Liberalismo y procesos revolucionarios

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Lectura 4. El liberalismo y los procesos revolucionarios
El proceso de industrialización experimentado por el mundo occidental durante el siglo XIX tenÃ−a sus
raÃ−ces en la revolución industrial iniciada en Inglaterra a fines del siglo XVIII. En el ámbito polÃ−tico,
los cambios que tuvieron lugar en el siglo XIX también arrancan de ese mismo perÃ−odo, en el que una
serie de revoluciones polÃ−ticas, a ambos lados del Atlántico, sientan las bases de las ideologÃ−as y los
sistemas polÃ−ticos contemporáneos. Las grandes pasiones que movieron las voluntades de los hombres del
siglo XIX fueron consolidar la libertad en todos sus órdenes (económica y polÃ−tica, de ideas y nacional)
y, a la vez, resolver el problema de la igualdad de las personas, después de siglos de superioridad de la
aristocracia, fundada en la existencia de privilegios y libertades especÃ−ficas y privativas de estamentos y
corporaciones. Pasiones que tuvieron su expresión polÃ−tica concreta en las tres corrientes ideológicas que
dominan el siglo XIX: el liberalismo, el nacionalismo y el socialismo. Todas ellas nacen y se desarrollan a
partir de estas experiencias revolucionarias de fines del siglo XVIII, preparadas por la tradición ilustrada
forjada desde Edimburgo o ParÃ−s hasta Ginebra o Königsberg por varias generaciones de pensadores,
economistas y filósofos. El pensamiento económico escocés, la reflexión polÃ−tica francesa y la
aportación filosófica alemana condensan este manantial ideológico de la Ilustración, que se templa con la
experiencia de la doble revolución, económica y polÃ−tica, de fines del XVIII.
Las transformaciones polÃ−ticas del siglo XIX afectan a campos muy distintos. Las monarquÃ−as absolutas
del Antiguo Régimen son sustituidas por regÃ−menes polÃ−ticos de carácter constitucional y, en alguna
ocasión, también parlamentario hasta acercarse a los principios de la democracia. Desde el punto de vista
territorial y polÃ−tico, la gran novedad es la constitución de los estados nacionales. La diversidad de
entidades polÃ−ticas existente en la Europa del siglo XVIII se reduce drásticamente, sobre todo en la
Europa central, donde la influencia napoleónica suprime docenas de principados y pequeños estados y se
fortalece el papel de Austria y Prusia. El mapa polÃ−tico de Europa, fijado en el Congreso de Viena
después de varios años de guerras (las “guerras napoleónicas”) sólo sufrirá las modificaciones
derivadas de conflictos de carácter nacional, tanto en Bélgica o los Balcanes como en Italia y Alemania.
En todo caso, el diseño realizado en Viena se mantiene en sus lÃ−neas básicas hasta el final de la 1ª
G.M. Los cambios de principios del siglo XIX también afectaron directamente a América, donde la
independencia de las colonias del Imperio español alumbra un nuevo mapa polÃ−tico, constituido por un
grupo de repúblicas de cultura común, pero de fronteras muy firmes (y, en algunos casos, cruentamente
discutidas). En Norteamérica, a partir de la independencia de las trece colonias, surge una vasta nación
cuya relevancia mundial acabará por ponerse de manifiesto a fines del siglo, sobre todo después de la
guerra con España.
Sin embargo, cuando las luces de Europa se apagaban, como advirtió el polÃ−tico británico Edward Grey
al estallar la 1ª Guerra Mundial, el mundo que quedaba en penumbra poco tenÃ−a que ver con el que dejó
Luis XVI cuando fue guillotinado en ParÃ−s en 1793. La libertad habÃ−a realizado notables avances,
afectando tanto a personas como a pueblos, erigiéndose en uno de los sÃ−mbolos de la cultura polÃ−tica
occidental. La igualdad, entendida en el sentido de gobierno democrático, habÃ−a hecho menores progresos,
pero la moral aristocrática de fines del XVIII habÃ−a sido claramente erosionada, cuando no sustituida por
el individualismo burgués. Para decirlo con palabras de Alexis de Tocqueville, nacido a principios del XIX,
“1a aristocracia ya habÃ−a muerto cuando comencé a vivir y la democracia aún no existÃ−a”. à ste es el
camino abierto por las revoluciones polÃ−ticas a fines del XVIII, cuyas consecuencias últimas no se
harÃ−an realidad hasta más de un siglo más tarde.
1. El pensamiento liberal revolucionario y los regÃ−menes polÃ−ticos liberales.
El pensamiento liberal revolucionario tiene su origen en las obras de los teóricos de los siglos XVII y XVIII.
En Inglaterra, Locke (Segundo tratado sobre el gobierno civil, 1690) sentó las bases de una nueva
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legitimidad del poder polÃ−tico, al hacer derivar la soberanÃ−a no de la voluntad divina, sino de la existencia
previa de los derechos naturales del hombre que, en virtud de un pacto social, éste puede delegar para que
sus representantes ejerzan el gobierno. Se trata de un origen “convencional” y no “natural”, dado el
consenti−miento que deben prestar los hombres para formar la sociedad civil. En Francia, las principales
aportaciones proceden del barón de Montesquieu y de Jean-Jacques Rousseau. El primero estableció (El
espÃ−ritu de las leyes,1748) el principio de la división de poderes como medio para evitar el despotismo y
como instrumento de limitación del poder. Rousseau, por su parte, acuñó el principio del pueblo como
fuente única de la soberanÃ−a polÃ−tica, que se expresa a través del principio de la “voluntad general”.
Estas ideas polÃ−ticas fueron puestas a prueba a través de las diferentes experiencias históricas que tiene
lugar desde el último tercio del XVIII. En primer lugar, a través de las revoluciones en América y
Francia; después, en todos los movimientos liberales que se propagan por Europa y América desde
principios del siglo XIX y que se definen por su defensa del liberalismo, frente al absolutismo de las
monarquÃ−as del Antiguo Régimen.
A. Las bases ideológicas y sociales del liberalismo.
a. Los principios filosóficos básicos.
El liberalismo es, ante todo, una filosofÃ−a global, un sistema que abarca todos los aspectos de la vida en
sociedad y cree tener respuesta para todos los problemas que plantea la existencia colectiva. El liberalismo es
una filosofÃ−a polÃ−tica enteramente regida por la idea de libertad, según la cual la sociedad polÃ−tica
debe estar basada en la libertad y encontrar su justificación en la consa−gración de ésta. Una sociedad
no es viable, ni con mayor motivo legÃ−tima, si no inscribe en el frontón de sus instituciones el
reconocimien−to de la libertad.
Es también una filosofÃ−a social individualista, según la cual el individuo está por encima de la razón
de Estado, de los intereses de grupo y de las exigencias de la comunidad. El liberalismo ignora por completo a
los grupos sociales: basta recor−dar la hostilidad de la revolución francesa a los estamentos, su repugnancia a
reconocer la libertad de asociación por miedo a que el individuo fuera esclavizado por el grupo.
Es, además, una filosofÃ−a del conocimiento y de la verdad. Frente al principio de autoridad, cree que a la
verdad puede llegarse por la razón individual. Profundamen−te raciona-lista, el liberalismo se opone al
respeto ciego al pasado, al prejuicio, a los impulsos del instinto. La mente debe poder buscar la verdad por
sÃ− misma, sin trabas; de la confrontación de pareceres se desprenderá una verdad común. Desde esta
perspectiva, el parlamentarismo es el paso a la polÃ−tica de esta confianza en la virtud del diálogo. Las
consecuencias de esta filosofÃ−a son obvias: rechazo a los dogmas de las iglesias, relativismo de la verdad,
tolerancia.
Esta ideologÃ−a trae consigo varias consecuencias prácticas. De sus postulados básicos procede la lucha
de los liberales en el siglo XIX contra el orden establecido contra toda autoridad, empe−zando por la del
Estado. El liberalismo desconfÃ−a profundamente del Estado y del poder, y todo liberal afirma que el poder
en sÃ− es malo, que su uso es pernicioso y que, aunque haya que acomodarse a él, hay que in−tentar
también reducirlo al mÃ−nimo. Por tanto, el liberalismo rechaza cualquier tipo de poder absoluto y, a
principios del siglo XIX, combate contra la monarquÃ−a absoluta ya que ésta constituye la forma
generalizada del poder.
Para evitar el retorno al absolutismo (una autori−dad sin lÃ−mite) el liberalismo propone varias fórmulas−.
La mejor manera de limitar el poder es fraccionarlo, es decir, aplicar el principio de la separación de
poderes: ejecutivo, legislativo, judicial. Esta separación no sólo es una fórmula técnica, es un
prin−cipio básico, ya que da garantÃ−as al individuo frente al absolutismo. Igual de importante es el
equilibrio de poderes: si son desiguales se corre el riesgo de que el más fuerte− absorba al resto, si son
iguales se neutralizan entre sÃ−.
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La descentralización es otra forma de limitar el poder. Se procura transferir, del centro a la periferia y del
escalón superior a los intermedios, muchas atribuciones que el poder central tiende a reservarse. Aún se
restringe más el poder limitando su campo de acción, y eso explica la doctrina de no-intervención en
materia económica y social. El estado debe dejar libertad a la iniciativa privada y a la competencia, no
interviniendo más que en casos de flagrante delito. Una última precaución, quizás la más importante:
la organización del po−der debe estar definida por normas de derecho recogidas en textos escritos
cuyo respeto será controlado por la jurisdicción y cuyas infracciones serán llevadas ante tribunal y
sancionadas.
La desconfianza no es menor respecto a los grupos, a todo lo que pueda aho−gar la iniciativa del individuo.
Por eso se prohibirán corporaciones y sindicatos. El liberalismo está también contra las autoridades
eclesiásticas o espirituales, Iglesias, religiones estatales y dogmas impuestos; aunque habrá un liberalismo
católico, el liberalismo es anticlerical.
Dadas sus consecuencias, el libe−ralismo es, en el siglo XIX, una doctrina subversiva, una fuerza
revolucionaria que recha−za a la autoridad, condena todas las instituciones que sobrevivieron al periodo
revolucionario o fueron restablecidas por la Restauración orden. Es una fe laica, una especie de religión de
la libertad para quienes han abandonado la religión tradicional, un ideal con −apóstoles y mártires. Al
menos en la primera mitad del siglo XIX, el liberalismo inspira revoluciones, hace surgir barricadas, es una
causa que en ocasiones merecÃ−a el sacrificio de la vida y por la que, de hecho, murieron miles de hombres y
mujeres.
Los principios más elementales del liberalismo polÃ−tico consisten, por tanto, en la sustitucion del concepto
de súbdito, propio de la monarquÃ−a absoluta, por el de ciudadano, que se convierte en el sujeto de derechos
inalienables, como reconocen las declaraciones de derechos; en la abolición de las libertades particulares de
gremios y corporaciones en favor del concepto universal de libertad, que se aplica no solo en el ámbito
polÃ−tico, sino en el económico, a través de la defensa del laissez-faire, laissez-passer y en la defensa,
recogida en todos los códigos civiles, de los derechos de propiedad; y, finalmente, en la sustitución del
origen divino de la soberanÃ−a para radicarla en la nación o en el pueblo, en su versión mas radical y
democrática. Todo ello conduce a un principio esencial, que es el ejercicio del poder polÃ−tico de acuerdo
con la supremacÃ−a de la ley, esto es, de una Constitución. Y no es posible tal ejercicio sin una adecuada
división de poderes, que permitan su propio control y equilibrio.
b. El liberalismo y la burguesÃ−a.
El liberalismo es también la expre−sión de una clase social, la doctrina que mejor sirve a los
intereses de la burguesÃ−a. El liberalismo nace en los paÃ−ses donde ya existe una burguesÃ−a importante,
y es en ellos donde sus teo−rÃ−as son más populares y los movimientos liberales alcanzan su apogeo.
Además, el liberalismo extrae la mayorÃ−a de sus partidarios entre las profesiones liberales y la
burguesÃ−a comerciante. Hay una coincidencia muy estrecha entre la aplicación de la doctrina liberal y los
intereses vitales de la burguesÃ−a. ¿Quién sale ganando con la libertad de iniciativa po−lÃ−tica o
económica sino la clase más instruida y rica? La burgue−sÃ−a hace la revolución y ésta le da el poder;
pretende conservarlo evitando el regreso de la aristocracia y el ascenso de las capas populares. La burguesÃ−a
se reserva el poder polÃ−tico mediante el voto censitario, controla el acceso a las funciones públicas y
administrativas.
La aplicación del liberalismo tiende a mantener la desigualdad social. De hecho, sus principios (libertad,
igualdad...) se aplicaron siempre dentro de lÃ−mites muy estrechos. La prohi−bición de las asociaciones, por
ejemplo, tiene efectos desiguales para empresarios o trabajadores. Aquéllos pueden saltarse las
disposiciones legales con más facilidad que éstos y, además, incluso si el empresario no se asocia, sus
beneficios no se verán reducidos mientras que los asalariados, si no pueden organizarse colectivamente,
deben aceptar sin discusión las condiciones que impone el empresario. Bajo una igualdad aparente, la
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prohibición favorece a los empresarios. Además, la desigualdad no siempre se camufla: las leyes recogen
tÃ−picas discriminaciones como el artÃ−culo del código penal que prevé que, en caso de litigio entre
empresario y obrero, la palabra de aquél bastará, mientras que éste deberá presentar pruebas de lo que
dice. El liberalismo es, por tanto, el disfraz del dominio de una clase, disfraz que esconde el acaparamiento del
poder por la clase poseedora, la burguesÃ−a; es la doctrina de una sociedad burguesa que impone sus
intereses, sus valores, sus convicciones.
Y es que el liberalismo, fuerza subversiva frente al absolutismo, a la autoridad, posee también una
tendencia conservadora. El liberalismo evitará por todos los medios entregar al pueblo el poder que ha
arrebatado al rey. Lo reserva a una elite, ya que soberanÃ−a nacional (defendida por los libera−les), no es lo
mismo que soberanÃ−a popular, y liberalismo no quiere decir− democracia. Mientras el liberalismo está
en la oposición y debe luchar contra las fuerzas del antiguo régimen (la monarquÃ−a, la reacción ultra,
la contrarrevolución, la Iglesia), destaca, sobre todo, su aspecto subversivo y combativo. Pero en cuanto
accede al poder, se impone su aspecto conservador. El liberalismo, por tanto, combate alternativamente dos
adversarios: el pasado y el porvenir, el Antiguo Régimen y la democracia futura.
B. Los regÃ−menes polÃ−ticos liberales.
a. Constituciones y organización de poderes.
Un régimen polÃ−tico se reconoce que es liberal, en primer lugar, por la existencia de una Constitución,
inexistente en el Antiguo Régimen. La revolución francesa, tras el ejemplo de EEUU, es la primera que
define por escrito la organización de poderes y el sistema de sus relaciones mutuas. En el siglo XIX todos los
regÃ−menes liberales adoptarán este pre−cedente.
A veces es el rey quien concede “graciosamente” la Constitución (es la Carta otorgada), mientras que en
otras ocasiones son los representantes de la nación quienes la elaboran. La Carta otorgada es una especie de
compromiso entre la tradición (la legitimidad monárquica) y el liberalismo, fuerza que ya no puede ser
ignorada por los defensores del Antiguo Régimen.−− En las Cartas el poder suele quedar en manos del
soberano que la otorga. El Parlamento tiene un carácter bi−cameral y la Cámara alta es elegida por el rey
entre perso−nas de su confianza, generalmente de gran fortuna y origen aristocrático. El rey puede disolver
libremente la Cámara baja, que carece de iniciativa legal. El Parlamento sólo puede formu−lar peticiones,
que casi siempre son ignoradas. A ello hay que añadir la desaparición de la responsabilidad penal de los
ministros. Ejemplos tÃ−picos de estas Cartas son la Carta constitucional francesa de 1814, la Constitución
de Baden y Baviera de 1818, o el Estatuto Real español de 1834 establecido después de la muerte de
Fernando VII.
La existencia de una Constitución significa la ruptura con el orden tradicional, la sustitución de un
régimen heredado del pasado, producto de la costumbre, por un régimen expresión, a partir de ahora, de
un orden jurÃ−dico. Poco importa en cierta manera la exten−sión de las concesiones o la importancia de las
garantÃ−as dadas a la libertad, individual o colectiva. Lo esencial es que hay una regla, un contrato que fija y
precisa las relaciones entre poderes.
En segundo lugar, todas estas Constituciones tienden a limitar el poder monárquico, constriñendo
claramente su ejercicio (véase, por ejemplo, la Constitución española de 1812 o la Carta fran−cesa de
1814). Esto no impide que el poder sea monárquico. El libe−ralismo no es hostil a la monarquÃ−a ni al
principio dinástico, sólo es hostil al absolutismo monárquico. MonarquÃ−a y liberalismo pueden incluso
entenderse bien, ya que la presencia de una monarquÃ−a hereditaria es una garantÃ−a contra los em−pujes
demagógicos y la violencia popular.
Limitada por la existencia de una representación de la nación (Cámara, Parlamento, Dieta, Cortes), la
decisión polÃ−tica es compartida por la corona y la representación nacional. à sta es, en general, doble:
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bicameralismo. Dos Cámaras es la fórmula ideal que permite dividir, equilibrar, compensar los poderes. A
una Cámara baja se le contrapone una Cámara alta, formada por descendientes de la aristo−cracia o por
miembros escogidos por el rey. AsÃ− se reprimen mejor los movimientos de cólera o la turbulencia de las
pasiones populares.
El carácter transaccional del liberalismo se hace evidente al no adoptar el sufragio universal, sino el sufragio
censitario. La concepción democrática considera el voto como un derecho natural, inherente a la
ciudadanÃ−a, mientras que el liberalismo cree que no es más que una función, una especie de servicio
público para el que la nación decide investir sólo a algunos ciudadanos, in−troduciendo asÃ− una
distinción entre paÃ−s legal y paÃ−s real. El hecho de que sólo una minorÃ−a disponga de derecho a
voto, de los derechos polÃ−ticos plenos, el que haya dos ca−tegorÃ−as de ciudadanos, no se considera
vergonzoso y parece normal y legÃ−timo. Aun−que esta discriminación sea selectiva, no es definitiva, pues
no excluye de por vida a la persona: basta con llegar a poseer los requisitos exigidos (el “censo”) para
convertirse en elector, mientras que el Antiguo Régimen atribuÃ−a el privilegio desde el nacimiento.
Por tanto, las sociedades liberales son restricti−vas, si bien la exclusión del voto no es definitiva. AsÃ− se
explica la consigna de Guizot: "(Enri−queceos!": a quienes le objetaban que sólo unos pocos franceses
podÃ−a participar en la vida polÃ−tica y reclamaban la inmediata universali−dad del sufragio, Guizot
respondÃ−a que existÃ−a un medio para que cualquiera llegara a ser elector: hacerse rico. Carecer de derecho
a voto no era definitivo: cualquiera podÃ−a esperar que trabajando regularmente y ahorrando se harÃ−a rico
y podrÃ−a votar. La polÃ−−tica liberal se inscribe asÃ− en la perspectiva de una moral burguesa capitalista
ignorante de la dificultad que supone para un individuo es−capar a su clase y realizar su promoción social.
Constitución escrita, monarquÃ−a limitada, representación nacional, bicameralismo, discriminación
(paÃ−s real, paÃ−s legal), sufragio censita−rio. Cabe añadir la descentraliza−ción, que pone al frente de
los ayuntamientos a representan−tes elegidos del mismo municipio. Ello responde a una doble
preocupa−ción, que ilustra la ambigüedad liberal: por un lado, manifiesta− su desconfianza ante el poder
central y sus delegados reduciendo su campo de acción, pero al mismo tiempo es una precaución contra los
movimientos populares, ya que se da el poder local a los notables. AsÃ− pues, la reivindicación de la
descentralización es una reacción a la vez contra el centralismo estatal y contra la democracia.
b. Libertades y privilegios.
Junto a esta organización de poderes, el liberalismo reivindica e instaura las principales libertades públicas
que defienden al indivi−duo frente a la autoridad. El liberalismo reconoce, en principio, la libertad de
opinión, asÃ− como− la libertad de expresión, reunión y discusión. que se deducen lógicamente del
reconocimiento de las opiniones individuales. También se toman medidas en favor de la libertad de
discusión parlamentaria, la publicidad de los debates, la libertad de prensa, etc. Las controversias polÃ−ticas
en torno al estatuto de la prensa ocupan un lugar tan importante como el debate sobre el sistema electoral.
La preocupación por la libertad se extiende a la enseñanza. El catolicismo reacciona-rio se convierte en
sÃ−mbolo de la autoridad, de la jerarquÃ−a dogmática, y es importante alejar la enseñanza de su
influencia, sobre todo la enseñanza secundaria, especialmente importante para los liberales ya que forma a
los futuros electores. Los liberales evitarán, por tanto, con-ceder la liber−tad plena y total de enseñanza a
quien podrÃ−a usarla en contra de los principios liberales. Por lo general, el liberalismo tiende a reducir los
privilegios de las Iglesias.
El liberalismo contribuye también, sin duda, a abolir la esclavitud, la servidumbre y el régimen
señorial, al mismo tiempo que extiende la libertad de las minorÃ−as religiosas (por ejemplo, los católicos
en el Reino Unido, o los judÃ−os en muchos paÃ−ses de Europa occidental), pero ello no supone el fin de las
jerarquÃ−as y discriminaciones sociales.
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Por último, el liberalismo se manifiesta asimismo en una nueva organización de la vida polÃ−tica a
través de la consolidación de los estados nacionales y la aparición de estructuras administrativas dotadas
de una burocracia en expansión. Aunque el liberalismo no es especialmente estatalista, es evidente que funda
el “Leviatán” moderno, en el que el Estado se convierte en el titular de la soberanÃ−a nacional y en la
instancia que dispone de las facultades precisas para ejercer la dominación polÃ−tica, incluida la violencia.
Como escribió en 1856 Tocqueville (El Antiguo Régimen y la Revolución), ésta no se hizo para
“perpetuar el desorden”, sino mas bien “para aumentar el poder y los derechos de la autoridad pública”.
2. Las revoluciones de finales del siglo XVIII y la Restauración.
Desde el último tercio del siglo XVIII tiene lugar un proceso de cambios polÃ−ticos que constituyen los
orÃ−genes del mundo contemporá−neo. Estos cambios afectaron a muchos aspectos, desde la legitimidad
del ejercicio del poder hasta la ordenación de los distintos poderes bajo el principio de la responsabilidad y
del control mutuo. Para las perso−nas que los protagonizaron, se trataba de transformaciones tan profun−das
que no dudaron en calificarlas de revolucionarias. El concepto de “revolución” ya era conocido desde varios
siglos antes, pero ahora toma un significado muy dis−tinto. Con la experiencia de la Revolución Francesa el
término pasó a designar procesos polÃ−ticos cuyo desencade−nante podÃ−a estar al alcance de los
individuos. Por eso, el gobierno de la Convención francesa, ante el peligro en que se encon−traba frente a la
coalición de potencias extranjeras, se declaró “revolucionario hasta la paz” (1793). La revolución, en tanto
que mudanza polÃ−tica, era algo que podÃ−a hacerse y podÃ−a defenderse. Quienes la defendÃ−an se
consideraban “revolucionarios” y quienes se oponÃ−an eran “reaccionarios”. Ã ste es el origen de la gran
distinción del mundo contemporáneo entre derecha e izquierda, como ha señalado Norberto Bobbio.
El primer gran legado de la revolución fue, pues, situarla al alcance de los hombres, hacer posible su
preparación y su realización y, por tanto, ser capaces de pensar y organizar el futuro. La distinción entre
pasado y futuro se aceleró con las experiencias revolucionarias de fines del XVIII, consolidando al mismo
tiempo la noción de progreso, concebido al modo del marqués de Condorcet como un avance indefinido,
tanto material como intelectual. Conviene empezar, pues, el estudio de las transformaciones polÃ−ticas del
siglo XIX con una breve referencia a las dos grandes revoluciones de la época: la norteamericana y la
francesa.
A. La revolución norteamericana.
Las colonias inglesas en la costa este de América del Norte experi−mentaron un gran desarrollo durante el
siglo XVIII. Pero a partir de 1763, como resultado de la guerra desarrollada en Europa entre las grandes
potencias (Francia, Gran Bretaña, Austria y Prusia), la conocida como “guerra de los Siete Años”
(1756-1763), las relaciones entre las metrópolis europeas y sus territorios coloniales se vieron
profunda−mente afectadas. En el caso británico cada vez se hizo más incompatible el régimen
económico y polÃ−tico de las colonias con la polÃ−tica de la metrópoli. Las medidas coercitivas del
gobierno de Londres fueron rechazadas con el fundamento de la propia tradición polÃ−tica inglesa de no
pagar impuestos sin disponer de representación polÃ−tica en el órgano que los decidÃ−a. Diversos
incidentes, de los que el más conocido es el Boston Tea Party (1773), fomentaron la toma de conciencia
polÃ−tica y de las diferentes asambleas polÃ−ticas de las colonias sobre la necesidad de lograr la
independencia.
La independencia de las trece colonias de la Corona británica tuvo lugar entre 1776 y 1783. En la primera
fecha se produce la Declara−ción de Derechos de Virginia y la Declaración de Independencia, de−cisión
tomada en Filadelfia el 4 de julio de ese año (fecha convertida por ello en fiesta nacional). Comienza
en−tonces, además de la legitimación polÃ−tica de la posición de las trece colonias, el proceso de lucha
militar contra el ejército inglés, que ter−minarÃ−a con el triunfo de las tropas americanas y el
reconocimiento internacional de los nuevos Estados Unidos de América. En la guerra, dirigida por George
Washington, un veterano oficial de la guerra de los Siete Años, tomaron parte, en apoyo de los americanos,
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Francia y España, lo que convirtió una rebelión colonial en un asunto europeo. No es casual que la
independencia de las trece colonias se es−tablezca en Francia (Tratado de Versalles, 1783).
La Declaración de Virginia, redactada por Thomas Jefferson, es uno los “manifiestos polÃ−ticos más
importantes concebidos en la época de la Ilustración”, en opinión del historiador W. P. Adams, dado que
contiene los principios básicos del liberalismo polÃ−tico forjado por los teóricos ingleses del XVII, en
especial por John Locke. Los principios que establece son los de soberanÃ−a nacional, igualdad entre todos
los hombres y gobiernos con responsabilidad, al tiempo que detalla una serie de libertades individuales
(propiedad, imprenta, habeas corpus). La adopción de estos principios basados en la igualdad jurÃ−dica de
los individuos no se tuvo que enfrentar, sin em−bargo, con problemas como los existentes en el continente
europeo, donde la existencia de estamentos sociales y monarquÃ−as presuponÃ−a una clara heterogeneidad
social previa a la experiencia revoluciona−ria. Por el contrario, en los territorios de las trece colonias, la
homoge−neidad social era la norma, como con reiteración observará decenios más tarde Alexis de
Tocqueville en su análisis de la democracia en América.
Mientras se desarrollaba la guerra de independencia se fue creando un nuevo orden polÃ−tico. En su primera
fase, a través de la aprobación por once de los trece estados de sendas constituciones, inspiradas en los
principios de la Declaración de Virgi−nia. El resultado final, tras un largo debate sobre el modelo polÃ−tico
a seguir, fue la aprobación de una Constitución en 1787, que supone la primera plasmación práctica de
los principios del liberalismo polÃ−tico contemporáneo. Estos principios se resumen, en esencia, en dos: la
de un poder federal, que ha sido una práctica polÃ−tica más propiamente americana, y el establecimiento
efectivo de la división de poderes, que ha tenido una acogida más universal.
La organización polÃ−tica surgida de esta Constitución recoge la existencia de un poder federal (el
presidente), elegido por sufragio indirecto, pero en el que los Estados se reservan amplias competencias. El
poder legislativo se organizaba en dos cámaras, el Senado, que representarÃ−a a los Estados de modo
igualitario (dos senadores por cada estado) y la Cámara de Representantes, fruto de la elección popular de
acuerdo con el peso demográfico de cada Estado. El equilibrio de po−deres entre ambas cámaras y de
éstas frente al presidente hacen de esta constitución una norma muy estable, que todavÃ−a sigue en vigor,
aunque haya sido parcialmente modificada a lo largo del tiempo mediante enmiendas. Si bien la aprobación
de la Constitución por los diferentes Estados fue muy ajustada en algunos casos (Massachusetts, Virginia), la
confrontación entre federalistas y antife−deralistas se superó en los años siguientes, en especial gracias a
A. Hamilton, secretario del Tesoro con el primer presidente, G. Washington, y hacia 1815, el sistema
polÃ−tico de EEUU se hallaba ya plenamente consolidado, con instituciones estables y con los primeros
partidos polÃ−ticos en acción.
B. La revolución francesa.
La revolución iniciada en Francia con la reunión de los Estados Generales en mayo de 1789 es un proceso
muy diferente del americano. Su objetivo no es lograr la independencia, sino la transformación de una
sociedad de Antiguo Régimen, muy compleja en su estructura, que se hallaba organizada en torno a
diversos estamentos o “cuerpos intermedios” y en la que seguÃ−an manteniendo un fuerte peso cultural los
valores de carácter aristocrático. Ello explica las diferentes fases por las que discurrió la revolución en
Francia, pero también sus enormes consecuencias. Porque su influencia en el mundo, en especial en
Europa, fue inmensa, hasta el punto de ser considerada como el punto de arranque de la época
contemporánea. Su poder evocador no solo estuvo presente en las sucesivas oleadas revolucionarias que
vivió el continente europeo de la primera mitad del siglo XIX, sino que se prolongo en sucesos como la
Comuna de Paris (1871), la Revolución Rusa de 1917 e incluso muchos de los procesos revolucionarios
desarrollados fuera de Europa durante el siglo XX. Los “ecos de La Marsellesa”, como ha subrayado Eric
Hobsbawm, llegan hasta nuestros dÃ−as.
a. El debate sobre las causas.
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Un primer indicador de la importancia histórica de la revolución es la diversidad de enfoques que ha
merecido, desde sus propios coetáneos hasta la actualidad. La naturaleza de la revolución, las formas
polÃ−ticas que engendró, las transformaciones sociales y económicas que alentó, incluso su ambición de
cambiar pautas culturales tan arraigadas como el calendario, dan la medida de su trascendencia. Pero quizá
donde la controversia haya sido más clara es en el discernimiento de las razones que explican el estallido de
1789. Esto nos lleva a la cuestión de las causas de la revolución.
Las interpretaciones sobre las causas de la Revolución Francesa han sido numerosas. Para una corriente que
arranca de la propia época revolucionaria, con Antoine Barnave a la cabeza, y que se extiende a través de
historiadores liberales, como François Guizot y, posteriormente, de los textos de F. Engels y K. Marx, la
revolución habrÃ−a sido la culminación del ascenso social y económico de la burguesÃ−a, cuyo
desarrollo no podrÃ−a continuar dentro de los lÃ−mites del Antiguo Régimen. La revolución serÃ−a,
entonces, un fruto de la prosperidad de la “burguesÃ−a conquistadora”, pues una “nueva distribución de la
riqueza exige una nueva distribución del poder”, según la expresión de Barnave. Otra corriente
interpretativa se forjó en la historiografÃ−a romántica, singularmente por parte de J. Michelet, y alcanzó
hasta los principales historiadores de la revolución de principios del siglo XX, de orientación socialista,
como A. Mathiez y G. Lefébvre, según la cual el estallido de la revolución vendrÃ−a provocado por el
creciente empobrecimiento de las clases populares (artesanos urbanos, campesinos) y las continuas crisis de
subsistencia que se suceden en las décadas anteriores a 1789. En la primera interpretación, el
protagonismo de la revolución se situaba en la burguesÃ−a, lo que permitÃ−a catalogar este hecho como un
ejemplo paradigmático de revolución burguesa; en la segunda interpretación, el gran protagonista era el
pueblo y las clases populares (los sans-culottes de los barrios artesanos parisinos), lo que permitÃ−a llamar la
atención sobre la Revolución Francesa como un ejemplo de revolución social y popular.
Un intento de sÃ−ntesis la ofreció el historiador E. Labrousse, quien demostró en sus estudios sobre la
economÃ−a francesa del siglo XVIII realizados en la década de 1930 que eran conciliables ambas
tendencias: el enriquecimiento de la burguesÃ−a y el empobrecimiento de las clases populares, como agentes
explicativos del estallido revolucionario. Esta es la visión que desde entonces se ha convertido en la mas
aceptada aunque después de la 2ª G.M. han florecido otras interpretaciones, desde las que la diluÃ−an en
una “revolución atlántica” (R. Palmer o J. Godechot), hasta los que negaban su relevancia histórica o su
carácter estrictamente burgués, como A. Cobban. El más brillante y reciente expositor de las tesis
revisionistas ha sido F. Furet, para quien la revolución, como un hecho histórico cerrado y concluido,
debÃ−a perder el protagonismo que antaño habÃ−a tenido, sobre todo en los medios historiográficos
marxistas. Este revisionismo, asÃ− como la caÃ−da del muro de BerlÃ−n en el mismo año del bicentenario,
han tendido un denso manto de silencio sobre un acontecimiento histórico que habÃ−a exaltado durante dos
siglos a la conciencia polÃ−tica europea.
b. Las diferentes etapas de la revolución.
Aunque la Revolución Francesa es un acontecimiento histórico que debe entenderse como un “bloque”
único, es evidente que tiene fases muy diferentes entre sÃ−. Para decirlo con palabras de E. Labrousse, una
primera serÃ−a la etapa constituyente de las “instituciones” revolucionarias; la segunda, la correspondiente a
las “anticipaciones” forjadas en la época de la Convención; y la tercera, la que se abrió por la reacción
termidoriana de 1795, seria la época de las “consolidaciones” de alguna de las conquistas de los periodos
anteriores.
La primera fase se abre en mayo de 1789 con la reunión de los Estados Generales en Versalles y se extiende
hasta el otoño de 1791. En este periodo tiene lugar la quiebra de las estructuras polÃ−ticas y sociales del
Antiguo Régimen, asÃ− como la construcción de una nueva legitimidad polÃ−tica, que desemboca en la
Constitución de 1791. Al propio tiempo se crean las principales instituciones que son el gran legado de la
revolución. En agosto de 1789 se aprueba la abolición del feudalismo y la Declaración de los derechos del
hombre, como fruto de la triple revuelta social (de la nobleza, la burguesÃ−a y las clases populares) que rodea
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la reunión de los Estados Generales. En 1790 la Asamblea aprueba la Constitución civil del clero, que
supone el primer paso hacia la separación de Iglesia y Estado. En 1791 se aprueba la Constitución, que es la
primera de las constituciones rea−lizadas en Francia y en Europa. Es el triunfo del “tercer estado” que, en el
célebre panfleto de Emmanuel-Joseph Sieyés ¿Qué es el tercer Estado? (1788), se consideraba como
el único representante de toda la nación, frente a los privilegiados: “¿Qué es una nación? Un cuerpo
de asociados que viven bajo una misma ley común y represen−tados por la misma legislatura”. Dado que los
nobles están separados de la nación por situarse fuera del imperio de la ley, “sus derechos civi−les hacen de
él un pueblo aparte de la gran nación”. Frente a ellos, el tercer estado es el único estamento que puede
considerarse como “par−te integrante de la nación” y, por tanto, el tercer estado es “todo”.
La Constitución de 1791 sienta las bases de un sistema polÃ−tico caracterizado por la división de poderes y
la previsión de una monarquÃ−a de carácter constitucional, sometida al criterio del poder legislativo, que
mantiene el privilegio de tener la iniciativa para proponer leyes y de controlar la acción del poder ejecutivo.
Al establecer como preámbulo la Declaración de derechos del hombre, acoge asimismo todos los principios
del liberalismo polÃ−tico: soberanÃ−a nacional, libertades individuales y defensa de la propiedad. El modelo
constitucional de esta fase revolucionarÃ−a, que debe mucho a los escritos del abate Sieyés, se caracteriza
por ser censitario, al limitar el derecho de voto a los ciudadanos considerados “activos”, lo que reducÃ−a el
censo electoral al 15% de la población masculina.
La segunda fase, entre 1792 y 1795, coincide con la Convención jacobina. Se trata de la etapa más radical,
en la que se produce la caÃ−da de la monarquÃ−a (y la posterior ejecución del rey, enero 1793) y una
situación polÃ−tica de emergencia nacional ante la guerra declarada por las monarquÃ−as europeas a los
revolucionarios franceses. Se adoptan entonces diversas medidas que constituyen una suerte de
“anticipación” histórica. Se proclama la república, se instaura un modo de gobierno dictatorial (conocido
generalmente como la época del “terror”), en el que un comité de salud pública, formado por 12
miembros, concentra todos los poderes y toma las principales decisiones de carácter radical: sufragio
universal masculino, control de precios y salarios, confiscación de bienes de la nobleza, apoyo al proceso de
conversión de los campesinos en pequeños propietarios y creación de un ejército nacional mediante el
procedimiento de la “leva en masa”. Se trata de identificar a la nación con la revolución.
A partir de febrero de 1794, ante las dificultades económicas, la guerra y las luchas internas entre diversas
facciones de los revolucionarios, se llega a la situación definida por Saint-Just como “revolución
congelada”, esto es, que habÃ−a llegado a un punto muerto. Fue el punto de arranque de la posterior caÃ−da
de los jacobinos (la muerte de Robespierre en julio de 1795 es el sÃ−mbolo) y el inicio de la “reacción
termidoriana”, que abre la ultima fase.
A partir de 1795 se produce una nueva orientación de la revolución sobre bases más moderadas, que
enlazan en parte con los años iniciales e instauran una auténtica “república burguesa”. A pesar de surgir
como reacción contra los avances del periodo jacobino, en esta fase se produce la consolidación de las
conquistas de 1789, tanto en el aspecto polÃ−tico corno en el económico. El texto que refleja esta nueva
situación es la Constitución de 1795, que mantiene el principio del sufragio censitario, pero debilita el
poder legislativo con la creación de dos Cámaras (la “de los 500” y la “de los Ancianos”). El poder
ejecutivo se atribuye a un Directorio, formado inicialmente por cinco miembros, luego por tres, para acabar
con uno solo, tras el golpe dado a fines de 1799 (el 18 de Brumario) por Napoleón Bonaparte, con quien se
inaugura una fase diferente de la historia de Francia y de Europa. Se pasó asÃ−, como observarÃ−a
Chateaubriand, de la “tiranÃ−a de muchos al despotismo de uno solo”. Para dar cobertura legal a este
proceso, se redactó en 1799 una nueva Constitución, en la que algunos principios de 1791 quedaron
desnaturalizados. Se iniciaba asÃ− la época napoleónica.
C. La exportación y el rechazo de la revolución.
a. El impacto del periodo napoleónico.
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La expansión de las ideas revolucionarias por el continente europeo esta Ã−ntimamente vinculada al Imperio
napoleónico. Durante los quince años que Napoleón gobierna Francia se produce un doble pro−ceso, que
refleja las dos grandes fuerzas que estaban presentes en la dinámica revolucionaria, la jacobina y la
girondina. Por una parte, Napoleón consolida la mayorÃ−a de las conquistas revolucionarias en el seno de la
sociedad francesa, ya que su objetivo es el de afirmar la nación francesa frente al exterior y asentar− su
estructura polÃ−tica interior, tanto normativa como administrativa. Esto es lo que supone la redacción del
Código de 1804, el código civil por excelencia en Europa; la firma del Concordato con la Iglesia o la
creación de un sistema educativo centralizado, desde la escuela prima−ria hasta la universidad. Es el aspecto
“jacobino” del bonapartismo, que contribuye a “nacionalizar” a los franceses.
Por otra parte, tiene lugar la exportación de los principios revolu−cionarios a muchos paÃ−ses europeos. Es
la faz “girondina” del régimen de Napoleón, que se realizó mediante una serie de guerras que cambiaron
el mapa de Europa. Estas gue−rras napoleónicas no constituyen única−mente enfrentamientos entre
potencias (entre Francia e Inglaterra), sino también entre sistemas polÃ−ticos diferentes. La guerra fue una
de las vÃ−as de difusión de la Revolución. En la penÃ−n−sula Ibérica, el norte de Italia, Holanda y las
regiones occidentales de Alemania, los cambios institucionales fueron consecuencia de las campañas de los
mariscales de Napoleón. Se abolió el feudalismo, se establecieron códigos, se redactaron consti−tuciones
y se crearon las primeras instituciones liberales: asambleas polÃ−ticas y gobiernos responsables.
La difusión de la Revolución es inseparable de la dominación francesa de buena parte de Europa. Pero
incluso allÃ− donde su presencia fue más contestada, como en España o Prusia, su influencia dejó una
impronta duradera, abriendo el camino a reformas como las de Humboldt en BerlÃ−n o las de los liberales
españoles reunidos en Cádiz. La hegemonÃ−a europea de Napoleón, puesta en entredicho en las
campa−ñas de la penÃ−nsula Ibérica y de Rusia, termina con la derrota de Water−loo. Pero a pesar de
esta derrota, el legado de Napoleón es esencial para comprender el mundo contemporáneo. Porque, con
Bonaparte re−cluido en la isla de Santa Elena y los dirigentes polÃ−ticos de las poten−cias vencedoras
reunidos en Viena, el retorno a la situación anterior a 1789 no fue ni mucho menos completo.
b. La Restauración.
La caÃ−da definitiva de Napoleón en 1815 abre el retorno en toda Europa a posiciones próximas a las del
Antiguo Régimen. La restauración Ã−ntegra del mismo no era posible, pero se difundieron ideas
polÃ−ticas caracterizadas por el rechazo a muchas de las conquistas de la Revolución y que, en parte,
conectaban con los ideales románticos que empezaban a dominar en la conciencia europea. La corriente
ideológica más relevante fue el tradicionalismo, que arranca del propio rechazo de la Revolución y que
tiene sus principales exponentes en autores como el británico E. Burke, el francés J. de Maistre o el
español Dono−so Cortés, punto de referencia del pensamiento conservador de la época
contemporánea. De forma paralela, surge el legitimismo, que defiende una legitimidad del po−der en razón
de 1os derechos históricos a favor de las monarquÃ−as desplazadas por los gobiernos de inspiración
napoleónica que, en efecto, lograron retornar a sus tronos mayoritariamente. En los paÃ−ses en que
habÃ−an estado en vigor regÃ−menes constitucionales, la alternativa a las Constituciones derogadas fue la
práctica de las Cartas otorgadas, a imagen de la concedida en Francia por el rey Luis XVIII.
El fin del Imperio napoleónico provocó, asimismo, una racionalización del mapa polÃ−tico de Europa,
dado que no era posible retornar a las fronteras anteriores a 1789. Tan sólo en el seno de la Confederación
Germánica se suprimieron varias centenas de unidades polÃ−ticas. à ste fue el resultado del Congreso de
Viena (1815), en el que se establecieron las bases de la diplomacia europea por parte de las grandes potencias.
Esta polÃ−tica internacional descansaba en dos supuestos. La capacidad de intervención de estas potencias
ante cualquier situación que pusiera en peligro el equilibrio continental: surge asÃ− la práctica de la
“Europa de los congresos”, cuya principal intervención hubo de emplearse con ocasión de las revoluciones
de 1820. El envÃ−o en 1823 a España del ejército conocido como los “cien mil hijos de San Luis” para
restaurar como monarca absoluto a Fernando VII, es el mejor ejemplo de este intervencionismo de carácter
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legitimista. El segundo supuesto era la construcción de una alianza doctrinal de base religiosa, que
desembocó en la Santa Alianza, formada por las monarquÃ−as de Prusia, Rusia y Austria. Su eficacia fue,
sin embargo, escasa.
3. Las revoluciones de 1830 y 1848 y el triunfo del liberalismo.
A. La prolongación de la revolución.
A pesar de las precauciones ideológicas y de la represión de las ideas liberales por los gobiernos
legitimistas instalados en Europa a partir de 1815, los principios del liberalismo se fueron abriendo camino
contra los regÃ−me−nes absolutistas. El primer aviso es la revolución de 1820, difundida por España e
Italia, pero las grandes revoluciones de la primera mitad del XIX son las de 1830 y 1848, ambas
desencadenadas en Francia pero con amplia repercusión sobre el continente (Inglaterra quedó en ambos
casos al margen). Especial relevancia tuvieron en su preparación asociaciones secretas, como los
“carbonarios” o la masonerÃ−a.
a. Las revoluciones de 1830.
Las revoluciones de 1830 comienzan con los “tres dÃ−as gloriosos” de julio de 1830 en ParÃ−s, que suponen
la destitución de Carlos X y la instauración de un régimen polÃ−tico definido por su liberalismo
doctrinario, en la persona de Luis Felipe de Orleáns, conocido como el “rey burgués”. La revolución de
1830 trata, de nuevo, de enlazar con la tradición más moderada de los principios de 1789, al concebirse el
ejercicio de la polÃ−tica como una tarea reservada a una minorÃ−a compuesta por los “notables” (nobleza y
gran burguesÃ−a). La “monarquÃ−a de julio” instaurada en Francia representa el último intento por parte de
la alta burguesÃ−a de acceder al poder mediante el recurso a la lucha en la calle y en las barricadas en
compañÃ−a del pueblo “menudo”, pero sin compartir con él el poder. Para llegar a él habÃ−a que
aplicar la receta más caracterÃ−stica del sufragio censitario, que era el enriquecimiento como paso previo a
la obtención de derechos electorales. No extraña que Guizot tuviera que proclamar “¡Enriqueceos!” a los
descontentos con el régimen de Luis Felipe.
Los sucesos revolucionarios de ParÃ−s tuvieron amplio eco en Europa, tanto en diversos estados italianos
como en Polonia y la penÃ−nsula Ibérica. Sólo tuvo efectos inmediatos en los PaÃ−ses Bajos, al
desencadenar el proceso de independencia de Bélgica, forjada por una sociedad industrializada y de
influencia cultural y polÃ−tica francesa, descontenta con la hegemonÃ−a flamenca. Pero más allá de este
episodio belga, el régimen orleanista francés se convirtió en uno de los grandes modelos polÃ−ticos de
liberalismo doctrinario, ejerciendo notable influencia, conjuntamente con Inglaterra, sobre otros estados
europeos, en especial los de España y Portugal, que recuperan sus gobiernos liberales a partir de 1833.
Las esperanzas frustradas de la revolución, los errores acumulados por la restauración, las limitaciones de
las reformas intentadas después de 1830, más el malestar social producido por el desarrollo del
capitalis−mo (explotación de los trabajadores industriales, empeoramiento de las condiciones de vida del
viejo sector artesanal y dificultades de ajuste de los campesinos al régimen liberal), desencadenaron la gran
explosión de 1848.
b. Causas y desarrollo de las revoluciones de 1848.
La multiplicidad de causas explica su magnitud, pero también su ambigüedad. Se la ha llamado “la
primavera de los pueblos”, pero el elemento nacionalista faltó en muchos lugares y en otros estaba tan ligado
a las luchas sociales que se hace difÃ−cil valorar su importancia; se la ha visto como la gran lucha de clases
que Marx y Engels anunciaban en el Manifiesto Comunista, pero en general fueron más importantes las
luchas de los campesinos con sus señores que las del proletariado urbano con la burguesÃ−a. Además, las
protestas no tenÃ−an objetivos unitarios, asÃ− que quienes las formularon pudieron ser divididos y
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mediatizados. Los grupos dominantes aprendieron que habÃ−a que usar la vÃ−a de las reformas integradoras.
La mezcla explosiva la generó la ruina de las cosechas de 1845 a 1847, que agravó una serie de crisis
latentes en la economÃ−a. La crisis comenzó con la patata, cultivo clave para la subsistencia en muchos
paÃ−ses y que se vio afectado por una plaga que arruinó las cosechas. En Irlanda, por ejemplo, la patata fue
la base de un enorme crecimiento demográfico (de 4 a 8 millones entre 1781 y 1845), pero la pérdida de
cuatro cosechas sucesivas (1845-1848) y un invierno muy largo y frÃ−o (1846-1847) diezmaron a los
hambrientos irlandeses (una epidemia de cólera en 1849 acabó reduciendo la población a poco más de 6
millones en 1850: un millón de irlandeses habÃ−a muerto de hambre y epidemias y otro millón habÃ−a
optado por emigrar, sobre todo a EEUU). Esa misma plaga arruinó la cosecha de patatas en toda Europa, lo
que produjo motines de subsistencias en Italia, Holanda, Alemania, Inglaterra, Austria, etc.
A ello se sumó, en un mundo que dependÃ−a de la capacidad de compra de los campesinos, la crisis de las
actividades industriales. Esta crisis coyuntu−ral se agregaba a otra, más estructural, que estaba hundiendo
la actividad textil artesana ante el avance de las máquinas. Por esos años culmina la miseria de los
tejedores manuales ingleses, estalla la crisis de la produc−ción textil francesa y se produce la dramática
revuelta de los tejedores de lino de Silesia. La crisis económica afectó también a las nuevas industrias, a
los ferrocarriles que transportaban sus mercancÃ−as, y a las finanzas, con la quiebra de empresas incapaces
de pagar sus deudas, lo que arrastró a los bancos y provocó una fuerte caÃ−da de la bolsa.
Se recrudecieron entonces las crÃ−ticas al sistema capitalista y los radicales soñaban en una nueva forma de
organización, el socialismo, que fuese más racional y ahorrase tanto sufrimiento inútil a las masas obreras.
Sin embargo, la crisis económica no fue la causa inmediata de la revolución, que estalló cuando las
cosechas volvÃ−an a regularizarse y cuando lo peor del hambre habÃ−a pasado. Directamente sólo originó
los motines de subsistencias. No obstante, preparó el clima revolucionario, creando malestar y avivando la
conciencia de que la sociedad estaba mal organizada o, al menos, mal administrada por los gobiernos.
La chispa que prendió el incendio surgió de los hechos polÃ−ticos que tuvieron lugar en ParÃ−s en
febrero de 1848. En Francia, la larga fase de inmovilismo del gobierno Guizot habÃ−a logrado irritar a sus
opositores, que querÃ−an un sistema electoral más flexible. La campaña contra el gobierno se llevó a
cabo mediante “banquetes democráticos”, hasta que Guizot, temeroso del volumen que podÃ−a alcanzar uno
convocado para el 22 de febrero de 1848, decidió prohibirlo. Se consiguió movilizar a los parisienses en
manifestaciones hostiles al gobierno y al rey, y Luis-Felipe no pudo hacer nada para frenar la escalada de
exaltación que, como en 1830, llevó de la construcción de barricadas hasta el asalto al palacio real, que el
soberano habÃ−a abandonado poco antes, huyendo a Gran Bretaña.
El 24 de febrero, el poeta Lamartine, al frente del movimiento revolucionario, proclamó la república y
formó un gobierno provisional moderado, aunque incluÃ−a tres radicales (uno era el socialista Louis Blanc).
Al mismo tiempo se crearon instituciones para abordar los problemas obreros. La más llamativa fue la
comisión del Luxemburgo, que debÃ−a estudiar las condiciones de trabajo, proponer reformas (se abolió la
subcontratación y la jornada se fijó en 10 horas en ParÃ−s y en 12 en provincias) y arbitrar las disputas
laborales. Más eficaces en potencia eran los “talleres nacionales”, con los que se es−peraba dar trabajo a los
120.000 parados existentes. Pero ni se logró absorber el paro ni se permitió a los talleres competir con la
industria privada, sin que se les mantuvo como instituciones de ayuda social.
Unas elecciones por sufragio universal masculino (los votantes pasaron de 250.000 a 8 millones), celebradas
rápidamente en abril para que los radicales no se pudieran organizar, dieron como resultado que la Cámara
quedara dominada por 500 republicanos moderados y 200 “orleanistas” mientras que sólo salieron elegidos
100 radicales y socialistas (de ellos 30 obreros y ningún campesino). Se aprovechó una manifestación
contra el Parlamento para encarcelar a algunos lÃ−deres revolucionarios, se prescindió de Blanc, se liquidó
la comisión del Luxemburgo y el 21 de junio se cerraron los “talleres nacionales”. La respuesta fueron tres
dÃ−as de insurrección obrera en ParÃ−s (23 a 26 de junio): entre 15.000 y 50.000 insurgentes se
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lanzaron a una nueva y heroica, pero tardÃ−a, lucha que fue aplastada con sangre. Si en el combate muri−eron
unos 500, una vez acabada la lucha otros 3.000 fueron asesinados a sangre frÃ−a. Se detuvo a 12.000 más
(4.500 fueron encarcelados o enviados a trabajar a Argelia).
El régimen republicano establecido en Francia (la II República) duró poco, pero fue un punto de
referencia para el futuro por las profundas conquistas democráticas que consiguió, entre ellas el sufragio
universal. El reflujo revolucionario se consumó en 1851 con el golpe de estado de Luis Napoleón, que
abrió la época del II Imperio francés, caracterizado por la restricción de los derechos polÃ−ticos, la
expansión económica y el protagonismo de una burguesÃ−a satisfecha, dirigida por un emperador que
gobierna mediante plebiscitos populares y el apoyo de buena parte del campesinado. Frente a la “dinastÃ−a
del dinero” que representaba Luis Felipe, la de Luis Napoleón representarÃ−a, según Marx, la “dinastÃ−a
de los campesinos”.
Fuera de Francia las revoluciones de 1848 dejarán también su impronta. A partir de marzo estallan
insurrecciones o movimientos revolucionarios en las principales ciudades centroeuropeas (BerlÃ−n, Viena,
Praga, Milán, TurÃ−n y Roma). Su objetivo es el logro de los principios liberales básicos: libertades
individuales, gobiernos representativos y respeto o, en su caso, reconocimiento de los derechos nacionales.
Fueron revoluciones populares, urbanas y de barricada, pero también nacionales. Aunque la represión de
estos movimientos fue general (en HungrÃ−a, con el apoyo de las tropas del zar ruso), tuvieron consecuencias
diferentes.
c. Las consecuencias de las revoluciones de 1848.
En el Imperio austriaco supuso la abolición de la servidumbre campesina, y el reconocimiento del problema
de las nacionalidades que integraban el Imperio, en especial checos y húngaros, que dispusieron de sus
propias asambleas polÃ−ticas (Dieta). A pesar de ello, la derrota de la revolución trajo el retorno a la
situación de gobierno tradicional que caracterizó a la monarquÃ−a de Francisco José, con algunas
variantes, aparte de la desaparición polÃ−tica de Metternich. La más señalada fue el compromiso con los
húngaros, que dio lugar a la monarquÃ−a dual desde 1867, lo que permitió conciliar la diversidad étnica,
lingüÃ−stica y religiosa del Imperio con la existencia de una estructura militar y polÃ−tica superior, a cuya
cabeza se hallaba el “rey emperador”. Es la “Kakania” que evocará medio siglo más tarde el austriaco
Robert Musil en su novela El hombre sin atributos, refiriéndose con ello a las dos “k” de las palabras
alemanas “imperial” y “real” que definÃ−an la monarquÃ−a de Francisco José.
En los paÃ−ses alemanes y en los estados italianos, la influencia de las revoluciones de 1848 está vinculada
estrechamente a su proceso de construcción nacional. En el caso alemán, las corrientes ideológicas
liberales lograron establecer una organización polÃ−tica alemana, el Parlamento de Francfort, que
formalmente reunÃ−a el poder legislativo y ejecutivo, aunque carecÃ−a de ejército. Pero su división
interna en torno a los lÃ−mi−tes de la futura Alemania (si debÃ−a constituirse con Austria o sin ella)
debilitó las fuerzas liberales, hasta el punto de ver rechazado por el rey de Prusia su ofrecimiento de
encabezar la unión de la futura Alema−nia. Esto dejó abierta al reino prusiano la opción de lograr la
unifica−ción sobre bases polÃ−ticas muy alejadas del liberalismo, aunque los efec−tos de la revolución no
dejaron intacto el sistema polÃ−tico de Prusia: desde 1850 se instaura un gobierno constitucional de base
censitaria.
En Italia, salvo en el Piamonte, la represión de las insurrecciones o de las repúblicas constituidas (caso de
Roma) fue obra de Austria y Francia. El papel más destacado fue el desarrollado por las tropas austriacas en
el norte de Italia, donde forjó su leyenda el mariscal Radetzky (luego inmortalizado por Strauss en La
marcha de Radetzky y por Joseph Roth en la novela de igual tÃ−tulo). A pesar de que Radetzky derrotó a
piamonteses y vene−cianos, el reino de Piamonte, bajo el liderazgo del rey Carlos Alberto y de su ministro C.
Benso di Cavour, se convirtió en el punto de refe−rencia del nacionalismo italiano y en un ejemplo de
monarquÃ−a cons−titucional. Su liderazgo de la unificación italiana arranca de esta con−vicción de que
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Italia fará da sé, expresión formulada por el rey piamontés tras el fracaso de 1848.
La primavera y el verano de 1849 vieron el reflujo de ese gran movimiento que se habÃ−a extendido por
Europa un año antes. La revolución habÃ−a acabado, pero, de hecho, la burguesÃ−a habÃ−a conseguido
sus objetivos polÃ−ticos. Se liquidó el feudalis−mo donde aún seguÃ−a vigente (sólo en Rusia siguió la
servidumbre campesina, y no por muchos años), y en gran parte de Europa se mantuvieron regÃ−menes
parlamentarios con constituciones moderadas y sistemas electorales censitarios, que reservaban los derechos
polÃ−ticos a los propieta−rios, o sea, a los burgueses. Desde la perspectiva de 1789 se puede decir que los
objetivos iniciales de este ciclo revolucionario se habÃ−an ido logrando por etapas: la Restauración salvó
una parte al menos de las conquistas de 1789, 1830 amplió las concesiones y 1848 las completó,
culminando el proceso de la revolución burguesa.
Los derrotados de 1848 fueron las fuerzas sociales que trataban de llevar la revolución más allá de los
objetivos burgueses. Los radicales que movilizaron a artesanos y obreros luchaban por el sufragio universal
para transformar la sociedad y abolir las nuevas formas de explotación que las leyes burguesas no
condenaban. A la defensa de la propiedad como pilar básico del orden social, oponÃ−an el derecho al
trabajo y a la subsistencia. Frente a la identificación del crecimiento capitalista con el progreso, denunciaban
su irracionalidad y aspiraban a un sistema mejor para el que tenÃ−an proyectos y un nombre: socialismo. A
las banderas tricolores de las naciones añadÃ−an la bandera roja de la revolución. Pero esta “otra”
revolución de 1848 habÃ−a de hacerse contra la burguesÃ−a. De ahÃ− que la burguesÃ−a abandonara una
lucha en la que no tenÃ−a nada que ganar. Más que derrotada, la revolución fue entregada por sus propios
dirigentes. De ella salió consolidada la alianza entre lo viejo y lo nuevo iniciada en Francia en 1789. La
defensa de la propiedad acabó haciendo necesario que los antiguos privilegiados concediesen a los que no lo
eran un mÃ−nimo de libertad y un cierto grado de igualdad ante la ley. La revolución de 1848 resulta el final
lógico y coherente de un proceso que en sesenta años transformó la sociedad europea y puso las bases
para cambiar el mundo. En cierto sentido, 1848 fue el comienzo de una fase de apaciguamiento y asimilación
que harÃ−a posible en la segunda mitad del siglo XIX una etapa de paz social en que los gobiernos pudieron
vivir sin los temores de una conmoción inminente que habÃ−an aterrorizado a los dirigentes de la
Restauración
B. La afirmación del liberalismo polÃ−tico.
A mediados del siglo XIX, a pesar de la derrota de las revoluciones de 1848, una nueva etapa polÃ−tica se
abre en Europa. Se transfor−man las pautas polÃ−ticas del liberalismo, que poco a poco deberá ensanchar
sus bases sociales acogiendo algunas de las demandas formuladas por los revolucionarios de 1848. Se inicia
asÃ− un proceso de lento avance de la democracia polÃ−tica, en el que confluyen dos fuerzas. Por una parte,
la ampliación progresiva, aunque lenta, de los cauces de participación polÃ−tica; y, por otra, la creación
por parte de la clase obrera (rotas definitivamente sus alianzas con los partidos burgueses) de organizaciones
polÃ−ticas propias: los partidos socialistas y las internacionales obreras.
La práctica del liberalismo fue desigual. En Europa occidenta−l se adoptó de forma intermitente y con
algunas limitaciones, como en Francia, Alemania o España; en la Europa oriental, el predominio de las
monarquÃ−as imperiales de Austria y Rusia no permitió la plena implantación de los principios del
liberalismo, aunque las diferencias sean notables entre la autocracia zarista y el gobierno de apariencia
constitucional de Austria-HungrÃ−a. Tan sólo en dos paÃ−ses funcionaron plenamente las instituciones
liberales: el Reino Unido y EEUU.
a. El modelo británico.
La evolución polÃ−tica inglesa se caracteriza por la ampliación pro−gresiva de sus bases, asÃ− como por
la asunción del sistema por parte de la mayorÃ−a de la gente, dada la aceptación generalizada de las
“virtudes de la jerarquÃ−a”. La re−volución del siglo XVII, la aparición de los partidos polÃ−ticos, una
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estructura social “trinitaria” (lores, clases medias, trabajadores) y la influencia de una religión individualista
son los fundamentos de la solidez polÃ−tica británica. Esto dotó de una gran esta−bilidad a su sistema
polÃ−tico, en el que arraigó más el reformismo que la lucha revolucionaria, sin olvidar su capacidad de
adaptación al correr de los tiempos.
Durante el siglo XIX tienen lugar varias reformas del sistema, que van desplazando el centro de gravedad de
la polÃ−tica desde la aristocracia terrateniente hasta las “clases me−dias”. El primer paso se produce con la
reforma electoral de 1832, que amplÃ−a el cuerpo electoral (de 440.000 pasa a 700.000 en una población de
25 millones). Los partidos tradicionales, los conservadores o tories y los liberales o whigs, fortalecen su
organización interna y son capaces de incorporar nuevas capas sociales al ámbito de la polÃ−tica y ejercer
una continuada práctica de alternancia en el po−der. El segundo paso tiene lugar en 1867, bajo la dirección
de B. Disraeli, con una nueva reforma electoral que supone el acceso al voto de un tercio del electorado,
proceso que prosigue en 1884 al eliminar muchos distritos rurales o “burgos podridos” que ya habÃ−an sido
caballo de batalla de la reforma de 1832.
El sistema polÃ−tico inglés ejerció, además, una notable influencia en muchos paÃ−ses. Su práctica de
la alternancia en la formación de los gobiernos, aunque no siempre derivase de una expre−sión sincera del
cuerpo electoral, fue imitada en el sistema de turnos de la España de la Restauración o en el rotativismo
portugués puesto en marcha desde mediados del XIX.
b. La democracia norteamericana.
El sistema polÃ−tico de Estados Unidos, forjado durante la independencia, se relaciona con la tradición
polÃ−tica an−glosajona, que le permitió afirmar las libertades individuales, y con la ausencia de una
sociedad de Antiguo Régimen que destruir, lo que facilitó la instalación más rápida de una polÃ−tica
democrática. Quien mejor comprendió y divulgó en Europa la naturaleza de la vida polÃ−tica en EEUU
fue el francés Tocqueville, en su libro Democracia en América (1835), escrito a partir de la observación
del paÃ−s en la época del presidente A. Jackson. Tocqueville confronta dos modelos polÃ−ticos y sociales
diferentes. El europeo, más dependiente de la tradición aristocráti−ca, en la que las distancias sociales son
enormes (expresadas en rasgos culturales: tratamiento, cÃ−rculos de sociabilidad, vestidos, gustos, etc); el
americano, más democrático, en el que la igualdad es la tendencia más general. La originalidad del
sistema polÃ−tico americano estarÃ−a en esta capacidad de combinar la libertad individual con la
regulación de las relaciones sociales de forma igualitaria y objetiva.
La evolución polÃ−tica de EEUU, una vez consolidado el sistema a partir de 1815 en que terminan las
guerras napoleónicas, está regida por dos grandes fuerzas. Por una parte, la construcción progresiva de la
nación tanto en sus elementos identificadores como en la necesidad de preservarlos, dada la llegada de
inmigrantes y la expansión territorial hacia el oeste. A diferencia de Europa, donde tuvieron gran relevancia
los aspectos étnicos, en EEUU adquirieron mayor relieve los componentes polÃ−ticos e ideológicos: el
individualismo, la participación polÃ−tica, el ser “tierra de opor−tunidades”. Por otra parte, la polarización
regional que se produce desde principios del XIX, con un norte industrializado, un oeste agrario y una
economÃ−a sureña dominada por la “peculiar institu−ción” del esclavismo negro. El punto de fricción de
ambas tenden−cias fue la Guerra Civil o Guerra de Sucesión de los años 1861-1865, a partir de la cual se
produce una segunda fundación de la Unión americana.
El debate sobre la construcción nacional arranca del propio momento fundacional, con el com−promiso entre
federalistas y antifederalistas, tendencias que siguen en vigor durante la primera mitad del XIX y se agudizan
con el enfrentamiento que la expansión hacia el oeste y el desigual desarro−llo económico provocan entre
las tres grandes regiones. A partir de 1840 la polarización polÃ−tica regional es evidente, como muestran los
debates sobre el abolicionismo o los intentos de extender el escla−vismo a nuevos estados incorporados a la
Unión (Texas, Nuevo México, 1848). Las diferencias se manifiestan también en la polÃ−tica
económica (el sur, gran exportador de algodón, preferÃ−a el librecambismo) y el mayor aumento
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demográ−fico de los estados del norte y oeste, que acogÃ−an mayores cuotas de inmigrantes.
El estallido de la guerra de Secesión no fue, pues, algo fortuito debido a la elección como presidente del
abolicionista Abraham Lincoln en 1861. Se trataba de una confrontación entre dos modelos diferentes de
construir la nación americana. La guerra duró cuatro años y provocó un gran desgaste de ambos bandos,
e importantes secuelas en los estados sureños, entre los que no fue la menor la pervivencia de una fuerte
segregación racial. Pero el triunfo de las tropas de la Unión abrió el camino para la consolidación de la
nación estadounidense y la continuidad de los principios ideológicos y polÃ−ticos de la época
fundacional.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 4
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