El viejo remedio

Anuncio
El viejo remedio
Por: William Ospina
El Espectador, 3 de octubre de 2010
YO SÉ QUE QUIEREN QUE NOS ALEGREmos con la muerte de Pablo Escobar. Yo sé que
quieren que nos alegremos con la muerte del Mono Jojoy. Yo sé que quieren que nos
alegremos con la muerte de Marulanda. Y que nos alegremos con la muerte de
Desquite, de Sangrenegra, de Efraín González.
Yo no me alegro. No me alegra la muerte de nadie. Pienso que todos esos monstruos
no fueron más que víctimas de una sociedad injusta hasta los tuétanos, una sociedad
que fabrica monstruos a ritmo industrial, y lo digo públicamente, que la verdadera
causante de todos estos monstruos es la vieja dirigencia colombiana, que ha sostenido
por siglos un modelo de sociedad clasista, racista, excluyente, donde la ley “es para los
de ruana”, y donde todavía hoy la cuna sigue decidiendo si alguien será sicario o
presidente.
Tanto talento empresarial de ese señor Escobar, convertido en uno de los hombres
más ricos del mundo, y dedicado a gastar su fortuna en vengarse de todos, en hacerles
imposible la vida a los demás, en desafiar al Estado, en matar policías como en
cualquier película norteamericana, en hacer volar aviones en el aire: tanta abyección
no se puede explicar con una mera teoría del mal: no en cualquier parte un malvado se
convierte en semejante monstruo.
Y tanto talento militar como el de ese señor Marulanda, que le dio guerra a este país
durante décadas y se murió en su cama de muerte natural, o a lo sumo de desengaño,
ante la imposibilidad de lograr algo con su inútil violencia, pero que se dio el lujo triste
de mantener a un país en jaque medio siglo, y de obligar al Estado a gastarse en
bombas y en esfuerzos lo que no se quiso gastar en darles a unos campesinos unos
puentes que pedían y unas carreteras.
Yo sé que quieren hacernos creer que esos monstruos son los únicos causantes del
sufrimiento de esta nación durante medio siglo, pero yo me atrevo a decir que no es
así. Esos monstruos son hijos de una manera de entender a Colombia, de una manera
de administrarla, de una manera de gobernarla, y millones de colombianos lo saben.
Por eso Colombia no encontró la paz con el exterminio de los bandoleros de los años
cincuenta. Por eso no encontró la paz con la guerra incesante contra los guerrilleros de
los años sesenta. Por eso no encontró la paz tras la desmovilización del M-19. Por eso
no conseguimos la paz, como nos prometían, cuando Ledher fue capturado y
extraditado, y cuando Rodríguez Gacha fue abatido en los platanales del Caribe y Pablo
Escobar tiroteado en los tejados de Medellín, ni cuando murieron Santacruz y Urdinola
y Fulano y Zutano y todo el cartel X y todo el cartel Y, y tampoco se hizo la paz cuando
murió Carlos Castaño sobre los miles de huesos de sus víctimas, ni cuando extraditaron
a Mancuso y a Don Berna y a Jorge 40, y a todos los otros.
Porque esos monstruos son como frutos que brotan y caen del árbol muy bien
abonado de la injusticia colombiana. Y por eso, aunque quieren hacernos creer que
serán estas y otras mil muertes las que le traerán la felicidad a Colombia, los
desórdenes nacidos de una dirigencia irresponsable y apátrida, yo me atrevo a pensar
que no será una eterna lluvia de las balas matando colombianos degradados, sino un
poco de justicia y un poco de generosidad , lo que podrá por fin traerle paz y esperanza
a esa mitad de la población hundida en la pobreza, que es el surco de donde brotan
todos los guerrilleros y todos los paramilitares y todos los delincuentes que en
Colombia han sido, y todos los niños sicarios que se enfrentan con otros niños en los
azarosos laberintos de las lomas de Medellín, y que vagan al acecho en los arrabales de
Cali y de Pereira y de Bogotá.
Claro que las Farc matan y secuestran, trafican y extorsionan, profanan y masacran día
a día, y claro que el Estado tiene que combatirlas, y es normal que se den de baja a los
asesinos y a los monstruos. Pero que no nos llamen al júbilo, que no nos pidan que nos
alegremos sin fin por cada colombiano extraviado y pervertido que cae día tras día en
la eterna cacería de los monstruos, ni que creamos que esa vieja y reiterada solución
es para Colombia la solución verdadera. Porque si seguimos bajo este modelo mental,
no alcanzarán los árboles que quedan para hacer los ataúdes de todos los delincuentes
que todavía faltan por nacer.
Más bien, qué dolor que esta dirigencia no haya creado las condiciones para que los
colombianos no tengan que despeñarse en el delito y en el crimen para sobrevivir. Qué
dolor que Colombia no sea capaz de asegurarle a cada colombiano un lugar en el orden
de la civilización, en la escuela, en el trabajo, en la seguridad social, en la cultura, en la
sana emulación de las ceremonias sociales, en el orgullo de una tradición y de una
memoria. Yo, personalmente, estoy cansado de sentir que nuestro deber principal es
el odio y nuestra fiesta el exterminio.
Construyan una civilización. Denle a cada quien un mínimo de dignidad y de respeto.
Hagan que cada colombiano se sienta orgulloso de ser quien es, y no esté cargado de
frustración y de resentimiento. Y ya verán si Colombia es tan mala como quieren
hacernos creer los que no ven en la violencia del Estado un recurso extremo y doloroso
para salvar el orden social, sino el único instrumento, década tras década, y el único
remedio posible para los viejos males de la nación.
Descargar