Vol. 6, No. 3, Spring 2009, 1-35 www.ncsu.edu/project/acontracorriente ¿Apostando por la república? Decencia, apuestas e institucionalidad republicana durante la primera mitad del siglo XIX en Lima Pablo Whipple Pontificia Universidad Católica de Chile El domingo 3 de febrero de 1840 la gente decente de Lima asistió al teatro de la ciudad para ver una de sus obras favoritas: Treinta años o la vida de un jugador1. Escrita por el francés Victor Ducange, la obra trata sobre la vida de un joven parisino de buena posición social que cae en desgracia debido a su adicción a las apuestas. Jorge de Germant, el protagonista, poco a poco se relaciona con el oscuro mundo de apostadores y prestamistas llevando una vida marcada por el vicio. Esto le significó perder el respeto de su padre y luego su patrimonio, al mismo tiempo que perdía su posición social. El gusto por las apuestas fue la ruina de Jorge. Presionado por las deudas, el joven sólo vio en la delincuencia la salida a su desesperada 1 Víctor Ducange, Treinta años o la vida de un jugador (Madrid: Casa editorial de "La Ultima Moda", 1908). Whipple 2 situación, cayendo en un espiral de criminalidad que lo obligó a huir de Francia con su esposa para evitar la acción de la justicia. Comenzaba así una existencia errante y miserable, que sin embargo no fue suficiente para quitarle su afición por el juego. Según un remitido2 publicado en el periódico El Comercio de Lima días después de la función, el interés de los limeños por esta obra se debía a que veían su propio gusto por las apuestas representado sobre el escenario3. Ese domingo, sin embargo, algo inesperado sucedió durante la función. En el último acto, Jorge de Germant es acorralado por la policía después de cometer un asesinato. Sin posibilidad de escapar, de Germant decide suicidarse, prendiéndole fuego a la cabaña en que se encontraba, en lo que sería el único momento de lucidez que tuvo durante una vida cegada por el vicio; el protagonista de pronto entendió que quitarse la vida era la única forma de liberar a su mujer e hijos de la desgracia a la que los había sometido. En el preciso momento que esto ocurría sobre el escenario, los tramoyistas perdieron el control del incendio y el teatro de Lima comenzó a quemarse4. De esta forma, el castigo ejemplarizador que Ducange había impuesto sobre el protagonista de su obra estaba siendo repentinamente transferido a los espectadores, una especie de premonición del castigo que muchos limeños ese día presentes en el teatro podían recibir debido a su propia pasión por las apuestas. El fuego fue rápidamente controlado y los espectadores pudieron salir ilesos. El susto sin embargo, fue grande, ya que las salidas de emergencia estaban bloqueadas y la estrechez de los pasillos hizo difícil la evacuación. El accidente, además, dio pie para que el remitido publicado en El Comercio comentara la extendida afición de los limeños por las apuestas, argumentando que la predilección por esta obra se debía sencillamente a que los asistentes al teatro en su mayoría eran apostadores. 2 También conocidos como comunicados, los remitidos eran artículos que los lectores del diario publicaban pagando una cierta cantidad de dinero. Fueron una de las secciones más leídas de los periódicos y una excelente fuente de ingresos para los editores. Sobre el impacto que tuvieron los remitidos en el desarrollo de la prensa limeña durante la primera mitad del siglo XIX ver Pablo Whipple, “Decent People’s Resistance to Republican Order in Peru, 1827-1862,” (Ph.D. Dissertation, University of California, Davis, 2007), capítulos 3 y 4. 3 El Comercio 225, 7 de febrero de 1840. 4 Ibid. ¿Apostando por la república? 3 De otra manera, agregaba, no se podía explicar la falta de interés por otras obras como El Puñal Invisible, donde se representaba la pasión por el robo o el asesinato. La conclusión era simple para el autor del remitido: los limeños eran apostadores empedernidos, pero no criminales5. Es interesante destacar la percepción que al autor del remitido tenía sobre las consecuencias que las apuestas podían traer para la gente decente. El mensaje de la obra era precisamente que las apuestas era una puerta de entrada al mundo del crimen, sin importar la posición social del jugador. Para el articulista en cambio, y concordante con la visión que mayoritariamente tenía la élite limeña, las apuestas podían ser una amenaza al bienestar y patrimonio de la gente decente, pero en ningún caso un camino hacia la delincuencia. No opinaban lo mismo cuando eran los sectores populares los que apostaban, pues en ese caso sí creían que existía una directa relación entre apuestas y crimen dada la natural inclinación de las masas a la delincuencia6. A través del estudio de la afición que la gente decente de Lima tenía por las apuestas y los intentos de la autoridad por controlar este vicio durante las primeras décadas del siglo XIX, en este artículo planteo que a inicios del periodo republicano las autoridades trataron de imponer un ideal de decencia que concordara con el espíritu ilustrado promovido por los movimientos independentistas. Al mismo tiempo se buscaba establecer una distancia moral entre la virtud republicana y el corrupto pasado colonial. Esto sin embargo entró en contradicción con la manera en que las élites entendían el orden social y la idea de decencia en particular. Tal como había sucedido años atrás con las reformas impulsadas por los Borbones, Ibid. Sobre la criminalización de los sectores populares desde mediados del siglo XVIII y el carácter represivo que adquirió el reformismo social de los Borbones en Lima ver Charles Walker “Civilize or control?: The Lingering Impact of the Bourbon Urban Reforms", en Nils Jacobsen y Cristóbal Aljovín, eds., Political cultures in the Andes, 1750-1950, (Durham: Duke University Press, 2005), 74-95. Para el Perú republicano ver Charles Walker, “Montoneros, bandoleros, malhechores: criminalidad y política en las primeras décadas republicanas”, en Carlos Aguirre y Charles Walker, eds., Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX (Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1990), 105-136; y Carlos Aguirre, “Los irrecusables datos de la estadística del crimen: la construcción social del delito en la Lima de mediados del siglo XIX”, en Carlos Aguirre, Denle duro que no siente. Poder y trasgresión en el Perú republicano (Lima, Fondo Editorial del Pedagógico de San Marcos, 2008), 115-138. 5 6 Whipple 4 esa élite fue capaz de resistir y redefinir el intento reformista, situación que afectó de manera significativa el proceso de formación de la nueva institucionalidad republicana. Entender los inicios del orden republicano a través de un concepto como la decencia es significativo pues es un término que reúne bajo una sola categoría una serie de comportamientos y valores morales a los que constantemente apelaba el ideario republicano tales como la virtud, el honor y la justicia. Si bien es de origen colonial, la idea de decencia está en permanente transformación y adecuación, otorgándonos la posibilidad de resaltar tensiones socio-culturales dentro del proceso de formación del estado nacional republicano que otras visiones más centradas en lo político han obviado7. Los tránsitos de la decencia El origen de la noción de decencia en América Latina se remonta a los años posteriores a la conquista, cuando la división racial impuesta por la monarquía entre la república de indios y la república de españoles se tornó inviable. La complejidad racial de las colonias hizo impracticable esta rígida división y los descendientes de los conquistadores comenzaron a utilizar nuevas categorías, más adecuadas a la realidad en las que estaban inmersos. Nació así la dicotomía gente decente/plebe, ligada a una superioridad socio-cultural más que racial, similar a la división social que existía en España entre nobles y comuneros8. Fue así como el término plebe describió inicialmente las costumbres corruptas e irracionales de todos aquellos que compartían el mundo popular, incluyendo a mestizos y españoles pobres, rompiendo la barrera Para un acercamiento similar al tema, utilizando la decencia como una categoría que nos permite entender procesos de cambio y adecuación de las hegemonías culturales, ver el trabajo de Marisol de la Cadena para principios del siglo XX en el Cusco, Indígenas mestizos. Raza y cultura en el Cusco (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2004), en especial el capítulo 1. David Parker, por su parte, ha demostrado como los emergentes sectores medios de Lima asumieron como propio el ideal hegemónico de decencia promovido por la élite a principios del siglo XX. The Idea of the Middle Class: White-collar Workers and Peruvian Society, 1900-1950 (University Park: Pennsylvania State University Press, 1998) 8 Douglas Cope, The Limits of Racial Domination. Plebeian Society in Colonial Mexico City, 1660-1720 (Madison: University of Wisconsin Press, 1994), 22. 7 ¿Apostando por la república? 5 exclusivamente racial. El término decencia, a su vez, definido como una superioridad moral, se aplicaba no sólo a los españoles y sus descendientes sino también a los indígenas y mestizos que fueron capaces de alcanzar una posición de privilegio con respecto a sus pares. Al ser inicialmente definida desde una perspectiva principalmente social, la dicotomía gente decente/plebe se transformó en una amenaza para la exclusividad racial hispana, al sugerir que los españoles pobres podían descender en la escala social al mismo tiempo que indios y mestizos podían situarse sobre ellos. Esta situación forzó a la élite colonial a crear un sistema de castas en respuesta a la erosión de los límites que separaban a los hispanos del resto de la población, y aunque el sistema tuvo una aplicación limitada, una de sus consecuencias fue que reforzó el elemento racial de la dicotomía gente decente/plebe9. De tal manera, desde mediados del siglo XVII, la definición de superioridad moral que implicaba la decencia evolucionó hacia una compleja combinación de factores que incluían el origen cultural, la situación económica y la condición racial de los individuos, dado que el sistema de castas y la dicotomía gente decencia/plebe se hicieron complementarios10. La decencia como evidencia de superioridad moral reservada para aquellos que dominaban la sociedad colonial se vio nuevamente amenazada con la llegada de los Borbones al trono español. Durante el siglo XVIII la corona española buscó promover los ideales de trabajo, educación, higiene y orden público, discurso que en teoría anunciaba que era posible ser decente sin importar el origen de las personas11. Según los nuevos preceptos 9 Cope, Limits of Racial Domination, 23-24. para el caso peruano ver David Cahill, “Colour by Numbers: Racial and Ethnic Categories in the Viceroyalty of Peru, 1532-1824”, Journal of Latin American Studies, 26:2 (1994): 325-346; y Juan Carlos Estenssoro, “Los colores de la plebe: razón y mestizaje en el Perú colonial”, en Natalia Majluf, ed., Los cuadros de mestizaje del Virrey Amat (Lima: Museo de Arte de Lima, 2000), 67-107. 10 Cope, Limits of Racial Domination, 24. 11 Estos cambios son visibles también en la definición de decencia por la Real Academia de la Lengua. Hasta 1732 la decencia era definida como el “adorno, lucimiento, porte correspondiente al nacimiento o dignidad de alguna persona, que se funda en galas, familia y otras cosas” anotando también que “se suele usar por recato, honestidad y modestia”. En la edición de 1791, se elimina la primera acepción, tornándola mucho más inclusiva socialmente al redefinir la decencia como “el aseo, compostura y adorno correspondiente a cada persona o casa” y manteniendo la segunda acepción de 1732. Real Academia Española, Diccionario Whipple 6 provenientes de España que promovían una mayor movilidad social (aunque limitada), estas cualidades no debían ser exclusivas de la élite, y la plebe tenía la posibilidad de ser decente –honesta, limpia, sobria, obediente– disminuyendo la importancia del carácter socio-racial del término12. Sin duda, esto difería de lo que las élites americanas entendían por gente decente ya que nunca abandonaron las ideas sociales, culturales y raciales que la definieron durante el siglo XVII. Se produce así una tensión que termina relativizando el plan reformador de los Borbones, pues al mismo tiempo que las autoridades intentaban reformar la sociedad promoviendo ideales ilustrados, las élites buscaban el reforzamiento de las rígidas divisiones raciales13. En la práctica, las reformas ilustradas terminaron remarcando la naturaleza corrupta de la plebe y reforzando los temores y el rechazo que la gente decente sentía hacia las masas14. La brecha moral que separaba a la gente decente de la plebe se amplió durante el siglo XVIII gracias a campañas que permanentemente apuntaron al supuesto comportamiento corrupto de la plebe y a discursos que enfatizaban la supuesta superioridad moral de la gente decente. Como ha argumentado Pamela Voekel para el caso mexicano, “las campañas morales y de renovación urbana […] dieron a las élites el sustento para mantener su identidad de clase en momentos que las distinciones raciales y de casta perdían su significancia”15. de la lengua castellana, ediciones de 1732 y 1791. Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española, http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle 12 Juan Carlos Estensoro sostiene, por ejemplo, que debido a la presión de las autoridades para imponer reformas culturales, miembros de la plebe asumieron el proyecto ilustrado y estaban determinados a ponerlo en práctica y construir una identidad cultural moderna y racional. “La plebe ilustrada: el pueblo en las fronteras de la razón”, en Charles Walker ed., Entre la retórica y la insurgencia: las ideas y los movimientos sociales en los Andes, siglo XVIII (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas”, 1995), 38. 13 Para el caso de México, ver por ejemplo Juan Pedro Viqueira Albán, Propriety and permissiveness in Bourbon Mexico (Wilmington: Scholarly Resources, 1999), 9. Sobre formas de resistencia de la élite al plan de reformista de los Borbones en Perú, ver Charles Walker, Shaky Colonialism. The 1746 Earthquake-tsunami in Lima, Peru, and its Long Aftermath (Durham: Duke University Press, 2008), en especial el capítulo 5. 14 Un panorama general sobre el proceso de reformas sociales de los Borbones y las resistencias que generaron en el mundo colonial en Walker, “Civilize or Control?”, 74-95. 15 Pamela Voekel, "Peeing on the Palace: Bodily Resistance to Bourbon Reforms in Mexico City", Journal of Historical Sociology 5:2 (1992): 184. ¿Apostando por la república? 7 La llegada de la independencia trajo consigo un cambio significativo en la manera en que las autoridades encaraban los discursos de carácter moral. A diferencia de las reformas borbónicas, las autoridades republicanas añadieron un factor político a la definición de vicio, desdibujando las distinciones de clase a la hora de definir el comportamiento de la población. Lo que en el pasado eran los vicios propios de la plebe eran ahora los vicios inherentes a la corrupta administración colonial. Esta situación volvió a poner en peligro la hegemonía moral de la gente decente y generó un conflicto entre la idea de virtud promovida por el estado republicano y los privilegios de origen colonial que la gente decente intentaba preservar16. Es precisamente en esta coyuntura en la que se centra este artículo. Proponemos que con la llegada de la independencia, las nuevas autoridades quisieron fundar una decencia republicana en oposición a la idea de decencia colonial, conflicto que se hace evidente, entre otros procesos, en los incipientes intentos por organizar fuerzas policiales durante la primera mitad del siglo XIX, y particularmente en los intentos de las autoridades por erradicar el gusto que la gente decente de Lima tenía por las apuestas. Vicios coloniales, virtudes republicanas Desde la época colonial que las apuestas eran uno de los pasatiempos favoritos entre las personas de todos los sectores sociales en Perú. Viajeros y escritores describieron cómo altos oficiales y la élite en general apostaban fuertemente17. Uno de los casos más connotados de fines de la colonia fue el de José Baquíjano y Carrillo, Conde de Vistaflorida. Su gusto por las apuestas incluso afectó inicialmente su carrera profesional cuando en 1770 viajó a España en busca de un nombramiento para integrar Sobre como la nueva moralidad republicana redefinió la idea de ciudadanía a inicios del siglo XIX en Arequipa ver Sarah Chambers, De súbditos a ciudadanos. Honor, género y política en Arequipa 1780-1854 (Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2003), en especial capítulos 5 y 6. 17 Ver, por ejemplo Alexander von Humboldt, Diario de Alejandro de Humboldt durante su permanencia en el Peru (Lima: CIPCA, 1991); Esteban de Teralla y Landa, Lima por dentro y fuera. (Paris: A. Mézin, 1854). 16 Whipple 8 el sistema judicial18. Conocidos sus vicios, fue rechazado por la corona, aunque de vuelta en Perú fue capaz de reconstruir su carrera lentamente. Poco a poco fue obteniendo cargos de influencia a nivel local y se transformó en un miembro prominente de los círculos ilustrados: fue presidente de la Sociedad de Amigos del País y frecuente colaborador del periódico El Mercurio Peruano. En agosto de 1806 Baquíjano fue finalmente nombrado oidor de la Real Audiencia de Lima, y posteriormente la Regencia lo designó miembro del Consejo de Estado español, haciendo caso omiso de los informes que denunciaban que Baquíjano nunca había dejado las apuestas19. El caso del Conde de Vistaflorida es un buen ejemplo para graficar la ambigüedad con que se castigaba a los apostadores a fines de la colonia cuando estos pertenecían a la élite, más aún en momentos de extrema inestabilidad como fueron los primeros años del siglo XIX. Las leyes coloniales claramente desaprobaban las apuestas entre los altos oficiales de gobierno, y de hecho las Leyes de Indias se preocupaban más del juego entre los representantes del monarca que entre la población en general20. Según la ley, las autoridades debían actuar con celo contra las casas de juego, porque estas “suelen ser en las casas de los gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y otras justicias” siendo incluso frecuentadas por sacerdotes, todas ellas personas que debían tener un comportamiento ejemplar y estaban a cargo de hacer cumplir la ley21. Durante el siglo XVIII, sin embargo, la manera en que las autoridades abordaron el problema cambió, centrando sus esfuerzos en los excesos de la cultura popular. 18 Mark A. Burkholder, Politics of a Colonial Career. José Baquíjano and the Audiencia of Lima (Alburquerque: University of New Mexico Press, 1980), 4145. 19 Referencias sobre el gusto de Baquíjano por las apuestas y las consecuencias que tuvo en su carrera profesional en Teodoro Hampe Martínez, “Don Martín de Osambela, comerciante Navarro de los siglos XVIII y XIX y su descendencia en el Perú”, Anuario de Estudios Americanos LVIII:1 (2001), 90; Burkholder, Politics, 122-123; Timothy Anna. The Fall of the Royal Government in Peru (Lincoln: University of Nebraska Press, 1979), 77-79. 20 Esto no sólo ocurría en lo referido a las apuestas. Durante el siglo XVII la corona estaba mas preocupada por controlar a las autoridades y élites americanas que a los sectores populares. Ver Viqueira, Propriety, 4-7. 21 Recopilación de Leyes de Indias. Libro 7, título 2, leyes 1, 2 y 3. Archivo Digital de la Legislación Peruana (en adelante ADLP), Congreso de la República del Perú. http://www.congreso.gob.pe/ntley/default.asp ¿Apostando por la república? 9 Este fue el resultado de la lectura que las élites americanas hicieron del proyecto ilustrado proveniente de Europa, adecuando su racionalidad a sus intereses particulares y las diferencias sociales y raciales que predominaban en la sociedad colonial. Esta resistencia o adecuación de las élites hizo que el proyecto reformista de los Borbones se desdibujara y ganara en ambigüedad, y desde una perspectiva social, fortaleciera “la división entre ‘gente decente’ y los sectores populares, dado que las clases altas evitaron cualquier tipo de integración social”22. A diferencia de las leyes de indias, los reglamentos de policía promulgados durante la segunda mitad del siglo XVIII en muchas ciudades latinoamericanas asociaron el vicio principalmente a los sectores populares. Como consecuencia, el consumo de alcohol y las apuestas, especialmente en lugares públicos como pulperías y bodegones, fueron perseguidos con mayor celo23. Nuevas autoridades como los alcaldes de barrio “añadieron la función de disciplina moral al sistema judicial” buscando “la creación de un individuo capaz de auto controlarse”24. Las campañas moralizadoras, por lo tanto, “estaban animadas por el deseo de la élite de destacar su superioridad a través de comportamientos relacionados con la higiene, el alcohol y el decoro”25. En otras palabras, los ideales ilustrados promovidos por el estado para controlar a la población se materializaron a través de estas nuevas instituciones y reglamentos de policía, las que al mezclarse con las nociones de decencia promovidas por las élites, se transformaron en un instrumento que enfatizaba las distinciones sociales y raciales. La llegada de la independencia, sin embargo, generó una fisura en el proceso de apropiación que las élites habían hecho del pensamiento racional ilustrado, confrontando los límites sociales y raciales promovidos por la decencia con Walker, “Civilize or control?”, 91. Para un panorama sobre las regulaciones de policía durante el siglo XVIII en Lima, ver Alfredo Moreno Cebrian, “Cuarteles, Barrios y Calles de Lima a fines del siglo XVIII”, Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas 18 (1981), 101-109; y Arnaldo Mera Avalos, “Reformas en la policía de Lima desde el superior gobierno”, en Carlos Pardo y Joseph Dager eds., El virrey Amat y su tiempo, (Lima: Instituto Riva Agüero, 2004), 287-351. 24 PamelaVoekel. "Peeing on the Palace”, 186. 25 Ibid. Ver también Viqueira, Propriety, y Walker, "Civilize or Control?" 22 23 Whipple 10 discursos y proyectos sustentados por los nuevos gobiernos republicanos que buscaban distanciarse del pasado colonial. En el caso de las apuestas, por ejemplo, San Martín fue drástico. Un decreto de 1822 definía a las apuestas como “un delito que ataca la moral pública” y que merecía ser castigado con penas de cárcel y no sencillamente con multas26. Se decretó por consiguiente que los dueños de casas de juego debían ser penados con dos meses de cárcel, y seis meses en caso de reincidir. Los jugadores serían también castigados con un mes de cárcel, aún cuando apostaran en casas particulares27. Días más tarde, con la intención de hacer mas efectivo el decreto anterior, el gobierno anunció que otorgaría libertad a “los esclavos o esclavas que denunciasen al gobierno o cualquier juez inmediato las reuniones que hayan en casas de sus amos con el objeto de jugar juegos prohibidos”. Los esclavos recibirían además la mitad del dinero que se encontrara sobre el paño al momento que los apostadores fueran sorprendidos28. Medidas como estas muestran con claridad que el objetivo no era perseguir los vicios de los sectores populares, o al menos no de manera exclusiva. Ciertamente, podrían también esconder una motivación política, pero aunque así fuese, de igual manera hacían caso omiso de la adecuación a la que había sido sometido el reformismo borbónico a partir de la resistencia de las élites, y aunque fuese de manera indirecta, recuperaban su racionalidad original. Se generaba así un conflicto que tendría importantes consecuencias sobre la definición de la institucionalidad republicana, de la misma manera como había ocurrido años antes con las nuevas instituciones creadas por los Borbones. Perseguir las casas de juego era crucial para el nuevo gobierno pues las apuestas eran consideradas “el germen de los mayores sinsabores domésticos y miserias públicas”29. Pero más importante que eso, era una manera de establecer la superioridad moral de la república comparada con el corrupto pasado colonial y de paso, redefinir la idea de decencia que 26 Decreto del 3 de enero de 1822, ADLP, Congreso de la República del 27 28 Ibid. Decreto del 25 de enero de 1822, ADLP, Congreso de la República del 29 Ibid. Perú. Perú. ¿Apostando por la república? 11 predominaba hasta entonces. De esta forma por ejemplo, el gobierno republicano justificó la prohibición de las peleas de gallos declarando que “nada importaría hacer la guerra a los españoles, sino la hiciésemos también a los vicios de su reinado: salgan de nuestro suelo los tiranos, y salgan con ellos todos sus crímenes”30. Las autoridades provinciales siguieron el ejemplo de Lima. Tres años después de los decretos de San Martín se publicó en Arequipa un edicto prohibiendo el juego. Se argumentaba que este vicio atacaba las bases del republicanismo ya que “causa la pérdida del honor, rectitud y providencia, consume la vida que debía de ser de provecho a la Nación, trastorna el orden de los negocios públicos y obligaciones domésticas… y prostituye la razón hasta que le es odiosa la suerte de la familia, despreciable la propia e indiferente la común”31. Según el discurso oficial, las ideas republicanas que promovían la virtud moral y la igualdad ante la ley se enfrentaban a la corrupción del antiguo régimen, tolerante de los vicios de la población, en especial los de la élite. El conflicto, sin embargo, era más complejo. Lo que las autoridades republicanas confrontaban era una idea de decencia donde la moralidad se asociaba a la posición social del individuo y su condición racial, una idea arraigada entre la élite peruana, sin importar si esta fuera realista o republicana, criolla o española. Como veremos en las páginas siguientes, el problema en definitiva era la manera en que la gente decente entendía la sociedad y defendía su posición en ella. Tal como había ocurrido a mediados del siglo XVIII, reclamaban de las autoridades un trato especial porque creían que tanto desde una perspectiva moral como social su comportamiento no podía ser medido de la misma forma en la que se medía el de los sectores populares. Un mal endémico Quienes apoyaban el discurso moral republicano comenzaron a denunciar en la prensa los abusos cometidos por los apostadores y el daño 30 Decreto del 16 de febrero de 1822, ADLP, Congreso de la República del Perú. 31 “Bando prohibiendo el juego de azar”, BNP doc. D8478, 1825. Citado por Chambers, De súbditos, 212. Whipple 12 que hacían a la sociedad. En julio de 1828, un artículo en El Mercurio hacía recordar las palabras de San Martín cuando anunció la erradicación de los vicios coloniales. El escritor se quejaba diciendo que a pesar que los españoles habían sido efectivamente expulsados, los vicios seguían desangrando al país puesto que los decretos de gobierno habían caído rápidamente en el olvido y las casas de juego habían reaparecido por toda la ciudad32. Otro artículo hacía ver a las autoridades que las apuestas no sólo se hacían en lugares públicos sino también en privado. El autor denunciaba que bajo el pretexto de practicar inocentes pasatiempos, la gente se juntaba todos los días a jugar escandalosos juegos de dados, que son “un semillero de vicios y desórdenes”33. Aquellos que se quejaban de la libertad que existía para apostar argumentaban que el juego afectaba a todos los sectores de la sociedad, desde personas que “están verdaderamente necesitadas [hasta] otros que quieren vivir como mayorazgos, sin dedicarse a trabajo alguno”34. Aún más, tal como ocurría durante la colonia, importantes autoridades estaban involucradas. En septiembre de 1827 se denunció en la prensa que el congresista José Mansueto Mansilla había abierto su propio coliseo de gallos en las afueras de la capital. El artículo sostenía que el accionar de Mansilla era una “usurpación grosera” puesto que el gobierno había firmado un contrato que entregaba la exclusividad de esta actividad a otra persona35. Quienes defendían a Mansilla argumentaron que el congresista tenía derecho a tener su propio coliseo de gallos “pues los vecinos de pueblos suburbanos y los convalecientes en ellos tienen libertad de entretenerse con sus gallos o toros según les parezca”, agregando que la existencia de un coliseo público no implicaba que Mansilla no pudiese “divertirse en su casa de campo con sus amigos”36. El mismo autor que denunció a Mansilla respondió inmediatamente criticando el supuesto carácter “privado” del coliseo del congresista, pues él había visto con sus propios ojos congregarse “más de doscientas personas y atravesarse apuestas de consideración”, cuestionando que estas reuniones El Mercurio Peruano 278, 15 de julio de 1828. El Mercurio Peruano 41, 20 de septiembre de 1827. 34 El Mercurio Peruano 1135, 25 de junio de 1831. 35 El Mercurio Peruano 60, 12 de octubre de 1827. 36 El Mercurio Peruano 61, 13 de octubre de 1827. 32 33 ¿Apostando por la república? 13 fueran sólo recreativas37. El artículo además enfatizaba que era incorrecto que “un padre de la patria”, quien sólo debía preocuparse de darle buenas leyes al país, perdiera el tiempo “viendo pelear dos animales”38. Apostar privadamente o en público no era una diferencia menor desde una perspectiva legal, a pesar que el decreto de San Martín penalizaba ambos. En el caso de Mansilla, sin embargo, el artículo denunciaba a un congresista, una figura pública de la cual supuestamente se esperaba un comportamiento ejemplar, especialmente en asuntos que el propio gobierno había definido como vicios contrarios al sentir republicano39. Las reuniones sociales de la gente decente también se transformaron en un foco de conflicto. A pesar de ser reuniones privadas donde supuestamente apostar no era el propósito principal, las denuncias contra tertulias eran comunes. La diferencia de posiciones en torno a las tertulias se centraba en un aspecto netamente social. Por un lado estaban los que creían que apostar era de por sí un delito, y por otro, aquellos que creían que su posición social les permitía el privilegio de apostar como un pasatiempo, sin entenderlo como un acto delictivo. Un artículo en El Comercio sostenía en enero de 1842 que la pasión por las apuestas estaba tan arraigada entre los limeños que si un extranjero, absolutamente ignorante de las costumbres del país, era invitado a una tertulia, creería estar frente a algún tipo de rito religioso. Su descripción sería la de un ferviente grupo de personas presididas por un sacerdote que daba y recibía ofrendas alrededor de un altar cubierto por un paño verde40. La imaginación del escritor no estaba lejos de la realidad. William Waithman, un oficial de la armada norteamericana que visitó Perú en 1833, dejó una detallada descripción de las tertulias de la gente decente y uno de sus juegos favoritos, el “monte al dao”41. Según Waithman, oficiales del El Mercurio Peruano 62, 15 de octubre de 1827. Ibid. 39 “Informe del Señor Prefecto del Departamento que trata sobre el asiento de gallos,” Lima, 5 de marzo de 1825. Citado en Mercurio Peruano 64, 17 de octubre de 1827. 40 El Comercio 797, 25 de enero de 1842. 41 Ruschenberg, W.S.W. (William Samuel Waithman). Three Years in the Pacific; Containing Notices of Brazil, Chile, Bolivia, Peru, in 1831, 1832, 1833, 1834 by an Officer in the United States' Navy, v. 2 (London: Richard Bentley, 37 38 Whipple 14 ejército, sacerdotes y mujeres de la alta sociedad se congregaban alrededor de una mesa cubierta con un paño verde en el que la gente hacía sus apuestas hasta que la banca gritaba “¡todo como pinta!” […] anunciando que no se aceptaban más apuestas. Luego, el encargado de tirar los dados gritaba !Ya voy!” […] y luego de agitar los dados en la palma de su mano, por un instante los fatídicos cubos rodaban sobre el paño. Los ojos de quienes estaban sentados los seguían con interés, mientras quienes se encontraban parados detrás de las damas, se inclinaban para ver en que dirección iba la fortuna. ¡“As y dos”! gritaron unas seis personas al mismo tiempo. La S perdió y la A ganó. Las damas que habían apostado a la A extendieron sus manos –en las que brillaban los anillos de diamantes– para recoger sus ganancias, mientras los que habían apostado a S, veían su dinero amontonarse en la pila de la banca42. El oficial estadounidense declaraba estar muy impresionado también por las altas sumas que se apostaban, y por la presencia de niños de entre ocho y diez años de edad que apostaban su dinero al monte43. Según muchos remitidos, la corrupción de la juventud era precisamente uno de los principales males que las apuestas causaban a la sociedad. Quienes querían erradicar el vicio exigían que las autoridades asumieran el problema con seriedad puesto que si la juventud se corrompía, se amenazaba el futuro del país entero. Un lector que se identificó como “ciudadano honesto” escribió a El Mercurio en agosto de 1829 denunciando que lugares como el Café de Mercaderes eran “verdaderas escuelas del vicio”. El autor destacaba que él mismo había sido víctima de las funestas consecuencias que traía el que se aceptara a jóvenes al interior de estos lugares, pues uno de sus sobrinos le había robado un candelabro de plata y catorce pesos para ir a apostarlos al mencionado café44. 1835), 99-101. Ver también las descripciones de Robert Proctor, Narrative of a Journey Across the Cordillera of the Andes and of a Residence in Lima and Others Parts of Peru in the Years 1823 and 1824 (London: Archibald Constable and CO., 1825), 239-240; y Max Radiguet, Lima y la sociedad peruana (Lima: Biblioteca Nacional del Perú, [1852] 1972), 37-38. 42 Ibid., 100. 43 Ibid,, 101. 44 El Mercurio Peruano 601, 25 de agosto de 1829. ¿Apostando por la república? 15 Pocos días después, Francisco Pérez confirmaba las quejas contra los cafés de la ciudad. Esta vez se criticaba al Café de Bodegones, un lugar que, según Pérez, corrompía a la juventud. Pérez relataba que le había entregado una onza de oro al “bueno de su hijo” para que acudiera a la casa de Don Ramón Solís a cancelar una deuda que tenía con él. Camino a la casa de Solís, el hijo de Pérez había sido tentado de entrar al mencionado café, donde se jugaba la quina45. Una vez dentro, un grupo de amigos que se encontraba apostando convenció al joven para que probara suerte. Como resultado, el hijo de Pérez perdió la onza y sin saber cómo explicar lo sucedido de regreso a casa, buscó a un amigo de su padre para que lo acompañara y así evitar el castigo que le esperaba46. En su artículo Pérez nunca puso en duda la rectitud de su hijo, como tampoco mencionó su falta de juicio al decidir apostar un dinero que no era suyo. Al contrario, el padre criticaba el hecho de que los cafés permitieran la entrada de jóvenes a apostar “y los efectos que produce en los hijos de familia”. La falta de su hijo era responsabilidad de los cafés, y su intención al escribir el artículo, por lo tanto, era llamar la atención de los padres para que no permitieran que sus hijos fueran “seducidos” por estas escuelas del vicio47. Lamentablemente para el padre, incluso las escuelas eran denunciadas como lugares donde la juventud apostaba, a veces instigados por sus propios profesores48. De la misma manera en que los padres se quejaban del daño que causaba el juego en la juventud, las mujeres se quejaban de sus maridos. Una “infeliz esposa” confesaba que las casas de juego “eran capaces de convertir a los hombres más santos en diablos”49. Según la mujer su marido siempre había sido un jugador, pero últimamente su vicio había empeorado. Una tarde esperó que ella fuera a misa para forzar el cajón de su cómoda y robarle joyas que luego vendió para poder apostar. La mujer 45 En el juego de la quina cinco números eran sorteados de un universo de 90 y se ganaba con tres, cuatro o cinco aciertos. 46 El Mercurio Peruano 604, 28 de agosto de 1829. 47 Ibid. 48 Ver por ejemplo el caso de Don Justo Carpio, profesor de latín del Colegio de Santo Tomás, que fue denunciado en 1829 porque permitía que los estudiantes estuvieran absolutamente dedicados a los juegos de cartas y otros juegos prohibidos. El Mercurio Peruano 609, 3 de septiembre de 1829. 49 El Mercurio Peruano 608, 2 de septiembre de 1829. Whipple 16 decía temer que su marido terminara abandonándola, quedando desamparada y pobre, por lo que pedía al gobierno tomar medidas contra las casas de juego y remediar la desgracia que ella y quizás muchas otras mujeres sufrían50. Es interesante resaltar que las quejas contra las casas de juego que se publicaban en la prensa a inicios del período republicano no mencionan a los sectores populares. El temor en estos artículos era la desintegración de la familia y la corrupción de la juventud, y a diferencia de lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XVIII, no exigían controlar el comportamiento de las masas. Esto es significativo puesto que mientras a mediados del siglo XVIII se buscaba alejar a la plebe de los vicios, ahora se buscaba que la gente decente no cayera en estas prácticas. Era una forma de distanciarse del legado de una sociedad colonial que estaba corrupta desde arriba, tratando de evitar los juegos de azar en las tertulias, cafés y escuelas, lugares donde debían reinar pasatiempos aceptables según la idea ilustrada de decencia. Esto no significa que las apuestas estuvieran ausentes de callejones y chicherías a inicios del siglo XIX, pero es notable que tanto la prensa como las multas cursadas por la policía en estos años muestren el interés por controlar las apuestas al otro lado del espectro social51. Sólo un artículo publicado en diciembre de 1828 denunciaba apuestas entre los presos de la cárcel de Lima. El problema, sin embargo, no era el comportamiento de los reos sino el de Francisco Arangua, el alcaide, quien incitaba las apuestas entre los presos. Peor aún, Arangua era acusado de usar dados cargados52. El alcaide fue posteriormente enjuiciado y sentenciado en 1831 a cuatro meses de cárcel en el presidio de El Callao por robarles a los presos53. A pesar de las intenciones de las autoridades y las permanentes denuncias publicadas en los periódicos, fue poco lo que los gobiernos Ibid. Entre febrero de 1840 y enero de 1841 por ejemplo, la policía de Lima no cursó ninguna multa a casas de juego ubicadas en los distritos populares, como la Parroquia de San Lázaro, lo que nos habla de una selectividad espacial a la hora de definir el control sobre estos lugares. Ver Pablo Whipple, "Una relación contradictoria. Elites y control social en Lima durante los inicios de la república", Revista Andina 39 (2004), 142-145. 52 El Mercurio Peruano 402 y 409, 5 y 23 de diciembre de 1828. 53 “Confirmatoria de la Corte Superior del 17 de marzo de 1831,” publicada en El Comercio 2470, 20 de septiembre de 1847. 50 51 ¿Apostando por la república? 17 pudieron hacer durante las décadas de 1820 y 1830 para controlar la inclinación que muchos limeños tenían por las apuestas. Las fuerzas policiales eran irregulares y carecían de los recursos humanos y materiales para hacer cumplir la ley. La situación era aún más compleja si personajes públicos como el congresista Mansilla y sectores de la propia élite limeña no estaban dispuestos a acatar las disposiciones que limitaban las apuestas al considerar que tenían el derecho de hacerlo, al menos en privado. Desde su propia perspectiva, las apuestas no eran un delito si era practicado por gente decente. Persiguiendo a la gente decente En la medida que el país fue ganando estabilidad interna hacia fines de la década de 1830 fue posible contar con mayores recursos para organizar fuerzas policiales regulares y las campañas contra las casas de juego ya no fueron sólo retóricas. Durante el segundo gobierno de Agustín Gamarra (1839-1841), hubo una especial preocupación por el orden urbano y un nuevo plan de administración local fue puesto en práctica. El gobierno central suprimió las municipalidades y creó intendencias, al mismo tiempo que creó un nuevo reglamento de policía para la ciudad de Lima que sirvió de modelo para otras ciudades y estuvo vigente hasta 187754. A inicios de 1840 el diario oficial El Peruano celebró la entrada en vigencia del nuevo reglamento, enfatizando que con sólo un poco de esfuerzo y voluntad de parte de sus vecinos la capital experimentaría extraordinarias mejoras. El artículo destacaba que la suciedad de Lima era excesiva y que la gente no alumbraba el frente de sus casas, dos situaciones que afectaban la seguridad y la salud de los limeños55. Afortunadamente, según el autor, los sectores populares en Perú no eran proclives al crimen, al menos en áreas urbanas, sino la situación sería peor. El consumo de alcohol era un problema grave entre las masas, pero estaba lejos de causar Sobre el reglamento de policía de 1839, ver Hector López Martínez, “El Reglamento de Policía para la capital de Lima y sus provincias, de 1839” en Homenaje a Don Aurelio Miró Quesada (Lima: Academia Nacional de la Historia, 1998), 249-63. 55 Sobre las condiciones medioambientales de la Lima decimonónica, ver Jorge Lossio, Acequias y Gallinazos. Salud ambiental en Lima del siglo XIX (Lima: Instituto de Esudios Peruanos, 2002). 54 Whipple 18 tantos problemas como las apuestas, un vicio que según el artículo, era el peor de todos56. El autor destacaba que por todos era sabido el gran número de casas de juego que operaban en Lima y los hábitos “degradantes y envilecidos” que en ellas se permitían. Su opinión sin embargo, sobre las consecuencias que el juego traía era mucho más drástica que la del común de la gente decente. El artículo destacaba que las apuestas sí eran la puerta de entrada a una serie de crímenes y otros vicios: “Allí el hijo de familia pierde lo que quizá ha robado a sus deudos y se acostumbra a robarles para tener más que perder. Allí el padre de familia se deja arrebatar por la vuelta de un dado, lo que ese día debía servir para comprar el pan a sus hijos e hijas, y fuerza a aquellos a buscar en los crímenes y a éstas en la prostitución los medios de satisfacer su hambre”57. A pesar de los problemas que la ciudad enfrentaba y la necesidad real de contar con una fuerza policial regular, para algunos ciudadanos la policía era un instrumento que podía ser utilizado con fines políticos, tal como había ocurrido durante los últimos años de la colonia y primeros de la república. Por eso, el gobierno de Gamarra tuvo especial cuidado en explicar a la ciudadanía, y en especial a la élite, los alcances del nuevo proyecto y distanciarlo de experiencias anteriores. El gobierno declaraba entender la reticencia que el proyecto generaba entre “personas juiciosas, que profesan un amor sincero a las instituciones libres”. Pero hacía hincapié en que ahora la policía sería distinta a la de “Fernando VII del año 23 […] o la del taimado Felipe II”58. El objetivo del gobierno no era restringir libertades, espiar la vida privada de los ciudadanos, pagar informantes, incitar la hipocresía en la sociedad, o cualquier otra típica acción de gobiernos despóticos. Por el contrario, lo que el gobierno buscaba era perseguir “los vicios escandalosos que ofenden y trastornan la moral […] sostener el orden y la quietud, evitando más bien que castigando, [protegiendo] a la persona y los bienes de los ciudadanos”59. El Peruano 7, Vol. 3, 22 de enero de 1840. Ibid. 58 Ibid. 59 Ibid. 56 57 ¿Apostando por la república? 19 El reglamento de policía de 1839 era el más completo intento por controlar la vida urbana en la historia peruana hasta esa fecha, aunque no difería mayormente de los reglamentos coloniales del siglo XVIII. Como concepto, policía seguía siendo entendido de una manera amplia que hacía referencia a todos los aspectos de la vida urbana, incluyendo la seguridad, salubridad, moralidad y buenas costumbres, obras públicas, y el comercio60. La diferencia estaría ahora en la forma en que el reglamento se aplicaría. Imbuidos de esta nueva moralidad republicana, e inspirados por la energía que el gobierno ponía en el nuevo reglamento, algunos de los nuevos intendentes asumieron sus funciones con particular celo, especialmente sobre las ampliamente denunciadas casas de juego, dejando en evidencia la resistencia que la gente decente oponía al control que el estado pretendía ejercer sobre sus vidas. Más aún, algunos intendentes manifestaron públicamente que la condición social de los individuos no tenía relación alguna con el cumplimiento de la ley61. En marzo de 1840 el presidente Agustín Gamarra nombró a Joaquín Torrico como intendente de policía de Lima para que pusiera en práctica el nuevo reglamento. Tan pronto como asumió el cargo, este oficial de ejército de 36 años anunció a los habitantes de la ciudad que su misión como intendente era “conservar la moral pública y evitar que los jóvenes y demás clases de la sociedad se corrompan frecuentando reuniones donde se pierden honor, crédito y fortuna”. Además, destacó que esta vez la intendencia iba a ser “inexorable en perseguir las casas de juego dentro y fuera de la ciudad, sea cual fuera el rango de las personas que las consientan”62. Las palabras de Torrico no pasaron desapercibidas y provocaron inmediatas reacciones. Un artículo firmado por “Los Limeños” aplaudía el “celo del intendente” y esperaba que este cumpliera sus promesas. Sin Sobre el concepto de policía en España y América Latina colonial ver Richard L. Kagan, Urban Images of the Hispanic World 1493-1793 (New Haven: Yale University Press, 2000), 26-39; Jean-Pierre Clement, “El nacimiento de la higiene urbana en la América Española del siglo XVIII”, Revista de Indias 43:71 (1983), 77-95. 61 Sobre la resistencia de la gente decente a acatar el reglamento de policía de 1839 ver Whipple, "Una relación contradictoria,” 125-51. 62 El Comercio 251, 11 de marzo de 1840. 60 Whipple 20 embargo, al mismo tiempo se declaraban reticentes a creer en las palabras de la nueva autoridad dado que los “vicios incorregibles” operaban a la sombra de la propia autoridad63. El artículo era un llamado de atención ya que si el intendente estaba de verdad decidido a terminar con las apuestas, debía luchar contra la complicidad de las autoridades, el escepticismo de otros, y principalmente contra las reuniones de la gente decente, no sólo en Lima, sino también en Chorrillos. Este balneario cercano a Lima era el lugar preferido por las familias acomodadas para escaparse de la capital, especialmente durante los meses de verano, y donde las apuestas eran uno de los pasatiempos predilectos. Quienes pedían el cierre de los lugares de apuestas estaban impacientes por ver cumplidas las promesas de Torrico, y en pocas semanas comenzaron a hablar del fracaso del intendente. Argumentaban que a diario la policía estaba multando a muchas personas que no acataban el nuevo reglamento, pero no a quienes apostaban64. Una carta firmada por “Los Hombres de Familia” argumentaba que de nada habían servido las advertencias del intendente ya que la gente apostaba con más tranquilidad que antes. Ilustraban su argumento con el caso de un joven de buena familia que pocos días antes había perdido toda la fortuna familiar en Chorrillos, cosa que lamentablemente estaba sucediendo con frecuencia en la capital65. El intendente finalmente tomó medidas contra las casas de juego, y tal como había prometido, el 21 de abril de 1840 fue a Chorrillos acompañado por 20 hombres de infantería. Si no lo había hecho antes, según explicó al día siguiente, era sencillamente porque esta era gente importante, y ante ellos había que actuar con cautela66. El intendente se refería, entre otras, a la casa de juegos de Doña Ignacia Palacios, una delicada señora de familia respetable donde distinguidos miembros de la sociedad limeña se juntaban a apostar67. El intendente, sin embargo, no fue El Comercio 252, 12 de marzo de 1840. El Comercio 257, 18 de marzo de 1840. 65 El Comercio 263, 27 de marzo de 1840. 66 El Comercio 282, 22 de abril de 1840. 67 Heinrich Witt, Diario 1824-1890. Un testimonio personal sobre el Perú del siglo XIX (Lima: Cofide, 1987), v. 2, 183. 63 64 ¿Apostando por la república? 21 recibido por Doña Ignacia con la amabilidad que la caracterizaba. Según Doña Ignacia, la presencia de la policía en su casa era deshonrosa, y exigió a Torrico una orden judicial que avalara su acción. Inmediatamente después, según las palabras del intendente, el hijo de doña Ignacia intentó expulsarlo por la fuerza, pero fue detenido por su madre y hermanas68. Acto seguido, José María Palacios “se retiró a su cuarto, de donde regresó con un puñal en la mano” para atacar a Torrico pero fue detenido nuevamente, esta vez por uno de los oficiales que acompañaba al intendente69. A pesar de la resistencia, esa noche Torrico multó en 50 pesos la casa de juego de Doña Ignacia, y posteriormente las de Antonio Chacón y el señor Dominiconi70. Varias casas ubicadas en Lima fueron también multadas en las semanas siguientes, lo que dejó satisfechos a quienes habían criticado la pasividad del intendente pero molestó a otros. El 29 de mayo un “hombre curioso” escribió a El Comercio preguntando si existía algún favoritismo en la persecución de las casas de juego, pues las de Salgado y Recabarren, donde sólo se permitía “personas conocidas y de clase”, habían sido multadas, pero no la de la señora Calero. Esta última, según el autor, era un “garito pernicioso” donde acudían “vagos y ociosos” que con su inmoralidad aterraban “a las familias respetables que viven contiguas”71. Un aspecto clave en la aplicabilidad del reglamento de policía era, entonces, sobre quienes caía el peso de la ley y qué actividades debían controlarse. El problema para el “hombre curioso” no eran las apuestas como una fuente de corrupción, sino a quienes se les permitía apostar. Para él y para los dueños de casas de juego “decentes”, era aceptable que la gente respetable apostara, no así los sectores populares, quienes no compartían los mismos valores morales. Un argumento similar fue publicado en El Comercio en abril de 1841 después que Doña Ignacia Palacios fuera nuevamente multada por administrar una casa de juegos, aunque esta vez se trataba de su casa en Lima. El artículo, titulado “Prudente advertencia al Señor Intendente de Policía”, argumentaba que la población de Lima debía El Comercio 282, 22 de abril de 1840. Ibid. 70 Ibid. 71 El Comercio 313, 29 de mayo de 1840. 68 69 Whipple 22 ser gobernada por autoridades que “conozcan y distingan el estado, carácter y posición de las personas vecinas”. Esto se hacía necesario porque “aunque por la ley republicana todos sean iguales ante la ley […] hay en la sociedad cierta clase, que aun en la hipótesis de delincuente por haber violado algún pacto, siempre es considerada por el mandatario en la aplicación de la pena”72. Seguía el artículo apuntando directamente a la acción del Intendente, a quien describían como un ser tan ignorante sobre el tipo de personas que componen la sociedad que era capaz de confundir la casa de Doña Ignacia Palacios, donde la gente disfruta de “diversión oportuna y lúcida tertulia, con el garito de un cualquiera”73. Esta distinción de clase no sólo era visible en el control sobre las casas de juego sino en la aplicación del reglamento de policía en general, y reflejaba los límites que para la gente decente eran aceptables en la regulación de sus vidas en favor del bien común. El intendente Torrico sufrió en carne propia esta ambigüedad. A las pocas semanas de asumir comenzó a recibir elogios por las notables mejoras que Lima experimentaba, la que según algunos vecinos se había transformado en una ciudad más limpia y más segura74. Pero esas mejoras tenían un precio para los limeños, y ese precio era el notable aumento en las multas que la policía cursaba a diario desde que el reglamento había entrado en vigencia, especialmente en los cuarteles donde vivía mayoritariamente la élite, lo que se transformó en otro foco de conflicto entre el intendente y la gente decente75. A pesar del celo en el cumplimiento de sus funciones, Joaquín Torrico fue removido de la intendencia a solo tres meses de haberla asumido y las reacciones no se hicieron esperar. Un artículo daba gracias al gobierno por liberar a la gente del “arbitrario Torrico, que como tan ignorante que es, creyó que el reglamento de policía y su autoridad se entendían sobre la gente decente”76. En otro artículo publicado por esos El Comercio 563, 14 de abril de 1841. Ibid. 74 El Comercio 298, 11 de mayo de 1840. 75 Para un detalle de los barrios en que se concentraba la acción de la policía en 1840 y el detalle de las multas cursadas a diario ver Whipple, "Una Relación Contradictoria”, 141-144. 76 El Comercio 326, 15 de junio de 1840 72 73 ¿Apostando por la república? 23 días, “Un amante del orden” aplaudía la remoción de Torrico y comentaba que el nuevo intendente Juan Elizalde era una garantía de que se respetaría a la gente decente por que él era “un limeño honrado, amable, recto, bondadoso, desinteresado y lleno de maneras finas, como que es todo un caballero”77. Según el autor, el gobierno debía proteger a la gente decente, y la remoción de Torrico era efectivamente el primer paso hacia la eliminación de una serie de autoridades que los “molestaban”. Es más, el artículo concluía que si el gobierno no protegía a la gente decente dada su superioridad moral, al menos debía hacerlo en compensación por la deuda que el estado tenía con ellos78. Este artículo y lo que inicialmente pareciera ser la simple oposición al reglamento de policía en salvaguarda de las jerarquías sociales, abre sin embargo una nueva perspectiva sobre la magnitud de las consecuencias que trajo a la formación del estado republicano la defensa del ideal colonial de decencia. El autor del remitido hacía referencia en su texto a la deuda interna que el estado peruano mantenía con muchas familias de la élite, quienes a través de sus préstamos, voluntarios o forzosos, habían financiado por años el escuálido presupuesto nacional y por lo tanto, los permanentes conflictos armados que habían afectado al país desde la independencia. Años más tarde, la consolidación de esa deuda se transformaría en uno de los episodios más oscuros de la historia decimonónica peruana79. Antes de que el estado liquidara esa deuda, la gente decente exigió prerrogativas que incluso afectaron la aplicación de reglamentos de policía. Tal vez no es coincidencia que el gobierno de Agustín Gamarra designara a Juan Elizalde en reemplazo de Torrico, nombramiento que el “amante del orden” celebró con entusiasmo. Años más tarde, Elizalde se transformaría en uno de los principales beneficiados por el estado en el proceso de consolidación de la deuda interna80. El Comercio 324, 12 de junio de 1840. Ibid. 79 Ver Alfonso Quiroz, La deuda defraudada: consolidación de 1850 y dominio económico en el Perú (Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1987). 80 Ibid., 77. 77 78 Whipple 24 No en nuestra casa La resistencia al reglamento de policía tenía relación directa con las jerarquías sociales promovidas por la idea colonial de decencia. Como institución, la policía de aquella época no era independiente. Era parte del ejército, y aquellos que eran asignados a patrullar la ciudad pertenecían a sus rangos más bajos. Junto a las patrullas, las funciones de policía eran también asumidas por vecinos voluntarios que se encargaban de vigilar el barrio en que vivían. El gobierno de Gamarra además, además, reorganizó la vigilancia nocturna, la cual era costeada por los propios vecinos con el pago del serenazgo. Esto, sin embargo, resultaba contraproducente, pues reforzaba el derecho que la gente decente creía tener de exigir el respeto de las diferencias sociales, al ser ellos los que financiaban directamente el servicio81. Los problemas que enfrentó Torrico, por lo tanto, no eran aislados, y no se pueden explicar exclusivamente por su celo en aplicar la ley. Por el contrario, este era un problema que afectaba a todos quienes efectuaban labores policiales. De hecho, quienes patrullaban la ciudad debían enfrentar de manera cotidiana a quienes ponían el respeto a las jerarquías sociales por sobre el respeto a la ley, problema que se agudizaba aún más cuando sus funciones los llevaban a entrometerse en los espacios donde el interés público chocaba con el ámbito privado. En febrero de 1829, por ejemplo, el coronel Salazar realizaba una patrulla nocturna por la ciudad acompañado de un grupo de vecinos, cuando fueron alertados del robo a un domicilio. La patrulla persiguió al sospechoso, quien buscó refugio en la casa de don Mariano de Sierra, mayor del ejército, y futuro ministro de estado durante el gobierno de Orbegoso. El sospechoso resultó ser empleado de Sierra, por lo que el alto oficial y su esposa defendieron a su dependiente. Días después, un artículo en El Mercurio denunciaba que aquella noche la mujer de Sierra había abofeteado al coronel Salazar, y que el mayor Sierra había exigido la presencia de un piquete de soldados para que arrestaran al grupo de vecinos que habían osado entrar en su hogar82. Ante la orden de su 81 Ver por ejemplo La Bolsa 50 y 52, del 13 y 16 de marzo de1841 y El Comercio 657, del 9 de agosto de 1841. 82 El Mercurio Peruano 450, 15 de febrero de 1829. ¿Apostando por la república? 25 superior, Salazar no tuvo más que obedecer, y los miembros de la patrulla, compuesta principalmente por artesanos extranjeros, fueron amarrados y conducidos a la cárcel de la ciudad83. Un nuevo artículo reclamaba que era inaceptable enviar a la cárcel a “ciudadanos pacíficos” que protegían la ciudad de la insubordinación. Los vecinos que integraban la patrulla se encontraban ahora libres, pero debían enfrentar una demanda interpuesta por Sierra, ya que se habían negado a pedir disculpas públicas al mayor. Según los artesanos no había razón para disculparse pues estaban convencidos que lejos de haber ofendido a alguien, eran ellos los ofendidos, y más aún, “la nación que representaban en aquel caso”84Mariano de Sierra ocupó las páginas del mismo periódico para defenderse ante la opinión pública. En su artículo, sin embargo, no hizo ninguna mención a lo ocurrido aquella noche ni defendió la inocencia de su empleado. Se refirió, en cambio, a sus cualidades morales y posición social en comparación con la de los extranjeros que integraban la patrulla85. Los artesanos respondieron siguiendo la misma línea, y lo que había comenzado como un incidente policial se transformó en un debate sobre la decencia y la manera que los involucrados tenían de definir cualidades morales y sociales. Sierra argumentó que toda la república sabía de su “honradez y moderación” y que no le preocupaban las “indecentes imputaciones” en su contra. Si tenía que responderlas, lo haría ante los tribunales, donde se demostraría que sus garantías como ciudadano habían sido “humilladas por una turba de hombres sin educación ni principios”86. Los artesanos, por su parte, respondieron que confiaban en la integridad de los tribunales y aclaraban que su única intención era que se hiciera justicia. Sierra debía probar que ellos eran personas sin educación ni principios, y también reclamaban que su honestidad y comportamiento público intachable eran bien conocidos en la ciudad. Ahora, si ser educado “consistía en tener charreteras y dinero”, entonces Sierra tenía razón y se Ibid. El Mercurio Peruano 451, 16 de febrero de 1829. 85 Ibid. 86 Ibid. 83 84 Whipple 26 comprometían a ocupar su lugar de despreciables artesanos sin educación87. La contradicción en el actuar de Sierra estaba en que la élite limeña permanentemente demandaba mayor vigilancia frente a lo que ellos describían como el constante aumento de la delincuencia, denunciando permanentemente la incapacidad del Estado por controlar a los temidos sectores populares88. Pero al mismo tiempo no dudaban en desligarse de sus propias obligaciones cuando su posición social lo permitía, en este caso para proteger a sus sirvientes. De esta forma, entorpecían el trabajo de la policía con el fin de lograr la libertad de sus empleados, a pesar que el artículo 262 del reglamento establecía claramente que nadie estaba exento de sus disposiciones “sea cual fuere su fuero”89. Como el artículo no era respetado y las autoridades recibían constantes presiones para que se respetaran las jerarquías sociales, el gobierno debió promulgar un decreto especial en que se insistía que nadie en el país estaba exento de cumplir el reglamento90. La resistencia de la gente decente al accionar de la policía continuó a pesar de los decretos que buscaban terminar con los privilegios, y entorpeció la creación de cuerpos estables de policía y el consecuente ordenamiento urbano. Además, era común que los vecinos se negaran a pagar el serenazgo, lo que provocaba que muchos serenos estuvieran impagos por largos periodos de tiempo91. La inestabilidad laboral también alcanzaba a los oficiales, quienes solían ser removidos de sus cargo por El Mercurio Peruano 453, 18 de febrero de 1829. Ver Flores Galindo, Aristocracia y plebe, capítulo 5. Sobre la relación entre criminalidad e inestabilidad política en Perú durante estos años, ver Charles Walker, “Montoneros, bandoleros, malhechores: criminalidad y política en las primeras décadas republicanas.” Sobre los temores de las élites al afrontar el gradual fin de la esclavitud ver Carlos Aguirre “Cimarronaje, bandolerismo y desintegración esclavista. Lima, 1821-1854.” Ambos artículos en Carlos Aguirre y Charles Walker eds., Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX (Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1990), 105-136; 137-182. 89 Reglamento de policia de 1839, Título VII, Cap. II, Art 262, ADLP, Congreso de la República del Perú. 90 Decreto del 2 de diciembre de 1841 disponiendo se conserve en toda su fuerza el artículo 262 del reglamento de policía, ADLP, Congreso de la República del Perú. 91 Ver, por ejemplo, El Comercio 308 y 657, 22 de mayo de 1840 y 9 de agosto de 1841, en que el intendente argumenta no ser responsable de las faltas de los serenos ya que se encuentran impagos. 87 88 ¿Apostando por la república? 27 incidentes en lo que la fuente del conflicto era la diferencia social entre aquel llamado a hacer cumplir la ley, y quienes debían respetarla. En marzo de 1843 un artículo denunció que el Cónsul de Brasil no alumbraba el frontis de su casa ubicada en la calle Valladolid, infringiendo lo estipulado en el reglamento92. Por tal razón, el intendente ordenó a Antonio Cepeda, teniente del segundo distrito de la capital, concurrir a la casa del cónsul. Según Cepeda, la intención del intendente no era multar al cónsul sino hacerle ver su falta con la intención de evitar futuras denuncias. Consciente de la posición social del cónsul Cepeda buscó “los términos más corteses para comunicarle el recado” haciéndolo “en un tono que indicaba súplica más que mandato”93. El cónsul respondió que él solo se preocupaba de iluminar el interior de su casa, y pidió a Cepeda le comunicara al intendente que en el futuro no le enviara mensajes de este tipo94. Días después del incidente, el reporte diario de la policía anunciaba que el teniente Cepeda había sido expulsado de la institución por desobediencia. El reporte no daba detalles de las razones por las que se acusaba al teniente, pero sí expresaba que su baja debía servir como advertencia para otros oficiales95. Sintiéndose injustamente sancionado, el teniente escribió a El Comercio detallando las razones detrás de su expulsión. Según la versión del Teniente, luego de cumplir con la orden que se le había dado, el Cónsul escribió al intendente de policía acusándolo de haber entrado a su casa sin haberse sacado las espuelas y fumando, lo que era considerado una falta de respeto. Cepeda reconocía que efectivamente llevaba puestas sus espuelas, pero explicaba que había sido por un simple olvido y no por desobediencia, además que había concurrido a la casa del Cónsul a caballo. Era cierto también que tenía un cigarro prendido, pero reclamaba haber sido lo suficientemente cuidadoso como para no llevarlo a 92 Los costos de la iluminación no eran menores. En un documento enviado por los jueces de la corte suprema al gobierno pidiendo un aumento salarial, el gasto en iluminación era mayor que el sueldo de un sirviente o, según sus palabras, equivalente al 25% de la renta de una vivienda decente. AGN, Archivo del Ministerio de Justicia RJ, Corte Superior de Justicia, Legajo 45, Cuaderno 11, 1 de marzo de 1825. 93 El Comercio 1146, 7 de abril de 1843. 94 Ibid. 95 El Comercio 1142, 3 de abril de 1843. Whipple 28 su boca hasta que el Cónsul se había retirado96. El teniente agregaba que nadie en Lima estaba exento de cumplir con las regulaciones de policía, incluso los diplomáticos, y lamentaba haber sido destituido de un cargo que el gobierno le había confiado y que el trataba de cumplir con el mayor esmero. Cepeda alegaba que no se le había permitido defenderse de las acusaciones del cónsul, y que si bien él era una persona de baja condición social, debía tener los mismos derechos que la gente de prestigio y dinero tenía para defenderse97. El tema de las multas no era menor. La resistencia a pagar una cantidad de dinero cuando no se cumplían las obligaciones en pro del bien común era una de las principales fuentes de conflicto entre los vecinos decentes de la capital y la policía. En marzo de 1845 la intendencia estaba a cargo de Manuel Suárez, un joven que según algunos vecinos desempeñaba el cargo con prudencia, buen juicio y honestidad propia de todo un caballero98. Estas cualidades sin embargo, no lo eximían de las críticas por el elevado número de multas que se cursaban a diario. Un “Vecino Honesto” se quejaba de esta situación y argumentaba que con esta práctica se les estaba robando dinero a los ciudadanos, especialmente a los más pobres, y que incluso se azotaba a aquellos que no tenían dinero para pagar las multas99. Las acusaciones fueron consideradas injuriosas por el intendente y el artículo fue denunciado al tribunal de prensa. Luego de realizarse las indagaciones para dar con la identidad del autor, resultó que el vecino honesto era el Doctor Francisco Javier Mariátegui, vocal de la Corte Suprema de Justicia. Asombrado con la identidad del acusador, un artículo decía que era incomprensible que alguien cuya obligación era defender el estado de derecho, recurriera a denuncias anónimas contra funcionarios públicos cuya labor era, precisamente, hacer cumplir la ley100. Mariátegui volvió a escribir en El Comercio profundizando sus críticas a la policía, aunque esta vez ya no era necesario esconder su identidad. Explicaba que su única intención había sido detener los abusos Ibid. Ibid. 98 El Comercio 1728, 12 de marzo de 1845. 99 El Comercio 1723, 6 de marzo de 1845. 100 El Comercio 1730, 14 de marzo de 1845. 96 97 ¿Apostando por la república? 29 de la policía contra la gente pobre. Según el magistrado, se debía anunciar públicamente y con un mes de anticipación la aplicación de regulaciones, tal como estaba estipulado en el artículo 272 del reglamento, y así evitar que la policía se aprovechara del desconocimiento de la población. Con respecto a los dineros recaudados por las multas, el juez argumentaba que nadie sabía el uso que el gobierno daba a esos ingresos, además que la policía no cumplía con entregar recibos a los multados. Mariátegui era enfático también al recordar que la policía no sólo estaba violando las leyes de la república al utilizar la pena de azotes, sino que además iba en contra de “las leyes de la decencia y la moralidad”101. Las opiniones de Mariátegui encendieron aún más el debate sobre la labor de la policía. Un nuevo artículo refutaba los argumentos del juez publicando un detallado informe de los ingresos por concepto de multas según los recibos emitidos por la policía desde que Suárez había asumido la intendencia102. En referencia a las otras acusaciones, el artículo recordaba al juez que el Intendente constantemente informaba por diversos medios sobre la aplicación del reglamento, aunque la ley no lo obligaba a ello. Según el artículo, Mariátegui debía avergonzarse de su ignorancia puesto que lo que el artículo 272 exigía era el anuncio de la entrada en vigencia del reglamento, y como juez debía estar al tanto que las regulaciones habían entrado en vigencia cinco años atrás103. El artículo finalmente negaba las acusaciones sobre los azotes y aseguraba que el interés del juez por la gente pobre era absolutamente falso. La verdadera razón detrás de la acusación de Mariátegui era que la policía había multado a una de sus empleadas por infringir el artículo 148 del reglamento. Desde que Suárez había asumido como intendente, muchas personas habían sido multadas por obstruir el tránsito en las veredas de la capital, pero Mariátegui era el único en “tomar su pluma llena de ponzoña para herir la reputación de hombres tan honrados como él”104. Tal como había ocurrido a Torrico, Suárez debió enfrentar la constante crítica a pesar que mucha gente consideraba que su labor al El Comercio 1734, 22 de marzo de 1845 El Comercio 1736, 26 de marzo de 1845. 103 Ibid. 104 Ibid. 101 102 Whipple 30 mando de la intendencia traía extraordinario progreso para la ciudad. Nombrado intendente en octubre de 1844, Suárez era, según escribiera Manuel A. Fuentes años después, el único intendente de policía que en Lima destacó por su constancia y energía105. Pero a pesar de los aspectos positivos que algunos destacaban, nuevamente la acción sobre las casas de juego se transformó en un punto sensible que hacía a muchos olvidar los aspectos positivos en la administración del Intendente. Suárez centró gran parte de su acción en el control de las casas de apuestas, y los periódicos publicaban constantemente el detalle de las multas cursadas a los garitos clandestinos. Tal como había hecho Torrico, Suárez no estaba haciendo distinciones sociales en la persecución de estos lugares, y entre las multas cursadas se encontraban desde antros hasta tertulias de respetables señoras, e incluso conventos106. Los argumentos publicados en la prensa a favor o en contra de Suárez recordaban los conflictos generados por Torrico cuatro años antes. Un artículo aplaudía el celo de Suárez en sus intentos por “poner fin a este vicio maldito” y rogaba a las autoridades hicieran lo mismo en Chorrillos durante el verano que estaba por comenzar. El autor denunciaba la existencia de enganchadores que recorrían la ciudad en búsqueda de ingenuos para llevar a las casas de juego. Una vez dentro, los enganchadores simulaban apostar, pero en realidad estaban coludidos con el tahúr y recibían un porcentaje de lo que el jugador perdía107. En opinión del autor, las multas que cursaba la policía no eran suficientes para parar el vicio. Proponía, por lo tanto, reestablecer los decretos de San Martín, penalizar el juego con cárcel y alentar a los esclavos para que denunciaran a sus amos108. Efectivamente, las multas no lograban disuadir a los apostadores ni a los dueños de casas de juego. Para los propietarios las multas se habían transformado en una especie de impuesto municipal que estaban acostumbrados y dispuestos a pagar para poder continuar con su negocio. Manuel A. Fuentes, Estadística General de Lima (Lima: Imprenta Nacional de M. N. Corpancho, 1858), 602. 106 Ver, por ejemplo, El Comercio 1653 y 1657, 12 y 17 de diciembre de 1844. 107 El Comercio 1657, 17 de diciembre de 1844. 108 Ibid. 105 ¿Apostando por la república? 31 La casa de juego de la señora Delgado, por ejemplo, fue denunciada en diciembre de 1844, y se reclamaba que seguía operando gracias a la posición social de su dueña y a que en ella apostaban personas influyentes109. Un artículo publicado en defensa de Delgado, en ningún momento negó que su casa fuera un lugar de apuestas. Explicaba, por el contrario, que era una de las tantas casas de juego existentes en la calle de Núñez donde “gente decente y honesta” se juntaba a apostar, y aunque efectivamente era frecuentada por gente respetable, la señora Delgado no tenía ningún tipo de protección especial por parte de la policía. Es más, explicaban que la casa había sido multada por el intendente cada vez que se había encontrado gente jugando, tal como se hacía con otras casas de juego110. En vista del fracaso de las multas, el intendente declaró el 11 de febrero de 1845 que su intención era “cortar radicalmente y por todos los medios posibles el reprobado juego de envite”111. A partir de ese día la intendencia entregaría una recompensa a la persona que denunciara lugares de reunión de apostadores y si el denunciante era un esclavo, la intendencia se comprometía a entregarle lo necesario para que compraran su libertad. El dinero vendría de lo incautado sobre la mesa al momento de ser sorprendidos los apostadores, y del dinero que estos llevaran consigo. En caso de que el dinero incautado fuera superior al valor del esclavo, este además recibiría la mitad del remanente. En caso de que el denunciante fuera una persona libre, esta recibiría la mitad del dinero incautado producto de la denuncia112. Las intenciones de Suárez eran similares a las de San Martín. El contexto, sin embargo, era notoriamente diferente. Como Carlos Aguirre ha argumentado, el gobierno de San Martín estaba a favor de la gradual abolición de la esclavitud, pero muchos de sus decretos al respecto deben ser entendidos en relación a la necesidad práctica que en ese momento se El Comercio 1657 y 1658, 17 y 18 de diciembre de 1844. El Comercio 1661, 21 de diciembre de 1844. 111 El Comercio 1702, 11 de febrero de 1845. 112 Ibid. 109 110 Whipple 32 tenía de conformar un ejército patriota113. Aquellos beneficios inmediatos, por el contrario, no existían en 1845. La población esclava no era tan significativa como en 1822, y las leyes abolicionistas de principios de la república habían sufrido una regresión durante los años 30114. Ante estas condiciones, el decreto de Suárez parece más un intento desesperado por detener los vicios de la gente decente, decreto que seguramente le trajo al intendente aún mayor resistencia de parte de los apostadores. Desde la perspectiva de la gente decente, el intendente estaba entregando a los esclavos el poder de denunciarlos, esclavos que por su condición no tenían derechos legales, ni tampoco tenían las cualidades morales o la inteligencia para discernir que tipo de acto era o no un delito. A pesar de los esfuerzos de intendentes como Torrico y Suárez, las apuestas continuaron siendo uno de los pasatiempos favoritos de los limeños. La idea, promovida por San Martín, de forjar una nueva moralidad republicana que prevalecería por sobre los vicios y privilegios de orden colonial, había fracasado, al menos en lo relativo al juego, al mismo tiempo que entorpecía la labor de la policía, quienes se veían obligados a diferenciar entre los limeños que eran potenciales criminales y los que sólo entretenían sana y decentemente. Conclusiones Tal como había ocurrido en 1840 cuando entró en vigencia el reglamento de policía, en octubre de 1847 un aviso en las páginas de El Comercio anunciaba que a pedido del público se preparaba una nueva puesta en escena de la obra La vida de un jugador. Dada la aceptación que las apuestas tenían entre los habitantes de Lima, el texto que acompañaba el anuncio resaltaba lo pertinente de la obra teniendo en cuenta que “la principal misión del teatro [era] corregir los vicios” de la población115. 113 Carlos Aguirre, Agentes de su propia libertad. Los esclavos de Lima y la desintegración de la esclavitud 1821-1854 (Lima: Fondo Editorial, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1995), 184-187. 114 Ibid, 47; 188-189. Según Aguirre el 15.9% de la población de Lima era esclava en 1820, y solo un 6.9% en 1845. 115 El Comercio 2483, 6 de octubre de 1847. Quienes promovían la obra se referían al teatro como escuela de costumbres. Al respecto ver Viqueira, Propriety and Permissiveness, capítulo 2; Mónica Ricketts, “El teatro en Lima: tribuna política y termómetro de civilización, 1820-1828”, en Scarlett O’Phelan ed., La ¿Apostando por la república? 33 Según los empresarios, la obra de Ducange “siempre será nueva a los ojos del espectador porque […] siempre es una lección útil para aquella parte de nuestra sociedad que pasa sus días sumida y encenegada en el detestable vicio del juego sin preveer sus fatales consecuencias”116. Los promotores de la obra, sin embargo, no tenían en cuenta que quienes asistían al teatro consideraban que esas “fatales consecuencias” estaban atenuadas gracias a una superioridad moral avalada por su posición social. Tal como había opinado el comentarista de la obra siete años antes, una pieza teatral no cambiaría el gusto que los limeños tenían por las apuestas117. Es más, como hemos visto en este artículo, no sólo no cambiaron, sino que fueron capaces de oponerse a la acción de la policía y lo que las autoridades peruanas definieron como la moralidad republicana. La situación se mantuvo en el tiempo, y en 1858 Manuel A. Fuentes incluyó las apuestas y el alcohol entre los vicios predominantes entre los limeños en su Estadística General de Lima. La única diferencia según el autor, estaba en que el alcoholismo era característico de los sectores populares mientras que las apuestas afectaban a todos los sectores sociales118. Agregaba Fuentes que las apuestas afectaban tanto el corazón como la mente de las personas y era uno de los vicios que causaba más víctimas, tanto por la excitación a la que se sometía el apostador como por sus consecuencias sociales.119 Fuentes proponía, por lo tanto, legalizar las apuestas. Era “una proposición demasiado ofensiva para el país” pero necesaria dado que los esfuerzos de las autoridades para detener el vicio habían sido por largos años infructuosos120. La proposición de Fuentes de legalizar las apuestas, sin embargo, no era necesaria. Como hemos visto a lo largo del artículo, la gente decente fue capaz de adecuarse (subvirtiéndola) a lo que San Martín llamó la “moralidad republicana”, colocando la condición social por sobre la ley. Los independencia en el Perú: de los Borbones a Bolívar (Lima: Instituto Riva Agüero, 2001), 429-453; y Mónica Ricketts, “Un nuevo teatro para una sociedad mejor. El teatro en Lima y el conflicto de la Confederación Perú-boliviana 1830-1840,” en Rossana Barragán ed., El siglo XIX. Bolivia y América Latina (La Paz: Instituto Francés de Estudios Andinos, 1997), 251-263. 116 Ibid. 117 El Comercio 225, 7 de febrero de 1840. 118 Fuentes. Estadística General, 74. 119 Ibid, 75. 120 Ibid., 606. Whipple 34 gobiernos de la primera mitad del siglo XIX debieron por tanto transar con la élite en sus intentos por promover una idea de decencia basada en la virtud, dado que la élite reclamaba una idea de decencia distinta. Esta seguía basándose en una superioridad moral sustentada en lo social y lo racial que los llevó a confrontar el orden urbano propuesto a través del reglamento de policía. El análisis de la decencia, por lo tanto, nos muestra la contenciosa relación que existió en la práctica entre la élite y las autoridades republicanas. Más significativo aún es destacar la imposibilidad de funcionarios de segundo orden, como eran los intendentes de policía, de cumplir con su labor por el hecho de ser subordinados socialmente. En el caso de las apuestas, esto traería consecuencias durante la formación del estado nacional, mostrándonos el origen de fisuras que luego se formalizarían durante el proceso de modernización que vivió el país a partir del gobierno de Ramón Castilla. A pesar que las multas siguieron cursándose sistemáticamente durante la segunda mitad del siglo, esta práctica se transformó primero en una encubierta forma de tolerar las apuestas, para luego sencillamente aceptarlas de manera abierta. Este proceso de formalización de la práctica quedó de manifiesto según el jurista Manuel Benjamín Cisneros, en los propios códigos dictados durante el gobierno de Castilla. En un artículo publicado en LaGaceta Judicial, el abogado explicaba que en los códigos peruanos no se cumplía el principio de unidad que debía prevalecer en la legislación debido a que mientras el código civil penalizaba toda forma de apuestas, el código penal sólo lo hacía cuando estas se realizaban en público en lugares como caminos y mercados. Esta, según Cisneros, era una forma de penalizar las apuestas sólo entre los sectores populares y no entre las “personas de mayor inteligencia”121. Después de treinta años de conflicto entre la nueva moralidad republicana anunciada por San Martín y la idea colonial de decencia, el proceso modernizador que se materializaba en los códigos peruanos hacía 121 Gaceta Judicial 67, Tomo 1, 7 de agosto de 1861. Cisneros además destacaba que el código penal español, modelo del peruano, penalizaba tanto las apuestas en público como en privado, aspecto que los juristas locales no habían seguido. ¿Apostando por la república? 35 que el control social volviera a centrarse en los sectores populares, en un proceso de adecuación semejante al que se había vivido cuando las élites locales enfrentaron el reformismo de los Borbones. En el caso de las apuestas, durante la segunda mitad del siglo XIX la gente decente de Lima encontraría en la creciente población de inmigrantes chinos a un otro a quien culpar de los vicios, quienes pasarían a ser junto a los ex esclavos negros, los culpables del desorden urbano122. Es sugerente constatar dentro de este proceso de formalización de las prácticas de la gente decente que hacia finales del siglo XIX la policía seguía multando a las casas de juego. Sin embargo, los policías ya no se molestaban en entrar para cursar las multas. Se limitaban a golpear la puerta de la casa para recolectar el dinero de la multa y luego se retiraban. Esta práctica fue finalmente reconocida de manera oficial en 1905. Yendo en contra del código civil, ese año se promulgó un reglamento de casas de juego, las que sólo eran permitidas si el dueño tenía el respectivo “recibo de multa”123. Al respecto, Fanni Muñoz Cabrejo argumenta que el discurso modernizador de fines del siglo XIX no significó la desaparición del conflicto entre la élite moderna y la tradicional, aunque fueron los valores de esta última los que siguieron predominando. Ver Diversiones públicas en Lima, 1890-1920. La experiencia de la modernidad (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Instituto de Estudios Peruanos, 2001), 237. Similar es lo que plantea Carlos Aguirre en su estudio sobre los criminales de Lima y el sistema carcelario durante la segunda mitad del siglo XIX, argumentando que el proceso de modernización fue definido por el refuerzo de la tradición autoritaria y las prácticas excluyentes que caracterizaban a los prevalentes valores culturales de la élite. The Criminals of Lima and their Worlds. The Prision Experience, 1850-1935 (Durham: Duke University Press, 2005), 217. 123 Muñoz Cabrejo, Diversiones públicas, 69-70. 122