Las normas económicas de la UE y la Unión Monetaria Europea: ¿Una camisa de fuerza? Domènec Ruiz Devesa. Economista. Presidente de la Unión de Europeístas y Federalistas de Madrid. Culpar o responsabilizar a la Unión Europea de la adopción de medidas domésticas impopulares es ya un recurso clásico de los Estados-miembro de la Unión Europea, ya se trate de las cuotas que asigna la Política Agrícola Común, la apertura de los mercados a la competencia, o la prohibición, salvo contadas excepciones, de las ayudas de estado a las empresas. Ahora bien, determinadas políticas no son el resultado de las normas de la Unión. Pensemos por ejemplo en el proceso de privatizaciones de empresas públicas que en el caso de España se remonta a principios de los años 90 del siglo pasado, y que comúnmente se atribuye a nuestra adhesión a la entonces Comunidad Económica Europea, y en parte como culminación del Acta Única Europea y del mercado único en 1992. Pues bien, en este caso se ha producido una confusión interesada de los conceptos de liberalización y privatización, que no son en absoluto sinónimos. La liberalización supone abrir sectores en régimen de monopolio regulado a la competencia, tales como la telefonía fija y móvil, el servicio postal o la producción y distribución de energía. Este proceso en efecto venía obligado por nuestra pertenencia a la Unión y al mercado interior, proceso que por otro lado debe beneficiar a los consumidores por la producción a menor coste derivado de la mayor competencia en estos mercados. Ahora bien, en ningún caso este proceso de liberalización de sectores implica privatizar la propiedad de las empresas, siempre que dejen de ostentar una posición monopolista. Para que no hubiera dudas al respecto, Francia incluyó en el Tratado una cláusula que recogía este principio. En esta materia, lo que quizás cabe reprochar al constituyente comunitario en la formulación del principio de libre competencia es una limitada por no decir nula comprensión de aquellos sectores que por ser monopolios naturales no tiene sentido abrir a la competencia, lo que lleva bien a monopolios privatizados o mercados oligopolísticos que deben ser sometidos a una estricta regulación, como es el caso del sector energético. Este sesgo es fruto de la tradicional política antimonopolista alemana, que vio en las cárteles de entreguerras el sustento político del nacionalismo económico, y el pilar financiero del nacionalsocialismo de Hitler. Curiosamente sobre este aspecto Altiero Spinelli, el padre del federalismo europeo de posguerra, un movimiento de marcado tinte progresista, ya en fecha tan temprana como 1941 proponía en su documento Por una Europa Libre y Unida. Proyecto de Manifiesto un control público de los monopolios naturales. En el conocido como Manifiesto de Ventotene abjuraría del nacionalismo económico proponiendo la abolición de las aduanas y la libertad de emigración en Europa, adelantando algunas de las ideas-fuerza del Tratado de Roma. El otro gran elemento de la política económica europea es el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), incluido en el Tratado de Maastricht, y el más reciente Tratado de Gobernanza, Coordinación y Fiscalidad, más conocido como Pacto Fiscal. El PEC establece una serie de restricciones en la política financiera, tales como un límite máximo del 3 por ciento de déficit público respecto del PIB, y un tope de deuda pública del 60 por ciento del PIB. Estos límites se impusieron para prevenir un endeudamiento público excesivo que derive en inflación, vía monetización de la deuda, que es el otro gran fantasma del ordoliberalismo alemán, al asociarse la hiperinflación de los años veinte al ascenso del nazismo, así como para asegurar que en el marco de una unión monetaria no sería necesario acudir en ayuda de un estado por problemas en su balanza de pagos. Alemania, una vez más, al renunciar al marco alemán, quiso evitar a toda costa que la moneda única supusiera un coste adicional en forma de transferencias. La manera de conseguir este objetivo es mediante una limitación estricta del margen de maniobra de la política fiscal, al que se añade la pérdida del control de la política monetaria por parte aquellos Estados miembro que han adoptado el euro, como es el caso de España. Esto significa que en el supuesto de una crisis, la política monetaria no puede utilizarse por parte de un Estado para monetizar deuda pública ni para aprovecharse de una devaluación competitiva, que permita impulsar las exportaciones para superar la recesión, y que fueron palancas típicamente utilizadas en el pasado por países como Italia y España. Precisamente para evitar este tipo de políticas se estableció primero el Sistema Monetario Europeo y después el euro, pues en un mercado común una devaluación competitiva significa una distorsión en los precios y costes de los productos. En cuanto al Pacto Fiscal, este establece una nueva vuelta de tuerca en lo que podríamos denominar, junto con el profesor Francisco Rodríguez de la Universidad de Deusto, un federalismo fiscal restrictivo, al imponerse, además del tope del 3 por ciento de PIB de déficit público, un nuevo límite del 0,5 por ciento de déficit estructural, magnitud que se calcula neta de pagos por intereses de la deuda pública. Este límite tendrá que incorporarse al Derecho interno de los Estados firmantes del Tratado (el cual es de naturaleza intergubernamental al no incluir ni al Reino Unido ni a la República Checa) mediante una norma de rango constitucional o superior del ordenamiento jurídico. El tope del 0,5 por ciento de déficit estructural sólo podrá superarse en caso de recesión o catástrofe natural, pero siempre teniendo en cuenta que el límite establecido en el Tratado de Maastricht no puede en teoría superarse por causa alguna. El margen de maniobra fiscal por tanto se reduciría, y siempre en la fase recesiva del ciclo, al espacio entre estas dos magnitudes, aun cuando la mayoría de los países han sobrepasado por la vía de hecho y como consecuencia de la caída de ingresos fiscales y el aumento de los gastos ligados a estabilizadores automáticos (subsidio de desempleo en particular) el límite máximo del 3 por ciento de déficit público sobre el PIB. En este caso, el Tratado permite a la Comisión abrir un procedimiento por déficit excesivo, que en general consiste en presionar al estado en cuestión a proceder a un rápido ajuste fiscal para regresar lo antes posible al parámetro establecido. Sobre el PEC cabe decir que si bien no es negativo en sí mismo que existan límites al déficit y deuda públicos, pues no tiene sentido incurrir en endeudamientos abultados en la fase expansiva del ciclo que hagan al Estado presa fácil de ataques especulativos en los mercados financieros. Lo que no se sostiene es que los topes deban ser respetados tanto en la fase de crecimiento como en la recesiva. Asimismo, las magnitudes no dejan de ser arbitrarias, pues del mismo modo que se fijó la barrera del 3 por ciento de déficit público como porcentaje del PIB se pudo haber optado por el 4 o el 2. Al menos el Pacto Fiscal, aunque impone una segunda restricción relativa al déficit estructural, condiciona su cumplimiento a no estar en recesión. En cualquier caso lo más grave es la fijación por parte de la Comisión y el Eurogrupo de rápidos ajustes fiscales mediante una combinación de aumento de impuestos y reducción del gasto y la inversión públicos. Este tipo de ajustes son contraproducentes porque además de dañar el crecimiento hacen más difícil conseguir el objetivo de equilibrar las cuentas públicas. El caso español es un buen ejemplo de que como el giro en la política fiscal a partir de mayo de 2010 devolvió al país a la recesión, además de seguir incumpliendo año a año los poco realistas objetivos de déficit público fijados por las instituciones comunitarias. Lo que debe quedar claro es que los Tratados no obligan ni a la Comisión ni al Eurogrupo a establecer que un Estado miembro deba reducir en un año cuatro puntos de PIB de déficit público, como se decidió en 2011. Y no hay que olvidar tampoco que en el Eurogrupo se sienta el ministro español de economía, corresponsable por tanto de la decisión tomada. Aceptando como parte del acervo constitucional de la Unión Europea la disciplina fiscal, tan cara a los amigos alemanes, debe de calar una orientación política diferente en el ECOFIN y el Eurogrupo respecto de la velocidad de ajuste de los déficit fiscales. Orientación que depende al menos en parte del color político que predomina en el Consejo Europeo, donde se sientan los jefes de estado y de gobierno de los 28. Del mismo modo, incluso un rápido ajuste fiscal no obliga ni mucho menos a privatizar de manera más o menos encubierta servicios públicos como la sanidad o la educación o a recortar prestaciones sociales, como ha hecho la derecha española. Si bien es cierto que todo esfuerzo de re-equilibrio de las cuentas públicas requiere en general una combinación de aumento de ingresos y de reducción de gastos, ésta puede estar más escorada hacia el aumento de impuestos que a los recortes, o viceversa. Y dentro del aumento de impuestos éste puede pivotar sobre los directos o sobre los indirectos. Incluso el recientemente introducido Semestre Europeo, procedimiento mediante el cual la Comisión tiene la facultad de ejercer un control ex ante de los proyectos presupuestarios de cada Estado miembro no puede servir más que para verificar que la previsión de ingresos es realista para sostener los gastos que se proponen, excluyendo un examen partida a partida. Lo que sí hace la Comisión es emitir recomendaciones sobre política tributaria y presupuestaria, pero que no son de obligado cumplimiento y que hasta ahora al menos no han establecido prioridades o discriminaciones entre tipos de gasto ni han emitido juicios de valor sobre el tipo de modelo de provisión de los servicios del Estado del Bienestar. En cualquier caso, el ajuste fiscal estatal podría haberse compensado con estímulos a la inversión por parte de la Unión Europea. En este terreno ha habido algunos avances, tales como el aumento de capital del Banco Europeo de Inversiones en diez mil millones de euros, lo que permitirá aumentar el volumen de créditos a la economía productiva en al menos seis veces esta cantidad, y la dotación de seis mil millones de euros para el programa de garantía juvenil para luchar contra el paro entre los jóvenes. En cualquier caso, son órdenes de magnitud relativamente modestos, máxime teniendo en cuenta que el presupuesto de la UE es un magro 1 por ciento del PIB comunitario. Además, por primera vez en la historia este presupuesto se ha reducido en términos nominales, pues las perspectivas financieras 2014-2012 son inferiores a las del septenio anterior, fruto de la insistencia británica de mimetizar los ajustes fiscales de los estados al nivel de las Unión. Se ha logrado eso sí que unos 60.000 millones de euros no gastados del período anterior se trasladen al siguiente presupuesto, corrigiendo de este modo la tendencia declinante del presupuesto. Con todo, hay que resaltar que es el Consejo Europeo, donde se sientan 28 jefes de gobierno democráticamente elegidos, la institución que ha tomado esta decisión, y que la mayoría política del Parlamento Europeo, de centro-derecha, pudiendo haberla rechazado, la aceptó con la concesión más arriba señalada. Dicho de otro modo, que la UE tenga un presupuesto tan bajo incapaz de tener una función anti-cíclica es fruto de la voluntad de los Estados y del Parlamento Europeo, no una imposición de los Tratados de Roma o de Maastricht. Asimismo, y como fruto de la obsesión del ordoliberalismo alemán con la inflación y el endeudamiento público, se pasó por alto al momento de diseñar la moneda única el endeudamiento privado excesivo como factor causante de crisis financieras, como ha sido sin ninguna duda el caso de España, país que al estallar de las obligaciones respaldadas por hipotecas de alto riesgo en Estados Unidos en el verano de 2007 contaba no sólo con un presupuesto equilibrado, sino con un superávit del 1 por ciento del PIB. En realidad Maastricht pasa por alto la importancia de los desajustes en las balanzas de pagos en una unión monetaria que carece transferencias fiscales para corregir diferenciales de crecimiento y de competitividad (más allá de la aportación de los fondos estructurales y de cohesión). Y en consecuencia no se consideraron un problema los excesivos déficit y superávit por cuenta corriente, que es donde se encuentra el origen del excesivo endeudamiento familiar para sostener una economía basada en el consumo interno a base crédito abundante y barato (fruto también los de los bajos tipos de interés que mantuvo el BCE a principios de siglo para sacar a Alemania y Francia, primeros incumplidores por cierto del PEC). Estos defectos congénitos del euro al momento de su nacimiento se han corregido parcialmente. A través de un paquete de directivas y reglamentos conocidos como Six Pack y Two Pack en la jerga comunitaria, el endeudamiento privado y los desajustes en la cuenta corriente han pasado ser variables de análisis del procedimiento de supervisión macroeconómica de los estados por parte de la Comisión. Ahora bien, estos desfases no tienen rango constitucional al no estar incluidos en los Tratados, sino que es derecho derivado (aun así de obligado cumplimiento). De hecho, Alemania ya ha sido advertida por la Comisión por tener un superávit comercial excesivo del 6 por ciento del PIB con el resto de la zona euro. Fruto del mismo paquete es el ya aludido Semestre Europeo, que puede considerarse como un elemento más del federalismo fiscal restrictivo (es decir, solamente interesado en controlar por el lado del gasto). En cuanto al papel del BCE, hay que decir que ha tenido una trayectoria errática a lo largo del último quinquenio de crisis. La primera consideración que cabe hacer al respecto es que si bien los estados parte de la zona euro no disponen en su arsenal de la política monetaria, por qué el BCE no ha desempeñado el papel clásico de los bancos centrales monetizando el stock de deuda pública, es decir comprando los bonos del estado para evitar ataques especulativos y permitir un ajuste suave del déficit fiscal en la fase recesiva del ciclo. El caso es que el BCE dispone de esa capacidad, si bien la compra de títulos de deuda pública no puede hacerse directamente al Estado en cuestión sino en el mercado secundario. En la práctica, poco importa. El BCE puede monetizar deuda si es necesario para mantener la estabilidad financiera de la zona euro. Trichet no lo hizo en 2010, y de haberlo hecho, la crisis sin duda hubiera sido mucho menos dolorosa. Draghi, en cambio, anunció que el apoyo del BCE al euro era ilimitado en el tiempo y en la cuantía en el verano de 2012. A partir de este momento, regresó la estabilidad financiera a la unión monetaria. La rebaja de tipos hasta el 0.25 por ciento también ha contribuido a facilitar la liquidez en el mercado interbancario (aunque no tanto el crédito) y sobre todo a abaratar el euro respecto del dólar, lo que es importante para impulsar las exportaciones de los países periféricos. Hay otras medidas que el BCE, dentro de su marco legal, puede adoptar, tales como penalizar con un tipo de interés nominal negativo los depósitos que los bancos comerciales mantienen en las cuentas del banco emisor. En cualquier caso la política monetaria ha llegado probablemente a su límite. Lo que se necesita es una senda más suave de ajuste fiscal y estímulos públicos al crecimiento. Por último cabe considerar la cuestión de la regulación financiera. Es evidente que el otro gran factor desencadenante de la crisis, junto con la política de bajos tipos de interés del BCE a mediados de la década pasada y los desequilibrios en las balanzas de pagos, ha sido la falta de supervisión del sector bancario y la desregulación financiera. Una vez más, se trata de una política influida por los principios del neoliberalismo pero que no viene impuesta por los Tratados de Roma, salvo acaso la libertad de movimiento de los capitales no solo en el interior de la UE sino también con el resto del mundo, y que consagró el Acta Única Europea de 1986. Una regulación estricta de las finanzas, incluyendo elementos como el aumento de los ratios de capital, o la separación de banca comercial de la banca de inversiones, se encuentra claramente dentro de las competencias de la UE en lo que respecta al buen funcionamiento del mercado interior. Una vez más, son las mayorías políticas en el Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeo las que pueden inclinar el acento hacia un mayor o menor control del sector financiero. La creación de la Autoridad Bancaria Europea, y el acuerdo del último Consejo Europeo de diciembre de 2013 sobre la unión bancaria son ejemplos de lo que se puede hacer para tener un sistema financiero más estable. En conclusión, el despliegue de otro tipo de gobernanza económica en la UE depende en parte sí de factores institucionales (reglas jurídicas como los límites a la política fiscal, o la cesión de la política monetaria) pero sobre todo de la orientación de las políticas económicas de los Estados miembro y de la composición ideológica del Parlamento Europeo. Incluso las normas restrictivas de orden constitucional (las que están incluidas en los Tratados) pueden matizarse o completarse, siempre que los Estados acuerden una revisión. Esta reforma es especialmente necesaria para dotar a la UE de una dimensión social, y para acabar con la regla de la unanimidad que impide armonizar la fiscalidad y las normas laborales. En tal caso de nuevo será determinante el color político que predomine en la mayoría de los gobiernos. En cuanto al BCE, se ha comprobado que en virtud de su independencia puede desarrollar una política ortodoxa (Trichet) o no convencional, más ajustada a la fase del ciclo (Draghi). Lo importante es que rinda cuentas de sus decisiones ante los Estados y los ciudadanos, representados respectivamente en el Consejo y el Parlamento Europeo.