Art. ddhh inédito. Sobre el derecho a tener derechos

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Participación, ciudadanía y derechos humanos: sobre el derecho a tener derechos
Magaly Pérez Campos.
-Introducción
Son muchas, y de radical importancia, las funciones históricas que pueden
predicarse legítimamente del ideario de los derechos humanos: la defensa contra la
opresión, la tutela de la autonomía y la seguridad individuales, la igualación social y
política de los individuos, la custodia ética de la legalidad del Derecho y de la
legitimidad de un orden político. Ello no obstante, con frecuencia se soslaya la que, a
nuestro juicio, constituye la función medular de los derechos, de cara a la definición y
conformación de la política democrática contemporánea: la de servir de fundamento de
la esfera pública política. En este sentido, una de las afirmaciones más contundentes
de la Teoría Democrática contemporánea consiste en sostener que la permanencia de
un orden político democrático requiere la desestatización de la política y la
recuperación, para la sociedad civil, de una arena desde la cual participar en la
formulación y reformulación de lo político: el espacio público político, entendido como
el lugar –físico o simbólico- de confrontación de ideas entre
ciudadanos libres e
iguales en dignidad y derechos, a los fines de incidir en las decisiones sobre los
asuntos públicos.
Este artículo persigue, pues, poner de relieve la que consideramos una función de
primer orden del sistema de los derechos humanos en la conformación de la política
democrática: la de servir de fundamento al reconocimiento recíproco de los miembros
de la sociedad, en tanto que personas con derecho a tener derechos y, por tanto,
iguales y libres en sus posibilidades de comunicación política y de establecimiento de
una Constitución y un autogobierno colectivo. Este reconocimiento recíproco de los
ciudadanos de su derecho a tener derechos, denominado consensus iuris por Hanna
Arendt, persigue como propósito la creación de un nivel normativo compartido por
grupos e individuos que posibilite,
sin embargo, la libre y necesaria expresión del
disenso en la definición de lo político.
Antes de llegar a este punto, intentaremos ofrecer un repaso de una serie de
elementos centrales para la comprensión de los derechos humanos como sistema, y no
como un rosario de buenas intenciones. A tales fines, ofereceremos una definición
operacional, no exenta de polémica, de lo que en estas páginas habrá de entenderse
por derechos humanos. Acometeremos, posteriormente, un sucinto análisis teórico del
sistema de derechos humanos, intentando ofrecer una visión multidisciplinaria de los
mismos, que incorpore elementos de la Filosofía, de la Historia, de la Política y del
Derecho, de modo de hacer posible una mayor comprensión del sistema que los
derechos humanos constituyen en su relación con el Estado. De esta suerte, resulta
insoslayable vincular a los derechos humanos con el Estado a través de la vía
constitucional, hasta su conformación como Estado de Derecho. Sólo así resulta
posible y comprensible la vinculación armónica de los elementos que queremos
relacionar: El Estado sometido al Derecho; las manifestaciones de consenso y conflicto
sociales expresadas en acuerdos fundacionales o constitucionales; la participación de
los ciudadanos en el espacio público, lugar físico o simbólico que posibilita la
expresión del consenso y del conflicto; y, finalmente, el sistema de derechos humanos
actuando como suerte de boleto de entrada a la arena pública, garantizando el
reconocimiento de los individuos como ciudadanos libres e iguales en sus
posibilidades de definición de la política democrática.
- El concepto de los derechos humanos:
Los derechos humanos pueden ser entendidos como un conjunto de preceptos
universales, consagrados constitucionalmente y garantizados jurídicamente, que
tienen como objetivo asegurar al ser humano su dignidad como persona -ya se trate de
su dimensión individual o social, material o espiritual-. Pérez Luño (2005) los define
como un conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico,
concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, las cuales
deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional
e internacional.
Ignacio Ara (1994), por su parte, realiza una revisión de
las
definiciones
convencionales del término y señala que no se trata tanto, en la actualidad, de definir
los derechos humanos como aquellos que corresponden al individuo por su condición
humana, o bien como las facultades que concretan las exigencias de la dignidad del
hombre, sino más bien de enfatizar, sin negar en absoluto lo anterior, que se trata de
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facultadas derivadas del consenso social obtenido una vez que las condiciones de
posibilidad de los derechos han sido obtenidas, de modo tal que haya sido posible la
libre y soberana expresión de la voluntad de los individuos.
Dentro de las funciones más importantes que éstos desempeñan al interior de un
orden liberal y democrático de Derecho (funciones que se desarrollarán en mayor
medida más adelante) se cuentan: de un lado, fungir como límite al poder del Estado
(función liberal); y del otro, constituir la base del consensus iuris en una sociedad
democrática (función democrática).
Adicionalmente, los derechos humanos han venido a convertirse en el sustrato del
Estado Liberal y Democrático de Derecho, pues la doctrina de los derechos del hombre
suscribe que los individuos, con prescindencia de su voluntad y la del Estado, son
acreedores de una serie de derechos que el ente estatal debe respetar, no
invadiéndolos y garantizándolos frente a una eventual interferencia por parte de otros
individuos.
Durante el siglo XX, se ha potenciado la tesis de que los derechos humanos han sido
adjudicados a cada individuo con base en su condición humana y al derecho a ser
tratados con dignidad, independencia e igualdad. Tal hecho, a su vez, hunde sus
raíces en el pensamiento de Kant, quien prescribió la necesidad de conceder respeto a
los seres humanos, a la par que se hacía partidario de una concepción finalista y no
instrumental de los seres humanos, expresada en la máxima conforme a la cual los
individuos no pueden ser convertidos en meros instrumentos al servicio de los fines
del Estado.
El carácter individualista inicial del ideario de los derechos, expresado en la
desconfianza de los seres humanos respecto a las formas de poder organizado, en
general, y al Estado, en particular, ha sido objeto de sustanciales modificaciones,
pues los individuos, al contrario de lo que suponía el credo ilustrado, no son tan libres
y autónomos como se pensaba, sino que, por el contrario, son inseguros, indefensos y
frágiles. De allí que, de un Estado policía, gendarme y ausente, obsesionado por
preservar las libertades negativas, se haya dado paso a un Estado asistencial, garante
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de una gran cantidad de libertades y derechos.
Al tiempo que el individualismo ha sido progresivamente superado, también se ha
hecho imprescindible reconocer los derechos de los grupos sociales –ya se trate de
minorías, excluidos o marginados-. No obstante, tales modificaciones hunden sus
raíces en uno de los motores fundamentales de la Declaración de Derechos, a saber: la
igualdad, dando lugar así a nuevas dimensiones de los derechos humanos.
Pérez Luño nos recuerda, asimismo, que el tema de los derechos humanos ha
dominado progresivamente la relación de la persona con el poder en todos los confines
de la tierra. En este sentido, su reconocimiento y protección universales representan
una revalorización ética y jurídica del ser humano como poblador del planeta más que
como poblador del Estado. Ello implica, en términos prácticos, que los atributos de la
dignidad de la persona humana, donde quiera que ella esté y por el hecho mismo de
serlo, prevalecen no solo en el plano moral sino en el legal, sobre el poder del Estado,
cualquiera sea el origen de ese poder y la organización del gobierno, siendo ésta la
conquista histórica de estos tiempos.
- El fundamento de los derechos humanos
Uno de los principales problemas para el análisis de la doctrina de los derechos
humanos desde la perspectiva filosófica, conjuntamente con el debate relativo a su
naturaleza, tiene que ver con el estudio del fundamento de su existencia. El debate
referente a la naturaleza de los derechos intenta decidir cuál es la dimensión que
confiere existencia, originariamente, a los mismos: La Ética, por cuanto lo que
otorgaría validez al ideario de los derechos tendría que ver con la consideración moral
de la dignidad intrínseca del individuo, así como su consideración como fin en sí
mismo y nunca como medio al servicio del poder; la Política, por cuanto sería el
consenso social y político entre hombres inicialmente iguales que deciden y acuerdan
lo que daría origen a los derechos; o la Jurídica, dado que éstos solo se convertirían en
demandas exigibles, es decir, verdaderos derechos, al ser incorporados a la regulación
de algún ordenamiento jurídico vigente. Por su parte, el debate relativo al fundamento
de los derechos
humanos contiene, igualmente, una diversidad de doctrinas en
pugna, siendo las principales las siguientes:
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La fundamentación iusnaturalista
Los derechos humanos fueron inicialmente concebidos como derechos naturales,
anteriores –ética y lógicamente- a la sociedad y al Estado y orientadores axiológicos del
Derecho positivo. Postulan a la naturaleza humana y a su dignidad intrínseca, así
como a las facultades que les corresponden a los seres humanos, por el mero hecho de
ser hombres, como el basamento de la doctrina de los derechos humanos. En este
sentido, la consagración de los mismos en normas de Derecho positivo no constituiría
más que la culminación de un proceso que se origina en las exigencias que la razón
postula como imprescindibles para la convivencia social y que persiguen una mejor
garantía de su protección. Los derechos naturales constituirían atributos propios de la
naturaleza de todos los hombres por igual, auto-evidentes y que los facultarían para
protegerse de cualquier interferencia indebida por parte de la sociedad política de la
cual son miembros.
Esta fundamentación iusnaturalista de los derechos del hombre constituye el
presupuesto filosófico del Estado liberal, entendido como Estado limitado en
contraposición al Estado absoluto. De acuerdo con sus postulados, el hombre tiene
por naturaleza, y por tanto sin importar su voluntad, mucho menos la de unos
cuantos o la de uno solo, algunos derechos fundamentales, como el derecho a la vida,
a la libertad, a la seguridad, a la propiedad, a la búsqueda de la felicidad, que el
Estado, o más concretamente aquellos que en un determinado momento histórico
detenten el poder legítimo de ejercer la fuerza para obtener la obediencia a sus
mandatos, deben respetar, no invadiéndolos y garantizándolos frente a cualquier
intervención posible por parte de los demás. Se puede definir al Iusnaturalismo como
la doctrina de acuerdo con la cual existen leyes, que no han sido puestas por la
voluntad humana y en cuanto tales son anteriores a la formación de cualquier grupo
social, reconocibles mediante la búsqueda racional, de las que derivan, como de toda
ley jurídica, derechos y deberes que son, por el hecho de derivar de una ley natural,
deberes y derechos naturales. Los hombres tienen derechos naturales anteriores a la
formación de la sociedad, derechos que el Estado debe reconocer y garantizar como
derechos del ciudadano.
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Se habla del Iusnaturalismo en tanto que presupuesto filosófico del liberalismo,
porque sirve para establecer los límites del poder con base en una concepción general
e hipotética de la naturaleza del hombre, que prescinde de toda verificación empírica y
de toda prueba histórica. Por otra parte, por primera vez, el problema del Estado ya no
es visto desde la parte del poder del Soberano, sino desde el punto de vista de los
súbditos, que se constituyen incluso en soberanos originarios.
Las ideas tradicionales del liberalismo sobre los derechos se apoyan en la idea de un
Estado de naturaleza anterior a la sociedad y en el mito del contrato social. Locke
afirmaba que la tarea del gobierno consistía en proteger los derechos naturales del
hombre a la vida, a la libertad y a la propiedad. Paine sostenía que la única
explicación para el origen del gobierno es que tuvo lugar como consecuencia de un
contrato entre los hombres para salvaguardar sus derechos, de tal modo que
teóricamente, las constituciones, que enuncian y garantizan los derechos, tienen
prioridad
sobre
los
gobiernos.
Cada
derecho
civil
es
un
derecho
natural
intercambiado. Todos los hombres gozan de los mismos e iguales derechos por el solo
hecho de existir. En este sentido, la Declaración francesa de Derechos sostiene que:
1. - Los hombres nacen libres y continúan siéndolo, e iguales por lo que toca a sus
derechos.
2. - La finalidad de todas las asociaciones políticas es la preservación de los derechos
naturales e imprescriptibles del hombre: la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión.
En el siglo presente, a medida que este concepto de unos derechos basados en la ley
natural y en el contrato social se hacía cada vez menos sostenible, la tesis de los
“derechos naturales” fue sustituida por la de los “derechos humanos”, que han sido
asignados a cada ser en virtud de su condición humana y del derecho a ser tratados
con dignidad, independencia e igualdad de respeto. Estas afirmaciones, a su vez, se
justifican por formas kantianas de moralidad que asignan igual respeto a todos los
seres humanos como precepto absoluto que, además, contempla a los hombres como
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fines en sí mismos y jamás como entes intercambiables, prescindibles o como medios
para fines estatales.
La fundamentación pactista
De acuerdo con esta doctrina, de raigambre iusnaturalista, todos los hombres son
poseedores de unos derechos naturales anteriores al Estado, pero que solo pueden ser
disfrutados pacíficamente y sin temor al interior de la organización política que los
individuos crean artificialmente mediante un pacto o contrato, acuerdo fundacional
del que surgen la sociedad y el Estado. Así pues, esta doctrina coloca el énfasis en el
instrumento creado para abandonar el estado de naturaleza y consagrar política y
jurídicamente estos derechos, los cuales pasan a ser no solamente el centro del nuevo
sistema, sino que comienzan a actuar también como frontera definitiva entre lo que se
considera espacio exclusivo de la autonomía individual y lo que se acepta como
territorio propio del arbitrio estatal. De esta suerte, el contrato deviene el instrumento
racional por excelencia para reafirmar la libertad individual y para convertir en
derechos fundamentales a la mayor parte de las exigencias que de ella dimanan.
Contrato y derechos naturales se convierten en conceptos inseparables, en el modelo
clásico de la fundamentación contractualista de los derechos humanos.
Así las cosas, la salvaguarda y protección de los derechos naturales del hombre se
convierten en el basamento que explica el origen de la sociedad y de la autoridad
pública, por cuanto los hombres cederían, al momento del contrato, parte de su
libertad a cambio de normas de convivencia social que aseguren el mejor disfrute de
sus derechos naturales, lo que implica una mejora considerable de su situación
inicial.
En la actualidad, es posible encontrar notables explicaciones relativas al fundamento
del ideario de los derechos humanos basadas, en mayor o menor grado, en
argumentaciones de clara filiación pactista. De esta suerte, surgen explicaciones que
fundamentan los derechos humanos en la aceptación generalizada de los mismos por
parte de las sociedades actuales. Las hay también que conciben a los derechos como
producto de un proceso de consenso mediante la discusión racional que los
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incorporaría y justificaría
en tanto postulados morales de aceptación general. Y
finalmente, las que dotan a los derechos humanos de una prioridad racional originaria
de carácter consensual. (Norberto Bobbio, Jürgen Habermas y John Rawls,
respectivamente)
La fundamentación consensualista
Las teorías consensualistas, derivadas en buena medida de la doctrina pactista
considerada anteriormente, implican con respecto a ella un cambio cualitativo en lo
tocante a la fundamentación de los derechos humanos, por cuanto, con la utilización
de la hipótesis del consenso, y tal como ha señalado acertadamente Peces Barba
(Citado por Ignacio Ara, 1994), han pasado del terreno de la justificación formal al de
la justificación material e histórica de los derechos humanos y de la democracia.
La fundamentación positivista
La idea central del positivismo sostiene que los seres humanos solo poseen titularidad
efectiva de sus derechos una vez que el ordenamiento jurídico del Estado del que son
ciudadanos se los ha reconocido. No hay más derechos que los reconocidos por las
leyes, de modo que el iusnaturalismo no sería otra cosa que mera retórica o, en el
mejor de los casos, una abstracción con validez axiológica pero con ninguna
significación en lo tocante a otorgar titularidad de los derechos a los hombres. En este
sentido, el fundamento de los derechos viene dado por su incorporación a los
ordenamientos jurídicos positivos, así como por el reconocimiento y la presión de la
opinión pública para lograr su incorporación a instrumentos de derecho cada vez más
avanzados y efectivos. Comparte con las tesis realistas la idea de que en definitiva, el
fundamento de los derechos humanos se encuentra dentro del propio complejo de las
realidades y circunstancias culturales en las que nacen y se realizan.
La fundamentación realista
Existen, igualmente, tesis a las cuales Pérez Luño (2005) ha denominado realistas,
compuestas por aquellas teorías que no comparten las tesis iusnaturalistas ni
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positivistas en lo que toca a su reclamo de ser el verdadero fundamento de los
derechos. Para quienes defienden la óptica realista, el fundamento de los derechos no
se encuentra en una suerte de derecho anterior al derecho, como sostiene la
fundamentación ideal que el iusnaturalismo significa; así como tampoco en su
plasmación en normas positivas, como el formalismo propio de la doctrina positivista
sostiene, sino en la práctica concreta
de sus portadores, quienes con sus
comportamientos contribuyen a formar, en cada situación histórica, la pauta
orientadora de su significación.
La fundamentación humanista
Estas doctrinas fundamentan los derechos en la dignidad intrínseca de la persona
humana. Siendo el ser humano el centro y la principal finalidad del orden
sociopolítico, en razón de su importancia y dignidad, se tiene entonces que el sistema
de relaciones sociales y de normas jurídicas debe producir y ha producido demandas y
exigencias cónsonas con la preeminencia y la dignidad humanas, que deben ser de
obligado reconocimiento para el ente estatal, el cual, en definitiva, debe dedicarse al
servicio del hombre, supremo valor ético, jurídico y político. La creencia en la
supremacía ética de la humanidad serviría de fundamento al ideario de los derechos,
que tiene como estandarte la idea de la dignidad del ser humano, principio al cual
deben someterse el Derecho y la actividad política.
La fundamentación democrática
La interpretación de los derechos humanos a través de la fundamentación
democrática se basa en la idea de que todos los miembros de la sociedad reconocen,
como expresión de su reconocimiento recíproco, un derecho general a tener derechos.
Este derecho del hombre, independiente del origen, la posición, el sexo y la propiedad,
constituiría el fundamento de todos los derechos, enumerados en las declaraciones de
derechos humanos codificadas y reclamadas para el futuro, de los miembros de la
sociedad. El contraste público de pareceres, la consciente utilización de los derechos
de libertad política, la praxis de la desobediencia civil y la exigencia de nuevos
derechos configurarían el medio en el cual son formulados la legitimidad, los
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presupuestos y los límites del poder político y con ello, al mismo tiempo, se impulsaría
y se mantendría abierto el proceso de auto-creación social. El éxito de esta sociedad
presupone, en particular, que el oponente en conflicto no sea tachado dentro de la
sociedad, por decirlo así, de enemigo extraterritorial con el cual las discusiones solo
puedan resolverse de forma violenta; que no se le niegue su derecho a tener derechos,
el cual actuaría como carta de ciudadanía. La sociedad política se integraría mediante
el reconocimiento a las reglas en cuyo marco se resuelve la competencia de las
opiniones. En dicho marco –como Bobbio señala-, el adversario político ya no sería un
enemigo que debe ser aniquilado, sino el oponente que mañana podría ocupar mi
lugar.
- Derechos humanos y Constitución
La positivación de los derechos humanos tiene que ver con un largo proceso histórico
de reconocimiento de los mismos y de su transformación en normas de derecho
positivo, de obligatorio cumplimiento para el ente estatal o internacional del cual se
trate, y garantes de la vigencia efectiva de los mandatos que ellos contienen. Este
proceso de positivación, en el cual pueden distinguirse la fase de reconocimiento
estatal, así como la de reconocimiento supra-estatal y su plasmación en sendos
sistemas de positivación, es hoy prácticamente universal, de suerte que podría decirse
que no hay Constitución de Estado alguno que no incorpore en sus contenidos el
ideario de los derechos humanos. Pese a las diferencias susceptibles de ser
encontradas y estudiadas, en términos de diseño constitucional o de énfasis en unos u
otros grupos de derechos, este proceso de positivación ha contribuido sustancialmente
a dotar a los imperativos morales que los derechos encarnan, de la fuerza coercitiva
necesaria para hacerlos justiciables, de modo de garantizar su ejercicio y su vigencia.
El reconocimiento de la intangibilidad de los derechos humanos a nivel constitucional
también ha significado la aceptación, por parte de los diversos entes que conforman el
poder público, de la obligación de limitar su ejercicio, de ajustarlo a ciertas reglas, de
ejercerlo conforme a derecho, así como de enderezarlo hacia la consecución de fines
superiores al Estado. Dentro de esta lógica, pues,
el poder no puede ejercerse de
cualquier manera, sino que ha de ejercerse en favor de los derechos de la persona y no
contra ellos.
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La positivación de los derechos humanos, además, define y configura lo que habrá de
entenderse por el Estado de Derecho, por cuanto implica domesticar la fuerza,
contener el poder ejercido sin frenos, y someterlo a leyes que en lo sucesivo definirán y
limitarán su ejercicio. Estas leyes, por su parte, además de señalar los alcances y
límites del poder público, subordinarán su ejercicio al respeto de la dignidad humana,
entendida como última ratio del Estado de Derecho.
Otro elemento central de la positivación de los derechos humanos tiene que ver con la
consideración misma de la legalidad, la cual deja de ser entendida como producto o
creación del poder, que concede graciosamente –con la misma gracia con la que puede
desconocer o conculcar- derechos a sus ciudadanos. Por el contrario, la ley, así como
el Estado mismo, pasan a ser vistos como producto de la voluntad popular, que se da
a sí misma un conjunto de normas y procedimientos con la finalidad de proteger y
garantizar el disfrute de los derechos que su propia dignidad les confiere.
La Constitución plasma jurídicamente el pacto político que da sustento al Estado
nacional, otorgándole la racionalidad conforme a la cual habrá de ajustarse su poder
y, fundamentalmente, enunciando y positivando los derechos a los que son acreedores
sus ciudadanos. En términos modernos: constituye el contrato que positiva los
derechos humanos.
La Constitución como expresión del pacto político democrático
La Constitución es la base de la autoridad política; es la expresión del contrato o
acuerdo de voluntades que da origen a un determinado orden político. Este contrato
que da pie a un determinado proyecto político y que se expresa en una Constitución,
se apoya en un sistema de reglas generales de acción que diseñan la estructura de los
poderes del Estado, así como su funcionamiento, orientan los grandes fines políticos
del Estado y, fundamentalmente, asegura los derechos y libertades de los ciudadanos.
La Constitución como expresión
y protección de los derechos y libertades de los
ciudadanos
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La Constitución representa
un esfuerzo supremo por enmarcar la totalidad del
quehacer de una sociedad política dentro de normas jurídicas, es decir, por someter
todas sus manifestaciones a la acción de la ley.
La Constitución, en su parte dogmática, encierra los preceptos que declaran pública y
solemnemente la filosofía política con arreglo a la cual se ha constituido el Estado. En
ella constan los principios referentes a los derechos de las personas, a favor de
quienes se determina una esfera de libertad ante la que el propio Estado es
incompetente y se establecen las normas limitativas de la acción del poder público.
La moderna idea de Constitución como norma jurídica suprema a la que se sujetan
todos los poderes del Estado nace inseparablemente unida a un rasgo estructural
básico del sistema social moderno: la distinción entre la esfera del poder público y de
las relaciones privadas, esto es, entre el Estado y la sociedad, en la formulación de la
teoría política y social clásica. En la Modernidad se constituye el mundo de las
relaciones jurídicamente libres, en las que los individuos no están sujetos más que a
aquello que hayan aceptado libremente. Dado que el punto de partida es la libertad
individual, la existencia misma del poder deja de ser algo natural y aparece como fruto
de la norma que lo constituye: la Constitución. El poder político queda, así, sujeto a
límites que le impiden reducir el ámbito de la libertad individual. Lo anterior
constituye un rasgo dominante de la teoría constitucional: la identificación de la
Constitución con la limitación del poder del Estado. La idea de la Constitución como
límite apunta a una función capital de la norma constitucional: decir que la
Constitución es límite del poder del Estado o garantía de la libertad es lo mismo que
decir que con ella se fijan los límites del derecho y, por tanto, los límites dentro de los
cuales ha de situarse cualquier expectativa que pretenda convertirse en derecho. Sin
embargo, insistimos, donde se muestra más claramente lo que la Constitución tiene de
norma selectiva y límite, es en los derechos fundamentales y en el conjunto de la parte
dogmática. Su estructura es la de una prohibición dirigida al Estado, que no podrá
prohibir ni mandar en aquello que se declara libre. El sistema de derechos y libertades
no es otra cosa que la delimitación de la posible acción del Estado y, por ello, el
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aseguramiento de una esfera “no política” ni “politizable”, en el sentido de no
susceptible de quedar sustraída a la libre acción del individuo.
El objetivo del constitucionalismo moderno se centra en la pretensión de lograr una
suficiente garantía y seguridad para los llamados derechos fundamentales de la
persona humana, exigencias éticas que constituyen un elemento esencial del sistema
de legitimidad en que se apoya el Estado de Derecho.
El establecimiento
constitucional de los derechos humanos se convierte en un eje central del
constitucionalismo. Lo que pretende, fundamentalmente, es la protección, garantía y
realización de los derechos humanos y de las libertades fundamentales. Es en este
sentido que señala magistralmente Manuel Aragón:
Que una sociedad tenga Constitución, que un Estado sea constitucional significa
que en él la organización de los poderes responde a un determinado fin, el
aseguramiento y garantía de la libertad de los ciudadanos. Por su parte, el
carácter constitucional de las instituciones les viene de que estén configuradas
de tal modo que el poder resulte limitado y, así, la libertad garantizada.
La Constitución limitará al poder tanto para mantenerlo con una determinada
estructura (conforme a lo dispuesto en la parte orgánica), como para impedir que
invada la autonomía individual (conforme a lo dispuesto en la parte dogmática).
Ambos objetivos son indisociables, dado que la estructura del Estado ya no es un
fin sino un medio. En realidad, ya no hay dos objetivos que la Constitución deba
cumplir sino uno, puesto que solo de una manera: mediante el Estado
constitucional, puede el poder organizarse para preservar la libertad. El único fin
de la Constitución es, pues, la libertad (la libertad en igualdad); la división de
poderes es solo una “forma” de asegurarla. La limitación del poder, esto es, los
derechos fundamentales, aparecen desde el nacimiento mismo del Estado
constitucional, como núcleo del concepto de Constitución. La distinción entre
poder constituyente
y
poder constituido,
la representación
política,
las
limitaciones temporal y funcional del poder son notas características del Estado
constitucional, sin duda alguna, pero la más definitoria es la atribución al pueblo
de la soberanía. Y como resulta que solo un pueblo libre (compuesto por
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ciudadanos libres), puede ser soberano, el único modo de garantizar dicha
soberanía es asegurando los derechos fundamentales como límites frente al
poder de los gobernantes. (Aragón: 2000, 97-99)
La Constitución como sistema
Si se acepta lo anterior, se tiene que la Constitución debe ser entendida como un todo
orgánico y no contradictorio. Debe tenerse
presente que cuanto se disponga en la
parte dogmática debe orientar la organización y funcionamiento del Poder Público. De
la misma manera, debe recordarse que cuanto se disponga en lo relativo a la
arquitectura del Poder Público incidirá positiva o negativamente en la actualización de
los derechos humanos contenidos en la parte dogmática.
A este respecto, debe afirmarse que la validez y la vigencia de los derechos humanos
no puede garantizarse sin un efectivo control del poder por medio de su apropiada
separación, sin desequilibrios ni desigualdades entre ellos y, sobre todo, con
salvaguardas específicas contra la primacía de los poderes eminentemente políticos
(verbigracia, el ejecutivo y/o el legislativo) frente al judicial y los restantes poderes
creados.
Conviene recordar que no basta con garantizar efectivamente el elenco de derechos y
garantías si no se consolida, con fuerza y rigidez constitucional, entre otros, el régimen
de separación de orgánica de poderes como antídoto contra la concentración del
poder. En este sentido, la Constitución, para asegurar la existencia del Estado de
Derecho, debe fijar y asegurar una determinada estructura de los poderes públicos, al
tiempo que garantizar los derechos ciudadanos, objetivos que, en este tipo de Estado,
son indisociables.
Si nos atenemos a una de las definiciones clásicas de “Constitucionalismo”, que es
aquella que lo considera la técnica a través de la cual, por una parte, se les asegura a
los individuos el ejercicio de sus derechos y, por la otra, se coloca al Estado en
posición de no poderlos violar, se tiene que el equilibrio entre los Poderes Públicos se
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convierte en algo más que un dato, se convierte en una, si no en la más importante,
de las condiciones de posibilidad del sistema de derechos y garantías.
-Derechos humanos, Constitución y democracia
En este punto, y dado nuestro empeño en poner de relieve elementos propios del
enfoque politológico, y no solo jurídico o filosófico, en el análisis de los derechos
humanos, consideramos de suma importancia intentar tender el puente entre el
desarrollo de la teoría de los derechos humanos y el desarrollo, por una parte, de las
teorías constitucionales y por la otra, no menos importante, el desarrollo de la teoría
política de la democracia.
Los derechos humanos pueden ser analizados desde una diversidad de puntos de
vista. Las ópticas filosófica, moral y jurídica suelen ser aquellas en las que más a
menudo se piensa a la hora de acometer el análisis de los mismos. Ello por razones
más que justificadas, siendo que tales ópticas permiten conocer, entre otros muchos
aspectos, acerca de su génesis, su fundamentación, los valores que los orientan y sus
variadas formas de positivación. No siempre se estudia a los derechos humanos en su
dimensión política, a pesar de constituir una de las dimensiones de mayor
importancia y de mayor interés para su estudio, dados los cambios que en ella ha
producido el ideario emancipatorio de los derechos humanos desde la Modernidad
hasta nuestros días.
Si se desea emprender la tarea de estudiar, así sea someramente,
los derechos
humanos en su contexto político, surge la necesidad inicial de dar cuenta de un
elemento político de protagonismo indiscutible, así como relacionado íntimamente con
los derechos humanos objeto de análisis: El Estado moderno. En este sentido, y
acometiendo el estudio de los derechos humanos en relación con la aparición y
consolidación del Estado moderno, será posible no sólo contextualizarlos, sino
estudiar en qué medida ambas nociones –Estado moderno y derechos humanos- se
definen e interconectan mutuamente, de suerte que cualquier cambio o alteración en
una de ellas, modifica las posibilidades de comprensión de la otra de manera sensible.
A tal punto se imbrican la suerte del Estado y la de los derechos, que constituyen un
sistema que define y da forma a la democracia contemporánea, de manera que los
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derechos conformarían el ideario –y, para algunos, incluso la base de sustentación, del
sistema democrático-, al tiempo que el Estado –no cualquier Estado, sino el Estado
democrático de Derecho, tal como podrá apreciarse posteriormente-, se constituiría en
el cómo de la democracia: en la manera conforme a la cual se lograría la mejor
adecuación posible de los derechos humanos con unas instituciones que les fuesen
cónsonas y que permitieran el mejor arreglo de los medios para el logro de los fines
que los derechos humanos persiguen. De esta manera, el Estado de Derecho se
constituiría en la mejor garantía de sujeción de la actividad política a las reglas del
derecho, al tiempo que esta sujeción garantizaría en gran medida el cumplimiento del
ideario emancipador los derechos humanos.
- Espacio público político y derechos humanos
Una tendencia muy marcada, por parte de la teoría política contemporánea, ha
centrado su énfasis en la desestatización de la actividad política, de modo de dar
cabida al sinnúmero de movimientos sociales que han tenido lugar con posterioridad a
la Segunda Guerra Mundial y que reivindican –desde un ámbito extra-parlamentarioun lugar desde el cual participar en la definición de lo político, así como en el diseño
de las políticas públicas que a todos atañen. En este sentido, y en el intento de
recuperar, para la sociedad, un espacio desde el cual incidir en la formulación y
reformulación de lo político, ha cobrado cada vez mayor fuerza la noción de “espacio
público político”, así como la idea conforme a la cual lo público ha de entenderse como
una arena que incorpora, mas no se agota, en el ente estatal.
Tal y como nos sugiere Raiza López en su obra “Democracia, poder y participación en
el espacio político” (1996), el espacio público político está referido a aquella arena en la
que tiene lugar la confrontación de ideas que puede potenciar o frenar la adopción de
decisiones que versan sobre la cosa pública. Así, tenemos entonces que el recinto de
una organización
con fines políticos, el palacio de gobierno, los medios de
comunicación y las plazas públicas, vendrían a convertirse en ejemplos por excelencia
de lo que aquí hemos dado en llamar espacio público político.
El espacio público político se caracteriza, entre otros aspectos, por el hecho de que en
su seno tiene lugar una serie de fenómenos –que pueden revestir la forma de
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presiones, enfrentamiento, manipulación, negociación e influencia-, cuyo objeto en
perspectiva consiste en
incidir de algún modo en las decisiones sobre los asuntos
públicos.
Entre la toma de decisiones y el espacio público –físico
o simbólico- media una
relación de mutua interdependencia pues, para adoptar decisiones o incidir sobre
ellas, se hace imprescindible allanar el camino hacia el espacio político. De allí que se
afirme que, si bien es necesaria una garantía jurídica que posibilite a los ciudadanos
ingresar en el espacio público físico, ello no es suficiente, pues adicionalmente
es
necesaria la existencia de una disposición interna por parte de los individuos –el deseo
de participar. Así las cosas, la participación vendría a ser la concreción en el espacio
público y en forma de acciones políticas, de aquellas acciones políticas deseadas que
habitan en la interioridad física de los individuos, o lo que es lo mismo, en el espacio
público simbólico.
Lo anterior implica, tal como señala Nuria Cunill (1997), que el espacio público
político, o la esfera pública, como también suele llamarse, se constituye a partir de la
consideración de lo público como algo que incorpora, mas no se agota, en el Estado.
Ello confiere un rol estelar a la participación de la sociedad civil y supone, además,
complementar –no sustituir- los mecanismos de representación tradicionales con los
mecanismos de participación de la sociedad civil en ejercicio y resguardo de sus
derechos.
Derechos humanos,
consenso y
conflicto en la definición de la política
democrática
Por su parte, una de las afirmaciones más contundentes de la teoría democrática
contemporánea consiste en sostener que la permanencia en el tiempo del orden
político
democrático
requiere,
antes
que
la
supresión
de
la
pluralidad,
el
reconocimiento mutuo de los ciudadanos como “personas” –esto es, como sujetos que
tienen derecho a tener derechos. Dicho reconocimiento, denominado consensus iuris
por Hanna Arendt (Serrano; 1998), es el sustrato del orden normativo en el que se
delimita, entre otras cosas, el ámbito en el que es posible la aparición y conservación
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de la diversidad social, a saber: el espacio público.
Las sociedades pacíficas y democráticas precisan la existencia de un consensus iuris,
lo cual supone una transformación cualitativa del conflicto, mas no su desaparición,
pues en este contexto el “enemigo político” no es aquel con el que no se tiene nada en
común, sino aquel con el que se comparte un conjunto de instrumentos normativos
basados en el reconocimiento recíproco.
De esta suerte, el conflicto político se transforma, si bien no desaparece. Lo que sí se
transforma es el enemigo en adversario, a partir de este nivel básico de acuerdos –
denominado consensus iuris y con clara filiación arendtiana-,
expresado, por lo
general, en un conjunto de normas jurídicas sustentadas en el mutuo reconocimiento.
El consensus iuris no pretende, de acuerdo con Serrano, suprimir las diferencias, sino
representar la aparición de un nivel normativo común que permita encauzar y limitar
el antagonismo propiciado por esas diferencias.
Una de las contribuciones más importantes para encontrar el elemento distintivo de la
política democrática fue suministrada por Hanna Arendt,
al afirmar que el rasgo
definitorio de la actividad política, más allá de la intensidad que pueda revestir, viene
dado por su referencia a un consensus iuris. Esto le ha permitido a Serrano afirmar
que las confrontaciones sociales pueden revestir la forma de confrontaciones políticas
si: 1-. Presentan una intensidad tal que trasciende la esfera privada; 2-. Giran en
torno al reconocimiento de una identidad o definición de las aspiraciones colectivas; y
3-. Mantienen una referencia al consensus iuris.
Una de las características de la confrontación política es la posibilidad de cuestionar
los contenidos que al interior de un orden social concreto se legitiman en el consensus
iuris. Sin embargo, para que la confrontación conserve su carácter político es
necesaria la común referencia, por parte de quienes hacen parte del mismo, a un
consensus iuris, a un reconocimiento recíproco, de los grupos enfrentados, como
personas con derecho a tener derechos,
pues en caso contrario entraríamos en el
ámbito de la guerra.
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La transformación de la guerra en política supone un salto cualitativo del conflicto que
hunde sus raíces en la ausencia de reconocimiento recíproco de las partes –amigos y
enemigos-, de su derecho a tener derechos. Así tenemos, entonces, que el fin de la
confrontación política no consiste en la eliminación física del otro, sino su conversión
en “aliados”. La dinámica política supone, entonces, que el otro no es un “enemigo
absoluto” frente al cual se puede hacer uso de cualquier elemento coactivo, sino aquel
con el que se tiene que coexistir en un mismo espacio. En síntesis, podemos afirmar
que la referencia al consensus iuris que distingue a la confrontación política de la
guerra, no supone la supresión de la violencia, pero implica una muy importante
limitación y reglamentación de la coacción física.
Ahora bien, esta transformación de las modalidades en que se manifiesta la coacción
ha redundado en una modificación sustancial de la forma de ejercer el poder político;
así, mientras que la lógica del poder bélico supone la utilización de los recursos de
coacción con el objetivo de extinguir al otro, la dinámica del poder político supone la
creación, preservación y manejo del consensus iuris y los contenidos que se fundan en
él. Muy al contrario del “enemigo absoluto” característico del antagonismo bélico, el
“enemigo político” se caracteriza por ser un rival justo, acreedor de un conjunto de
derechos y deberes con el que se puede negociar e incluso suscribir acuerdos.
El reconocimiento recíproco de las partes de su derecho a tener derechos –consensus
iuris- lejos de aspirar a suprimir las diferencias entre amigos y enemigos, persigue
como propósito la emergencia de un nivel normativo compartido por las partes, que
posibilite acotar el antagonismo generado por tales diferencias. El consensus iuris que
sirve de base al Estado de Derecho exige como prerrequisito que la nación sea
percibida como un pluriverso (que la nación no es, ni puede llegar a ser nunca u
grupo homogeneizado) y que la disconformidad, lejos de constituir una amenaza a la
voluntad general o bien común, representa una expresión sintomática de la pluralidad
conflictiva que hace parte de la nación. La disconformidad y los cuestionamientos al
interior de un Estado de Derecho pasan, de ser un elemento disfuncional, a
transmutarse en un elemento constante de la dinámica sociopolítica, que lejos de
contravenir a la unidad social y política, la potencian, pues las unidades políticas
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incapaces de reconocer la pluralidad de la sociedad civil han devenido en
organizaciones frágiles.
Por último, convendría destacar de lo dicho hasta ahora, que la función democrática
por excelencia de los derechos humanos en una sociedad democrática regida por un
Estado constitucional es la de servir de base del consensus iuris, el cual remite al
reconocimiento recíproco de los miembros
de la unidad sociopolítica en tanto
“personas” que tienen el derecho a tener derechos. En la dimensión política, ello
conduce a la imposibilidad de ver al “otro” como un “enemigo absoluto” frente al que
está justificado el uso de toda modalidad de violencia, sino como alguien el que se
tiene que convivir. En este sentido, el requisito indispensable para la supervivencia de
un orden político democrático y constitucional no es la supresión de la pluralidad de
opiniones e intereses, sino el reconocimiento recíproco de los ciudadanos como
“personas”, es decir, como sujetos que tienen derecho a tener derechos. Este tipo de
reconocimiento, del cual los derechos humanos son protagonistas y al que Hanna
Arendt denomina consensus iuris, es el fundamento del orden jurídico y político que
delimita el espacio público y que hace posible la aparición y conservación de una
sociedad
civil
participativa
y
plural.
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