ECONOMÍA DEL DESARROLLO - Departamento de Estructura e

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ECONOMÍA DEL DESARROLLO:
TEORÍAS Y POLÍTICAS
PARTE PRIMERA
Fernando Collantes
El siguiente texto está destinado a los alumnos de la asignatura “Economía del
desarrollo: teorías y políticas” del Máster Iberoamericano de Cooperación
Internacional y Desarrollo de la Universidad de Cantabria, curso 2012/13. Si
desea utilizar este texto fuera de ese ámbito, por favor contacte
previamente con el autor: [email protected]
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Clase 1
¿CÓMO LLEGARON A DESARROLLARSE LOS PAÍSES HOY
DESARROLLADOS?
El “mundo rico” es una creación histórica reciente. Hasta finales del siglo
XVIII, cuando se produjo el desencadenamiento de la revolución industrial
británica, las diferencias en el nivel de desarrollo de unas y otras regiones del
mundo eran pequeñas. Por todas partes las sociedades se caracterizaban por
bajos niveles de ingreso per cápita, lentos e irregulares ritmos de crecimiento
económico, bajas esperanzas de vida y bajos niveles educativos. De acuerdo
con los criterios que hoy utilizamos para medir el desarrollo de los países, no
existía un mundo rico y un mundo pobre: todos los países eran países poco
desarrollados. La revolución industrial británica no transformó esta situación de
manera tan rápida como sugeriría su equívoca denominación, pero sí fue el
punto de partida de un mundo diferente. Fue el punto a partir del cual algunas
economías comenzaron a dar el salto al desarrollo a través de un crecimiento
económico sostenido a lo largo del tiempo. Este salto tuvo costes sociales y no
benefició por igual a todos los ciudadanos del mundo rico. Sin embargo, en el
medio y largo plazo el crecimiento económico sostenido permitió elevar
sustancialmente el nivel de vida de la población, situándola en una órbita
diferente a la de la población del mundo pobre, es decir, la población de
aquellos países cuyas economías continuaron sumidas en la inercia estancada
de los siglos previos (o bien que, como veremos, rompieron dicha inercia pero
no consiguieron tasas de crecimiento tan altas como los países líderes).
Si queremos comprender el porqué del atraso económico del mundo
pobre, debemos estudiar las fallidas estrategias allí puestas en práctica durante
estos últimos dos siglos y medio, pero antes debemos comprender en qué
consistieron las estrategias que paralelamente permitieron a los países
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actualmente desarrollados salir de la pobreza. Ese es el tema de este capítulo,
en el que encontraremos una gran variedad de experiencias históricas. El
primer apartado se dedica, como no podía ser de otro modo, al caso británico.
Los apartados segundo y tercero presentan respectivamente la experiencia de
los países llamados a plantear una amenaza al liderazgo industrial británico:
Alemania y Estados Unidos. El cuarto apartado se dedica a Canadá, Australia y
Nueva Zelanda, países que basaron su desarrollo en una estrategia
agroexportadora, lo cual los convierte en referencia obligada para su
comparación con numerosas economías pobres de los siglos XIX y XX.
Finalmente, el quinto apartado trata sobre Japón, único país no occidental
capaz de poner en marcha un proceso de industrialización antes de mediados
del siglo XX y, por ello, caso de gran trascendencia para el análisis del atraso
económico.
LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL BRITÁNICA
El motor de la revolución industrial británica fue el cambio tecnológico y,
dentro de él, la sustitución de fuentes de energía orgánicas (como la hidráulica
y la eólica) por una novedosa fuente de energía inorgánica: el carbón. Las
implicaciones económicas del carbón fueron mayúsculas, ya que se trataba de
una fuente de energía mucho más potente que las anteriores (podía garantizar
una cantidad mucho mayor de energía por trabajador, lo cual permitía alcanzar
niveles mucho mayores de productividad laboral) y cuyo suministro era más
regular (dado que la oferta de carbón no dependía de fenómenos como la lluvia
o el viento) y flexible (dado que el carbón podía ser almacenado y transportado
en función de las necesidades de las empresas). Con el carbón, la energía,
cuello de botella del crecimiento económico en Inglaterra y en todas partes
hasta aquel momento, dejaba de ser un factor limitante.
El carbón llevaba ahí, en el subsuelo, muchos siglos, pero no fue hasta
finales del siglo XVIII cuando su enorme potencial económico comenzó a
hacerse realidad. Desde largo tiempo atrás, los ingleses venían usando el
abundante carbón de su subsuelo como sustituto de la madera (cada vez más
escasa como consecuencia del desarrollo de una economía orgánica
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avanzada), pero solamente para la calefacción de las casas. La aplicación del
carbón a los procesos productivos industriales requería una innovación
tecnológica decisiva: la aparición de algún tipo de convertidor que fuera capaz
de transformar la energía calorífica generada por la combustión del carbón en
energía cinética capaz de impulsar el movimiento de máquinas. A lo largo del
siglo XVIII se intensificaron los esfuerzos por encontrar un convertidor
adecuado y, en la década de 1780, se difundió el modelo de convertidor
llamado a convertirse en el gran símbolo de la revolución industrial: la máquina
de vapor de James Watt. Se trataba de una máquina en la que el calor
derivado de la combustión del carbón se transformaba en vapor, y este vapor
accionaba un émbolo que, convenientemente conectado a través de ejes,
servía de base para el movimiento de máquinas industriales. Lo mismo podía
utilizarse para agilizar el trabajo en las minas de carbón que para accionar
telares en fábricas textiles (o, como luego ocurriría, para alimentar el
movimiento de una innovación revolucionaria: el ferrocarril).
El binomio formado por el carbón (como fuente de energía) y la máquina
de vapor (como convertidor energético) revolucionó la economía inglesa. La
producción del sector textil se disparó como consecuencia de la aparición de un
nuevo “bloque tecnológico” en el que, además de la nueva fuente de energía y
el
nuevo
convertidor,
figuraban
nuevas
máquinas
que
aumentaban
enormemente la productividad del trabajo, tanto en la fase del hilado
(fabricación de hilos a partir de la materia prima) como en la fase del tejido
(fabricación de prendas de vestir y otros productos textiles a partir de hilos). Por
su parte, la industria siderúrgica también experimentó su propia revolución,
como consecuencia del descubrimiento de nuevos y mejores procedimientos
para transformar, con la ayuda de la energía del carbón, el mineral de hierro en
hierro fundido. (Un hito decisivo en esta historia fue la invención del horno de
pudelado de Henry Cort.) La primera etapa de la revolución industrial británica,
aproximadamente entre 1780 y 1830, se basó así en el gran dinamismo del
sector textil (y, dentro de éste, especialmente el textil del algodón, cuya
tecnología para la mecanización había avanzado más deprisa) y el sector
siderúrgico.
A partir de la década de 1830, el sector del transporte terrestre lideró
una nueva oleada de innovación tecnológica. Hasta entonces, el sector había
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mantenido una base energética orgánica (los animales tiraban de carros en los
que viajaban las mercancías y los transportistas) y, como tal, tenía un potencial
de crecimiento limitado. En la década de 1830 entró en funcionamiento el
primer ferrocarril moderno, que suponía la incorporación del binomio carbónvapor al transporte terrestre. En las décadas siguientes, la pequeña isla de
Gran Bretaña fue llenándose de vías férreas y, con algo de retraso (pero no
demasiado), el resto de países europeos (así como Estados Unidos) se
lanzaron a la construcción de sus sistemas ferroviarios. La revolución que esto
supuso es difícil de exagerar: ahora era más barato y más seguro transportar
mercancías, de donde se derivó un fuerte aumento de las mercancías
transportadas. Los mercados regionales de cada país, hasta entonces
relativamente aislados, pasaron a integrarse más estrechamente en un único
mercado nacional. Se abría así la posibilidad de que la economía nacional
operara con mayores niveles de eficiencia, ya que ganaban un nuevo impulso
los procesos de especialización regional en función de ventajas comparativas
(¿cómo especializarse en sólo unas pocas producciones antes de que la
tecnología del transporte asegurara un abastecimiento barato y regular del
resto de mercancías?).
Ahora bien, el éxito británico no se basó exclusivamente en estos
sucesivos ciclos de innovación, sino también en la combinación de los mismos
con un crecimiento de tipo más tradicional en otros sectores menos tocados por
los cambios tecnológicos. Este segundo tipo de crecimiento había venido
alimentando la formación de una economía preindustrial algo más avanzada
que las otras (tanto en Europa como en el mundo en general), y continuó
contribuyendo al crecimiento británico durante las primeras etapas de la
industrialización. La aportación de este segundo tipo de crecimiento, más
tradicional y continuista, fue decisiva para que Gran Bretaña evitara los
problemas de dualismo que sufrirían muchas economías subdesarrolladas a lo
largo del siglo XX. El dualismo económico consiste en la existencia de una
brecha de productividad muy grande entre un sector moderno, que utiliza
tecnología puntera, y el resto de la economía, que utiliza tecnología tradicional.
La persistencia de situaciones de dualismo es peligrosa porque tiende a
bloquear la continuación del crecimiento económico a lo largo del tiempo: el
estancamiento del sector tradicional termina generando “cuellos de botella” que
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obstaculizan progresos ulteriores del sector moderno. Una agricultura
estancada, por ejemplo, genera problemas para el crecimiento de los sectores
industriales porque la pobreza de los agricultores hace que la demanda de
productos industriales sea baja y porque una oferta agraria escasa encarece la
alimentación (y, por tanto, los salarios) de los trabajadores industriales (lo cual
reduce la competitividad del sector en el ámbito internacional).
Este es el peligro que evitó la economía británica durante la revolución
industrial. En lugar de una economía dualista, fue una economía bien
articulada. En el sector industrial, el crecimiento innovador de la industria textil
algodonera y la siderurgia convivía con el crecimiento tradicional de la industria
alimentaria (por poner un ejemplo). Y, en el plano agrario, la senda de progreso
abierta durante el siglo XVII continuó vigente durante buena parte del XIX: no
se trataba de un progreso basado en innovación tecnológica rupturista (como
ocurriría a partir de finales del siglo XIX, con la paulatina introducción de
fuentes de energía inorgánicas también en la agricultura), sino de una
agricultura orgánica avanzada capaz de establecer sinergias entre agricultura y
ganadería. Los vínculos que existían entre estos sectores y los sectores más
innovadores hicieron que el progreso de cada uno de ellos se transmitiera al
resto, de tal modo que se generó un círculo virtuoso de crecimiento.
EL ASCENSO DE ALEMANIA COMO POTENCIA INDUSTRIAL
La industrialización se difundió desde Gran Bretaña hacia el resto de
Europa como una mancha de aceite. La razón básica por la que ello fue así es
que, por toda la región, se generalizaron procesos de innovación tecnológica y
cambio institucional que aceleraron el crecimiento económico. A pesar de que,
inicialmente, la legislación británica prohibía la exportación de maquinaria y
conocimientos técnicos (con objeto de preservar el liderazgo tecnológico del
país), las innovaciones tecnológicas de la primera revolución industrial no
tardaron en cruzar fronteras de manera furtiva. Más adelante, relajadas este
tipo de restricciones, la difusión de la innovación tecnológica se convirtió en
una constante dentro de la economía europea. Junto a este cambio
tecnológico, por todas partes encontramos también cambio institucional
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destinado a implantar una sociedad de mercado. La revolución iniciada en
Francia en 1789 actuó como una auténtica onda expansiva por todo el
continente. El derrumbe del Antiguo Régimen y su sustitución por una sociedad
de mercado favorecieron una asignación más eficiente de los recursos (al
desaparecer diversas regulaciones que restringían el margen de maniobra de
las empresas) y el comportamiento emprendedor (al retribuir las innovaciones
con grandes beneficios a través de unos mercados en expansión).
Tal fue el éxito de la difusión de la industrialización por Europa que,
hacia finales del siglo XIX, Gran Bretaña contaba ya con un competidor que,
sobre la base de un planteamiento económico un tanto diferente, disputaba su
supremacía industrial: Alemania. Para cuando estalló la Primera Guerra
Mundial (en 1914), la economía alemana era probablemente la economía más
dinámica de toda Europa. Su PIB per cápita era aún inferior al británico, pero
venía acercándose al mismo desde al menos 1870. Alemania vivió un rápido
proceso de industrialización y, de hecho, se convirtió en uno de los países
líderes de la “segunda revolución industrial” a escala mundial (tan sólo
equiparable a la gran potencia industrial no europea: Estados Unidos). En
sectores como la producción de acero o la industria química, las empresas
alemanas se encontraban entre las punteras desde el punto de vista
tecnológico. La economía alemana no destacó durante el periodo preindustrial,
ni tampoco durante la primera fase de la industrialización. Sin embargo, fue la
economía europea que en mayor medida se incorporó a la segunda revolución
industrial.
Este éxito alemán se apoyó en cuatro pilares. En primer lugar, una
privilegiada dotación de recursos minerales. La abundancia de carbón era
fundamental para realizar una rápida transición a una base energética de
carácter inorgánico. Ello creaba buenas perspectivas para el desarrollo de los
más diversos sectores; y, unido a la abundancia de hierro, convertía a
Alemania en un candidato claro a convertirse en una gran potencia siderúrgica.
El segundo factor del éxito alemán fue de naturaleza institucional. A
comienzos del siglo XIX, Alemania no existía como tal: se encontraba
fragmentada en un gran número de pequeños Estados independientes. Cada
uno de estos Estados levantaba fronteras económicas con respecto a sus
vecinos: aranceles y otras restricciones al libre movimiento de mercancías
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fragmentaban así el espacio económico alemán. Durante la parte central del
siglo XIX, estas fronteras fueron eliminadas como consecuencia de un proceso
de unificación impulsado por el Estado alemán de mayor tamaño y poder
militar: Prusia. En primer lugar se eliminaron, durante la década de 1830, las
fronteras económicas: se creó un área de libre comercio a lo largo y ancho del
territorio alemán. Más adelante, en 1871 se eliminaron las fronteras políticas y
Alemania pasó a existir como tal. La unificación económica y política de
Alemania favoreció una asignación más eficiente de recursos y creó un espacio
económico muy amplio en el que podrían florecer con mayor facilidad las
iniciativas innovadoras por parte de las empresas (que ahora tenían un mayor
mercado que conquistar) y los gobiernos (que ahora tenían un mayor margen
para diseñar una estrategia de industrialización).
El tercer pilar del éxito alemán fue de carácter empresarial. La
industrialización alemana fue liderada por grandes grupos empresariales que,
fuertemente vinculados al sector financiero, pusieron en marcha iniciativas muy
innovadoras que condujeron a la segunda revolución industrial. En todo ello se
diferenciaba el modelo alemán del modelo británico. Los grupos empresariales
que generaron crecimiento basado en la innovación en Alemania eran mucho
más grandes que las empresas británicas que, bajo el sistema de fábrica,
habían propiciado la revolución industrial. Los grandes grupos alemanes
desarrollaban ambiciosos proyectos empresariales para cuya financiación
requerían el apoyo de no menos grandes grupos bancarios. Se trataba de
proyectos que, en casos como los de la industria química o la siderurgia del
acero, requerían inversiones iniciales tan costosas que tardaban varios años en
comenzar a proporcionar beneficios. De este modo, frente al modelo británico
de pequeños empresarios que se autofinanciaban a través de la reinversión de
sus propios beneficios, el modelo alemán se basó en la colaboración entre
grandes bancos y grandes empresas industriales con objeto de movilizar
grandes sumas de capital en proyectos empresariales a medio y largo plazo.
Este modelo permitió a Alemania acceder al liderazgo tecnológico en sectores
que, como los de la segunda revolución industrial, requerían fuertes inversiones
iniciales. Además, las grandes empresas también estaban mejor preparadas
para organizar actividades de investigación y desarrollo (a través de
departamentos creados específicamente para tal fin), lo cual también era
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crucial de cara a una segunda revolución industrial que, a diferencia de la
primera, sería muy intensiva en conocimiento.
El cuarto y último pilar del éxito alemán fue la política económica puesta
en práctica por los gobiernos, que buscaron explícitamente impulsar la
industrialización del país. Dos de los campos más importantes en los que se
desarrolló esta acción gubernamental fueron la política comercial y la política
educativa. La política comercial alemana fue proteccionista, ya que tendió a
establecer aranceles elevados para impedir que la industria de otros países (en
especial, la británica) se hiciera inicialmente con el mercado nacional. El
proteccionismo puede ser un arma de doble filo, como posteriormente han
comprobado muchas economías subdesarrolladas a lo largo del siglo XX.
Proteger a los empresarios locales de la competencia extranjera puede
conducir al acomodamiento de los mismos y al mantenimiento de empresas
poco eficientes. La política comercial alemana evitó este peligro porque su
proteccionismo se combinaba con incentivos gubernamentales para que las
industrias alemanas fueran madurando, fueran volviéndose competitivas y,
finalmente, fueran capaces de conquistar los mercados internacionales. Es
decir, la política comercial alemana buscó proteger a la industria naciente como
parte de una estrategia más general de creación de una base industrial
competitiva a nivel internacional. Además, esta política comercial se
encontraba bien coordinada con otras políticas económicas, como por ejemplo
la política educativa. Alemania realizó un fuerte esfuerzo de inversión pública
en educación: no sólo educación primaria, sino muy destacadamente
educación secundaria y educación técnica. Como consecuencia de ese
esfuerzo inversor, no sólo era la mano de obra alemana una de las más
cualificadas del mundo a comienzos del siglo XX, sino que las ideas
innovadoras surgían con mayor facilidad que en cualquier otro país europeo.
LA VÍA ESTADOUNIDENSE HACIA EL DESARROLLO
También Estados Unidos amenazaba el liderazgo industrial británico a
finales del siglo XIX y comienzos del XX, amenaza que se haría realidad a lo
largo de este último siglo y paralelamente al ascenso del país a la hegemonía
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geopolítica mundial. Estados Unidos nacía como país el 4 de julio de 1776, es
decir, aproximadamente en el momento en que la revolución industrial británica
estaba arrancando. Algo menos de un siglo y medio después, para cuando
estalló la Primera Guerra Mundial, se había convertido en una de las
economías más desarrolladas del mundo y, probablemente, había superado a
su antigua metrópoli. A diferencia de la mayor parte de sociedades no
europeas,
Estados
Unidos
fue
capaz
de
impulsar
un
proceso
de
industrialización. ¿Cuáles fueron las claves de este éxito? Consideraremos
sucesivamente cuatro: la dotación de recursos, el marco institucional, la
organización empresarial y la gestión de las oportunidades y amenazas
asociadas a la globalización.
Estados Unidos contaba con una dotación de recursos muy favorable.
Por un lado, contaba en su subsuelo con todos los recursos minerales
estratégicos. El carbón y el hierro eran muy abundantes en la parte nororiental
del país, que de hecho se convirtió en el principal foco de actividades
industriales del país. La abundancia de carbón hizo posible una transición
rápida a la economía de base inorgánica, mientras que la abundancia de hierro
facilitó el desarrollo de la siderurgia, uno de los sectores más innovadores
durante la primera y segunda revolución industriales (siderurgia del hierro y el
acero, respectivamente). Por otro lado, la economía estadounidense también
se benefició de la abundancia de tierra cultivable. A lo largo del siglo XIX, los
Estados Unidos emprendieron un formidable proceso de expansión territorial
que los llevó de ser una estrecha franja situada en la costa este de
Norteamérica a ser el enorme país que es hoy día. La “conquista del oeste”, la
paulatina expansión de la frontera estadounidense hacia el oeste, incorporó al
país amplísimas extensiones de tierra susceptible de ser cultivada. En su
mayor parte, se trataba de tierras en las que podía desarrollarse una agricultura
de clima templado, similar a la europea. Buena parte de las nuevas regiones
del Oeste estadounidense se especializaron así en la producción de alimentos,
con los cereales a la cabeza. En general, la disponibilidad de tierra permitió
crear explotaciones agrarias grandes, capaces de aprovechar economías de
escala y deseosas de incorporar innovaciones ahorradoras de mano de obra
(con objeto de evitar los elevados salarios que debían pagarse en una situación
de escasez relativa de mano de obra). Los agricultores estadounidenses se
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colocaron así entre los más productivos del mundo, muy por delante de los
europeos.
Sin embargo, ni la industria ni la agricultura habrían crecido tan deprisa
de no haber contado Estados Unidos con un marco institucional favorable. Al
fin y al cabo, también otras partes del mundo contaban con una buena dotación
de recursos y, sin embargo, fueron pocas las que lograron imitar a Europa e
iniciar un proceso de industrialización. Desde el mismo momento de su
nacimiento como país independiente, los Estados Unidos se dotaron de un
marco institucional basado en los principios del liberalismo económico.
Mientras que en Europa la formación de la sociedad de mercado fue la
consecuencia de un complejo proceso de erosión por parte de Estados y
mercados de un antiguo régimen heredado del feudalismo, Estados Unidos
partió de una sociedad de mercado. Hay que tener en cuenta que el marco
institucional de la economía colonial estadounidense había sido definido por su
metrópoli, lo cual quiere decir que, a imagen y semejanza de Inglaterra, las
colonias norteamericanas realizaron una precoz transición a la sociedad de
mercado durante el tramo final del periodo preindustrial. Sobre esa base, la
Declaración de Independencia de 1776 y, sobre todo, la Constitución de 1787
(aún vigente en la actualidad) consolidaron definitivamente los principios del
liberalismo económico. Esto resultó fundamental para que los estadounidenses
fueran capaces de traducir los formidables recursos naturales del país en
crecimiento económico. En ausencia de inercias institucionales heredadas de
un antiguo régimen (inercias que en muchos países europeos habían sido la
consecuencia del necesario pacto político entre liberales y conservadores), la
sociedad de mercado favoreció una asignación eficiente de recursos y, lo que
es más importante, creó los incentivos para la creatividad tecnológica y la
generalización de comportamientos emprendedores. En especial a partir de la
segunda revolución industrial, Estados Unidos hizo mucho más que replicar el
proceso de industrialización de los países líderes europeos: tomó la delantera
desde el punto de vista tecnológico.
El
ascenso
de
Estados
Unidos
al
liderazgo
tecnológico
fue
protagonizado por grandes corporaciones. A diferencia de una fábrica inglesa
de comienzos del siglo XIX, que realizaba una única tarea del proceso
productivo, las grandes empresas estadounidenses de finales de siglo
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integraban numerosas producciones, llegando en algunos casos a convertirse
en auténticos gigantes en los que una gran cantidad de departamentos
realizaba una gama muy amplia de tareas. Esto incluía no sólo diversas tareas
manufactureras (desde la transformación inicial de las materias primas hasta
las partes finales del proceso de acabado del producto), sino también un
número creciente de tareas intelectuales relacionadas con la organización de la
compleja actividad empresarial. De hecho, la complejidad tecnológica (en el
marco de una segunda revolución industrial intensiva en conocimiento) y
organizativa (dada la multifuncionalidad) de la actividad empresarial hizo que la
mayor parte de grandes empresas pasaran a estar dirigidas por directivos
profesionales. Si en la fábrica inglesa el propietario y el director eran la misma
persona,
en
las
grandes
empresas
estadounidenses
ambas
figuras
comenzaban a separarse: por un lado, los accionistas (propietarios que no
tomaban decisiones cotidianas sobre el funcionamiento de la empresa) y, por el
otro, los directivos (que tomaban dichas decisiones sin ser necesariamente
propietarios de la empresa).
El ascenso de este tipo de estructura empresarial fue posible gracias a
las enormes dimensiones del mercado interior estadounidense, que permitían
explotar economías de escala: la producción de grandes tandas permitía
repartir los elevados costes fijos entre un gran número de unidades
productivas, haciendo posible una paulatina reducción del coste medio de
fabricación. Para ello, los empresarios estadounidenses desarrollaron una
auténtica revolución organizativa, que los llevó a planificar con mayor detalle
las distintas tareas realizadas dentro de la empresa. La revolución pasaba por
implantar un sistema de fabricación en serie: fabricar grandes tandas
homogéneas de componentes estandarizados. Revolucionando la organización
empresarial, los empresarios estadounidenses instalaron cadenas de montaje
por las que se movían los productos intermedios para ser objeto de sucesivas
transformaciones por parte de los trabajadores, cuya posición se mantenía
invariable. La revolución organizativa fue más allá, ya que los gigantes
empresariales destinaban una fracción sustancial de recursos al fomento de
actividades de investigación y desarrollo, con objeto de continuar desplazando
la frontera tecnológica. Se crearon así departamentos específicos de
investigación, formados por personal altamente cualificado y especializado. En
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estas condiciones, las empresas grandes tenían todo a su favor para eliminar
del mercado a las empresas pequeñas. Y este mundo de competencia
imperfecta (en el que unas pocas empresas ocupaban posiciones de monopolio
u oligopolio) fue más capaz de generar innovación tecnológica y crecimiento
económico que el mundo de competencia perfecta propio del sistema de
fábrica (en el que ninguna empresa era tan grande como para ejercer poder de
mercado). De hecho, las grandes empresas estadounidenses accedieron, junto
con las grandes empresas alemanas, al liderazgo tecnológico mundial a partir
de finales del siglo XIX, al mismo tiempo que las estructuras empresariales y
sociales de Gran Bretaña, que tanto habían favorecido el desarrollo de la
primera revolución industrial, parecían ahora menos propicias.
Finalmente, la cuarta clave del éxito estadounidense fue el manejo que
la política económica hizo de las oportunidades y amenazas asociadas a la
globalización del siglo XIX. Estados Unidos aprovechó las oportunidades y se
protegió de las amenazas. Las oportunidades eran básicamente dos. En primer
lugar, la posibilidad de mejorar la dotación de factores a través de la recepción
de inversiones extranjeras e inmigrantes. En torno a 1800, Estados Unidos
tenía gran disponibilidad de tierra, pero gran escasez de los otros dos factores
productivos: capital y mano de obra. El crecimiento económico del país a lo
largo del siglo XIX se vio acelerado por la llegada de capitales y trabajadores
de otros países. Las inversiones extranjeras, particularmente británicas,
sirvieron
para
inyectar
capital
en
la
industria
y
los
ferrocarriles
estadounidenses, permitiendo así un desarrollo más vigoroso de estos sectores
de lo que habría sido posible en condiciones de aislamiento. La inmigración,
por su parte, permitió que los empresarios no se enfrentaran a una escasez de
mano de obra tan acusada y que se pusieran en cultivo tierras que, de otro
modo, habrían permanecido sin explotar (sobre todo en el Oeste).
La otra gran oportunidad que, en términos de crecimiento económico,
ofrecía la globalización era la posibilidad de que Estados Unidos se erigiera en
un gran exportador de productos agrarios con destino a Europa. En la Europa
del siglo XIX, el crecimiento de la población (fruto de la transición demográfica)
y los procesos paralelos de industrialización y urbanización aumentaron la
demanda de productos agrarios, generando tensiones porque la oferta europea
no era suficientemente elástica (dadas sus limitaciones geográficas e
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institucionales). Conforme la mejora de los medios de transporte a lo largo del
siglo XIX permitió conectar de manera relativamente poco costosa a los
consumidores europeos con productores agrarios situados en las extensas
tierras templadas de Norteamérica u Oceanía, se creó la posibilidad de grandes
exportaciones agrarias de Estados Unidos hacia Europa. Aunque la mayor
parte de gobiernos europeos terminaron virando hacia el proteccionismo para
evitar los efectos adversos de estas exportaciones sobre los agricultores
nacionales,
las
exportaciones
agrarias
contribuyeron
al
crecimiento
estadounidense, más si cabe si tenemos en cuenta que el mercado británico (el
más importante dentro de Europa, teniendo en cuenta su tamaño y el elevado
poder adquisitivo de la población) permaneció completamente abierto. Además,
las exportaciones agrarias estadounidenses también crecieron notablemente a
lo largo del siglo XIX como consecuencia de la demanda de algodón que siguió
al arranque de los procesos de industrialización europeos. El textil algodonero
era uno de los sectores más innovadores de la revolución industrial en Europa,
pero los empresarios europeos debían importar la materia prima de regiones
tropicales o semi-tropicales adecuadas para su cultivo. Las plantaciones del sur
de Estados Unidos cubrieron una parte importante de esta demanda
internacional.
Sin embargo, la globalización también ponía sus amenazas sobre la
mesa. En particular, se planteaba el mismo problema que en la Alemania de
mediados del siglo XIX: ¿podrían las industrias nacientes soportar la
competencia de las industrias ya maduras de países más desarrollados?
Estados Unidos optó por una política proteccionista, que obstaculizó la entrada
de importaciones industriales del extranjero a través del establecimiento de
tasas arancelarias elevadas. Como en Alemania, el objetivo era contribuir a la
diversificación de la economía del país, de tal modo que en el medio plazo se
constituyera una base industrial competitiva a escala internacional. Los costes
del proteccionismo fueron muy pequeños en el caso de Estados Unidos, ya que
disponía de un amplísimo mercado interior. Desde el punto de vista estático, la
expansión e integración de dicho mercado interior, con la ayuda de un eficaz
sistema de transportes, fue suficiente para generar una asignación eficiente de
los recursos. Y, desde el punto de vista dinámico, el deseo de explotar dicho
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mercado interior y sus economías de escala incentivó suficientemente la
innovación tecnológica y organizativa por parte de las empresas.
EL ÉXITO DEL MODELO AGROEXPORTADOR EN CANADÁ Y OCEANÍA
Canadá, Australia y Nueva Zelanda comparten algunas características
que nos permiten hablar de ellos como “nuevos países occidentales” (en
adelante, NPO). Originalmente, estos territorios se encontraban débilmente
poblados por tribus indígenas con bajos niveles de complejidad tecnológica e
institucional. A raíz del descubrimiento de América y, sobre todo, a partir del
siglo XVII, colonos europeos (franceses, holandeses y, sobre todo, británicos)
comenzaron a instalarse en la costa este de Norteamérica. Lo mismo ocurrió
en Oceanía a partir de finales del siglo XVIII. El resultado del colonialismo
europeo no fue la formación de una sociedad mixta que integrara a la población
indígena y a la población europea. Más bien, la población indígena fue
combatida y arrinconada, con el resultado de que el colonialismo dio lugar a
países “nuevos” cuyas bases sociales eran claramente “occidentales”. (En
realidad, Estados Unidos también formaría parte de este grupo de países.)
Tanto en Canadá como en Australia o Nueva Zelanda, las densidades
de población eran muy bajas a finales del siglo XVIII, como consecuencia del
escaso grado de desarrollo de las sociedades indígenas y las pequeñas
dimensiones de las comunidades de colonos ingleses y franceses. En
consecuencia, la tierra era abundante, y los colonos europeos se expandieron
sobre ella marginando o exterminando a poblaciones indígenas. Además, y
como en Estados Unidos, la influencia institucional de la metrópoli británica era
muy grande: las comunidades de colonos se movían en algo bastante más
parecido a una sociedad de mercado que a una sociedad estamental (tipo
antiguo régimen). Finalmente, en todos los casos la globalización fue decisiva
para que esa dotación de recursos y ese marco institucional cristalizaran en la
senda de desarrollo conocida por estos países.
De hecho, esta senda ha pasado a ser una especie de estándar para el
análisis del desarrollo de economías inicialmente atrasadas. Nos referiremos a
este estándar como el “modelo agroexportador” o el “crecimiento impulsado por
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las exportaciones agrarias”. El modelo consta de dos fases: en la primera, el
país se especializa en la exportación de productos agrarios hacia los mercados
de países más desarrollados; en la segunda, los beneficios derivados de las
exportaciones agrarias se transmiten a través de diversos encadenamientos
hacia los sectores no exportadores, como por ejemplo la industria nacional.
La primera de las fases se cumplió de manera muy exitosa tanto en
Canadá como en Australia y Nueva Zelanda, que presenciaron un gran
crecimiento de sus exportaciones agrarias a lo largo del siglo XIX y hasta la
Primera Guerra Mundial. Las causas fueron tres. En primer lugar, la dotación
de recursos era favorable para ello. Como las densidades de población eran
bajas, la tierra era muy abundante. Así, aunque una parte de la superficie de
estos países era poco productiva en términos agrarios (las zonas árticas de
Canadá, los desiertos de Australia), los tres países disponían de amplias
superficies en las que podía desarrollarse una agricultura de clima templado.
De este modo, los agricultores canadienses, australianos y neozelandeses
podían dedicarse, por ejemplo, a producir cereales (trigo, cebada) o productos
ganaderos (lana, carne).
El segundo factor fue el estímulo de la globalización. La globalización
proporcionó mercados en los que colocar un volumen creciente de
exportaciones agrarias. En países con una población tan reducida, la demanda
interna era modesta, y buena parte de la superficie potencialmente cultivable
permanecía ociosa. El estímulo debía provenir de la demanda exterior, y eso es
lo que ocurrió a lo largo del siglo XIX. La demanda europea de productos
agrarios iba en aumento por diferentes motivos. La población estaba creciendo
como consecuencia de la transición demográfica y, además, es probable que la
demanda per cápita también estuviera creciendo como consecuencia del
incremento de la renta asociado al proceso de industrialización y al cambio
ocupacional asociado a la urbanización. La tierra era escasa en Europa, y una
combinación de obstáculos geográficos e institucionales impedía que la oferta
agraria europea se expandiera tan deprisa como la demanda. En otros
términos, la ventaja comparativa de Europa (sobre todo, de Europa
noroccidental) estaba cada vez más en la producción industrial, y podía
explotarse de manera más plena si se importaban productos agrarios baratos
procedentes de los NPO, cuyas condiciones ambientales les permitían producir
15
las mercancías demandadas por los europeos. (Este razonamiento fue
especialmente claro en el caso británico, la economía con mayor tradición
industrial y en la que más había avanzado el cambio ocupacional; la economía
que, por lo tanto, menos amenazada podía verse por la conquista de sus
mercados agrarios por parte de los NPO.) Para que esta complementariedad
teórica entre la Europa más desarrollada y los NPO se hiciera realidad, tan sólo
era necesario que el coste del transporte fuera cayendo hasta el punto de
hacer rentables las exportaciones a larga distancia de productos agrarios. (Hay
que tener en cuenta que estos productos eran bastante pesados en relación a
su precio final, por lo que eran relativamente caros de transportar). Cuando
sucesivas innovaciones tecnológicas hicieron posible una espectacular
reducción de los costes del transporte entre Europa y sus potenciales socios
comerciales en Norteamérica y Oceanía, el resultado fue una no menos
espectacular expansión de las exportaciones agrarias en estos últimos
territorios.
Por otro lado, la globalización no sólo proporcionó mercados en los que
colocar exportaciones intensivas en tierra (el factor productivo más abundante
en los NPO), sino que también alivió las carencias de estos países en cuanto a
capital y mano de obra (sus factores escasos). Como en el caso de Estados
Unidos, la recepción de inversiones extranjeras e inmigrantes aceleró
considerablemente el desarrollo, ya que permitió poner en valor con mayor
rapidez los abundantes recursos naturales disponibles. En caso de haber
dependido de sí mismos para hacer crecer su dotación de capital y mano de
obra, los NPO habrían tardado mucho más en lograr tal crecimiento de sus
exportaciones agrarias.
Finalmente hubo un tercer factor clave en el crecimiento de las
exportaciones agrarias: el marco institucional. Canadá, Australia y Nueva
Zelanda disponían de potencial para convertirse en grandes exportadores
agrarios, y la globalización abría la puerta a que tal potencial se hiciera
realidad. Pero, sin un marco institucional favorable, es probable que las
exportaciones agrarias no hubieran crecido tan deprisa como lo hicieron. (De
hecho, el caso de América Latina, en el que la tierra también era abundante
pero las exportaciones agrarias crecieron bastante más lentamente, así lo
sugiere.) El marco institucional de estos NPO estaba, como el de Estados
16
Unidos, ampliamente influido por el marco institucional de su metrópoli
británica. De hecho, estos tres países, aunque ganaron una progresiva
autonomía política durante el siglo XIX largo, continuaron perteneciendo al
Imperio británico en condición de dominios dependientes.
El crecimiento de las exportaciones agrarias fue la base del desarrollo
económico en Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En Canadá, además, fue la
base de un posterior proceso de industrialización. El crecimiento de las
exportaciones agrarias (básicamente cereales, aunque también madera) se
transmitió de manera fluida hacia otros sectores y, a comienzos del siglo XX,
Canadá contaba con una base industrial relativamente diversificada, que incluía
desde bienes de consumo (como los alimentos y los textiles) hasta bienes de
inversión (como la maquinaria agraria). La transmisión del crecimiento desde
las exportaciones agrarias hacia el sector industrial tuvo lugar a través de
encadenamientos hacia delante, hacia atrás y por el lado del consumo. Hacia
delante, el crecimiento de la oferta agraria estimuló el desarrollo de las
industrias agroalimentarias, que transformaban las materias primas en
productos alimenticios para la población local. Hacia atrás, el crecimiento
agrario condujo al crecimiento de los sectores que fabricaban maquinaria y
fertilizantes químicos para los agricultores. Por el lado del consumo, la
creciente renta de los exportadores agrarios estimuló el surgimiento de
diversas industrias encaminadas a satisfacer una creciente demanda local de
productos básicos.
Todos estos encadenamientos fueron posibles gracias a dos factores.
En primer lugar, los beneficios derivados de las exportaciones agrarias estaban
distribuidos de manera bastante equitativa, ya que la propiedad de la tierra
estaba distribuida de manera también bastante equitativa. En caso de que los
beneficios derivados de la exportación hubieran estado concentrados en una
reducida elite de terratenientes, los encadenamientos del crecimiento
exportador con el resto de sectores de la economía local habrían sido mucho
más débiles, ya que la demanda de nuevos productos industriales (para el
consumo o para su utilización en el propio sector agrario) habría estado
circunscrita a una fracción mucho menor de la población. En cambio, la
existencia de una estructura social relativamente equitativa favoreció la
17
transmisión del crecimiento del sector exportador a otros sectores de la
economía local.
Y, en segundo lugar, esta transmisión también se vio favorecida por la
política proteccionista adoptada por el gobierno canadiense. Como en Estados
Unidos, se trataba de proteger a las industrias nacientes con objeto de
favorecer la diversificación de la base económica del país y evitar que la
economía se quedara atrapada en su situación inicial de economía
agroexportadora. Al igual que en Estados Unidos, los costes de esta política
comercial fueron reducidos porque el mercado interno era suficientemente
amplio; además, el progresivo estrechamiento de relaciones económicas entre
los empresarios de Canadá y Estados Unidos contribuyó a facilitar la difusión
tecnológica y evitar así uno de los peligros de las políticas proteccionistas: la
generación de estructuras productivas ineficientes y poco competitivas a escala
internacional.
JAPÓN: “ENRIQUECER EL PAÍS, FORTALECER EL EJÉRCITO”
La historia del desarrollo japonés comienza antes de la industrialización:
los últimos siglos de la economía preindustrial japonesa, el llamado periodo
Tokugawa (1600-1868), se caracterizaron ya por un cierto dinamismo: en la
agricultura, en la manufactura, en el comercio interior… En realidad, este tipo
de crecimiento tradicional alimentó a la economía japonesa hasta finales del
siglo XIX y, además, dejó como herencia algunos elementos positivos que
serían aprovechados para el posterior desarrollo de un proceso moderno de
industrialización. Pero fue sobre todo esta industrialización la que, durante las
décadas finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, marcó la
diferencia con el resto de economías no occidentales. En 1868, la restauración
Meiji impulsó un cambio institucional destinado a acabar con los frenos al
crecimiento propios del antiguo régimen. La industrialización moderna comenzó
a tirar de la economía japonesa a partir de la última década del siglo XIX y,
desde entonces y hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la
economía japonesa convergió con las economías más desarrolladas del mundo
(salvo Estados Unidos). A la altura del ataque sobre Pearl Harbor, Japón no
18
había conseguido eliminar la brecha que la separaba de dichas economías,
pero presentaba varias décadas de crecimiento ininterrumpido a un ritmo
notable. Además, Japón había comenzado a registrar los cambios estructurales
asociados al desarrollo económico: el peso del empleo agrario había
comenzado a caer, los movimientos migratorios campo-ciudad habían
impulsado el aumento de la tasa de urbanización, y las exportaciones del país
habían dejado de ser exportaciones de productos primarios (como la seda,
principal producto de exportación a finales del XIX) y habían pasado a ser
exportaciones de productos industriales. Uno de los lemas de la restauración
Meiji había sido “enriquecer el país, fortalecer el ejército”, y eso es justamente
lo que ocurrió en Japón durante las décadas previas a la Segunda Guerra
Mundial.
A partir de 1868, el reto de industrializar Japón fue percibido por las
renovadas elites del país como un imperativo geopolítico. China, largamente
considerada como punto de referencia en la historia japonesa, había perdido
las guerras del opio como consecuencia de la superioridad industrial-militar de
Gran Bretaña, y el resultado había sido, además de la humillación nacional, el
descenso del país a un estatus semi-colonial. Si, en momentos previos de la
historia japonesa, China había marcado el camino a seguir, en torno a 1868
China representaba el destino a evitar. La presión de las potencias
occidentales para que Japón se abriera al exterior iba haciéndose cada vez
más fuerte. ¿Qué camino tomar? ¿Una versión japonesa de las guerras del
opio: un vano intento por oponer fanatismo nacionalista a una tecnología
occidental más avanzada? ¿O, mejor, fomentar un proceso de industrialización
que con el tiempo permitiera a Japón convertirse en un primer actor en la
escena internacional? La estrategia japonesa de industrialización se basó en
una política económica en la que predominó el elemento de coordinación y
facilitación por encima del elemento de mandato y control, al menos durante el
periodo que va desde 1868 hasta el ascenso de un militarismo intervencionista
en la década de 1930. Las reformas Meiji se desarrollaron en cuatro áreas
estratégicas: marco institucional, promoción industrial, sector agrario y sistema
fiscal.
Lo primero era abolir el marco institucional pre-moderno de la era
Tokugawa. Los dominios dejaron de ser las unidades político-administrativas
19
en que se organizaba el país: pasaron a serlo unas prefecturas básicamente
similares a las modernas provincias de los países europeos. En otras palabras,
la capacidad de las elites agrarias para absorber excedente dependería ahora
de su capacidad para obtener rentas o beneficios en la agricultura (o, si lo
deseaban, en otros sectores), pero dejaba de estar ligada a su posición como
estamento privilegiado con funciones administrativas. Por otro lado, se
estableció la plena libertad de ocupación y residencia, al tiempo que la libertad
de mercado se vio reforzada por la abolición de los gremios. Básicamente,
Japón emprendió un proceso de liberalización a gran escala, no ya en el
mercado de productos, sino muy especialmente en el mercado de factores,
otorgando una mayor libertad económica a los trabajadores, empresarios y
terratenientes para decidir sobre los usos de sus factores productivos (mano de
obra, capital y tierra).
Este nuevo marco institucional se consideraba adecuado para fomentar
el desarrollo económico y, muy especialmente, para impulsar el proceso de
industrialización del que tanto dependía la suerte geopolítica del país. La
política Meiji de promoción industrial fue inicialmente una política de promoción
directa: creación de empresas públicas en sectores considerados estratégicos,
como la construcción naval, la minería, la industria textil… Pero, a pesar del
esfuerzo realizado por los gobernantes Meiji para que funcionaran con la
tecnología más avanzada, estas empresas resultaron un fiasco, en parte (y
como en otros casos históricos de promoción industrial directa) debido a sus
altos costes de gestión y a los problemas para encajar en los cambiantes
patrones de demanda. En la década de 1880, casi veinte años después de la
restauración Meiji, la economía japonesa seguía creciendo básicamente
gracias al mismo tipo de crecimiento tradicional de comienzos de siglo. ¿Había
fracasado el intento de impulsar una revolución industrial?
Se abrió entonces una segunda etapa, mucho más fructífera, de
promoción industrial. El gobierno pasó a desarrollar una amplia gama de
acciones cuyo fin era promover la industrialización de manera indirecta. El
asunto clave era conseguir que la tecnología occidental, más avanzada,
pudiera servir de base para un proceso de industrialización liderado por
empresas japonesas. Lo primero era contribuir a la formación de un tejido
empresarial capaz de enfrentarse al desafío. En la década de 1880, el gobierno
20
comenzó a vender a precio de saldo la mayor parte de sus empresas públicas,
y de aquí surgieron algunos de los grandes conglomerados industriales que en
lo sucesivo (y hasta el día de hoy) marcarían la historia económica japonesa.
Estos grandes conglomerados, los zaibatsu, se expandieron a lo largo del
periodo Meiji y hasta la Segunda Guerra Mundial y proporcionan una de las
principales corroboraciones históricas de la idea del economista austriaco
Joseph Schumpeter de que las grandes empresas operando en régimen de
competencia imperfecta (o incluso de monopolio) pueden generar un
dinamismo tecnológico superior al de las pequeñas empresas que viven en el
mundo de la competencia perfecta.
Los zaibatsu desempeñarían el crucial papel de impulsar las
exportaciones japonesas de productos industriales, aprovechando los bajos
salarios de Japón en relación a Europa occidental o Estados Unidos. Para ello,
se apoyaron inicialmente en una política gubernamental de protección a la
industria naciente y sustitución de importaciones. Sobre la base de este apoyo
inicial, que también incluía la concesión de créditos blandos a sectores
industriales considerados estratégicos, la economía japonesa fue escalando
posiciones en la jerarquía de actividades de la economía mundial: de ser
inicialmente una economía exportadora de productos primarios (como la seda)
e importadora de tecnología y maquinaria extranjeras, Japón pasó a ser una
exportadora de productos industriales.
Pero son demasiados los países del Tercer Mundo que, a lo largo del
siglo XX, intentarían hacer esto mismo con resultados decepcionantes. Son
demasiados los países que levantarían barreras arancelarias y otorgarían
subvenciones a sus empresarios industriales “estratégicos” para finalmente
encontrarse con un tejido empresarial adormecido, unos desequilibrios
macroeconómicos preocupantes, una cohesión social menguante y, en breve,
unos resultados de desarrollo muy por debajo de las expectativas. El Japón
Meiji evitó este destino porque sus gobernantes combinaron la política
comercial con otras políticas de coordinación y facilitación que buscaban
impulsar la difusión tecnológica, el dinamismo empresarial y la cohesión social.
La incorporación de tecnología extranjera requería una inversión extra en
capital humano, y los gobiernos Meiji destacaron por su relevante esfuerzo en
esta materia: haciendo la educación primaria obligatoria, impulsando la
21
educación en niveles posteriores, enviando temporalmente a los mejores
estudiantes del país a ampliar sus conocimientos en el extranjero… Esto
contribuyó a la cohesión social del país y mejoró la cualificación de la mano de
obra empleada en las empresas, evitando que la falta de formación actuara
como cuello de botella en el proceso de asimilación de tecnología extranjera. A
estas inversiones en capital humano se unieron posteriormente cuantiosas
inversiones en infraestructuras de transporte e infraestructuras urbanas. Todo
ello mejoró el ambiente en el que los empresarios privados tomaban sus
decisiones de inversión.
Además, el proceso de asimilación tecnológica no se entendió como un
trasplante directo de las tecnologías y modelos empresariales de los países
más avanzados, sino como un proceso de descubrimiento del modo en que las
nuevas tecnologías disponibles podían contribuir al desarrollo de la sociedad
japonesa. ¿Tenía sentido realizar un transplante directo cuando la dotación de
factores de Japón era diferente a la de Estados Unidos o Europa
noroccidental? Muchas de las innovaciones tecnológicas estadounidenses, por
ejemplo, habían nacido como respuesta a la escasez relativa de mano de obra.
El trasplante directo de tales innovaciones a la economía japonesa,
caracterizada (como cualquier otra economía inicialmente poco desarrollada)
por la abundancia relativa de mano de obra, podría haber generado problemas
de cohesión social, al generar una escisión demasiado pronunciada entre un
sector industrial moderno, operando con tecnologías muy intensivas en capital
y generando grandes aumentos de productividad, y el resto de la economía,
con características opuestas. Japón evitó este escenario porque su tejido
industrial no se reducía al mundo de los zaibatsu: contaba también con un
denso tejido de pequeñas y medianas empresas que asumían actividades
intensivas en mano de obra y eran menos intensivas en tecnología. Estas
pequeñas y medianas empresas alcanzaban menores niveles de productividad
y ofrecían menores salarios a sus trabajadores, pero, a través de sus efectos
sobre el empleo, realizaron una contribución decisiva a la cohesión social de
Japón en una época, la del arranque de la industrialización, que siempre
origina convulsiones. Además, no se trataba de empresas estáticas: se
esforzaban por incorporar tecnología nueva (aunque fuera a través de la nada
infrecuente práctica de la compra de maquinaria usada) y, a través de sus
22
relaciones de subcontratación con el mundo de los zaibatsu, entraban en
contacto con las fuerzas de cambio más generales que empujaban a la
economía japonesa.
Recapitulando:
la restauración
Meiji introdujo un nuevo marco
institucional más favorable al crecimiento económico moderno y desarrolló
diversas políticas de coordinación encaminadas a crear un tejido industrial que
asimilara la tecnología extranjera y fuera capaz al mismo tiempo de ser
competitivo en la esfera internacional y socialmente integrador en la esfera
nacional. Pero, ¿de dónde salían los fondos públicos para financiar estas
políticas? El candidato estaba claro: el sector agrario. A la altura de 1868, éste
era el sector más grande de la economía japonesa: ¿cómo no intentar extraer
de él la mayor parte de los ingresos fiscales? O, yendo un paso más hacia
delante: ¿por qué no implantar un sistema fiscal discriminatorio, de tal modo
que las diferencias intersectoriales de tipos impositivos implicaran una
transferencia de recursos desde la agricultura hacia los sectores industriales
estratégicos? Se calcula que, a comienzos del siglo XX, los impuestos
absorbían casi el 30 por ciento del ingreso de un campesino medio, frente a tan
sólo un 14 por ciento del ingreso medio de un empresario de la industria o el
comercio. A través del sistema fiscal, los gobiernos Meiji transferían recursos
desde la agricultura hacia la industria emergente.
De nuevo nos encontramos ante una idea que el siglo XX mostraría
fracasada en demasiados países del Tercer Mundo. La experiencia de muchos
países en América Latina y África, en especial tras la Segunda Guerra Mundial,
muestra que utilizar la agricultura como simple sumidero del que extraer
recursos para los sectores que se consideran susceptibles de impulsar el
desarrollo es una estrategia peligrosa. El descuido de la agricultura y el sesgo
pro-urbano de las políticas desarrollistas generó en muchos casos un aumento
de la pobreza rural y una intensificación de la migración campo-ciudad que
desbordó la capacidad de absorción de las ciudades y creó bolsas de
marginalidad económica y social en las mismas. Si Japón evitó este destino,
ello se debió a que su política económica, a pesar de identificar al sector
industrial como sector estratégico y poner en pie un sistema fiscal
discriminatorio, no se olvidó del sector agrario.
23
Consciente de que el crecimiento agrario era decisivo para sostener la
incipiente urbanización del país y (dado el alto porcentaje de población agraria)
fortalecer la cohesión social en un momento de grandes transformaciones, la
política económica Meiji potenció la senda de crecimiento agrario que venía
recorriéndose ya durante el tramo final de la era preindustrial. Un tipo de
crecimiento que hacía uso intensivo del factor abundante (la mano de obra) y
buscaba elevar al máximo los rendimientos del factor escaso y, por tanto,
susceptible de generar eventuales cuellos de botella (la tierra). No se trataba
de un crecimiento basado en la introducción de maquinaria y tecnologías
ahorradoras de mano de obra (como comenzaba a ocurrir, por ejemplo, en
Estados Unidos, con una dotación de factores distinta), sino un crecimiento
basado en la introducción de mejoras biológicas (variedades más productivas
de semillas, por ejemplo) y la extensión de los sistemas de regadío, al compás
de la creciente comercialización impulsada por la demanda urbana.
La política agraria buscó hacer compatible esta senda de crecimiento
con el mantenimiento de la cohesión social en el campo. Para ello, se cuidó de
vincular esta senda de cambio tecnológico a la configuración de una estructura
agraria a la inglesa, basada en grandes explotaciones que aprovecharan al
máximo las economías de escala. Al contrario, la política agraria se apoyó cada
vez en mayor medida en las explotaciones familiares de los pequeños y
medianos arrendatarios, así como en el fortalecimiento de las asociaciones y
organizaciones locales que, agrupando a estos, les permitían vencer algunos
de los obstáculos (informativos, de poder de mercado) impuestos por su
pequeña escala. Si a ello añadimos el esfuerzo realizado por el Estado en
materia de educación rural, el resultado fue una senda de cambio agrario que
compatibilizó dinamismo productivo y cohesión social. Teniendo en cuenta,
además, el dualismo del tejido industrial, con muchas pequeñas y medianas
empresas operando en áreas rurales hasta bien entrado el siglo XX, la
cohesión de la sociedad rural se vio reforzada por la existencia de
oportunidades de empleo fuera de la agricultura, que permitieron a las familias
campesinas poner en práctica estrategias de pluriactividad.
24
PARA SABER MÁS…
Pipitone, U. (1994): La salida del atraso: un estudio histórico comparativo.
México, Fondo de Cultura Económica.
Pollard, S. (1991): La conquista pacífica: la industrialización de Europa, 17601970. Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.
25
Clase 2
MODELO AGROEXPORTADOR Y ATRASO ECONÓMICO
ANTES DE 1945
La guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética condujo a que,
tras la Segunda Guerra Mundial, se hablara de un “Tercer Mundo” compuesto
por los países económicamente atrasados. Pero, ¿por qué seguían estando
atrasados? Las experiencias de desarrollo que hemos estudiado en el capítulo
anterior podrían haber servido para abrir el camino, difundiéndose a otras
partes del mundo. Sin embargo, antes de 1945 el desarrollo se mantuvo
circunscrito a Europa, Estados Unidos y los otros “nuevos países occidentales”
y, como única excepción no occidental, Japón. La mayor parte de países
estaban claramente atrasados y, dentro de estos, la mayoría habían apostado
durante las décadas previas por el modelo agroexportador. Mientras este
modelo servía como base para el desarrollo de países como Canadá, Australia
o Nueva Zelanda, en la mayor parte del mundo no obtenía tan buenos
resultados. ¿Por qué no? Esa es la historia que perseguimos en este capítulo a
través de los dos casos que quizá sean más representativos: América Latina,
que tratamos en el primer apartado, y la India, que se considera en el segundo.
América Latina, un conjunto de países independientes, y la India, un territorio
paulatinamente convertido en la mayor pieza del imperialismo británico (a su
vez, el mayor imperialismo del mundo), circunstancias históricas bien diferentes
unidas, sin embargo, por una misma base económica primordialmente agraria y
una inserción en clave agroexportadora dentro del comercio internacional del
siglo XIX y la primera mitad del XX.
26
¿POR QUÉ NO CRECIERON MÁS RÁPIDAMENTE LAS ECONOMÍAS
LATINOAMERICANAS?
A comienzos del siglo XX, el PIB per cápita de América Latina era
aproximadamente similar al de la periferia europea. Esto quiere decir que
América Latina estaba por aquel entonces más desarrollada que Asia o África,
las dos regiones que estaban deslizándose con claridad hacia el subdesarrollo.
Sin embargo, también quiere decir que América Latina estaba bastante menos
desarrollada que Europa noroccidental o los nuevos países occidentales. Esta
última comparación, entre América Latina y los NPO, es particularmente
instructiva. En principio, la dotación de recursos de América Latina guardaba
bastantes similitudes con la de los NPO: la densidad de población era baja, por
lo que la tierra era abundante y se reunían las condiciones para buscar un
desarrollo impulsado por las exportaciones agrarias en el marco de la
globalización del siglo XIX. Pero las economías latinoamericanas no lograron
tan buenos resultados. De hecho, es probable que sus resultados de desarrollo
fueran peores que sus resultados en términos de crecimiento del PIB per
cápita, ya que la distribución de la renta era muy desigual y amplias capas de la
población tenían niveles bajos de ingreso.
Durante el siglo XIX se daban las condiciones para que el desarrollo de
América Latina se viera sustancialmente acelerado como consecuencia de la
implantación de un modelo agroexportador. De acuerdo con este modelo, los
países con una buena dotación de recursos naturales, en particular abundancia
de tierra, podrían iniciar su desarrollo moderno explotando su ventaja
comparativa para la producción de mercancías agrarias: convirtiéndose en
grandes exportadores de productos primarios hacia los mercados de países
más desarrollados. El desarrollo continuaría en una segunda fase, conforme el
crecimiento de las exportaciones agrarias se transmitiera a los sectores no
exportadores de la economía local a través de una serie de encadenamientos
(hacia delante, hacia detrás, por el lado del consumo).
En el caso de América Latina, las condiciones para este tipo de
crecimiento impulsado por las exportaciones se reunieron a lo largo del siglo
XIX, y particularmente durante la segunda mitad del mismo y hasta la Primera
Guerra Mundial. En primer lugar, la tierra era abundante, ya que la densidad de
27
población era baja. En segundo lugar, la demanda europea de productos
agrarios estaba creciendo, teniendo en cuenta el crecimiento de la población
(consecuencia de la transición demográfica), el crecimiento de su nivel
adquisitivo medio (consecuencia del desarrollo económico) y el paulatino
desplazamiento de la ventaja comparativa europea hacia la producción
industrial. Tan sólo hacía falta que se diera una tercera condición: que el coste
del transporte entre América Latina y Europa se redujera lo suficiente para que
las exportaciones latinoamericanas pudieran ser competitivas en los mercados
europeos. Esta tercera condición pasó a cumplirse a partir de mediado el siglo
XIX a raíz de la revolución de los transportes y las comunicaciones. Como ya
ocurriera con Norteamérica u Oceanía, América Latina se benefició del modo
en que dicha revolución tecnológica contribuyó a estimular la recepción de
inmigrantes e inversiones extranjeras. Como en los NPO, la inmigración y la
recepción de inversiones extranjeras mejoraron la dotación latinoamericana de
los que eran sus dos factores productivos escasos: la mano de obra y el
capital.
Sobre estas bases, prácticamente todos los gobiernos latinoamericanos
apostaron en mayor o menor medida por un modelo de crecimiento impulsado
por las exportaciones primarias. Los resultados fueron, sin embargo, modestos.
Las exportaciones primarias crecieron más lentamente que en los NPO, por lo
que el impulso inicial al desarrollo fue más débil. Además, este impulso generó
menores encadenamientos con el sector no exportador.
Las exportaciones de productos primarios crecieron por todas partes en
América Latina. Se trataba sobre todo de productos agrarios: productos
tropicales, como el café, el caucho, el cacao, los plátanos o el azúcar, que se
exportaban desde América central y el Caribe; y productos de clima templado,
como cereales, carne y lana, que se exportaban desde el Cono Sur. También
cabría incluir aquí las exportaciones de productos minerales como el cobre, el
estaño y el nitrato, de gran importancia en países concretos. Estas
exportaciones primarias se destinaban en su mayor parte a un grupo muy
reducido de cuatro países importadores: Gran Bretaña (inicialmente el más
importante), Estados Unidos (el más importante ya a la altura de 1913), Francia
y Alemania.
28
Sin embargo, las exportaciones primarias crecieron bastante menos que
en los NPO. Tan sólo Argentina, Chile y Cuba (tres países sobre un total de 21)
lograron un crecimiento de las exportaciones no muy inferior al de los NPO. La
mayor parte de países, sin embargo, se quedó bastante atrás. ¿Por qué? Los
especialistas señalan primordialmente tres motivos.
En primer lugar, la agricultura latinoamericana no experimentó un
proceso de modernización tecnológica comparable al de los NPO. En los NPO,
la escasez relativa de mano de obra hizo que los salarios agrarios fueran
bastante elevados y, en respuesta a ello, los agricultores se interesaron por
adoptar innovaciones ahorradoras de mano de obra que, como las segadoras,
cosechadoras
y
trilladoras,
incrementaron
grandemente
la
capacidad
productiva de las explotaciones. Sin embargo, en América Latina la escasez
relativa de mano de obra no generó estos efectos: los salarios agrarios eran
relativamente bajos y mostraron una escasa tendencia al crecimiento a lo largo
de la segunda mitad del siglo XIX. Para comprender esta paradoja, hay que
comprender la organización social de la agricultura latinoamericana. Las
estructuras
agrarias
latinoamericanas
no
experimentaron
grandes
transformaciones a raíz de la independencia. Al deshacerse del estatus
colonial, los nuevos gobiernos latinoamericanos se encontraron con un mayor
margen de maniobra para organizar su comercio exterior y para recibir
inversiones extranjeras, pero no hicieron gran cosa por alterar la organización
de la agricultura. La mayor parte de la tierra continuó concentrada en las
grandes haciendas propiedad de una reducida elite de terratenientes, mientras
que la mayor parte de la población agraria estaba compuesta por campesinos
pobres que trabajaban como jornaleros en las haciendas y buscaban completar
sus ingresos con pequeñas explotaciones familiares y el desempeño de
modestas actividades complementarias (como el transporte terrestre). Esta
desigual distribución de la propiedad de la tierra, al privar de oportunidades de
ascenso social a buena parte de la población, permitió a los terratenientes
disponer de abundante mano de obra y remunerarla con salarios bajos.
Diversas regulaciones laborales contribuyeron a ello, como por ejemplo
aquellas que fijaron salarios agrarios máximos en niveles inferiores a los de
equilibrio. Esto, además de impedir un mayor desarrollo humano de buena
parte de la población campesina, actuó en contra de la modernización
29
tecnológica
de
la
agricultura
latinoamericana:
los
terratenientes
latinoamericanos tenían menos incentivos que sus colegas de los NPO para
introducir innovaciones ahorradoras de mano de obra.
En segundo lugar, las exportaciones latinoamericanas no crecieron más
deprisa porque la mayor parte de países contaba con una base exportadora
muy poco diversificada. A la altura de 1913, en la mayor parte de países, el
principal producto de exportación representaba más del 50 por ciento de las
exportaciones totales. Si bien algún país aislado logró diversificar su base
exportadora (como Argentina, con su trigo, centeno, cebada, maíz, carne, lana,
cuero…), la mayor parte de países dependían excesivamente de uno o dos
productos de exportación. La incapacidad mostrada por la mayor parte de
países para diversificar su base exportadora limitaba el potencial de
crecimiento de sus exportaciones. Una de las explicaciones que manejan los
especialistas para explicar este escaso grado de diversificación exportadora
tiene que ver con las características del sistema financiero latinoamericano. El
sistema financiero estaba relativamente poco desarrollado, y tenía escasa
capacidad para transferir recursos hacia actividades empresariales innovadoras
y arriesgadas, entre ellas el intento de probar suerte con nuevos productos de
exportación.
Finalmente, en tercer lugar, la política macroeconómica puesta en
práctica por los gobiernos latinoamericanos también perjudicó el crecimiento de
las exportaciones. A lo largo de todo el siglo XIX, los países latinoamericanos
vivieron episodios inestabilidad monetaria que afectaron a la trayectoria de sus
respectivos sectores exportadores. Por un lado, la mayor parte de gobiernos
deseaba estabilizar la moneda del país con objeto de incorporarse al sistema
monetario del patrón oro y aprovechar así más intensamente algunas
oportunidades abiertas por la globalización (comercio internacional, recepción
de inversiones extranjeras). Sin embargo, por el otro lado, era muy difícil
conseguir esa estabilidad porque la mayor parte de gobiernos estaban
endeudados de manera crónica y con frecuencia pagaban sus deudas
emitiendo moneda, lo cual tendía a favorecer una devaluación de dicha
moneda. A su vez, si la mayor parte de gobiernos estaban endeudados, era
debido a su incapacidad para establecer un sistema fiscal sólido. Los gobiernos
carecían de la suficiente fuerza política para establecer un sistema impositivo
30
en el que la mayor parte de la carga fiscal fuera soportada por los grupos
sociales de mayores ingresos, en particular los terratenientes. Así, y dado que
los bajos niveles de vida también impedían extraer demasiados recursos del
resto de grupos sociales, la mayor parte de gobiernos pasó a depender
desproporcionadamente de los ingresos por aranceles, y esto apenas bastaba
para cubrir una parte de los gastos públicos. En caso de haber tenido la fuerza
política suficiente para establecer un sistema impositivo sólido, es probable que
los gobiernos latinoamericanos no hubieran tenido tantos problemas para
estabilizar sus monedas y, por esa vía, es probable que, en un entorno
macroeconómico
saneado
y
estable,
las
exportaciones
primarias
latinoamericanas hubieran podido crecer más rápidamente.
¿Y qué hay de la segunda fase: los encadenamientos entre las exportaciones y
los sectores no exportadores? ¿Por qué no fueron más intensos? Los sectores
no exportadores eran básicamente dos: la agricultura orientada hacia el
mercado doméstico (en su mayor parte, agricultura para el consumo humano) y
la industria. En principio, el crecimiento de las exportaciones primarias podía
generar diversos encadenamientos con estos dos sectores. Hacia atrás, podía
promover inversiones en ferrocarriles (que a su vez también podían promover
encadenamientos hacia atrás con la industria siderúrgica) e infraestructuras
portuarias (con sus efectos sobre el sector de la construcción), y también podía
difundir mejoras técnicas utilizables por la agricultura orientada al mercado
doméstico. Hacia delante, el crecimiento agroexportador podía estimular el
crecimiento de la agroindustria. Y, por el lado del consumo, el creciente poder
de compra de los grupos sociales vinculados a la exportación podía suponer un
estímulo para las industrias productoras de bienes de consumo. Sin embargo,
en la América Latina del siglo XIX (a diferencia de lo que ocurrió por aquel
entonces en los NPO), estos encadenamientos fueron de una magnitud
modesta. En consecuencia, la transmisión del crecimiento del sector exportador
al resto de sectores fue débil.
La industria latinoamericana creció lentamente a lo largo del siglo XIX y
apenas registró cambios estructurales significativos. Aún en 1913, continuaba
siendo un sector dominado por empresas de pequeñas dimensiones que
utilizaban tecnologías bastante intensivas en mano de obra. De hecho, en la
mayor parte de países (excepción hecha del Cono Sur), la industria tradicional
31
(doméstica y/o artesanal) continuaba siendo más importante que la industria
moderna a gran escala.
La industria latinoamericana se enfrentaba al obstáculo de la escasa
dotación de yacimientos de carbón. Hasta las décadas finales del siglo XIX, con
la aparición de la electricidad, esta restricción energética fue un escollo
importante para la industrialización. Había también un problema de demanda:
el nivel medio de renta era bajo y, además, la distribución de esa renta era muy
desigual, con lo que la demanda interna de productos manufacturados crecía
de manera muy lenta. En Brasil, por ejemplo, casi el 70 por ciento de la
población estaba empleada en el sector agrario (donde la renta se distribuía de
manera especialmente desigual) y era demasiado pobre para comprar algo
más que algunos artículos fundamentales de alimentación y vestido. Buena
prueba del lento crecimiento de la demanda interna es que una parte sustancial
el crecimiento industrial latinoamericano se concentró en sectores de primera
transformación de materias primas con vistas a su exportación (como el azúcar
en Brasil o Cuba, como la carne en Argentina), y no tanto en sectores
productores de bienes de consumo para la población local. Finalmente,
también se ha sugerido que el escaso desarrollo del sector financiero (unido a
las regulaciones que le impedían realizar préstamos a largo plazo al estilo
alemán) dificultó la movilización de un volumen suficiente de recursos hacia la
puesta en pie de establecimientos industriales de grandes dimensiones.
El otro sector no exportador, la agricultura orientada al mercado
doméstico, tampoco se vio demasiado impulsado por el crecimiento de la
agricultura exportadora. Este era un sector clave a la hora de determinar el
nivel de vida de la población latinoamericana: la mayor parte de la población
activa trabajaba en este sector, pero su productividad era mucho más baja que
la de la población empleada en el resto de sectores. Nada de esto cambió
demasiado a lo largo del siglo XIX: en países como Brasil y México, en torno a
1914, más del 60 por ciento de la población activa estaba empleada en la
agricultura doméstica, pero apenas era capaz de aportar un 25 por ciento del
PIB total.
¿Por qué no se transmitió el crecimiento agroexportador a la agricultura
doméstica? En primer lugar, porque hubo poca difusión tecnológica desde la
agricultura de exportación hacia la agricultura doméstica. En la mayor parte de
32
países, la agricultura de exportación y la agricultura doméstica producían
mercancías muy diferentes entre sí y, por tanto, las innovaciones tecnológicas
vinculadas a las producciones para la exportación eran de escasa utilidad para
las producciones orientadas al consumo doméstico. El Cono Sur fue una
excepción, ya que su agricultura de exportación consistía en productos de
clima templado que, como los cereales o la carne, también constituían la base
de la dieta de la población local. En este caso, sí podían darse procesos
espontáneos de difusión tecnológica desde la agricultura de exportación hacia
la agricultura doméstica. (Por ejemplo, mejoras técnicas en la cría del ganado
podían repercutir sobre todo el sector ganadero, con independencia de que su
producción estuviera destinada a la exportación o al consumo interno.) Fuera
del Cono Sur, sin embargo, la agricultura de exportación consistía en productos
tropicales que no tenían demasiado que ver con los cereales y el resto de
productos básicos que se producían para la alimentación de la población local.
Un
segundo
obstáculo
para
la
transmisión
del
crecimiento
agroexportador a la agricultura doméstica fue la precariedad del sistema de
transportes. En una región con tan bajas densidades de población, y en la que
el capital era un factor relativamente escaso, los costes del transporte interno
se mantuvieron elevados. Las inversiones en infraestructuras de transporte se
orientaron
de
manera
primordial
al
funcionamiento
de
la
economía
agroexportadora (puertos y ferrocarriles que conectaran las zonas de
agricultura exportadora con dichos puertos), y en menor medida fueron
capaces
de
consecuencia,
articular
el
internamente
crecimiento
del
el
territorio
sector
latinoamericano.
exportador
generó
En
pocos
encadenamientos de consumo sobre la agricultura doméstica. En casos
excepcionales, como el de las regiones mineras de Chile, el aumento de
ingresos de la población vinculada al sector exportador (la minería) estimuló la
transformación de la agricultura doméstica. Pero, en la mayor parte de América
Latina, los agricultores orientados hacia el mercado interior estaban demasiado
mal comunicados con las ciudades portuarias (el foco en que se concentraban
los beneficios de las actividades exportadoras) como para que el aumento de la
demanda indujera transformaciones positivas en sus prácticas agrarias.
Comenzaba a vislumbrarse aquí un problema que marcaría la historia
económica de América Latina en el futuro: el dualismo entre sector moderno
33
(en este caso, la agricultura de exportación) y sector tradicional (que incluía la
agricultura orientada al mercado doméstico).
Dada la ausencia de difusión tecnológica y los elevados costes de
transporte, los resultados de la agricultura doméstica continuaron dependiendo
en buena medida de la inercia. Y se trataba de una inercia poco favorable: la
concentración de la propiedad de la tierra y la formación de sociedades
agrarias muy desequilibradas no sólo retardaban el desarrollo humano de
buena parte de la población, sino que también (y esto es más importante para
el análisis a largo plazo) contribuían poco a la adopción de innovaciones
tecnológicas por parte de la elite terrateniente. Se trataba de un marco
institucional que distorsionaba el mercado laboral agrario (al establecer salarios
máximos inferiores a los salarios de equilibrio de mercado) en lugar de dejarlo
funcionar en libertad. Un marco institucional que aseguraba los intereses de
una elite a costa de retardar el desarrollo económico a largo plazo del conjunto
de la sociedad.
Así las cosas, y a modo de balance, a comienzos del siglo XX, las
economías latinoamericanas estaban mejor que nunca antes. Su PIB per cápita
era mayor que nunca antes, y el crecimiento del mismo durante las décadas
previas había sido más intenso que en cualquier periodo previo de la historia
latinoamericana. Sin embargo, había varios problemas. En primer lugar, este
PIB per cápita era claramente inferior al de Europa occidental o los NPO. Es
decir, la economía latinoamericana era una economía atrasada, incluso aunque
su atraso no fuera tan grave como el de las economías asiática y africana. En
segundo lugar, había un elevado nivel de desigualdad, con lo que los
resultados de desarrollo de América Latina eran bastante más mediocres que
sus resultados de crecimiento económico. Y, en tercer lugar, el desarrollo había
avanzado bastante más en el Cono Sur que en el resto de América Latina. En
el Cono Sur, las exportaciones primarias crecieron más deprisa que en el resto
de países y, además, sus efectos de encadenamiento con otros sectores de la
economía local fueron más importantes. Fuera del Cono Sur, sin embargo, las
exportaciones crecieron despacio y no generaron estímulos significativos en los
sectores no exportadores. En general, el modelo de crecimiento impulsado por
las exportaciones primarias, que tanto éxito había tenido en Norteamérica y
Oceanía, generó unos resultados más modestos en América Latina.
34
Había un problema adicional. Tras la Primera Guerra Mundial, comenzó
a cerrarse esta “ventana de oportunidad” para el crecimiento impulsado por las
exportaciones primarias. Durante el periodo de entreguerras, el ambiente
político internacional se enrareció y se hizo cada vez más inestable. Un número
creciente de países giró hacia el proteccionismo y las políticas económicas
anti-globalización. Mientras tanto, además, los mercados mundiales de
productos agrarios comenzaron a mostrar señales de saturación (en razón del
exceso de oferta producido por la incorporación de más y más países no
occidentales al modelo agroexportador), lo cual tendió a deprimir los precios
percibidos por los exportadores agrarios y a sumir a estos en un clima de
incertidumbre y volatilidad. Todo ello reveló la vulnerabilidad de las economías
latinoamericanas, la mayor parte de las cuales se habían concentrado en la
exportación de unos pocos productos primarios. Durante la década de 1930,
estas economías buscaron compensar la caída de los precios con aumentos en
las cantidades exportadas, pero fue en vano. América Latina fue así
deslizándose hacia lo que tras la Segunda Guerra Mundial pasaría a llamarse
ya “Tercer Mundo”.
LA ECONOMÍA DE LA INDIA BRITÁNICA
La historia india entró en una nueva era cuando, tras la batalla de
Plassey en 1757, la Compañía Británica de las Indias Orientales se hizo con el
control de la provincia de Bengala. Hasta entonces, el colonialismo europeo en
Asia se había mantenido en la costa, sustentado en su hegemonía marítima
pero limitado por su inferioridad militar por tierra. A partir de entonces, el
colonialismo entró en una nueva era y la India se convirtió en el mejor
exponente de la misma. A partir de ahora, la influencia de los Estados y
empresas europeas prometía reestructurar profundamente las economías y
sociedades coloniales. En 1868, las (cada vez más extensas) posesiones
británicas en el subcontinente indio fueron incorporadas al Imperio británico.
¿Cuáles fueron los efectos del colonialismo sobre el desarrollo de la economía
india? A la altura de 1947, cuando la India accedió a la independencia, el país
mostraba un nivel de desarrollo muy bajo. ¿Culpa del colonialismo británico?
35
Para responder a esta pregunta, necesitamos comprender en primer lugar
hacia dónde iba la economía india antes de la dominación británica y, después,
analizar el modelo de crecimiento implantado por los británicos, para discernir
la responsabilidad del gobierno colonial en los flojos resultados de desarrollo
alcanzados por la India.
La era histórica anterior a los británicos fue la era musulmana, la era del
Imperio mogol: desde el siglo XIII hasta finales del siglo XVIII. Los resultados
de desarrollo de la India mogola fueron muy pobres, hasta el punto de que la
economía india ya era una economía atrasada en relación a Europa (o la mayor
parte de China) a finales del siglo XVIII, antes del desencadenamiento de la
revolución industrial. La brecha que separaba a la economía india de la
europea no podía ser muy grande (teniendo en cuenta que se trataba en
ambos casos de economías preindustriales con claros límites al crecimiento),
pero, mientras la economía europea iba acumulando inercias positivas para su
posterior desarrollo moderno, la economía india no parecía ir hacia ninguna
parte.
La economía de la India mogola era, en cierto sentido, la típica
economía preindustrial de Eurasia: estaba dominada por la agricultura, utilizaba
una tecnología rudimentaria basada en fuentes de energía orgánicas y
funcionaba dentro de un marco institucional que concedía poco protagonismo
al mercado y mucho a la organización y la regulación. Por todo ello, se trataba
de una economía con poca capacidad de crecimiento. Sin embargo, si
profundizamos
un
poco
más,
encontramos
un
marco
institucional
particularmente desfavorable.
El marco institucional de la India mogola tenía dos niveles. En el primer
nivel estaban las elites musulmanas: el emperador y su corte, seguidos por una
capa de aristócratas que eran más unos “intermediarios fiscales” al estilo
japonés que una nobleza terrateniente al estilo europeo. Los aristócratas
gozaban del privilegio de recaudar impuestos sobre la producción agraria en
una región determinada, pero en principio no contaban con derechos
patrimoniales hereditarios, e incluso podían ser movidos de región a región.
Existía una tensión continua entre la aristocracia y el poder central: los
aristócratas luchaban por ver reconocidos derechos hereditarios (y convertirse
en zamindares), mientras que el poder central luchaba por evitar que los
36
aristócratas fueran más que simples intermediarios fiscales (jagirdares).
Ocurriera lo que ocurriera con esta tensión, los aristócratas (ya fueran de un
tipo o de otro) apenas estaban implicados en el proceso productivo: actuaban
como intermediarios fiscales entre el emperador y las aldeas en que se
organizaba la producción agraria.
Ahí, al nivel de las aldeas, encontramos el segundo nivel del marco
institucional de la India mogola. La organización social de las aldeas se basaba
en el sistema hindú de castas, que los mogoles no alteraron. La preocupación
de los mogoles era establecer mecanismos para absorber excedente
económico, no interferir en la organización social que producía tal excedente.
Así, la vida rural siguió basada en las tradiciones hindúes y el complejísimo
sistema de castas, que originalmente distinguía apenas cinco grupos sociales
(sacerdotes, guerreros, comerciantes, agricultores e intocables o parias) pero
que,
en
realidad,
contaba
con
aproximadamente
doscientas
castas
subdivididas a su vez en unas diez subcastas cada una. Las castas fijaban a la
población en estratos sociales hereditarios, por lo que básicamente congelaban
la estructura social rural a lo largo del tiempo e institucionalizaban la
desigualdad. (También actuaban, por cierto, como un factor de docilidad y
control social, en parte porque garantizaban a la mayor parte de castas alguien
a quien mirar por encima del hombro.) Los campesinos indios disfrutaban así
de niveles de vida inferiores a los de los campesinos europeos occidentales:
así lo sugieren datos sobre estado nutritivo, salud, condiciones de las
viviendas…
Junto a esta cadena de transferencia de excedente que conectaba a los
campesinos más humildes con la corte imperial a través de numerosos
segmentos de castas rurales y aristócratas, la economía mogola también
contaba, como las otras economías de la Eurasia preindustrial, con un modesto
sector no agrario, centrado en las ciudades y cuyo funcionamiento estaba más
vinculado a los mercados. En este sector no agrario se movían artesanos,
prestamistas y comerciantes (algo parecido a la burguesía mercantil europea).
Los artesanos producían mercancías de lujo (por ejemplo, productos de seda),
cuya comercialización era llevada a cabo por mercaderes con bastante
proyección exportadora. En torno a estas actividades, una red financiera
relativamente densa movía capitales a lo largo y ancho del subcontinente. Pese
37
a su visibilidad, estos sectores nunca llegaron a alcanzar una gran importancia
dentro de la estructura económica india, del mismo modo que estos grupos
sociales nunca llegaron a alcanzar un grado de influencia política comparable
al que por aquel entonces comenzaban a alcanzar sus homólogos europeos
occidentales. En otras palabras, estos sectores económicos no impulsaron
nada parecido a una industrialización y estos grupos sociales no impulsaron
nada parecido a una revolución liberal que formara una sociedad de mercado.
La cadena de transferencia de excedentes agrarios en sentido
ascendente era, por lo tanto, la espina dorsal de la economía mogola. Su
corolario era que la desigualdad en la distribución de la renta era un rasgo
estructural. Esto explica en parte la pobreza generalizada de la población india
en este periodo, pero debemos apreciar que, incluso aunque el ingreso
nacional indio hubiera estado repartido de manera perfectamente equitativa,
habríamos estado de todos modos ante una economía en la que la población
disfrutaría de ingresos muy bajos, quizá sólo ligeramente por encima de la línea
de pobreza de un dólar diario. En otras palabras, la pobreza era en parte
consecuencia de las transferencias ascendentes de excedente agrario, pero en
otra parte (incluso mayor) era consecuencia de la escasa magnitud de dicho
excedente. El marco institucional mogol no favorecía el crecimiento económico:
era más bien un conjunto de reglas que establecían cómo distribuir la renta en
una economía básicamente estática.
Los obstáculos institucionales al crecimiento provenían de distintas
fuentes. El nivel superior del marco institucional obstaculizaba en primer lugar
el crecimiento agrario: la aristocracia, al no tener derechos hereditarios y
transferibles (o tenerlos siempre expuestos a posibles redefiniciones), tenía
pocos incentivos para impulsar la inversión agraria y liderar algo parecido a un
capitalismo agrario. Su comportamiento más racional consistía en absorber
prácticamente todo el excedente producido en la economía rural, transfiriendo
una parte hacia el emperador y su corte y quedándose otra parte para su
propio consumo suntuario. Por otro lado, y en segundo lugar, el Imperio mogol
no destacó por la provisión de externalidades para el funcionamiento del sector
privado. Por ejemplo, no realizó grandes inversiones públicas en infraestructura
(por ejemplo, para favorecer el aumento de la superficie agraria irrigada,
variable clave en una agricultura orgánica expuesta a severos condicionantes
38
climatológicos), ni tampoco proporcionó gran seguridad jurídica a quienes
operaran en la esfera del mercado (cometiendo con frecuencia actos
confiscatorios arbitrarios). En consecuencia, el capital mercantil indio tampoco
tenía los incentivos y las facilidades para desarrollar un comportamiento
particularmente emprendedor o innovador.
Este mismo problema de falta de incentivos se contagiaba al ámbito
rural. El comportamiento depredador de la aristocracia restaba incentivos para
que los campesinos intensificaran su esfuerzo laboral y desarrollaran iniciativas
innovadoras que permitieran aumentar el excedente agrario. La rutina era más
racional. Este problema era propio de todas las economías preindustriales de
Eurasia, pero alcanzó una de sus manifestaciones más extremas (sólo
comparable, quizá, al caso del Imperio otomano) en la India mogola. Pero,
además, el sistema de castas que organizaba la vida rural generaba problemas
económicos. Para empezar, generaba un mercado laboral rígido e ineficiente,
en el que la cuna pesaba más que las aptitudes a la hora de colocar a la
población en sus respectivas ocupaciones. En parte por ello, el sistema
favorecía la adopción de actitudes rituales (más que funcionales) ante el
trabajo. El sistema también impedía la movilidad social, lo cual restaba
incentivos. La sociedad rural era muy desigual, pero no había mucho que las
castas inferiores pudieran hacer para sacarse a sí mismas de la pobreza.
Por todo ello, la economía mogola no iba hacia ninguna parte cuando, a
lo largo del siglo XVIII, su estructura política y militar comenzó a
resquebrajarse. De hecho, la falta de garantías jurídicas experimentada por los
empresarios indios durante este tramo final de continua guerra interna animó a
muchos de ellos a apoyar financieramente la causa militar que prometía de
manera más creíble restaurar la ley y el orden: la causa que la Compañía
Británica de las Indias Orientales libraba por hacerse con el control de la
provincia de Bengala, que más tarde pasaría a ser parte de la incorporación del
conjunto de la India al Imperio británico. ¿Qué habría ocurrido en el hipotético
caso de que los británicos no hubieran triunfado militarmente? El largo periodo
mogol de estancamiento económico con altos niveles de desigualdad invita a
cualquier cosa menos al optimismo. Los británicos no convirtieron a la India en
una economía atrasada: los británicos ya se encontraron una economía
atrasada cuando tomaron el control político de la misma.
39
El plan de los británicos consistía en convertir a la India en una
economía subordinada a los intereses metropolitanos (que es lo que al fin y al
cabo se esperaba de cualquier economía colonial). Eso se traducía en
movilizar la tierra, la mano de obra y el capital indios para impulsar (junto con el
capital británico) las exportaciones de productos para los que la India disfrutara
de ventaja comparativa: opio, algodón, azúcar, yute, granos, té. Lo que Gran
Bretaña esperaba de estas exportaciones era, en primer lugar, un flujo de
beneficios extraordinarios (extraordinarios en el sentido técnico de ser
superiores a los que se habrían derivado de un comercio en régimen de
competencia perfecta entre países independientes) y, en segundo lugar, un
elemento estratégico dentro de sus relaciones económicas con otros países
(por ejemplo, con China, cuyo mercado resultó particularmente difícil de
conquistar hasta que, de la mano de los empresarios británicos, el opio indio
hizo su entrada en él.)
El crecimiento de las exportaciones indias no iba a tener lugar de
manera espontánea: dadas las características institucionales de la India
mogola, eran precisas reformas estructurales que favorecieran la formación de
una sociedad de mercado en el subcontinente. Era preciso redefinir los
derechos de propiedad mogoles (que se encontraban complejamente
superpuestos a otros derechos, como el derecho a recaudar impuestos en un
territorio, el derecho a cultivar una superficie o los derechos comunitarios) y
convertirlos en derechos de propiedad privados, individuales y plenos. Las
reformas británicas buscaron convertir a los antiguos aristócratas mogoles en
terratenientes capitalistas, con mayores incentivos para impulsar la inversión e
involucrarse en el proceso productivo. Lo que las reformas no consiguieron fue
eliminar la cadena de transferencia ascendente de excedentes dentro de la
economía rural, ya que, sobre todo después de que el Gran Motín de 1857
mostrara a los británicos que era más fácil sustituir a los mogoles en el nivel
superior de la estructura institucional que transformar el nivel inferior,
persistieron varios estratos de tenencia entre el cultivador efectivo y el
aristócrata reconvertido a terrateniente. Otras reformas británicas encaminadas
a favorecer el avance de la sociedad de mercado fueron la tendencia hacia la
homologación de los sistemas regionales de pesos y medidas, la unificación
monetaria del país, y la reforma de la administración pública y el sistema
40
judicial, con objeto de hacer a la primera más eficiente (y permitir así una
disminución de la presión fiscal que aumentara los incentivos privados al
cambio económico) y con objeto de que el segundo aumentara las garantías
jurídicas de quienes participaran en la economía de mercado. Finalmente, el
gobierno colonial también impulsó el funcionamiento de una economía de
mercado en la India a través de la construcción o promoción de numerosas
líneas férreas y la puesta al día tecnológica en materia de comunicaciones (por
ejemplo, el telégrafo).
El resultado fue que, efectivamente, las exportaciones indias de
productos agrarios crecieron durante las décadas previas a la Primera Guerra
Mundial, una vez que el país completo fue incorporado al Imperio británico y
una vez que la revolución de los transportes abrió la puerta a la globalización
finisecular. El crecimiento económico de la India se aceleró, con lo que
terminaba el estancamiento secular que había caracterizado a la época
mogola. El nuevo marco institucional había propiciado una asignación más
eficiente de recursos y había impulsado la inserción de la India en la economía
global de acuerdo con sus ventajas comparativas (básicamente, su abundancia
de tierra y, sobre todo, mano de obra).
La transformación de este crecimiento económico en desarrollo humano
era, sin embargo, muy difícil, ya que las estructuras sociales coloniales
favorecían la persistencia de una gran desigualdad en la distribución del
ingreso. Las exportaciones indias eran el resultado de una cadena de
producción que incluía numerosos y heterogéneos eslabones. El eslabón final
de la cadena eran las elites empresariales británicas (la Compañía Británica de
las Indias Orientales entre 1757 y 1858; empresarios británicos expatriados a
partir de esta última fecha) encargadas de la exportación del producto, que
explotaban su conocimiento de los mercados internacionales y su acceso
privilegiado a la burocracia británica que gestionaba los asuntos públicos de la
colonia. Las elites empresariales británicas carecían, sin embargo, de la
suficiente fuerza para asumir eslabones previos de la cadena productiva: era
una elite de empresarios indios la que conectaba a los empresarios británicos
con la economía rural. Los empresarios indios, a su vez, coordinaban el
resultado de las actividades agrarias desplegadas en las aldeas a través de sus
relaciones con el eslabón anterior de la cadena: las elites rurales que
41
controlaban los entrelazados mercados locales de tierra, capital y trabajo. (En
realidad, la línea divisoria entre estos dos grupos sociales podía ser muy
tenue.) Finalmente, estas elites eran las que, desde su posición privilegiada,
movilizaban el trabajo campesino para producir mercancías agrarias. Dado el
poder de mercado con que operaban las elites rurales, los campesinos tenían
poca capacidad para absorber una parte importante del valor añadido generado
en el conjunto de la cadena productiva. Cada uno de los eslabones posteriores
de la cadena (las elites rurales, el empresario urbano coordinador, la elite
empresarial británica) estaba en mejor posición para absorber los beneficios
derivados de un crecimiento liderado por las exportaciones. Los británicos
crearon una sociedad de mercado que, por primera vez en la historia india,
podía tender hacia el crecimiento económico, pero hicieron poco por favorecer
la igualdad de oportunidades necesaria para que los beneficios de ese
crecimiento se filtraran hacia el conjunto de la población. Durante la segunda
mitad del siglo XIX, continuaron surgiendo los tradicionales episodios de
hambrunas: quizá la mejor ilustración de lo poco que habían cambiado
realmente las cosas para la mayor parte de la población.
Incluso con una distribución muy desigual, el crecimiento colonial aún
podría haber aspirado a impulsar el desarrollo económico del país a través de
sus efectos dinamizadores sobre el resto de sectores. Las exportaciones
coloniales podrían, en principio, haberse convertido en un polo de crecimiento
cuyas ganancias de productividad se transfirieran vía encadenamientos a otros
sectores, dando como resultado un tejido económico más diversificado. Es
verdad que el estatus colonial de la India implicaba la fuga hacia el exterior de
una fracción (quizá una cuarta parte) del excedente generado en el país, como
consecuencia de las remesas enviadas a Londres en concepto de “cargas
domésticas” (servicio de la deuda, pensiones, gastos administrativos, compras
militares realizadas por el gobierno colonial) y de las transferencias de capital
realizadas por los expatriados británicos. Aún así, había una parte aún mayor
del excedente que se quedaba en la India: ¿por qué no irradiaban las
exportaciones coloniales su crecimiento hacia otros sectores? Para empezar, el
sector más importante de la economía india, la agricultura doméstica (cuyo
tamaño económico era, con mucho, superior al de la agricultura de
exportación), continuó viviendo en la inercia de periodos anteriores: las
42
exportaciones coloniales no podían generar efectos de difusión tecnológica (a
diferencia de lo que ocurría en Norteamérica u Oceanía, donde existía una
mayor similitud entre los productos exportados y los productos de la agricultura
interna) y la mala distribución del crecimiento impedía cambios en la estructura
de la demanda que pudieran desencadenar cambios paralelos en la asignación
de recursos o el nivel técnico de la agricultura interna.
Por otro lado, el crecimiento impulsado por las exportaciones agrarias
tampoco fue capaz de impulsar el desarrollo de la industria india, ni en su
versión tradicional ni en una versión moderna (tipo revolución industrial). La
industria tradicional india atravesó grandes dificultades durante la primera
etapa de la dominación británica, ya que buena parte de ella se vio incapaz de
competir con las importaciones de mercancías británicas producidas con las
técnicas mecanizadas de la revolución industrial. En el caso de la principal
industria tradicional, la textil, los productos británicos invadieron el mercado
indio sobre la base de su menor precio y de los cambios que se habían
producido en la demanda como consecuencia de la sustitución de las elites
mogolas (cuyo consumo había sostenido buena parte de las artesanías de lujo
del país) por elites británicas (que preferían productos británicos). La industria
tradicional no desapareció completamente, sino que se reestructuró y tendió a
sobrevivir en nichos de mercado en los que persistían patrones de consumo
tradicionales y en las que las ventajas de escala de la producción fabril podían
ser contrarrestadas por una mayor flexibilidad organizativa.
El crecimiento colonial tampoco fue capaz de impulsar el crecimiento de
una industria moderna en la India. Es cierto que, durante las décadas previas a
la Primera Guerra Mundial se multiplicaron las iniciativas en este sentido. En el
entorno de Calcuta, el capital inglés expatriado puso en pie una industria
moderna de productos de yute. En el entorno de Bombay, el capital indio
abandonó la esfera mercantil y se adentró en la esfera de la producción para
poner en pie una industria textil moderna. La empresa siderúrgica TISCO (Tata
Iron & Steel Company), también basada en capital indio, abría sus puertas en
la primera década del siglo XX para iniciar una andadura que terminaría
convirtiéndola en la empresa más importante del país. Sin embargo, estos
brotes de crecimiento industrial moderno nunca llegaron a transformar la
estructura de la economía india. La pobreza rural bloqueaba la expansión de la
43
demanda de productos industriales, lo cual además dificultaba la reducción de
los costes medios por la vía de las economías de escala (una fuente de ventaja
competitiva global cada vez más importante desde finales del siglo XIX). Los
brotes de crecimiento industrial no llegaron a transmitirse a sectores asociados
(vía encadenamientos: por ejemplo, de la industria textil a la industria
productora de maquinaria para el sector textil). La India nunca dejó de ser ante
todo una economía agraria.
La mala distribución de los beneficios del crecimiento colonial y la
escasa capacidad de las exportaciones para promover una transformación
estructural de la economía india muestran hasta qué punto era complicada la
transformación del crecimiento en desarrollo. Una parte de la responsabilidad
era de las estructuras sociales heredadas por la economía colonial. Pero otra
parte podía leerse como consecuencia de la selectividad con que los británicos
acometieron el cambio institucional en su colonia: las reformas clave eran
aquellas necesarias para expandir las exportaciones indias (es decir, los
beneficios británicos), mientras que aquellas que podrían haber favorecido el
desarrollo a largo plazo del país (es decir, de la población india) podían
esperar. La definición de derechos de propiedad privados, individuales y plenos
no podía esperar; sí podía esperar una reforma de las estructuras sociales
rurales, a pesar de que dichas estructuras impedían la filtración de los
beneficios del crecimiento hacia la mayor parte de la población. El ferrocarril no
podía esperar, pero sí podían hacerlo los languidecientes sectores sanitario y
educativo. Lo que estas elecciones políticas muestran es que el desarrollo de la
India no era una prioridad para los británicos. Lógicamente, en este contexto no
era posible pensar en nada parecido a una política desarrollista que, al estilo
del Japón Meiji, integrara en una misma estrategia el proteccionismo comercial,
la acumulación de capital humano y la reforma de las estructuras agrarias.
Además, el modelo colonial de crecimiento económico, además, se agotó a lo
largo del periodo de entreguerras, cuando los límites ambientales e
institucionales del crecimiento agrario se presentaron al mismo tiempo que una
crisis global que reducía el margen para un crecimiento liderado por las
exportaciones (de hecho, las exportaciones se derrumbaron durante este
periodo). Episodios coyunturales, pero con un componente estructural, como la
gran hambruna de Bengala de 1943 (que provocó en torno a tres millones de
44
muertes), ilustran la crudeza de la situación. En general, el ingreso, la
esperanza de vida, el estado nutritivo y el nivel educativo de la población india
se encontraban entre los más bajos del mundo en el momento de la
independencia.
No era una novedad para la población india que sus gobernantes no
buscaran el desarrollo. La prioridad de los mogoles había sido absorber el
excedente de una economía estática, más que aumentar el tamaño de dicho
excedente. Y para ello se habían basado en estructuras sociales locales de
tradición hindú cuyo principal objetivo era favorecer la estabilidad social y la
docilidad de la población desfavorecida, y no impulsar el desarrollo humano de
dicha población. La era británica traía así una nueva versión del mismo
problema: el desarrollo no era la prioridad. Ahora bien, hasta la Primera Guerra
Mundial, y quizá incluso hasta 1929, el régimen británico al menos fue capaz
de generar crecimiento económico, lo cual no garantizaba el desarrollo pero al
menos lo hacía potencialmente posible. Esta diferencia entre el régimen
británico y el régimen mogol (o la India previa a los mogoles) se desvaneció
durante el periodo de entreguerras, cuando el modelo de crecimiento
impulsado por los británicos comenzó a agotarse y, tras la crisis de 1929, entró
en colapso. Cuando la India alcanzó su independencia en 1947, tenía un
ingreso por persona inferior al de 1913. Durante la parte final de su ocupación,
los británicos ni siquiera fueron capaces de mantener la tendencia de la India
hacia el crecimiento económico. Huelga señalar que, en este contexto, el
desarrollo humano no podía avanzar sino de manera lenta y expuesta a
retrocesos.
El modelo de crecimiento colonial comenzó a agotarse porque la tierra
comenzó a volverse escasa, y esta escasez hizo que los otros factores
(especialmente, la mano de obra) comenzaran a entrar en rendimientos
decrecientes. El crecimiento demográfico de la India ya se había acelerado un
tanto durante la primera parte de la dominación británica, pero en el periodo de
entreguerras lo hizo aún más. La disponibilidad de tierra cultivable era, sin
embargo, mucho menos elástica y, durante la primera mitad del siglo XX,
comenzaron a manifestarse límites al modelo de crecimiento basado en la
expansión de la superficie cultivada. Dadas las limitaciones ambientales a que
se enfrentaba la agricultura india, dicha expansión dependía cada vez más de
45
la inversión en infraestructuras de regadío, lo cual es tanto como decir que
cada vez eran necesarias mayores dosis de capital para mantener el ritmo de
expansión productiva. El golpe de gracia al modelo de crecimiento colonial fue
la crisis global de 1929, que colapsó las exportaciones indias (como las de
otros países orientados hacia la exportación agraria). El clima proteccionista del
periodo no creaba las mejores condiciones para el acometimiento de
inversiones adicionales.
El resultado de todo ello fue que, conforme avanzaba el periodo de
entreguerras, la economía india se acercaba cada vez más a un escenario
maltusiano, en el que el crecimiento demográfico presionaba sobre los recursos
naturales y generaba una tendencia decreciente en el rendimiento del capital
(los beneficios empresariales) y el rendimiento del trabajo (los salarios). La
ausencia de una transformación estructural más profunda durante la segunda
mitad del siglo XIX pasaba ahora factura: la ventana de oportunidad para un
crecimiento guiado por las exportaciones se cerraba y, en su lugar, no se abría
ninguna alternativa clara. La política colonial se transformaba, pero no dejaba
de ser una política escasamente preocupada por el desarrollo humano de la
población local. Comenzaron a aplicarse políticas proteccionistas, sobre todo
ahora que sus efectos iban a dañar menos a Gran Bretaña que a la nueva
potencia emergente en el mercado asiático: Japón. Estas políticas, unidas a las
compras públicas de productos industriales, incluso dieron lugar a un cierto
crecimiento industrial por sustitución de importaciones (una de las pocas
sendas de crecimiento industrial accesibles para un país con tales niveles de
desigualdad y pobreza). Pero el gobierno colonial no dejaba de ser un gobierno
colonial: continuaba enviando sus remesas a Londres incluso en situaciones de
crisis de liquidez en la India, y se resistía a devaluar la rupia tras la crisis de
1929 (a diferencia de lo que habría hecho cualquier gobierno independiente). Y
continuaba gastando mucho más dinero en administración, ley y orden que en
agricultura, sanidad o educación.
El periodo de entreguerras ofreció así un escenario propicio para el
ascenso de un movimiento nacionalista indio que culpaba a la dominación
británica del atraso del país y planteaba la independencia como condición
necesaria para el desarrollo. Era más fácil echar la culpa a los británicos, sin
más, que a la simbiosis desarrollada entre los británicos y las estratificadas
46
cadenas de transferencia del excedente que venían caracterizando a la
economía india desde mucho tiempo atrás.
PARA SABER MÁS…
Bulmer-Thomas, V. (2003): La historia económica de América Latina desde la
Independencia. México, Fondo de Cultura Económica.
Maddison, A. (1974): Estructura de clases y desarrollo económico en la India y
Pakistán. México, Fondo de Cultura Económica.
47
Clase 3
LOS ANTECEDENTES DE LA ECONOMÍA DEL DESARROLLO
La economía del desarrollo no existía antes de la Segunda Guerra
Mundial. El pensamiento económico enfocado a los problemas de los países
atrasados fue una criatura del nuevo orden internacional creado tras la
conferencia de Bretton Woods, marcado por la creación de nuevas instituciones
de cooperación económica, el desarrollo de procesos de descolonización, y la
guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Sin embargo, por otro
lado, la economía del desarrollo y su posterior evolución se vieron
inevitablemente influidas por la historia previa del pensamiento económico y, en
particular, por el legado de los economistas que previamente habían
reflexionado sobre la cuestión del crecimiento económico. Aunque esta
reflexión estuvo más imbuida del contexto propio de los países ricos que del de
los países pobres, constituye los antecedentes de lo que a partir de 1945 sería
la economía del desarrollo. Lo mismo cabe decir de los comentarios que
ocasionalmente algunos de estos grandes economistas realizaron acerca de la
cuestión colonial.
En este capítulo estudiaremos los antecedentes de la economía del
desarrollo a través de tres apartados. El primero está dedicado a la primera
escuela moderna de economía: la economía política clásica, que se abrió a
finales del siglo XVIII con Adam Smith y se cerró a finales del XIX con Karl
Marx. Hacia finales del siglo XIX, la posición dominante que esta primera
escuela había ocupado durante aproximadamente un siglo fue cuestionada por
los enfoques marginalistas que culminaron en la economía neoclásica, cuyo
exponente más distinguido fue probablemente Alfred Marshall. La economía
neoclásica, a la que dedicamos el segundo apartado, definiría la corriente
principal del pensamiento económico hasta 1945 y más allá, pero durante la
48
primera mitad del siglo XX suscitó respuestas heterodoxas como las de John
Maynard Keynes y Joseph Schumpeter, a las que dedicaremos el tercer y
último apartado. A lo largo de todo el capítulo, nos ceñiremos a aquellos
aspectos ligados a la problemática del desarrollo y reduciremos al mínimo las
referencias al resto de cuestiones tratadas por los diferentes autores.
LA ECONOMÍA POLÍTICA CLÁSICA
Los economistas clásicos tenían entre como principal preocupación el
análisis de las causas del cambio económico a lo largo del tiempo. Escribiendo
su famosa Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las
naciones en 1776, el escocés Adam Smith se preguntaba cosas como: ¿por
qué es Holanda la nación europea más avanzada desde el punto de vista
económico?, o ¿por qué se encuentra China por detrás de las economías
europeas? En general, ¿qué es lo que hace que las economías progresen más
o menos a lo largo del tiempo? La respuesta de Smith es que la clave del
progreso es la división del trabajo. En su célebre ejemplo de la fábrica de
alfileres, la producción por trabajador es mayor si los trabajadores se dividen
las tareas y dedican toda su jornada laboral a una sola de estas tareas que si
cada uno de los trabajadores se comporta como un artesano que asume todas
las fases del proceso productivo. Al final del día, la fábrica rinde más si los
trabajadores se especializan en una sola fase: la especialización los vuelve
más productivos, e incluso más proclives a imaginar cambios técnicos que les
ahorren trabajo. Lo que es válido para una fábrica de alfileres, también lo es,
asegura Smith, para las economías nacionales. A nivel de una economía
nacional, la división del trabajo es la base del progreso. En las regiones pobres,
como las Tierras Altas de su Escocia natal, la población es pluriactiva y se
dedica a diversas tareas: agricultura, ganadería, pequeñas manufacturas
domésticas, acarreo de bienes… Mientras que, en regiones más prósperas de
la campiña británica, la población está especializada en una sola tarea.
¿Cómo conseguir pasar de una situación a otra? ¿Qué circunstancias
favorecen el avance de la división del trabajo en una determinada sociedad?
Smith argumenta que es fundamental el tamaño del mercado: cuando la
49
demanda de un determinado producto es grande, se dan las condiciones para
que un grupo de personas pueda especializarse exclusivamente en la
producción del mismo. Por el contrario, si la demanda de un producto es
pequeña e irregular, no será razonable para las personas dedicarse solamente
a dicha producción. El tamaño del mercado dependería en parte de factores
geográficos: en las remotas Tierras Altas, el tamaño del mercado sería
demasiado pequeño para fomentar la especialización y el avance de la división
del trabajo. Pero no sólo: en lo que se convertiría en el argumento principal de
su obra, Smith centra su atención en los factores institucionales que impiden la
consecución de un mayor tamaño de mercado.
Esto le lleva a elaborar una crítica de los “antiguos regímenes” europeos,
sociedades estamentales caracterizadas por la existencia de numerosísimas
restricciones al funcionamiento libre de los mercados: bandas de precios para
los principales productos agrarios, imposibilidad de realizar transacciones sobre
amplísimas
superficies
agrarias
(amortizadas,
vinculadas,
comunales),
regulaciones gremiales, intervención estatal en el comercio exterior… Para
Smith, que aquí sintetiza a los ilustrados del siglo XVIII, todo esto son trabas al
desarrollo libre de los mercados y, por tanto, trabas al progreso de la división
del trabajo, la especialización y la productividad. Smith, de hecho, propone que
las naciones más progresivas desde el punto de vista económico, como
Holanda, lo son porque son las que más se han alejado de este antiguo
régimen. Ello contrasta con el estancamiento de países como España, que,
pese a disponer de amplias reservas de metales preciosos extraídos de su
Imperio americano, es una economía pobre, atenazada por las numerosas
restricciones que sus gobernantes establecen sobre el funcionamiento de los
mercados. (Otro de los ataques de Smith es contra el mercantilismo practicado
por los gobiernos europeos en este periodo desde la creencia de que la
naturaleza de la riqueza de las naciones radica en los metales preciosos.) Más
generalmente, si Europa es una región más progresiva que China, ello se debe
en no poca medida a que varios países europeos han ido acercándose a una
sociedad de mercado, mientras que el Imperio chino continúa sumido en un
marco institucional lleno de trabas al desarrollo de los mercados.
Si el desarrollo depende del tamaño del mercado (mercado que, como
guiado por una mano invisible, hace que la búsqueda del interés personal
50
desemboque en un óptimo social), los gobernantes deberían según Smith
liberalizar las economías y, como extensión natural de ello, liberalizar las
relaciones comerciales con el exterior. Una política de libre comercio serviría
para ensanchar el tamaño del mercado y, por esa vía, impulsar la división del
trabajo y la especialización.
El apoyo de los economistas clásicos al libre comercio fue reforzado por
las aportaciones de la obra de David Ricardo a comienzos del siglo XIX.
Ricardo quiso demostrar que las oportunidades de comercio internacional son
omnipresentes y siempre benefician a los dos países implicados. Cada país
tiene sus propias estructuras de coste, producto de su geografía, su marco
institucional, su inercia histórica… Unos países producen algunos bienes de
manera cara y otros de manera barata, por lo que tienen mucho que ganar si
se especializan en la producción de los bienes que producen de manera barata
y abandonan la producción de los bienes que producen de manera cara: si se
especializan en los bienes en que son competitivos (y los exportan) y se
abastecen del resto de bienes a través de importaciones. Si Portugal produce
vino en condiciones más competitivas que Inglaterra, e Inglaterra produce
prendas de vestir en condiciones más competitivas que Portugal, ¿no están
mucho mejor ambos países si se especializan y comercian entre sí que en el
escenario alternativo de intentar producir ambos bienes a la vez?
El salto técnico decisivo que Ricardo dio fue mostrar que las ventajas del
comercio internacional no se limitaban a este tipo de situaciones en las que un
país produce un bien de manera más competitiva y el otro país hace lo propio
con el otro bien, sino que también existirían ventajas incluso aunque uno de los
dos países produjera de manera más competitiva ambos bienes. Incluso en
este caso, en el que uno de los dos países tiene una ventaja absoluta para
ambas producciones, se dará la circunstancia de que dicha ventaja sea más
clara en una que en otra: se trata de la ventaja comparativa. El país que
produce con ventaja ambas producciones aún tiene incentivos para
especializarse en una de ellas, aquella para la que dispone de ventaja
comparativa, aquella en la que su ventaja es mayor, dejando la producción de
aquella en la que su ventaja es menor para el otro país. La asignación de los
recursos a nivel internacional es más eficiente en este segundo caso: este
51
mundo de dos países tiene más de todo si cada país vuelca sus recursos a la
producción de aquello para lo que disfruta de ventaja comparativa.
Ninguno de los posteriores economistas clásicos (o, si eso es a lo que
vamos, ninguno de los economistas neoclásicos posteriores) puso en duda que
el libre mercado, y por extensión el libre comercio, eran la base del progreso
económico a lo largo del tiempo. Libraron así una batalla contra los partidarios
de las economías no de mercado propias del antiguo régimen y contra los
partidarios del mercantilismo, empeñados en vincular el progreso económico a
la obtención de un saldo positivo en la balanza comercial (importaciones
inferiores a exportaciones) y la consiguiente acumulación de metales preciosos.
El optimismo de los clásicos tenía, sin embargo, un horizonte limitado, ya
que ninguno de ellos esperaba que el progreso económico pudiera sostenerse
a lo largo del tiempo de manera indefinida. Smith no fue muy explícito al
respecto, pero la profundización de la división del trabajo no es algo que pueda
continuar indefinidamente a lo largo del tiempo: por retomar su propio ejemplo,
llega un momento en el que todos los trabajadores de la fábrica de alfileres
están ya especializados y no es posible progresar ya más por esa vía. La
posterior generación de economistas clásicos, por su parte, fue explícita al
respecto de los límites del crecimiento. Para Ricardo, la economía no podía
crecer indefinidamente porque su sector agrario, del que dependía la
alimentación de la población, estaba expuesto a rendimientos decrecientes: la
sociedad no podía expandir indefinidamente la cantidad de tierra en cultivo, por
lo que terminaba cultivando superficies marginales de baja calidad y ello, a
través de una cadena de efectos, terminaba bloqueando la expansión
económica del resto de sectores. Otro importante economista clásico de esta
segunda generación, Robert Malthus, también aseguró que la economía no
podía crecer indefinidamente porque el crecimiento de la población siempre
tendía a sobrepasar la capacidad del sector agrario para producir alimentos.
Finalmente, otro de los grandes clásicos, perteneciente ya a una generación
posterior, John Stuart Mill también se mostró convencido de que los procesos
de crecimiento económico de los países desarrollados desembocaban en la
consecución de un “estado estacionario” en el que el aumento de la producción
dejaba de ser un asunto crucial.
52
El caso del último de los economistas clásicos, Karl Marx, podría parecer
diferente. Con más perspectiva temporal que Smith, Ricardo o Malthus, Marx
apreció que durante el siglo previo había tenido lugar una auténtica revolución
industrial en los países desarrollados. De la mano de un nuevo “modo de
producción”, el capitalismo, la innovación tecnológica se había acelerado en
todos los campos, conduciendo a un crecimiento económico superior al de
periodos previos. La mayor parte de clásicos razonaban en torno a un modelo
de economía preindustrial que estaba desvaneciéndose justo mientras ellos
publicaban sus obras. Marx, en cambio, se centraba en una economía
capitalista a la que, debido a la competencia entre empresas que operaban en
mercados libres, reconocía mucha mayor capacidad para impulsar el progreso.
El Manifiesto comunista no le escatima sus méritos al capitalismo como fuerza
histórica capaz de impulsar el progreso más allá de lo que habían sido capaces
sistemas previos.
Sin embargo, aunque fuera por motivos diferentes a los de los clásicos,
Marx tampoco concebía un progreso ilimitado sobre estas bases. La
competencia entre empresas se intensificaría tanto que llegaría a deprimir sus
tasas de beneficio, contrayendo la realización de nuevas inversiones. Una
respuesta de las empresas podían ser explotar más intensamente a sus
trabajadores, pero esta solución también estaba sujeta a límites (la jornada
laboral no podía aumentar indefinidamente, como tampoco podían descender
indefinidamente los salarios) y, además, podía generar una crisis de
sobreproducción (al no existir suficiente demanda para la compra de los nuevos
productos industriales). Lo que para los clásicos era un “estado estacionario” al
final del camino, para Marx era la crisis del sistema capitalista, que conduciría a
una transición hacia el socialismo. En la medida en que Marx no escribió nada
sobre los aspectos económicos de esta transición y se centró en el análisis del
capitalismo, el horizonte que concede al progreso económico es tan limitado
como el que previamente le habían concedido los otros clásicos.
¿Qué opinaban los clásicos acerca del mundo pobre? La mayor parte de
su trabajo estuvo imbuido del contexto propio de los países europeos más
avanzados, por lo que no realizaron reflexiones sistemáticas sobre el tema.
Contamos con sus opiniones sobre las colonias, un asunto político de primer
orden en la Gran Bretaña de la época, así como con algunas referencias
53
sueltas a los países no europeos. Ninguno de los clásicos pensó que el estado
estacionario (o la crisis capitalista, en el caso de Marx) fuera un problema
inminente para el mundo pobre. Se trataba más bien de economías atrasadas
en las que las fuerzas del progreso económico aún podían recorrer un gran
trecho. El paso a un marco institucional más favorable al mercado, es decir, la
sustitución de los regímenes imperiales o tribales por economías de mercado,
podría poner en marcha un proceso de crecimiento económico similar al que ya
había tenido lugar en los países europeos. Dado el nivel de atraso, el fantasma
de los rendimientos decrecientes de la tierra agraria tardaría mucho en
aparecer. Del mismo modo, la posibilidad de que las ganancias de la
especialización y la división del trabajo se agotaran era aún remota.
Este punto de vista nos permite comprender mejor por qué los clásicos
fueron en general optimistas acerca de lo que el colonialismo europeo podía
aportar a las sociedades colonizadas. Ni las sociedades imperiales asiáticas ni
las sociedades tribales africanas estaban experimentando una transformación
política y social comparable a la que había venido teniendo lugar durante los
siglos previos a la revolución industrial y la revolución francesa en Europa. Su
inercia propia no era hacia la sociedad de mercado, sino hacia la consolidación
de las estructuras de poder tradicionales. Los clásicos atribuían al colonialismo
el mérito económico de romper esta inercia, introduciendo la sociedad de
mercado en territorios que no habrían llegado a dotarse de este factor de
progreso sus propios medios. El colonialismo permitía a economías atrasadas
beneficiarse del contacto con economías avanzadas: la economía de la colonia
podía verse dinamizada por las demandas realizadas desde la metrópoli, así
como también absorber las innovaciones tecnológicas generadas en esta. El
propio Marx, por ejemplo, afirmó que la introducción del ferrocarril en la India
por parte de los británicos estaba llamada a impulsar la economía india y, en el
medio plazo, a poner en marcha un proceso de industrialización semejante al
que previamente había tenido lugar en Gran Bretaña.
La principal crítica de los clásicos al colonialismo tenía que ver con la
forma en que con frecuencia se organizaba. Smith, por ejemplo, es entusiasta
acerca de los beneficios que el impulso al comercio puede tener sobre las
colonias, pero considera que muchos de estos beneficios se pierden cuando
las metrópolis imponen regulaciones encaminadas a asegurar a sus empresas
54
una posición de monopolio comercial. Los beneficios del comercio con la
metrópoli serían mayores si las colonias pudieran comerciar libremente también
con terceros países.
Pero, en términos generales, los clásicos vieron en el colonialismo al
caballo de Troya de la sociedad de mercado fuera de Occidente y, al
considerar dicha sociedad de mercado superior a sus alternativas de antiguo
régimen (como la propia historia europea demostraba), entendieron que el
colonialismo impulsaba el progreso económico no sólo de la metrópoli sino
también, y sobre todo, de la propia colonia. Tanto era así que a los clásicos les
preocupaba que quizá el colonialismo no aportara después de todo tantos
beneficios para la metrópoli: permitía a acceder a nuevos mercados, colocando
exportaciones en las colonias y abaratando el abastecimiento de alimentos y
materias primas importados desde estas (es decir, los beneficios que
genéricamente se atribuían a cualquier otra relación comercial con el
extranjero), pero también tenía grandes costes de conquista territorial,
mantenimiento del orden público y, en general, mantenimiento de una
administración colonial.
Tan sólo Marx, al final de su vida y con una perspectiva histórica de la
que forzosamente habían carecido los economistas clásicos anteriores,
comenzó a sospechar que el colonialismo, pese a lo que consideraba una
positiva función como destructor de las sociedades tradicionales, quizá no fuera
tan efectivo como constructor de una nueva y más próspera economía.
Comenzó a ver con mejores ojos los movimientos independentistas en las
colonias, así como la imposición de aranceles para proteger a su industria
naciente (opciones que previamente había criticado). Pero nunca llegó a
sistematizar estas nuevas ideas: su mente estaba centrada en completar el
estudio del capitalismo occidental con nuevos volúmenes de El capital que, por
otro lado, nunca llegaron a ver la luz.
EL GIRO HACIA EL MARGINALISMO
Hacia finales del siglo XIX se produjo un giro decisivo en la evolución del
pensamiento económico: la economía política clásica fue destronada por la
55
emergente corriente marginalista, que con el tiempo se convertiría en la
escuela neoclásica. A pesar de que esta última denominación sugiere
continuidad con respecto a los clásicos, había una diferencia sustancial,
radical. Los clásicos habían confiado en una teoría laboral del valor según la
cual el valor de las mercancías dependía de la cantidad de trabajo incorporado
a los mismos; es decir, el valor de las mercancías dependía de factores
objetivos. Para los marginalistas, en cambio, el valor de las mercancías
dependía de factores subjetivos. William Stanley Jevons y Carl Menger
realizaron aportaciones fundamentales en esta línea. Cada consumidor tiene
unas determinadas preferencias, que hacen que valore en mayor o menor
medida cada bien. Sobre esa base, puede valorar hasta qué punto está
dispuesto a disminuir su consumo de un bien para aumentar su consumo de
otro. En el equilibrio, cada persona maximizará su utilidad consumiendo aquella
combinación de cantidades de cada bien que le reporten una misma utilidad
marginal. Esto es, en el equilibrio, un aumento de una unidad en el consumo de
un bien (lo que llamaríamos un aumento marginal), al implicar un descenso en
el consumo de otros bienes, no mejoraría la utilidad total del consumidor.
Esta teoría subjetivista del valor inauguró una nueva forma de pensar lo
económico y sirvió de base para la modificación de las principales teorías. La
teoría de la producción fue reconstruida de acuerdo con el mismo plan. En su
búsqueda del mayor beneficio posible, el empresario produce aquella cantidad
de unidades para la cual el ingreso marginal que obtiene es igual al coste
marginal en que incurre. (Si el ingreso marginal fuera mayor que el coste
marginal, sería posible entonces aumentar la producción con beneficio; si el
ingreso marginal fuera menor que el coste marginal, entonces lo razonable
sería producir menos.) También debería combinar los factores de producción
de tal modo que se igualaran las productividades marginales de los mismos,
llegando así a un punto de equilibrio preferible a cualquier otro en el que las
productividades marginales de los factores no se igualaran. Paralelamente, la
cuestión de la distribución de la renta entre grupos sociales quedó
elegantemente planteada como un caso particular de este planteamiento, ya
que podía demostrarse que, en una situación de libre mercado, el salario de los
trabajadores sería igual a su productividad media. Correspondió a Leon Walras
el mérito de sistematizar esta nueva mirada a la economía a través de modelos
56
de equilibrio general en los cuales un sistema de ecuaciones describía los
puntos de equilibrio de cada uno de los mercados existentes, así como las
interrelaciones entre estos. Y correspondió a Alfred Marshall, probablemente el
más importante economista neoclásico, la tarea de compendiar y sistematizar
las nuevas teorías.
La importancia de la economía neoclásica para el desarrollo del
pensamiento económico fue muy grande. Al adoptar una perspectiva
individualista y subjetivista, la revolución marginalista no sólo abandonó la
dudosa idea de que el valor de los productos dependía de factores objetivos
(idea cuya sostenibilidad había venido apoyándose cada vez más en
reconceptualizaciones un tanto laberínticas), sino que terminó abriendo la
puerta a lo que terminaría convirtiéndose en el distintivo de la economía dentro
de las ciencias sociales: la formalización matemática. Las ecuaciones se
convirtieron en elemento habitual del razonamiento económico. Una vez que
este había centrado su análisis en individuos que realizaban cálculos
racionales, las ecuaciones servían para expresar dicho comportamiento
robótico con mayor precisión que el lenguaje común. De este modo, muchas de
las intuiciones de los clásicos pudieron ser formalizadas dentro de un marco
más amplio y elegante.
Sin embargo, el pensamiento económico pagó un alto precio por este
giro hacia el marginalismo, el individualismo y la formalización matemática. El
individualismo metodológico presuponía que los fenómenos económicos
podían explicarse como resultado de la yuxtaposición de innumerables
decisiones individuales tomadas de acuerdo con el criterio de racionalidad.
Pero, para empezar, la investigación psicológica pronto comenzó a cuestionar
el retrato robótico que la economía neoclásica hacía del individuo. (¿Realmente
somos siempre optimizadores, o más bien tendemos a buscar un cierto nivel,
no necesariamente máximo, de satisfacción en los distintos ámbitos de la
vida?) Y, sobre todo, ¿dónde quedaban aquellos rasgos de la sociedad que
trascienden al individuo, como la cultura o las instituciones? Comoquiera que,
además, estos rasgos se prestaban menos a la formalización matemática,
fueron desapareciendo del análisis. La political economy de los clásicos fue
convirtiéndose en una economics más especializada y con un objeto de
investigación más restringido. Si para Adam Smith, el objeto de la economía
57
había sido investigar la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, para
neoclásicos como Lionel Robbins el objeto había pasado a ser el estudio de la
conducta humana “como una relación entre fines y medios escasos que tienen
usos alternativos”.
Se trataba mucho más que de un simple cambio de perspectiva. El
enfoque marginalista se vincula en estas primeras décadas a una visión
estática de la economía: el modo en que el cálculo económico racional conduce
a equilibrios entre oferta y demanda en un determinado momento del tiempo.
Por ello, apenas presta atención a los desequilibrios que impulsan las grandes
transformaciones económicas a lo largo del tiempo. El progreso, que tan
importante había sido en el pensamiento de los clásicos, dejó de estar en el
centro del pensamiento económico.
Es cierto, sin embargo, que, de manera a menudo implícita, los
neoclásicos sí tenían una cierta teoría del crecimiento: si se dejaba funcionar
libremente a los mercados (y el Estado no intervenía en la economía), el
resultado sería una asignación óptima de los factores productivos y ello
conduciría a un crecimiento económico gradual, equilibrado y armónico (ya que
todos los grupos sociales se verían beneficiados). Se trataba de una puesta al
día de la idea de la mano invisible de Smith, pero con una importante diferencia
con respecto a las teorías clásicas: viviendo como vivían en economías cada
vez más industrializadas, en las que los límites al crecimiento intuidos largo
tiempo atrás por autores como Smith, Ricardo o Malthus parecían propios de
otra época, los neoclásicos vislumbraban una tranquila senda de crecimiento
paulatino sin límites. Marshall, en particular, afirmó que “no parece existir razón
alguna para pensar que nos encontramos próximos al estado estacionario”.
No hay en estas primeras generaciones de neoclásicos un análisis de
los problemas del mundo pobre. Sus teorías tienen la pretensión de ser
universales y, por ello, independientes del contexto social en que se desarrolle
la actividad económica. Ni siquiera podemos, a pesar de lo comentado en el
párrafo anterior, hablar de una teoría marginalista o neoclásica del crecimiento
económico antes de la Segunda Guerra Mundial. (Ya en la década de 1950,
generaciones posteriores de economistas sí construirán sobre estas bases una
auténtica teoría neoclásica del crecimiento.) Durante este periodo posterior al
58
reinado de la economía clásica, las principales aportaciones a la cuestión del
cambio económico a lo largo del tiempo se realizaron desde la heterodoxia.
GRANDES ECONOMISTAS HETERODOXOS Y… ¿“PUEBLERINOS”?
Entre finales del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial, el dominio del
pensamiento neoclásico fue desafiado por algunos grandes heterodoxos. En
Estados
Unidos,
Thorstein
Veblen
fue
el
precursor
de
la
escuela
institucionalista, que rechazaba el individualismo metodológico y abogaba por
un estudio del cambio a lo largo del tiempo en las formas de organización
económica y social. En Alemania, Max Weber y Werner Sombart recogieron el
testigo de la llamada escuela histórica (que ya durante el periodo previo se
había opuesto a lo que consideraba verdades falsamente universales de la
economía política clásica) y estudiaron el contexto social en que se
desarrollaba la actividad económica. Ninguna de estas dos corrientes, sin
embargo, llegó a realizar contribuciones importantes en el campo del análisis
económico del mundo pobre, siquiera a modo de antecedente de lo que luego
serían la economía del desarrollo o la economía del crecimiento.
En cambio, los dos grandes economistas heterodoxos del periodo sí se
interesaron por la cuestión del crecimiento económico. Tanto el austriaco
Joseph Schumpeter como el británico John Maynard Keynes reconocían la
utilidad del pensamiento marginalista, con sus individuos realizando cálculos
racionales que conducían al equilibrio del sistema. Schumpeter pensaba que,
en efecto, había periodos de la vida económica durante los cuales los agentes
económicos se adaptaban rutinariamente a unas circunstancias estables y que
el marginalismo proporcionaba un buen análisis del funcionamiento de esa
economía en “corriente circular”. Y Keynes pensaba que había momentos en
que la economía estaba empleando plenamente todos los recursos del país
(incluyendo su mano de obra; en otras palabras, no habría desempleo) y que,
en tales circunstancias, las herramientas de la economía neoclásica eran
apropiadas.
Sin embargo, tanto Schumpeter como Keynes dudaban que estos
periodos y situaciones en que la economía neoclásica era aplicable fueran los
59
más frecuentes o los más importantes. Para Schumpeter, el progreso
económico no venía impulsado por el rutinario transcurrir de la corriente
circular, sino por la innovación: la puesta en práctica de nuevas formas de
hacer las cosas por parte de los empresarios, ya se tratara de la introducción
de una nueva tecnología, la conquista de un nuevo mercado, una novedosa
forma de organizar la producción… Más que interesarse, como los neoclásicos,
por la optimización individual bajo circunstancias estables, a Schumpeter le
interesaba el modo en que dichas circunstancias cambiaban a lo largo del
tiempo. Schumpeter llegó así a la conclusión de que la innovación era la base
del crecimiento económico y que las grandes fases del mismo (sus grandes
ciclos de negocios) tenían mucho que ver con la introducción de “racimos” de
innovaciones y su posterior explotación y agotamiento. En otras palabras, la
clave del crecimiento no era el equilibrio, sino el desequilibrio.
Keynes, por su parte, tomó la experiencia de la Gran Depresión iniciada
en 1929 como un recordatorio de que con frecuencia las economías no
emplean plenamente sus recursos y, por ejemplo, operan con altas tasas de
desempleo. Esto invalidaba los supuestos de la economía neoclásica, en la que
los mercados siempre terminan equilibrándose. También hacía ineficaces sus
recomendaciones de política económica, que insistían en la necesidad de dejar
que los mercados funcionaran libremente y evitar la intervención del Estado.
Para Keynes, estas recomendaciones tenían sentido en una economía con
pleno empleo, pero no en una con desempleo y que por ello corría el peligro de
verse arrastrada a una espiral de crisis. El Estado debía intervenir con políticas
que hicieran crecer la demanda agregada, como el fomento de las obras
públicas o la redistribución de la renta desde las clases altas (con una
considerable propensión al ahorro) hacia las clases populares (con mayor
propensión al consumo y, por tanto, con mayor capacidad en el corto plazo
para dinamizar una economía en crisis). Incluso el libre comercio, del que en
principio Keynes era partidario, podía ponerse en suspenso si un cierto
proteccionismo contribuía a que la economía en cuestión evitara los problemas
de una demanda insuficiente.
Así pues, Schumpeter y Keynes, cada uno a su manera, cuestionaron la
ortodoxia neoclásica y reintrodujeron la cuestión del cambio económico a lo
largo del tiempo. Ahora bien, lo que no hicieron fue, ellos tampoco, interesarse
60
por la problemática de los países pobres. Tanto Schumpeter como Keynes,
como previamente había ocurrido con Marx, situaron sus análisis en el contexto
de los países occidentales avanzados. Uno de los pioneros de la economía del
desarrollo tras la Segunda Guerra Mundial, el estadounidense Walt Rostow,
escribió más tarde con cierta exageración que Schumpeter era por ello un
economista “más bien pueblerino”. En algunos pasajes, Schumpeter da a
entender que no estaba demasiado en desacuerdo con las (muy genéricas)
ideas de Marx acerca de cómo la fuerza del capitalismo, una vez implantado,
impulsaría a las economías pobres. Y en otros se muestra en desacuerdo con
los marxistas que, como Lenin, opinaban que el imperialismo era el estadio
superior del capitalismo (la traslación de la dinámica y contradicciones del
capitalismo a escala mundial). Schumpeter más bien pensaba que el
imperialismo era una deplorable supervivencia feudal atribuible al predominio
político de una aristocracia militarista y que, como tal, sería gradualmente
destruido por el desarrollo del capitalismo. Pero, sea como fuere, Schumpeter
dedicó la inmensa mayoría de su trabajo a los países ya desarrollados, sin
apenas reflexionar acerca de los países pobres.
Algo parecido ocurrió con Keynes. Jamás visitó un país del mundo
pobre, ni siquiera la India, pese a que en sus inicios trabajó para la
administración colonial y publicó un libro sobre el complicado sistema
monetario de la colonia. En algunos de sus escritos parece vislumbrarse un
cierto pesimismo acerca de las posibilidades de industrialización de la India, a
la que parecía recomendar una profundización de su especialización agraria.
Pero, en realidad, Keynes nunca mostró gran preocupación por los problemas
de largo plazo. Así como Schumpeter utilizaba un enfoque histórico, Keynes
argumentó de manera célebre que “a largo plazo, todos muertos” y pasó a la
historia como el economista que, en el contexto de la Gran Depresión, dio
sentido teórico a las políticas de reactivación económica a corto plazo.
La principal razón por la que Keynes pudo ser importante para el
posterior nacimiento de la economía del desarrollo fue el hecho de que, en las
palabras del pionero en este campo tras la Segunda Guerra Mundial Albert
Hirschman, rompió “el hielo de la monoeconomía”. Al plantear que existían dos
teorías económicas diferentes, una clásica o neoclásica para situaciones de
pleno empleo y otra keynesiana para situaciones de desempleo, rompió con la
61
idea de una única teoría económica válida en todo tiempo y lugar. De ese
modo, preparó el camino para que, tras la Segunda Guerra Mundial, los
economistas del desarrollo aspiraran a construir una tercera teoría económica:
una adaptada al peculiar contexto de los países pobres, marcado por el
subempleo (más que por el desempleo) y por problemas estructurales
arrastrados a lo largo del tiempo (más que por crisis coyunturales como la Gran
Depresión).
PARA SABER MÁS…
Bustelo, P. (1998): Teorías contemporáneas del desarrollo económico. Madrid,
Síntesis.
Roncaglia, A. (2006): La riqueza de las ideas: una historia del pensamiento
económico. Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.
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Clase 4
LOS INTENTOS DE INDUSTRIALIZACIÓN
POR PARTE DE PAÍSES POBRES, 1950-1980
Tras la Segunda Guerra Mundial se estableció un nuevo orden
económico internacional. La conferencia de Bretton Woods estableció las
bases de una novedosa coordinación económica entre los principales países
del mundo con objeto de evitar que la economía se convirtiera de nuevo (como
había venido ocurriendo durante el periodo de entreguerras) en un arma al
servicio de la rivalidad geopolítica. En parte por ello, en parte por otra serie de
motivos, el mundo vivió a partir de entonces, entre 1950 y 1973 (inicio de la
crisis del petróleo), el periodo de más intenso crecimiento económico de toda
su historia.
Para los países pobres, se trató también de un periodo de grandes
cambios. El más llamativo, que afectó a la mayor parte de Asia y África, fue la
descolonización. En las colonias, ya la crisis económica posterior a 1929 había
hecho que cada vez más personas se replantearan la conveniencia de
mantener un vínculo de tal naturaleza con la metrópoli. ¿No estaríamos mejor,
se habían preguntado numerosos miembros de las elites (tanto autóctonas
como europeas), si tuviéramos un gobierno independiente, capaz de diseñar su
propia política económica (y no la que se dicta desde, por ejemplo, Londres)?
Tampoco en las metrópolis estaba resultando ya tan evidente el beneficio de
mantener las colonias: la promesa de grandes beneficios a través de la
exportación agraria no era ya la que había sido antes de la Primera Guerra
Mundial, mientras que los costes de administración y mantenimiento del orden
no disminuían. ¿Realmente merece la pena?, se había planteado cada vez
más la opinión pública de las metrópolis. Terminada la Segunda Guerra
Mundial, Estados Unidos, convertido en la potencia hegemónica del mundo,
insistió en que el colonialismo era un anacronismo llamado a desaparecer, que
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los países europeos debían permitir que sus colonias se conviertan en países
independientes. Al fin y al cabo, ¿no se acababa de librar una terrible guerra en
nombre de la libertad de los pueblos y en contra del autoritarismo?
El resultado fue la puesta en marcha de procesos de descolonización.
Por todas partes, unas veces de manera pacífica, otras veces después de
conflictos bélicos, las colonias se convirtieron en países independientes. Se
trataba de países pobres que iniciaban con grandes esperanzas una nueva
etapa en su historia. Sus gobernantes tomaron conciencia de las similitudes
que existían entre ellos y, de manera optimista, esperaban que dichas
similitudes les ayudaran a cooperar entre sí. En un mundo partido en dos por la
guerra fría, muchos de estos países se declararon “no alineados” en la
importante conferencia de Bandung: además del mundo capitalista liderado por
Estados Unidos y el mundo comunista liderado por la Unión Soviética, ahora
había también un “tercer mundo”. A él pertenecían tanto las antiguas colonias
como las repúblicas latinoamericanas, que, pese a su temprano acceso a la
independencia en el siglo XIX, alcanzaban niveles de desarrollo muy inferiores
a los de los dos primeros mundos.
En este capítulo estudiamos la evolución de las economías pobres entre
aproximadamente 1950 y 1980. Es un periodo marcado por un cambio de
rumbo: del modelo agroexportador que durante casi un siglo había definido la
orientación económica de estos países, a una industrialización impulsada por el
Estado. Estudiaremos sucesivamente tres casos fundamentales: América
Latina, la India y los países del sudeste asiático. (La incorporación a nuestro
análisis de China, con una trayectoria marcada inicialmente por su abandono
del capitalismo, tendrá lugar más adelante, cuando consideremos el tiempo
presente, el periodo posterior a 1980.)
LA INDUSTRIALIZACIÓN POR SUSTITUCIÓN DE IMPORTACIONES EN
AMÉRICA LATINA
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los
gobernantes latinoamericanos cambiaron de estrategia. La confianza en la
globalización, condición necesaria del modelo agroexportador puesto en
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práctica hasta entonces, no había permitido consolidar procesos de crecimiento
económico y, cuando lo había hecho, esto apenas había impulsado mejoras en
los niveles de desarrollo humano de la mayor parte de la población. Llegaba el
momento de cambiar de rumbo: frente a la confianza en las exportaciones y,
por tanto, en la globalización, una mayor confianza en el mercado interior. El
fomento de la industrialización en países aún muy agrarios se convirtió en una
obsesión; ¿no fue la industrialización, al fin y al cabo, lo que en su día permitió
desarrollarse a los países hoy desarrollados?
Los gobernantes pusieron entonces en práctica políticas activas de
industrialización. El objetivo inicial de estas políticas era conseguir que el país
sustituyera las importaciones de productos industriales que hasta ahora venía
realizando por producción nacional. Por ello se habla de industrialización por
sustitución de importaciones (en adelante, ISI): se trataba de impulsar una
industria nacional naciente ocupando los nichos de mercado hasta entonces
controlados por la producción extranjera. La ISI se apoyó en tres instrumentos.
En primer lugar, proteccionismo comercial: elevados aranceles para proteger a
la industria nacional de la competencia ejercida por la industria de los países
desarrollados. Segundo, utilización de subvenciones y del sistema fiscal para
manipular los precios, de tal modo que se transfirieran recursos desde la
agricultura de exportación (un sector denostado que se asociaba con el no
menos denostado modelo agroexportador) hacia las empresas industriales. Y,
tercero, allí donde la iniciativa privada no fuera suficientemente fuerte para
impulsar la industrialización del país, creación de empresas industriales
públicas.
Detrás de esta reorientación económica se produjo una reorientación
política dentro de cada país. Hasta entonces, los Estados latinoamericanos
habían sido muy débiles en su capacidad financiera y política, actuando por lo
general como órgano de representación de los intereses de los grupos más
favorecidos por el desarrollo agroexportador: los terratenientes y los
comerciantes de importación y exportación. El proyecto de ISI supuso para los
Estados una ocasión para el fortalecimiento, para romper su tradicional alianza
con las elites agroexportadoras y trabar una alianza nueva con la burguesía
industrial (si es que existía algo así; si no, ¿podía crearse?) y con una parte de
la clase media y la clase obrera (que podían ser atraídas al proyecto ISI por sus
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posibles efectos positivos sobre el nivel de vida del conjunto de la población, en
contraste con un modelo agroexportador que hasta entonces había beneficiado
principalmente a las clases dominantes tradicionales).
Los logros de la nueva estrategia de ISI fueron indiscutibles. Por todas
partes el crecimiento económico se aceleró, alcanzando las mayores cotas de
la historia de estos países hasta entonces. Muchos de tales países se dotaron
de una base industrial de la que hasta entonces carecían. Más allá de las cifras
macroeconómicas, también el nivel de vida de la población común tendió a
progresar. En algunos países, incluso tendieron a disminuir los niveles de
desigualdad entre clases sociales. Si bien de una manera lenta, parecía que la
ISI estaba permitiendo a las economías latinoamericanas encontrar su camino
hacia el desarrollo.
Pero una parte de este éxito era en realidad un espejismo. A lo largo de
las décadas de 1960 y 1970 comenzaron a emerger síntomas que alertaban de
que algo iba mal. Por todas partes, la ISI estaba conduciendo a un deterioro de
la balanza comercial. La manipulación de los precios estaba desincentivando
las exportaciones agrarias. El proteccionismo comercial estaba consolidando
un tejido de empresas industriales que, poco o nada amenazadas por la
competencia extranjera, eran poco eficientes y poco competitivas: parapetadas
tras los muros de la protección, abastecían a su estrecho mercado interno, pero
carecían de penetración en los mercados internacionales. Además, a pesar de
que en principio la ISI habría tenido que suponer una reducción de las
importaciones, la nueva producción de bienes industriales de origen nacional
en realidad conducía a un aumento de las importaciones, ya que requería la
compra al exterior de maquinaria y tecnología. (Por ejemplo, la fabricación de
camisas dentro del país podía sustituir la importación que hasta entonces se
venía realizando de camisas, pero obligaba a realizar importaciones de
maquinaria textil que hasta entonces no se realizaban.) En consecuencia, las
economías pobres se volvían economías que exportaban bastante menos de lo
que importaban. Además, segundo síntoma, los gobiernos también estaban
gastando más de lo que eran capaces de recaudar: el activo Estado de las
políticas ISI tenía déficit y debía endeudarse para poder seguir llevando a cabo
sus proyectos de industrialización.
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Estos dos desequilibrios macroeconómicos (déficit comercial y déficit
público) eran la manifestación de problemas profundos. Con su énfasis en la
industria, los gobiernos olvidaron a la agricultura, que al fin y al cabo era el
sector en el que todavía trabajaba buena parte de la población. Esto generó un
peligroso “dualismo”: por un lado, un sector industrial moderno; por el otro, una
agricultura tradicional que apenas progresaba. Tal era la diferencia económica
entre uno y otro sector que miles y miles de trabajadores rurales emigraron
descontroladamente hacia las ciudades con la esperanza de obtener un
empleo urbano, si bien muchos de ellos sólo consiguieron terminar formando
parte de bolsas de marginalidad urbana cada vez más preocupantes. Los
intereses agroexportadores del periodo previo habían creado un dualismo entre
la moderna agricultura de exportación y una agricultura doméstica tradicional,
pero los nuevos gobernantes de los países, con su énfasis en la
industrialización, no percibieron que ellos también, a su manera, estaban
contribuyendo al dualismo y la fragmentación de sus economías y sociedades.
Además, las graves desigualdades sociales no fueron ni mucho menos
eliminadas, lo cual no sólo era un problema social, sino también económico: la
pobreza de buena parte de la población le impedía convertirse en consumidora.
La demanda interna (clave de un proceso de ISI, es decir, orientado hacia el
mercado interior y no hacia los mercados globales) se resintió y las economías
crecieron más despacio de lo que habría podido ser el caso si la distribución de
la renta no hubiera sido tan desigual.
La combinación de una demanda interna débil con un bajo nivel de
competitividad internacional fue letal para la ISI: sus problemas eran cada vez
más evidentes y, a pesar de sus logros, la estrategia era cada vez más
insostenible. Durante la década de 1970, muchos gobiernos pudieron persistir
en sus estrategias de ISI sólo porque recurrieron para ello al endeudamiento.
Eran años de oferta abundante de crédito como consecuencia de la crisis del
petróleo y la consiguiente transferencia de rentas hacia las elites de los países
exportadores de petróleo. Casi todos los gobiernos latinoamericanos buscaron
desenredar los estrangulamientos de sus ISI a través de la inyección de
préstamos gustosamente concedidos por bancos extranjeros. La ISI continuó,
pero se trataba del principio del fin. Los gobiernos contrajeron deudas con tipos
de interés variables y, por tanto, sensibles a los cambios de política monetaria
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de los principales países del mundo. Cuando la política monetaria del nuevo
presidente estadounidense Ronald Reagan condujera a una elevación de los
tipos de interés, los gobiernos latinoamericanos se verían envueltos en una
espiral de endeudamiento de la que no podrían salir. Se trata del
estrangulamiento definitivo de la ISI: a lo largo de la década de 1980, los
gobiernos latinoamericanos, necesitados de renegociar su enorme deuda y
mejorar su credibilidad internacional, deberán abandonar la estrategia de ISI y
sustituirla
por
un
manejo
macroeconómico
más
ortodoxo,
menos
intervencionista.
INDEPENDENCIA POLÍTICA Y DESARROLLISMO NACIONALISTA EN LA
INDIA
En cuanto accedió a la independencia en 1947, la India optó por un
desarrollismo de corte nacionalista. ¿Podía ser de otro modo? Tres rasgos
básicos del periodo colonial habían sido la consolidación de la India como
economía agraria (mientras los países occidentales, incluso los menos
avanzados, habían vivido una revolución industrial que disparaba sus niveles
de bienestar), el carácter no desarrollista (sino más bien administrativo) de la
política económica (mientras algunos países inicialmente atrasados, como
Japón, habían salido de su atraso con la ayuda de una activa política
desarrollista), y la creciente apertura de la economía india a la economía
global. Los resultados de desarrollo eran a la altura de 1947 extremadamente
pobres, así que un cambio de estrategia parecía justificado. El día antes de la
independencia, el que sería primer Primer Ministro del país, Jawaharlal Nehru
pronunció un discurso histórico:
“El servicio a la India significa servir a los millones de personas
que sufren. Significa acabar con la pobreza, la ignorancia, la
enfermedad y la desigualdad de oportunidades… Mientras haya
lágrimas y sufrimiento, nuestra tarea no habrá terminado”
El cambio de estrategia se apoyó en transformaciones vividas a lo largo
del periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial. Conforme había ido
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avanzando el periodo de entreguerras, los empresarios indios que conectaban
a la elite exportadora británica con la economía rural habían comenzado a
ganar fuerza suficiente para abarcar nuevos eslabones de la cadena
productiva. De manera paralela, su influencia sobre el gobierno colonial había
ido creciendo. La crisis de 1929, al obligar a la economía india a adoptar una
senda más introvertida, había reforzado esta tendencia hacia el fortalecimiento
del empresariado indio. La Segunda Guerra Mundial, por su parte, había
favorecido el aumento del intervencionismo estatal (en la India como en casi
todas partes). A la altura de 1947, por tanto, la idea de una estrategia
desarrollista liderada por empresarios y burócratas indios podía surgir con
relativa facilidad, casi de manera (paradójicamente) espontánea.
Dentro del nuevo modelo de desarrollo, el Estado asumió un papel muy
activo en la promoción de la industrialización. Inspirados por el ejemplo de la
rápida industrialización lograda por la Unión Soviética en condiciones de
autarquía durante la década de 1930, los políticos y burócratas de la nueva
India independiente dieron prioridad a la industria pesada, productora de bienes
de capital, ya que ésta era la que podía aumentar de manera más rápida la
productividad media de la economía. (Más adelante hemos aprendido que hay
varios eslabones intermedios que determinan en qué medida el crecimiento de
la productividad de un sector se traduce en desarrollo humano, pero en este
momento hablar de aumentar rápidamente la productividad era lo mismo que
hablar de desarrollo.) El Estado indio promovió la industrialización a través de
dos tipos de medidas. En primer lugar, estableció planes de desarrollo
quinquenales en el marco de los cuales la inversión pública se canalizó hacia la
formación y expansión de empresas públicas en sectores estratégicos
(especialmente, los que abastecen de inputs al sector industrial). Un par de
datos pueden dar idea del activismo estatal en este campo: entre 1950 y 1975,
la India pasó de tener cinco empresas públicas a tener 129; y, a la altura de
1980, 22 de las 25 empresas indias más grandes eran empresas públicas. Aún
con todo, la mayor parte de la producción industrial del país continuó en manos
del sector privado, y ahí es donde el Estado desarrolló un segundo grupo de
medidas: controles para regular el funcionamiento de las empresas privadas. A
través de sistemas de licencias para la concesión de importaciones o materias
primas, licencias para la creación de empresas (o para la expansión en la
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capacidad productiva de las ya existentes), a través de controles sobre los
precios y sobre las divisas, el Estado indio supervisó estrechamente lo que
hacían los empresarios privados. Algún estudioso ha llegado a afirmar que un
empresario indio de 1970 era probablemente menos libre que un administrador
de empresa pública en las comunistas (pero no muy férreas) Hungría o
Yugoslavia. Tras este control estatal había una desconfianza abierta hacia los
mercados autorregulados: la sensación de que un control estatal sobre las
decisiones microeconómicas
de
las empresas
podía
generar efectos
macroeconómicos positivos.
Al mismo tiempo que ponía el énfasis en la industria y en el Estado
(frente al modelo colonial de economía agraria poco intervenida), el nuevo
modelo de desarrollo también acabó con el tercero de los rasgos del modelo
colonial: la creciente inserción de la India en la economía global. El “pesimismo
exportador” de la década de 1930 y la Segunda Guerra Mundial se trasladó a la
posguerra: si las exportaciones, tan promocionadas durante décadas por los
británicos, no habían sido hasta entonces capaces de impulsar el desarrollo y
acabar con el atraso de la India, ¿por qué iban a hacerlo ahora? La nueva
estrategia económica consistía, como en América Latina, en buscar un proceso
de ISI: el proteccionismo comercial (aranceles, restricciones cuantitativas a las
importaciones) crearía el marco para la expansión industrial. La opción por un
desarrollismo nacionalista se completó con el establecimiento de fuertes
restricciones a la entrada de capital extranjero en la economía india. Si, durante
décadas, los empresarios extranjeros no habían sido capaces de impulsar el
desarrollo de la India, ¿no era este el momento de dar una oportunidad a los
empresarios locales?
El resultado de esta nueva estrategia fue agridulce. Por un lado, el
crecimiento económico de la India se aceleró, lo cual no es poco después del
crecimiento negativo que el país había sufrido durante el periodo de
entreguerras. La política desarrollista estimuló un aumento sustancial de la
inversión, tanto pública (vía planificación quinquenal) como privada (dada la
seguridad proporcionada por las restricciones a la competencia implícitas en la
red de controles burocráticos). Esto tuvo lugar, además, en un momento en el
que la India independiente pasó a ser receptora neta de capital (vía ayuda
extranjera),
en
contraste
con
el
efecto
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de
drenaje
(vía
remesas
gubernamentales o repatriaciones privadas de capital) característico de la
economía colonial. Sin embargo, también tuvo lugar en un momento en el que
el crecimiento de la economía mundial se aceleró de manera inédita, por lo que
el crecimiento de la nueva India independiente no fue suficiente para salvar la
brecha que la separaba de los países desarrollados. De hecho, entre 1947 y
1970 esta brecha se hizo aún más profunda. El periodo inmediatamente
posterior a la independencia no supuso un punto de inflexión en la trayectoria
relativa de la economía india: los primeros gobiernos independientes no fueron
capaces de revertir la tendencia a la divergencia que había venido
caracterizando a la economía india desde los tiempos coloniales (e incluso
antes). Teniendo en cuenta que, a lo largo de estas décadas, hubo una
tendencia general hacia la convergencia económica internacional, la sensación
generalizada era que la economía india podría haber crecido más deprisa de lo
que lo hizo y que, si su crecimiento no se acercó más a su potencial, ello se
debió a los defectos de la política económica.
La política económica generó ineficiencias en la asignación de recursos
que, a diferencia de lo que había ocurrido en el Japón Meiji (o de lo que estaba
ocurriendo en los países del sudeste asiático que estudiaremos a
continuación), no se vieron compensadas por ganancias en términos dinámicos
(innovación tecnológica u organizativa, conquista de nuevos mercados…). La
intervención estatal interfirió claramente en la asignación de recursos, tanto a
través de las inversiones públicas como a través de los farragosos controles
impuestos al funcionamiento de las empresas privadas o los sesgos contrarios
a la globalización. Pero, a cambio de esta distorsión, los gobiernos no
obtuvieron ganancias dinámicas, sino más bien todo lo contrario: la mala
calidad de la burocracia (una diferencia clave con respecto a Japón y el
sudeste asiático) condujo a empresas públicas mal gestionadas, a prácticas de
corrupción y, sobre todo, al acomodamiento de los comportamientos
empresariales. Al no ser incorporados a una estrategia más amplia de
desarrollo
(otra
diferencia
fundamental),
los
controles
públicos
y
el
proteccionismo condujeron en realidad a pérdidas dinámicas: empresas
ineficientes, operando por debajo de su capacidad, perpetuando la utilización
de tecnologías obsoletas y mostrándose incapaces de penetrar en mercados
extranjeros. El empresario indio pasó a ser un buscador de rentas: sus
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beneficios provenían cada vez menos de la libre competencia en los mercados
y cada vez más de su influencia política, que determinaba la extensión de sus
privilegios y el grado en que sus inversiones estaban protegidas de la
competencia. Salieron perdiendo los consumidores, que se encontraron con
productos caros y de mala calidad, y salió perdiendo el desarrollo de la
economía india, que se quedó relativamente aislada de las fuerzas de
convergencia económica puestas en marcha por la globalización de las
décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Por si todo esto fuera poco, el crecimiento económico posterior a la
independencia, además de ser inferior al potencial, encontró, como el
crecimiento económico colonial, grandes dificultades para transformarse en
desarrollo humano. La distribución de la renta empeoró. La posición del trabajo
se debilitó frente a la del capital: la explosión demográfica vivida por la India
tras la Segunda Guerra Mundial aumentó la oferta de trabajo y tendió a
deprimir los salarios o, cuando menos, a dificultar su aumento como
consecuencia de la acumulación de bolsas de mano de obra excedente. El
capital, por el contrario, era más escaso y operaba en un contexto de
competencia imperfecta creado y garantizado por la propia política económica,
así que los beneficios empresariales eran superiores a los de competencia
perfecta. Además, la política económica creó otra fuente de aumento de la
desigualdad al promocionar a las empresas grandes (la industria a gran escala,
intensiva en capital) en detrimento de las empresas pequeñas (la pequeña
industria intensiva en mano de obra). Esto no sólo aumentó las diferencias de
ingresos entre los sectores intensivos en capital y los sectores intensivos en
mano de obra, sino que también limitó la capacidad de generación de empleo
de la economía india. En un contexto de explosión demográfica, que creó el
potencial para grandes corrientes migratorias campo-ciudad, la promoción de
una industria más intensiva en mano de obra podría haber favorecido la
inserción laboral de grupos desfavorecidos. La opción por una industria
intensiva en capital, en cambio, favoreció el aumento de la desigualdad. Lo
mismo que le ocurrió a la industria ligera le ocurrió al resto de sectores
intensivos en mano de obra, entre ellos (y de manera crucial, dado que
continuaba siendo el sector más grande de la economía) la agricultura. La
estrategia desarrollista no fue capaz de incorporar con éxito el cambio agrario
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dentro del desarrollo económico. No sólo no fue capaz de liberar al sector de
las restricciones al crecimiento que habían venido pesando sobre el mismo
desde el periodo de entreguerras (ahora agravadas por la explosión
demográfica), sino que tampoco consiguió liberar a la población rural
desfavorecida de aquellas estructuras sociales tradicionales (no tocadas por los
mogoles, no tocadas por los británicos, no tocadas ahora por el Estado
desarrollista independiente) que reproducían su pobreza a lo largo del tiempo.
Finalmente, la política económica también contribuyó a aumentar la
desigualdad a través del sistema fiscal (abrumadoramente basado en la
tributación indirecta) y el gasto público en educación y sanidad (que se
canalizaba preferentemente hacia las necesidades de las elites urbanas).
Al final, aceleración del crecimiento con aumento de la desigualdad y
persistencia de problemas estructurales de larga duración. El gobierno colonial
no había puesto en práctica políticas desarrollistas, pero un desarrollismo que
no veía la necesidad de fomentar la eficiencia (estática y dinámica) dentro de la
industria o aumentar la inversión pública en agricultura y capital humano
tampoco podía ser la solución. El simple hecho de acceder a la independencia
y fijar objetivos desarrollistas no aseguraba la salida del atraso: hacía falta una
estrategia bien diseñada y una burocracia competente para llevarla a la
práctica.
A mediados de la década de 1960, diversos problemas estructurales
amenazaban, como en América Latina, la viabilidad de la estrategia de
desarrollo vigente. En un contexto de explosión demográfica, las oportunidades
de crecimiento agrario extensivo estaban agotándose, y el crecimiento
industrial no tenía ni la velocidad ni la estructura adecuadas para absorber toda
la mano de obra excedente. Como en otros casos de industrialización por
sustitución de importaciones que no estaban viéndose acompañados de una
estrategia paralela de fomento de la competitividad, estaba acumulándose un
importante desequilibrio comercial. En la esfera doméstica, el desequilibrio
entre empresas grandes y pequeñas, entre agricultura (e industria ligera) e
industria pesada, entre áreas urbanas y áreas rurales, entre elites y grupos
menos favorecidos, no sólo obstaculizaba la transformación del crecimiento en
desarrollo humano, sino que incluso amenazaba la propia continuidad del
crecimiento: la escasa demanda de bienes de consumo (derivada de la
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desigualdad y la extensión de la pobreza), el exceso de capacidad en grandes
empresas ineficientes, la ineficiencia del aparato burocrático, el creciente
recurso al déficit público para financiar los planes quinquenales… Cuando, en
1965, sobrevino el peor monzón del siglo y la agricultura india sufrió
agudamente por la escasez de agua, se desató una crisis definitiva. No sólo
cayeron la producción agraria y, con ella, los niveles alimenticios de la
población, sino que, con un retardo de algunos meses, la crisis se transmitió al
sector industrial. Lenta pero irremisiblemente, llegaba el momento de un viraje
liberal en la política económica del país.
LA SALIDA DEL ATRASO DEL SUDESTE ASIÁTICO
A la altura de 1960, la expresión “Tercer Mundo” ya había hecho fortuna,
y todos sus componentes parecían abocados a una misma suerte, no
precisamente envidiable. El sociólogo John Lie recuerda así su infancia en la
Corea del Sur de aquellos años:
A principios de los sesenta, Seúl era para mí la viva imagen del
atraso. Mientras que los atascos de tráfico de Tokyo me
maravillaban, me sentía horrorizado por los carros de bueyes que
avanzaban vacilantes por las polvorientas calles de Seúl. Tokyo
parecía indiscutiblemente moderno, con sus altos edificios de
estilo internacional, juguetes electrónicos, baños con cisterna, aire
acondicionado y frigoríficos. Seúl, por el contrario, parecía muy
anticuada, con su arquitectura japonesa del periodo colonial,
juguetes de madera, baños sin cisterna ni papel higiénico y como
mucho ventiladores eléctricos y bloques de hielo. Tokyo era
dinámica, con nuevos edificios creciendo por todas partes y las
estanterías de los almacenes rebosantes de nuevos productos;
Seúl estaba estancada, atrapada en la tradición. En Tokyo podía
atiborrarme de caramelos y bombones vendidos en almacenes
relucientes; en Seúl me atragantaba con saltamontes asados que
vendían por la calle.
Hoy día vemos las cosas de otra manera. Japón ya no es el único país
que ha sido capaz de imitar los procesos de desarrollo económico moderno
iniciados en Occidente. Hoy ya no hablamos tanto en términos de Tercer
Mundo, y no tanto por la desaparición del bloque soviético como por la gran
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diversidad de trayectorias y experiencias que podemos encontrar dentro del
ámbito de los países menos desarrollados. Una de las causas principales de
este cambio de perspectiva ha sido el ascenso durante las décadas finales del
siglo XX de “nuevos países industriales” en el sudeste asiático: Corea del Sur
(el más importante por su tamaño), Taiwán, Hong-Kong y Singapur. ¿Qué
encontró John Lie cuando, ya adulto, regresó a su país natal en la década de
1980?
He encontrado amas de casa de clase media alta llevando trajes
de alta costura y jóvenes ricos que llevan una vida de irritante
distinción y disolución. Cafeterías limpias y bien iluminadas han
sustituido a los cafés oscuros y sucios; McDonald’s y Pizza Hut a
los figones de tallarines y comida barata… Lo que hace esos
cambios y contrastes tanto más asombrosos es que han ocurrido
en el transcurso de una sola generación.
Tomando como referencia algunos animales de la tradición cultural
oriental, comenzó a hablarse a finales del siglo XX de los “tigres” o los
“dragones” asiáticos, cuya fiereza económica venía ilustrada por las elevadas
tasas de crecimiento obtenidas. En la actualidad, también Tailandia, Vietnam o
Malasia han sido consideradas por algunos como nuevas economías
emergentes. (Si a ello le añadimos el ascenso económico de China, algunos
incluso han visto aquí el inicio de un desplazamiento del centro de gravedad de
la economía mundial desde Occidente hacia Oriente.) Es probable que el éxito
de los dragones se debiera a su peculiar forma de combinar la interferencia
política en el libre funcionamiento de los mercados con la inserción en una
economía global.
La industrialización de los dragones asiáticos no fue el resultado de un
Estado mínimo que dejara funcionar libremente los mercados. En general, el
objetivo del intervencionismo estatal no era suplantar a la empresa privada ni
eliminar completamente las señales de mercado o la estructura de incentivos
asociada a las economías de mercado, pero tampoco limitarse a proporcionar
unos servicios económicos básicos y, a partir de ahí, confiar en la
autorregulación de los mercados para alcanzar niveles óptimos de eficiencia
asignativa. La intervención consistía en crear distorsiones temporales que,
aplicadas sobre la estructura de incentivos propia de la economía de mercado,
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pudieran potenciar el dinamismo a medio y largo plazo en mayor medida de lo
que podrían hacerlo las señales derivadas de los mercados libres. Esto podía
implicar sacrificios en la eficiencia asignativa (estática), con las consiguientes
pérdidas de bienestar para los consumidores, y también podía implicar, bajo un
escenario político autoritario (que era el más común) un sacrificio sistemático
de los niveles de bienestar de la población para mayor gloria de los resultados
nacionales de industrialización. En el medio y largo plazo, sin embargo, estos
inconvenientes contrastan con el éxito de los dragones asiáticos para
abandonar el club de los países subdesarrollados sobre la base de una clara
mejoría en los niveles de bienestar de su población.
La intervención se plasmó en algunos de los principales mercados y
estructuras de la economía. En la esfera exterior, el comercio pasó a ser
fuertemente regulado y se pusieron en práctica estrategias de ISI: se detectó
un núcleo de sectores industriales en los que las importaciones podían ser
sustituidas por producción nacional (generalmente, sectores intensivos en
mano de obra y que no necesitaban grandes dotaciones de capital humano ni
impulso tecnológico endógeno) y tales sectores pasaron a estar fuertemente
protegidos. Como saben todos los países que han puesto en práctica esta
estrategia, la ISI conoce pronto desequilibrios que tienden a obstruir el cambio,
en particular si la nueva producción industrial intensifica (más que suaviza) la
presión sobre la balanza comercial (al demandar crecientes importaciones de
maquinaria y tecnología no disponibles en el interior). La solución pasa
entonces por suavizar las presiones comerciales a través de la promoción de
las exportaciones, y en esto pasó a consistir también la política comercial de
los dragones asiáticos: un complejo sistema de regulaciones de comercio
exterior encaminadas a conceder incentivos (financieros, comerciales, fiscales)
a las empresas exportadoras. La coordinación de un proteccionismo selectivo
con las distorsiones favorables a los exportadores (tan diferente del
proteccionismo a ultranza y las distorsiones contrarias a la exportación
características de la política económica latinoamericana durante esos mismos
años) dio como resultado la formación de sucesivos ciclos de producto en los
que la industria inicialmente protegida no sólo terminaba siendo capaz de
soportar la competencia de las importaciones sino que se hacía hueco en los
mercados extranjeros (especialmente, Estados Unidos, Japón y Europa
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occidental). Cada nueva ronda de este proceso involucraba, además, a
sectores industriales más complejos desde el punto de vista tecnológico y
menos intensivos en mano de obra. Los dragones asiáticos iban así
ascendiendo escalones de un modo bastante parecido a como Japón había
comenzado a hacerlo ya antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando sus
exportaciones agrarias fueron convirtiéndose en exportaciones industriales
ligeras y éstas, con el tiempo, en exportaciones industriales pesadas e
intensivas en tecnología.
Las similitudes del modelo de los dragones con respecto al modelo
japonés van más allá, dado que la política industrial de aquellos también
favorecía la formación de grandes conglomerados industriales que actuaban
como líderes exportadores. Aunque la inversión directa extranjera fue más
importante en la experiencia histórica de algunos de los dragones de lo que lo
había sido en el caso de Japón durante etapas comparables de su desarrollo,
el capital nacional fue la base de la expansión productiva y exportadora. Y lo
fue encarnado en grandes conglomerados que, como en el caso japonés,
organizaban sistemas más o menos estables de subcontratación con pequeñas
y medianas empresas a través de los cuales se garantizaba la flexibilidad del
tejido industrial. En casos como el de Taiwán, este dualismo empresarial se
tradujo en la proliferación de oportunidades de empleo industrial en las zonas
rurales, lo cual suavizó las tensiones sociales generalmente asociadas a la
concentración del progreso económico en áreas urbanas. ¿No tiene todo esto,
al fin y al cabo, un cierto aire a las pymes japonesas del periodo Meiji y a la
consigna de adaptar la tecnología occidental a la dotación de factores
japonesa?
La intervención estatal favoreció a los grandes conglomerados de capital
autóctono, creando así de facto un mundo de competencia imperfecta (o,
cuando menos, una planta superior de competencia claramente imperfecta
situada sobre una planta inferior de competencia menos imperfecta entre
pymes) que acabó imperando también en la estratégica pieza del sistema
financiero. Si en Japón los conglomerados industriales habían contado con el
apoyo fiel de “sus” bancos (que, a su vez, habían contado con la clientela fiel
de “sus” empresas, al menos hasta las reformas de la década de 1970) y la
política económica se había reservado funciones indicativas y de respaldo de
77
las operaciones financieras vinculadas con sectores estratégicos, en los
dragones asiáticos la política económica fue mucho más allá y reguló férrea y
directamente la asignación del crédito empresarial. Como en el caso de las
distorsiones introducidas en el comercio exterior (a través de la combinación de
ISI y promoción de las exportaciones), de lo que se trataba era de distorsionar
el funcionamiento del sistema financiero con objeto de mejorar el dinamismo de
la economía nacional en el medio plazo. El objetivo final era el mismo que en
Japón: conseguir que el crédito empresarial fuera a parar de manera preferente
a los líderes exportadores. La menor densidad del tejido financiero presente en
el sudeste asiático al comienzo del proceso (en parte una consecuencia de su
menor nivel de desarrollo y de su estatus por aquel entonces colonial con
respecto a Japón) requirió del Estado una intervención aún más activa que en
Japón de cara a lograr dicho objetivo.
Estas intervenciones en materia de política comercial, estructura
empresarial y sistema financiero, todas ellas encaminadas a favorecer un
proceso de desarrollo liderado por las exportaciones industriales, se vieron
completadas
por
una
regulación
corporativista
del
mercado
laboral,
encaminada a contener los niveles salariales con objeto de mantener la
competitividad de las exportaciones industriales. El carácter autoritario de los
regímenes políticos vigentes allanó el camino a este tipo de regulación, que
situó a los dragones asiáticos bastante lejos del abanico de modelos de
relaciones laborales presentes en la esfera occidental; en particular, debido a la
eliminación de los sindicatos obreros. El resultado era, sin embargo, menos
distinto con respecto al modelo japonés, donde la acción sindical se organizaba
de manera característica a través de sindicatos de empresa.
Al igual que en Japón, las claves de la política económica se cierran con
la puesta en marcha de reformas agrarias. A la altura de 1945, la agricultura
era al fin y al cabo el principal sector de ocupación, por lo que la coordinación
del cambio agrario con la estrategia de industrialización debía recibir una
atención preferente. Como en Japón, la opción de la política económica pasaba
por utilizar la regulación y la intervención como mecanismos para el trasvase
de recursos desde el sector agrario hacia los sectores industriales estratégicos;
por ejemplo, a través de la fijación de precios artificialmente bajos para los
principales productos agrarios. Sin embargo, esta visión de la agricultura como
78
un sumidero del que extraer recursos podría haber conducido a numerosos
problemas de haber sido la única que hubiera guiado a los diseñadores de la
política económica. Era preciso manejar simultáneamente otra visión de la
agricultura: la del sector principal de la economía en términos de empleo, la del
sector de cuya evolución dependería el nivel de vida de la mayor parte de la
población en el corto plazo. Y así, como en Japón, se implantaron reformas
agrarias cuyo principal efecto fue la consolidación de un modelo de agricultura
basado en la pequeña explotación familiar. La pequeña explotación familiar
tenía una gran capacidad de absorción de empleo, ya que su intensidad de
capital era reducida y absorbía grandes cantidades de mano de obra en la
realización de tareas encaminadas a asegurar un uso lo más intensivo posible
de la tierra (su factor escaso). En el caso de Taiwán, además, la emergencia de
un patrón relativamente descentralizado de crecimiento industrial permitió a
numerosas familias rurales combinar los ingresos derivados de sus pequeñas
explotaciones con ingresos no agrarios. En suma, la política económica de los
dragones estaba fuertemente sesgada hacia un crecimiento liderado por las
exportaciones industriales, pero no cometió el error de ver en la agricultura
simplemente un sumidero del que extraer recursos para su utilización en otros
sectores.
Si la estrategia de ISI no generó los factores de bloqueo conocidos por
aquel entonces en otros países atrasados (por ejemplo, América Latina), ello se
debió a que la misma estaba subordinada a una estrategia más amplia de
inserción en la economía global por la vía de las exportaciones industriales a
países más desarrollados. Y, a su vez, el crecimiento de las exportaciones
industriales de los dragones parece inseparable del contexto internacional
posterior a 1945, caracterizado por la formación de un nuevo orden económico
mundial favorecedor de la expansión del comercio. Ni siquiera los mayores
admiradores de la política económica de los dragones podrían negar que sus
resultados jamás hubieran podido ser tan positivos en un contexto como el de
entreguerras, en el que existían numerosas barreras al comercio internacional y
predominaban las políticas de empobrecimiento del vecino. El contexto global
posterior a 1945, en cambio, les proporcionaba oportunidades para
desarrollarse de manera más rápida de lo que lo habrían hecho si hubieran
tenido que depender exclusivamente de su demanda interna.
79
La inserción en la economía global a través de las exportaciones
industriales permitió a las empresas implicadas expandir su escala sobre bases
sólidas. (Esto contrastaba, de nuevo, con el caso latinoamericano, en el que el
menor énfasis en la coordinación entre proteccionismo y orientación
exportadora favorecía la creación de estructuras empresariales esclerotizadas
cuyos aumentos de escala casaban mal con su escasa competitividad
internacional.) La expansión de la escala de actividades permitió a las
empresas operar con rendimientos crecientes y aportar a sus respectivas
economías nacionales algunos de los beneficios que puede traer la
competencia imperfecta, como la generación de mayores tasas de innovación
tecnológica (de acuerdo con la provocativa hipótesis de Schumpeter) o la
conquista de nuevos nichos de mercado en la escena internacional como
consecuencia de unos bajos costes fijos unitarios (de acuerdo con la visión de
Krugman
del
comercio
internacional
en
condiciones
de
rendimientos
crecientes).
Además, la inserción en la economía global también permitía a los
dragones asiáticos generar tasas brutas de formación de capital superiores a lo
que habría sido posible en un contexto de economía cerrada. En los años
inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la ayuda económica
otorgada por Estados Unidos pudo desempeñar un papel importante en el
desarrollo de Corea del Sur y Taiwán, no tanto por la magnitud y efectos
directos de lo que comúnmente entendemos por ayuda, sino sobre todo por el
hecho de que la ayuda en realidad incluía la asunción por parte de Estados
Unidos de costes de protección y mantenimiento de la seguridad en la zona. De
no haber asumido Estados Unidos estos costes, los nuevos gobiernos surgidos
después de 1945 podrían haberse visto forzados a expulsar inversión privada
destinada a alimentar el crecimiento industrial.
Conforme fue avanzando el periodo posbélico, la ayuda comenzó a
perder importancia y su puesto fue ocupado por la inversión directa extranjera.
El desarrollo del sudeste asiático fue liderado por el capital nacional, pero el
apoyo del capital extranjero fue importante. En particular, resulta interesante
considerar el papel del capital japonés. A lo largo de la era del milagro japonés,
los grandes conglomerados industriales comenzaron a acumular cantidades
cada vez mayores de beneficios que no repartían entre sus accionistas. La
80
mayor parte de estos beneficios fueron colocados en el sistema financiero
internacional, sobre todo a raíz de las reformas que en la década de 1970
liberalizaron los vínculos entre los conglomerados y los bancos con que venían
manteniendo relaciones estables. Pero otra parte se destinó a expandir el
modelo japonés por países vecinos menos desarrollados. A lo largo de estos
años, las ventajas comparativas fueron cambiando: el aumento de los salarios
(y, en general, del nivel de vida) de la población japonesa comenzaba a hacer
poco competitivas las exportaciones de productos intensivos en mano de obra.
(Más adelante, en la década de 1980, la revaluación del yen como
consecuencia de la renegociación de los términos de las relaciones
comerciales con Estados Unidos, actuó en el mismo sentido.) El menor
desarrollo del sudeste asiático, en cambio, hacía de la región un lugar
adecuado para que las empresas japonesas vertieran en ella una parte de sus
excedentes en forma de inversión directa extranjera. De este modo, el capital
japonés desempeñaba un papel de intermediación entre las reservas de mano
de obra barata que aún existían en la región del Asia oriental y los
consumidores de productos industriales de Estados Unidos y otros países
desarrollados.
Cuando, a partir de la década de 1980, los emergentes dragones se
convirtieron en los principales inversores extranjeros en sus países vecinos
(Filipinas, Indonesia, Malasia, Tailandia, Brunei), comenzó a quedar claro que
estaba en funcionamiento un ciclo. Del mismo modo que sucesivos ciclos de
producto habían alimentado el crecimiento de los dragones (moviéndose desde
los productos más intensivos en mano de obra hacia producciones algo más
complejas y, por el camino, hacia mayor productividad, mayores salarios y
mayor nivel de vida), y del mismo modo que el éxito de cada ciclo allanaba el
camino para el lanzamiento del siguiente (al generar externalidades sociales y,
en algunos casos, beneficios que los conglomerados podían canalizar hacia
nuevos sectores), sucesivos ciclos de inversión parecían estar difundiendo el
desarrollo a lo largo de Asia oriental. Conforme el avance de los países líderes
de la región alteraba la estructura de ventajas comparativas (al hacer menos
competitiva la posición de estos en el sector de las producciones más
intensivas en mano de obra) y creaba excedentes empresariales susceptibles
de transformarse en inversión directa extranjera que reorganizara la división del
81
trabajo dentro de la región, se creaban oportunidades para que países menos
desarrollados iniciaran sus primeros ciclos de crecimiento liderado por las
exportaciones de productos industriales intensivos en mano de obra.
La metáfora que hizo fortuna para describir este patrón fue la de “los
gansos voladores”. Un ganso echa a volar y, al hacerlo, facilita las cosas a los
otros gansos del grupo: los protege del viento y les enseña el camino. A nivel
de cada país, los gansos eran ciclos de producto desde su fase de protección
inicial hasta su fase de orientación exportadora. A nivel del conjunto de la
región, los gansos eran países que iban incorporándose a sucesivas rondas de
crecimiento liderado por las exportaciones industriales. Y, a nivel del mundo en
su conjunto, los gansos eran la demostración de que el desarrollo de
economías inicialmente atrasadas era posible.
PARA SABER MÁS…
Bustelo, P. (1990): Economía política de los nuevos países industriales
asiáticos, Madrid, Siglo XXI.
Pipitone, U. (1996): Asia y América Latina: entre el desarrollo y la frustración,
Madrid, Catarata.
82
Clase 5
LOS INICIOS DE LA ECONOMÍA DEL DESARROLLO
El periodo comprendido entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo
XX fue fundamental para el desarrollo del pensamiento económico. Los
economistas clásicos instauraron una nueva manera de mirar a la economía,
más sistemática y especializada de lo que había sido habitual hasta entonces.
Más adelante, los neoclásicos dieron un paso más en esta línea y sentaron las
bases sobre las que se desarrollaría en lo sucesivo el pensamiento económico
de corriente principal. Finalmente, economistas como Veblen, Schumpeter o
Keynes establecieron las principales direcciones en que trabajarían los
heterodoxos descontentos con la corriente principal. El periodo fue, sin
embargo, mucho menos fecundo para el análisis de los problemas específicos
de las economías atrasadas. Algunos economistas perdieron de vista la
pregunta original de Adam Smith sobre las causas de la riqueza de las
naciones, mientras que otros que mantuvieron su interés en la cuestión
circunscribieron sus razonamientos a las economías occidentales avanzadas.
En cambio, tras la Segunda Guerra Mundial surgió la economía del
desarrollo: una rama de la investigación económica dedicada exclusivamente a
los problemas específicos de las economías atrasadas. El acontecimiento es
inseparable del nuevo orden internacional del periodo: las instituciones de
cooperación internacional diseñadas en Bretton Woods, la guerra fría que
condujo a la definición de un “Tercer Mundo”, las grandes esperanzas
suscitadas en el mundo pobre por la descolonización… ¿Cuáles eran las
causas del atraso y qué podían hacer los gobiernos para sacar a sus países de
él? Dado que los economistas previos apenas habían prestado atención al
tema, la sabiduría convencional se basaba en argumentos de orden
sociológico, responsabilizando a las religiones y normas culturales no
83
occidentales del atraso económico. Pero toda una nueva generación de
economistas estaba preparada para mirar el problema desde otra óptica. A ello
también contribuía el hecho de que el éxito de Keynes parecía demostrar que
no existía una única teoría económica aplicable en todo momento y lugar, sino
que podía haber diferentes teorías económicas válidas para diferentes
contextos. Los pioneros de la economía del desarrollo se lanzaron así a la
elaboración de una teoría económica válida para unas economías atrasadas
cuyas características eran muy diferentes a las del mundo capitalista
desarrollado.
En este capítulo estudiamos los primeros pasos de la economía del
desarrollo. El primer apartado está dedicado a los pioneros, que recomendaban
una intervención decidida del Estado para impulsar la industrialización del
Tercer
Mundo.
En
el
segundo
apartado
consideraremos
la
escuela
estructuralista latinoamericana, que planteaba una idea general similar a la de
los otros pioneros, si bien merece una atención especial por haberse generado
dentro del propio mundo en vías de desarrollo. Finalmente, el tercer apartado
presenta a economistas neoclásicos que, enfocando la investigación de
manera ortodoxa, se opusieron a la visión de los pioneros.
LOS PIONEROS
El punto de partida de los economistas del desarrollo consistía en que
las economías pobres eran diferentes. No se trataba sólo de una diferencia
cuantitativa: no se trataba sólo de que su PIB per cápita fuera más bajo. Había
diferencias cualitativas, estructurales. La más importante de ellas era,
probablemente, la señalada por Arthur Lewis: las economías pobres eran
economías “duales” escindidas en un sector moderno de alta productividad y
un sector tradicional de baja productividad. En las economías pobres no había
pleno empleo, pero tampoco mucho desempleo (como sí ocurría en las
economías avanzadas en coyunturas de crisis): el problema fundamental era el
subempleo
de
buena
parte
de
la
mano
de
obra,
que
trabajaba
discontinuamente en un sector tradicional que cumplía la función de empleador
de último recurso. En términos más técnicos, lo que ocurría es que la
84
productividad marginal del trabajo en el sector tradicional era nula y, por tanto,
la economía pobre contaba con reservas virtualmente ilimitadas de mano de
obra susceptibles de ser transferidas al sector moderno. Hablar de dualismo
era tanto como decir que el mercado laboral funcionaba de manera imperfecta,
alejada de la flexibilidad y maleabilidad descritas en los modelos neoclásicos
ortodoxos. Otros economistas señalaron situaciones adicionales de mercados
imperfectos o incluso mercados inexistentes como rasgos estructurales de las
economías atrasadas.
En estas condiciones, los pioneros no creían que el desarrollo de las
economías atrasadas fuera a llegar de manera gradual, espontánea y armónica
como consecuencia del simple funcionamiento del libre mercado. Para Paul
Rosenstein-Rodan y Ragnar Nurkse, las economías pobres se encontraban
atrapadas en un círculo vicioso, en una “trampa de subdesarrollo”. Dado su
bajo nivel de desarrollo, la demanda era débil y, por tanto, débil era también la
inversión en el sector moderno de la economía, por lo que el crecimiento era
mínimo y la demanda continuaba siendo débil como al principio, y así
sucesivamente. Había, según Gunnar Myrdal, una causalidad “circular y
acumulativa” que tendía a reproducir el atraso a lo largo del tiempo.
Para salir del atraso se necesitaba algo más que inercia: hacía falta un
“gran empujón” (Rosenstein-Rodan), un “despegue” (Walt Rostow), un
“esfuerzo crítico mínimo” (Harvey Leibenstein). Y para ello resultaba
fundamental la intervención del Estado en la economía. En palabras de Myrdal,
el desarrollo económico
“debe ser emprendido por los gobiernos, los cuales deben
preparar y poner en práctica un plan económico general que
comprenda un sistema de controles e incentivos adecuado para
que el proceso de desarrollo se inicie y prosiga sin interrupciones”
Según los pioneros, la intervención del Estado debe servir para
aumentar las tasas de inversión (tradicionalmente lastradas por el bajo nivel de
ahorro, consecuencia a su vez del bajo nivel de renta y su muy desigual
distribución) e impulsar así un proceso de industrialización capaz de absorber
mano de obra empleada (o subempleada) en el sector tradicional, elevando la
85
productividad del conjunto de la economía y dando lugar a un crecimiento
económico sostenido a lo largo del tiempo que permita salir del círculo vicioso.
Como extensión natural de esta defensa del intervencionismo estatal en
pos del desarrollo, los pioneros también eran partidarios de subordinar las
relaciones económicas con el exterior al desarrollo de la industrialización en el
interior. Tras la crisis agroexportadora del periodo de entreguerras, no eran
muy optimistas al respecto del papel que las exportaciones podían desempeñar
como motor de las economías pobres. Economistas como Myrdal tampoco
descartaban que, junto a los indudables efectos de difusión del desarrollo
derivados del contacto con países más avanzados (absorción de nuevas
tecnologías, estímulo generado por la demanda de dichos países), hubiera
claros efectos retardatorios, en especial cuando la industria naciente de los
países pobres se viera amenazada prematuramente por la competencia de
unos países ricos cuya tradición industrial estaba mucho más asentada. Se
trataba, en suma, de una defensa del proteccionismo selectivo, orientado a
fomentar la industrialización nacional, muy en la línea de lo que ya en el siglo
XIX el alemán Friedrich List, temeroso de lo que el libre comercio con la
Inglaterra industrial podía suponer para una Alemania entonces aún
predominantemente agraria, había planteado como alternativa a la teoría
ricardiana de la ventaja comparativa.
La principal disensión entre los pioneros del desarrollo, quienes a
grandes rasgos compartían este diagnóstico y estas recomendaciones, tenía
que ver con el mayor o menor equilibrio que debía establecerse entre la
inversión en unos y otros sectores industriales. Para Nurkse o RosensteinRodan, la nueva inversión industrial debía distribuirse de manera equilibrada
entre los diferentes sectores de la economía, para que de ese modo su
crecimiento simultáneo permitiera salir del círculo vicioso del subdesarrollo.
Para Albert Hirschman, en cambio, era preferible una estrategia de crecimiento
desequilibrado: concentrar la inversión inicial en unos pocos sectores que, por
sus características, tuvieran una gran capacidad de arrastre sobre el resto de la
economía (en términos técnicos, sectores que promovieran encadenamientos
con otros sectores). El crecimiento de estos sectores iría promoviendo en
etapas posteriores el crecimiento del resto de sectores, a través de una especie
de reacción en cadena: “el desarrollo es una secuencia de desequilibrios”.
86
Como puede verse, en cualquiera de los casos la preocupación de los
pioneros de la economía del desarrollo estaba centrada casi exclusivamente en
la cuestión del crecimiento económico. La cuestión, igualmente vital para el
desarrollo humano, de la distribución de la renta despertó en comparación
mucha menos atención. Existía la sensación de que impulsar el crecimiento
económico requería aumentar las tasas de inversión y que ello, casi
inevitablemente, conduciría a una mayor desigualdad. Autores como Lewis
veían aquí una especie de precio a pagar por conseguir poner en marcha un
proceso de industrialización. Porque, además, el crecimiento económico se
identificó con la industrialización: la agricultura, en cambio, quedaba retratada
como un sector tradicional cuya principal contribución al crecimiento parecía
ser la de desaparecer lo antes posible y que, pese a dar empleo aún a la mayor
parte de la población, no parecía despertar el interés de los pioneros. Tampoco
despertó su interés la tendencia, creciente en la profesión económica, a la
formalización matemática de las teorías. El severo juicio retrospectivo de Paul
Krugman es que los pioneros del desarrollo hicieron gala de un estilo arcaico
incluso para su época, si bien hay que tener en cuenta que eran bien
conscientes de ello y que probablemente se sentían más próximos a la
tradición previa de la economía política clásica que a la nueva corriente
principal encarnada por la escuela neoclásica. (En esto se parecen, por cierto,
al Krugman columnista de periódico que tanta popularidad ha conseguido en
los comienzos del siglo XXI.)
EL ESTRUCTURALISMO LATINOAMERICANO
El
estructuralismo
es
la
primera
escuela
de
pensamiento
específicamente latinoamericana. Por supuesto, ya había economistas en
América Latina antes de la Segunda Guerra Mundial, pero no formaban una
escuela, y menos aún una escuela con un pensamiento distintivo y orientado
de manera específica hacia la realidad latinoamericana. La figura clave del
estructuralismo fue el economista argentino Raúl Prebisch. Para Prebisch, el
problema central de las economías latinoamericanas es su heterogeneidad
estructural: en ellas conviven sectores de productividades muy diferentes.
87
Junto a unos pequeños brotes de industria intensiva en capital y altamente
productiva, junto a algunas explotaciones agrarias de rasgos similares y
orientadas hacia la exportación, convive un amplio sector de agricultura
tradicional orientada hacia el mercado interno: una agricultura muy intensiva en
mano de obra y cuya productividad es baja. Para Prebisch, esta
heterogeneidad estructural marca la trayectoria económica de América Latina.
Como los vínculos entre los sectores económicos son débiles, se demuestra
difícil que el progreso de los sectores líderes se transmita al resto de sectores.
Esto no sólo dificulta el crecimiento económico, sino que también genera la
desigualdad que caracteriza a América Latina. Como la población se ocupa en
empleos con productividades muy diferentes entre sí, también existe una
diferencia fuerte entre los salarios que perciben unos y otros grupos sociales.
Prebisch examina lo que ocurre cuando una economía de estas
características
entabla
relaciones
comerciales
con
una
economía
ya
desarrollada, que ha logrado ya un cierto grado de homogeneización de su
estructura productiva. Prebisch emplea el término “periferia” para referirse a la
primera y “centro” para referirse a la segunda. Las diferencias van más allá de
una diferencia cuantitativa en niveles de renta: hay diferencias cualitativas,
estructurales, entre centro y periferia. Primero, los productores del centro,
organizados en empresas monopolísticas u oligopolísticas, a menudo gozan de
poder de mercado, mientras que los productores de la periferia tienden más
bien a ser precio-aceptantes (como se había comprobado durante los duros
años de la gran depresión y la contracción del comercio global de productos
primarios). Segundo, en la periferia continúa habiendo mano de obra excedente
(es decir, mano de obra subempleada y cuya productividad marginal tiende a
cero), mientras que en el centro el propio proceso de desarrollo ha ido
eliminándola. Tercero y último, la mano de obra del centro está organizada en
sindicatos, mientras que la mano de obra de la periferia no lo está.
Estas tres diferencias estructurales explican, según Prebisch, que las
ganancias de productividad asociadas al comercio internacional se distribuyan
de manera desigual entre centro y periferia. Prebisch no discute que existan
tales ganancias, al estilo de Ricardo. Prebisch más bien indaga en el modo de
distribución de dichas ganancias, y llega a conclusiones diferentes a las de
Ricardo. Según Prebisch, cuando centro y periferia comercian, la mayor parte
88
de las ganancias de productividad son apropiadas por las empresas y los
trabajadores del centro. Como las empresas del centro gozan de poder de
mercado, no se ven forzadas a rebajar sus precios al compás del aumento de
la productividad, como sí deben hacer las empresas de la periferia con objeto
de competir contra sus rivales. Una parte de esas ganancias de las empresas
del centro son beneficios para sus propietarios, y otra parte va a los
trabajadores de dichas empresas. Como estos trabajadores están sindicados,
consiguen con mayor facilidad que los de la periferia que las ganancias de
productividad de sus empresas tengan efecto sobre sus salarios. Además,
como en el centro ya se ha agotado la mano de obra excedente, los sindicatos
gozan de una buena posición negociadora para lograr estas alzas salariales.
En la periferia, en cambio, la persistencia de mano de obra excedente,
dispuesta a trabajar por salarios de subsistencia, y el escaso desarrollo del
movimiento sindical debilita la posición negociadora de los trabajadores. El
resultado es que las empresas y trabajadores del centro se benefician más de
todos aquellos cambios globales que provoquen un aumento de la
productividad, ya sea la difusión de una nueva tecnología o el establecimiento
de nuevas redes comerciales entre centro y periferia.
Esta sombría visión de lo que el comercio internacional puede aportar al
desarrollo de la periferia se ve completada en Prebisch por su famosa tesis
sobre el deterioro de los términos de intercambio de los países exportadores de
productos primarios. (En realidad, esta tesis fue desarrollada también, de
manera paralela e independiente, por otro economista, Hans Singer.) Según
Prebisch, las economías exportadoras de productos primarios se enfrentan a
una tendencia problemática: la demanda de tales productos es poco elástica al
aumento de la renta. En los inicios del desarrollo de los países desarrollados,
los consumidores de estos países destinan buena parte de sus ganancias de
renta a comprar más, mejores y más variados productos primarios. Sin
embargo, conforme los países entran en etapas maduras de su desarrollo, sus
consumidores alcanzan niveles nutritivos satisfactorios y comienzan a destinar
sus ganancias de renta a otro tipo de productos, por ejemplo productos
industriales como coches o electrodomésticos. La combinación de estas dos
tendencias, una demanda de productos primarios que va desinflándose y una
demanda de productos industriales que va creciendo, hace que el cociente
89
entre el precio de los productos primarios y el precio de los productos
industriales tienda a caer. Se deterioran los términos de intercambio para los
países exportadores de productos primarios (por lo general, la periferia),
mientras mejoran para los países exportadores de productos industriales (por lo
general, el centro). Una nueva llamada al escepticismo en relación al comercio
internacional y su efecto sobre el desarrollo de la periferia.
El
enfoque
de
Prebisch
inspiró
a
numerosos
economistas
latinoamericanos y sirvió de punto de partida para la escuela estructuralista.
Pronto la CEPAL (la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, un
organismo de Naciones Unidas que se erigió en el centro del movimiento
estructuralista) articuló una idea en la que mucha gente estaba pensando de
manera intuitiva: mientras la globalización y la estructura de las ventajas
comparativas en el mundo continuaran invitando a América Latina a ser una
región exportadora de productos primarios, América Latina se mantendría en el
atraso. ¿No había, al fin y al cabo, una conexión entre industrialización y
desarrollo económico? ¿No compartían todas las economías atrasadas el
rasgo común de ser economías predominantemente agrarias? Las señales de
la globalización podían conducir a ganancias estáticas, pero sus efectos
dinámicos sobre la trayectoria de desarrollo de la periferia podían ser temibles.
Los economistas cepalinos se lanzaron entonces a un tipo de análisis
económico que pudiera inspirar el cambio de rumbo en la política económica
latinoamericana. El punto central de las recomendaciones estructuralistas fue
industrialización por sustitución de importaciones. Los gobiernos debían
levantar
barreras
arancelarias
sobre
las
importaciones
de
productos
industriales; de ese modo, el espacio dejado libre por las importaciones sería
cubierto por industrias nacionales. Al fomentar el carácter industrial de la
estructura económica nacional, podrían obtenerse ganancias dinámicas que
estaban ausentes en condiciones de especialización agrícola. ¿Y si la iniciativa
privada no acudía a la cita? Entonces, argumentaban los estructuralistas, el
Estado debía fomentar la industrialización nacional a través de la formación de
industrias públicas. En general, los estructuralistas eran partidarios de un
Estado activo en la consecución del desarrollo económico. En contra de la
visión clásica y neoclásica, según la cual el óptimo social se alcanza cuando el
papel del Estado se reduce a las funciones estrictamente imprescindibles, los
90
estructuralistas consideraban que la superación del atraso latinoamericano
requería un Estado fuerte y activo. Incluso en aquellos países y sectores en los
que las empresas estatales fueran menos imprescindibles, el Estado aún
tendría que desempeñar un papel activo a través de la planificación indicativa
del proceso de ISI. Un aspecto relevante de esta planificación era el manejo de
los precios: si, en una economía de mercado (y los estructuralistas nunca
desearon otra cosa), los precios envían señales para que los empresarios
decidan realizar unas u otras inversiones, entonces una forma de transformar la
estructura de las economías latinoamericanas podía ser alterar dichas señales
en beneficio del proceso de ISI. A través del control de los precios y de los tipos
de cambio (en el fondo, un tipo especial de precio: aquel que regula el
intercambio entre la moneda nacional y el resto), el Estado podía enviar
señales favorables a la inversión en aquellas empresas industriales llamadas a
liderar la ISI.
Prebisch y los estructuralistas eran, sin embargo, muy conscientes del
peligro que acechaba a la ISI: que el desarrollo orientado hacia el interior,
receloso de la globalización, terminara creando un tejido industrial poco
competitivo. Un tejido industrial que, protegido por los aranceles y el resto de
medidas distorsionadoras de las señales del mercado, fuera incapaz de cumplir
el papel histórico que los estructuralistas le asignaban: sacar a América Latina
del atraso. Por ello, los estructuralistas eran enemigos de la autarquía
nacionalista y firmes partidarios de la integración económica latinoamericana.
Los estructuralistas sabían que, en las décadas posteriores a la Segunda
Guerra
Mundial,
los
principales
sectores
industriales
operaban
con
rendimientos crecientes, por lo que eran tanto más competitivos cuanto mayor
fuera el mercado al que abastecieran. En la mayor parte de América Latina, sin
embargo, los mercados interiores eran muy estrechos. Había un gran número
de pequeñas repúblicas pobladas por apenas unos pocos millones de
habitantes. Por todas partes, además, los niveles de desigualdad eran
elevados, por lo que el tamaño efectivo de los mercados era menor aún que el
tamaño demográfico de los países. Incluso países grandes como Brasil tenían
un mercado interior relativamente reducido como consecuencia de los elevados
niveles de desigualdad con que se distribuía su renta. ¿Cómo podían entonces
las empresas industriales latinoamericanas aspirar a ser competitivas?
91
Respuesta estructuralista: gracias, entre otras cosas, a la integración
económica en el subcontinente.
A lo largo de la década de 1960, los estructuralistas reflexionaron de
manera más sistemática sobre los estrangulamientos que podían pesar sobre
el desarrollo de la ISI. Reclamaron entonces reformas encaminadas a eliminar
tales estrangulamientos. Una de las reformas que consideraban clave era la
reforma agraria. La agricultura representaba en su interior el problema central
de las economías latinoamericanas: la heterogeneidad estructural. La tierra
estaba muy desigualmente distribuida y, en consecuencia, grandes latifundios
intensivos en capital convivían con minifundios intensivos en mano de obra.
Los estructuralistas reclamaron la reforma agraria en virtud de dos principios:
primero, la obtención de mayores grados de equidad (es decir, justicia social
para con los pequeños campesinos y los jornaleros sin tierras); y, segundo,
para aumentar la demanda de productos industriales como resultado del
aumento de los niveles de vida de las poblaciones rurales desfavorecidas. Otra
reforma reivindicada por los estructuralistas fue la reforma fiscal, con objeto de
expandir la capacidad de gasto del Estado (y financiar así sus intervenciones
de fomento de la ISI) y aumentar el grado de progresividad del sistema fiscal.
Esto último serviría para mejorar la distribución de la renta y, por tanto, no sólo
se justificaba en términos de justicia social sino también en términos de
ensanchamiento del mercado interno de bienes de consumo.
Estas recomendaciones de política económica tuvieron un eco
importante entre los gobiernos latinoamericanos, si bien con frecuencia se ha
exagerado su influencia. En no poca medida, el estructuralismo proporcionó
cobertura intelectual a un cambio de rumbo en la política económica que iba a
producirse de todos modos. De hecho, es significativo apreciar lo poco que
fueron escuchadas las recomendaciones estructuralistas en materia de
reformas y, en general, en su definición de las condiciones necesarias para que
la estrategia de ISI se saldara con éxito. Por ese mismo motivo, resultaría
también bastante exagerado culpar a la economía estructuralista del callejón
sin salida en que terminaron encontrándose las ISI latinoamericanas hacia
comienzos de la década de 1980.
92
UNA VISIÓN ALTERNATIVA: LA ECONOMÍA ORTODOXA
Durante los inicios de la economía del desarrollo, los neoclásicos
estuvieron en minoría. Dado que la economía del desarrollo había surgido
como una reacción ante la corriente principal de la economía, de fundamento
neoclásico,
sus
pioneros
mostraban
una
orientación
heterodoxa.
Paradójicamente, esto hacía de la ortodoxa mirada neoclásica una visión
alternativa dentro de los primeros debates sobre el desarrollo.
Para empezar, los economistas neoclásicos no estaban de acuerdo con
el punto de partida de los pioneros (incluyendo aquí a los estructuralistas): la
idea de que las economías atrasadas eran cualitativamente diferentes a las
economías avanzadas. Basándose en estudios empíricos realizados en
diversos sectores y países del mundo pobre, neoclásicos como Peter Bauer
llegaron a la conclusión de que, en realidad, los mecanismos del mercado
funcionaban de manera muy similar en todas partes, y que por todas partes
podían encontrarse agentes económicos racionales y calculadores. Así, por
ejemplo, comenzó a acumularse evidencia de que el campesinado del mundo
pobre también respondía a incentivos económicos y a cálculos racionales sobre
el uso de sus recursos (mano de obra, tiempo, capital). La pobreza era
perfectamente compatible con (e incluso estimulaba) la eficiencia en la
asignación de recursos. En otras palabras, el homo economicus de los
marginalistas no era un ciudadano occidental, sino que podía encontrarse
también en el mundo pobre.
Sobre esta base, los economistas neoclásicos aplicaron el análisis
económico ortodoxo para mostrarse en desacuerdo con la mayor parte de
recomendaciones de política económica efectuadas por sus colegas. En
particular, las tres quizá más importantes: la llamada a un Estado activo, el
fomento de la industrialización y la adopción de medidas proteccionistas.
Frente a la idea de un Estado activo, los neoclásicos eran partidarios del libre
mercado. Como mostraba formalmente el análisis marginalista, el mercado libre
conducía a una asignación óptima de los recursos y, por tanto, era de esperar
que eso llevara a un mayor crecimiento económico. Además, apoyar el
mercado libre suponía no restringir la capacidad de elección de las personas y
respetar las decisiones que cada cual tomaba, evitando la tentación del
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paternalismo. Como señalaron los clásicos desde Smith, cada individuo es el
mejor juez posible de su propio interés. A ello habría que añadir el hecho de
que el paternalismo estatal, además de poder equivocarse en su valoración de
lo que era bueno para los individuos, estaba sujeto a problemas como el
exceso de burocracia o la corrupción, por no hablar de su posible deriva hacia
regímenes políticos autoritarios (deriva que los neoclásicos consideraban
menos probable en el contexto de una economía con mercados libres).
Tampoco estaban los neoclásicos conformes con las políticas de
fomento de la industrialización, que consideraban inferiores a la alternativa de
seguir las señales lanzadas por los mercados libres en los diferentes sectores.
Según ellos, las estrategias de ISI tendían a desatender al sector agrario,
tachado de tradicional y atrasado, condenado a no cumplir otra función en el
proceso de desarrollo que la de desaparecer con la mayor rapidez posible.
Pero, continuaba la argumentación, la agricultura tenía una gran importancia en
sí misma, dado el gran volumen de población empleada en el sector (lo cual es
tanto como decir dada su gran importancia para determinar los niveles de vida
de buena parte de la población en el corto plazo) y dadas las contribuciones
que una agricultura dinámica podía hacer al proceso de industrialización a
través de una oferta creciente de alimentos para la población urbana y una
liberación de factores productivos (capital, mano de obra) para su
aprovechamiento en otros sectores. Apoyándose en esta idea, Jacob Viner
incluso sugirió que el progreso de la agricultura debía ser el punto de partida
del posible avance de otros sectores.
Finalmente, los economistas neoclásicos estaban también en contra del
proteccionismo comercial. Ya en la década de 1950, Harry Johnson utilizó el
razonamiento neoclásico estándar, casi indiscutido en el mundo desarrollado,
de que el proteccionismo generaba una asignación de recursos menos eficiente
que el libre comercio, forzando a los consumidores de los países afectados por
el mismo a pagar unos precios más elevados de lo que habría sido el caso en
condiciones de comercio libre. Por ello, insistía en la necesidad de que los
países pobres respetaran las líneas de especialización que les marcaban sus
ventajas comparativas, en lugar de embarcarse en costosos procesos de
alejamiento de la disciplina de los mercados globales.
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Todas estas ideas mantuvieron una influencia moderada hasta
aproximadamente 1970 o 1980, mientras la mayor parte de economistas del
desarrollo se posicionaban a favor de un Estado activo que impulsara la
industrialización del país recurriendo si para ello fuera necesario a medidas de
protección comercial. A diferencia de la mayor parte de sus colegas en el
campo de la economía del desarrollo (pero al igual que la mayor parte de sus
colegas en el campo de la economía a secas), los neoclásicos ni siquiera
pensaban que lo que Hirschman llamaría más adelante “romper el hielo de la
monoeconomía” (en referencia a Keynes) hubiera sido un avance en la historia
del pensamiento económico: el buen razonamiento económico lo era tanto en
el corazón financiero de Nueva York como en una aldea perdida de
Bangladesh. Paralelamente, durante estas décadas surgieron entre las filas
neoclásicas los primeros modelos del crecimiento económico (por ejemplo, el
muy influyente de Robert Solow); modelos que buscaban explicar el
crecimiento del PIB per cápita como combinación lineal de una serie de
determinantes y que, por su naturaleza abstracta y general, podían aplicarse
tanto a los países ricos como a los países pobres. Conforme el
estrangulamiento de las ISI fracasadas fuera conduciendo en las décadas de
1970 y 1980 a reorientaciones liberales en las políticas económicas del mundo
pobre, la previa predicación en el desierto de estos economistas neoclásicos
terminaría constituyendo la base para una reorientación “monoeconómica” del
análisis del desarrollo.
PARA SABER MÁS…
Bielschowski, R. (1998): “Cincuenta años del pensamiento de la CEPAL: una
reseña”, en CEPAL (ed.), Cincuenta años del pensamiento de la CEPAL:
textos seleccionados, Santiago de Chile, CEPAL.
Bustelo, P. (1998): Teorías contemporáneas del desarrollo económico, Madrid,
Síntesis.
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