LA HERENCIA Matilde, apenas abrió la carta y empezó a leer, se quedó atónita. No lo podía creer. Así que cogió el sobre, miró la dirección; lo ponía bien claro: Señora Matilde Rodríguez Balbuena. Y esa era ella. Leyó el remite: Consulado de Nueva York, Don Florencio Arístegi Sotomayor. No puede ser una inocentada, estaría fuera de fecha. Vamos a ver, voy a leer despacio: Señora Matilde Rodríguez Valbuena. Bien, esa soy yo. Sigamos: por la presente tengo el honor de comunicarle que obra a mi disposición un informe del banco Jpmorgan Chase Bank del Estado de New York en el que se le notifica la posibilidad de ser heredera universal de Don Teodoro Rodríguez Méndez, según consta en el acta notarial de la Contaduría del Mister Jon WalKer, tras la defunción de Don Teodoro, que testa su capital para los herederos más directos en consanguinidad, entre los que, después de arduas investigaciones, está su persona, sin óbice de ser compartido por cuantas acrediten la legitimidad. Según informes, los valores depositados en el banco Jpmorgan Chase Bank ascienden a dos mil millones de dólares repartidos en varias sociedades. Le recomiendo se pongan en contacto con un bufete de abogados experimentados, aportando la documentación necesaria para su tramitación. Un saludo afectuoso. Firmado D. Florencio Arístegi Sotomayor. Matilde miró el reloj: “las doce y veinticinco; me sobra tiempo”. Se miró al espejo con desgana, pasó el cepillo por el pelo, se pintó los labios. Hizo un mohín: “bien, puede pasar”. Y salió a la calle. Cuando la despidieron de la fábrica conoció a un abogado que la asesoró en la demanda de despido. Simpatizó con él. ¿Quién mejor para esclarecer esto? No es que se hiciera ilusiones; le parecía tan irreal todo, pero, por otra parte, ¿qué perdía? La ciudad está insoportable de tráfico. A esa hora, camina entre el barullo de los viandantes, cruza los semáforos siempre atenta, pero se olvida de los escaparates y no se veía reflejada en los espejos. No le importa su figura. “Felipe Gutiérrez, Abogado. 2º C”. En la otra esquina de la ciudad Felipe Rodríguez Viñuela está leyendo una carta. Cada poco esboza una sonrisa. - ¡Joder con los timadores! Ya no saben tras de qué dar. Millones por la cara, y a mí, precisamente a mí, un jodido parado que me pateo la ciudad buscando un curro y nadie me hace caso. Arrebujó la carta y la tiró a la basura. No encestó, se quedó mirando para el montón del papel tirado al borde del cesto. Prende la televisión, repasa los canales; nada, puta basura, cuernos y más cuernos. - ¡Cuánto pavo vive de la tele! Mientras prende un cigarro, vuelve a mirar la carta. La coge con desgana, la estira, piensa: “¿y si fuera verdad?” De pronto se acuerda del amigo Felipe, el abogado. - “Voy a llamarle. No, mejor me acerco y que la lea; seguro que se escojona”. Sin pensarlo más se va a ver a su amigo. La sala de espera del abogado está concurrida. Tres hombres, ya entrados en años, un joven un tanto extravagante, y una señora con pinta de ser viuda. Matilde piensa: - “Los hombres reclamando la pensión; el joven, seguro por un despido; y la señora, lo dice la cara, una viuda a quien le ponen trabas. En esas está cuando llaman a la puerta y entra un mozo de mediano porte a juzgar por las ropas. Entradito en años, rondando los cuarenta, piensa Matilde cuando se sienta en frente de ella. Se le ve azorado, siempre con la vista baja. Cruza las piernas con aire desenvuelto. Los zapatos gastados, aunque limpios. No lleva corbata. La camisa suelta dos botones. Un poco macarra si parece, bueno es mi primera opinión. Muy trabajado no está a juzgar por las manos con unas uñas impecables. El pelo quizás demasiado largo pero le da cierto porte un mechón que le cae sobre la frente. Tan ensimismada está en sus devaneos que no se da cuenta del trasiego de la sala y, cuando busca con la mirada, se da cuenta de que están ellos solos. Él ojea una revista en la que parece estar muy interesado. - ¿Doña Matilde? - Sí. - Por favor, pase. La mesa del abogado está llena de carpetas. En una esquina, la pantalla del ordenador rompe el espacio con su cabeza plana. - Siéntese, le dice el abogado mientras teclea con un ritmo nervioso, siempre mirando a la pantalla. Corre la silla para ponerse en frente y le dice, mientras la mira con una sonrisa expresiva: - Usted dirá. - ¿No se acuerda de mí?, dice Matilde. - Así de pronto, pues no. - Me atendió en un despido. - ¿De Antracitas de no sé qué? - La misma. Quiero que vea esta carta. Y le entrega el sobre. Felipe lo lee despacio mientras se frota la mandíbula. - ¿Le importa que fume? No debería hacerlo, pero me relaja. Expulsa la primera calada con la cabeza suelta evitando molestar a la cliente. Luego la mira fijamente y dice: - Es creíble. Que usted sea la heredera no lo sé, pero que ocurren estos casos, sí. Antiguamente muchos emigrantes perdían el contacto con las familias. Ya sabe, el correo no era como hoy. No tenían los medios de que hoy disponemos. Marchaban muy jóvenes y se desarraigaban, y no cabe duda de que algunos, los menos, hacían grandes fortunas. ¿Tiene idea de quién es ese Teodoro? - No, mis padres nunca me hablaron de él. - ¿Dónde nació? le pregunta Felipe. - ¿Quién, yo? En la maternidad, bueno, en León. - ¿Y sus padres? - Mi padre, de Boca de Huergano, y mi madre, de los Espejos. Pero hace muchos años que dejaron los pueblos. No tenemos nadie allí. Ni primos ni nada. Yo, hija única; mi madre, hija única; mi padre tenía un hermano, pero ya hace tiempo que murió. Los abuelos casi ni les conocí. Se dedicaban, como todos, al ganado y poco más. ¿Bisabuelos? Ni idea. - Vamos a hacer una fotocopia de la carta. Como podrás comprender, yo no estoy muy preparado para esto, así que me voy a poner en contacto con un bufete de abogados de Madrid a ver por dónde salimos. Tráeme una partida de nacimiento tuya y buscaremos la de tus padres y tus abuelos. Todo lo que podamos. Puede ser que lleguemos al tal Teodoro, que, por lo que dice la carta, algo tuyo era. Un consulado no se mueve así como así. Al despedirse le dice: - Te deseo suerte. No olvides la partida. ¡Ah!, y una copia del carné. El abogado está todavía en pie cuando entra Felipe. - ¡Hola, tocayo! - ¡Joder, Felipe, qué bien te conservas! - Un momento, Don Felipe, que quede claro. - Vengo en visita de cliente. Vamos, si usted tiene a bien ocuparse de mis negocios. - ¿Y cuáles son tus negocios? Extrajo el sobre arrugado y se lo entrega. Mientras Felipe abogado lee la carta, Felipe cliente le observa. Los gestos, la sonrisa burlona. “Huele a timo”, piensa. Felipe, terminada de leer la carta, le dice: - Siéntate. No lo vas a creer. Es la segunda carta que tengo en mis manos hoy. ¿Viste la chica que salió antes? Pues tu reprima o lo que sea y espero que no salgan mas. De todas formas dinero tenéis para unos cuantos. Te digo lo que le dije a ella; tiene visos de ser verdad. Un consulado no se mueve así como así. Nos vamos a poner en marcha, y no te olvides de que soy tu asesor. Quiero mi parte de esta tajada si llegamos a comerla. ¿Queda claro? - ¿Pero no es un timo? ¡No me jodas que voy a ser rico! - De momento nos vamos a poner a trabajar. Me traes una partida de nacimiento y una fotocopia del carné. Lo demás queda en mis manos. Pero, cuando digo en mis manos, sabes a lo que me refiero. Tú a firmar y hacer cuanto te diga. - ¿Qué me dices de la prima, o lo que sea? - ¡Joder, que está muy buena!, aunque apenas me fijé. - No te preocupes, has de tener tiempo para verla. Me alegro de llevar los dos casos juntos. Espero que no la espantes, por el bien de todos. Cuando el olor del dinero puso las máquinas a funcionar, se rompieron fronteras. Las pesquisas abrieron sacristías, casas rectorales, desempolvaron libros y legajos. Los archivos de los ayuntamientos tejían nombres y apellidos, fijaban fechas. Las telarañas del pasado, que enmascaran todo, rompen sus diminutas cuerdas. Y Teodoro renace de su olvido. De niño, llevado por la aventura, o la necesidad, polizón de un barco atracado en el Musel de Gijón que recala en América. Por su tesón o quizás la suerte recopiló una gran fortuna. Todo lo consiguió menos descendencia. La añoranza de su patria, de su familia, le llevó a testar a quien le correspondiera del vínculo familiar que se rompió en su partida. No es necesario enmarcar aquí el árbol genealógico de Don Teodoro. De ello existe una amplia documentación. Bástanos saber que el susodicho fue uno de los hermanos del tatarabuelo de los agraciados herederos, que los descendientes, todos gentes humildes y de gran honradez, sin mérito alguno, tampoco menoscabo de dignidad y conducta propia, vivieron sus vidas y familias por espacio de dos siglos. Respetuoso con las leyes y las costumbres. Quince días más tarde Matilde y Felipe se encontraron en el despacho del abogado. No fue casual. Les había citado juntos para que se conocieran. Los dos estuvieron nerviosos, reservados, mirándose a hurtadillas, y muy atentos a cuanto el abogado les refería. Les hizo ver que los trámites seguían su curso, que serían caros y laboriosos tratándose de un país donde las leyes fiscales son muy proteccionistas y lesivas para el contribuyente. También les hizo notar una salvedad, pues podría darse el caso de que el heredero fuera único por proximidad de parentesco, lo que descartaría a uno sobre el otro, con posibilidad de recurso, lo que obligaría a la dilatación de la demanda y acrecentaría la cuantía de los gastos. - Son cosas que debemos tener muy en cuenta y ya estudiaríamos como abordarlo. Cuando abandonan el despacho Matilde y Felipe, caminan juntos buscando en la conversación algo que les uniera: recuerdos de infancia, conversaciones mantenidas con sus padres. … Todo resulta inútil. Siguen siendo unos desconocidos. Solo un apellido y una carta que les llena de zozobras y la esperanza del alivio económico que los dos tanto necesitan. Durante largo tiempo siguieron viéndose en las visitas del abogado. Luego vendrían los paseos por la ciudad, ratos de animadas charlas en las cafeterías. Formaban una pareja acostumbrada a estar juntos, pero sólo eso. Una tarde, en sus muchos paseos, Felipe acompañó a Matilde a casa. Estaba anocheciendo. Ella le invita a subir al piso. No se hizo de rogar. Cuando traspasó la puerta de la vivienda Felipe quedó maravillado del orden, la armoniosa configuración de los muebles, tan sutil y acogedora. Se lo hizo saber: - Me gusta tu choza. Es muy, pero que muy maja. - Siéntate por donde quieras. ¿Te preparo un café? Antes tengo que cambiarme; no aguanto los zapatos. Desapareció tras una puerta. Cuando volvió se había cambiado de ropa. Lucía una bata muy sugerente. El pelo suelto en una rubia melena. Se fijó en las piernas largas y bien proporcionadas que rematan en unas zapatillas de vivos colores. “Está preciosa”, pensó. Desde la cocina contigua al salón le llama: - ¿Me ayudas? Coge esas tazas con los platos y llévalos a la mesa, le dijo mientras cerraba la cafetera. Sentado a la mesa, cuando Matilde se dispone a servir la taza, mira los bien formados pechos que se insinúan tras el escote. No los puede obviar y se sonroja. Ella lo intuye y pone una mano para ocultarlo. - Veo que me miras mucho, nunca me miraste así. - Es que te veo muy guapa con esa ropa. No sé como decirlo, muy de otra manera. Días más tarde, en una de las muchas visitas al abogado, Felipe la invita a comer. - ¿Por qué?, dice ella. - Porque me apetece; bueno, si aceptas. Ella dijo “sí” y comieron plácidamente en un restauran muy concurrido. Luego cogieron una película y se fueron para casa de Matilde a verla. Ella se cambia de ropa. Él se despoja de la chaqueta y, sentados cómodos en el sofá, se disponen a ver “Los puentes de Madison”. Atrapados por el argumento, estimulados los sentidos, pronto pasaron a ser actores de su propia trama. Primero una mano sobre el muslo, luego sobre el hombro, un arrimar sus caras, más tarde caricias y besos que se prolongaron en la habitación donde el amanecer les sorprendió abrazados. Quince días más tarde, Felipe se olvida de su casa, a la que acude siempre acompañado por Matilde a buscar la correspondencia. Sin darse cuenta habían formado una pareja a la que el buen Teodoro bendecía desde “El más allá”. El abogado, ajeno a esta circunstancia y pensando en un posible enfrentamiento, de existir litigio de prioridad en el derecho de sucesión, les recomienda por separado lo acertado que sería firmar un pacto ante notario de consenso, delegando una a favor de otro. La tramitación de los documentos, por su complejidad, fue muy laboriosa y enredada dando lugar a la desesperación del abogado, que había puesto mucho empeño y dinero para llevarlo a buen puerto y en más de una ocasión, fustigado por el bufete de Madrid y éste, a su vez, por el de Nueva York. Pensó dejarlo, mas se libró de descubrir sus cuitas a sus clientes. Cuando ya estaba todo resuelto, esperando los últimos documentos, les cita a su despacho, les pide un número de cuenta del banco para, llegado el momento, hacer las trasferencias, descubre lo poco avezados que están en esos menesteres. Así que decide hablar con el director del Banco del Exterior, amigo suyo. Más tarde les acompaña al despacho del director. Este, un hombre afable y de impecable presencia, les atiende con gran amabilidad, ordena a sus subalternos agilicen la documentación. Después de las consabidas firmas, les hace entrega de unas tarjetas para que dispongan de ellas en las cuantías que tengan oportunas sin límite de cantidad. Al mismo tiempo les hace saber que su entidad, sólo en estos casos tan especiales, tiene a bien hacerles un obsequio de un coche de alta gama a su elección en cuanto a la marca y, después de una llamada, les envía a un concesionario de la ciudad. Matilde sólo eligió el color, de lo demás se encarga Felipe. ¡Cuán ufano se encuentra él sentado al volante, atento a las explicaciones de los instrumentos y el manejo de los mandos! Y todo hay que decirlo; que le temblaban las piernas, ya el motor rugiendo, al meter las marchas y pisar el embrague. Pero sólo fue un momento; luego emprendería, con su Matilde al lado, el más vello paseo dejando la ciudad atrás. Los días siguientes descubrieron la fuerza del dinero. Recorren las tiendas, empiezan por las ropas. Matilde, más avezada, le aconseja en las prendas, elige colores y combinaciones: camisa, corbatas, chaquetas. Cargados con los muchos paquetes, llegan a casa cansados pero felices. Los armarios se llenan, los contenedores de la basura también. Lo nuevo deja paso a lo viejo. Las gentes conocidas no dan crédito al cambio de la pareja. La ostentación del coche, de las ropas. “Seguro que les tocó la quiniela, o la lotería” Ellos no dan explicaciones. Sólo una vez, quizás para satisfacer su ego, Matilde le indica a Felipe que le lleve en el coche a la empresa de la que había sido despedida. Era la hora de salir los empleados. Le manda aparcar delante de la puerta. Él la corrige pero, ante la insistencia, termina por dejar el coche mal aparcado. Desde una cafetería que esta enfrente se hace la distraída, siempre atisbando por los cristales. Ve cómo los empleados bracean, y mucho más el encargado, causante de su despido. Con la sonrisa burlona le dice: - Felipe, vamos. Él la sigue. - Perdonar, es que mi novio es un despistado. Se vuelca en los saludos, siempre sonriente. El encargado rehuye la mirada, va y viene haciendo gestos, pero sin afrontar la disputa. Con mucha elegancia y mimo dice a Felipe: - Vamos, querido. Luego reirían juntos la faena, su pequeña venganza. Un día de esos sosegados y de plácidos paseos de la pareja, Felipe, mirando a los ojos de Matilde, le dice: - ¿Y si nos casáramos? - Por qué no; le dice ella mientras le da un beso. Cuando el abogado les citó para firmar los últimos documentos, es Felipe el que le manda preparar los papeles para la boda. - Por lo civil, que conste, y tú el padrino. - Es la mejor noticia, le dice el abogado. Eso despeja muchas dudas. La ceremonia de la boda fue íntima, que ya es decir. Los brindis en el restauran más clamorosos; el notario, el síndico, el abogado, las señoras, todos brindan por los novios. - ¡Por nosotros! ¡Ah! un brindis especial por Don Teodoro. - ¡A su salud! … Mejor por su muerte. Mal asunto mentar la bicha. Que así fue y así lo cuento. El otoño es más hermoso en la montaña. Así que llega, pinta con sobrios colores los montes. Los cielos se tornan más azules, inmensamente azules. Los picachos de las peñas sacan sus majestuosos cuellos buscando cielos. Es que es así. ¡Miradlos cómo se pavonean! Los bosques se pintan de oro viejo, de verdes oscurecidos, de amarillos plateados, de morados imposibles. Todo esto contemplan con voluptuosidad Felipe y Matilde. En su viaje, en busca de sus ancestros, ya han dejado a Cistierna, que es puerta abierta a la montaña que de Riaño lleva el nombre. Atrás, Santa Olaja de la Varga, atrás Aleje, Valdoré. En Remellán buscan Crémenes. Allí el Esla le lame en su discurrir con la carretera en su frontera. Otros pueblos, cruzando puentes, se anuncian encaramados en los montes y escondidos. Viene las Salas, siempre asomada al camino. Más tarde, la carretera dice adiós al río, porque un gran muro enlaza los montes en hormigón. Y tras el muro, las aguas prisioneras juegan a reflejar montañas y cielos, que en ellas todo se confunde. La pareja de amores y fortuna ve todo esto y lo disfruta parada en miradores que improvisan. Desde la presa ve el agua liberada por la compuerta hacer espuma y ruidosos borbotones hasta, más tarde sosegada, seguir su curso para volver a ser el río. La carretera se retuerce al capricho de los montes. Otras veces los taladra en oscurecidos túneles. Las aguas retenidas inundan los valles mientras juegan a ser mares. Un gran puente une las distancias para llegar al Nuevo Riaño en un montículo encaramado jugando a ser puerto de mar, mas sin gaviotas, pues todo él es de mentira. Le falta la pátina de lo viejo, por más que el hombre se afane en el disimulo con edificios robados a otros pueblos. Cada pueblo tiene su historia y sus blasones y, prosiguiendo en su camino los viajeros entran en tierras de la Reina. Una dama enaltecida cuyo nombre nadie sabe. No busquemos grandes edificaciones de palacios o gloriosos monumentos. Bástanos mirar el todo: cielo, monte, valles, ríos y montañas, bosques, prados, fuentes escondidas. Aquí la naturaleza desparrama lo mejor para el disfrute del que sabe mirar en sosegado sentir consigo mismo. Boca de Huergano, Besande, Los Espejos de la Reina, Llanaves de la Reina, Portilla de la Reina, Siero de la Reina, Villafrea de la Reina. … Todos estos pueblos se desparraman entre los muchos montes, caminos y senderos, y todos son de gran belleza. Sus gentes abnegadas, sencillas, más plebeyos que hijos de la tal Reina. Los viajeros de mi historia, de todas las bellezas disfrutaron, y en sus rostros el contento. Mas en el retorno por la intrincada carretera, en una curva, un tractor, con su remolque de maderas bien repleto, les corta el camino. El impacto, con gran estruendo, se esparce por los montes. Crujen los hierros, caen los leños rodando monte abajo. También el coche se precipita con gran furia en giros imposibles, con rotura de puertas y cristales en mil pedazos. Allí una rueda, allí unas chapas,… que todo queda esparcido. Cuando las gentes encuentran a los ocupantes del destrozado vehículo, les hallaron abrazados entre hierros retorcidos. … Teodoro les unió, Teodoro se los llevó. ¡Maldita herencia! …