DT Nº 35 /2004 La política económica de Kirchner en la Argentina: varios estilos, una sola agenda Pablo Gerchunoff y Horacio Aguirre 1. Introducción La política económica desplegada por la administración del presidente Kirchner en la Argentina desde mayo de 2003 puede dejar a más de un observador externo adivinando acerca de su orientación última. En efecto, tal observador se enfrenta a un gobierno que sostiene una retórica de confrontación con aquella parte del empresariado que participó de las privatizaciones durante la década de los noventa, bajo la presidencia de Carlos Menem, pero que a la vez proclama la necesidad de implantar un “capitalismo en serio”; un gobierno que ha anunciado desde el primer día su adhesión a los principios “keynesianos”, pero que mantiene la disciplina fiscal como uno de los pilares de su política. Al mismo tiempo, el desempeño económico reciente resulta sorprendente a la luz de la magnitud de la crisis que se atravesó. ¿Está la política económica orientada a que el crecimiento se sostenga? ¿Cuáles son los desafíos que enfrenta al respecto? Este trabajo intenta dar cuenta del perfil de gestión de la política económica más allá de los estilos múltiples que parecen surgir, analizar las alternativas que se abren a esta administración y explorar la agenda que podría llevar adelante para impulsar el crecimiento y reducir el desempleo. ¿Cuántos posibles “estilos K” hay? A los fines de este trabajo, será útil trazar tres perfiles, inevitablemente simplificadores: (1) el populista; (2) el nacionalista ortodoxo; y (3) el que asume las tareas del desarrollo en un contexto de economía abierta (¿el desarrollista de economía abierta?). El primero lleva consigo los rasgos del peronismo más “clásico”: orientación a las necesidades y demandas inmediatas de las clases populares por encima de todo y subordinación de los objetivos de política económica a tales demandas –aún en detrimento de las restricciones fiscales o monetarias más elementales–. El segundo no reniega de la base “nacional y popular” del primero, pero reconoce los límites impuestos a la política económica por la experiencia argentina de las últimas décadas; éste sería el presidente Kirchner que negocia con dureza ante los organismos internacionales aceptando incluso el riesgo de romper con ellos, mientras en el frente interno mantiene su apego a una notable ortodoxia en cuestiones monetarias y fiscales. Finalmente, el tercer perfil nos muestra a un presidente también ortodoxo en cuestiones de política económica, pero tendente a mantener –incluso en 1 las circunstancias más conflictivas– las relaciones con organismos internacionales e inversores extranjeros y la apertura comercial de la economía, convencido de que no hay salida para Argentina en los extremos del populismo o el neoliberalismo, pero tampoco en la autarquía económica y el aislamiento político. ¿Responden con nitidez las acciones del presidente a alguno de estos perfiles? No parece ser el caso. Fuera de la retórica, no hay sustancia detrás del populista: es cierto que el presidente gusta fustigar a los grupos empresarios participantes en las privatizaciones, pero no lo es menos que sus invectivas conviven con la adhesión a reglas de política fiscal y monetaria prudentes, y con cierta negligencia benigna frente a un salario real deprimido –contradiciendo así artículos de fe fundamentales del catecismo populista–. El discurso anti-empresario parece, más bien, una forma didáctica de exponer el propio diagnóstico de la crisis y una herramienta para, entre otras metas, posponer el aumento de tarifas de las empresas de servicios públicos y consolidar así la simpatía que despierta en amplias franjas de la sociedad.1 Los indicios de un administrador que se encamina a una solución de autarquía tampoco devienen en evidencia concluyente. Si bien ciertos momentos de la negociación con los organismos internacionales han sugerido una inminente ruptura de relaciones con ellos, no parece que esa sea la intención ni del presidente ni de su ministro de Economía, Roberto Lavagna. Por caso, los recientes anuncios sobre reestructuración de la deuda externa impagada reafirman la idea de una voluntad de diálogo –antes que de ruptura– con el mundo financiero internacional. ¿Cabe, al fin, pensar en Kirchner como el desarrollista de economía abierta? Es quizá en la distancia entre lo hecho hasta ahora y este particular perfil que se define buena parte de las tareas que esta administración tiene por delante. Despejar las dudas de los inversores internos y externos, generar un horizonte de mediano plazo –basado en la reconstrucción de los contratos y la reestructuración de la deuda externa–, surgen como puntos incluidos al tope de la agenda en lo inmediato; pero hay también otros no menos importantes, y es sobre ellos que se hará particular énfasis aquí. Este documento sugiere que los problemas urgentes están en vías de solución, pero aún cuando alcancen un arreglo satisfactorio, lograr un crecimiento sostenido a lo largo del tiempo y revertir aunque sólo sea parcialmente la fractura social requiere franquear con éxito aquellos límites estructurales que vienen coartando severamente cualquier posibilidad de expansión de la economía argentina durante las últimas décadas. En efecto, la gestión de Kirchner ha ido a caballo de la favorable marcha de la coyuntura económica –evolución que, a su vez, ha sido en parte posible por esa gestión–, tratándose así del primer presidente constitucional en más de veinte años que llega al poder en una fase expansiva del ciclo económico. Tal coyuntura, al dejar atrás el colapso económico que se dibujaba en el centro del escenario a fines de 2001 y principios de 2002, ha facilitado que hoy ocupen el centro de la escena asuntos tales como la reconstrucción de contratos y la reestructuración de la deuda externa con una probabilidad importante de ser resueltos. Es que la vigorosa recuperación económica no se ha fundado sobre pilares de barro: se ha caracterizado por un abultado superávit fiscal, la ausencia de presiones inflacionarias, el mantenimiento de la apertura de la economía, la sorprendente reaparición de la demanda de moneda doméstica, el repunte de la inversión y el descenso del desempleo. Por otra parte, una devaluación real de gran magnitud ha tenido su coste pero al menos tres nítidos beneficios: el incremento de los ingresos fiscales, a través de las retenciones a las exportaciones; el crecimiento del empleo más allá de lo que se esperaba –al encarecerse el capital respecto del trabajo–; y el estímulo a actividades sustitutivas de importaciones. Está claro que la mayor demanda de trabajo no ha 1 La retórica de Kirchner como útil discurso entre la religión y la política es analizada por Fidanza (2004). 2 presionado sobre los salarios en razón del alto desempleo, y la expansión productiva ha aprovechado significativamente la capacidad ociosa. Y si bien ahora hay signos crecientes de que dicha capacidad alcanza su límite en ciertos sectores específicos – lo que se manifiesta, por ejemplo, a través de las restricciones energéticas en el actual invierno austral– pocas dudas caben de que la re-contratación de los servicios públicos y una renegociación seria de la deuda ingresaron a la agenda gubernamental de la mano de la normalización de la economía. Empero, continuar la marcha por un sendero de desarrollo pide llevar a cabo tareas que desbordan la agenda de un contractualismo ortodoxo. La prosecución del crecimiento requiere que se lleven a cabo inversiones que permitan aumentar la capacidad productiva de la economía y superar la restricción externa; dichas inversiones han de estar orientadas entonces al sector de bienes comerciables internacionalmente. Resta conseguir financiamiento para la inversión: la carga recaerá predominantemente sobre el ahorro doméstico, que se canalizará efectivamente hacia su destino sólo si se desarrolla un mercado de capitales local. Todo este proceso está orientado por un tipo de cambio real más alto que en el pasado: cabe preguntarse pues hasta dónde la política pública puede o debe influir sobre él. Finalmente, no puede darse por supuesto el balance de las cuentas fiscales –habida cuenta de los desastrosos resultados pasados en términos de inflación o endeudamiento que su descuido conllevó–, ni el mejoramiento de la situación socioeconómica –cuando se registran inéditos niveles de pobreza y desigualdad de la distribución de los ingresos–. A pesar de la multiplicidad de estilos que su gestión parece presentar, este documento apunta a que la agenda económica del presidente Kirchner no tiene muchos grados de libertad e incluye como puntos fundamentales los que se acaban de anotar. El resto del trabajo se organiza como sigue. La sección 2 presenta los rasgos sobresalientes de la coyuntura económica actual, y destaca el efecto benéfico que sobre ella ha tenido el gradualismo de la política económica. La sección 3 avanza hacia los dos principales desafíos de corto plazo, las renegociaciones de contratos de servicios públicos y de la deuda externa impagada. La sección 4 despliega la agenda económica del desarrollo, aquella sin la cual las soluciones a las cuestiones más urgentes no pueden sostenerse, ni el crecimiento proseguir. La sección 5 presenta las conclusiones. 2. La recuperación económica: crisis, herencia y gradualismo2 Durante 2003, se hizo presente con fuerza una marcada recuperación de la economía argentina. Tras acumular una caída del 20% entre 1998 y 2002, el producto interior bruto (PIB) creció un 10% en los últimos cinco trimestres (hasta el primero de 2004), y a tasas crecientes a lo largo del año pasado. Esto último ha permitido contar en 2004 con cuatro puntos porcentuales de “arrastre estadístico”; es decir que, aún con crecimiento cero durante el año calendario, el PIB mostrará una expansión del 4% respecto de 2003. Se trata de una recuperación que se destaca notablemente de otras que han seguido a fuertes crisis financieras, tanto por la intensidad con que ha procedido, como por mantener baja inflación junto con alto superávit de la balanza comercial. El Cuadro 1 y el Gráfico 1 comparan la recesión de 1998-2002 y la recuperación posterior, con otras fases de contracción y expansión del producto en 1988-1992 –la crisis que desembocó en dos episodios de hiperinflación, y que llevó a la renuncia del primer presidente constitucional de la era posterior a la dictadura militar– y 1995-1996 –la crisis asociada al llamado “efecto Tequila”, primera traumática 2 En lo que sigue, el énfasis está puesto en la recuperación actualmente en marcha. Para una caracterización de la crisis argentina, y de su efecto sobre la economía española, véase Blázquez y Sebastián (2004). 3 evidencia de la vulnerabilidad del régimen de Convertibilidad–. Se advierte en el Gráfico 1 –que parte para cada episodio del primer trimestre en que se registró una tasa interanual de crecimiento nula o negativa–, cuánto más duradera y profunda fue la recesión reciente que las dos inmediatas anteriores. Teniendo esto último en cuenta, cobra más relevancia el hecho de que a la fecha se ha recuperado más del 60% de lo perdido en términos de producto. Si a ello le sumamos que a pesar del colapso inicial se mantuvo la apertura comercial de la economía, la recuperación actual y sus rasgos específicos pueden bien considerarse sin precedentes. Cuadro 1. Recuperación 2003/04 comparada con recuperación 1990/91 Tipo de Superavit comercial PBI (var. Inflacion Apreciación Superavit cambio como prop. de las %) IPC real comercial real export. 1989 -6.2 1.00 1990 0.1 1344% 0.58 42.2% 8,276 67% 1991 8.9 84% 0.41 29.2% 3,702 31% Año 2002 2003 2004 -10.89 8.7 6.0 1.00 4% 0.96 4.0% 15,537 53% y recuperaciones comparadas 5Caidas % 0.90 6.0% 10,500 33% Crisis trimestres de caída del PIB trimestres de recuperacion del PBI 88-90 95-96 98-02 II-88 a II-90 (9 trimestres) II-95 a I-96 (4 trimestres) IV-98 a IV-02 (17 trimestres) III-90 a IV-91 (6 trimestres) II-96 (1 trimestre) I-03 hasta el presente (lleva 5 trimestres) Gráfico 1. 15% Caída y recuperación del PIB: 1988-91, 1995-96 y 1998-2004 variación interanual % 10% 5% 0% -5% -10% ciclo 88-91 ciclo 95-96 ciclo 98-04 -15% -20% 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 trimestres La reactivación actual tiene indudablemente un componente de consumo, pero también otro de inversión: el acervo de capital se incrementó durante el año último un 38%, y a tasas cada vez mayores, exhibiendo en el primer trimestre de 2004 un crecimiento de aproximadamente el 50%. En un escenario no excesivamente optimista (con un 7,5% de crecimiento este año y un 4,5% el siguiente), en 2005 la economía produciría el mismo flujo de bienes y servicios que en 1998, último año de crecimiento positivo de la década de 1990.3 La inversión, para entonces, alcanzaría una participación en el PIB similar a la de 1998, pero sin desequilibrio en la cuenta corriente del sector externo. La devaluación de 2001-2002 implicó una profunda alteración en el precio relativo entre bienes que son objeto de comercio internacional y aquellos que no lo son (esto 3 Esto equivale a decir que, en términos reales, el PIB sería igual al de 1998. Ello, por supuesto, no implica que el PIB medido en euros (o dólares) sea el mismo; por el contrario, una medición del PIB en moneda extranjera mostrará un nivel significativamente inferior. 4 es, bienes transables y no transables), a favor de los primeros. Tal alteración ha resultado inusualmente persistente –en otras palabras, se ha constituido en una devaluación real de magnitud– ya que mientras el valor del dólar se triplicó en términos de moneda local, los precios minoristas domésticos se incrementaron levemente por encima del 40% desde la devaluación. El muy bajo incremento de precios que se registra en respuesta al alza en el tipo de cambio es virtualmente inédito en la historia argentina moderna y aún destacado dentro de la mayoría de los casos recientes de devaluación, haciendo este episodio comparable al de Brasil en 1999 y al de Tailandia en 1997.4 Ello ha tenido que ver con varios factores,5 uno de los cuales es en verdad una mala noticia: la situación del mercado de trabajo, en el que se registraron niveles récord de desempleo, ha mantenido extremadamente reducida cualquier presión alcista sobre los salarios en respuesta a la devaluación. El cambio de precios relativos ha tenido muy alto impacto, precisamente, sobre el empleo. Por un lado, los sectores productores de bienes que sustituyen a las importaciones se han visto súbitamente protegidos por la devaluación: se observa un incremento de su producción, que tiende a ser más intensiva en trabajo que la de otros sectores. Por otro, la devaluación real ha hecho que la remuneración del trabajo se reduzca significativamente respecto de la del capital. Ambos elementos han contribuido a la reducción de la tasa de desempleo, que ha disminuido en siete puntos porcentuales, desde su máximo del 21,5% en 2002. Por su parte, la tasa de empleo (que relaciona la cantidad de personas ocupadas con la población total) va en camino de ubicarse en niveles no registrados desde fines de la década de 1970 (véase el Gráfico 2). A este resultado no es ajena, por cierto, la implementación de los planes “Jefes y jefas de hogar”, que han obrado como eficaces sucedáneos del seguro de desempleo.6 Gráfico 2. 25 40 20 35 15 30 10 25 5 Tasa de desempleo Tasa de desempleo - nueva medición Tasa de empleo 0 Tasa de empleo Tasa de desempleo Tasas de empleo y desempleo (total de aglomerados urbanos, 1974-2003) 20 15 La recuperación económica en marcha presenta otros rasgos sobresalientes, que no deben ser subestimados. Por un lado, va de la mano de un abultado superávit fiscal: tal resultado es básicamente producto de ingresos que se han incrementado a través 4 Observando los últimos 8 países que devaluaron, y la evolución del tipo de cambio nominal y la inflación en los 27 meses siguientes al evento, Argentina se encuentra entre los tres casos donde fue menor el traspaso desde alza del tipo de cambio a precios. Véase el artículo periodístico de El Cronista (2004). 5 Para un modelo de la relación entre devaluación y tipo de cambio real, con evidencia del caso argentino reciente, véase Burstein, Eichenbaum y Rebelo (2004). 6 Se trata de programas que se diferencian del subsidio de desempleo al requerir una contraprestación por parte del beneficiario. Una presentación de estos planes se halla en el sitio web del Ministerio de Trabajo argentino (http://www.trabajo.gov.ar); para el análisis y la evaluación de los mismos puede consultarse a López Zadicoff y Paz (2003). 5 de las retenciones a las exportaciones y una mayor recaudación del IVA, y de gastos que han crecido en mucha menor magnitud. Esta situación, por cierto, ha presentado a las autoridades incentivos para el mantenimiento de un tipo de cambio real alto, ya que permite preservar elevados ingresos a través de las citadas retenciones. Puede notarse aquí que la evolución de las cuentas fiscales de este año apunta a que, hacia el fin del primer semestre, se haya cumplido la meta fiscal acordada con el Fondo Monetario Internacional para todo el año. Por otro lado, la recuperación tiene lugar con un fuerte crecimiento de los depósitos denominados en moneda nacional. Se trata de un desarrollo no menor, si se tiene en cuenta que muchos analistas descontaban a principios de 2002 que la devaluación traería aparejada una “huída hacia el dólar”, al punto de pronosticarse una dolarización de facto; el renovado crecimiento de los depósitos, junto con las presiones bajistas sobre la moneda extranjera,7 son evidencias de una antes insospechada demanda del público por moneda local. Se advierte aquí lo que quizá sea una “herencia” benéfica del régimen de Convertibilidad:8 al afirmar un ancla para las expectativas inflacionarias, la Convertibilidad incentivó la demanda de moneda local, recuperando así una función del dinero virtualmente destruida tras los episodios hiperinflacionarios de 1989-1990. Aún desaparecido el respaldo implícito en el régimen convertible, dicha demanda parece subsistir. Si a la demanda por instrumentos financieros en moneda local se suma el progresivo levantamiento de las restricciones financieras impuestas a fines de 2001 y principios de 2002, se observan avances hacia la normalización gradual del sistema bancario desde el punto de vista de sus pasivos. Respecto de sus activos,9 aún no se registra una reactivación significativa del crédito. Esto último apunta a otro rasgo sorprendente de la recuperación: ha tenido lugar en ausencia del crédito. Finalmente, resulta notable el superávit de la cuenta corriente de la balanza de pagos, como resultado de un fuerte crecimiento del valor de las exportaciones argentinas – más del 15% entre 2003 y 2002–, así como de las importaciones que, aunque incrementándose, parten de niveles muy bajos (aquellos resultantes de la recesión de 1999-2002). El alza en los precios de las exportaciones argentinas da cuenta de más de la mitad del incremento de su valor en el último año. En este sentido, no se advierte aún una reacción positiva de las cantidades exportadas a los nuevos precios relativos vigentes luego de la devaluación. Por otra parte, a lo largo de los últimos años se ha experimentado una baja en el precio de las importaciones; si esto puede constituir una tendencia descendente con efectos relativamente perdurables sobre la posición comercial argentina es una cuestión abierta y muy relevante. Lo cierto es que la combinación de estos factores arroja un excedente de divisas equivalente a 6 puntos del PIB,10 mientras que –si las exportaciones no se reactivan– se estima un lapso de dos años hasta que la restricción externa se convierta en un problema. ¿Hasta dónde es responsable la política de la administración Kirchner de esta recuperación? Sus críticos arguyen que la “suerte” tiene mucho que ver: el alto precio de las exportaciones explica buena parte del superávit fiscal, y permite –a través del 7 Es cierto que un determinante fundamental de la presión alcista sobre el peso es el resultado superavitario de la balanza comercial; pero también la confianza en la moneda local también juega un papel, ya que –en el pasado– varios episodios de alta inflación (y aún hiperinflación) convivieron con superávit en las cuentas externas. 8 Para un ilustrativo examen del régimen de Convertibilidad en Argentina, con énfasis en la visión de los gestores de política económica, puede consultarse a Coiteux (2003). 9 Dentro de la compleja serie de medidas puestas en marcha a la salida de la Convertibilidad se incluyó el cambio de moneda de préstamos de hasta 100.000 dólares, que pasaron a estar denominados en pesos a un tipo de cambio de un peso por dólar (lo que constituyó, por supuesto, una transferencia a favor de los deudores). 10 Se trata de la cuenta corriente como porcentaje del PIB, a valores corrientes en 2003. 6 resultado positivo de la balanza comercial– mantener bajo control el mercado de divisas, conjugándose con las tasas de interés internacionales excepcionalmente bajas11 y un dólar estadounidense depreciado para brindar un escenario altamente favorable. Pero si es cierto que la suerte ha jugado un papel, no lo es menos que lo hace en el contexto de una específica política económica, y que algunas medidas del gobierno han sido cruciales para impulsar la actividad económica. El gradualismo con que se ha conducido la política económica puede contarse como un activo de la administración actual. Así, por ejemplo, un rápido ajuste al alza de los precios de los servicios públicos hubiera muy probablemente retrasado el ritmo de recuperación, tanto a través de sus efectos directos como de otros indirectos sobre la riqueza real de la sociedad. De la misma manera, ajustes monetarios y fiscales más “ortodoxos” hubieran puesto en riesgo la marcha de la economía, especialmente durante una recuperación que tiene lugar sin crédito: por caso, los organismos internacionales planteaban en principio la necesidad de una contracción de la base monetaria, meta que se fue progresivamente relajando hasta la expansión observada realmente, que no fue inflacionaria pues la mayor oferta de dinero fue completamente “absorbida” por el público.12 ¿Significa esto que tiene sentido mantener la gestión de política económica como se ha desarrollado hasta ahora? La respuesta es negativa. Cada política tiene su tiempo. Si se desea que la actual fase de crecimiento perdure, se abre una nueva etapa para la política económica. La inversión que se realiza hoy, a pesar de su magnitud, puede caracterizarse como incremental, en cuanto supone adiciones a un acervo de capital previamente “hundido”; se requieren nuevas inversiones de mayor escala, por al menos dos razones. La primera es que a medida que avanza la recuperación, comienza a agotarse el margen de capacidad instalada ociosa en algunas actividades. La segunda –más relevante– es que cualquier intento de alcanzar tasas de crecimiento que puedan sostenerse a lo largo del tiempo necesita superar una “restricción externa” de mediano plazo dada por las necesidades de bienes de capital e insumos importados de los diferentes sectores productivos. La administración actual no puede obviar estas cuestiones de la macroeconomía del crecimiento, aún cuando en lo inmediato deba concentrarse en reconstruir las “reglas de juego” de la economía –reglas que, dicho sea de paso, se rompieron no por una vocación gubernamental de incumplimiento sino por devenir insostenibles una vez agotado el régimen monetario de la convertibilidad–. La próxima sección se dedica a aquellas tareas que suelen calificarse como urgentes –en particular, la reestructuración de la deuda externa y la reconstrucción de contratos de servicios públicos privatizados–; la siguiente, a discutir la agenda macroeconómica del desarrollo. 11 Aunque esta excepción bien puede devenir en regla: el analista de la coyuntura internacional puede con derecho preguntarse si no se enfrenta en la actualidad a un nivel “estructuralmente” más bajo de tasas de interés. Tal como arguyen Dooley, Folkerts-Landau y Garber (2004), ello podría ser convalidado por la política monetaria llevada a cabo sistemáticamente por los bancos centrales asiáticos (notablemente, el de China), que acumulan reservas con las que compran grandes cantidades de bonos del Tesoro norteamericano. 12 Confrontaban entonces quienes sostenían que existía un “excedente monetario” que terminaría manifestándose como inflación, y quienes argumentaban que existían motivos “fundamentales” tras ese excedente, que atenuarían las presiones sobre los precios. Entre tales motivos se mencionaba la importancia de la economía informal en esta fase de recuperación –sector que cuya elasticidad de demanda de dinero es unitaria; en otras palabras, que usa intensivamente efectivo–, así como ciertas funciones crediticias que podían estar siendo cumplidas por el dinero en ausencia del crédito –empresas que se financiaran con capital de trabajo–. Nótese como en cualquiera de esos dos casos, una contracción monetaria hubiera contribuido a sofocar la recuperación. Ello no significa que actualmente el Banco Central no reconozca los límites de la expansión monetaria; véase al respecto Banco Central de la República Argentina (2004), donde también se encuentra una comprehensiva evaluación de la coyuntura económica argentina. 7 3. De regreso de la ruptura contractual 3.1 Reformando las reformas: recontratación de servicios públicos A más de dos años de la salida del régimen de Convertibilidad, se han sucedido una serie de medidas que han tendido a mantener los precios de los servicios públicos privatizados sin cambios, o con cambios de magnitud relativamente reducida. Al momento de asumir el presidente Kirchner se enfrentaba a un dilema: llevar a cabo inmediatamente un ajuste de tarifas, con lo que se arriesgaba a lastimar la recuperación, o dejarlo para más adelante, exponiéndose a provocar algún racionamiento en la provisión de los servicios. Si puede afirmarse sin margen de error que la aproximación del gobierno al problema se ha inclinado hacia la segunda postura y por ello está pagando los costes visibles de la crisis energética, también habrá que convenir que esa estrategia permitió suavizar en algún grado el impacto del cambio de régimen macroeconómico sobre el poder adquisitivo –con lo que a la vez ha dado lugar a que se consolide la recuperación económica–. Los precios de los servicios de infraestructura entran en la determinación tanto del nivel general de precios como de la competitividad del país. El mantenimiento de un nivel de precios estable, a su vez, es crucial tanto para moderar el nivel de pobreza como para mantener las ganancias sobre la producción y el empleo derivadas de la devaluación real. Ahora que se enfrenta un cambio de etapa, conviene detenerse a examinar brevemente las características del proceso, teniendo en cuenta qué es posible y qué no en la renegociación contractual. ¿Cómo tratar este problema? Un vistazo a las principales propuestas publicadas sugiere la existencia de dos posiciones. Puede decirse que la primera prioriza los incentivos de mercado y la seguridad jurídica, siendo un enfoque que “mira hacia adelante”: se trata aquí de crear condiciones para una recomposición de las tarifas que dé paso a la inversión. La segunda, en contraste, considera necesario evaluar las obligaciones contractuales originales de las firmas (tales como los niveles de inversión comprometidos) y su cumplimiento durante la década de 1990, y sólo a partir de allí encarar cualquier ajuste tarifario; estaríamos aquí frente a una postura que “mira hacia atrás”. Quienes proponen “mirar hacia adelante”13 subrayan que la ruptura unilateral de contratos por parte del gobierno argentino (originada en la devaluación de diciembre de 2001 y la pesificación y congelación de tarifas de enero de 2002) ha creado condiciones extremadamente adversas al capital privado. Las empresas –se dice– vienen sufriendo importantes pérdidas operativas desde 2002, y la inversión futura requiere de recursos cuya aplicación está siendo postergada. El gobierno debe introducir cuanto antes un esquema claro de renegociación; el nuevo marco debe incluir tarifas del tipo “precio tope”, junto con una compensación a las firmas por los desequilibrios causados por la ruptura de contratos. Asimismo, no se debería discriminar entre sectores, como una forma de mantener la seguridad jurídica. Quienes abogan por un examen detallado del desempeño de las empresas privatizadas durante la década pasada, aducen que habrían obtenido beneficios extraordinarios en detrimento de los consumidores. Por ende, el gobierno debería obligarlas a invertir de acuerdo a los estándares convenidos, mientras el requerido aumento tarifario es “absorbido” por las ganancias anteriores.14 Asimismo, lo que ahora debería implementarse es una “tarifa social”, con el proceso de renegociación orientado claramente por preocupaciones distributivas. 13 14 Una referencia en este sentido es el trabajo de Urbiztondo (2003). Dos exponentes de esta línea de razonamiento son Basualdo et al. (2002), Azpiazu y Schoor (2003). 8 Más allá de argumentos y contra-argumentos, es posible pensar en algunos hechos duros sobre los cuales plantear la recontratación. En primer lugar debe consignarse que si los precios de los servicios se ajustaran por sus cláusulas originales de dolarización –allí donde estas fueran aplicables–, las tarifas se ubicarían por encima de aquellas que fijaría libremente un proveedor monopólico15: si el gobierno se atuviera al cumplimiento estricto de los contratos originales, no observaría con su conducta criterios de eficiencia económica, lo que no conviene ni a los usuarios ni a las propias empresas. En segundo lugar, en una economía que ha sufrido un shock macroeconómico de la cuantía del experimentado por Argentina, el nivel de inversión privada que va a llevarse a cabo será necesariamente inferior al de antes de la crisis. Ello condiciona la asociación entre nuevas tarifas y nivel de inversión: si es cierto que establecer un precio inferior al vigente hasta diciembre de 2001 en la provisión de un bien resultará en una menor cantidad ofrecida del mismo, no puede atribuirse totalmente a dicha fijación de precio el menor nivel de inversión registrado. Vale decir: en una economía más pobre que lo que imaginaban gobierno y sociedad durante la década del noventa, las empresas de servicios revisan a la baja sus planes de producción: ello acarrea un escenario con –entre otros elementos– tarifas menores e inversión más reducida, aún en la hipótesis de que la política económica fuera completamente “amistosa con el mercado”. Una tercera cuestión sobre la cual basar esta discusión es que no resulta razonable fundar el diseño de nuevos contratos, que afectarán a muchos actores a futuro, sobre eventuales incumplimientos contractuales pasados. Si hubo falta de cumplimiento dentro del anterior marco regulatorio, corresponden las sanciones previstas dentro de aquel; pero el diseño del nuevo esquema no tendría, en principio, por qué incorporar tales problemas. Un ejemplo al respecto es la actual situación con los concesionarios de algunas líneas ferroviarias, en las que se están aplicando castigos por incumplimientos –que pueden llegar incluso a la rescisión de las concesiones– sin afectar los nuevos contratos. Esta cuestión nos lleva a otra de interés: por más que la recontratación vaya a proceder caso por caso, hacer explícito un criterio general se muestra más beneficioso que mantenerlo implícito. Si hasta ahora el enfoque gradual ha dado sus frutos, continuar con él requiere al menos que el marco sobre el que se basa la recontratación sea articulado. Finalmente, no puede ignorarse que los contratos no serán lo que eran en la década del noventa: un compromiso de tarifas altas junto con un “seguro de cambio” implícito en la convertibilidad. Un criterio posible para una transición gradual con inversiones es aquel que asocie el precio pleno –como sea que se lo defina– a la inversión. Quizá haya que mantener el gradualismo pero cambiando su modo de aplicación. Sólo las nuevas inversiones recibirían el precio pleno, mientras que los bloques de capital preexistentes mantendrían el esquema tarifario vigente. Así, la cuestión tarifaria queda “atada” a la reconstrucción contractual y al aumento de la inversión. Al final del proceso, las tarifas habrán quedado ajustadas plenamente, pero el ajuste se habrá distribuido a lo largo del tiempo y habrá ido de la mano de un mayor stock de capital.16 ¿Encaja la acción del gobierno en alguna de las dos grandes posturas descritas? ¿Incorpora los hechos duros recién referidos? La retórica oficial está cerca de “mirar hacia atrás” en lo que se vincula a las concesiones y privatizaciones de servicios públicos; como se apuntara, ello puede haber tenido cierta eficacia didáctica, brindando el gobierno a la opinión pública una explicación definida, aunque no 15 Véase Urbiztondo (2003). Se trata, por supuesto, de un problema en sí mismo, ya que la celebración de un contrato de esas características podría no llevarse a cabo si las empresas creen que el gobierno, una vez firmado el acuerdo, no reconocerá el precio pleno, pues existe un tiempo para construir durante el cual el gobierno puede cambiar de opinión, estar sujeto a presiones políticas, etc. 16 9 necesariamente correcta, sobre los orígenes de la crisis;17 pero el uso de esta herramienta ha alcanzado sus límites. A la vez, los hechos no acompañan directamente al discurso, y no puede identificarse una táctica única en el acercamiento del gobierno al problema. Si inicialmente hubo un congelamiento de las tarifas al público, en el caso del gas y la electricidad se dispuso recientemente un sistema de “premios y castigos” que no es sino una forma selectiva de incremento tarifario. En el caso de la provisión de agua potable, ya se ha alcanzado un acuerdo de inversión y tarifas por un plazo determinado. Por otra parte, en ciertos sectores, como el del gas en boca de pozo para usuarios mayoristas que tenían contratos de provisión en firme, nunca se impidió que el mercado actuara, fijando las empresas entre sí nuevos precios. En otros, no obstante, la evidencia disponible indica que aún cuando los actores relevantes estaban dispuestos a pactar tarifas más altas, las regulaciones vigentes impidieron que esos acuerdos se hicieran efectivos. A medida que pasa el tiempo, sin embargo, parece claro que –en un proceso de ensayo y error con muchos errores– los aumentos de tarifas van teniendo lugar. Ello no implica que se arribe en todos los casos a una solución satisfactoria en el corto plazo, pero sí que las medidas del gobierno aparecen cada día más lejos de la retórica de confrontación que las acompaña. ¿Es posible, en alguna medida, racionalizar lo actuado en este frente por la administración Kirchner? La respuesta debe buscarse en razones de economía política. Kirchner llegó a la presidencia en mayo de 2003 con un handicap: elecciones ganadas en primera vuelta con el 20% de los votos, al haberse retirado su rival de la segunda vuelta. Durante los primeros meses de gobierno, el objetivo básico del nuevo presidente fue ganar popularidad; si su legitimidad de origen no estaba en duda jurídicamente, la nueva administración requería urgentemente de una base de sustentación real en la opinión pública. Una inmediata subida de tarifas hubiera puesto seriamente en cuestión la autoridad del presidente y menguado su margen de maniobra; no faltan ejemplos en el pasado reciente de medidas en principio económicamente adecuadas, pero cuya secuencia desembocó en muy adversos efectos sobre la popularidad presidencial. La prosecución de una estrategia altamente diferenciada entre distintas empresas privatizadas obedece a razones análogas. Las negociaciones en diferentes sectores acarrean consecuencias diversas para los usuarios, mientras que el ciclo de inversión no es homogéneo en todos los sectores: así, la diferenciación aparece como una estrategia óptima. En aquellos sectores en los que el ciclo de inversión es más largo, puede en principio mantenerse un nivel de tarifas relativamente bajo por más tiempo, evitando a los consumidores cargar con el coste del ajuste en el corto plazo, lo que también redunda en un menor nivel de inversión. Hasta ahora, el gobierno se ha movido en dirección de los beneficios para los usuarios; sin embargo, la fuerza con que se ha manifestado la crisis energética lleva finalmente a que las preocupaciones por la provisión de servicios en el largo plazo (o más bien en un plazo que se ha adelantado de manera patente) comiencen a pesar en la posición gubernamental.18 3.2 La renegociación de la deuda externa: avanzando con interrogantes 17 Si hacia finales de la década de 1990 y comienzos de la siguiente surgía con nitidez que la percepción de las inversiones extranjeras por parte de la opinión pública era “bipolar”, la retórica del gobierno se apoya sobre el “polo negativo”, aquellos rasgos de las empresas extranjeras percibidos como más adversos; respecto de la imagen de las empresas españolas en América Latina, véase Alloza y Noya (2004). 18 Esto, desde luego, no significa que las soluciones más eficientes, y aún las más equitativas, vayan a ser las implementadas. El caso del reciente ajuste de los precios del suministro de gas y electricidad en los hogares atestigua al respecto: usuarios con el mismo nivel de consumo pueden llegar a pagar tarifas diferentes, pues quienes usen estos servicios en un porcentaje dado por encima del consumo del año anterior, pagarán tarifas mayores (y a la inversa ocurrirá con quienes consuman por debajo de lo registrado el año último). 10 De la misma manera que en el apartado anterior, los analistas fueron percibiendo a lo largo de este año que las condiciones de renegociación de la deuda pública argentina no serían tan adversas a los acreedores como la “dura” postura inicial del gobierno hacía pensar. Hostil como pudiera parecer, esa posición contribuyó a formar expectativas alrededor de un nivel de quita sobre los bonos en incumplimiento que se instaló como “normal” en el mercado; cualquier mejora sobre esa propuesta pasaría así a significar un alivio para los ahorristas “castigados”. El notable desempeño reciente de la economía, y la eventual inclusión de bonos atados al crecimiento –que asegura que la mayor capacidad de repago se traduzca efectivamente en mayores desembolsos a los acreedores–, explican parcialmente que la cotización de la deuda argentina en incumplimiento durante buena parte de la primera mitad de 2004 resultara superior a la que se obtenía de aplicar directamente la quita nominal del 75% anunciada en septiembre pasado en Dubai. Mientras que el valor actual de la quita se estimaba en aproximadamente el 90%, los precios de los bonos en incumplimiento representaban alrededor del 30% de su valor nominal. Los recientes anuncios del gobierno en esta materia han confirmado el mayor optimismo del mercado. La oferta anunciada en junio contiene plazos más cortos de los nuevos bonos, con mayores cupones, menor quita en valor nominal –para el bono con descuento–, el reconocimiento de intereses corridos y atrasados desde que se entró en incumplimiento y la inclusión de bonos atados al crecimiento. Hay en estas decisiones un mensaje: el gobierno está cada día más comprometido a avanzar hacia una solución definitiva que cierre este episodio. A la vez, los anuncios enfatizaron que la quita en valor nominal planteada originalmente se mantendrá... pero en valor presente, de forma de no aparecer como alterando los lineamientos de Dubai. Dos puntos adicionales merecen aquí destacarse: de nuevo, los anuncios fueron tales que, por más que como estrategia de negociación sea conveniente para el gobierno afirmar que se trata de una última oferta, hay lugar para ulteriores mejoras –ciertamente muy marginales– que hagan posible una mayor participación de los acreedores; en relación a estos últimos, su heterogeneidad le da al gobierno la potencial capacidad de dividir sus posiciones en el momento de la negociación. Ahora bien: ¿hasta qué punto es posible mejorar significativamente la propuesta actual? ¿Hasta dónde es conveniente para el gobierno y para los acreedores? Un aspecto que no puede dejarse de lado es que el problema de la deuda argentina en incumplimiento es mucho más complejo que el de otros países que repudiaron el pago de sus obligaciones. Factores tales como la magnitud de la deuda, la cantidad de acreedores involucrados, y las diferentes legislaciones que pueden potencialmente aplicarse, hacen de este caso uno bien diferenciado del de otros países que experimentaron cesaciones de pagos durante la década de 1990. De esta forma, aún el gobierno mejor intencionado respecto del repago, aquel cuyos objetivos estuvieran perfectamente alineados con los de los acreedores, encontraría dificultosa una salida al problema de la reestructuración (precisamente, alinear objetivos con un número reducido de acreedores es bien distinto de hacerlo con una cuantía tan grande como en el caso que nos ocupa). La propuesta del gobierno es inevitablemente dura en esta nueva época en que el FMI ha abjurado de los salvatajes, en nombre de la hipótesis del riesgo moral y de la consecuente necesidad de involucrar al sector privado en las pérdidas que suceden a las crisis financieras. Se trata del primer default de la época post-salvatajes del FMI, y aún sin que tal organismo cumpla plenamente un papel coordinador como en el pasado. Si el fin de los rescates está racionalizado por el riesgo moral, se trata de una racionalización ex post de una causa más pura y más dura: la falta de dinero del FMI. No hay salvatajes porque no hay con qué salvar. En esa línea, se abrirá un nuevo frente de conflictos: el de los organismos internacionales en bloque intentando reducir 11 su exposición en Argentina, para lo cual le seguirán exigiendo al país un esfuerzo fiscal mayor. En un contexto tan complejo como el descrito, es que deben analizarse algunos de los supuestos que subyacen a la propuesta gubernamental. Particularmente, una idea básica es que se cumpla con un 3% de superávit primario. En vista del desempeño fiscal argentino en el pasado reciente, dicha cifra puede resultar optimista. Es cierto que una mayor flexibilidad para llevar a cabo políticas fiscales, un tipo de cambio real alto que podría sostenerse a lo largo de varios años, y el mencionado efecto positivo que pueden traer aparejado los bonos atados al crecimiento, son todos elementos que apuntan en sentido positivo acerca de la capacidad de repago de la deuda argentina. Aún así, lo señalado acerca del desempeño fiscal pasado condiciona cualquier escenario que mejore ese 3% de superávit. La propuesta del gobierno se asienta en fundamentos económicos que, junto con la complejidad que la reestructuración misma presenta, no parecen dar lugar a mejoras muy significativas respecto de la propuesta conocida hasta ahora. Por otra parte, el avance respecto de la oferta original, la potencial división dentro de los grupos de acreedores, la cautelosa –aunque todavía demandante– reacción del Fondo Monetario Internacional, el Tesoro de los Estados Unidos y el Grupo de los Siete, así como la percepción creciente de que se trata de una oferta final –cuya alternativa es la larga y costosa vía judicial– sugieren que se marcha hacia un cierre definitivo de esta cuestión. Con dicho cierre se dan pasos también hacia la normalización del sistema financiero, cargado de papeles de deuda impagados. Como en otras secciones de este trabajo, vuelve a surgir aquí la diferencia entre una retórica “dura” y una racionalidad económica que no es negada por aquella. 4. Una agenda para el desarrollo: el nuevo patrón productivo Aún el más somero examen del desempeño económico argentino de las últimas décadas revela un panorama decepcionante. Se advierten períodos de estancamiento de la actividad económica seguidos por otros de fuerte crecimiento, para luego desembocar en una nueva crisis. Los argentinos han vivido desde mediados de la década del setenta en una economía de suma cero con alta volatilidad. En tanto, el régimen de alta inflación duró decenios, y únicamente pudo ser controlado a principios de los noventa, sólo para que su fantasma reapareciera al despuntar la década siguiente. En estrecha relación con lo anterior, se han registrado persistentes inconsistencias fiscales que fueron financiadas recurriendo sistemáticamente a la emisión monetaria o al endeudamiento: cuando se apeló al primer recurso, se desembocó en períodos de alta inflación o aún episodios hiperinflacionarios; cuando fue el endeudamiento, se alcanzó la estabilidad de precios al coste de acumular una carga financiera que se tornó imposible de sostener. Al fin, la integración a la economía mundial nunca ha dejado de resultar problemática, por razones que ya se apuntaron; cuando, a mediados de los años setenta, se quiso reabrir la economía, los resultados fueron cuanto menos traumáticos. Los Gráficos 3 y 4 proveen adecuadas ilustraciones al respecto. 12 Gráfico 3. Evolución del PIB per cápita argentino como porcentaje del resto del mundo 100 90 80 70 60 50 00 20 95 90 19 19 85 80 19 19 75 70 19 19 60 65 19 19 50 55 19 19 45 40 19 19 30 35 19 25 19 19 20 15 19 19 10 05 19 19 00 95 18 19 85 18 18 90 40 Fuente: Gerchunoff y Llach (2003a). Gráfico 4 (a) (b) Inflación anual Resultado financiero del Sector Público No Financiero (Var. % del IPC, 1914-2003) 300% 1 250% -1 200% -3 150% -5 100% (como % del PBI corriente, 1913-2003) -7 50% -9 0% -11 2002 1998 1994 1990 1986 1982 1978 1974 1970 1966 1962 1958 1954 1950 (c) 1946 1942 1938 1934 1930 1926 1922 1918 1914 -50% -13 Volumen de comercio como % del PBI 60 55 50 45 40 35 30 25 20 15 10 5 - (a precios de 1993, 1885-2003) Fuente: Gerchunoff y Llach (2003b). Es así como la agenda económica del presidente Kirchner, además de las páginas de emergencia, debería contener temas de más largo plazo, herencias del pasado que condicionan el desenvolvimiento económico futuro. Son estos temas los que pretendemos enfocar ahora: eventuales soluciones a los problemas de la emergencia –aquellos relacionados en general con la reconstrucción de relaciones contractuales– no serán tales si no se consolida eficazmente un nuevo patrón productivo fundado sobre la superación de recurrentes obstáculos al crecimiento. Sin desconocer la importancia y dificultades (técnicas y políticas) que encierran medidas como la 13 recontratación de servicios públicos privatizados y la renegociación de la deuda, vamos a trabajar sobre proposiciones que encierran a nuestro entender lo esencial del desafío del gobierno para consolidar un escenario de expansión económica y reducción del desempleo, cuestiones que podríamos abarcar bajo la denominación general de macroeconomía del desarrollo. Estas no son circunstanciales: no dependen de que se enfrente un contexto internacional más o menos favorable para la economía, sino que marcan tareas para sentar las bases del crecimiento en cualquier escenario. ¿Por dónde pasan principalmente estos asuntos pendientes? El crecimiento que observamos hoy se sostendrá en la medida en que pueda responder satisfactoriamente a la “restricción externa” que acompaña a la fase expansiva del ciclo económico. Sabemos algo desde hace tiempo: la economía argentina precisa de crecientes compras externas a medida que se acelera su crecimiento. Para superar los “cuellos de botella” del sector externo, se necesita que las exportaciones crezcan a mayor ritmo –algo que, como hemos visto, no se advierte de manera significativa hasta ahora–. Es ahí donde aparece la inversión: es preciso que no sólo atienda a la expansión productiva en un contexto en el que la capacidad ociosa de distintos sectores19 tiende a disminuir, sino que también esté orientada hacia actividades exportadoras; he aquí todo un potencial para políticas públicas que faciliten el desenvolvimiento del sector privado en estas cuestiones. La pregunta lógica es la siguiente: ¿cómo financiar la inversión requerida? En ausencia de fondos externos de magnitud significativa –a diferencia de lo ocurrido durante la década anterior–, esta carga queda predominantemente en manos del ahorro doméstico: precisamos un esfuerzo de ahorro nacional que no puede darse por supuesto a la luz de la experiencia histórica argentina. Aún si la masa de recursos provenientes del ahorro nacional está disponible, resta asegurar que sirva efectivamente para financiar la inversión: ello depende del desarrollo de un mercado de capitales doméstico. Esto último incluye, por cierto, que el sistema financiero –público y privado– asuma su papel en la asignación de crédito. Todo este proceso tiene lugar en cuanto los recursos se estén reorientando a la producción de bienes que son objeto de comercio internacional, a partir de los incentivos que supone un tipo de cambio real alto. Se trata, entonces, de determinar hasta qué punto es dicha variable manejable por la política económica, y hasta dónde puede ser deseable que lo sea. Si se adopta una posición que reconoce cierto margen para que la política pública influya sobre el tipo de cambio real, se abre un nuevo espacio a ser aprovechado por esta administración y las que la sucedan. Finalmente, no pueden soslayarse dos cuestiones cuyo cuidado también hace que el crecimiento perdure: el balance fiscal y la situación social. En cuanto al primero, luce imperioso satisfacer las condiciones para que los positivos resultados actuales se asienten sobre bases más permanentes. Respecto de la segunda, el esquema que avizoramos supone que las mejoras en los indicadores socioeconómicos tengan lugar, en un grado considerable, bajo la forma de “derrames” desde el crecimiento de la economía real. 4.1 Crecimiento y “restricción externa”: el papel de las exportaciones Cuando planteamos un papel para las exportaciones, no nos referimos tanto al crecimiento liderado por exportaciones,20 sino a que un proceso de crecimiento 19 Pensamos así en una “brecha del producto” decreciente. Tal concepto mide la diferencia entre el producto observado y el potencial, definido este último como el que se obtendría de estar todos los factores de producción de la economía empleados. Para una medición de esta brecha, y las perspectivas de crecimiento sostenible a partir de ella, véase Maia y Kweitel (2003). 20 El llamado “milagro del este asiático” ha sido con frecuencia atribuido al dinamismo exportador de estos países. Esta interpretación, no obstante, ha sido desafiada. 14 liderado por inversión se perpetúe en el mediano y largo plazo sin enfrentarse con la escasez de divisas. Se trata, por cierto, de un desafío de magnitud para la economía argentina. A lo largo de su historia, ha exhibido ciclos de “marchas y contramarchas”: expansión basada en el crecimiento de la demanda agregada, a continuación frenada por la incapacidad de la economía para superar “cuellos de botella” generados a partir de esa misma expansión. Típicamente, la “contramarcha” se originaba en que el crecimiento requería una mayor cantidad de importaciones, lo que llevaba a resultados negativos del balance comercial que, al no poder financiarse con nuevas divisas, desembocaba en una crisis de balanza de pagos. Bajo distintas formas, este condicionamiento estructural de la economía argentina ha estado presente desde al menos los años cuarenta del siglo XX.21 La expansión de las exportaciones debe, precisamente, atender a este riesgo: que el crecimiento observado en la coyuntura actual no desemboque en un nuevo episodio del conocido ciclo de marchas y contramarchas. Durante la década de 1990, el boom de consumo e inversión estuvo financiado por el masivo ingreso de capitales, mientras las exportaciones comenzaban a mostrar, especialmente durante la segunda mitad del decenio y como resultado de las inversiones, un marcado incremento. Al revertirse el movimiento de capitales, el ciclo entró en una fase abiertamente recesiva.22 Ahora, limitado el país en los flujos futuros de endeudamiento externo, las exportaciones tienen que pagar los insumos y bienes de capital importados necesarios para aumentar la producción (más, por supuesto, los servicios de la deuda externa). Si las exportaciones se expanden pobremente, el crecimiento de la economía será modesto, y pobres serán los efectos derrame sobre las variables socioeconómicas. Todavía hay cierto margen de tiempo: aún resta capacidad ociosa y un nivel de superávit de cuenta corriente que invalida pensar en una crisis de balanza de pagos en el corto plazo, tal como ilustran los datos de esta recuperación comparada con otras. Sin embargo, si tenemos en cuenta que en alrededor de dos años el excedente de cuenta corriente ya no será tal, esta cuestión se vuelve de primer orden. A la luz de la experiencia de las últimas décadas, se corrobora la relevancia de impulsar el dinamismo exportador.23 Desde mediados de la década de 1970 hasta mediados de la del noventa, las ventas argentinas al exterior permanecieron virtualmente estancadas en volumen. Sólo en la segunda mitad del último decenio se percibe un “despegue” de las cantidades exportadas, que no puede disociarse de un importante flujo de proyectos dedicados a incorporar tecnología, mejorar la calidad de los equipos y, en general, ampliar la capacidad productiva de los productores de bienes transables. Dicho flujo estuvo incentivado en parte por el menor precio de los bienes de capital y en parte por la percepción optimista –que se revelaría equivocada– sobre la expansión de la actividad económica. Hacia el final de la década y el comienzo de la siguiente aparecieron nuevos signos de estancamiento, los que no hacen esperar tanto una contracción del nivel de las ventas externas como su relativa inmovilidad. 21 Para una aplicación histórica de este argumento, quizá la primera desarrollada sistemáticamente, véase Díaz Alejandro (1975), cap. 7; en Gerchunoff y Llach (2003b) se incluye un estudio de las alternativas de política económica ensayadas ante este y otros problemas hasta la actualidad. 22 Para una caracterización de los “frenazos súbitos” del nivel de actividad relacionados con los movimientos de capitales, véase Calvo et al. (2003). El argumento básico discurre como sigue: los movimientos de capital financian en las economías emergentes buena parte del consumo y la inversión. Cuando, por algún motivo, los capitales externos se retiran, el efecto se siente no sólo directamente (lo que podría ocurrir, después de todo, en economías desarrolladas), sino también indirectamente a través del efecto que tiene el tipo de cambio real sobre las hojas de balance de actores económicos con significativos montos de deuda denominada en moneda extranjera (lo que sí es una característica más propia de economías emergentes). 23 Sobre esta cuestión, este párrafo y el siguiente se basan en la discusión desarrollada por Svarzman y Rozemberg (2004). 15 Al fin, ¿cómo poner en marcha las exportaciones? Aquí surgen consideraciones tanto del lado de la oferta como del lado de la demanda. En cuanto a las primeras, estimaciones recientes revelan que los sectores que pueden, dada la capacidad de producción actual, expandir el nivel de ventas externas, tendrían un efecto sobre las exportaciones del 15% al 20% respecto de los valores registrados en 2002.24 Se estaría así lejos de un despegue de consideración. Ello desemboca en la necesidad de realizar inversiones que aumenten la capacidad de producción de bienes exportables. Del lado de la demanda, se abren también varios frentes. Se trata, por una parte, de que en las negociaciones internacionales, el gobierno conozca –tomando en cuenta las posibles restricciones de oferta– para qué productos negociar cuotas en los distintos bloques regionales; no sirve la mera negociación para la apertura de mercados hasta ahora inaccesibles si no se conoce, en primer lugar, cuáles de ellos es posible abastecer adecuadamente. Esto requiere un alto grado de colaboración con las empresas para que el gobierno disponga de información cierta. Se trata también de examinar cómo se desenvuelve la integración de Argentina con otros países, y cómo ello afecta a las ventas externas. ¿Qué sociedad comercial conviene a Argentina? ¿Si elige integrarse con un país desarrollado, puede alcanzar más rápidamente el desarrollo que si lo hace con otro de su misma condición? Es muy difícil elegir a los socios y depositar en esa sociedad la clave del crecimiento. Argentina no eligió a Inglaterra a fines del siglo XIX; Canadá tuvo la suerte de estar instalado en un vecindario privilegiado; Australia se encontró con que la “tiranía de la distancia” ya no era tal cuando Asia se convirtió en la región más dinámica del mundo. A Argentina le ha tocado, en un mundo de bloques regionales, el volátil y turbulento Brasil, así como a Brasil le ha tocado la turbulenta y volátil Argentina. La sociedad con Brasil es inevitable, aunque llena de dificultades. Y es inevitable por varios motivos: parece difícil que un país pueda hacerse rico en un vecindario pobre, sólo por comerciar con países desarrollados –esto es, la convergencia de tasas de crecimiento tiende a darse de manera regional25–; el Mercosur, aunque bien lejos de estar consolidado, muestra efectos deseables sobre las exportaciones argentinas, tales como su creciente diversificación,26 y constituye un entorno potencialmente beneficioso para la innovación tecnológica en la industria;27 al fin, un mundo en el que se negocia crecientemente sobre la base de regiones parece apuntar en la dirección de este tipo de sociedad. Habrá que partir de estos datos para luego trabajar en el objetivo de una integración más profunda y más conveniente para la Argentina y de una negociación común del Mercosur con el resto del mundo. 4.2 La inversión: hacia un salto cualitativo y cuantitativo Como hemos puesto de relieve, el crecimiento de la inversión ha sido fuerte. Sin embargo, tal proceso no ha sido homogéneo en los diferentes sectores productivos. ¿Quién invierte hoy en Argentina? ¿Hay nuevos actores empresariales y sociales involucrados en este proceso? ¿Cuál es su magnitud e importancia? De manera muy simplificada, podemos decir que hoy en Argentina invierten quienes tienen proyectos que no implican altos compromisos de capital hundido,28 y se orientan a la producción 24 Véase Svarzman y Rozemberg (2004). Cabe preguntarse por qué este argumento no se aplicaría al caso chileno, con quién no sugerimos una sociedad comercial en lo inmediato. Chile ha mostrado altas tasas de crecimiento pero proviniendo de una posición relativamente “rezagada” en cuanto a PIB per cápita en Latinoamérica. 26 Sanguinetti et al. (2004) proveen evidencia empírica respecto de estos efectos de diversificación, y los explican por las preferencias tarifarias y las economías de escala. 27 Respecto del Mercosur como entorno potencialmente beneficioso para la innovación industrial, véase Anlló, Peirano y Ramos (2004). 28 Se habla de capital hundido por extensión de la expresión “coste hundido”, referida a costos que, una vez incurridos, resultan imposibles de revertir. 25 16 de bienes transables: típicamente, el sector agropecuario (donde, por definición, ya se hundió la tierra) y muchas pequeñas y medianas empresas, algunas de las cuales son de reciente nacimiento. El desafío es activar la inversión que hoy no se realiza: aquella que insume un monto muy significativo de capital, y cuya ejecución está condicionada por la memoria de la alta volatilidad, así como por la falta de percepción de un marco de “normalidad” macroeconómica, en particular en lo que se refiere a un tipo de cambio real “normal” a futuro. La inversión pendiente incluye la puesta en marcha de proyectos en sectores tales como los bienes industriales homogéneos, así como la reactivación de los proyectos de infraestructura. El Gráfico 5 resume en una matriz las que son a nuestro entender las claves para poner en marcha la inversión orientada a exportaciones. Resulta claro que las PYMES que insumen poco capital son las que están sosteniendo la inversión: se trata de un conjunto heterogéneo de empresas –del campo y la ciudad– que aprovechan las ventajas competitivas argentinas: recursos naturales y capital humano. Conforman un amplio abanico de actividades: desde el chacarero que siembra soja –incentivado por el boom de precios de ese cereal– hasta firmas con capacidad innovadora que ponen en marcha emprendimientos de confecciones, de diseño, de desarrollo de la frutihorticultura, de alimentos diferenciados, de turismo, de software, todas ellas ilustradas en el cuadrante “sudeste” de la matriz. ¿Alcanza con esto para que las exportaciones crezcan lo suficiente como para no enfrentar en un plazo no demasiado largo una fase de freno luego del arranque? No: hace falta también avanzar hacia inversiones en industrias que no “den la espalda” a las ventajas comparativas del país, y que necesitan involucrar una cuantía significativa de capital: las pertenecientes al complejo forestal-maderero, a la minería, a la biotecnología agropecuaria, a los bienes industriales homogéneos –siderurgia, aluminio, petroquímica–. Cuando el conjunto de estos sectores enfrenten un coste de capital más bajo que el de hoy y tengan una noción de normalidad sobre los precios relativos, estarán dadas las condiciones para un nuevo salto de la inversión y, eventualmente, de las exportaciones. La flecha que parte del cuadrante “noroeste” del cuadro muestra ese posible salto, mientras que la que parte del cuadrante “sudeste” ilustra el peligro de no incorporar adiciones a la capacidad productiva de bienes transables, lo que derivará –a través de los “cuellos de botella” señalados antes– en una fase recesiva en el mediano plazo, y por lo tanto en una situación de baja inversión en todos los sectores. Gráfico 5. Inversión y exportación en el nuevo patrón productivo Nivel de inversión Bajo Alto Alto Monto de “capital hundido” Bienes industriales homogéneos Complejo forestal-maderero Minería Biotecnología agropecuaria Donde estamos hoy Agro/PYMES (basadas en recursos naturales y capital humano) Bajo La evidencia con que se cuenta corrobora parcialmente lo expuesto: observando las importaciones de bienes de capital por sector –variable directamente asociada a la 17 inversión– advertimos que las empresas agrarias son por lejos los actores que más han demandado productos importados destinados a ampliar su capacidad productiva. Tras reducir su demanda de bienes importados en un 90% entre 1998 y 2002, durante 2003 la incrementaron en más del 600%. Asimismo, observando la composición de dichas importaciones entre bienes transables y no transables, se comprueba un flujo mucho más “equilibrado” entre ambos tipos de productos en comparación con la década de los 90. Sin embargo, todo esto no alcanza: después de caer un 80%, la demanda de bienes de capital importados de la industria manufacturera se ha recuperado tan sólo un 50%, ubicándose marcadamente por debajo de los niveles que registraba en 1998; por supuesto, detrás de estas cifras hay una fuerte recuperación del uso de la capacidad instalada –buena parte de la cual había devenido ociosa en el transcurso de la recesión– y una sustitución de capital por trabajo. Aún así, basta a nuestro entender para ilustrar que la inversión en bienes industriales transables aún debe ser puesta en marcha de manera generalizada. Si el involucramiento de grandes bloques de inversión en algunos sectores clave para el desarrollo exportador se está produciendo lentamente, ¿qué puede hacer la política pública para aumentar la inversión allí donde está comprimida? La renegociación de la deuda externa puede ayudar: las empresas volverían a obtener financiamiento para sus proyectos en Argentina sin cargar con el peso muerto del riesgo soberano, que se traduce en un mayor coste de capital. También la persistencia en el rumbo económico seguido hasta aquí (en cuanto comprende políticas monetarias y fiscales prudentes, más un tipo de cambio real alto sin cierre de la economía) puede operar en la dirección deseada. ¿Serán esas medidas suficientes? ¿Habrá inversiones en sectores que requieren altos volúmenes de capital recuperables sólo en tiempos largos en una economía tan volátil? Arriesguemos aquí un punto controvertido: quizá se requiera en el futuro alguna forma de subsidio a la inversión. El mismo Fondo Monetario Internacional, en un documento reciente, se ocupa del papel del sector público en la formación de capital. Detalla cómo ha descendido la participación de la inversión pública en el producto a lo largo de las últimas tres décadas en Latinoamérica, sin que la inversión privada haya ocupado completamente ese lugar; en vista de que ello afectaría objetivos de crecimiento, propone entonces que, junto con la evaluación del resultado fiscal y la deuda pública, “se den pasos para promover la inversión pública productiva”.29 Sin embargo, el Estado no puede hoy –dada su insolvencia, y a diferencia de lo ocurrido hasta finales de la década de los 70– ofrecer ese subsidio sino en un grado muy limitado: quedan así severamente restringidos en su alcance real emprendimientos como la recientemente creada Empresa Nacional de Energía, o los fondos fiduciarios destinados a proyectos de inversión estatal en infraestructura. Es posible, a pesar de todo, concebir un papel para el gobierno en la inversión si este se ocupa de “generar confianza”, a través del establecimiento de reglas de juego claras. Pueden plantearse al menos dos formas de generar tales reglas. En la primera, el gobierno postula pautas de manera unilateral, mientras que el sector privado desempeña un papel más pasivo, primero aguardando y luego respondiendo –con más o menos inversión– de acuerdo a los incentivos generados por las nuevas señales.30 En la segunda, las normas surgen como resultado de la interacción entre el 29 Véase FMI (2004). Al respecto, un ejemplo de interés es el régimen de Convertibilidad: éste alentó la celebración generalizada de contratos en moneda extranjera, en una economía sujeta a fluctuaciones significativas del tipo de cambio real. Tanto la estabilización de precios como la percepción de que el crecimiento a tasas altas había llegado para quedarse incentivaron la celebración de contratos –desde arreglos entre individuales como ventas y alquileres hasta la toma masiva de crédito interno y externo– cuyo cumplimiento no era independiente del “estado de naturaleza” en que terminara hallándose la economía; 30 18 gobierno y el sector privado. Puede argüirse que es en el segundo caso –con coordinación explícita y previsible entre gobierno y empresas– cuando se favorece la realización de inversiones que conllevan un alto nivel de capital hundido como las que aquí se consideran necesarias.31 La cuestión del desarrollo de una industria orientada al sector exportador trae consigo un dilema que atraviesa buena parte de la historia argentina contemporánea, y plantea un desafío: el de una producción manufacturera integrada a las ventajas comparativas de la economía. Como señalan Gerchunoff y Llach (2003a), la política económica argentina de los últimos ciento veinte años está marcada por el conflicto entre equidad y crecimiento: en un país productor de alimentos exportables, la primera se ha basado siempre en un bajo precio para estos –pues son un componente básico de la canasta de consumo–, entrando más de una vez en conflicto con el desarrollo de actividades exportadoras. En tanto, cuando el crecimiento dejó de estar motorizado casi exclusivamente por las ventas externas, la necesidad de crear una industria propia y a la vez mantener la equidad, llevó al desarrollo de una industria “de espaldas” a las ventajas comparativas. Cuando el país quiso industrializarse, lo hizo con un sesgo anti-exportador; y cuando quiso exportar y abrir la economía, lo hizo al coste de destruir capital industrial o retrasar su desarrollo. La puesta en marcha de un desarrollo industrial que se eslabone con la producción primaria y pueda así superar este dilema es sin duda uno de los caminos a seguir por la política económica.32 4.3 El ahorro doméstico: “vivir con lo nuestro” La economía argentina no contará con recursos externos tan altos como los del pasado reciente para financiar el proceso de inversión que se ha detallado hasta aquí. Es entonces necesario mantener una alta tasa de ahorro doméstico: pasar, en buena medida, a vivir con lo nuestro en lo que a fondeo de la inversión se refiere. Ciertamente, la tasa de ahorro se ha incrementado marcadamente desde 2001, como se observa en el Gráfico 6. A juzgar por la experiencia histórica, sin embargo, no es seguro que este incremento pueda mantenerse por plazos muy largos. ¿Qué factores juegan a favor de un ahorro alto, y qué puede hacer el gobierno para mantenerlo? Algunos determinantes del ahorro han cambiado en el sentido requerido. La crisis ha alterado la percepción de la riqueza en nuestra economía: un sistema económico cuyos actores se ven a sí mismos súbitamente más pobres que en el pasado tiende a registrar un nivel de ahorro mayor. Además, el mantenimiento de un tipo de cambio real alto ha redistribuido ingresos hacia quienes tienden a ahorrarlos en mayor proporción: típicamente, los tenedores de activos que se revaluaron en moneda local. Se trata de un patrón distributivo que se revertirá sólo muy lentamente durante los próximos años. Finalmente, el hecho de que el Estado mantenga un persistente superávit fiscal nuevamente implica transferir recursos hacia un actor económico que ahorra más desde otros que ahorran relativamente menos. por el contrario, llevar a buen término tales arreglos dependía de la continuidad del crecimiento y la estabilidad del tipo de cambio real (en tanto, por ejemplo, variaciones en éste iban de la mano de cambios en la riqueza de agentes endeudados en moneda extranjera). Para una visión de la Convertibilidad a lo largo de estas líneas, véase Galiani, Heymann y Tommasi (2003). 31 El proceso de privatizaciones y reformas pro-mercado que se llevó a cabo durante la década de 1990 fue, precisamente, un ejemplo de la coordinación explícita entre el sector público y el privado. 32 Tal como se detalla en Kacef (2004). 19 Gráfico 6. Financiación nacional y externa de la Inversión (% del PBI, 1993-2003) 20.1% 13.6% 2.5% 4.2% 4.8% 19.5% 14.2% 4.2% 3.1% 1.4% 15.1% 14.4% 14.2% 2.0% 16.1% 16.2% 17.9% 4.3% 16.6% 19.9% 19.9% 10% 19.1% 15% 17.1% 19.4% 16.5% 12.0% 15.6% 18.1% 16.2% 20% 18.0% 25% 5% 0% 3.4% -5% -5.0% 2003 2002 2001 2000 -9.1% 1999 1998 1997 1996 1995 1993 -15% 1994 Inversión (Bruta interna fija, % PBI) Ahorro Nacional Ahorro Externo -10% Junto a estos factores que operan a favor de una mayor tasa de ahorro local, se cuenta con la historia de países vecinos que atravesaron experiencias similares. Entre 1985 y 1995, Chile creció a una tasa anual promedio del 7,7%. En 1985 la inversión representaba el 18% del PIB y el ahorro nacional el 21% del mismo, y durante los tres primeros años de recuperación fue el ahorro doméstico el que financió la inversión. El ahorro externo se mantuvo entonces negativo o nulo, y todavía en 1992 representaba apenas el 2% del PIB. En Chile, la dinámica de crecimiento permitió aumentar la parte del producto destinada a la inversión sin que ello se convirtiera en un obstáculo para el incremento del consumo. Queda por asegurar que el ahorro doméstico se vuelque efectivamente a la inversión. Aquí, el reto es desarrollar un mercado de capitales local. Es una labor urgente mientras el sistema financiero no recupere activamente su función como intermediador entre oferentes y demandantes de crédito, lo que no se vislumbra en el corto plazo – pues sólo tímidamente comienzan a observarse indicios de recuperación en el crédito– ni resulta esperable a la luz de la experiencia. Argentina muestra una relativamente baja participación del sistema financiero en la intermediación crediticia,33 tanto a lo largo del tiempo como en comparación con otras economías en desarrollo. Mientras en Brasil el crédito al sector privado asciende al 30% del producto, y en Chile a más del 60%, en Argentina representa un casi insignificante 7% del PIB. Medido en euros, se trata de unos 8.000 millones, de los cuales sólo 3.000 millones están destinados al crédito comercial. Buscando alguna experiencia de evolución de crédito posterior a una crisis en Latinoamérica, encontramos que en México el crédito nunca regresó a los niveles previos a la crisis del Tequila. Todo esto habla a las claras de la necesidad de un mercado doméstico de capitales. Y si acaso faltaran razones, tampoco puede obviarse que un mercado de tales características podría facilitar la desdolarización de las hojas de balance, favorecer un ámbito en que puedan generarse obligaciones en pesos “calzadas” con acreencias en la misma moneda. En definitiva, no es desatinado pensar en un escenario en que Argentina pueda crecer a través de una inversión financiada en su mayor parte con recursos locales. Ello, 33 El bajo grado de intermediación financiera (y, en general, el bajo desarrollo de un mercado de capitales), debe atribuirse a causas inmediatas como la debilidad institucional y la volatilidad macroeconómica, que a su vez resultan de múltiples causas; Fanelli (2004) relaciona aquellas con los cambios en el escenario internacional, y así determina que un pilar básico de cualquier política de desarrollo financiero en la Argentina debe ser una integración económica adecuada. 20 ciertamente, no supone reeditar experiencias de economía cerrada, sino más bien reconocer que –mientras el país no tenga de nuevo acceso relevante a los mercados internacionales de capital– será necesario un esfuerzo de ahorro nacional para dar recursos a la inversión. Tal esfuerzo rendirá frutos siempre y cuando haya podido reavivarse un mercado de capitales local. 4.4 El tipo de cambio real: ¿instrumento de política o señal del mercado? El escenario de crecimiento que se plantea aquí –y que poco a poco va explicitando el gobierno– presupone que los recursos se están orientando a la producción de bienes transables, movidos por los incentivos que presenta un tipo de cambio real más alto que en el pasado. La pregunta surge casi inmediatamente: ¿es en efecto el tipo de cambio real el centro de una nueva etapa de desarrollo, susceptible de ser fijado por la política económica, o es más bien una variable endógena sobre la que nada se puede o debe hacer? Quienes sostienen que es mejor dejar hacer al mercado, no sólo aplican a este caso particular la idea de que no debe interferirse con la información transmitida en el mercado de cambios, sino que también ponen en duda la efectividad del tipo de cambio real para estimular las exportaciones. En la posición opuesta, se sitúan quienes abogan por un objetivo de tipo de cambio real a ser perseguido por la política económica, aún a costa de mayor inflación. Quizá la respuesta prudente resida en una posición intermedia: reconocer el papel del tipo de cambio real como incentivo para la producción de bienes transables, y pensar en una intervención que, aunque no pretenda ni pueda determinar su tendencia, apunte a suavizar oscilaciones de corto plazo, y ubicarlo en niveles compatibles con objetivos de crecimiento. Si una postura intermedia como la descrita es la adoptada, es lícito preguntarse qué políticas influyen sobre el tipo de cambio real. El gobierno actual estará así pensando en tres grandes grupos: políticas monetarias, fiscales y de control de capitales. La política monetaria utiliza reservas para sostener cierto nivel de tipo de cambio nominal; China y otros países asiáticos son hoy el paradigma del uso de esta herramienta. Se trata de una política altamente efectiva, pero sostenible sólo en la medida en que la emisión monetaria que tiene lugar como contrapartida de las compras de divisas no acarree presiones sobre los precios de los bienes o de los activos. Para ilustrar estas cuestiones, piénsese en una situación del mercado laboral tal que provoque presiones sobre los salarios y luego sobre precios. Lo dicho pone un claro límite sobre la implementación de esta política en Argentina: mientras, por ejemplo, China cuenta con 200 millones de trabajadores rurales subempleados y no integrados al sector moderno de la economía, Argentina ya posee un sector agrario capitalista bien estructurado y sin reservas excedentes de mano de obra. En ese escenario, es difícil pensar en que el alto desempleo se prolongue por largo tiempo si el país sigue creciendo. De esta manera, usar la herramienta monetaria para orientar el tipo de cambio real será menos eficaz y más inflacionario aquí que en la región asiática.34 34 Este papel que se adjudica al tipo de cambio real no está lejos del que se encuentra en varias experiencias recientes de desarrollo en Asia. Allí, se han seguido políticas de tipo de cambio real sistemáticamente subvaluado para estimular el crecimiento de industrias de exportación, siguiendo los pasos de Europa en las décadas de 1950 y 1960, tal como ponen de relieve Dooley, Fokerts-Landau y Garber (2003 y 2004). Sin embargo, Eichengreen (2004) señala que la combinación de tipo de cambio real alto y abultado ahorro doméstico no garantiza la orientación de la inversión hacia el sector transable, en presencia de mercados financieros desregulados que pueden dar origen a “burbujas” en los precios de bienes no transables. Quizá pueda resultar una preocupación para el caso argentino en el largo plazo, pero en ausencia de un sistema financiero y un mercado de capitales desarrollados, no debería surgir como inconveniente en el corto plazo. Eichengreen también señala que las experiencias de crecimiento liderado por exportaciones han mostrado significativos costes, y ello hace que los gestores de política económica empiecen a mirarlas con recelo y busquen desarrollar una base más diversificada; pero ir más allá de un esquema de crecimiento basado en exportaciones es, precisamente, uno de los puntos centrales de la agenda esbozada aquí. 21 En contraste con la política monetaria, la fiscal hace su trabajo sobre el tipo de cambio más débilmente, pero de forma más duradera. El superávit fiscal permite comprar activos externos (típicamente, divisas para el pago de deuda), lo que tiene un efecto análogo al descrito antes; a la vez, conlleva un control sobre la demanda agregada que pone un “techo” sobre los salarios y, en general, sobre los precios de los bienes no transables. En palabras de ffrench-Davis y Villar (2003), “con superávit fiscal, el gobierno puede parcialmente compensar los efectos de los influjos de capitales reduciendo su deuda pública durante los períodos de boom, como Chile hizo de hecho hasta 1997”; por cierto, no se trata de un período de entrada de capitales el que nos preocupa hoy, pero sí uno en que el superávit comercial implica una oferta tal de divisas que presiona hacia la apreciación de la moneda doméstica. Más adelante, solucionado el problema de la deuda, no puede excluirse que las autoridades económicas argentinas tengan que enfrentarse con un mayor influjo de capitales y con una consecuente mayor presión a la revaluación de la moneda. En ese caso, la regulación del movimiento de capitales es otra alternativa;35 pero ¿acaso sabemos cómo se hace? ¿Puede ser una solución puramente nacional que no requiera de coordinación con otros países? Es útil al respecto examinar otra vez la experiencia de Chile. Varios trabajos36 han corroborado que los controles de capitales aumentaron la diferencia entre las tasas de interés internas y externas, redujeron los flujos netos de capitales, y prolongaron la madurez de los pasivos externos. En tanto, los efectos sobre el tipo de cambio real no han sido concluyentes. Sin embargo, varios trabajos exhiben resultados a favor de haber evitado rápidas apreciaciones del tipo de cambio real, seguidas por depreciaciones: los controles suavizaron la volatilidad de dicha variable. A partir de la experiencia chilena, entonces, no puede descartarse la acción de los controles para moderar la entrada de capitales y sus efectos sobre el tipo de cambio real. Cabría pensar en la aplicación de alguna medida de este estilo, desde luego no dirigida a flujos de largo plazo como la inversión directa extranjera, para cuando se despejen ciertas incertidumbres macroeconómicas y Argentina vuelva a recibir capitales. 4.5 Salud fiscal e inflación Cualquier esquema de crecimiento que se pretenda perdurable en el tiempo en Argentina no puede dar por supuesto el balance fiscal. Ya hemos dicho que cuando el Estado no logró financiarse, recurrió sistemáticamente a la inflación o al endeudamiento, y que el abuso de ambos recursos fue sistemáticamente coronado por crisis. Más por necesidad que por virtud, hoy no hay posibilidad de emitir deuda, y el impuesto inflacionario se ha tornado un recurso inaceptable –se abandonó el régimen de Convertibilidad, pero no puede abandonarse la estabilidad de precios–. A estos motivos podemos agregar ahora otro: el superávit fiscal es el instrumento para sostener simultáneamente el tipo de cambio real y estimular el ahorro doméstico. Se torna así crucial consolidar el resultado fiscal positivo sobre bases más permanentes que las actuales. Al respecto, vamos a concentrarnos en dos puntos: cierta discusión sobre el esquema impositivo actual y la distribución de recursos fiscales entre la Nación y las provincias. Se escuchan con frecuencia críticas a la presencia de gravámenes como las retenciones a las exportaciones y el impuesto a las transacciones financieras, dos herramientas surgidas al calor de la crisis de 2001-2002. Más que reclamar la eliminación de estos impuestos “distorsionadores” –después de todo, en teoría todos 35 Alternativa respecto de la cual aún el pensamiento en los organismos internacionales ha cambiado; véase, por ejemplo, Rogoff (2002), quien se refiere a la utilidad que pueden tener los controles de capitales sobre los flujos de corto plazo en el mercado de deuda. 36 Véase, por ejemplo, Gallego, Hernández y Schmidt-Hebbel (1999). 22 lo son– es necesario buscar la forma de implementar un esquema centrado en pocos impuestos. En el caso del sistema argentino, se trataría de concentrar el esfuerzo fiscal en el impuesto a las ganancias y el IVA. Si esa es la intención, las retenciones a la exportación como instrumento pueden estar aquí para quedarse, al menos en el sector agropecuario: en la medida en que se las tome como pago a cuenta del impuesto a las ganancias, puede combinarse su relativamente mayor facilidad para la recaudación, junto con el efecto de gravar ganancias y no la actividad exportadora en sí. Es importante remarcar que este uso de las retenciones reconoce que el tipo de cambio puede ir descendiendo tendencialmente hacia un nivel menor, y es entonces cuando la implementación de esta medida resulta más útil; lo mismo ocurriría si no se sostienen los altos precios de bienes agrarios indiferenciados como la soja: en cualquiera de estos dos casos, ante menores ingresos reales para los exportadores, no se “castigan” las ventas en sí sino las ganancias que ellos obtengan. Del lado de los egresos es manifiesto que el gasto tendrá que permanecer bajo control. Se trata de un desafío no menor en medio de una situación social llena de urgencias, y un contexto en el que habrá presiones razonablemente fundadas para la implementación de alguna forma de subsidio a la inversión. Esto es especialmente relevante en lo que hace a la relación fiscal entre el Estado nacional y las jurisdicciones provinciales. Tiende a afirmarse simplificadamente que la Argentina es un país unitario o centralista en cuanto a la recaudación y federal en cuanto al gasto: si la Nación es la unidad que recauda la mayor cuantía de recursos, son las provincias las jurisdicciones que deciden el destino de buena parte de los mismos. Ello ha llevado a repetidos e infructuosos intentos de reforma del llamado “régimen de coparticipación impositiva”, y en la actualidad el tema es una fuente de conflictos por el reparto de los recursos entre la poderosa provincia de Buenos Aires y el gobierno nacional. Sin embargo, quizá valga la pena plantear el tema en una dimensión menos ambiciosa: la de un pacto fiscal entre la Nación y las provincias que distribuya las cargas del pago de la deuda, lo que se revela aún más importante después de que las deudas provinciales han sido nacionalizadas. Hay aquí un problema de secuencia: si se hace un arreglo con los acreedores sin cerrar tal acuerdo, hay algún riesgo de que el acuerdo por el reparto de la carga no llegue nunca, implicando una inequitativa presión sobre las finanzas nacionales respecto de las provinciales. Finalmente, ya hemos anotado cómo el superávit fiscal obra a favor de sostener el tipo de cambio real; pero la afirmación inversa también se aplica: el tipo de cambio real alto es sinónimo de “salud fiscal”. Si aceptamos que el gasto público puede asimilarse en su totalidad a salarios, un tipo de cambio real más alto asegura un nivel de gasto inferior; en tanto, los ingresos públicos se nutren de fuentes transables y no transables más o menos por igual. Un tipo de cambio alto, entonces, implica más altos ingresos y más bajos egresos del fisco. 4.6 El crecimiento y la dimensión socioeconómica Un marco macroeconómico de alto tipo de cambio real con apertura de la economía, estímulo a la inversión en bienes transables –financiada con ahorro doméstico–, y diversificación de exportaciones, supone que el empleo y la distribución del ingreso mejoren a partir del “derrame” proveniente del crecimiento. Ciertamente, hay muchas herramientas fiscales con las que se puede influir sobre las variables socioeconómicas, y Argentina cuenta con un número de ellas ya disponibles, tales como los programas sociales –el más conocido y reciente de los cuales es el plan “Jefes y jefas de hogar”–. Sin embargo, ¿será pedir demasiado que el crecimiento contribuya significativamente a disminuir el desempleo y la pobreza? La experiencia argentina indica que esto es esperable. Así como en la década anterior hubo una significativa reorientación de la producción hacia el uso de capital –en vista de que éste se hizo relativamente más barato con la apertura económica y el tipo de cambio 23 bajo–, el proceso de crecimiento que esbozamos para la Argentina hace prever una mayor intensidad en el uso del trabajo, que se manifestará a medida que se incorpore a nuevos empleos la población actualmente desocupada. Desde ya, hay una serie de situaciones estructurales que requieren una acción permanente e independiente de las alternativas del ciclo económico: las reformas de la década de 1990 dieron lugar a la obsolescencia de capital humano para un segmento significativo de la población, que difícilmente pueda reinsertarse en el mercado de trabajo;37 muchos trabajadores perdieron calificaciones de manera definitiva. Asimismo, ciertas regiones del país presentan una dinámica alarmante en términos de indicadores socioeconómicos, que estaría lejos de solucionarse rápidamente.38 Aún así, una etapa de crecimiento basada en un tipo de cambio real más alto que en el pasado y el mantenimiento de la apertura económica abre un potencial para disminuir ciertas disparidades regionales: bajo este esquema, pueden beneficiarse tanto las provincias cuyas economías están basadas en la explotación de recursos naturales como aquellas más asociadas a la producción de bienes competitivos de importaciones. 5. Conclusiones: estilos múltiples, agenda única El gobierno de Kirchner exhibe varios estilos de gestión, que hacen pensar en la falta de una dirección única de la política económica. Sin embargo, esta ambigüedad se ha revelado funcional a la acumulación de sustento político, y hasta cierto punto a la marcha de la recuperación. Nos hallamos frente a una gestión que, hasta ahora, no reniega de elementos de racionalidad económica, por más que el discurso presidencial parezca negarla por momentos. El punto importante es que ese cierto divorcio entre la retórica y los hechos no impide que las medidas requeridas para afrontar los desafíos económicos sean efectivamente tomadas. La multiplicidad de estilos no implica una diversidad de agendas. La agenda de la política económica no es una que la administración actual pueda elegir o diseñar a su arbitrio, y consta de dos pilares básicos. Uno es el que se vincula con dar solución a aquellos temas originados por la ruptura de contratos, tales como las tarifas y el marco regulatorio de los servicios públicos privatizados, y la renegociación de la deuda impaga. El segundo se refiere a atender cuestiones de la macroeconomía del desarrollo, tras haber tenido éxito en reanimar la economía. En la reconstrucción de contratos –tarifas y deuda– se está avanzando en la dirección correcta, más allá de las vacilaciones. Si es cierto que se han demorado decisiones sobre asuntos de gravedad como la situación energética, también lo es que la política económica se ha conducido aquí con un gradualismo en cuya ausencia el crecimiento hubiera sido sofocado. Tampoco puede obviarse que el hecho mismo de que la reconstrucción contractual esté en el centro de la escena habla de una situación en la que se han puesto en orden las urgencias de la macroeconomía. Trabajar sobre las condiciones para un crecimiento que perdure a lo largo del tiempo incluye tareas que aún se tienen por delante. Se trata de superar problemas de antigua data de la economía argentina que la han condicionado recurrentemente, de hacer lo necesario para no recaer en el ya conocido ciclo de marcha y contramarcha: 37 Ello ha tenido consecuencias directas sobre el mercado laboral y la distribución del ingreso, hoy ubicada en niveles históricamente altos. Una adecuada caracterización de la situación de la distribución del ingreso en Argentina está fuera de los límites de este trabajo; al respecto, consúltese a Gasparini, Marchionni y Sosa Escudero (2001). 38 Para una caracterización de la disparidad regional de ciertos indicadores socioeconómicos, puede consultarse a Aguirre, Calderón y Wlasiuk (2003). 24 una fase de crecimiento ahogada por “cuellos de botella”, que termina con una fase recesiva y no pocas veces inflacionaria. En este sentido, la cuestión es propiciar un proceso de crecimiento sostenible inducido por inversiones, para lo que se precisa crecimiento de las exportaciones orientado por un tipo de cambio real alto, el mantenimiento de la prudencia monetaria y fiscal y la mejoría de la dimensión socioeconómica. Sabemos que el Kirchner “populista” no existe más que en el discurso –y sólo parcialmente dentro de él–, el “nacionalista ortodoxo” sólo parece ser parte de una táctica en las negociaciones con organismos y acreedores externos, mientras que la diferencia entre lo hecho hasta ahora y los temas estructurales aquí señalados marca el camino a seguir para que esta administración oriente un proceso de desarrollo en economía abierta. Pablo Gerchunoff, profesor plenario e investigador, Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires. Horacio Aguirre, investigador, Fundación PENT, Buenos Aires. 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