírica. “El capitalismo de consumo –dirá
Swingewood (1977: 20), por ejemplo-, en lugar de crear una vasta masa, homogénea
y adocenada culturalmente, lo que genera son diferentes niveles de gusto, diferentes
audiencias y consumidores” (1977: 20). La perspectiva que se afirma en la década de
los setenta será ya, por tanto, claramente la contraria: la de una persistente, marcada
y dinámica diversidad cultural (Gans 1974; Bourdieu 1979).
En definitiva, la visión de Bell sobre el desarrollo cultural de la sociedad postindustrial
se ha revelado sustancialmente certera. Sin embargo, tampoco puede darse por
enteramente válida. Las grandes transformaciones culturales apuntadas en la teoría
de la sociedad postindustrial entrañaban asimismo, según dijimos, cambios profundos
en el propio entramado del universo artístico, cambios que Bell en gran medida
4
Herbert Gans dirá más tarde, tratando de explicar el hecho: “Por una parte, algunos de los
críticos dejaron de atacar a la cultura popular porque identificaron un nuevo y más importante
enemigo, la llamada cultura juvenil, a la que criticaban por su radicalismo político, su
hedonismo, su misticismo y su nihilismo. El otro cambio de dirección fue todavía más drástico y
planteó, por lo menos implícitamente, el fin de la crítica a la cultura de masas, al entender que
las ideas de la alta cultura habían sido aceptadas e integradas en la cultura popular” (1974: 5).
13
vislumbró, pero que en realidad no llegó a valorar en su justa medida, ni supo tampoco
comprender en sus verdaderas consecuencias. La dimensión estructural de estos
cambios puede apreciarse claramente a partir del contraste entre el conocido modelo
de Bourdieu sobre la modernidad artística, basado en el análisis de un caso ejemplar,
el del mundo literario y sus transformaciones en la Francia del siglo pasado (Bourdieu,
1992), y el panorama actual en este ámbito 5 .
La redefinición de las reglas del arte
Para Bourdieu, el universo artístico moderno moderno se caracteriza ante todo por su
autonomía; una autonomía fraguada históricamente a través de un largo proceso de
emancipación frente a toda determinación externa, de afirmación de la libertad de
creación y de progresivo reconocimiento del poder demiúrgico del genio artístico.
Forjado el nuevo orden artístico en la oposición frente al poder y al interés económico,
esa será también la tensión esencial que constituirá el nuevo espacio del arte
autónomo, la tensión entre el valor artístico y el valor económico. Esa tensión
conformará la estructura del nuevo espacio social del arte, delimitando en él dos
sectores principales: el del arte puro, creado en función del interés artístico y orientado
a la innovación formal o conceptual, y el del arte comercial o burgués, creado en
función del interés económico y orientado, pues, a la mera satisfacción de la demanda.
Estos dos sectores quedarán opuestos y enfrentados 6 . Cristalizado de este modo el
espacio del arte autónomo, propio de la modernidad, éstas serán las reglas básicas de
su estructuración y funcionamiento:
1.
En primer lugar, existirá un contraste radical entre los dos sectores básicos del
espacio artístico en todos los órdenes de su funcionamiento, tanto en relación con
el modo de producción y de circulación de las obras como en lo que se refiere a las
formas de intermediación con respecto al público. En el sector del arte puro, de
producción restringida, la faceta predominante de la actividad será la faceta de
creación, mientras que en el sector comercial, el de gran producción, lo será la de
5
Hay que decir que Bourdieu tendió siempre a eludir, minimizándolos, los cambios acaecidos
en el sistema de las artes a partir de los años setenta. Las anomalías que al respecto registró,
muy ocasionalmente, en su libro de 1992, y más in extenso en otros escritos posteriores
(Bourdieu, 1996 y 1999), fueron interpretadas por él como desarrollos puramente
circunstanciales, incapaces de cuestionar la vigencia de su teoría.
6
A partir de entonces, como dirá Bourdieu, “el artista no puede triunfar en el terreno simbólico
más que perdiendo en el terreno económico” (1992: 123). El éxito público se convertirá en
oprobio artístico.
14
difusión. En el primer caso, el ciclo de producción será largo, pues la demanda
inicial es por principio nula y la valorización económica, a través de la progresiva
difusión, será siempre incierta al inicio del proceso, produciéndose en todo caso a
largo plazo. Por el contrario, en el segundo caso el ciclo de producción será corto.
Las obras, adaptadas de antemano a la demanda, circularán de forma rápida y
masiva, siendo su obsolescencia igualmente veloz. Los beneficios económicos
serán entonces inmediatos y seguros. En correspondencia con estas diferentes
circunstancias de producción, la configuración empresarial en ambos terrenos
tenderá a ser muy distinta: típicamente capitalista y organizacionalmente industrial,
es decir, fordista, en el caso del sector de gran producción, y meramente artesanal,
y además manifiestamente antieconómica, en el del sector de producción
restringida 7 . Por lo demás, las formas de intermediación con respecto al público
serán también alternativas. En el sector de producción restringida, dos tipos de
instituciones de intermediación resultarán claves: de un lado, los “descubridores”
(autores y críticos que aportan crédito a las nuevas obras), y de otro las
instituciones de conservación y el sistema de enseñanza (instancias que
eventualmente las consagrarán ante el gran público). En contraste, el sector de
gran producción dependerá fundamentalmente de los medios de comunicación y
utilizará a fondo tanto la publicidad como el márketing.
2. A partir de este funcionamiento, se constituirán tres posiciones básicas en el
campo de producción artística. Dentro del sector de producción restringida, las de
la vanguardia consagrada y la vanguardia bohemia. Y dentro del sector de gran
producción, la del arte comercial. Estas posiciones caracterizarán a las empresas,
en el sentido que acabamos de indicar, pero también a los creadores y a las obras.
Los artistas, para empezar, se diferenciarán doblemente: dentro del sector no
comercial, más que nada por su edad, y en correspondencia con ella, por su
distinta extensión curricular; y entre el sector comercial y el no comercial, por su
opuesto
perfil
de
carrera,
oficialista
y
cargado
de
reconocimientos
y
condecoraciones, en el primer caso, y heterodoxo, así como alejado de todo tipo
de honores mundanos, en el segundo. En cuanto a las obras, será su mayor o
7
Como explica Bourdieu (1992: 202), la lógica polarizada del campo de producción artístico
hace que la “denegación” de la economía (del interés económico, de la preocupación
comercial) sea un requisito para la acumulación de capital simbólico. Sin embargo, ese mismo
capital simbólico tiende a convertirse a la larga en capital económico, sirviendo así para
sufragar los inevitables costos económicos de la actividad. De este modo, las empresas del
sector restringido, en la medida en que tienen éxito y subsisten, adquieren un perfil
organizacional contradictorio, escindidas entre las exigencias antieconómicas de la producción
innovadora y las exigencias propiamente económicas de la explotación del fondo acumulado.
15
menor academicismo, medido ante todo en relación con el devenir lineal de los
estilos, lo que las distinguirá 8 .
3. Esta estructura del espacio artístico dará lugar a una dinámica de cambio estético
progresivo y revolucionario. Porque en el polo de la creación pura, que es en este
caso el único polo de innovación, ya que el otro, en cuanto que sometido a la
demanda, es por naturaleza conservador, el acceso a la existencia de los nuevos
creadores sólo se hace posible como reconocimiento simbólico de un aporte
diferencial y a través de la disputa de la legitimidad artística de los ya consagrados.
Rige, pues, una obligada dialéctica de la distinción, en la que todo el campo se
temporaliza conjuntamente. Los recién llegados se hacen presentes desde el
momento en que imponen unas nuevas señas de identidad estéticas frente a las
previamente establecidas. Ese momento de dominio que marca su existencia, ese
faire date en la elocuente expresión francesa que lo designa, relega a los ahora
desplazados de la actualidad y a sus opciones estéticas hacia el pasado. Y
produce también, al mismo tiempo, una traslación de la jerarquía social de los
gustos. Pues también los gustos del público se desplazan en una paralela y
homóloga dialéctica de la distinción; una dialéctica ésta, en la que las diferentes
capas de la burguesía, que componen básicamente dicho público, compiten por la
superioridad cultural, es decir, por la posesión del gusto más exquisito 9 . El
mecanismo del cambio se acaba de componer de este modo. Los artistas
consagrados van accediendo a un público burgués cada vez más amplio, sobre la
base del generalizado interés por parte de ese público por asimilar las claves de la
legitimidad cultural. Pero esa asimilación supone a un tiempo valorización
económica y banalización simbólica, de acuerdo con la lógica fundacional del
campo del arte autónomo. Esa banalización les hará vulnerables a los ataques de
los nuevos artistas, que tratarán de imponerse impugnando el valor artístico, ahora
devaluado, de sus obras. Por último, las fracciones más avanzadas de la
burguesía harán suyos los nuevos signos estéticos. Y así, un nuevo ciclo estará
listo para comenzar.
8
Las nuevas vanguardias irán marcando el tiempo de la actualidad artística, la novedad,
mientras que las vanguardias consagradas representarán lo ya clásico, y el arte comercial lo
definitivamente viejo, lo que se haya ya desconectado del tiempo artístico presente.
9
Las capas populares, según la teoría del consumo cultural de Bourdieu (1979), no entrarían
en esa pugna. Sus gustos, por definición “vulgares”, se situarían claramente al margen,
encontrando su alimento en exclusiva del lado del arte comercial.
16
4. Por último, de esta dinámica resultará una tendencia a la progresiva
autonomización formal de las obras (que irán despojándose, así, de todo contenido
y de toda función extraartística) y una tendencia también a la creciente
especialización de los códigos, tanto por disciplinas como por géneros.
Este es, en resumidas cuentas, el modelo que Bourdieu nos propone para representar
el sistema artístico moderno. Pero, ¿son todavía estas reglas de la modernidad
artística las que rigen el funcionamiento de los universos artísticos en la actualidad?
Desde luego, no cabe duda de que algunos de las reglas más características de la
modernidad artística hace tiempo que han quedado desvirtuadas. ¿Qué queda, por
ejemplo, de la tendencia a la autonomización formal de las obras y al autismo
interpretativo? En realidad, la época finisecular se ha caracterizado más bien por la
regresión a códigos estilísticos más ampliamente compartidos (a la figuración, a la
biensonancia, a la narratividad). La ideología de la superación contínua y lineal ha sido
impugnada en todas las disciplinas artísticas por quienes han propugnado una
rematerialización de las obras, una recuperación del contenido y hasta de la
funcionalidad extraartística. Esto no ha eliminado por completo la indagación formal
vanguardista, que se prosigue a su modo en algunas tendencias, pero ha desprovisto
a ésta de su valor normativo.
De paso, se ha quebrado también el rígido orden temporal que organizaba la dinámica
de la modernidad artística. Las vueltas y revueltas estilísticas del cambio de siglo
parecen haber desbaratado para siempre la esquemática lógica estética de la prioridad
(Moulin, 1992), propiciando un clima artístico y unos esquemas de valoración mucho
más pluralistas. Poco queda de la dinámica de cambio estético progresivo. El pautado
relevo de ciclos de consagración estilística ha sido suplantado por una contínua
pugna, más o menos vivaz en cada momento, entre una multiplicidad de opciones y de
nuevas propuestas.
Por su parte, el rítmico ajuste entre producción y consumo, que había sido
–recordémoslo- un mecanismo esencial de la transmutación entre valor simbólico y
valor económico, no parece tampoco, hoy por hoy, muy operativo. En el ámbito de la
creación musical seria, por ejemplo, la aceleración de la evolución vanguardista ha
producido en el siglo pasado una tal desconexión con el público melómano que la
dinámica de progresiva difusión de innovaciones llegó a quedar para ella suspendida
(Menger, 1986). Por otro lado, y en sentido opuesto, tanto en el ámbito de la literatura
17
como en el de la plástica ha dejado de ser inhabitual que el éxito artístico acompañe al
económico. En definitiva, pues, es toda la mecánica de la distinción cultural moderna
la que parece seriamente alterada.
Y si la dinámica del orden artístico moderno está alterada, ¿hasta qué punto subsiste
su estructura? ¿Se mantiene, por ejemplo, el esquema tripartito del campo artístico, tal
como había sido descrito por Bourdieu? Veamos. Para empezar, podemos señalar
que, cuestionada la lenta pauta de consagración de los artistas, la distancia entre los
consagrados y los jóvenes aspirantes, que era de carácter más que nada temporal, se
ha acortado mucho. La carrera, en efecto, ha tendido a hacerse mucho más rápida,
tanto en el acceso al reconocimiento artístico como en la consecución del éxito
económico. En este sentido, esa oposición, que recubre una gran diversidad de
situaciones, ha dejado de tener la importancia estructural que había tenido. Pero
todavía más trascendental que ese cambio resulta la difuminación que está teniendo
lugar en el contraste entre las posiciones “artísticas” y “comerciales” (Crane, 1987).
Los artistas consagrados, por ejemplo, ya no carecen de reconocimientos y honores,
sino que, por el contrario, los acaparan. Y los jóvenes aspirantes no se mantienen ya
generalizadamente al margen de las instituciones oficiales, pues éstas hace tiempo
que se han abierto a la vanguardia 10 . La creación misma, que había llegado a hacerse
estrictamente incompatible entre ambos campos, ha vuelto a amalgamarse de mil
maneras. En la plástica, por ejemplo, desde la aparición del pop art proliferan todo tipo
de asimilaciones e hibridaciones (Cherbo, 1997). Y lo mismo ocurre en otros ámbitos
artísticos. Los géneros en principio más dispares y opuestos conviven ahora sin
disonancias y sin desdoro en una misma obra: la novela experimental y el periodismo
deportivo, los culebrones televisivos y el teatro de vanguardia, la ilustración y la pintura
artística. Y ya no resulta infrecuente encontrar a exquisitos intérpretes, como el Kronos
Quartet, combinando en su repertorio y en sus conciertos la vanguardia musical
contemporánea con autores como Jimi Hendrix, Television o Astor Piazzola.
¿Y qué es lo que ocurre, por otra parte, en relación con las empresas de ambos
sectores? ¿Se mantiene el contraste en los modos de producción y de distribución de
las obras? ¿Cabe seguir distinguiendo hoy entre formas de intermediación alternativas
respecto al público? Ciertamente no puede decirse que las pautas descritas por
Bourdieu hayan desaparecido por completo del panorama actual, pero no cabe duda
10
De hecho, ya en 1962 Daniel Bell anunciaba el colapso de la vanguardia por la inmediata
aceptación de sus propuestas (1969: 38).
18
tampoco de que las transformaciones que se han producido al respecto en las últimas
décadas son muy profundas. Se mire como se mire, la aproximación en sus prácticas
entre los dos sectores básicos del campo artístico resulta evidente. El sector de gran
producción ha cambiado grandemente su fisonomía. La imagen tradicional de la
industria cultural como un conglomerado integrado verticalmente, en el que la
demanda resulta perfectamente previsible y permite, por tanto, una gestión segura y
eficaz de la producción, ha dejado en gran medida de ser cierta. Los casos
arquetípicos
de
la
industria
cinematográfica
y
de
la
industria
discográfica
norteamericanas, que hemos descrito anteriormente, muestran que las incertidumbres
respecto a la demanda han llegado a ser consustanciales también a este sector.
Debido a ello, como hemos visto, en estas industrias se ha impuesto una tendencia
hacia la desintegración vertical de las empresas y la segregación de la función de
producción. El panorama actual en este sector es, así, el de una concentración
oligopólica de grandes organizaciones distribuidoras y difusoras, en las que se
acumula establemente el beneficio, frente a una multiplicidad de pequeñas y medianas
empresas productoras, orientadas a la creación, en las cuales lo que se acumula es el
riesgo; algo –esto último- no tan alejado de la configuración típica de las empresas del
sector de producción restringida en la versión de Bourdieu 11 .
Por otra parte, en el ámbito de la producción restringida, la progresiva expansión de la
subvención pública y privada ha alterado en gran medida la lógica que vinculaba el
ciclo de consagración a la mecánica de la distinción cultural y a la valorización
económica de la obra a largo plazo. En ese sentido, el radical cambio de actitud de las
instituciones de conservación, que se han abocado a un cada vez más temprano
reconocimiento de la innovación, ha contribuido extraordinariamente, no sólo a la
aceleración de la carrera artística de los nuevos creadores, sino también a la
aceleración de la carrera en el mercado, y lo que resulta todavía más transgresor, a la
sincronización de ambos tipos de carrera. A veces, la constitución de mercados
altamente protegidos por la subvención ha propiciado la desvinculación absoluta de los
creadores respecto al público, rompiendo con ello igualmente la mecánica de
progresiva asimilación 12 . Y en todos los casos, el aumento de la intervención pública
11
Eso explica la paradoja que encuentra Eve Chiapello en su reciente estudio sobre la
problemática de la gestión artística (1998), de que sea en una empresa de producción
audiovisual (una empresa dedicada fundamentalmente a la realización de seriales para la
televisión) donde aparece el más agudo conflicto con las exigencias de la gestión económica.
12
Ha sido el caso de la música contemporánea en Francia (Menger, 1983), anteriormente
evocado.
19
en favor de la creación artística ha tendido a disminuir el riesgo económico de la
producción, transformando así las condiciones de la misma 13 .
Por último, las ambigüedades, las aproximaciones y las intersecciones también
proliferan en el ámbito de las fórmulas e instituciones de intermediación. Hoy en día,
los descubridores artísticos se han profesionalizado, estudian márketing y tratan de
suscitar la mayor atención mediática posible para sus lanzamientos. Los publicistas y
comunicadores, por su parte, intervienen cada vez más decisivamente en la
valorización y jerarquización del arte puro 14 . Y el sistema de enseñanza, sensibilizado
por la crítica culturalista y aleccionado por el relativismo cultural que transmiten las
instituciones de conservación, está dejando de operar como garante último de la
legitimidad cultural.
La contrastación con Bourdieu permite apreciar la nueva configuración del mundo de
las artes: la reconciliación y el acercamiento entre las posiciones artísticas y
comerciales de los creadores, la fragmentación y flexibilización de las industrias
culturales, e inversamente el progresivo aposentamiento y a la vez el creciente
comercialismo de las instituciones de alta cultura, así como la mediatización de las
instancias críticas. La teoría postindustrial de Bell, por su parte, proporciona la
perspectiva procesual y contextual necesaria para concebir el marco sociohistórico en
el que la transformación del ámbito artístico se ha producido y la naturaleza del nuevo
orden cultural en el que hoy se asienta.
La lógica de la nueva configuración
La dinámica capitalista postindustrial, que supuso la terciarización de la economía, el
desarrollo del capitalismo corporativo y del Estado del Bienestar, provocó profundos
cambios sociales en el segundo tercio del siglo XX. Se produjo una enorme expansión
de la educación superior (Collins, 1979) y una generalizada tendencia a la
profesionalización del trabajo (Sarfatti Larson, 1977), al tiempo que el consumo se
disparaba y el ocio se convertía en un espacio vital de gran importancia. Todas estas
13
Ese hecho queda ilustrado en el citado estudio de Chiapello (1998) por la sorprendente
armonía con la que se integran las exigencias de gestión económica en el caso de las
orquestas; organizaciones caracterizadas, como se sabe, por su elevada dependencia de la
subvención.
14
Ese es uno de los cambios actuales que Bourdieu reconoció en sus últimos escritos sobre
estos temas (cf. Bourdieu, 1996: 66-67).
20
transformaciones desencadenaron a su vez una doble lógica de cambio cultural: del
marco cultural del modo de vida, por un lado, y de la esfera cultural especializada, por
otro.
Un vector fundamental de cambio cultural del modo de vida ha venido dado por el
amplio desarrollo de unas nuevas clases medias ligadas a la mutación postindustrial.
Estas nuevas clases medias, que afirman su liderazgo cultural a partir de la
generación de los baby boomers (Pronovost, este libro), resultan de unas nuevas
condiciones de existencia social: por una parte, un entorno ocupacional definido a
partir de credenciales educativas, de valor universal y no tanto basado, como era
tradicional, en una red local de contactos y en la antigüedad laboral; y por otra, una
socialización cultural desarrollada lejos de la familia y más allá de la infancia, en el
entorno educativo sobre todo y de forma continuada a partir de ahí (DiMaggio, 1991).
Estas nuevas clases medias impulsan la destradicionalización general de la sociedad y
la individualización de las identidades y los estilos de vida (Beck, 1998; Giddens,
1995). Es así como avanza en el conjunto social, por un lado, la redefinición
patrimonial de los modos de vida tradicionales (Ariño, este libro), y por otro, el cambio
sociológico que Inglehart (1977, 1990) ha registrado como sustitución de los valores
materialistas por los valores postmaterialistas (los orientados a las necesidades de
pertenencia y estima, o a los intereses de autorrealización intelectual y estética). Este
cambio cultural general se conforma en primer lugar en el ámbito del consumo (Zukin,
2003), donde se desarrolla una creciente reflexividad estética, mediada por la
publicidad (Lash y Urry, 1987, 1994), y se expresa de modo paradigmático en el
terreno del turismo (Urry, 1991) y de la moda (Crane, 2000).
Los cambios en la esfera cultural especializada han seguido una lógica independiente,
pero han estado a su vez estrechamente entrelazados a los cambios culturales más
generales que acabamos de reseñar. La crisis de las industrias culturales
norteamericanas de mediados del siglo pasado tuvo, como hemos visto, múltiples
causas endógenas, pero su resolución a partir de la década de los sesenta en forma
de reestructuración posfordista sólo pudo producirse sobre la base de las nuevas
pautas de consumo cultural –más diversas, más cambiantes, menos jerarquizadasintroducidas por las nuevas clases medias profesionales.
En el ámbito de las instituciones de alta cultura –orquestas, teatros, museos-, que han
experimentado también importantes cambios de orientación a partir de aquellos años,
en el sentido de hacerse más y más inclusivos, social y estéticamente (Zolberg, este
21
libro), el factor clave fue la gerencialización, una transformación organizacional que
realzó el poder de los administradores. Como DiMaggio (1991) ha puesto de
manifiesto, en las últimas décadas un nuevo cuerpo profesional –el de los gestores
culturales, de formación universitaria- ha tomado forma y ha ganado poder en el seno
de estas instituciones, en detrimento de quienes anteriormente las controlaban, que
eran los patronos privados y los profesionales de la estética. Estos nuevos
administradores son por naturaleza proclives a las políticas de inclusión y de
expansión institucional –objetivos a menudo entrelazados- porque en ellas se cifran
sus propias posibilidades de promoción económica (sus sueldos suelen estar en
relación con el presupuesto de la institución) y porque a través de ellas se crea el
espacio de actuación en el que se sustenta su autoridad y su autonomía.
El ascenso de la nueva figura del gestor cultural remite, sin embargo, también a un
impulso originario de expansión y de transformación de las instituciones de alta
cultura, más allá de los límites de la esfera cultural especializada. En primer lugar, este
impulso resulta del incremento de la implicación estatal en el sostén de estas
instituciones, un incremento que obedece a una lógica política con sus propias claves,
y con efectos que desbordan ampliamente los límites de las instituciones tradicionales
de alta cultura. Esta lógica política se pone en marcha con la institucionalización de la
política cultural como extensión del Estado del Bienestar (Zimmer y Toepler, 1996,
1999). Aunque siguiendo derroteros particulares, en función de la diversidad de los
modelos institucionales de base, la mayoría de los paises occidentales experimenta
una misma deriva doctrinal tras la instauración de las administraciones culturales en
los años sesenta, de las orientaciones de democratización cultural a las orientaciones
de democracia cultural 15 . Se trata de una deriva que articula una lógica de fondo
común, afín a la filosofía del Estado del Bienestar: la de la inclusión social y la
responsabilización pública. Esta lógica, que es en buena medida responsable del
desarrollo inflacionario de la administración cultural, tiene efectos diversos 16 . En las
instituciones
15
tradicionales
de
alta
cultura
la
lógica
de
la
inclusión
y
la
Las políticas de democratización cultural, que son las que primero se ponen en marcha,
tenían por objetivo hacer llegar al conjunto de la población la cultura canónica que
tradicionalmente había sido patrimonio de las élites. Frente a ellas, posteriormente, las políticas
de democracia cultural pusieron el énfasis en el fomento de la propia actividad cultural de la
población, abondonando toda actitud jerarquizante en materia cultural.
16
Otra lógica que impulsa también de forma importante el desarrollo inflacionario de la
administración cultural es la lógica de la replicación administrativa (Urfalino, 1989): la tendencia
a replicar los departamentos culturales en los diferentes niveles de la administración pública en
función de la oportunidad –las competencias culturales nunca son exclusivas- y el interés que
ofrecen –la acción cultural sirve para crear imagen e identidad, lo cual se traduce en peso
político.
22
responsabilización se concreta en la tendencia de las administraciones a favorecer la
ampliación y diversificación de los públicos, así como la justificación de las
actuaciones. Esto sitúa a las administraciones en la misma línea de los gestores y
hace de ellas sus más firmes impulsores. Pero más allá de estas instituciones, la
lógica de la inclusión y la responsabilización ha impulsado, asimismo, la extensión de
los apoyos de la administración a los creadores, e igualmente su implicación en el
sostén de actividades artísticas cada vez más alejadas de las artes clásicas (Zolberg,
este libro). En conjunto, todo ello ha contribuido grandemente a la desjerarquización
del campo cultural.
Otro factor de suma importancia en el ascenso de la figura del gestor y en el avance
de la administración cultural dentro del ámbito de la alta cultura ha sido el retraimiento
de las élites sociales (DiMaggio, 1991). Los grupos sociales dominantes, que en la era
del capitalismo familiar habían hecho de la alta cultura un coto exclusivo, una cultura
estamental que servía de base para su cohesión y reproducción local, con la llegada
del capitalismo gerencial cambian las bases de su dominio y dejan de depender de
ella. El espacio acotado de la alta cultura ya no será funcionalmente necesario para la
reproducción de las élites económicas, que ahora ejercen su poder a través de
mecanismos deslocalizados de control corporativo, y consecuentemente éstas dejarán
de sostenerlo. Este abandono sólo será parcialmente compensado por el posterior
desarrollo del mecenazgo fundacional y corporativo. Pero éste ya no operará en el
sentido de la exclusividad, sino que, predominantemente controlado por la clase media
corporativa y motivado por objetivos de imagen pública o de bienestar social, se
convertirá en un aliado de las administraciones y de los gestores en sus políticas de
ampliación de públicos y de eclecticismo estético. Por lo demás, la deriva hacia una
mayor inclusión, social y estética, de las instituciones de alta cultura reforzará todavía
más el desapego de las élites sociales hacia ellas, en cuanto que pondrá en cuestión
también su funcionalidad distintiva. Como puede verse, pues, todas estas dinámicas
no harán sino retroalimentarse, reforzando mutuamente sus efectos.
Ahora bien, no sólo dinámicas de naturaleza socioeconómica y factores de carácter
organizacional han impulsado el cambio cultural contemporáneo. También lógicas de
carácter intrínsecamente cultural han incidido decisivamente en él. La dialéctica
vanguardista del arte moderno, que se despliega de acuerdo con una lógica particular,
sustentada en la autonomía alcanzada por el campo artístico a lo largo de la
modernidad (Bourdieu, 1992), es también responsable, por ejemplo, del alejamiento de
las élites sociales respecto a la alta cultura. Su avance, que va a ir acelerándose con
23
el tiempo, no es lineal ni exclusivamente formalista, pero sigue en general una lógica
de progresiva impugnación convencional (tanto en relación con convenciones
discursivas como institucionales). En grado creciente se problematiza, así, la
tradicional función identitaria del arte, se dificulta su comprensión y fruición, y se
cuestiona también el marco social, inmediato o general, en el que se inserta. De este
modo es como el arte fue haciéndose ajeno, y hasta crecientemente antagónico, a las
élites sociales que en otro tiempo lo habían apoyado, contribuyendo a su progresivo
extrañamiento.
La eficacia causal del cambio propiamente cultural no operó en el exclusivo ámbito de
la alta cultura. A este respecto, las transformaciones socioeconómicas de la primera
mitad del siglo XX, que como hemos visto fueron acrecentando el peso y la centralidad
social de la cultura, prepararon el terreno para una mutación trascendental. Los
principios expresivos y subversivos, de naturaleza romántica, que el arte había
articulado durante más de un siglo en el espacio social delimitado y marginal que le
estaba reservado, se trasladaron al espacio social más general. A través del vehículo
generacional de la juventud, estos principios germinaron a finales de los años sesenta
en la llamada contracultura, un conjunto de ideologías y formas de vida contrapuestas
al sistema social establecido. El desarrollo del discurso cultural incidió así, de forma
crucial, en el desencadenamiento de la crisis social de aquellos años. La cultura se
había tornado a esas alturas estructuralmente decisiva.
Las revueltas estudiantiles de finales de los sesenta no obtuvieron resultados políticos
relevantes, pero la revolución expresiva que abanderaron impregnó a toda una
generación y caló profundamente en la sociedad. La desestabilización sociopolítica
que provocaron se encadenó poco después a la crisis económica del 73, que sacudió
los cimientos del orden económico vigente desde la postguerra, debilitando la
capacidad estructurante de la economía. Así, la reestructuración que toma forma a
partir de los años ochenta lo hará ya bajo el signo de la cultura. Los impulsos
contraculturales de los sesenta se materializarán entonces en un nuevo orden de
valores y formas de vida (Martin, 1981), en un nuevo universo de creaciones
postmodernas (Harvey, 1989) y en modelos innovadores de producción económica,
como el representado por el Silicon Valley (Florida, 2002). Pero más allá de
desarrollos específicos, el cambio será de carácter estructural y supondrá, por así
decir, el advenimiento de la sociedad de la cultura.
24
La reestructuración de los años ochenta significa, en primer lugar, la culturalización de
la economía. Por una parte, se desarrolla una nueva organización industrial, de
naturaleza postfordista (Piore y Sabel, 1984; Lash y Urry, 1987). En buena medida,
esta organización, basada en la especialización flexible y la desintegración vertical,
surge en respuesta a un nuevo patrón de demanda, extremadamente diverso y
cambiante, de bienes y servicios de carácter posicional, culturalmente muy
elaborados. Se trata de una demanda inducida y regida por el cambio cultural de las
nuevas clases medias postindustriales; así, pues, de una demanda engarzada a la
dinámica cultural, lo que plantea un revolucionario patrón de interdependencia
economía-cultura. A partir de la reflexividad estética que el individualismo expresivo de
las nuevas clases medias entroniza como nueva pauta social, todo el ciclo de actividad
económica, desde la producción (cada vez más basada en el diseño), pasando por la
comercialización (a través de la publicidad), y hasta el consumo, experimenta una
intensa estetización (Lash y Urry, 1994). Por otro lado, aparece un nuevo paradigma
de gestión del trabajo, que trata de trasladar al mundo de la producción ordinaria las
características de la organización artística (Chiapello, 1998) -la gestión por proyecto, la
organización flexible y ligera o la construcción emergente-, y también las del trabajo
expresivo, propio de los creadores (Menger, 2002) –los valores de implicación, de
realización personal, de identificación con la actividad y con la actuación. Se va
conformando así un nuevo espíritu del capitalismo (Boltanski y Chiapello, 1999), una
nueva ética económica: el ethos creativo (Florida, 2002). Es una suerte de
reconciliación de la economía con la cultura, dos dominios que durante más de un
siglo, a lo largo de toda la era industrial, habían evolucionado en radical oposición.
La reestructuración de los ochenta afecta también en un sentido parecido a la política,
culturizándola. Tras la ruptura del compromiso corporativo se produce la desactivación
del antagonismo político tradicional. Las identidades de clase se erosionan, los
grandes partidos y sindicatos de izquierda entran en declive y los patrones de
mobilización social y de voto dejan de remitirse predominantemente a ellos. Nuevas
dinámicas de signo culturalista se abren paso (Keith y Pile, 1993; Clark y HoffmannMartinot, 1998), a partir de movimientos sociales identitarios (étnicos, territoriales o de
género), de subpolíticas de carácter cultural y de mobilizaciones por causas
específicas (contra el racismo, por ejemplo). Por lo demás, el sistema político se
transforma, de una estructura fundada casi exclusivamente en el nivel nacional, a otra
multipolar, en la que el poder local y la esfera global cobran protagonismo. Estos
nuevos polos gravitarán también crecientemente hacia la cultura, porque de ella
dependerán cada vez más: el ámbito local, para sus estrategias de desarrollo, y el
25
global, en cuanto que las nuevas líneas de conflicto que en él se apuntan son
asimismo de naturaleza cultural (Huntington, 1996: 125).
La culturalización de la economía y de la política marcan la doble alteración estructural
que define el nuevo orden de la cultura: la desdiferenciación y la nueva centralidad de
la cultura especializada. Por lo que se refiere a la nueva centralidad, ésta se especifica
paradigmáticamente en el caso de las grandes ciudades (Zukin, 1995; O’Connor y
Wynne, 1996; Lloyd y Clark, 2001; Corijn, 2002; Kwok y Low, 2002). Ahí la actividad
artística ha demostrado ser un recurso eficaz en procesos de regeneración de barrios
degradados o en procesos de promoción de centros históricos (Zukin, 1982; Bianchini
y Parkinson, 1993). A través de ella se expresan cada vez más los conflictos
intergrupales o interétnicos y del mismo modo es manejada hoy políticamente para
lograr el objetivo inverso: la cohesión y la integración social (Jacobs, 1998; Evans,
2001; Sharp et al., 2005). Además, aparece actualmente como un factor de enorme
importancia en la potenciación de la imagen de la ciudad o en su transformación
(Landry, 2000; García, 2005; Yeoh, 2005), función que puede tener una trascendencia
social y económica de primer orden, como demuestra el caso característico de Bilbao.
En éste, como en tantos otros, el efecto renovador revierte en la moral ciudadana, y
por esta vía en el nivel general de actividad, y también, de modo superlativo, en el
atractivo de la ciudad, ya sea para las empresas de fuera o para el turismo.
Con la larga cadena de industrias a las que alimenta (agencias de viajes, líneas
aéreas, aeropuertos, hostelería, restauración), el turismo es uno de los pilares
fundamentales de las economías urbanas contemporáneas (Fainstein y Judd, 1999). Y
junto a él, de forma muy a menudo combinada, además, se sitúan las industrias
culturales (Sassen y Roost, 1999). La producción cultural en su conjunto se constituye
en un motor central de la economía local. Porque estando cada vez más basada la
economía actual en procesos culturales de manipulación simbólica, y siendo así que
esta capacidad de manipulación simbólica se concentra tradicionalmente en las
metrópolis, el sector cultural que la contiene tiende a ocupar un predominante espacio
dentro de ellas (Scott, 1997, 2000). A esta centralidad contribuye también el carácter
especialmente dinámico y avanzado de la producción cultural (Lash y Urry, 1994;
Chiapello, 1998; Menger, 2002), así como su capacidad catalizadora de la economía
creativa (Florida, 2002).
En cuanto a la desdiferenciación, evidenciada en el creciente entremezclamiento de
las esferas política, económica y cultural, su trascendencia como cambio histórico se
26
aprecia en contraste con la imagen acuñada de la modernización como proceso de
diferenciación social. Adoptando un punto de vista weberiano, por ejemplo, podemos
representarnos el orden cultural moderno como el resultado de un largo proceso de
racionalización. En él, tanto las representaciones mentales de la existencia como las
instituciones que organizan la vida social se han ido decantando, han ido escindiendo
la imagen mítica originaria, diferenciando ámbitos de realidad y esferas de acción y
dando lugar a grupos culturales distintos y jerarquizados. En la representación
weberiana de la modernidad capitalista, el orden cultural es un orden de valores
contrapuestos y de esferas de acción separadas. Las artes ocupan dentro de él un
espacio autónomo y aislado; un espacio que es relativamente marginal, puesto que,
como la religión, aunque en forma opuesta a ella, las artes no hacen sino desempeñar
una mera función compensatoria: una función de consolación antiracional en el marco
de un modo de vida dominado por la racionalidad instrumental (Menger, 1992).
Frente a esta disposición, típicamente moderna, hemos visto que la interpenetración y
el
entremezclamiento entre
las
esferas política,
económica
y
cultural son
características estructurales de la sociedad actual. El plural y fragmentado modo de
vida contemporáneo ha dejado de estar estrictamente dominado por la racionalidad
instrumental: la weberiana jaula de hierro se ha convertido con el tiempo en una mera
jaula de goma (Gellner, 1987), a través de la cual se puede transitar con facilidad.
Las artes, su lenguaje de elaboración formal, sus valores sensuales y emocionales, su
dinámica de innovación, se proyectan y encarnan más y más en el mundo del trabajo y
la producción, lo mismo que en el entorno material que de él resulta (a través de su
presencia
directa,
crecientemente
ubícua,
como
imágenes
y
objetos
predominantemente simbólicos, o en su plasmación indiferenciada en toda clase de
elementos funcionales, así semiotizados). El espacio, público y privado –no digamos el
mediático- se conforma estéticamente. Y las dinámicas de poder y apropiación que en
torno a él se desarrollan adquieren más que nunca un carácter estilizado y ritual. La
afirmación o disputa identitaria, crucial a este respecto, se proyecta hoy, por ejemplo,
desde y hacia los museos, que ejercen así de laboratorios cívicos (Bennett, 2005); o
se despliega también en la piel de las ciudades, poblándolas de formas estéticas
emblemáticas, de escenificaciones patrimoniales y de celebraciones rigurosamente
coreografiadas. Por su parte, actores políticos y poderes constituidos de todo tipo se
legitiman sobre la retórica y sobre los ceremoniales de la autenticidad.
27
Como se ha señalado a menudo, la proyección del arte más allá de su espacio
acotado en el orden cultural moderno es un fenómeno intrínseco al propio desarrollo
del arte en la modernidad. Desde las vanguardias dadaista y surrealista surgidas en
las primeras décadas del siglo XX, diversos movimientos han protagonizado intentos
de situar el arte en el terreno de la vida cotidiana, de hacer de la vida una obra de arte,
de apropiarse de lo banal para transfigurarlo artísticamente. Este desplazamiento, sin
embargo, no será estructuralmente efectivo hasta que la nueva centralidad
institucional del arte confluya con la culturalización del modo de vida en la
relativamente desdiferenciada configuración del orden cultural contemporáneo, una
configuración en la que la política, la economía y la cultura se entremezclan hasta tal
punto que ya no cabe hablar siquiera de lógicas independientes. En este nuevo marco,
las artes, no sólo han ganado terreno y se han diversificado, sino que han adquirido
nuevas e importantes funciones: funciones de desarrollo identitario, individual y
colectivo, funciones de regeneración simbólica de espacios y de dinamización
económica de territorios, etc. (Bouzada, este libro). La vida social en su conjunto, tanto
en su dinámica económica como en su dinámica política, tiende ahora a pivotar en
gran medida sobre la dinámica de creación cultural.
La desdiferenciación entre las esferas de la cultura, de la economía y de la política se
corresponde, por otra parte, con una desdiferenciación interna de la propia esfera
cultural. Y es que una característica fundamental del nuevo orden cultural que hoy se
está configurando es la difuminación dentro de él de todas las fronteras y la
atenuación también de todos los contrastes.
En la perspectiva de Bourdieu que
anteriormente hemos evocado, la imagen del orden cultural moderno era la de un
orden de la distinción (entre los consumidores), de las distancias (entre los creadores)
y de las oposiciones (entre productores y consumidores). Hoy, sin embargo, tal como
hemos visto, los sectores del arte puro y del arte comercial tienden a converger (las
carreras de los creadores pueden ser igualmente cortas y fulgurantes, los modos de
actuación de los intermediarios tienden a ser cada vez más similares y ya no es
apenas extraño el tránsito entre géneros de diferente legitimidad). Las prácticas y los
consumos culturales son cada vez menos excluyentes (Peterson y Kern, 1996) y el
paso de la posición de consumidor a la posición de creador se ha hecho mucho más
fácil en múltiples actividades artísticas características de la época, sobre todo entre los
jóvenes (Willis, 1990).
La distensión del universo artístico, es decir, la relativa desactivación de sus
oposiciones y jerarquías, que es un factor fundamental en el proceso de ampliación del
28
territorio de lo artístico (por asimilación de actividades antes juzgadas como ilegítimas
o como impuras), es también un elemento clave en el cambio de las relaciones entre
las diversas disciplinas artísticas y entre el mundo de las artes y el conjunto de las
prácticas que componen los estilos de vida de la población (Zolberg y Cherbo, 1997).
Si el paradigma de la modernidad artística preconizaba la profundización en las
esencias del propio código disciplinar, la época actual alienta todas las formas de la
promiscuidad, tanto entre géneros como entre disciplinas artísticas. De forma
correspondiente, los curricula de los creadores tienden ahora hacia la versatilidad
(McRobbie, 1999: 8). Y si en otro tiempo la tendencia había sido hacia la expurgación
de toda funcionalidad ajena a la lógica artística del espacio social del arte, hoy vemos
cómo proliferan en este espacio todo tipo de contaminaciones. En realidad, hasta
puede decirse que la propia dinámica de la innovación artística se sitúa hoy
predominantemente
en
estos
espacios
intersticiales,
interdisciplinares
y
supradisciplinares, cifrándose más en la circulación que en la acumulación (Lash y
Miles, este libro).
El nuevo orden cultural da lugar, así, al surgimiento de un espacio de conexiones y
relaciones transdisciplinares cada vez más denso y decisivo. Este espacio propicia la
consolidación del marco local metropolitano como el ámbito característico de la
dinámica cultural contemporánea, y ello porque hace que estos enclaves
metropolitanos, siguiendo la lógica de los distritos industriales, tiendan a concentrar
crecientemente la actividad cultural, al aprovechar las ventajas competitivas de operar
como grandes matrices de procesos culturales múltiples (Rodríguez Morató, 2001).
Dada la creciente intersección de los mercados de trabajo artístico, su mayor densidad
metropolitana ofrece importantes ventajas a los creadores (Menger, 1993). Para las
industrias culturales, dadas las condiciones de producción flexible en las que operan
actualmente, el anclaje metropolitano les proporciona también sustanciales beneficios,
tanto en términos de ahorro de costos de transacción como por las economías
externas que se derivan de la propia densidad de los actores: procesos de aprendizaje
colectivo, políticas y acciones concertadas, etc. (Scott, 1997; 2000). Pero el dominio
cultural metropolitano se cifra sobre todo en la importancia que van cobrando
actualmente los procesos culturales transdisciplinares, que tienden a adoptar una
configuración local: procesos de producción en los que se vinculan diferentes sectores,
como la TV y el mundo editorial, o el sector del juguete y el cine de animación; o
29
procesos en los que se entrelaza la actividad de sectores disciplinares específicos y la
actividad cultural informal 17 .
En el nuevo orden cultural que se materializa en las modernas metrópolis toma forma
una nueva lógica de la creatividad cultural. Es una lógica que ya no opera en forma
lineal y unívoca, a partir de estímulos y de recursos proyectados desde una sociedad
pasiva y refractados y revaluados culturalmente por un universo de creadores
omnipotentes. El dinamismo cultural contemporáneo se cifra ahora en procesos de
contornos flexibles y de carácter no lineal. La dinámica de la creación y del consumo
cultural
en
las
modernas
metrópolis
depende
de
forma
decisiva
de
los
entrelazamientos y de las retroalimentaciones entre diferentes sectores y procesos: es
ante todo una cuestión de sinergias y de resonancias interdiscursivas. Las vibraciones
creativas, al igual que las dinámicas de atención valorizadora y de resonancia y
reelaboración simbólica, tienen lugar de contínuo en muy diversos puntos de la matriz
cultural metropolitana, y eso por más que tales vibraciones sigan siendo crucialmente
elaboradas en los territorios de la cultura especializada. En este contexto, el universo
artístico ve erosionada en gran medida su autonomía y disminuida de igual modo su
autoridad, pero acrecienta enormemente su influencia. En la nueva sociedad de la
cultura, el universo de las artes viene a constituir el centro neurálgico de la matriz
cultural local.
La caracterización del nuevo orden
La perspectiva que venimos trazando sobre la nueva sociedad de la cultura que hoy se
va configurando ante nuestros ojos no es para nada nueva. En realidad, es una visión
que resuena en numerosas teorías y análisis del cambio cultural elaborados a lo largo
de las últimas décadas. Muchos de estos trabajos han dado cuenta de aspectos
esenciales del nuevo orden cultural. Sin embargo, debido a una inadecuada
focalización, a debilidades o ambigüedades teóricas, o a insuficiencias analíticas de
diverso tipo, estos trabajos no han logrado en general ofrecer una visión consistente
del tema. A menudo han resultado parciales, o incluso contradictorios, y han creado
así con respecto a él un cierto confusionismo. Por eso conviene precisar aquí, aunque
sea brevemente, en qué medida nuestra perspectiva difiere o coincide con otros
17
Harvey Molotch, en un memorable trabajo sobre Los Angeles (1996), explica cómo las
culturas de diseño sedimentadas localmente y las imágenes locales dan lugar a un fondo de
estilos, sensibilidades y temas del que se alimenta toda la creación local.
30
planteamientos de análisis al respecto que resultan especialmente prominentes o
afines.
En primer lugar, hay que referirse a Bell. Daniel Bell advirtió hace ya muchos años
(1977) que el orden cultural actual ya no está regido por la ética puritana racionalista
sino por valores y sensibilidades de carácter hedonista. El diagnóstico de Bell ya
reconocía el carácter culturalista del desarrollo postindustrial de las sociedades
avanzadas. Pero Bell se equivocaba al pensar que la deriva culturalista de la sociedad
postindustrial plantearía una contradicción de fondo al sistema capitalista. Lo que ha
ocurrido, por el contrario, es que los impulsos de la cultura hedonista, además de
canalizarse hacia el mercado, cosa que él ya observaba, se han trasladado también, y
han transformado decisivamente, el propio mundo de la producción. Han desactivado
así la contraposición, que Bell juzgaba insuperable, entre el sujeto de la producción y
el sujeto del consumo. Cabe decir, pues, en suma, que la teoría de Bell proporciona un
excelente punto de partida para la comprensión del nuevo orden cultural, aunque
resulta a la postre inadecuada para dar cumplida cuenta de su génesis y de su
dinámica actual.
En segundo lugar se sitúan las teorías de la postmodernidad. Estas teorías, que tienen
su auge en los años 80 y en los primeros 90, son una derivada heterodoxa, y en
ciertos casos herética, del marxismo académico, al igual que lo es la teoría
postindustrial. Desde esa tácita afinidad de fondo, las teorías de la postmodernidad se
sitúan en continuidad con la teoría postindustrial. Pero no sólo con ella, también con
otras teorías sobre el cambio social de similar raigambre, como la teoría de la
sociedad de la información o la teoría postfordista. Porque de hecho las teorías de la
postmodernidad se caracterizan por su eclecticismo (Kumar, 1995). En cualquier caso,
más allá de su amplia diversidad y de su ambigua identidad (pues junto a algunos
autores que se reconocen como postmodernos muchos otros rechazan tal apelativo),
estas teorías tienden a reconocer siempre la nueva importancia y centralidad de la
cultura, así como el entremezclamiento entre cultura y sociedad 18 .
18
Ese reconocimiento arraiga en las percepciones que puso en circulación el marxismo
hegeliano de entreguerras, influido por la visión weberiana de la racionalización social: la teoría
de la reificación de Lukács, que encontró su eco luego en la visión de la sociedad del
espectáculo de Debord y en la teoría del simulacro de Baudrillard, y las ideas sobre la pérdida
del aura y la mercantilización desdiferenciadora de la cultura de los teóricos de Frankfurt, ideas
que enlazan también con Lukács y que repercuten luego en Jameson.
31
En términos generales puede decirse que las teorías de la postmodernidad, de
Baudrillard a Jameson o a Harvey, hacen un certero reconocimiento de aspectos
cruciales del cambio cultural que aquí estamos contemplando. Es criticable, sin
embargo, su común indiferencia por la contrastación empírica, que favorece su
irresponsabilidad teórica, y es abiertamente rechazable la irracional pendiente
epistemológica por la que suelen deslizarse (Giner, este libro). En Baudrillard, por
ejemplo, es apreciable su percepción de la potenciación y la semiotización del
consumo, pero se impone descartar la deriva idealista de la teoría del simulacro, con
sus insostenibles corolarios epistemológicos.
Aparte de estas carencias y peligros, hay habitualmente una ambigüedad profunda en
las teorías de la postmodernidad, que denota una grave incomprensión, o cuando
menos confusión, respecto al análisis del orden cultural contemporáneo. Se trata de la
ambigüedad entre una concepción del cambio cultural restringida a la esfera cultural
especializada –“la cultura postmoderna”- a menudo postulada como única perspectiva
de análisis relevante, y una visión más amplia, en la que la cultura aparece
plenamente imbricada en la realidad social y económica, hasta el punto de que ya no
cabe concebirla aisladamente 19 . Básicamente, este confusionismo se explica por la
falta de una clara asunción de la perspectiva institucional y socio histórica de la
autonomización cultural, que es de raíz weberiana, y por tanto resulta en principio
ajena a estos planteamientos. La dimensión de este déficit, variable según los autores
y orientaciones, determina en buena medida el grado de confusionismo y las
dificultades analíticas que encuentran unos y otros.
En ausencia de la perspectiva weberiana de la autonomización institucional de la
cultura, por ejemplo, Bell es incapaz de comprender la relativa intrascendencia de la
oposición modernista entre cultura y economía, ni el alcance práctico de la
reconciliación postmodernista. Por su parte, Harvey, afectado por la misma limitación,
no consigue ir más allá de la idea del reflejo en su categorización de las relaciones
entre las formas culturales postmodernas y las formas de producción del capitalismo
contemporáneo. Cuando por su aguda sensibilidad respecto al cambio epocal de las
condiciones de vida haya de reconocer la existencia actual de unas más íntimas y
plurales intersecciones entre cultura y sociedad no hará sino constatar su perplejidad
(Harvey 1989: 114-115). Pero Jameson, por el contrario, sí que logra articular una
representación conceptual del cambio. Y lo hace precisamente porque incorpora la
19
Krishan Kumar (1995: 112-121) llama la atención sobre esta contradicción.
32
perspectiva weberiana de la autonomización de la esfera cultural, en su caso vía
Marcuse. A partir de ella, los signos de los tiempos ya pueden interpretarse con
sentido: es un proceso de desdiferenciación pluridimensional de la esfera cultural
(entre la alta cultura y la cultura popular, entre las diferentes disciplinas artísticas), al
tiempo que de expansión y disolución explosiva de esa misma esfera cultural en el
dominio general de lo social. Como puede verse, un planteamiento bastante afín en
principio al que inspira la noción de sociedad de la cultura, tal como aquí la
presentamos. La radical insuficiencia analítica del planteamiento desarrollado por
Jameson con respecto a la textura institucional y al contexto socio histórico del cambio
cultural contemporáneo, que resulta de modo inevitable de la perspectiva disciplinar
desde la que se formula, limita, sin embargo, la coincidencia a esta cuestión de
principios.
Moviéndose a partir de las fronteras de la teoría de la postmodernidad, Lash, a
diferencia de los autores anteriores, ha ido elaborando una visión sociológica del
cambio cultural bien fundada en la perspectiva histórica de la autonomía de la
cultura 20 . Es un necesario punto de partida para desarrollar un análisis fructífero de la
realidad cultural actual 21 . En el planteamiento de Lash (1990) hay, pues, una clara
percepción del significado histórico de la desdiferenciación cultural, a partir justamente
de la perspectiva weberiana de la diferenciación cultural, recreada luego por
Habermas (1987) y por Bourdieu (1971) 22 . Al mismo tiempo, no obstante, se
malinterpreta en él la naturaleza del proceso de cambio propiamente dicho, pues Lash
lo considera en continuidad con el esquema de la dinámica de distinción cultural de
Bourdieu, como también hace Featherstone (1991), cuando en realidad el cambio
cultural contemporáneo desbarata la propia noción de capital cultural (DiMaggio, 1991)
en la que esa dinámica se sustenta. Y en contrapartida a esa confusión de signo
materialista sobre el cambio se extrapola además, idealistamente, el análisis de la
situación de la esfera cultural tras él, hablando de un supuesto nuevo régimen de
20
En la sociología de la cultura, sólo Bourdieu antes que él había adoptado esa perspectiva,
aunque en su caso de modo muy distinto, pues nunca reconoció la trascendencia de los
cambios culturales contemporáneos.
21
Otras teorías de la cultura que se postulan hoy en día a partir de tradiciones teóricas alejadas
de esta perspectiva, como la sociología cultural neofuncionalista de Jeffrey Alexander (2000) o
el enfoque basado en la idea del “circuit of culture” (du Gay 1997; du Gay et al. 1997), que
hunde sus raíces en la tradición neomarxista de los cultural studies británicos, tienen grandes
dificultades para valorar debidamente el cambio cultural actual y son por completo incapaces
de comprender la primacía estructural de los productores culturales en la dinámica cultural
moderna y contemporánea.
22
Bryan S. Turner (1990) también propugnó la adopción de esa perspectiva para considerar el
tema del cambio postmoderno, pero sin ir más allá en su análisis.
33
significación figural y de una supuesta desdiferenciación de la economía cultural,
cuando la clave estructural del nuevo orden no es ya en verdad el predominio de unas
nuevas fórmulas sino la pluralidad misma de las dinámicas de significación y de los
patrones institucionales de producción, distribución y consumo. En consonancia con
estas derivas, Lash (1990) no conseguirá despejar la ambigüedad sobre el alcance,
restringido o general, del cambio.
Lash y Urry (1994), sin embargo, sí que adoptarán, de modo más coherente, una clara
perspectiva de carácter global sobre la desdiferenciación cultural. Por más que no
llegarán todavía a desarrollar una visión plenamente articulada y consistente del nuevo
orden cultural, en ese libro avanzarán ya toda una serie de valiosos análisis sobre él.
Una idea subyacente a todos ellos será que la cultura –la cultura especializada- tiende
ahora a constituirse en principio matriz de la sociedad. Es la idea fundamental que
sugiere la expresión sociedad de la cultura, que Lash y Urry llegan a emplear
ocasionalmente en su libro (1994: 143), importando y traduciendo la expresión
alemana Kulturgesellshaft 23 .
En torno a la noción de sociedad de la cultura hay, pues, una perspectiva abierta de
investigación y análisis 24 . En esa perspectiva se inscribe este trabajo 25 . No obstante,
la visión que aquí planteamos de la sociedad de la cultura, más allá de subrayar la
23
Hermann Schwengel (1991) ha explicado que la fórmula Kulturgesellshaft se ha venido
utilizando repetidamente en círculos políticos y académicos alemanes desde principios de los
años 80. Allí, al parecer, el término designa una cierta perspectiva de modernización de las
sociedades capitalistas avanzadas: la perspectiva del avance de la sociedad postindustrial, que
potencia el individualismo, la flexibilidad y la reflexividad social, y en dónde la actividad cultural
especializada se convierte en un importante activo económico y la creatividad artística y
cultural deviene un modelo social fundamental.
24
Tras Lash y Urry (1994), Angela McRobbie (1999) la ha hecho suya también.
25
Conviene advertir que esta perspectiva nada tiene que ver con el concepto de sociedad de
cultura, que ha empleado Emilio Lamo de Espinosa en varias de sus obras (Lamo de Espinosa
et al., 1994; Lamo de Espinosa, 1996). En su caso, la idea de sociedad de cultura, confrontada
siempre a la de sociedad de ciencia, remite a una noción muy básica y al tiempo muy restrictiva
de cultura, como “conjunto de respuestas ya probadas y contrastadas a incitaciones del
entorno” (Lamo de Espinosa, 1996: 27). La cultura aparece ahí como una elemental forma de
vida colectiva de carácter intemporal; algo ciertamente periclitado y opuesto por principio a la
modernidad. Esta acepción de cultura le sirve a Lamo para establecer un radical contraste con
respecto a la ciencia y así caracterizar a la sociedad actual como sociedad de ciencia. Como es
obvio, el concepto de cultura implícito en nuestra expresión sociedad de la cultura, lo mismo
que el que encierra la expresión Kulturgesellshaft, no tiene apenas nada en común con el que
Lamo utiliza. La cultura de la que nosotros hablamos es en primer lugar la que se gesta en el
seno de la esfera cultural especializada, donde la ciencia ocupa su lugar al lado de las artes y
éstas muestran un dinamismo tan intenso como el de aquélla; y aunque comprende asimismo
la dinámica simbólica que tiene como marco el modo de vida (Hannerz, 1992), se trata de un
modo de vida que no es ya unívoco ni estable, si no que se declina en plurales y cambiantes
estilos de vida, continuamente reelaborados en estrecha relación con los flujos simbólicos
procedentes de la esfera cultural especializada.
34
nueva centralidad de la cultura especializada, como hacen en mayor o menor grado
las diferentes versiones que de ella se ofrecen, propugna la focalización del análisis
sobre ese componente de cultura especializada, en tanto que motor de la dinámica
cultural contemporánea. Es un punto de partida que nos parece esencial para poder
llevar a cabo una teorización consecuente del nuevo orden cultural.
Peligros y oportunidades para las artes en la nueva sociedad de la cultura
El escenario clave de la sociedad de la cultura es la ciudad. En el contexto urbano, la
mayor centralidad social de la cultura supone, en primer lugar, una mayor atención
pública hacia ella; una atención que valoriza la creación y el patrimonio autóctono, que
incita a la práctica y al asociacionismo cultural, aunque no siempre repercuta
inmediatamente en el consumo, y que, en cualquier caso, suele conjugarse también
con un incremento en el interés externo, con un aumento del turismo cultural, por
ejemplo.
La mayor atención publica revierte, de una u otra forma, en un aumento de los
recursos disponibles para la actividad artística, ya sea por la nueva demanda que
produce el turismo cultural, por una mayor propensión al mecenazgo o al patrocinio
cultural privado, o, en fin, por una mejor disposición de los poderes públicos a la
inversión en cultura.
Pero al mismo tiempo, la nueva centralidad social de la cultura en la ciudad ofrece
también no pocos riesgos para la propia vitalidad cultural urbana. Numerosos
sociólogos han documentado ampliamente los procesos de aburguesamiento que
suelen experimentar los barrios artísticos de las ciudades y el efecto de expulsión que
esto tiene para los creadores. Analizando el caso de Nueva York, la metrópoli cultural
arquetípica del siglo XX, Sharon Zukin ha llegado a concluir que “puede haber una
contradicción entre la reputación de Nueva York como lugar de innovación cultural y
como mercado cultural” (Zukin, 1995: 150).
Por otro lado, la evidencia de la utilidad de la cultura para el desarrollo urbano, ya sea
por sus efectos cohesionadores o por los múltiples beneficios económicos que se le
asocian, suscita el peligro de la funcionalización extracultural de la política y de la
acción cultural, dependencia que puede tener repercusiones muy negativas en la
vitalidad artística de la ciudad. Es un peligro que se concreta hoy en día especialmente
35
en el sesgo economicista de muchas políticas culturales, concebidas tan sólo en razón
de sus repercusiones económicas a corto plazo, y ciegas respecto a los efectos que
pueden producir en los complejos y delicados sistemas culturales contemporáneos.
En cuanto a la revolución comunicacional que estamos viviendo, sus efectos sobre el
mundo de la cultura son igualmente ambiguos. Frente a los agoreros de la
homogeneización cultural, cabe constatar que la multiplicación de los canales y de los
flujos mediáticos tiende a aumentar las posibilidades de emisión de nuevos contenidos
(Crane 2002). En el contexto de Internet, será más fácil para las producciones
periféricas o marginales acceder a públicos lejanos y especializados. Y por otra parte,
el propio aumento generalizado de la demanda de contenidos proporcionará nuevos
recursos que repercutirán directa o indirectamente en todo el mundo de la creación
cultural.
Sin embargo, también en este caso son obvios los riesgos que entraña el actual
desarrollo comunicacional para el florecimiento de las artes. Por un lado, el proceso
está dando lugar a una acelerada concentración de los conglomerados mediáticos,
que de entrada limita ya la competencia y amenaza la diversidad dentro de los viejos
marcos estatales (Tremblay, este libro). Y por otra parte, en el contexto de la
desjerarquización estética propia de nuestros días, en el que la autoridad de la
creación artística está muy mermada, la potenciación de los polos industriales de la
cultura, con su inherente tendencia conservadora, puede poner en peligro la viabilidad
de las iniciativas innovadoras.
La creatividad cultural sólo puede germinar localmente y hay una tensión de fondo
inevitable entre el desarrollo cultural urbano y el auge de la industria cultural
comunicacional. De hecho, un nefasto escenario alternativo de la sociedad de la
cultura podría ser el hogar mediáticamente conectado. Cabe pensar que esta tensión
entre el escenario del solipsismo receptivo y el de la ciudad creativa se decantará en
favor de la creatividad cultural sólo en la medida en que consiga fraguar una nueva
forma de autonomía artística, que ahora habrá de ser de base local, multicultural e
interdisciplinar, más que universal y sectorial; y ya no de carácter absoluto e
irresponsable, como en los tiempos heroicos del modernismo, sino una autonomía
permanentemente negociada con las comunidades de las que emerge y con los
nuevos socios de la innovación artística.
36
Panorámica general del libro
Los capítulos que componen este libro exploran, a través de diferentes registros
analíticos, las claves de fondo de la nueva sociedad de la cultura. De un lado, analizan
el trasfondo estructural de las profundas transformaciones que ha experimentado la
cultura moderna a lo largo del siglo pasado y las nuevas configuraciones que hoy en
día la caracterizan. De otro, muestran las nuevas articulaciones y dinámicas
territoriales de la cultura en la sociedad contemporánea. Y por último, proporcionan
también puntos de vista críticos sobre algunos de los efectos más inquietantes de esta
evolución culturalista de la sociedad en la que estamos inmersos.
En la primera parte, se consideran algunas de las principales dimensiones de cambio
del ecosistema cultural. Gilles
Pronovost examina, para empezar, las principales
transformaciones que ha experimentado la participación cultural en Occidente. A este
respecto, Pronovost detecta dos grandes tendencias de evolución longitudinal: de un
lado, hacia un lento crecimiento del tiempo libre y de otro, hacia la intensificación
correlativa de las prácticas culturales. Más allá de estas evidencias de fondo, lo que
Pronovost constata también es el importante proceso de renovación cultural que ha
tenido lugar en las últimas décadas, con cambios significativos en los patrones de
consumo –ahora cada vez más diversos- y con un creciente papel de los medios en el
acceso a la cultura. En el segundo capítulo, Antonio Ariño analiza el fenómeno de la
patrimonialización cultural, un proceso en continua expansión, que supone la radical
redefinición culturalista de la tradición y del pasado. A este respecto, Ariño muestra
cómo a partir de la segunda mitad del siglo XX la noción moderna de patrimonio
desemboca en el concepto de patrimonio cultural, un concepto intrínsecamente público
e inclusivo, a través del cual todo lo que rodea al modo de vida tradicional y todo lo
que remite al pasado entra en proceso de museización, haciéndose acreedor a una
nueva valoración (estética o científica) y a un nuevo tratamiento (de preservación,
estudio y espectacularización). Y si la museización se extiende así, por medio de la
patrimonialización cultural, a nuevos ámbitos más allá del arte, en el terreno
propiamente artístico se transforma, haciéndose en este caso más plural y más
compleja. Eso es lo que muestra Vera Zolberg en el capítulo siguiente, al considerar el
modo en el que las instituciones artísticas han ido cambiando sus políticas de
inclusión-exclusión a lo largo del siglo pasado. El caso norteamericano, que Zolberg
examina en particular, resulta paradigmático a ese respecto. Lo es tanto por su
posición especialmente avanzada en esa línea de evolución, que es debida al carácter
relativamente más democrático de sus élites y a la gran diversidad étnica del país,
37
como por el poderoso influjo que el modelo cultural norteamericano ejerce en todo el
mundo. El universo artístico tiende en ese sentido a ampliar sus principios de
reconocimiento y a problematizar sus relaciones con la sociedad.
En su sentido más tradicional, la cultura ha solido ser considerada como un orden
simbólico unitario que organizaba la vida de una comunidad territorialmente bien
delimitada, distinguiéndola de otras. De modo equivalente, la cultura especializada
moderna ha tendido a ser tácitamente representada en el espacio del Estado-nación.
En ambos casos, el marco territorial resultaba implícito, por su carácter estable y poco
decisivo. Pero en el contexto actual de la globalización y la culturalización de la
sociedad la dimensión territorial de la cultura se ha tornado crucial, definitoria. La
segunda parte del libro aborda esa perspectiva. En ella, Scott Lash y John Miles
analizan, primero, el fenómeno paradigmático del llamado Joven Arte Británico, que
estos autores consideran característico de la nueva sociedad de la cultura globalizada.
A través de él, nos muestran, en efecto, cómo las nuevas coordenadas propician una
nueva lógica de la práctica artística (de circulación y ya no de acumulación) y cómo
ésta, que supone una nueva interpenetración entre cultura y sociead, alumbra un
nuevo estatus del objeto artístico. Por su parte, Xan Bouzada revela en el capítulo
siguiente cómo la potenciación contemporánea de la cultura se imbrica con el proceso
de globalización, transformando las configuraciones y las dinámicas culturales locales.
Bouzada destaca, a este respecto, las ambigüedades del proceso de globalización
cultural, un proceso que promueve la activación local de la cultura, pero a costa de su
deriva privatizadora y comercial, y que pone en riesgo también la vitalidad de las
identidades culturales locales.
La nota crítica de Xan Bouzada es amplificada, por último, en la tercera parte del libro,
donde se sitúan las reflexiones que pretenden alertar sobre las amenazas que entraña
la presente situación. Ahí, en el capítulo sexto Gaëtan Tremblay recapitula las
circunstancias que hacen de la cultura un sector de actividad de importancia crucial en
la sociedad contemporánea. Sin embargo, para Tremblay esta especial revalorización
de la cultura en el mundo actual no constituye en realidad un signo positivo de los
tiempos. Por el contrario, para él supone más bien un problema, pues en su opinión
implica su trivialización mercantil, amén de otros peligros. En este sentido, Tremblay
concluye afirmando la necesidad de un recentramiento de los valores culturales. Por
último, en el capítulo séptimo Salvador Giner nos ofrece una meditación crítica sobre
el propio discurso analítico que la sociedad de la cultura como tal propicia, cerrando de
este modo, a través de un exacto itinerario reflexivo, el recorrido de este libro. El hecho
38
es que uno de los efectos del avance desdiferenciador de la sociedad de la cultura es
la desestructuración cognoscitiva, tal como el aldabonazo postmodernista de Lyotard
puso de manifiesto, y que una de las expresiones de esa desestructuración se halla en
la proliferación de discursos acríticos sobre la nueva realidad cultural (muchos de ellos
inscritos en el vaporoso mundo de los estudios culturales). Pues bien, el trabajo de
Giner constituye una vigorosa crítica de esa deriva y al mismo tiempo una enérgica
reivindicación del más sobrio discurso analítico de la sociología de la cultura, que es el
discurso propio de este libro. En este sentido, para él sin duda representa un muy
adecuado colofón.
39
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