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Johnny be good
Paige Toon
Traducción de Rebeca Rueda Salaices
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25/11/2010, 13:49
Libros publicados de Paige Toon
1. Johnny be good
Título original: Johnny Be Good
Primera edición
© Paige Toon, 2008
Ilustración de portada: © Opalworks
Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Duo
Derechos exclusivos de la edición en español:
© 2011, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24. Pol. Industrial «El
Alquitón».
28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85
© Pandora Romántica es un sello de La Factoría de Ideas
[email protected]
www.lafactoriadeideas.es
ISBN:
978-84-9800-642-1
Depósito Legal: B-2-2011
Impreso por Litografía Rosés S. A.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta
obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. 1
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Para Indy, mi precioso niño.
Sé bueno.
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Prólogo
—¡Que cante! ¡Que cante! ¡Que cante!
—No, no puedo.
—¡Que cante! ¡Que cante! ¡Que cante!
—¡Que no! ¡Callaos ya! ¡Y, por Dios santo, apagad la puñetera música!
—¡Que cante! ¡Que cante! ¡Que cante!
¡Ah! Tengo las manos tan sudadas que se me escurre el micrófono. No
estoy bien. No puedo cantar. De verdad que no. Pero ellas siguen. No se
callarán hasta que se salgan con la suya. Y yo tampoco quiero decepcionar
a mi público. Vale, ¡cantaré! Ahí va el estribillo:
I´m locked inside us
And I can´t find the key
It was under the plant pot
That you nicked from me…1
Esa canción no es mía, por cierto. Y cuando digo que no puedo cantar,
quiero decir que no debo, lo hago fatal. Pero estoy tan borracha que no me
sorprendería que Simon Cowel entrara en la habitación y dijera eso de:
«Chica, tienes el factor equis». Pero no me hago ilusiones. Sé que soy,
como él suele decir, del montón.
En cuanto a mi público…, bueno, no canto para una multitud de noventa
mil personas en Wembley, como seguramente ya habrás imaginado.
Estoy en el cuarto de estar de mi apartamento, en London Bridge, y la
música procede del juego SingStar de la PlayStation.
La persona que me acaba de quitar el micrófono se llama Bess. Es mi
compañera de piso y mi mejor amiga. Ella también canta fatal. Joder, ¡me
1 Nota: «Estoy encerrado dentro de nosotros/ y no puedo encontrar la llave./ Estaba debajo del
tiesto/ que tú mangaste para mí.»
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está taladrando los oídos! A su lado está Sara, una compañera de trabajo.
Y luego tenemos a Jo, Jen y Alison; unas amigas de la universidad.
En cuanto a mí…, bueno, me llamo Meg Stiles. Y esta es mi fiesta de
despedida. ¿Y esa canción que estamos destrozando? Es de una de las
estrellas de rock más importantes del mundo. Y mañana me voy a vivir
con él.
¡Que sí! No es coña.
Bueno, la verdad es que hay truco. Verás, aún no lo conozco…
Y no, no soy una fan loca. Soy su nueva A. P., es decir, su asistente
personal. Y me marcho a la tierra de los sueños, a la ciudad de Los Ángeles,
a Los Ángeles de California, o como quieras llamarla, ¡y todavía no me lo
creo!
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Oh. Cómo me duele la cabeza. ¿A quién se le ocurre correrse una juerga
la noche antes de empezar en un trabajo nuevo?
No suelo ser tan desastre. De hecho, probablemente sea la persona más
organizada que jamás hayas conocido. Emborracharme la noche antes de
coger un avión a Los Ángeles no va conmigo. Pero tampoco tuve otra
opción. Me acababan de dar el trabajo.
Hace una semana era secretaria en un estudio de arquitectura. El lunes
por la mañana, mi jefa, Marie Sevenou, cincuenta y pocos años, francesa y
muy respetada en ese mundillo, me llamó a su despacho y me pidió que
cerrara la puerta y me sentara. En los nueve meses que llevaba trabajando
allí, aquella era la primera vez que sucedía algo semejante, así que me
pregunté si habría hecho algo mal. Pero como estaba bastante segura de que
no, la preocupación dio paso a la simple curiosidad.
—Meg —dijo con su fuerte acento francés sazonado de angustia—, me
apena decirte esto.
Joder, ¿se estará muriendo?
—No quiero perderte.
Espera, a ver si la que se está muriendo soy yo... Perdón, a veces pienso
tonterías.
Prosiguió.
—Ayer estuve todo el día debatiéndome, indecisa. ¿Se lo digo? ¿No se
lo digo? Es la mejor asistente personal que he tenido y odiaría perderla.
Le tengo cariño a mi jefa, pero le va demasiado el melodrama.
—Marie —dije—, ¿de qué estás hablando?
Me miró fijamente con expresión desolada.
—Pero luego me dije a mí misma: Marie, piensa en cómo eras hace
treinta años. Habrías hecho lo que fuera por una oportunidad así. Tienes
que decírselo.
¿A qué venía todo aquello?
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—El sábado por la noche fui a una cena que daba un buen amigo mío.
¿Recuerdas a Wendel Redgrove? Un abogado muy influyente. Proyecté
para él una casa en Hampstead hace un par de años. Bueno, es igual, me estaba
contando que su mejor cliente acababa de perder a su asistente personal y que
no conseguía encontrar otro. Claro, me dio lástima, así que le hablé de ti y
de que si te perdiera me moriría. De verdad, Meg, no sé cómo conseguía
arreglármelas antes sin ti…
Pero enseguida recuperó la compostura y clavando sus fríos ojos azules
en los míos marrones dijo las palabras que cambiarían mi vida para siempre.
—Meg, Johnny Jefferson necesita un nuevo asistente personal.
Johnny Jefferson. El chico malo del rock. Un rubio de penetrantes ojos
verdes y un cuerpo que ya le habría gustado a Brad Pitt hace quince años.
Era la oportunidad de mi vida, viajar a Los Ángeles para trabajar y vivir
en su mansión. Convertirme en su cómplice, en su mano derecha, en su
persona de confianza. Y mi jefa, en un ataque de locura, me había
recomendado para el puesto.
Aquella misma tarde conocí a Wendel Redgrove y al mánager de
Johnny Jefferson, Bill Blakeley, un cuarentón con acento del East End
londinense que llevaba la carrera de Johnny desde que dejó a su grupo
Fence, hacía ya siete años. Wendel me ofreció un contrato junto con una
estricta cláusula de confidencialidad y Bill me pidió que comenzara la
semana siguiente.
Marie, de hecho, lloró cuando le dije que ya estaba todo arreglado: me
habían ofrecido el puesto y yo había aceptado. Wendel ya había convencido
a Marie para que me dejara marchar antes del mes de cortesía, así que solo
tenía seis días para prepararlo todo; una misión difícil, por no decir
imposible. Cuando expuse mis dudas, Bill Blakeley fue muy claro:
—Mira, guapa, si necesitas más tiempo para arreglar tus cosas, es que no
eres la persona idónea para el puesto. Llévate solo lo que necesites.
Nosotros pagaremos el alquiler de tu casa durante los siguientes tres meses
y después, si todo sale bien, tendrás unos días libres para volver y hacer lo
que sea. Pero necesitamos que empieces ya porque, francamente, desde que
la última chica se largó soy yo quien le tiene que comprar los putos
calzoncillos a Johnny, y ya estoy harto.
Y aquí estoy, en el avión de camino a Los Ángeles, con una resaca de
cuidado. Por la ventana ya se ve la ciudad. Cerca del aeropuerto sobrevolamos
una espesa nube negra, mezcla de niebla y contaminación. La inconfundible estructura blanca del Theme Building parece un platillo volante o una
araña de cuatro patas. Marie me dijo que lo buscara y verlo me hace sentir
todavía más fuera de lugar.
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Paso aduanas sin problemas y me dirijo hacia la salida donde me han
dicho que habrá un chófer esperándome. Busco entre la gente y por fin
encuentro un letrero con mi nombre.
—¡Señorita Stiles! ¡Estupendo! ¿Qué tal? —dice el conductor cuando
me presento. Me estrecha la mano con fuerza mientras su rostro se ilumina
con una sonrisa de dientes blancos como perlas—. ¡Bienvenida a Estados
Unidos! ¡Soy Davey! ¡Encantado de conocerla! ¡Venga, yo me encargo
de su equipaje, señorita! ¡Vamos! ¡Por aquí!
No estoy muy segura de poder soportar tantos signos de exclamación
con mi actual resaca, pero la verdad es que su entusiasmo es admirable.
Sonrío y lo sigo por la terminal. De inmediato percibo la humedad del aire
y comienzo a marearme un poco, así que me siento aliviada cuando por fin
llegamos al coche, una gran limusina negra. Subo al vehículo y me
derrumbo sobre el fresco asiento tapizado en piel color crema. El aire
acondicionado se pone en marcha mientras salimos del aparcamiento y el
mareo y las náuseas que había sentido antes comienzan a desaparecer. Bajo
la ventanilla.
Davey no para de parlotear sobre la gran ilusión de su vida: conocer a la
reina. Inspiro el aire de la calle, menos húmedo ahora que nos estamos
moviendo y comienzo a sentirme mejor. Huele a barbacoa. Las palmeras
más altas que he visto en toda mi vida jalonan la amplia carretera y las miro
asombrada mientras saco la cabeza por la ventanilla. No puedo creer que
no se hayan partido en dos; en proporción, son tan finas como palillos de
dientes. Estamos a mediados de julio y aún hay adornos navideños
colgados de algunas casas de aspecto un tanto dejado. El sol de la tarde se
refleja en ellos y pienso que no es tan extraño que a este lugar lo llamen la
ciudad del oropel. Miro en todas direcciones, pero no veo el letrero de
Hollywood.
Todavía.
¡Dios! Aún no me creo lo que me está pasando.
Y mis amigas tampoco. La verdad es que Johnny Jefferson nunca me ha
gustado especialmente. Claro que me parece guapo, ¿y a quién no?, pero
en realidad no me gusta. Y en lo que se refiere a la música rock, bueno, Avril
ya me parece demasiado heavy. Yo prefiero a Take That sin dudarlo.
Sé que cualquiera daría el dedo meñique por estar en mi lugar. O mejor
dicho, la mano entera. Y quizás un pie también, ya que estamos.
Sin embargo yo no creo que estuviera dispuesta a pasar de la uña del dedo
gordo. Y desde luego estoy convencida de que no perdería ni un apéndice.
La verdad es que este nuevo trabajo me hace ilusión, pero el hecho de
que a todas mis amigas Johnny las vuelva locas le da un atractivo extra.
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Davey atraviesa las puertas de Bel Air, el paraíso de los ricos y famosos.
—Ahí es donde vivía Elvis —dice mientras comenzamos a subir la colina
hacia mansiones todavía más impresionantes. Intento ver algo del cuidado
jardín que se oculta tras los setos y los altos muros.
El dolor de cabeza parece que ha dado paso a un cosquilleo en el
estómago. Me limpio el sudor de la frente y me digo a mí misma que solo
son los efectos secundarios de la borrachera.
Seguimos subiendo y de repente Davey sale de la carretera y se detiene
frente a unas impresionantes puertas de madera. Unas cámaras nos enfocan
impasibles desde pilares de acero a ambos lados del coche. Me siento
observada y experimento la repentina necesidad de subir la ventanilla.
Davey anuncia nuestra llegada por un interfono y unos segundos después
las puertas se abren. Tengo las manos pegajosas.
El camino hacia la casa no es largo, pero a mí se me hace eterno. Al
principio los árboles ocultan la casa, pero tras una curva aparece ante
nosotros.
Es un diseño moderno y estructurado; dos plantas, hormigón blanco,
forma rectangular.
Davey sale del coche y me abre la puerta. Yo me quedo allí, intentando
controlar los nervios, mientras saca mi maleta del maletero. La enorme y
pesada puerta de madera de la entrada principal se abre y sale una mujer
baja, regordeta, sonriente y de aspecto suramericano.
—¡Vaya! ¿Y a quién tenemos aquí? —Su sonrisa es radiante y me cae
bien al momento—. Soy Rosa —dice—, y tú debes de ser Meg.
—Hola…
—¡Vamos, pasa!
Davey se despide de mí y me desea buena suerte, yo sigo a Rosa al
interior. La entrada es grande y luminosa. Franqueamos otra puerta y me
paro en seco. Los cristales que lo cubren todo, del suelo al techo, ofrecen
una panorámica perfecta de la ciudad bajo la luz calinosa de la tarde. Una
piscina en la terraza brilla refrescante y azul.
—Espectacular, ¿verdad? —Rosa sonríe y estudia mi expresión.
—Increíble —contesto.
Me pregunto dónde estará la estrella de rock.
—Johnny está de viaje. De repente sintió la necesidad de salir para
componer —dice Rosa.
Ya.
—No volverá hasta mañana —apostilla—, así que tienes un poco de
tiempo para deshacer la maleta e instalarte. O mejor aún, para descansar un
rato en la piscina… —dice mientras me empuja suavemente.
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Levanto el asa de la maleta e intento disimular mi decepción mientras
sigo a Rosa hasta una gran habitación diáfana, de dos alturas. El moderno
equipo estéreo y la enorme televisión plana de la esquina me dicen que
estoy en el cuarto de estar. Los escasos muebles que hay son muy
modernos y superchulos.
Estoy impresionada. De hecho, mi pasotismo inicial comienza a esfumarse, lo que no me ayuda a calmar los nervios.
—La cocina está por aquí —dice Rosa mientras señala hacia una pared
curva de cristal esmerilado—. Ahí es donde paso la mayor parte del
tiempo. Soy la cocinera —me explica antes de que le pregunte—. Intento
que se alimente bien. Si mi trabajo fuera servirle copas, sería mucho más
feliz. Le gusta beber, ¿sabes? —Chasquea la lengua cuando llegamos a los
pies de una escalera de hormigón pulido.
—¿Podrás con eso, cielo? —me pregunta mirando de reojo mi maleta.
—¡Sí, tranquila!
—Deberíamos tener un mayordomo, pero Johnny no quiere llenar la
casa de gente —prosigue mientras sube las escaleras por delante de mí—. No
es que sea tacaño, ¿sabes?, es que le gusta que seamos como una pequeña
familia. —Da media vuelta—. Tu cuarto está aquí. Johnny está en el
grande, al otro lado, y detrás de esas puertas verás las habitaciones de
invitados y el estudio de música de Johnny —dice mientras pasamos junto
a ellas—. Tu despacho está abajo, entre la cocina y la sala de cine.
Perdón, ¿ha dicho sala de cine?
—Luego te lo enseñaré todo —añade entre jadeos.
—¿Tú también vives aquí? —le pregunto.
—No, cielo, yo tengo familia. Aparte de los de seguridad, tú serás la
única que duerma aquí. Además de Johnny, claro. Bueno —dice, dando una
palmada al detenernos frente a la puerta—, este es tu cuarto.
Gira el pomo de acero inoxidable y empuja la pesada puerta de metal.
Luego da un paso atrás para dejarme pasar.
Mi habitación es tan luminosa y blanca que me quiero poner las gafas de
sol. Las ventanas dan a los frondosos árboles de la parte de atrás y en el
centro hay una cama tamaño gigante, cubierta con una colcha de color
blanco inmaculado. Un armario lacado en blanco cubre toda una pared, del
suelo al techo, y frente a él se abren dos puertas.
—Tienes una cocina pequeña donde podrás prepararte algo de comer si
mis platos no son de tu gusto. —Por su tono jovial deduzco que eso será
muy poco probable—. Y aquí tienes el baño.
Y menudo baño. Es enorme, cubierto todo de deslumbrante piedra
blanca. Hay un gran jacuzzi de piedra en la parte de atrás y una enorme
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ducha abierta a mi derecha. A mi izquierda dos lavabos. Esponjosas toallas
blancas cuelgan de toalleros eléctricos.
—¿Bonito, eh? —dice Rosa. Luego camina hacia la puerta—. Te dejo
para que te instales. ¿Por qué no bajas a la cocina cuando hayas terminado
y te preparo algo de comer?
En cuanto cierra la puerta, comienzo a saltar como una loca con la boca
desencajada en un grito mudo.
¡Este sitio es alucinante! He visto mansiones de estrellas de rock en
MTVCribs, pero esto es todavía mejor.
Me quito los zapatos y me lanzo sobre la impresionante cama sin parar
de reír. Me tumbo boca arriba.
Qué pena que Bess se pierda esto… es tan diferente de nuestro
apartamentucho en Londres. En Inglaterra debe de ser ya cerca de la medianoche y seguramente llevará un rato en la cama durmiendo la borrachera
porque mañana tiene que levantarse para ir a trabajar. Bajo de la cama y
sonrío al sentir la gruesa alfombra de lana blanca entre los dedos de los pies.
Saco el teléfono del bolso.
De hecho, creo que le mandaré una foto. En lugar de llamarla, abro
la lente de la cámara y fotografío la impresionante habitación con la
cama gigantesca en el centro. Añado un mensaje: «¡Mira qué cuarto
tengo! A él aún no lo he visto, pero la casa es impresionante. Ojalá
estuvieras aquí».
Cuando le enseñe la panorámica que se ve desde el cuarto le va a dar algo.
Pero eso ya se lo mandaré mañana.
Decido dejar la maleta para más tarde y bajo a ver a Rosa. La encuentro
en la cocina friendo pollo, pimienta y cebolla.
—¡Hola! Te estoy preparando una quesadilla. Seguro que te mueres de
hambre.
—¿Te ayudo? —pregunto.
—¡No, no, no! —dice apartándome. Unos minutos después me sirve el
plato terminado, unas tortillas triangulares que rezuman queso derretido.
Tiene razón, me muero de hambre.
Mis brazos son delgados comparados con los suyos. De hecho, toda yo
soy delgada comparada con Rosa. La cocinera es como una gran mamma
mejicana en tierra extraña.
—¿Dónde vives, Rosa? —le pregunto y me cuenta que su casa está a una
hora en coche. Tiene tres hijos adolescentes, una hija de diez años y un
marido que trabaja como un loco, pero que, por como sonríe cuando habla
de él, seguro que también la quiere como un loco. Vive lejos, pero le
encanta trabajar para Johnny. Su única queja es que casi nunca está allí para
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ver cómo disfruta de sus guisos. Y le rompe el corazón cuando vuelve a la
mañana siguiente y encuentra la comida todavía en la nevera.
—¡A ver si consigues tú que coma algo! —me dice—. Johnny se
alimenta fatal.
Oír como lo llama «Johnny» me resulta extraño. Yo pienso en él como
Johnny Jefferson, pero supongo que pronto será solo Johnny para mí
también.
Aunque en cierta forma siento como si lo conociera. Es imposible vivir
en el Reino Unido y no saber nada de Johnny Jefferson. Y todavía es más
difícil si te has pasado la hora de la comida, cuando aún trabajaba para Marie,
investigando sobre él en Internet.
Su madre murió cuando tenía trece años, por eso dejó Newcastle y se
trasladó a vivir con su padre a Londres. Dejó los estudios para concentrarse
en su música y formó un grupo poco antes de cumplir los veinte. Firmaron
un contrato con una discográfica y cuando Johnny alcanzó la veintena ya
eran estrellas internacionales. Sin embargo, a los veintitrés, sufrió una
grave crisis personal cuando el grupo se disolvió, aunque logró superarla
para volver dos años después como artista en solitario. Ahora, con treinta
años, es uno de los cantantes de rock más conocidos del mundo. Por
supuesto, se habla mucho de su estilo de vida: alcohol, drogas, sexo, en fin,
seguramente Johnny lo ha probado todo. Que beba no me importa, y
aunque solo he tenido tres novios serios, no soy ninguna mojigata, pero lo
de la droga no va conmigo. Además, jamás me he sentido atraída por los
chicos malos.
Rosa se marcha a las seis y media e insiste en que vaya a la piscina.
Diez minutos después estoy en la terraza con el biquini negro que
compré para mis últimas vacaciones en Italia con Bess. El sol todavía
calienta, así que me quedo en los escalones de la zona poco profunda y
echo la cabeza hacia atrás para que me dé más el sol. La centelleante agua
azul está fresca pero no fría y no me impresiona cuando me meto del
todo. Nado un par de largos y decido entonces que cada mañana haré
cincuenta. En Londres caminaba tanto que mantenerme en forma era
fácil, pero aquí todo el mundo se mueve en coche, así que tendré que
esforzarme un poco más.
Después de un rato salgo del agua. Paso de las tumbonas y extiendo la
toalla sobre las baldosas calientes junto a la piscina para poder introducir los
pies en el agua. La resaca hace ya rato que ha desaparecido y me siento
contenta y feliz mientras escucho el chapoteo del agua que se cuela por el
sistema de filtración de la piscina y el canto de las cigarras en el jardín.
Sobre la ciudad, un distante avión deja una estela blanca en el cielo
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despejado y por el rabillo del ojo veo como unos mirlos vuelan a ras del
agua para beber de la piscina. Me embarga un agradable sopor.
—¿Para esto te pago?
Me espabilo de golpe y veo una figura oscura que se cierne sobre mí y
me oculta el sol. El sobresalto es tal que casi me caigo al agua.
—¡Ay, joder!
Intento como puedo sacar la toalla de debajo del culo para taparme, pero
acaba en el agua.
—¡Mierda!
Me pongo de pie torpemente mientras caigo en la cuenta de que lo único
que he hecho en los últimos segundos es soltar tacos delante de mi nuevo
jefe.
—Lo siento —balbuceo. Sus ojos me dan un repaso de arriba abajo y
siento como si me estuviera desnudando. Lo que tampoco es tan difícil
porque en realidad apenas llevo nada encima. Cruzo los brazos sobre el
pecho, deseando con todas mis fuerzas sacar la toalla del agua. Desgraciadamente, sin embargo, para eso tendría que inclinarme y no es algo que me
apetezca mucho hacer en estos momentos. Levanto la vista.
La verdad es que es bastante alto, desde mi metro setenta y poco calculo
que él estará rondando el metro noventa. Lleva pantalones vaqueros
negros ajustados y una camiseta también negra con un cinturón metálico
de color plata y tachuelas. El pelo rubio le cae sobre la barbilla y sus ojos
verdes, con la luz de la piscina reflejada en ellos, parecen casi luminiscentes.
Caray, qué guapo es. Está mejor al natural que en las fotos.
—Perdón —vuelvo a decir y él esboza una media sonrisa mientras se
inclina detrás de mí para sacar mi toalla empapada del agua. Yo, de forma
instintiva, me intento apartar de él, pero la única forma sería dando un paso
atrás, con lo que me caería a la piscina. Y creo que ya he hecho bastante el
ridículo. Cuando se incorpora y escurre la toalla veo los músculos de sus
brazos desnudos tensarse con el movimiento. También me fijo en sus
famosos tatuajes y me empiezo a poner nerviosa.
Recuerdo que he dejado el pareo en una de las tumbonas a su espalda y
cuando paso a su lado, casi de puntillas, para recuperarlo, él no se aparta.
Rápidamente me ato el pequeño pedazo de tela verde a la cintura.
—¿Meg, verdad? —dice.
—Sí, hola —contesto. Lo miro protegiéndome los ojos del sol con una
mano mientras hace una pelota con la toalla y la tira a una cesta que está a
unos seis metros. Entra a la primera—. Y tú, evidentemente, eres Johnny
Jefferson.
Se gira hacia mí.
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—Llámame Johnny. —Me fijo en que tiene un montón de pecas que no
había visto en las fotografías.
—Estaba… estaba descansando un poco —tartamudeo.
—Eso me ha parecido —contesta.
—Creía que no volverías hasta mañana.
—Eso me ha parecido. —Arquea una ceja, busca en los bolsillos de sus
vaqueros y saca un paquete de tabaco. Luego se sienta en una de las
tumbonas, enciende un cigarrillo y da unos golpecitos en el espacio que
está a su lado. Pero yo, teniendo en cuenta cómo me late el corazón, decido
que es más seguro sentarme en la de enfrente.
—Bueno, Meg… —dice mientras da una profunda calada y me mira.
—¿Sí?
—¿Fumas? —pregunta, aunque no me ofrece un cigarrillo.
—No.
—Bien.
Hipócrita. Lo pienso, pero no tengo el valor de decirlo en alto.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta.
—Veinticuatro —contesto.
—Pareces mayor.
—¿Ah, sí?
Echa la ceniza en un cenicero de acero inoxidable de medio metro de alto
y me mira entornando los ojos.
—En este trabajo hay mucha presión, ¿sabes?
Oh, vale, así que no era un cumplido, sino más bien una preocupación.
—Podré con ella. —Intento inyectar algo de seguridad en mi respuesta.
—Bill y Wendel así lo creen. —Suena bastante americano, lo que resulta
sorprendente ya que pasó los primeros veinticinco años de su vida en
Inglaterra—. ¿Tienes novio? —se interesa.
Eh, un momento…
—¿Y por qué me preguntas eso?
—No seas quisquillosa —dice mientras sonríe divertido—. Solo quiero
saber qué posibilidades hay de que lo eches de menos y vuelvas a casa. —Ahora
suena más inglés.
Su mirada me hace sentir incómoda así que la aguanto solo durante unos
segundos. Guarda silencio y yo no tengo ni puñetera idea de qué decir.
—No has contestado a mi pregunta.
¿Pregunta? ¿Qué pregunta? Oh, la del novio… Me está costando un
poco centrarme.
—No, no tengo novio.
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—¿Por qué no? —me interroga casi de inmediato, al mismo tiempo que
da otra larga calada a su cigarrillo.
—Pues, salía con alguien, pero rompimos hace seis meses. ¿Por qué?
Johnny sonríe y apaga el pitillo.
—Por curiosidad. —Se pone en pie—. ¿Te apetece beber algo?
Me incorporo rápidamente.
—Ya me ocupo yo.
Me mira de reojo con expresión burlona mientras camina hacia el otro
lado de la terraza, donde hay un bar.
—Tranquila, mujer. Soy perfectamente capaz de ponerme una copa.
¿Qué quieres tomar?
Le pido una Coca-Cola light.
Vuelve con dos enormes whiskis con Coca-Cola y hielo y me ofrece
uno. Miro mi vaso y luego a él. Su rostro es inexpresivo. ¿Será que no me
ha oído?
—Hum... —digo, pero me quedo sin palabras cuando veo que se está
quitando la camiseta. Dios santo, no sé adónde mirar. Doy un buen trago
al whisky mientras él se pone cómodo en la tumbona.
Justo en ese momento, reparo en lo absurdo de la situación. Es de locos.
Tengo a Johnny Jefferson, ¡al auténtico Johnny Jefferson!, justo delante de
mí, y tan cerca que podría tender un brazo y tocarlo. Incluso podría
pellizcarle un pezón, ¡por favor! Anda que si le mandara una foto a Bess de
semejante panorama... La sola idea hace que se me escape un resoplido.
—¿Estás bien? —pregunta, mirándome.
—Sí —contesto, pero para mi vergüenza no puedo aguantar una estúpida
risilla.
—¿Qué es tan divertido?
—Nada —contesto rápidamente. Tengo la cabeza totalmente embotada.
¡Nada! Hace una semana trabajaba para un estudio de arquitectura en
Londres y ahora estoy en Los Ángeles, en la mansión de una estrella del
rock, ¡sentada en una tumbona junto a un roquero medio desnudo! Si esto
no es surrealista, que venga Dios y lo vea.
Johnny acaba su whisky de un trago y yo extiendo el brazo para recoger
su vaso.
—¿Otro?
Duda por un momento ante mi oferta.
—¿Por qué no?
Ya iba siendo hora de que comenzara a hacer mi trabajo. Me levanto y
me acerco al bar mientras termino mi copa. Echo un vistazo a las botellas
del armario que hay bajo la barra en busca del whisky. Localizo una lata de
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Coca-Cola light y me planteo abrirla, pero al final lo pienso mejor. Lo que
necesito ahora es un poco de valor y unos chupitos de tequila no me
vendrían mal… ¡Oh, pero si tiene una botella de tequila aquí! Miro a
Johnny Jefferson, recostado en la tumbona, de espaldas a mí, ignorante del
dilema al que me enfrento.
No, Meg, no. Nada de tequila.
Bah, qué coño. Solo uno.
Le pego un rápido sorbo a la botella y casi escupo el tequila cuando lo
siento bajar por la garganta. Necesito toser desesperadamente, de verdad,
pero en lugar de eso me lo trago y enjugo las lágrimas.
Un poco de agua. ¡Agua!
Aunque quizá me vendría mejor otro trago de tequila…
Y aunque parezca mentira, así es.
—¿Qué tal van las cosas por ahí? —grita Johnny.
Caray, llevo aquí un rato.
—Bien, ¡ya voy!
Me acerco a las tumbonas mientras intento que no me distraiga la
panorámica frente a mí.
—Gracias. —Johnny hace chinchín con mi copa y le da un trago mientras
yo me siento.
Tiene el pecho tonificado, de aspecto suave y bastante moreno. Lleva un
tatuaje con algo escrito sobre el vientre. No puedo leer lo que pone, pero
¡madre mía!
¡Eh! ¡Céntrate, Meg, céntrate!
—Rosa me dijo que estabas de viaje.
—Sí. Quiero dejarlo todo preparado para la semana que viene.
—¿Qué pasa la semana que viene? —pregunto.
Me mira un poco sorprendido.
—El Whisky —contesta.
—¿Quieres más whisky? —pregunto. Caray, a ver si va a ser verdad que
tiene un problema con el alcohol.
—No, el Whisky —dice.
—No te entiendo —replico confundida.
—Vamos —responde—, ¿no me digas que no sabes nada de lo que estoy
preparando allí? Whisky es un lugar.
—No, lo siento. —Noto que me estoy poniendo colorada—. ¿Debería
haber oído algo?
Ríe incrédulo.
—Perdona —añado—, pero no sé mucho sobre ti.
Y a continuación comienzo a soltar chorradas como una loca…
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—Quiero decir que no soy muy fan.
Cállate, Meg.
—Tus canciones no están mal, pero bueno, yo prefiero a Kylie, la
verdad.
¿Por qué coño habré dicho eso?
—Lo bueno es que al menos no te han encasquetado a la típica pirada
—prosigo—. Podría saberlo todo de ti. Podría saber cuál es tu color
favorito, tu marca de champú…
Por Dios santo, ¡cállate! No, esto aún puede empeorar…
—Y tampoco soy una de esas groupies que se quieren tirar a un roquero
a toda costa.
Aaay….
—Eso espero, Meg —dice mientras apaga su segundo cigarrillo en cinco
minutos—. Porque sería ir más allá de tus obligaciones.
—¿Otra copa? —pregunto con un hilo de voz al darme cuenta de lo que
acabo de decir.
Me va a despedir. Me va a despedir antes siquiera de haber empezado.
—Na, tengo cosas que hacer. —Se pone en pie—. He quedado con unos
colegas en el centro. Llama al Viper Room y reserva una mesa para ocho.
—Vale. Eh, ¿dónde están…?
—En la agenda Rodolex del despacho. Allí encontrarás todos los
teléfonos que necesitas.
—¿Has dicho mesa para ocho o mesa a las ocho?
—Para ocho personas. Y que nos guarden la reserva. No sé cuándo
llegaremos.
Así que todavía no me ha despedido, ¿no? Me levanto diligente y le quito
el vaso vacío de las manos sin atreverme a mirarle a los ojos. Me doy media
vuelta y veo por el reflejo en el cristal de la ventana como le da un repaso
al culo de su nueva asistente personal aprovechando que voy de camino al
despacho.
Media hora después, Johnny Jefferson baja por las escaleras y me
encuentra tamborileando con los dedos sobre uno de los dos enormes
escritorios del despacho. A pesar del tequila aún estoy un poco nerviosa y
no sé muy bien qué hacer a continuación.
—¿Ya has reservado la mesa? —pregunta mientras mete medio pulgar
en el bolsillo de sus vaqueros. Son los mismos que llevaba antes, pero ahora
se ha puesto una camiseta ajustada de color crema con una línea plateada.
—Sí, y he pedido que tengan preparado champán. No sabía si querrías
el coche, así que he llamado a Davey por si acaso. Está esperando en la
entrada.
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—Guay. —Asiente con la cabeza—. Ya pensaba que tendría que coger
la moto.
Bueno, por lo menos en esta ocasión he acertado.
Se queda parado en la puerta durante un momento, mirándome, con el
pelo todavía húmedo de la ducha.
—Muy bien, pues me voy. —Y da una palmada en la puerta como para
despedirse.
Intento no preguntarle, pero no me puedo resistir.
—¿Cuándo volverás?
—Mañana —contesta—. Lo más probable.
Y se va. Y de repente la casa me parece vacía.
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