La lectura de las obras francesas, que comienzan a llegar a Chile

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HISTORIA, GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES/ 6° básico
LECTURA: ENSAYOS CONSTITUCIONALES DÉCADA DE 1820
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La lectura de las obras francesas, que comienzan a llegar a Chile sin restricciones, estimula a los
espíritus inquietos y los transforma en fanáticos defensores de una libertad que ven a cada
instante conculcada con los menores actos del gobierno. Para ellos la libertad no se presenta
como la resultante del ejercicio ordenado de los derechos, sino como el punto de partida de todo
progreso y convivencia social. La ley es a sus ojos el muro de contención de todas las tiranías. De
ahí la creencia en el mágico poder transformador de las Constituciones y su certidumbre en los
beneficios del trasplante a Chile de regímenes que en otros pueblos habían dado generosos
frutos. “¡Una Constitución! Este es el grito universal del pueblo chileno, el colmo de sus deseos, la
base en que se asientan todas sus esperanzas”, dice Freire al declinar el mando. Y los ideólogos
de gabinete, encontrando quien los impulsa, no vacilan en lanzarse en la elaboración de los
códigos salvadores.
Ya Juan Egaña, inspirado en las instituciones de la Grecia clásica y en algunos preceptos del siglo
de las luces, había concebido una carta política complementada por treinta y siete reglamentos de
las más variadas materias, desde las instituciones morales de la sociedad hasta los trajes oficiales
que debían vestir los magistrados y el Director Supremo. Y a continuación iba a venir José Miguel
Infante, fanático hasta el delirio por las instituciones federales norteamericanas, que hacían ya su
estrago en otras noveles repúblicas hispanas. Todo su empeño fue el segmentar en provincias
autónomas un territorio que la naturaleza y la historia habían hecho homogéneo. Y al aprobar el
Congreso la implantación del nuevo régimen, dirá allí con la certeza del alquimista que ha
encontrado la piedra filosofal: “Creo que éste es el día en que empiezan a temblar los tiranos y los
hombres libres a llenarse de consuelo al oír decir: ‘federación’”. Llega por último el español
afrancesado José Joaquín de Mora, con el empeño de trasplantar los preceptos de la Constitución
peninsular de 1812, reduciendo al mínimo el poder del Estado y abriendo, en cambio, cauce al
ejercicio amplio de las libertades individuales.
La era de prepotencia de los teóricos es, sin embargo, fugaz. Ella pasa ahogada por el desaliento
colectivo que cosecha sus tremendos fracasos. Y las asonadas de cuartel, que sumadas a los
ensayos constitucionales fallidos aumentan la anarquía, van estimulando la reacción del buen
sentido nacional.
Eyzaguirre, Jaime (1990): Fisonomía Histórica de Chile. Santiago: Editorial Universitaria. 12ª
edición.
La generación de la independencia nutría sus esperanzas de la mentalidad progresista del siglo
de las luces y de la confianza en las riquezas del país. Sólo era necesario trazar una política
adecuada, organizar el Estado, garantizar el Estado, garantizar los derechos individuales y difundir
la cultura para que el pueblo chileno alcanzase el bienestar y la dicha.
Los estadistas de la época se sentían intérpretes de un gran movimiento de liberación del hombre,
que debía comenzar por la creación de una nueva institucionalidad. Aquel movimiento, nacido en
Europa, ya había hecho notables avances y ahora correspondía impulsarlo en América. Los
prohombres de entonces pensaban que la Humanidad los contemplaba y presentían el pedestal
del monumento.
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Con aquella seguridad se dieron a buscar con fe invencible las leyes para el nuevo Estado.
La época tenía confianza en el poder de la ley. Con ella se podía transformar a la sociedad y
modelarla, desarraigar prejuicios y viejas costumbres y aún ejercer un poder moralizador. Por
sobre todo, la ley debía organizar a la nación y reglar las funciones del Estado para que el
hombre, protegido y liberado de las viejas ataduras, alcanzase su plena realización.
La ley perfecta debía hacer la felicidad de los individuos.
El problema estribaba en encontrar aquella ley. Las tradiciones y el antiguo sistema habían sido
rechazados y eran inservibles. Solamente quedaba la razón que, realzada por el siglo precedente,
era el foco que todo lo iluminaba. (…)
Con posterioridad a este fugaz ensayo y a la caída de O´Higgins, se pusieron en práctica varias
disposiciones de carácter constitucional hasta que una nueva ley fundamental, promulgada por
Freire, entró en vigencia en 1823.
Este código, conocido como constitución moralista, había sido elaborado por el prestigioso jurista
e intelectual Juan Egaña.
En ella su autor vació su pensamiento político, en el que se mezclaban las más variadas
orientaciones, aunque en general su tendencia era conservadora y autoritaria. Entre los artículos
podía percibirse la huella de la antigüedad romana, la influencia de los filósofos moralistas, el
espíritu católico, el sentido bienhechor de la Ilustración y el derecho racionalista en boga. Por
sobre todo se destacaba la incorporación de categorías de orden ético al derecho constitucional,
que debía reglar la vida cívica de los ciudadanos, incluyendo a veces hasta la conducta privada.
(…)
Desde un comienzo, el código de Egaña apareció como impracticable y hasta algunos personajes
que habían concurrido a aprobarlo se mostraron escépticos. No tuvo defensores y pronto fue
necesario suspender su vigencia.
El siguiente ensayo, basado en diversas leyes de carácter constitucional promulgadas en 1826,
fue acaso tan irreal como el anterior. Su inspirador fue José Miguel Infante, político de gran
inteligencia e idealismo, que veía en el ejercicio más directo de la soberanía por los ciudadanos el
logro de las metas liberales.
El ejemplo del federalismo en Estados Unidos y los intentos para implantarlo en México y otros
países latinoamericanos, influyeron en la mente de Infante y de otros ardorosos propugnadores
del sistema. La idea tuvo acogida y despertó muchas esperanzas, porque recogía sentimientos
lugareños arraigados especialmente en las regiones de Coquimbo y Concepción. (…)
Las leyes constitucionales establecieron la división del país en ocho provincias, cada una de las
cuales tendría una asamblea de 12 ó 14 diputados, según su población, y un intendente, todos
elegidos popularmente. Las asambleas tenían un carácter legislativo y gozaban además de
algunas facultades administrativas. También se reorganizó el sistema municipal, estableciendo
que sus cargos serían electivos, como asimismo los de párrocos. (…)
La puesta en práctica de las nuevas medidas dejó ver rápidamente su carácter utópico. El
desorden cundió en las provincias: hubo disputas acerca de los límites, algunos pueblos
solicitaban cambios de jurisdicción y las ciudades discutían el derecho a ser las cabeceras
regionales. La autoridad aparecía impotente, querellas subalternas preocupaban a los personajes
de las localidades mientras el bandidaje, los crímenes y hasta la insubordinación de las tropas
creaban un ambiente del más negro desorden.
El federalismo caía por sí mismo y no pasó un largo tiempo antes que fuese abrogado.
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La cima de los esfuerzos para dotar al país de un régimen constitucional de corte liberal se
encuentra en la carta promulgada en 1828, que en parte recogió la inspiración de José Joaquín de
Mora. (…)
Establecía una clara y armoniosa independencia entre los tres poderes. El Presidente de la
República no podía ser reelegido; en la tramitación de la ley sólo tenía veto suspensivo,
imponiéndose el Congreso por simple mayoría. (…)
El principal defecto de la constitución era la debilidad del Poder Ejecutivo, que en aquellos años
de inestabilidad era un requisito indispensable para gobernar el país.
Las mismas normas de la carta se prestaron para la continuación del desorden y fue la
interpretación de una de sus disposiciones la que arrastró a la guerra civil y a la eventual
derogación de ella.
Villalobos, Sergio; Silva, Osvaldo; Silva, Fernando; Estellé, Patricio (1998): Historia de Chile.
Santiago: Editorial Universitaria.
Elaborado por: Ximena Pérez G.
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