Mujeres de ojos grandes: una relectura de los géneros en Latinoamérica Geysa Silva Universidade Vale do Rio Verde (UNINCOR) La mirada diferenciada de Rómulo Gallegos y de Ángeles Mastretta sobre lo femenino en América Hispánica es lo que éste trabajo presenta, al evidenciar las diversas perspectivas y visiones de mundo, que no solo el tiempo histórico, pero también la posición de género verifica al discurso. Entre la devoradora de hombres y las tías de Mujeres de ojos grandes se recorre un itinerário que va de la condenación impuesta a Eva hasta el comportamiento libertário de las mujeres contemporáneas. Aún oscurecidas por la palabra masculina, las mujeres consiguen penetrar en las brechas dejadas por sus opresores e iluminar las páginas literárias con la fuerza de su coraje y de sus deseos. Si como lo pensaba Heráclito, la especie humana se inclina a analizar la realidad en términos de opuestos, se puede percibir que los géneros siempre fueron presentados como un par de elementos que se enfrentan y que mantienen un desafio permanente, haciendo de esa lucha un indicio de lo cuanto son complementos. Así, al lanzar una breve mirada sobre la Historia, se nota que, por siglos, las palabras masculino y femenino fueron citadas para determinar seres diferenciados por el sexo, palabras que por sí propias marcaban con explícito señales de superioridad, aquellos que pertenecieron al primer grupo. Es verdad, que las notícias que se tenían sobre las mujeres eran dadas por la palabra masculina. Al estudiar la condición de las mujeres medievales, nos dice Georges Duby: Las apreciaba. Sabía bien que no vería nada de sus caras, de sus gestos, de su manera de danzar, de reir, pero esperaba percibir algunos aspectos de su conducta, lo que pensaban de sí propias, del mundo de los hombres. No entreví más que sombras, vacilantes, inaprensibles. Ninguna de sus palabras me llegó directamente.Todos los discursos que, en su tiempo, les fueron atribuídos, son masculinos. (DUBY, 2001,p.167.). En el caso de América Latina, la posición inferior femenina, sea social, sea culturalmente, es una fortificante irrecusable (rastro doloroso de la herencia europea y, en particular, del iberismo colonizador. Entre tanto las mujeres se encontraron, a lo largo del tiempo y en todos los lugares, estrategias para defender su identidad, echando mano de artificios que les permitieron soportar y hasta driblar la opresión. Son esas estrategias que se desea examinar en Mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta, comparandolas con la representación de Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. Los cuentos que componen el libro Mujeres de ojos grandes forman una antología de retratos femeninos, de supuestas tías del narrador, que los organiza como si estuviera hojeando un viejo álbum de fotos de família, provocador de recordaciones, llevándolo a juntar añicos de personajes y de escenarios, en un trabajo bric-à-brac, que imprime al texto un sabor de oralidad, volviéndolo el espejo duplicador de historias ya oídas, dentro o fuera de la propia casa. —¿Qué fue, abuela? — le perguntó una de las nietas cuando la vió estremecer con los primeros acordes de la Séptima de Schubert saliendo de la vítrola. Cuarenta años después de la tarde en que conociera a Isaak Webelman. —El de siempre, mi bien, pero ahora debe ser por culpa de un virus, pues ahora todo es virótico. Después cerró los ojos y canturreó, febril y adolescente, la música inacabada de su vida entera. (MASTRETTA, p.60.) La nitidez de forma se suma a la aparente simplicidad de los episodios formadores de los cuentos. Está muy lejos de un lenguaje complejo, como el de un Lezama Lima, o de denuncias sociales y políticas, como las de un Roa Bastos, o de otro autor cualquier del llamado boom hispanoamericano. Aquí la palabra se hace sencilla para revelar el cotidiano y exhibir subjetividades tantas veces ignoradas, en un mundo en que la disonancia entre los géneros es la tónica del mal-estar que prende a las mujeres y busca achatarlas en una superficie única, al indiferenciarlas como apenas objetos del otro masculino. De manera sencilla, casi como si estuviera conversando, Ángeles Mastretta presenta a sus "tías", caracterizándolas de forma única y ofreciendo al lector el diagnóstico instantáneo que se contradice con el tratamiento plano hecho por la tradición social. Se ve como es presentada Tía Charo: Tenía la espalda inquietas y la nuca de porcelana. Tenía el cabello castaño y subversivo, y una lengua impediosa y alegre con que invadía los misterios de la vida ajena. A las personas les gustaba hablarle, porque su voz era una luz y sus gestos transformaban los gestos más insignificantes y las historias menos obvias en palabras precisas (MASTRETTA, 2001. p. 21.). Al revés, esas mujeres van desvelandose por medio de un discurso que actua con delicadeza, sopla detalles de sus personalidades, murmulla hechos simultaneamente accesorios e importantes, pues son acontecimientos que sacan de las "tías" un inexpresivo yo para tornarlo marca singular, y hacen desmoronarse los estereótipos con que la literatura de autoría masculina siempre las designó. Los clichés se apagan y se transforman en tableaux, pero a ellos se acrecentan movimientos que niegan la estaticidad y desenmascaran las caracterizaciones congeladas por la tradición, proponiendo una relectura de los personajes ya consagrados. Es solo comparar cualquiera de ellas con Doña Bárbara, por ejemplo y verse la ruptura radical operada por la ficción hispanoamericana contemporánea, que trae la emergencia de nuevos caracteres y nuevos episodios. De allá vino la trágica guaricha Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes.( GALLEGOS, p.141.1994) La rebeldía de sí propia, Doña Bárbara se transforma en la mujer seductora y calculista para quien la maternidad nada significa (ese es su gran pecado), una especie de Mesalina tropical, entregada a la codicia y a la lujuria. Existe la convicción de que la mujer fue creada para ser, antes de todo, madre, ser una matriz para la germinación de la semilla masculina y, por lo tanto, ese es su papel en el mundo. El narrador intensifica los trazos psicológicos de Doña Bárbara con el propósito resuelto de hacer un fotograma verbal con recursos expresionistas, en que la cólera y la simulación conviven en el objetivo final de la ambición de conquistas amorosas y de posesión de la tierra. Con el apodo de "la devoradora de hombres" que le es dado, se construye todo un capítulo en lenguaje hipérbole, en que la busca utópica por el sentido original de su maldad es toda previamente explicada por los trágicos acontecimientos que sufrió, cuando todavía muy joven: asesinaron su novio y lo brutalizaron seguidamente. Las experiencias vividas de forma tan amarga van construyendo una identidad que el narrador representa como la nueva Lilith insaciable, destructora de quien por ella se apasiona, tomada por el ansia de vengarse de los cazadores de placer. Sin embargo, esa entrega al Mal es apenas la sed de justicia que ella nunca vio efectivada. Se completa de esta manera el diseño de la "mujer-angel exterminador", víctima y oficiante de un rito satánico, que destruye a los que de él participan. Reaparecen, en otras palabras, los trazos de salvajismo y barbarie que los europeos atribuyeron a los indígenas. Esos trazos están ahora asimilados por el propio hombre de la tierra, que paradójicamente realiza el mismo recorrido intelectual que sus colonizadores, para señalar con el conocimiento de culturas diferentes. La construcción de la idea de racionalismo tal vez haya sido el imagen más pervasiva y convincente de la percepción de la diferencia y de su ordenación. Arraigada en el contraste entre la lógica y la superstición, esa imagen se desarrolló aún a principios del siglo XX, cuando el positivismo definió las relaciones del hombre con las otras especies naturales. En todo eso se puede ver resquicios de la teoría evolucionista que proclamaba la unidad humana, ignorando su diversidad y colocando la idea de civilización como sociedad más avanzada. Siendo hija de madre india, por lo tanto, con el agravante de ser mestiza, Doña Bárbara es transformada en hechicera y adquiere las características estereotipadas de la percepción que durante mucho tiempo fortaleció en la civilización occidental: la mujer, como descendiente maldita de Eva, es causadora de las desgracias que alcanzan al hombre. Si la razón es el principio masculino, el princípio femenino se identifica con el deseo, el appetitus, pues en la mujer predomina la parte animal. Esa mestiza humillada y rebelde es temida por sus poderes sobrenaturales y ostenta la marca de la maldad que contamina su propiedad y sus secuaces. Los sentimientos que desea inspirar en todos los que a ella se aproximan son nombrados en El Miedo, El brujeador, Míster Danger etc., que traen para el nivel léxico el mecanismo alimentador del campo semántico que se desea resaltar en el texto: los poderes mágicos y malignos de la mujer. El relacionamiento con la brujería se manifiesta en el pacto con el demonio, que está incorporado a la tradición literaria del occidente y es aquí expreso por el Socio, a quien recurre para conseguir sus intentos malignos; su religión es el resultado del sincretismo que la mezcla de etnias realizó en la Ibero-América, mezcla de catolicismo y supersticiones indígenas en que instrumentos mágicos son usados para resolver problemas materiales y afectivos. Si no existe pecado abajo del Ecuador, cualquier religión es permitida y a ella se hace devoción sin ningún constreñimiento. Mas, Dios o demonio tutelar, era lo mismo para ella, ya que en su espíritu, hechicería y creencias religiosas, conjuros y oraciones, todo estaba revuelto y confundido en una sola masa de superstición [...] y sobre la repisa del cuarto de los misteriosos con el Socio, estampas piadosas, cruces de palma bendita, colmillos de caimán, piedras de curvinata y de centella, y fetiches que se trajo de las rancherías indígenas consumían el aceite de una común lamparilla votiva. (GALLEGOS,1999,p.153). Los comportamientos reflejan la agresividad del mundo real al actuar como si obedecieran los determinismos implacables. Se traba una lucha por la tomada de consciencia de las sensaciones que son experimentadas, procurándose racionalizar los sentimientos, en la ambición de redefinir relaciones y recuperar la razón que parece escapar al dominio del hombre, transformándolo en simple animal. La mirada del narrador ecuaciona la naturaleza con el comportamiento y hace intervenciones en el paisaje, volviéndola cómplice de actitudes de los personajes, que son tributarias de un proceso radical de análisis del autor. La selva es, así, personalizada, representando el supuesto mal que los trópicos desencadenan, con su calor sofocante y con sus olores y sabores que apelarían para la sexualidad y para el libertinaje. Delante de la naturaleza se coloca la cuestión del lugar y del destino del hombre, en una organización que no fue hecha por él, que reúne lo diverso y de la cual transcurren funciones precisas. La selva es el espacio que se transforma en lugar, para personajes involucrados con lo arbitrario y con lo sorprendente; en el caso de Doña Bárbara, hay una identificación que obliga a dejarse poseer por la tierra en contraposición al deseo de poseerla. En el terreno de la voluntad, la sensibilidad tiene que retirarse, por eso la devoradora de hombres subraya los intereses de riqueza y de seducción; ella no dice yo pienso, sino yo quiero, yo puedo. Con eso, ella desordena la jerarquía cristiana, según la cual lo masculino ejerce su imperium sobre lo femenino. Pasa a dominar a sus amantes y a hacer de ellos sencillos ejecutores de órdenes, tanto en el campo administrativo como en lo sexual. Las restricciones puestas a Doña Bárbara muestran que, en las sociedades humanas, las ganas de cambios se enfrentan con fuerzas poderosas de inercia, tanto materiales cuanto mentales. Se entiende, pues, cómo permanece en la literatura la creencia en la irreversibilidad del destino, aún hoy, cuando la tecnología y la ciencia provocan con otros tipos de magia. Aunque racionalmente éste parezca ser un hecho superado, las personas, incluyéndose ahí muchas mujeres, continuan pensando que todo está decidido en una cara anterior a la existencia. Es lo que se verifica tanto en Doña Bárbara como en Mujeres de ojos grandes. Todos los eventos, entonces, surgen de un principio que los determina en un pretérito, donde todo empezó. Aún jovenes se congraciaron, pero ni ellos propios sabían bien dónde habían perdido aquella primera seguridad de ser hechos uno para el otro. Muchas veces él perdía su tiempo lamentando lo que consideraba un error imperdonable. Pero tía Mercedes siempre le decía que nada podría haber sido diferente, porque, aunque nadie más quisiera creer, el destino está escrito. (MASTRETTA, 2001, p.63.). En Ángeles Mastretta, el contraste entre el lenguaje seco y el dramatismo de las situaciones teje una red en que las exigencias sociales y el comportamiento de las mujeres se van dibujando en una cuidada tapicería; los motivos, aún siendo ya conocidos, se presentan ahora bajo colores sorprendentes, no por la intensidad, sino por la técnica de esbatimiento, que muestra caracteres y situaciones de manera simple, llegando a impelido al lector con el tono natural de la narrativa. No es difícil comprender que el rechazo de recursos estilísticos sofisticados esconde, bajo la apariencia superficial del relato, un modelo de estilo sin adornos, que evita las palabras de poco uso que son, por eso, muchas veces pretenciosas. El tono de voz del narrador, modulado conforme el asunto, evita la monotonía y deja entrever la proximidad con lo familiar y con la experiencia vivida. Secretos, amores imposibles, rivalidades, todo surge audible, pero sin detalles explicativos, enfriando los hechos y haciendo las ocurrencias desprovisto de cualquier semejanza con lo trágico o con la grandiosidad épica. El noviazgo eterno de tía Fátima, deshecho por el asesinato de José Limón, es contado de manera coloquial y el entierro del novio, narrado sin ningún llamamiento al sentimentalismo. Los noviazgos entonces eran largos, pero nunca tan largos como los de tía Fátima [...] Lo alzó sin la ayuda de nadie, como si estuviera acostumbrada al peso de aquel cuerpo enorme. Lo peinó, cerró sus ojos, acarició por mucho tiempo sus caras heladas. Pidió a los peones que excavaran una cueva debajo del fresno, al lado de la casa. [...] Cuando tía Fátima murió, 50 años después de José Limón, la enterraron a la sombra del mismo fresno que él. En la noche en que se acostó para morirse, escribió en su diário: “Creyó que el amor, como la eternidad, es una ambición. Una bella ambición de los humanos". ( MASTRETTA, 2001, p.94-95.). Ese despeje no se encuentra en Doña Bárbara, romance publicado en 1929, por consiguiente al principio del siglo XX, pues esa narrativa es atravesada por la tradición cultural; se puede notar como están presentes indícios de un romantismo tardio, tras de influencias realístico-naturalistas, concomitantes con un modernismo que buscaba asentarse. Los rastros romanticos pueden ser constatados al examinarse las opciones por soluciones narrativas simplistas, consagrando un maniqueísmo en que los malos son castigados y hay un triunfo del bien, bordear al rayar del inverosímil. Es así que el orden establecido nunca es negado, al contrário, mientras las acciones la transgriden, la consciencia de los personajes principales lo afirma a cada momento. En estas condiciones, en Doña Bárbara, los protótipos de la virgen y de la pecadora no permiten que a la mujer sea dada otra alternativa de comportamiento, diferente de la extrema oposición entre esas actitudes. Ya en Mujeres de ojos grandes, el adultério femenino es tratado como cosa banal. El marido de tía Magdalena descubre que su mujer estaba amando otro hombre, pero no provoca ningún escándalo y el hecho se transforma en un simple accidente de la vida matrimonial. Se observa la conversasión entre los dos esposos, tras el marido leer una carta del amante de su mujer encerrando el caso. —Querido esposo, usted es un violador de correspondencia y usó una pésima copia para disfrazar su crimen ( dice tía Magdalena. —Usted, en compensación, sabe disfrazar muy bien. ¿No está triste? —Un poco —dice tía Magdalena. —Si yo me fuera, ¿usted continuaría traicionandome? —preguntó él —Creo que no —dice tía Magdalena. —Entonces me quedo —respondió el marido, recuperando el alma. Y se quedó. (MASTRETTA, 2001, p.102.) Tía Magdalena no está encadenada al marido, no hizo con él ningún pacto de castidad, no somete su cuerpo como un objeto cualquier a la propiedad del otro, no teme perder el pudor. Eso es uno de los cuentos más ejemplares de la condición femenina en la actualidad, sobre todo por lo que revela. Surge claramente que el sexo no es más pensado como pecado corruptor y el cuerpo pasa a ser el locus del placer. Diversa es la posición del narrador de Doña Bárbara. Se nota aún que el romantismo, en plena gestación de la era moderna, trajo para la literatura personajes de una pureza intocáble, o pecadores que sufrian dolorosamente por actos practicados en el calor de la pasión, pero reprobados por la cultura de la época. Enfrentar las convenciones sociales, satisfacer deseos prohibidos, subvertir hierarquias, todo daba la oportunidad de puniciones terríbles, casi siempre causando la muerte del transgresor. Se entiende, por lo tanto, como Doña Bárbara, al tansgredir las convenciones sociales, debe ser punida, aunque reconozca la validez de la diferencia entre el bien y el mal. Así, el romance pone en discusión el problema del mal, que se inserta en la tradición de los países occidentales, vez que la herencia judaico-cristiana lleva sus componentes a introjetar la responsabilidad y la culpa inevitáble de acciones que son verdaderos estigmas, marcando el indivíduo con el signo del pecado. No salimos del imbróglio en que el Mal se disimula si no al percibir la unión de los contrários, que no pueden pasarse uno sin el otro. Yo mostré primeramente que la felicidad solo, no es en si propia deseable, y que el aburrimiento transcurriría de ella si la experiencia de la infelicidad o del Mal, no nos dice la avidez de ella. La recíproca es verdadera: si no tuvieramos, como Proust (y, como tal vez en el fondo el propio Sade tuvo), la avidez del Bien, el Mal nos propondría una secuencia de sensaciones indiferentes. (BATAILLE,1989, p.126). Se tiene, por lo tanto, en consecuencia de eso, la necesidad de una expiación que pueda ejercer la función libertadora, romper las cadenas de la maldición arquetípica y preparar la ascensión a la felicidad. En este sentido, no solo la religión, pero también el arte ha consagrado la eterna lucha entre las dos fuerzas opuestas, motores de todo el existir, fuente de placer y de dolor: el bien y el mal. Sin perspectiva de recuperar la afectividad y el respeto de los que la cercaban, Doña Bárbara creía que solo en el físico y en la sexualidad desnuda de emoción sería capaz de sobrevivir a la hipocresía y a la brutalidad. Sentir como hombre, actuar como los hombres, se volvió una obsesión. Para ella, solo en el cuerpo residia la última realidad de que podía disfrutar, ese cuerpo envilecido que, aunque herido y maltratado, podía usarlo de acuerdo con sus desígnios. Tocante a amores, ya ni siquiera aquella mezcla salvaje de apetitos y odio de la devoradora de hombres. Inhibida la sensibilidad por la pasión de la codicia y atrofiadas hasta las últimas fibras femeniles de su ser por los hábitos del marimacho--que dirigía personalmente las peonadas, manejaba el lazo y derribaba un toro en plena sabana como el más hábil de sus vaqueros y no se quitaba de la cintura la lanza y el revólver, ni los cargaba encima sólo para intimidar (...) Un profundo desdén por el hombre había reemplazado al rencor implacable.( GALLEGOS,1999, p.153-154). Es imposible ignorar la condenación que el narrador inflige a Doña Bárbara, considerada por él la encarnación del mal dentro de ese contexto, nada resta a Doña Bárbara, a no ser el desaparecimiento misterioso que sugiere la muerte reparadora, aunque el hecho no sea explícitado. Por otro lado está su hija Marisol. El amor que siente por Santos Luzardo es contenido, no se da el derecho de expresión. Ella es virgen y debe resguardarse como las damas del amor cortés, permanecer inaccesíble. El contacto físico es situado en un futuro atemporal, mientras tanto el comedimiento controla el deseo y no deja evidente la posibilidad de su realización. Aún la inocencia trae consigo la marca de la impureza. Así es lo que pasa con Marisela; necesita de un bautismo que la libre de las suciedades de una tierra libertina y la introduzca en el mundo del bien y de la cultura. La perfección del cuerpo y la expresividad de los ojos no son suficientes para garantizarle la aceptación de aquel que, a pesar de admirar su belleza, le impone el rito de pasaje, lavandola en una cerimonia que pone fin a determinada fase de su vida. La escena enseña que el trabajo con el lenguaje alcanza tal refinamiento que la palabra aparece como sucedáneo de la sensualidad y el discurso transforma el simple acto de lavar en un ritual erótico, cuando el tacto celebra la fiesta de la manipulación. Se ve como ese erotismo se traslada para la escrita. Marisela abandonaba el rostro al frescor del agua, apretados los labios, cerrados los ojos, estremecida la carne virginal bajo el contacto de las manos varoniles. Luego Santos, en falta de toalla, sacó su pañuelo para secarle la cara, y hecho esto, la obligó a levantar la cabeza, tomándola de la barbilla.Ella abrió los ojos y mirándolo, se fueron cuajando de lágrimas. (GALLEGOS, 1990, p.225). Mujeres de ojos grande se mantiene a lo lejos de la complejidad de los personajes. Las narrativas se construyen sobre lagunas y los episódios se equilibran con el auxílio de explicaciones más sugeridas que relatadas. Algunos soportes frasales hacen alusión al acontecido, con todo disipan los pormenores. En estas condiciones, los hechos historicos poco significan y aparecen esparsamente, como pinceladas en la armazón del enredo. De vez en cuando una referencia a la situación del país cruza la narrativa, como en el caso de la muerte de José Limón, de que son acusados los agraristas, o en el caso del cura español sobre quien acechaban sospechas de ser un farsante, tal vez un revolucionário comunista, disfrazado de sacerdote. Se ven los siguientes ejemplos: Hacia diez años que ellos escandalizaban con su eterno noviazgo, cuando los agraristas mataron José Limón. Por lo menos fue lo que dijeron en la ciudad. Que habían sido los agraristas y nadie más que los agraristas, porque él tenía la hacienda dividida entre todos sus parientes.(MASTRETTA, 2001, p. 94). —Porque dicen que él no es cura, que es un republicano mentiroso que vino de Cárdenas y, como no encontró empleo de poeta, inventó que era cura y que sus documentos habían sido quemados por los comunistas junto con la iglesia de su pueblo. (MASTRETTA, 2001, p. 24). Mastretta se decide no despertarle en el lector una respuesta sentimental a los acontecimientos narrados. El gesto de tía Fátima, al enterrar el cuerpo de José Limón debajo del fresno, al lado de su casa y envuelto en una estera, remite a los costumbres ancestrales de quien cree en una vida post-mortem y no desea separarse de los seres por los cuales nutre amor y admiración. El entierro se transforma en cerimonia vivida de forma singular, sin énfasis en la religión o en el político y retira el amor de la esfera de requerimientos otras que no las de decisiones personales. Es fácil notar las diferencias entre la mirada de Gallegos y el de Mastretta. De Doña Bárbara las tías de Mujeres de ojos grandes, las mujeres, ayer como hoy, aparecen fuertes, aunque envueltas en el velo con que los hombres procuran ocultarlas. Por su domesticidad, por sus atractivos, por las relaciones que el otro sexo supone que ellas mantienen con poderes invisibles, surgen en la literatura, atrayendo y amedrentando, imponiendo la femenilidad como un poder, reconocido o no. Referencias bibliográficas BATAILLE, Georges.A literatura e o mal. Trad.Suely Bastos.Porto Alegre: L&PM, 1989. Duby, Georges. Eva e os padres. Damas do século XII. Trad. Maria Lúcia Machado. São Paulo: Companhia das Letras, 2001. GALLEGOS, Rómulo. Doña Bárbara. Madrid: Cátedra, 1999. MASTRETTA, Ángeles. Mulheres de olhos grandes. Trad. Rúbia Prates Goldoni. Rio de Janeiro: Objetiva, 2001. Geysa Silva. Doutora em Teoria da Literatura pela Universidade Federal do Rio de Janeiro; Professora de Teoria da Literatura e de Literatura e interdisciplinaridade, da Universidade Vale do Rio Verde (UNINCOR). Membro do Diretório do Grupo de pesquisa Estéticas de fim-de-século (Conselho Nacional de Pesquisa, CNPq); membro da Associação de Hispanistas do Brasil.Autora de artigos e capítulos de livros, como: Mal de amores, um transbordamento feminino; A fraude e as máscaras; Atravessando mares, cruzando vozes; Crucificação e exílio em El fiscal etc, todos sobre Literatura hispano-Americana. © Geysa Silva 2004 Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid 2010 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales _____________________________________ Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal. www.biblioteca.org.ar Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario