El origen de la quinta columna

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El origen de la quinta columna
del libro de Michael Sayers y Albert E. Kahn: La gran conspiración contra Rusia,
Ediciones Nuestro Pueblo, París, 1948, pgs. 189 a 206
El 13 de febrero de 1929 León Trotsky llegó a Constantinopla (*). No lo hizo como un emigrado
político en descrédito, sino como un magnate visitante; grandes titulares de la prensa mundial
dieron cuenta de su llegada y los corresponsales extranjeros se dispusieron a esperar la lancha
privada que lo traería al muelle. Apartándolos de su camino, León Trotsky subió al automóvil que
se le había preparado y el cual guiaba uno de sus pistoleros, y fue conducido al alojamiento que
previamente se le había destinado en la ciudad.
En Turquía se desató una verdadera tormenta política. Los voceros soviéticos solicitaron su
expulsión, mientras que los antisoviéticos le dieron la bienvenida como enemigo del régimen
odiado. En tanto, el gobierno turco parecía indeciso; corrían rumores acerca de cierta presión
diplomática para que Trotsky continuara en Turquía, en los mismos límites de la Rusia soviética,
hasta que finalmente se llegó a un acuerdo: Trotsky seguiría en Turquía y a la vez no, pues al
desterrado Napoleón rojo se le daría por asilo la isla turca de Prinkipo, a donde se trasladó pocas
semanas después en compañía de su esposa, su hijo y unos cuantos guardianes...
El nido de la intriga
En Prinkipo, la pintoresca isla del Mar Negro, en la que Woodrow Wilson soñara convocar una
conferencia de paz entre los aliados y los soviéticos, el emigrado Trotsky levantó sus nuevas
oficinas políticas en unión de su hijo León Sedov, como primer ayudante suyo y segundo en el
mando. Más tarde escribió: Mientras tanto, en Prinkipo se había ido formando con éxito un grupo
de jóvenes adeptos de diferentes nacionalidades en colaboración íntima con mi hijo.
Un extraño y agitado ambiente de misterio y de intrigas rodeaba la pequeña casa en que vivía
Trotsky, custodiada en el exterior por perros policías y pistoleros, y en cuyo interior pululaban
aventureros radicales procedentes de Rusia, Alemania, España y otros países, quienes se le habían
reunido en el lugar del destierro. Trotsky los llamaba sus secretarios, pero en realidad constituían su
nueva guardia. Había una ola constante de visitas a la casa: propagandistas, políticos y periodistas
antisoviéticos, individuos que adoraban al emigrado como a un héroe que habría de revolucionar al
mundo. Sus custodios permanecían frente a la puerta de la biblioteca, mientras el cabecilla sostenía
conferencias privadas con los renegados de las movimientos internacionales comunistas o
socialistas. En algunas ocasiones estos visitantes se ocultaban en la mayor reserva: se trataba de
agentes de los servicios de inteligencia y de otros personajes misteriosos que deseaban entrevistarse
con Trotsky.
En los primeros tiempos el jefe de los guardias armados de que disponía Trotsky en Prinkipo era
Blumkin, social-revolucionario y asesino que le había seguido con fidelidad canina desde 1920, y a
quien, al final de 1930, su ídolo había enviado en misión especial a la Rusia soviética, siendo
atrapado por la policía y fusilado después de un interrogatorio en el que fue declarado culpable de
pasar armas y hacer propaganda antisoviética en la U.R.S.S. Lo sustituyeron un francés, Raymond
Molinier y un americano, Sheldon Harte.
Trotsky puso sumo cuidado en mantener su reputación de gran revolucionario en destierro temporal.
Andaba por los cincuenta y su figura rechoncha y algo encorvada se volvía rolliza y fofa;
encanecían sus famosas greñas, su pelo negro y escaso y la barba puntiaguda. Pero todavía sus
movimientos eran rápidos e impacientes, y los ojos oscuros detrás da las inveteradas gafas que
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brillaban sobre la afilada nariz, daban a sus rasgos sombríos y movibles una expresión de peculiar
malevolencia. Muchos de los que le observaban se sentían repelidos por su fisonomía mefistofélica,
aunque otros encontraban en su voz y en sus ojos una fascinación casi hipnótica.
Para mantener esta reputación fuera de la Rusia soviética, Trotsky no dejó nada al azar. Le agradaba
citar las palabrás del anarquista francés Proudhon: Me río del destino, y en cuanto a los hombres,
son demasiado ignorantes, demasiado esclavizados para sentirme molesto por ellos. Pero antes de
conceder entrevistas a los visitantes de importancia ensayaba cuidadosamente su papel e incluso se
aprendía los gestos apropiados delante de un espejo de su dormitorio. Los periodistas que le
visitaban en Prinkipo tenían que someterle sus artículos para que, antes de su publicación, fueran
corregidos por Trotsky. En la conversación, éste dejaba escapar una serie interminable de
afirmaciones y de invectivas antisoviéticas, acentuando cada frase y cada gesto con la intensidad
teatral de un orador de multitudes.
Emil Ludwig, el escritor alemán de ideas liberales, entrevistó al líder poco después de haberse
establecido en Prinkipo. Lo halló muy optimista. Según sus frases, Rusia se hallaba frente a una
crisis; el plan quinquenal era un rotundo fracaso: sobrevendría el desempleo y el desastre industrial
y económico: el programa de la colectivización, agrícola estaba perdido; Stalin estaba llevando a la
nación a una catástrofe; la oposición aumentaba...
— ¿Cuántos son sus adeptos dentro de Rusia? — interrogó, Ludwig.
Trotsky se volvió súbitamente cauteloso. Hizo ondular una mano gordezuela, blanca, bien
arreglada. Es difícil calcularlo. Sus adeptos estaban esparcidos -explicó-; laboraban ilegalmente,
bajo cuerda.
— ¿Cuándo espera usted salir a la superficie de nuevo?
A esto, tras una breve consideración, el interpelado, contestó lo siguiente:
— Cuando se presente una oportunidad del exterior, quizás una guerra o una nueva intervención
europea, cuando, la debilidad del gobierno actúe como estímulo.
Winston Churchill, que todavía por entonces estaba vivamente interesado en cada fase de la
campaña mundial antisoviética, realizó un estudio especial del desterrado en Prinkipo. Nunca me
gustó Trotsky, declaró en 1944, si bien la audacia de este último para conspirar, sus facultades
oratorias y su energía demoniaca atrajeron a su temperamento aventurero, por lo que resumiendo la
totalidad del propósito de la conspiración internacional de Trotsky desde el momento en que
abandonara el suelo soviético, escribió en Great Contemporaries: Trotsky... trató de unificar el bajo
mundo europeo para derrocar al ejército ruso.
También por esta época, John Gunther, el corresponsal extranjero de nacionalidad americana, visitó
sus oficinas generales de Prinkipo; habló con Trotsky y con varios asociados suyos rusos y
europeos, y para sorpresa del periodista, aquél no se mostró como un emigrado vencido, sino como
un monarca o un dictador en el poder. Le recordó a Napoleón en Elba exactamente antes del
dramático retorno de los Cien Días. Gunther escribió: Por toda Europa ha ido tomando cuerpo un
movimiento trotskista. En cada país existe un núcleo de agitadores de esta clase que reciben órdenes
directas desde Prinkipo. Dichos grupos poseen un medio de comunicación directa, con
publicaciones y manifiestos, pero sobre todo mediante la correspondencia privada. Los distintos
comités nacionales están enlazados con las oficinas principales en Berlín.
Gunther hizo todo lo posible para que Trotsky le hablase de la Cuarta Internacional, acerca de sus
fines y de sus resultados, pero su entrevistado estuvo hermético con respecto a este tema. En un
momento de expansión, sin embargo, le enseñó al corresponsal americano algunos libros huecos en
donde se ocultaban y se transportaban documentos secretos; ensalzó las actividades de Andrés Nin
(1) en España y se refirió igualmente a sus adeptos y simpatizadores influyentes de los Estados
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Unidos, a las células trotskistas que ya se habían organizado en Francia, Noruega y Checoslovaquia.
Sus actividades, confió a Gunther, eran semisecretas.
Éste declaró que Trotsky había perdido Rusia, al menos momentáneamente. Nadie sabe si podrá
recuperarla o no dentro de diez o veinte años. El designio fundamental del líder ruso era sostenerse
para aguardar el derrumbe de Stalin en Rusia, y en el intermedio dedicar cada partícula de energía a
la perfección incesante de su organización anticomunista en el extranjero.
Solamente una cosa -concluyó Gunther- pudiera reponerlo inmediatamente en Rusia. Esa cosa era la
muerte de Stalin.
Las nuevas tácticas de intoxicación
De 1930 a 1931 Trotsky lanzó desde Prinkipo una extraordinaria campaña de propaganda
antisoviética, que muy pronto penetró en los distintos países. Era de una índole nueva, infinitamente
más sutil y desconcertante que todas las propagandas inventadas anteriormente por los cruzados
antibolcheviques.
Los tiempos habían cambiado. Después de la gran crisis, el mundo se había puesto de acuerdo para
pensar, de un modo revolucionario, que no quería regresar a los procedimientos de un pasado que
sólo había traído tanta miseria y sufrimiento. La primera contrarrevolución del fascismo en Italia
había sido eficazmente fomentada por su fundador, el ex socialista Benito Mussolini, como la
revolución italiana. En Alemania, los nazis habían obtenido el apoyo de las masas no sólo por
atraerse a la reacción antibolchevique sino igualmente por aparecer ante los obreros y campesinos
alemanes como nacionalsocialistas. En fecha tan remota como 1903 Trotsky había dominado ese
instrumento de propaganda que Lenin denominó consignas ultrarrevolucionarias que nada le
costaban.
Y en efecto, procede entonces a desarrollar en gran escala aquella misma técnica de propaganda que
había empleado originalmente contra Lenin y el Partido bolchevique: en innumerables artículos,
libros, panfletos y discursos ultra-izquierdistas de violenta resonancia radical, Trotsky comenzó a
atacar el régimen soviético y a clamar por su violenta derrota no porque fuese revolucionario, sino
-como afirmaba él- por ser contrarrevolucionario y reaccionario.
De la noche a la mañana, muchos de los antiguos cruzados antibolcheviques abandonaron su línea
primitiva de propaganda pro zarista, abiertamente contrarrevolucionaria, y adoptaron la nueva,
dieron forma al procedimiento de Trotsky para atacar la revolución rusa desde la izquierda. En esos
años fue un hecho corriente que lord Rothermere o William Randolph Hearts acusaran a José Stalin
de traicionar a la revolución.
El primer paso de esta gran propaganda de Trotsky para introducir la nueva línea antisoviética en la
contrarrevolución internacional, fue su melodramática y semificticia autobiografía titulada Mi Vida.
Antes se publicaron en los periódicos europeos y americanos una serie de artículos antisoviéticos,
cuyo propósito consistía en difamar a Stalin y a la Unión Soviética, aumentar el prestigio de la
tendencia trotskista y reforzar el mito del revolucionario mundial, ya que Trotsky se describió en Mi
Vida como el verdadero inspirador y organizador de la Revolución rusa, desplazado de su justo
lugar como líder ruso por sus astutos, mediocres y asiáticos contrarios.
Los publicistas y agentes antisoviéticos inmediatamente dieron bombo a esta obra de su jefe,
haciendo que se vendiese por todo el mundo y afirmando que contaba la historia interna de la
Revolución rusa.
Adolf Hitler la leyó tan pronto como fue publicada. Konrad Heiden, su biógrafo, nos relata en Der
Fuehrer de qué manera el líder nazi sorprendió a un grupo de amigos, en 1930, rompiendo en
entusiastas alabanzas al libro de Trotsky. ¡Brillante! -exclamó Hitler enarbolando Mi Vida ante sus
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fieles partidarios-. Mucho he aprendido en él, tanto como pueden aprender ustedes también.
La obra se convirtió rápidamente en el libro de texto de los servicios secretos antisoviéticos; se
adoptó como guía básica de propaganda contra ese régimen. La policía secreta del Japón lo hizo
lectura obligada para los comunistas chinos y japoneses que caían presos, en un esfuerzo por
quebrantar su moral y convencerlos de que la Rusia soviética había traicionado a la Revolución
china y a la propia causa por la cual ellos estaban luchando. La Gestapo lo utilizó para un propósito
similar.
Mi Vida fue solamente el golpe inicial de la campaña antisoviética desarrollada por Trotsky. A ese
libro siguieron La Revolución traicionada, La economía soviética en peligro, El fracaso del plan
quinquenal, Stalin y la Revolución china, La escuela stalinista de falsificaciones, e innumerables
libros, panfletos y artículos de la misma índole, muchos de los cuales aparecieron primero bajo
llamativos titulares en periódicos reaccionarios de Europa y América. El bureau de Trotsky
suministró a la prensa antisoviética mundial una corriente continua de revelaciones, exposiciones y
relatos de dentro referentes a Rusia.
Para la asimilación dentro de la Unión Soviética, Trotsky publicó su Boletín oficial de oposición,
que se imprimió fuera, en Turquía, Alemania, Francia, Noruega y otras naciones sucesivamente,
pasando luego por vía secreta a Rusia, a través de los mensajeros del famoso líder. Dicho Boletín no
pretendía llegar hasta las masas soviéticas, sino a los diplomáticos, funcionarios del Estado,
militares e intelectuales que alguna vez habían seguido a Trotsky o a los que se suponía susceptibles
de ser influenciados por él. También contenía instrucciones acerca de la labor de propaganda de los
trotskistas, tanto dentro de Rusia como en el extranjero. Este Boletín no se cansaba de pintar con
rasgos espeluznantes el desastre inminente del régimen soviético, de predecir la crisis industrial, la
guerra civil renovada y el desplome del Ejército Rojo al primer ataque extraño. Asimismo ponía en
juego muy hábilmente todas aquellas dudas y ansiedades que la tensión extrema y las penalidades
del periodo de construcción habían despertado en los ánimos de los elementos inestables,
confundidos y descontentos. A estos últimos se dirigió el Boletín, sin ningún miramiento, para
minar y llevar a cabo actos de violencia contra el Gobierno soviético.
He aquí algunos ejemplos típicos de esa propaganda, de las exhortaciones que para la caída del
régimen soviético lanzó Trotsky por todo el universo durante los años que siguieron a su expulsión
de la U.R.S.S.:
La política del gobierno actual, del reducido grupo de Stalin, está conduciendo velozmente a la
nación a crisis y colapsos muy peligrosos (Carta a los miembros del Partido comunista de la Unión
Soviética, marzo de 1930).
La crisis que amenaza la economía del Soviet será inevitable, y en un futuro no lejano hará
trizas la melosa leyenda de que el socialismo pueda ser implantado en un sólo país; no cabe duda de
que ocasionará muchas muertes... La economía del Soviet funciona sin reservas materiales y sin
cálculos... la burocracia descontrolada ha comprometido su prestigio con la sucesiva acumulación
de errores... es inminente una crisis en la Unión Soviética con su secuela de hechos tales como el
cierre forzoso de empresas y el inmediato desempleo (La economía soviética en peligro, 1932).
Los trabajadores hambrientos (en la Unión Soviética) no están satisfechos con la política del
Partido. El Partido está descontento de sus jefes, y el campesinado está descontento de la
industrialización, de la colectivización, de la ciudad (Artículo publicado en el Militant, U.S.A., 4 de
febrero de 1933).
El primer choque social, externo o interno, puede impulsar a la atomizada sociedad soviética a
una guerra civil (La Unión Soviética y la Cuarta internacional, 1938).
Resulta infantil creer que la burocracia de Stalin pueda ser suprimida por medio de un Partido o
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por medio del Congreso soviético. No existen procedimientos normales, constitucionales, para
eliminar a la camarilla gubernamental... Únicamente por la fuerza pueden ser esos individuos
obligados a dejar el poder a la vanguardia proletaria (Boletín de la oposición, octubre de 1933).
La crisis política converge hacia la crisis general que se avecina (El asesinato de Kirov, 1935).
Dentro del Partido, Stalin se ha colocado por encima de toda crítica y por encima del Estado, y
es imposible desplazarlo a menos que se le asesine. Cada oposicionista se convierte, ipso facto, en
terrorista (Declaración hecha durante la entrevista con William Randolph Hearts, del New York
Evening Journal, 8 de enero de 1937).
¿Es posible esperar que la Unión Soviética salga invicta de la guerra que se aproxima? A esta
pregunta francamente expuesta, nosotros contestaremos también francamente: si la guerra se
mantiene solamente como tal, la derrota de la Unión Soviética será inevitable, pues desde el punto
de vista técnico, económico y militar, el imperialismo es incomparablemente más fuerte. Si la
revolución en el occidente no lo contiene, el imperialismo barrerá con el presente régimen (Artículo
en American Mercury, marzo de 1937).
La derrota de la Unión Soviética es inevitable en caso de que la nueva guerra no provoque una
nueva revolución. Si admitimos teóricamente una guerra sin revolución, en ese caso la derrota de
aquella nación es inevitable (Declaración hecha en las audiencias verificadas en México, abril de
1937).
Cita en Berlín
Desde el instante en que Trotsky abandonó la tierra soviética, los agentes de los Servicios secretos
extranjeros estaban ansiosos de ponerse en contacto con él y hacer uso de su organización
internacional antisoviética. La Defensiva polaca, la OVRA fascista en Italia, el Servicio secreto
militar finlandés, los emigrados rusos blancos, que dirigían los servicios secretos antisoviéticos en
Rumania, Yugoslavia y Hungría, así como los elementos reaccionarios del Servicio de Inteligencia
británico y del Deuxième Bureau francés, todos estaban dispuestos a tratar para su propio provecho
con el enemigo público número uno de Rusia.
Fondos monetarios, servicio de mensajeros y una red completa de espionaje, todo ello estuvo a
disposición de Trotsky para el sostenimiento y desarrollo de sus actividades de propaganda
internacional antisoviética y para apoyar y reorganizar la maquinaria de conspiración dentro de la
U.R.S.S.
El hecho más relevante fue la creciente intimidad del líder con el Servicio secreto militar alemán
(Sección II B), que ya desde entonces, bajo la dirección del coronel Walter Nicolai, colaboraba con
Heinrich Himmler en la flamante Gestapo.
Allá por 1930, Krestinski, agente de Trotsky, había recibido aproximadamente 2.000.000 de marcos
oro de la Reichswehr (***) para costear las actividades trotskistas en la Rusia soviética, a cambio
de los datos obtenidos por el espionaje trotskista y trasladados al Servicio secreto militar alemán.
Krestinski reveló más tarde lo siguiente:
De 1923 a 1930 nosotros recibíamos anualmente alrededor de 250.000 marcos alemanes
en oro, es decir, unos 2.000.000 de marcos. Al final de 1927 la estipulación de este
acuerdo se llevaba a cabo principalmente en Moscú. Después, desde fines de 1927 hasta
fines de 1928, en el transcurso de diez meses, hubo una interrupción en el dinero debido
a que el trotskismo había sido aplastado, dispersado; no se sabía nada de los planes de
Trotsky ni llegaban hasta nosotros informes o indicaciones de su parte... Esto continuó
hasta octubre de 1928 en que me llegó una carta suya -entonces se hallaba desterrado en
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Alma Ata- que contenía sus instrucciones, según las cuales yo tenía que recibir de los
alemanes un dinero que él se proponía entregar a Maslow o a sus amigos franceses:
Roemer, Madeline Paz y otros. Me puse en contacto con el general Seeckt (**), que por
entonces había renunciado a su puesto y no ocupaba ningún otro, que se ofreció para
hablarle a Hammerstein y conseguir ese dinero, como efectivamente lo hizo.
Hammerstein a la sazón era jefe del estado mayor de la Reichswehr (***), siendo
ascendido en 1930 a general en jefe de la misma.
En 1930, Krestinski fue designado comisario auxiliar de Asuntos exteriores y trasladado de Berlín a
Moscú. Su ausencia de Alemania, unida a la crisis interna que se estaba produciendo dentro de la
Reichswehr (***) como resultado del creciente poder del nazismo, detuvo de nuevo temporalmente
la salida de dinero alemán destinado a Trotsky, si bien éste último se hallaba muy cerca de llegar a
un nuevo y más amplio acuerdo con el Servicio secreto militar en Alemania.
En febrero de 1931, su hijo León Sedov, alquiló una vivienda en Berlín. Según su pasaporte, Sedov
estaba allí como estudiante; ostensiblemente había venido a Berlín para asistir a un instituto
científico alemán, aunque existían razones más perentorias para su presencia en esa capital por
aquel año...
Pocos meses antes su padre había escrito un panfleto titulado Alemania: clave de la situación
internacional. Habían sido elegidos 107 diputados nazis al Reichstag. El partido nazi había obtenido
6.400.000 votos. Cuando Sedov llegó a Berlín, en la capital alemana predominaba una especie de
tensión, de expectación febril. Por las calles desfilaban tropas escogidas con camisas pardas y
cantando el Horst Weesel, que destrozaban las tiendas de los judíos e irrumpían en los hogares y
asociaciones de los obreros liberales. Los nazis se sentían confiados. Jamás en mi vida he estado tan
bien dispuesto, tan íntimamente contento como en estos días, anotaba Adolf Hitler en las páginas de
Volkischer Beobachter.
Oficialmente, Alemania todavía era una democracia. El comercio entre Alemania y la Rusia
soviética estaba en su apogeo. El Gobierno soviético compraba maquinaria a las firmas alemanas, y
los técnicos de este país conseguían puestos magníficos en las empresas de minas y de electricidad
de la U.R.S.S. Los ingenieros soviéticos visitaban Alemania, y los representantes del comercio de
aquella nación, compradores y agentes comerciales, estaban viajando constantemente entre Moscú y
Berlín, con asignaciones relacionadas con el plan quinquenal. Algunos de estos ciudadanos del
Soviet eran seguidores o antiguos partidarios de Trotsky.
Sedov se hallaba en Berlín como representante de su padre, para gestiones de conspiración.
León estaba siempre al acecho -escribió Trotsky posteriormente en su panfleto León Sedov: Hijo,
amigo, combatiente- escudriñando ávidamente para apoderarse de los hilos que conectasen con
Rusia, cazando a los turistas que regresaban, a los estudiantes soviéticos enviados al extranjero o a
los funcionarios afines del cuerpo diplomático. Su principal misión en Berlín consistía en
relacionarse con los antiguos miembros de la oposición, transmitirles las instrucciones que Trotsky
deseaba darles o recoger mensajes importantes de esos individuos para su padre. Con el fin de no
comprometer a su informante y de evadir a los espías de la O.G.P.U., continúa Trotsky, su hijo los
perseguía durante horas por las calles de Berlín.
La entrevista de Sedov con Smirnov
Un número de trotskistas de nota se las habían arreglado para conseguir puestos en la comisión de
comercio exterior del Soviet. Entre ellos figuraba Iván N. Smirnov, ex oficial del Ejército Rojo y
antiguo miembro dirigente de la guardia de Trotsky que tras un corto periodo en el destierro, había
seguido la estratagema de otros compañeros, es decir, había denunciado a su antiguo jefe y pedido
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que lo admitiesen de nuevo en el Partido bolchevique. Como ingeniero de profesión, pronto obtuvo
un puesto secundario en la industria del transporte, y a principios de 1931 fue designado ingeniero
consultor en una misión comercial que se dirigía a Berlín.
A poco de su llegada se puso en comunicación con León Sedov. Durante reuniones clandestinas en
la vivienda de este último y en cervecerías y cafetuchos apartados de los suburbios, Smirnov se
enteró de los planes de Trotsky para la reorganización de la oposición secreta en colaboración con
los agentes del Servicio secreto militar alemán.
De ahora en adelante, le dijo Sedov, la lucha contra el régimen soviético debe asumir los caracteres
de una ofensiva conjunta. Deben olvidarse las viejas rivalidades y diferencias políticas entre los
trotskistas, los bujarinistas, los zinovievistas, los mencheviques, los socialrevolucionarios y demás
grupos y fracciones antisoviéticas, para formar una oposición completamente unida. En segundo
lugar, continuó, de ahora en adelante la lucha debe asumir también un carácter militante, debiendo
iniciarse por toda la nación una vasta campaña de terrorismo y sabotaje contra el sistema odiado. Es
preciso cuidar cada detalle, y mediante golpes en perfecto sincronismo y de extensa repercusión, la
oposición debe prepararse para lanzar al gobierno de Stalin en un estado de desmoralización y de
desconcierto irremediables. Entonces podrá apoderarse del poder.
La tarea inmediata encomendada a Smirnov era transmitir las instrucciones de Trotsky con respecto
a la reorganización del trabajo secreto y a la preparación del terrorismo y el sabotaje a los miembros
de más confianza de la oposición en Moscú. También tenía que tomar medidas para mandar a Berlín
datos generales de información, los cuales serían entregados por los mensajeros trotskistas a Sedov,
quien a su vez los pasaría a su padre. La contraseña que servía de identificación a los mensajeros
era la frase: He traido saludos de Galia.
A Smirnov le pidieron algo más: que mientras aún estuviese en esta ciudad tratara de ponerse en
contacto con el jefe de una misión comercial soviética que había llegado a Berlín e informar a tal
personaje que Sedov también se hallaba allí y deseaba verlo para un asunto de extrema importancia.
La entrevista de Sedov con Piatakov
El jefe de esta misión comercial que había venido de Rusia era T. Yuri Leonodovich Piatakov,
antiguo adepto y admirador de Trotsky. Alto, delgado, bien vestido, con alta frente inclinada, tez
pálida y perilla rojiza y bien recortada, este individuo parecia un profesor y no el conspirador
veterano que realmente era. En 1927, después del proyectado putsch, Piatakov había sido el primer
cabecilla trotskista que rompiera con su jefe y solicitara la readmisión en el Partido bolchevique.
Hombre de reconocida habilidad para la organización y manejo de los negocios, logró conseguir
varios empleos excelentes en las industrias soviéticas que se expandían rápidamente, inclusive
cuando aún se hallaba deportado en Siberia. A fines de 1929 fue readmitido a prueba, luego ocupó
sucesivas presidencias de juntas directivas para los proyectos de planes de industrias químicas y de
transporte, y en 1931 ganó un escaño en el Supremo consejo económico, la principal institución
soviética de planificación, siendo ese mismo año enviado a Berlín como jefe de una misión
comercial especial para la compra de equipos industriales alemanes destinados al gobierno de su
país.
De acuerdo con las indicaciones de Sedov, Iván Smirnov localizó a Piatakov en su oficina de la
capital alemana, comunicándole que el primero también estaba en Berlín y tenía para él un mensaje
particular de su padre. Días más tarde se reunieron los dos individuos, y he aquí cómo Piatakov
relata el encuentro:
No lejos del jardin zoológico de la plaza, hay un café que llaman Am Zoo. Me dirigí allí
y vi a León Sedov sentado delante de una pequeña mesa; nos habíamos conocido muy
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bien en el pasado. Dijo que no me hablaba en nombre suyo sino en el de su padre, y que
éste, sabiendo que yo me encontraba en Berlín, le había dado órdenes categóricas de
buscarme, verme y hablar conmigo personalmente. Afirmó que Trotsky no había
desechado por un momento la idea de reanudar la lucha contra el mando de Stalin, que
si bien reinaba una calma temporal, era debido en parte a los repetidos viajes del líder
de un pais a otro, pero que ya las hostilidades habían comenzado, lo cual quería
hacerme saber éste por mediación de Sedov... Después me preguntó lisa y llanamente:
Mi padre quiere saber si usted, Piatakov, intenta tomar parte en esta lucha. ¿Qué decide?
Di mi consentimiento.
Sedov pasó entonces a instruirle sobre las líneas que Trotsky se proponía seguir para reorganizar la
oposición:
Pasó a bosquejar la índole de los nuevos métodos de lucha; no podía pensarse ni por un
instante en desarrollar una lucha de masas, cualquiera que ésta fuese, en organizar
ningún movimiento de masas, pues si así lo hacíamos lo íbamos a lamentar
inmediatamente. Trotsky se pronunciaba firmemente por el derrocamiento forzoso del
régimen de Stalin a través de procedimientos de terrorismo y sabotaje. Más adelante
añadió que el jefe llamaba la atención sobre el hecho de que una lucha confinada en una
sola nación resultaría absurda, y que no había posibilidad de evadir la cuestión
internacional. Que en esta lucha debíamos preparar también la solución necesaria al
problema internacional, o mejor dicho, de los problemas entre los Estados. Cualquiera
que relegue a lugar secundario estas cuestiones, concluyó Sedov repitiendo las mismas
palabras de su padre, firma su propio certificado de indigencia.
Pronto tuvo lugar una segunda entrevista entre ambos, y esta vez declaró Sedov: Tiene que
comprender, Yuri Leodonovich, que a pesar de que la lucha ya haya sido reanudada, se necesita
dinero, y usted es el que puede proporcionar los fondos necesarios. Después aclaró cómo podía
hacerse semejante cosa. En su condición oficial de representante comercial del Gobierno soviético
en Alemania, Piatakov podía situar tantas órdenes de compra como fuese posible a las dos firmas
alemanas Borsig y Demag. No tenía que ser particularmente exacto en cuanto a los precios al tratar
estos asuntos, y además Trotsky ya tenía hecho un trato con Borsig y Demag. Usted les pagará a
ellos los precios más elevados, explicó Sedov, pero ese dinero servirá para nuestra labor (2).
En 1931 también había otros dos oposicionistas secretos en Berlín a los que Sedov puso a trabajar
en el nuevo aparato trotskista. Eran Alexei Shestov, ingeniero de la misión comercial que
encabezaba Piatakov y Serguei Bessonov, miembro de la representación comercial de la U.R.S.S. en
esa ciudad.
Bessonov, antiguo social-revolucionario, era un individuo rechoncho, de apariencia suave y
trigueña, en la plenitud de los cuarenta. La representación comercial en Berlín, de la cual formaba
parte, era la agencia comercial soviética más centralizada en Europa, ya que mantenía
negociaciones de esta clase con diez naciones diferentes. Bessonov mismo se hallaba establecido
permanentemente en la capital alemana, por lo que resultaba la persona indicada para servir de
punto de enlace entre los trotskistas rusos y su desterrado líder. Se dispuso, que las comunicaciones
secretas de aquéllos desde Rusia serían enviadas a Bessonov a Berlín, y que éste, a su vez las
trasladaría a Sedov o a Trotsky.
La entrevista de Sedov con Shestov
Alexei Shestov tenía una personalidad diferente, y el trabajo que le fue encomendado se avenía
idealmente a su temperamento. Estaba llamado a ser uno de los principales organizadores de las
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células de espionaje y sabotaje alemán trotskista en Siberia, donde era miembro de la junta directiva
del Trust del carbón oriental y siberiano. Apenas había cumplido los treinta años. En 1923, siendo
alumno en el instituto de minas de Moscú, se había sumado a la oposición trotskista, y en 1927
había dirigido una de las imprentas secretas de esa misma ciudad. Era delgado, de ojos claros y de
disposición intensa y violenta, no obstante su juventud. Había seguido a Trotsky con verdadero
fanatismo, y le agradaba jactarse de haberse encontrado con él personalmente en varias
oportunidades. Lo consideraba el líder, y en esta forma era como invariablemente se refería a
Trotsky.
No vale la pena ponerse a esperar tiempos mejores, le dijo Sedov al encontrarlo en Berlín. Tenemos
que actuar con todas nuestras fuerzas, emplear todos los procedimientos de que disponemos, en una
política activa para desacreditar el gobierno y la política de Stalin. Trotsky sostenía que la única vía
correcta, difícil pero segura, era eliminar por la fuerza, o sea, por el terrorismo, a Stalin, y a sus
jefes del gobierno.
Verdaderamente nos hemos metido en un callejón sin salida, convino Shetov enseguida. ¡Hay que
deponer las armas o planear un nuevo camino de lucha!
Sedov le preguntó si conocía a un industrial alemán llamado H. Dehlmann, contestando Shestov
que sí lo conocía de referencias. Se trataba de uno de los directores de la casa Frolich-KlüpfelDehlmann, y muchos de los ingenieros de la firma estaban empleados en las minas del oeste de
Siberia, donde el propio Shestov trabajaba. Continuó informándole que debía ponerse en contacto
con Dehlmann antes de regresar a la Rusia soviética. La empresa Dehlmann, explicó Sedov, pudiera
ser de gran utilidad a la organización trotskista para su propósito de minar la economía del Soviet
en Siberia. Delhmann ya estaba ayudando a pasar la propaganda y los agentes trotskistas a la
U.R.S.S. En cambio, Shestov podía proporcionarle determinados informes referentes a las nuevas
minas e industrias siberianas en las cuales estaba especialmente interesado el director alemán.
— ¿Me está usted aconsejando tratar con la empresa?— preguntó Shestov.
— ¿Y qué hay de terrible en ello? -repuso el otro- Si ellos nos hacen un favor, ¿por qué no
habríamos nosotros de hacérsela a ellos suministrándoles dichos informes?
— ¡Usted me está proponiendo sencillamente que me convierta en espía! - exclamó Shestov.
Su interlocutor se encogió de hombros.
— Es absurdo emplear esas palabras— replicó. En una lucha como ésta no es razonable tener tantos
escrúpulos. Si acepta el terrorismo, si acepta el sabotaje en la industria, no puedo comprender en
absoluto por qué usted no puede estar de acuerdo con ésta que le propongo.
Transcurridos pocos días Shestov habló con Smirnov y le contó la conversación que había tenido
con el hijo de Trotsky.
— Me ordenó entablar relaciones con la firma Frolich-Klüpfel-Dehlmann -le dijo-. Abiertamente
me propuso entrar en relaciones con una empresa dedicada al espionaje y también al sabotaje en el
Kuzbas, en cuyo caso yo tendría que convertirme en un espía y un saboteador.
— No siga lanzando palabras tan gruesas como esas de espía y saboteador -exclamó Smirnov-. El
tiempo vuela y es necesario actuar... ¿Qué es lo que le sorprende en esa posibilidad, tenida en
cuenta por nosotros, de derribar el gobierno de Stalin movilizando todas las fuerzas
contrarrevolucionarias en el Kuzbas? ¿Qué halla de terrible en reclutar agentes alemanes para este
trabajo? No hay otro camino, y tenemos que aceptarlo.
Shestov quedó en silencio hasta que su interlocutor le preguntó:
— Bueno, ¿cuál es su parecer?
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— No tengo parecer personal -contestó-. Hago lo que nuestro líder nos ha señalado, prestar atención
y esperar órdenes.
Antes de abandonar Berlín, Shestov se entrevistó con Dehlmann, director de la casa alemana que
financiaba a Trotsky, y fue enganchado en el Servicio secreto militar alemán con el seudónimo de
Aloysha. A propósito de esto, escribió: Me entrevisté con el director de esta firma, Dehlmann, y con
su ayudante Koch, y cuanto conversamos allí se puede resumir como sigue: en primer lugar, había
que continuar suministrándoles informes secretos por medio de los representantes de la firma
Frolich-Klüpfel-Dehlmann que trabajaban en la presa de Kuznetsk, los cuales colaborarían junto
con los trotskistas en la organización de diversas labores de destrucción. También se habló de que la
empresa a su vez nos ayudaría y nos enviaría más gente para las necesidades de nuestro
movimiento... nos ayudarían en todos sentidos, a llevar a los partidarios de Trotsky al poder (3).
Al volver a la Rusia soviética Shestov trajo una misiva que Sedov le había dado para Piatakov,
quien había ya regresado a Moscú. Shestov la había escondido en la suela de uno de sus zapatos, y
la entregó al interesado en la comisaría de Industrias pesadas. Era del propio Trotsky, escrita desde
Prinkipo, y delineaba las tareas inmediatas que debía realizar la oposición en la Unión Soviética.
La primera de esas tareas consistía en utilizar todos los medios posibles para hacer caer a Stalin y
sus asociados. Quería decir terrorismo.
La segunda consistía en unificar todas las fuerzas anti-stalinistas. Quería decir colaboración con el
Servicio secreto militar alemán y con cualquier otra fuerza antisoviética capaz de trabajar con la
oposición.
La tercera tarea era contrarrestar todas las medidas que tomaran el Gobierno soviético y el Partido,
especialmente en el terreno económico. Quería decir sabotaje.
Piatakov sería el primer lugarteniente de Trotsky, encargado de toda la maquinaria conspirativa
dentro de la Rusia soviética.
Las tres capas
A través de todo el año 1932 la futura quinta columna rusa comenzó a tomar forma concreta en los
bajos fondos de la oposición. En pequeñas reuniones secretas y en conferencias furtivas, los
miembros de esta conspiración se dieron por enterados de la nueva línea, y se instruyeron en las
nuevas tareas a realizar. Una red de células terroristas, de células de sabotaje y de sistemas de
mensajeros se desarrolló por toda la Rusia soviética. En Moscú y en Leningrado, en el Cáucaso y en
Siberia, en el Donbas y en los Urales, los organizadores trotskistas efectuaron distintas asambleas
secretas de los enemigos mortales del Soviet: social-revolucionarios, mencheviques, izquierdistas,
derechistas, nacionalistas, anarquistas y fascistas y monárquicos rusos blancos. El mensaje de
Trotsky se propagó por el agitado mundo subterráneo de las oposicionistas, espías y agentes
secretos; se maquinaba una nueva ofensiva contra el régimen soviético.
Su enfática demanda sobre la preparación de actos terroristas, alarmó al principio a algunos de los
intelectuales trotskistas de más edad. El periodista Karl Radek dio señales de pánico cuando
Piatakov le puso en conocimiento de la nueva línea. Por eso, en febrero de 1932, recibió una carta
personal de Trotsky la cual llegó a sus manos, como todos los mensajes trotskistas de carácter
confidencial, por intermedio de un correo secreto. Debe tener presente, decía su irresoluto
partidario, la experiencia de la época precedente, darse cuenta de que para usted no puede haber ya
un retorno al pasado, que la lucha ha entrado en una nueva fase cuyo dilema es: permitir que nos
destruyan junto con la Unión Soviética o poner en el tapete la cuestión de eliminar a su Gobierno.
Esta carta de Trotsky y la insistencia de Piatakov, finalmente persuadieron a Radek, quien convino
en aceptar la nueva línea: terrorismo, sabotaje y colaboración con las potencias extranjeras.
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Entre los más activos organizadores de las células terroristas que recientemente habían sido creadas
en la Unión Soviética, estaban Iván Smirnov y sus antiguos compañeros en la guardia de Trotsky:
Serge Mrachkosvky y Ephraim Dreitzer.
Bajo la dirección de Smirnov, estos últimos empezaron a formar grupos reducidos de bandidos
profesionales y viejos asociados trotskistas procedentes de los días de la guerra civil, todos los
cuales estaban listos a emplear los procedimientos más violentos. Deben considerarse perdidas las
esperanzas puestas en el colapso de la política del Partido, decía Mrachkovsky en 1932 a uno de
estos grupos terroristas de Moscú. Los métodos de lucha utilizados hasta ahora no han producido
ningún resultado positivo. Sólo nos queda un camino, que es suprimir la dirección del Partido por
medio de la violencia. Stalin y los otros jefes deben ser eliminados. ¡Esa es la tarea principal!
Entretanto, Piatakov se entregó a la faena de requisar conspiradores en los trabajos industriales
básicos, sobre todo en las industrias de guerra y transporte, para alistarlos en la campaña total de
sabotaje que Trotsky se proponía lanzar contra la economía soviética. En el verano de 1932,
Piatakov, lugarteniente de Trotsky en Rusia, y Bujarin, jefe de la oposición derechista, discutieron el
proyecto de suspender rivalidades y diferencias pasadas para trabajar todos unidos bajo el mando
supremo de Trotsky. El grupo más pequeño, encabezado por los oposicionistas veteranos Zinoviev y
Kamenev, acordó subordinar también sus actividades a la autoridad de aquel. Al describir las
turbulentas negociaciones que tenían lugar entre los conspiradores de esta época, Bujarin declararía
más tarde: Sostuve conversaciones con Piatakov, Tomski y Rikov. Éste deliberó con Kamenev, y
Zinoviev con Piatakov. En el verano de 1932 volví a conversar con este último, en la comisaría del
pueblo para la Industria pesada, lo que en esa fecha me resultaba muy sencillo, puesto que yo estaba
trabajando con el propio Piatakov que entonces era mi jefe. Por obligación tenía que visitarlo en su
oficina privada de negocios de modo que podía hacerlo sin despertar sospechas. Cuando hablamos
esta vez, me refirió sus recientes entrevistas con León Sedov concernientes a la política terrorista de
Trotsky... Decidimos que pronto hallaríamos un lenguaje común, y que nuestras diferencias serían
superadas en esta lucha contra el poder soviético.
Las negociaciones finales concluyeron en el otoño de ese mismo año con una reunión secreta que
tuvo lugar en una dacha (casa de verano) abandonada, en los arrabales de Moscú. Los conspiradores
colocaron centinelas alrededor de la casa y a lo largo de todas las rutas que conducían a ella, para
prevenirse contra posibles sorpresas y asegurar la reserva más absoluta. En esta reunión se formó
una especie de alto mando de las fuerzas combinadas de la oposición para dirigir la próxima
campaña de terror y sabotaje por toda la Unión Soviética, y se le dió el nombre de Bloque de
derechistas y trotskistas. Estaba compuesto de tres grupos o capas diferentes, de manera que si uno
de ellos fallaba los otros pudieran seguir adelante.
La primera capa era el Centro terrorista trotskista-zinovievista, dirigido por Zinoviev: era
responsable de la organización y dirección del terrorismo.
La segunda capa, el Centro paralelo trotskista, dirigido por Piatakov: era responsable de la
organización y dirección del sabotaje. La tercera y más importante, el verdadero Bloque de
derechistas y trotskistas, dirigido por Bujarin y Krestinski, incluía a la mayoría de los jefes y
miembros más destacados de las fuerzas combinadas de la oposición.
La maquinaria total estaba formada por varios miles de miembros y una veintena o treintena de
jefes que ocupaban puestos de importancia en el ejército, Asuntos exteriores, Servicio secreto, la
industria, los sindicatos obreros, oficinas del Partido y del Gobierno.
El Bloque de derechistas y trotskistas estuvo integrado y dirigido desde un principio por agentes
pagados de los Servicios secretos extranjeros, especialmente del alemán.
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Notas:
(1) Para las posteriores conexiones de Nin con la quinta columna fascista de España véase nota I,
pág. 246.
(2) Las firmas Borsig y Demag eran del Servicio secreto militar alemán. Si trataba con ellas,
Piatakov podía situar a la disposición de Trotsky sumas considerables. Un testigo imparcial, el
ingeniero americano John D. Littlepage, observó personalmente estas negociaciones con las
empresas alemanas, pues estaba empleado por el Gobierno soviético en calidad de experto en
industrias mineras de oro y cobre. En una serie de artículos referentes a sus experiencias en la Rusia
soviética publicados en el Saturday Evening Post de enero de 1936, Littlepage escribió:
Fui a Berlín en la primavera de 1931 en una importante comisión de compra encabezada
por Piatakov: mi trabajo consistía en ofrecer consejos técnicos con respecto a la
adquisición de maquinaria de minas...
Entre otras cosas, había que comprar docenas de elevadores de minas que fluctuaban
entre 100 y 1.000 caballos de fuerza... La comisión pidió una cotización a base de
pfennigs por kilogramo, y después de breve debate las casas alemanas (Borsig y
Demag) redujeron sus precios entre 5 y 6 pfennigs por kilogramo. Cuando estudié esas
proposiciones encontré que las firmas habían sustituido las bases de acero ligero
estipuladas en las especificaciones por bases de hierro fundido que pesaban varias
toneladas, lo cual reducía el costo de la producción por kilogramo, pero aumentaba el
peso, y por consiguiente el costo al comprador.
Desde luego que me alegré de haber hecho semejante descubrimiento, el cual
comuniqué a los miembros de la comisión con una sensación de triunfo. El asunto
estaba arreglado en tal forma que Piatakov podía haber regresado a Moscú con el éxito
manifiesto de haber obtenido una reducción en los precios, aunque al mismo tiempo
habría pagado dinero por un montón de hierro fundido sin valor alguno y habría
permitido a los alemanes proporcionarles descuentos muy sustanciales... Hizo lo mismo
con otras minas, a pesar de que yo obstaculicé ésta...
Posteriormente Littlepage presenció varios casos de sabotaje industrial en los Urales, donde debido
a la labor de un ingeniero trotskista llamado Kabakov la producción de determinadas minas se
mantuvo deliberadamente baja. En 1937, anota el ingeniero americano, Kabakov fue arrestado bajo
la acusación de sabotaje industrial... cuando lo supe, no me sorprendí. En 1937, Littlepage volvió a
hallar nuevas evidencias de sabotaje en la industria soviética que dirigía personalmente Piatakov. El
primero había reorganizado algunas minas valiosas en el sur de Kazakstan, dejando instrucciones
detalladas para que las siguiesen los obreros del Soviet y aseguraran el máximo de producción. Pues
bien -continúa Littlepage- uno de mis últimos trabajos en Rusia, en 1937, fue acudir a una llamada
rápida de estas mismas minas... Miles de toneladas del rico mineral se habían perdido ya
irremisiblemente, y si no se hubiesen tomado tomado medidas al respecto, en pocas semanas se
habría perdido la reserva total. Averigué que... de las oficinas generales de Piatakov llegó una
comisión. Mis indicaciones habían sido echadas al cesto, y en cambio introdujeron por todas las
minas un sistema de explotación de las mismas que con, toda seguridad, iba a ocasionar en pocos
meses la pérdida del mineral. Littlepage encontró ejemplos flagrantes de sabotaje deliberado. Antes
de partir de Rusia, y tras de haber presentado a las autoridades del Soviet un informe acerca de sus
hallazgos, fueron atrapados muchos miembros de la camarilla trostkista de sabotaje. El ingeniero
americano pudo darse cuenta de que los saboteadores habían utilizado sus indicaciones como base
para la destrucción deliberada de la planta, haciendo exactamente lo contrario de lo que él había
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recomendado. Ellos admitieron, afirma Littlepage en el Saturday Evening Post, haber sido
arrastrados por los comunistas oposicionistas a conspirar contra el régimen de Stalin, ya que les
habían convencido de que eran lo suficientemente fuertes como para derrocar ese gobierno junto
con sus adeptos, y apoderarse del poder para ellos mismos.
(3) Los alemanes estaban particularmente interesados en la nueva base industrial que Stalin estaba
construyendo en el lejano oeste de Siberia y en los Urales. Esta base se hallaba fuera de la esfera de
los aviones de bombardeo, y en caso de guerra podía constituir un factor decisivo en lo que
concierne al Soviet. Los alemanes deseaban penetrar en ella por medio de espías y saboteadores.
Borsig-Demag y Filich-Klüpfel, que tenían contratos con el Gobierno soviético y por lo tanto
proporcionaban maquinaria y ayuda técnica con destino al plan quinquenal, fueron utilizados como
tapaderas por el Servicio secreto militar alemán. Los espías y saboteadores alemanes fueron
enviados a Rusia en calidad de ingenieros y especialistas.
El Servicio secreto militar alemán también reclutó agentes entre los ingenieros soviéticos que
fueron susceptibles de chantaje y de soborno en Alemania. Uno de ellos, Mikhail Stroilov, que en
diciembre de 1930 se había alistado en Berlín como espía alemán y que por consiguiente había sido
agregado a la organización trotskista en Siberia, cuando en 1933, fue detenido declaró al tribunal
soviético:
El asunto comenzó poco a poco, después de mi encuentro con von Berg (el espía
alemán)... Este hablaba perfectamente el ruso, ya que había vivido en San Petersburgo
quince o veinte años antes de la Revolución. Visitó el bureau técnico en diferentes
ocasiones y habló conmigo sobre cuestiones de negocios, especialmente acerca de las
aleaciones resistentes fabricadas por la empresa de Walram... Me recomendó que leyese
Mi Vida de Trotsky... Estando en Novosibirsk los especialistas alemanes empezaron a
acercarse a mí con la contraseña acordada, y a fines de 1934 habían llegado seis:
Sommeregger, Wurm, Baumgarten, Mass, Hauer y Flessa (ingenieros empleados por la
firma alemana Frolich-Klüpfel-Dehlmann)... Mi primer informe, hecho en enero de
1932 por medio del ingeniero Flessa, donde yo relataba el vasto plan de desarrollo de la
represa Kuznetsk, era, en efecto, espionaje... Recibí instrucciones... acerca de que debía
proceder a decisivos actos demoledores y destructores... Se impulsó un plan de labor
destructiva y demoledora... mediante la organización trotskista de la Siberia occidental.
(*) Constantinopla es la actual Estambul y la isla de Prinkipo no está en el Mar Negro, como dicen
los autores, sino en el Mar Blanco, que es el nombre que dan los turcos al Mediterráneo.
(**) El general Hans von Seekt participó luego junto al Kuomintang en la quinta campaña de cerco
y aniquilamiento contra el Ejército Rojo en China.
(***) Reichswehr era el nombre del ejército alemán en la poca de la República de Weimar, es decir,
antes de la llegada de Hitler al poder en 1933, cuando pasó a llamarse Wehrmacht.
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¿Quién tiene miedo a la historia?
Aprovechando el 70 aniversario del golpe de Estado de Barcelona, la burguesía fascista y sus
corifeos han vuelto a la carga para repetirnos otra vez una historia de la guerra civil que parece
condensarse en mayo de 1937, el POUM y la ejecución de Andrés Nin. Parece que la guerra civil no
fue más que ese momento o que ese momento fue lo más importante de la guerra civil. Tenemos
POUM, Nin y mayo de 1937 para rato: todo el rato que la burguesía logre retener sus medios de
engaño y manipulación.
Desde un principio es fácil observar que, así expuestos, los hechos aparecen distorsionados, con una
dimensión de la que carecen. El POUM es un partido con más libros que militantes; es insólito que
una organización de esas características acapare tanta atención. Además, a juzgar también por el
número de libros que se han difundido, Nin es el muerto más importante de la guerra civil; debió ser
un personaje de mucho relieve durante la República porque algunos le rinden un culto que ya lo
quisiera Buda para sí. Lo de Nin fue un magnicidio. Inflando los hechos de esa manera es como si
el crimen fuera aún más horroroso: no sólo los pérfidos stalinistas mataron a un opositor político,
sino que este opositor político era algo así como un lenin hispánico, un revolucionario de gran valía,
un teórico, etc. Al aumentar el tamaño de la víctima aumentan el tamaño del crimen.
Pero eso no les parece suficiente. Para hacer más horrendo el crimen la muerte no basta: hay que
decir que fue torturado antes de matarlo. Pero si el cadáver no ha aparecido, ¿cómo saben que fue
torturado? Lo saben porque un renegado como Jesús Hernández así lo dijo en sus desmemorias, a
pesar de que no fue testigo de ello. De ese modo presenta los hechos la intoxicación disfrazada de
historia objetiva e imparcial.
A diferencia de la historia, la propaganda lo que tiene que movilizar no es la razón (en el doble
sentido de esta palabra) sino la emoción porque la tortura se digiere peor que el asesinato, sobre
todo en un contexto como la guerra en el que cada día mueren millares de personas. La narración de
unas inexistentes torturas no es ningún descuido sino algo bien meditado por los expertos
imperialistas en intoxicación. La tortura de Nin es el punto a partir del cual ya todo es de color
negro. Por tanto, es también el punto en el cual un lector cuidadoso de los textos identifica a un
mercenario que escribe al dictado.
La diarrea intelectual
La diarrea del intelecto es una marca comercial patentada por los trotskistas: no paran de escribir
porque es la mejor manera de que luego se escriba sobre ellos, generando así un volumen de letras
que no tiene nada que ver con la realidad. El caso de su maestro imprimió su sello a toda la pocilga:
Trotski no sólo escribió su autobiografía, lo que ya es insólito dentro de la historia del movimiento
obrero, sino que además escribió la de su adversario, Stalin. Así no dejaba ningún cabo suelto.
En un modo de producción que hace mucho tiempo tiene establecida la división entre trabajo
manual y trabajo intelectual, la sobredosis de trabajo intelectual expone la penuria de trabajo
manual. Quien tanto escribe no tiene callos, ni roña en la uñas. Esa perversa escisión provoca que
unos sean el motor de la historia mientras los otros van por detrás escribiéndola a su manera. Los
que cayeron en las trincheras heroicamente, haciendo, no pudieron escribir, no nos llegan sus voces,
pero los que escriben (porque tienen tiempo para ello) es seguro que no hacen y no hacen porque no
están; escriben sobre lo que se imaginan, sobre lo que les dicen. Los historiadores son intelectuales,
normalmente burgueses que, por tanto, valoran a los de su misma clase y condición. Por ejemplo,
ven con buenos ojos a escritores como Maurín, Nin, Gorkin, Victor Alba, Ignacio Iglesias, Juan
Andrade, es decir, a toda la canalla trotskista, a los que califican como brillantes, mientras que los
revolucionarios son grises, mediocres y burócratas. Realmente repulsivo.
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A Maurín, en una época como la republicana, donde las masas lucieron con orgullo por la calle su
mono azul de trabajo, le gustaba presentarse con su traje a medida y que le trataran de usted. Por su
profesión de maestro, quizá estaba acostumbrado a pasearse por la palestra 30 centímetros por
encima de sus alumnos, enseñar al dictado y que todos se levantaran de sus pupitres cuando él
entraba en el aula. Quizá siempre pensó que las masas obreras eran como escolares suyos. No vestía
boina sino sombrero canotier de señorito porque él no se consideraba el camarada de ningún ser
inferior, de nadie que no fuera capaz de competir con su amplia cultura académica. Maurín no era
maestro: era El Maestro en el sentido feudal de la palabra y así le llamaban sus colegas de partido.
Él era brillante, o por lo menos eso pensaba de sí mismo. Por eso su biógrafa Anabel Bonsón
Aventín le califica como el más aristocrático de todos los líderes obreros, porque a los obreros,
como a todo rebaño, siempre les gustó ser dirigidos por la aristocracia. La historia le trató
injustamente. Maurín no pudo llegar a ser el jefe del PCE, que es lo que se merecía; sólo pudo
llegar a serlo en el POUM, una versión menor, entre otras razones porque le redujo a un ámbito
político provinciano. Su sueño estaba en Madrid.
Juan Andrade es otro buen ejemplo de gacetillero trotskista de aquel momento. El elenco de libros
que ha escrito no se podría contar con los dedos, por no hablar de sus artículos, que suman
centenares. Pero si aparte de sus escritos alguien tiene la curiosidad de interesarse por saber si hizo
algo más, se encontraría con dudas. ¿Hizo algo más (aparte de escribir)? Hay un detalle en su vida
que lo dice todo. En 1936, cuando los fascistas se aprestaban a tomar Madrid al asalto, cuando ahí
se jugaba el destino del proletariado mundial, cuando Durruti lo entendió claramente y se trasladó
desde Barcelona con los suyos, Juan Andrade hizo el trayecto contrario: se largó de Madrid a
Barcelona con el rabo entre las piernas. Lo suyo era escribir, no combatir.
Los extraños compañeros de cama
Es también sencillo comprobar que si en mayo de 1937 se produjo una complicidad entre trotskistas
y anarquistas (éstos de manera parcial), por un lado, y fascistas por el otro, actualmente esa
complicidad prosigue y lo mismo que dicen trotskistas y anarquistas (esta vez volcados todos ellos
en cuerpo y alma) siguen diciendo los fascistas hoy. El ejemplo más claro ha sido el último libro de
Zavala (subdirector de la revista Capital) sobre el tema, mencionado elogiosamente por César Vidal,
Jiménez Losantos, La Razón, la COPE y demás consortes. Nadie debería dejar de leerlo para
vacunarse para siempre contra el tifus revolucionario; es como el Libro Negro del Comunismo pero
en versión española, sin subtítulos.
La historia tiene muy poco recorrido, la propaganda no acaba nunca; ambos son términos
inversamente proporcionales: donde hay mucha propaganda hay poca (o ninguna) historia. La
intoxicación lo que demuestra es el miedo a la historia: si algo de lo que cuentan tuviera una
mínima sombra de verosimilitud, no sería necesario tanto aparato; los hechos resplandecerían con
su propia luz.
Sobre el golpe de Barcelona de 1937 nosotros ya publicamos en líneas generales cómo sucedieron
los hechos, aunque dejamos de lado las biografías personales de algunos de los participantes, que
también tienen cierto interés histórico. Sobre el poumista Gorkin ya expusimos su posterior
vinculación con las campañas sicológicas de la CIA durante la guerra fría. Que esa deriva no era
algo personal sino muy característico del trotskismo lo demuestra que otros poumistas también se
pusieron al servicio del imperialismo en su época más negra y siniestra. Es el caso de Víctor Alba o
Ignacio Iglesias. La propaganda del imperialismo y la del trotskismo no eran dos cosas diferentes
sino que formaban parte de lo mismo. En España la Editorial Janés formaba parte de ese tinglado, y
no es ninguna casualidad que le diera trabajo a Maurín en 1946 cuando salió de la cárcel. Las
campañas de intoxicación de esa editorial llegan hasta nuestros días.
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Venimos llamando la atención sobre el hecho de que en la guerra civil, como caso obvio de
quintacolumnismo, se organizaron tres traiciones y los tres personajes claves relacionados con ellas
fueron puestos en libertad al finalizar la guerra casi al mismo tiempo sin resultar fusilados por los
fascistas. Nos referimos a Ajuriaguerra (PNV), Maurín (POUM) y Mera (CNT). Ni siquiera
cumplieron largas condenas de cárcel a pesar de que no eran unos personajes anónimos sino bien
conocidos; no eran miembros de línea sino altos dirigentes, y en el caso de Mera, además, coronel
del Ejército. En unas fechas donde aún se fusilaba en masa a los antifascistas de base, el hecho de
que tres dirigentes reconocidos fueran indultados y salieran en libertad, tiene un extraordinario
significado: el fascismo no fusilaba de manera indiscriminada sino que apuntaba muy bien y sabía
recompensar los servicios prestados.
Maurín: una biografía truncada
También lo hemos expuesto alguna vez: si el POUM y los poumistas, a diferencia del PCE, que era
reformista y burgués, fueron los revolucionarios de verdad, los auténticos, no nos vale que su
biografía se acabe tristemente en 1939. Justamente entonces es cuando debió comenzar. Nosotros
estaríamos dispuestos a reconocer con mucho gusto que el POUM y los anarquistas tenían razón
cuando se alzaron contra la República burguesa, pero entonces se hubieran debido alzar aún con
más ímpetu contra el fascismo a partir de 1939, que es justamente cuando desaparecieron del
escenario de la historia.
Pero ¿por qué desaparecen? Es evidente: ya habían cumplido con su función, la de combatir a la
República burguesa en nombre de la revolución. Pero cuidado: para ellos no se trataba de impulsar
la revolución sino de hundir a la República en nombre de la revolución. Son dos cosas distintas. En
sus bocas la revolución es sólo una coartada para conseguir lo otro.
Pasemos a las biografías. Nosotros ya hemos expuesto en otro artículo el paralelismo entre Maurín
y su cuñado Souvarin, otro personaje con una turbia biografía, que se inicia en París en los años
veinte y circula por Nueva York durante la II Guerra Mundial. Existe un aspecto clave tanto en la
biografía personal de Maurín como en la historia del BOC y del POUM que los historiadores
académicos no saben explotar: Maurín es el Cambó del Frente Popular y sus instrumentos políticos
BOC-POUM son uno de los largos brazos sobre los que se sostiene la burguesía catalana. Ese es el
secreto de su separatismo y de su iberismo. Lo denunciaron en su momento los anarquistas, lo
denunció Trotski y lo denunció el PCE que le expulsó -entre otras razones- por nacionalista, un
calificativo que también le lanzó Nin. Cuando algún historiador serio se detenga a analizar este
fenómeno encontrará muchas de las claves políticas de Catalunya en aquella época, entre ellas el
golpe de Estado de mayo de 1937.
Maurín nació en 1896 y murió en Nueva York en 1973; vivió, pues, 77 años y su biografía política
se inicia a los 17 años cuando funda el periódico El Talión. Son 60 años de madurez de los cuales
sólo 20 atraen el interés de los historiadores; el resto no interesa para nada. La conclusión es simple:
no es posible comprender la biografía de una persona contando sólo con un tercio de su vida, como
si el resto hubiera sido un zombi. La lucha de Maurín se acaba en 1946 cuando los fascistas le
gratifican con un indulto y le dejan en libertad. Si era tan revolucionario como dicen que había sido
antes, ¿qué sucedió entre 1946 y 1973? ¿dónde está la lucha de Maurín? En plena guerra fría,
Nueva York, donde vivió Maurín, no era precisamente el centro de la revolución mundial (sino todo
lo contrario). Por ejemplo, los historiadores no nos cuentan detalles interesantes de aquel periodo
como los siguientes:
—
en
1959
Maurín
se
declaró
enemigo
a
la
revolución
cubana
— dos años después Estados Unidos le recompensa otorgándole la nacionalidad yanqui.
Si la historia no se cuenta entera no es historia. La de Maurín es toda una metáfora de un momento
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histórico. No es su biografía: todo el POUM se acaba en 1939 y eso, que no puede extrañar de los
trotskistas porque ya habían cumplido el papel que los fascistas les tenían asignado, sí extraña en
cierto modo en el caso de los anarquistas que, a partir de entonces, dejaron de ser lo que habían
sido. La mayor parte de ellos lo achacan al franquismo, a la represión, etc., pero si meditaran un
poco acerca de ello obtendrían conclusiones muy interesantes, sobre todo para ellos mismos.
Con un pie en el estribo
Nin era muy diferente de Maurín: vacilante y sinuoso como un camaleón sin personalidad política
de ninguna clase, siempre en busca de su propio acomodo intelectual, siempre con un pie en el
estribo. El BOC de Maurín le acusó de ser un político voluble (1) y García Oliver dice de él que no
fue un tránsfuga sino un fugitivo (2) porque, en una carrera breve pero trepidante, había recorrido
casi todas las organizaciones políticas de izquierda existentes en Catalunya en el primer tercio del
siglo XX.
Empezó en el nacionalismo burgués, luego se pasó al PSOE, luego a la CNT anarquista, luego al
PCE stalinista, luego creó la OCE trotskista, luego tampoco estuvo a gusto a las órdenes de Trotski,
las desobedeció y su minúscula organización se fusionó con el BOC para crear el POUM (que no se
sabe lo que era, si chicha o limoná).
No hubo más recorrido porque había agotado todas las posibilidades del espectro político catalán.
Posiblemente, como buen individualista, Nin sólo se encontraba a gusto consigo mismo, pero
viajando de posada en posada, haciendo entrismo en todas y cada una de las habitaciones de aquel
hotel de la política.
Su travestismo no fue sólo ideológico sino un estilo de hacer política. Por eso, aunque disimulen, en
voz baja Nin no gusta a nadie. Utilizan su memoria para combatir al comunismo, que es lo que les
interesa, y nada más. Lo único que les une a todos ellos es esa lucha común y ante nosotros
aparecen como si formaran un frente. Por eso vemos a los anarquistas publicar libros trotskistas, tan
alejados de sus postulados. Ni unos ni otros tienen principios; no se guían por ese tipo de cosas tan
dogmáticas. Los anarquistas no soportan a Nin porque éste llevó a la CNT a la Internacional
Sindical Roja, según ellos violando los acuerdos confederales. Pero a Nin ni siquiera le soportan los
propios trotskistas; los del BOC con los que se fusionó siempre desconfiaron de él y cuando Maurín
fue detenido no le dieron el cargo de secretario general del POUM: cambiaron el cargo de nombre.
Sus colegas siempre dijeron que Nin había aceptado entrar de consejero de la Generalitat sin
consultarles antes, es decir, que hizo con ellos lo mismo que antes había hecho con los anarquistas,
es decir, que también entonces actuaba por su cuenta, sin contar más que consigo mismo.
Pocos días después de que el POUM firmara el pacto del Frente Popular, Trotski difundió un
comunicado titulado La traición del Partido Obrero de Unificación Marxista. Los historiadores de
pacotilla deberán tener en cuenta, por tanto, que nosotros los comunistas no somos los únicos que
acusamos a Nin de traición; es más, lo que preguntamos es qué organización no le acusó en algún
momento de traición. Nosotros seguimos diciendo bien alto lo que todos gritaron siempre: traición y
Nin significan lo mismo.
Lo que sucede es que de traición sólo pueden hablar quienes tienen principios, no los pragmáticos,
ni los tránsfugas, ni los entristas. Es lógico que se enfaden cuando se les llama traidores porque para
ellos la traición es lo normal, la práctica habitual, la esencia misma de su forma de entender la lucha
política. Su microclima son las facciones, tendencias, corrientes, escisiones, subdivisiones y demás
métodos de pesca submarina. Nin firmó (dos veces) el pacto del Frente Popular y se levantó contra
el Frente Popular; Nin fue consejero del gobierno de la República y se levantó contra la República.
Los acuerdos y los juramentos están para incumplirlos: así actúan los que carecen de principios.
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Nin se levantó contra la República porque ésta era burguesa y reaccionaria, pero unas semanas
antes, cuando era consejero de la Generalitat, no debía ser tan burguesa ni tan reaccionaria. ¿Había
dejado de ser lo que era? Nin y los suyos, como buenos camaleones, jugaban a todas las barajas.
Que nadie busque aquí ni una pizca de eso que algunos valoran tanto en la lucha política y que se
llama coherencia.
Nin en el PSOE
Nin es un caso único en la historia: en 1913 ingresó en el PSOE pero no por ello abandonó las filas
del nacionalismo burgués: siguió en su cargo de redactor de El Poble Català. Con la mano derecha
escribía en ese periódico para la burguesía y con la izquierda escribía para los obreros en La Justicia
Social. Lo suyo era eso, escribir, no importa qué ni para quién. Por la mañana era autonomista e
incluso federalista; por la tarde era el clásico jacobino centralista del PSOE.
En las filas del PSOE Nin vivió dos acontecimientos históricos de aquel siglo. El primero fue la I
Guerra Mundial que, sin género de dudas, puso a prueba el carácter internacionalista del
movimiento obrero. Como es bien sabido, la posición de la dirección del PSOE entonces se mostró
partidaria del imperialismo aliado anglo-francés y Nin (lo mismo que Maurín) expresamente estuvo
de acuerdo con el alineamiento oficial de su Partido. Ambos eran patrioteros; nada que ver con
Lenin y los bolcheviques, ni con los internacionalistas.
Nin también vivió en el PSOE la Revolución socialista de 1917. Como también es bien sabido, a
causa de ello las Juventudes Socialistas, a las que Nin pertenecía, se separaron para formar el
Partido Comunista e incluso había una fuerte corriente tercerista dentro del propio PSOE. No fue
ese el camino de Nin, que se pasó entonces... a la CNT.
Por tanto, a pesar de todo lo que digan sus secuaces, Nin era totalmente ajeno al bolchevismo y al
internacionalismo.
Luego, desde la CNT, Nin tuvo una segunda oportunidad de demostrar su oposición a la Revolución
de Octubre cuando en 1919 la CNT se planteó el ingreso en la III Internacional. Nin asistió en
Madrid al Congreso de la CNT del Teatro de la Comedia donde, al contrario que la mayoría
anarquista, que mostró sus simpatías por la revolución bolchevique, él no sólo no la defendió sino
que expresó su acuerdo con Quintanilla, que es quien más se había opuesto a ella.
Con un poco de retraso
Nin llegó tarde a todas las citas, cuando sobre el mantel no había más que desperdicios. Al llegar a
Moscú a finales de 1921 tenía el carnet de la CNT en el bolsillo; lo tiró a la papelera; se hizo
stalinista, y decimos stalinista porque al poco de llegar él, en 1923, comienzan las intrigas de
Trotski, pero Nin tampoco se presentó a tiempo a esa cita. Durante toda la batalla contra los
trotskistas, Nin es stalinista. Por tanto:
miente Bullejos en sus desmemorias cuando dice: Desde los comienzos de la crisis interior del
Partido soviético sus simpatías [las de Nin] estaban al lado de Trotski (3).
miente el historiador Joan Estruch cuando asegura que al ser designado Bullejos como
Secretario General del PCE en 1925, Nin (mucho más capacitado que Bullejos) fue excluido del
cargo a causa de sus relaciones con la Oposición trotskista (4).
miente la historiadora Anabel Bonsón Aventín cuando nos asegura que desde 1921 (¡nada más
llegar a Moscú!), antes de aprender a hablar el ruso, Nin ya estaba próximo a Trotski (¿eran
vecinos?) y, por tanto, ya estaba perseguido por Stalin (le persiguió por Moscú pero no le encontró
hasta varios años más tarde).
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miente también Victor Serge en sus desmemorias...
La respuesta es bien simple y lo reconoció con claridad el propio Nin en abril de 1925: estaba
contra Trotski (5).
La batalla contra el trotskismo acabó en noviembre de 1927. Cuando la oposición trotskista ya había
sido depurada de sus cargos, cuando Trotski ya estaba desterrado en Alma Ata, Nin seguía en la
dirección de la Internacional Sindical Roja, participó en su IV Congreso (marzo de 1928) y luego en
el VI Congreso de la Internacional Comunista (julio-septiembre de 1928).
Su nueva vuelta de tuerca, como todas las demás, tardó algunos años. Nin se convirtió al trotskismo
cuando el trotskismo ya había sido derrotado. En 1930 ya le vemos en los flamantes tinglados
internacionales de su jefe Trotski que en España utilizaban las siglas OCE, es decir, Oposición
Comunista de España. ¿Por cuánto tiempo? No mucho. Hacia 1932 Nin ya estaba en contra del
entrismo en el PCE que preconizaba Trotski. Pero tampoco está con Maurín y su BOC recién
formado. Mejor dicho, está y no está; está pero rompe. Está en tierra de nadie o está consigo mismo.
Crea un tinglado llamado Izquierda Comunista para deshacerlo y volver en 1935 al punto de
partida: ICE de Nin más BOC de Maurín igual a POUM.
Por eso preguntamos: ¿qué era Nin?, también preguntamos: ¿quién era Nin?, y también: ¿por qué
interesa tanto Nin?, y finalmente ¿a quién le interesa tanto Nin?
Notas:
(1) La Batalla, 17 de setiembre de 1931.
(2) El eco de los pasos, Ruedo Ibérico, Barcelona, 1978, pg.432.
(3) La Comintern en España. Recuerdos de mi vida, México, 1972, pg.60.
(4) Historia del PCE. 1920-1939, El Viejo Topo, Barcelona, 1978, tomo I, pg.50.
(5) «Chacun a sa place!», en La Correspondence International, núm. 48, 6 de mayo de 1925; la carta
está traducida en Francesc Bonamusa: El Bloc Obrer i Camperol, Curial, Barcelona, 1974, pgs.353354.
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Cómo lograr que los esclavos
pensemos igual que nuestros amos
«Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o dicho de
otro modo, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo
tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios
para la producción material, dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la
producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término
medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir
espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de la
relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes
concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la
clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas»
(Marx y Engels, La ideología alemana)
La internacional anticomunista
Durante la II Guerra Mundial se disuelve la Internacional Comunista e inmediatamente después, a
imitación suya, durante la guerra fría, se crea una internacional anticomunista. Se devuelve el golpe,
se imita un modelo. En esta nueva internacional, Estados Unidos, además de exportar capitales y
armas nucleares, exporta ideología: libros, revistas, películas, música, pintura, etc. Esta exportación
cultural recupera muchas de las iniciativas (y de las personas) que el Pacto Anti-komintern ya había
experimentado; los nazis, los fascistas y los vichystas son reciclados para la defensa del mundo
libre. Junto a ellos están los trotskistas, que son los que iniciaron la soez campaña ideológica contra
la URSS y la II República española, verdaderos nudos centrales de esta ofensiva cultural.
Para contrarrestar la influencia soviética en Europa, Estados Unidos impulsó a finales de la II
Guerra Mundial una vasta red de intoxicación propagandística especialmente dirigida contra la
URSS, pero también contra la II República española. La CIA creó el Congreso para la Libertad de
la Cultura, en el que participaron numerosos intelectuales europeos, entre los que destacaron
Salvador de Madariaga, Julián Gorkin, Víctor Alba y George Orwell. Durante la guerra fría los
imperialistas encargaron a estos -y otros- escritores a sueldo elaborar una ideología aceptable en
Europa, tanto para la reacción pura y simple como para la izquierda anticomunista.
La idea esencial de esa propaganda era definida por la CIA como aquella en la que el sujeto se
mueve en la dirección que uno desea por razones que cree son propias. Hay que lograr que el lector
piense que lo que lee no se lo dicta otro sino que se le ha ocurrido a él mismo y que, además, es
capaz de argumentarlo y razonarlo.
Los dos campos a intoxicar más importantes eran la Unión Soviética y la guerra civil española, los
dos acontecimientos que en la primera mitad del siglo XX levantaron más entusiasmo en todo el
mundo. Creo que todos se habrán dado ya cuenta: la URSS (=Stalin=gulag) y la II República
española son ya un género literario en sí mismos cuyo parecido más próximo es la novela negra.
Hay bibliotecas enteras sobre ambas cuestiones; son el género preferido de ese tipo de historiadores
que no hacen ciencia sino éxitos de ventas. ¿A alguien se le ha ocurrido pensar por qué un libro
sobre la desamortización no se vende y otro sobre las checas se agota en las librerías?
Europa era el centro entonces de la guerra fría y no son otros sino los imperialistas norteamericanos
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los que crean el europeísmo, el primer esbozo de la Unión Europea que entonces se llamaba Europa
occidental o, en palabras de la diplomacia estadounidense, los países Marshall.
Arruinada por la II Guerra Mundial, Europa sólo se sostenía en 1945 gracias a Estados Unidos. Para
frenar el avance de los partidos comunistas los gobiernos estadounidenses aplican una política
intervencionista apoyada en la CIA. Su campo de acción no es sólo el espionaje político, ni la
OTAN, ni el Plan Marshall sino también la cultura. En la posguerra es la CIA quien reescribe la
historia, la filosofía y casi podría decirse que hasta las partituras de música llegan de los despachos
de Langley. Washington necesitaba apoyarse en los mejores expertos anticomunistas de las décadas
anteriores. Recluta intelectuales, escritores, periodistas, artistas para elaborar un programa científico
cuyo objetivo es la derrota ideológica del marxismo. Los supuestamente prestigiosos periódicos
anticomunistas hubieran desaparecido rápidamente si no llega a ser por los subsidios de la CIA, que
compraba miles de ejemplares para luego distribuirlos gratuitamente. Gracias al largo brazo del
espionaje estadounidense, los intelectuales reaccionarios, los arrepentidos de izquierda, los
renegados, los trotskistas y los anticomunistas en general obtuvieron a partir de 1945 los mayores
éxitos editoriales: revistas, seminarios, programas de investigación, becas universitarias e
intercambios académicos. Todo ello permitió que el espionaje estadounidense ejerciera un impacto
de choque en los medios universitarios, culturales, periodísticos y artísticos. Muchos prestigiosos
escritores, poetas, artistas y músicos proclamaban su independencia de la política, la neutralidad de
la ciencia y defendían el arte por el arte (en realidad querían decir el arte por el dinero). A difrencia
de la URSS, donde los intelectuales estaban sometidos al Partido Comunista, en el mundo libre los
artistas y escritores debían permanecer al margen del compromiso -de cualquier compromisopolítico.
En lugar de hablar de guerra sicológica, como Arthur Koestler, otro de los escribanos de la CIA en
aquellos felices años, había gente más fina que prefería hablar de burbuja literaria para aludir a toda
aquella sobredosis cultural. Jamás nunca nadie en la historia se había preocupado tanto por la
cultura, por lograr que la gente leyera. Nunca se expusieron más revistas en los kioskos que
entonces; se perseguía la captación de suscriptores y se vendían libros casa por casa: Enciclopedias,
Selecciones del Reader's Digest, Círculo de Lectores... Fue realmente asombroso, la revolución
cultural del imperialismo. La CIA promocionaba orquestas sinfónicas, exposiciones de arte, ballet,
grupos de teatro y conocidos intérpretes de jazz y ópera para neutralizar el sentimiento
antimperialista en Europa y generar aprecio por la cultura y por Estados Unidos. A la CIA le
gustaba especialmente enviar artistas negros a Europa, sobre todo cantantes, escritores y músicos
-como Louis Armstrong- para diluir la hostilidad europea hacia las políticas racistas de Washington.
Había que reescribir la historia para vaciar la memoria revolucionaria del proletariado. Esto se llevó
a cabo de muy diversas formas pero aquí nos interesa una de ellas: la intoxicación desde posiciones
supuestamente revolucionarias. La peor cuña es la de la propia madera, dice el refrán. ¿Quién mejor
para combatir a los comunistas que los antiguos comunistas? La vieja derecha reaccionaria estaba
comprometida (y desacreditada) por sus relaciones con los fascistas. En Washington comprendieron
que, para demoler a los sindicatos, los partidos comunistas y a los intelectuales opuestos a la
OTAN, debían encontrar (o inventar) una izquierda democrática. Era indispensable utilizar el
socialismo democrático como antídoto ante la radicalización de los pueblos surgida de la guerra y la
crisis subsiguiente. En Europa había que impulsar una Non Communist Left Policy (política de
izquierdas no comunista) y por eso recurrieron a los tránsfugas del comunismo.
Esto produjo una asombrosa paradoja: no se trataba de un rechazo de la revolución, de una crítica
contrarrevolucionaria, sino todo lo contrario. Resultaba que en realidad los comunistas no somos
revolucionarios sino contrarrevolucionarios. Los verdaderos revolucionarios son otros: los
anarquistas, los trotskistas y todos los que se oponen al comunismo. La táctica de la CIA consistió
en reclutar a los tránsfugas invirtiendo una parte de los fondos secretos en salvar revistas trotskistas,
como Partisan Review y New Leader, de la quiebra. Esta fue una de la líneas de ataque del
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imperialismo en su estrategia de guerra sicológica a partir de 1945, fecha a partir de la cual dirigió y
financió todo un movimiento intelectual de apariencia izquierdista para demostrar que en la Unión
Soviética y en España la revolución había sido traicionada por los comunistas (precisamente).
Por ejemplo, el 20 de junio de 2003 el suplemento de libros de El País, Babelia, reseñaba la obra del
chivato Orwell Homenaje a Cataluña diciendo que se trata de una obra sobre la traición, o lo que es
lo mismo, sobre cómo los comunistas traicionamos a la revolución. Por supuesto, ellos, o sea,
Orwell y El País, defienden la revolución...
Los trotskistas se lamentan de que nosotros les equiparamos a los fascistas, pero los hechos prueban
que tanto en la URSS como durante la guerra civil española y posteriormente, esa luna de miel fue
total: fascistas y trotskistas han ido siempre de la mano.
No obstante, los historiadores de la guerra fría olvidaron que, cuando transcurre el tiempo, ellos
mismos se convierten en historia; ahora ellos son las cobayas y toca estudiar quién y cómo falsificó
la historia. Aunque muy resumida, ésta es la historia de la falsificación de la historia.
James Burnham: el experto trotskista de la guerra fría
Después de estudiar en Princeton y Oxford, James Burnham (1905-1887) enseñó filosofía en la
Universidad de Nueva York hasta 1953 junto con su colega Sidney Hook (1902-1989). Vivió en
Francia en 1930, donde conoció la existencia de Marx. A su regreso creó la revista Symposium
donde Sidney Hook publicó el ensayo Toward the Understanding of Karl Marx (Para comprender a
Carlos Marx). En castellano también es asequible el libro de Hook La génesis del pensamiento
filosófico de Marx. De Hegel a Feuerbach (publicado por Barral en Barcelona en 1974). Fue uno de
los los primeros filósofos de la CIA especialistas en el pensamiento de Marx, es decir, en la
tergiversación del pensamiento de Marx.
Burnham cambió el cristianismo por el trotskismo y tradujo al inglés la Historia de la revolución
rusa de Trotski. En 1933, junto con su inseparable Sidney Hook, creó el Partido Socialista Obrero.
Al año siguiente, su Partido se fusionó con otra organización trotskista, la Liga Comunista de
América, para formar el Partido Socialista de los Trabajadores.
Burnham mantuvo una correspondencia regular con Trotski de quien llegó a ser portavoz en los
círculos intelectuales estadounidenses. Participó en la IV Internacional y colaboró en publicaciones
trotskistas como El Nuevo Militante, la Llamada Socialista, Marxist Quarterly y La Nueva
Internacional. En 1938 empezó una dilatada colaboración con Partisan Review, otra revista
seudoizquierdista.
Su camarada Sidney Hook fue quien organizó en Estados Unidos una parodia de tribunal, presidido
por el filósofo anticomunista John Dewey, maestro de Hook, para exculpar a Trotski de todos los
graves crímenes que le imputaba Stalin. Para ser más exactos, el tribunal se llamaba en realidad
Comisión de investigación sobre la verdad de los procesos de Moscú. El veredicto fue contundente:
el malo era Stalin y el bueno era Trotski. Desde entonces es lo que oimos por todas partes a todas
horas. Desde entonces también Hook le cogió gusto a los tribunales y se especializó en
manipulaciones diversas.
Por su parte, Burnham alcanzó la celebridad académica en 1941 cuando publicó The Managerial
Revolution, que se convirtió en un éxito de ventas, cosa muy extraña en un libro supuestamente
científico. En castellano se tituló La revolución de los directores y fue publicada por la Editorial
Huemul en Buenos Aires en 1962.
El libro es un desarrollo de las tesis trotskistas acerca del proceso de degeneración burocrática
supuestamente padecido por la URSS y demostraba algo que ahora todos sabemos por fin: que el
stalinismo, el fascismo y el nazismo, son lo mismo, a saber, regímenes totalitarios. Además
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introducía ya esos conceptos que nos resultan ahora tan familiares y que repetimos tantas veces al
cabo del día: democracia, autoritarismo, totalitarismo. El problema es que Burnham se pasó de
rosca e incluyó dentro del totalitarismo al New Deal de Roosvelt. Esto sólo afeaba un poco la idea
porque en la posguerra era imprescindible que el Estado capitalista interviniera en la economía para
evitar su total hundimiento, como se hizo en Bretton Woods. Por resumir: Burnham era un trotskista
neoliberal (y a la inversa).
The Managerial Revolution fue la obra que inspiró a Orwell, que escribió sobre Burnham por lo
menos tres artículos laudatorios (se pueden leer en inglés en el sitio web didicado a este confidente).
En 1943 Burnham continuó publicando otro libro, Los Maquiavélicos donde, también al estilo
trotskista, considera que la historia la hacen pequeñas oligarquías, élites o conspiradores, no las
masas. Es una secuela de los escritos de Nicolás Maquiavelo, Gaetano Mosca, Georges Sorel,
Roberto Michels y Vilfredo Pareto sobre los expertos y la tecnocracia. En castellano fue traducido
como Los Maquiavelistas: defensores de la libertad y fue publicado en Buenos Aires en 1953 por la
editorial Emecé.
Al estallar la guerra mundial Burnham se opuso a la intervención en ella de Estados Unidos, hasta el
ataque a Pearl Harbour. Entonces comenzó a colaborar con el espionaje en asuntos de intoxicación y
guerra psicológica. En 1944 redactó un pronóstico sobre los objetivos soviéticos para la posguerra
para la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), el antecedente inmediato de la CIA. El análisis lo
preparó para el séquito que acompañó a Roosvelt a la Conferencia de Yalta. Este estudio se
incorporó luego a su primer libro sobre la guerra fría, The Struggle for the World, escrito en 1947.
En él se fijan ya las claves imperialistas de la guerra fría: la oposición entre Occidente, cuyo legado
hay que defender, y el comunismo, que es una tiranía asesina que debe ser aplastada. En castellano
se tradujo con un título sugestivo: La lucha por el Imperio Mundial. En que se describe la táctica
seguida y los resultados obtenidos por la infiltración comunista, y se discuten los métodos
apropiados para contenerla. Fue publicada en Madrid en 1951 por la editorial Pegaso.
La publicación de este libro coincidió con el anuncio de la Doctrina Truman, esto es, el derecho de
los imperialistas a intervenir incluso militarmente en todas las partes del mundo donde el
capitalismo peligre ante los avances de la lucha popular.
El libro despertó el interés de la CIA recién creada. Recomendado por George Kennan, Burnham
fue invitado a encabezar la división de Guerra Política y Psicológica de la Oficina de Coordinación
de la Política (OPC), una de las ramas de la agencia de espionaje.
No obstante, Burnham criticó la doctrina de la contención de Kennan y se mostró partidario de una
estrategia más agresiva contra la Unión Soviética. Para combatir a Kennan, en 1953 publicó
Contención o Liberación proponiendo atacar militarmente la URSS con penetraciones aéreas en
profundidad, 2.000 millas más allá de las fronteras para crear una zona liberada en Siberia. Otra de
sus ideas era desatar una rebelión en el Cáucaso apoyándose en la población musulmana de la
región. Para ganar la guerra de Vietnam propuso utilizar armas biológicas y químicas, y para
impermeabilizar a Vietnam del sur de Vietnam del norte, crear una barrera radiactiva con polvo de
cobalto en la frontera.
Aquí Burnham ya no era nada neoliberal sino abiertamente intervencionista y hay que explicar las
razones de esta contradicción. Resulta que en los años 40 Burnham era socio Alfred Kohlberg,
importador de textiles chinos y principal operador del lobby chino en Washington (Ross Y. Koen: El
lobby chino en la política americana, Nueva York, Harper and Row, 1974). La revolución china les
fastidió el negocio a ambos en 1949. No nos extraña que rabiaran...
En marzo de 1949, en Nueva York, una serie de personalidades políticas e intelectuales trataron de
organizar una conferencia por la paz mundial en el hotel Waldorf Astoria. Pero el hotel estaba bajo
el control de la CIA que instaló su cuartel general secreto en el décimo piso. Allí Sidney Hook
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recibió en secreto a algunos periodistas a quienes les explicó su estrategia para reventar el acto por
la paz: interceptar el correo del Waldorf y difundir falsos comunicados. Hook dirigió a su equipo de
provocadores, confidentes y manipuladores, que redactaron panfletos y sembraron el caos en las
mesas redondas de debate al más puro estilo trotskista. Simultáneamente, fuera del hotel, decenas
de militantes trotskistas y de extrema derecha desfilaban con pancartas metiendo ruido. El sabotaje
fue un éxito total; la conferencia fracasó (y la paz también).
Otra de las aportaciones de Burnham a la CIA fue la creación del Congreso para la Libertad de la
Cultura, en compañía de su inseparable camarada Sidney Hook. En este Congreso ocupó cargos
importantes hasta fines de los años 60 junto con otros trotskistas como Max Eastman, aquel que
empezó haciendo negocios en 1924 vendiendo el supuesto testamento de Lenin al New York Times.
A finales de los 50 Burnham fue uno de los expertos consultados por la CIA para derribar a
Mosaddeq en Irán (no era comunista pero tuvo la mala idea de nacionalizar el petróleo, o sea que
para la CIA es como si lo fuera).
Un detalle habla elocuentemente de Burnham: era tan reaccionario que fue uno de los pocos
intelectuales que no criticó al senador McCarthy por la caza de brujas, e incluso dimitió de la
redacción de Partisan Review a causa de ello. Sus amigos liberales de la guerra fría lo abandonaron.
En este ambiente de delación, incluso Hook fue más sutil apoyando disimuladamente a McCarthy
pero estimulando, a la vez, el espionaje y la delación de funcionarios, intelectuales y políticos
cercanos a los comunistas. Por ejemplo, decía Hook, no se puede ser profesor y comunista a la vez,
por lo que todos los maestros comunistas debían ser expulsados de las escuelas (no vaya a ser que
alguien aprenda algo diferente a lo que ellos se esfuerzan en enseñarnos).
Burnham fue de los primeros europeístas y promovió la creación de una Federación europea, eso sí,
siempre bajo el auspicio de Estados Unidos, porque si hay algo claro en sus escritos es que nadie
como él apeló siempre a la hegemonía norteamericana y su control omnímodo sobre todo el mundo.
En política interior favoreció siempre las posiciones republicanas de Nelson Rockefeller y apoyó a
Henri Kissinger y Robert McNamara, aunque hubiera que dar un golpe de Estado en Chile o
bombardear Vietnam con napalm.
Fue siempre un estrecho colaborador de los directores de la CIA William Casey y George Bush
padre en todos los montajes imperialistas contra la Unión Soviética. Tuvo un destacado papel en el
reciclaje de los nazis para Estados Unidos y por ello fue condecorado por Ronald Reagan, lo mismo
que Hook. Justificó la utilización de criminales de guerra nazis ya que -según Burnham- se trataba
de auténticos combatientes por la libertad.
Algunas otras obras de Burnham traducidas al castellano, que todos conocemos de memoria
(aunque nunca hayamos oido hablar de ellas):
— La inevitable derrota del comunismo, Emecé, Buenos Aires, 1950
— Táctica de la subversión, Editorial Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1955
— La encrucijada de la política occidental, un libro colectivo con una nota preliminar de Fraga
Iribarne y artículos de Barry Goldwater, Gerhart Niemeyer y Frank S.Meyer, publicada por el
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1967
A pesar de todo, los trotskistas de Marxist Internet Archive aseguran que Burnham es marxista y lo
incluyen en su nómina (y es que para algunos, como en las películas de Hollywood, todo el mundo
es maravilloso):
[http://www.marxists.org/history/etol/writers/burnham/]
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La fábrica de mentiras: el Congreso para la Libertad de la
Cultura
La criatura de Burnham, el Congreso para la Libertad de la Cultura, constituyó la punta de lanza de
la diplomacia cultural imperialista de la posguerra. Surgido en junio de 1950 en Berlín en la zona de
ocupación estadounidense, su conferencia inaugural incluyó a Bertrand Russell, John Dewey,
Benedetto Croce, Karl Jaspers, Jacques Maritain, Herbert Read, A. J. Ayer, Ignazio Silone, y Arthur
M. Schlesinger. Su secretario general fue Melvin Lasky (1920-2004), un joven y ambicioso
periodista neoyorquino que residía en Alemania desde finales de la guerra. Lasky pasó luego a ser
redactor jefe de Der Monat (El mes), una revista creada en 1947 con el apoyo de la Oficina del
Gobierno Militar de Estados Unidos y particularmente del general Lucius Clay, procónsul de la
zona de ocupación estadounidense en Alemania y, a la vez, administrador del dinero del Plan
Marshall.
El Congreso fue totalmente financiado por la CIA, casi siempre a través de fundaciones con
objetivos no lucrativos y culturales (Farfield, Ford, Rockefeller, Kaplan y otras). Oficialmente
operaba bajo las órdenes de Michael Josselson, antiguo miembro de la OSS transferido a la CIA en
1948. Josselson (que seguía siendo un agente secreto) presidió el comité estadounidense del
Congreso desde su misma fundación.
Incorporado a la CIA en 1950, Thomas Braden, encargado de organizar la División Internacional de
Oposición al Comunismo, confirmó la financiación oculta del Congreso para la Libertad de la
Cultura en un artículo publicado en la revista Ramparts el 20 de mayo de 1967 con título
esclarecedor: Estoy orgulloso de que la CIA sea amoral. Braden había sido el subordinado del jefe
de la OSS en Europa, y más tarde responsable de la CIA (antes de convertirse en jefe supremo de
ésta, durante el gobierno de Eisenhower), Allen Dulles, hermano y socio de John Foster, de la
Dulles, Sullivan and Cromwell, el más importante gabinete estadounidense de negocios
internacionales, ligado a las finanzas nazis (como ya hemos expuesto).
Después de haber dirigido, bajo el control directo de Dulles, el Congreso para la Libertad de la
Cultura, Braden reivindicaba en el Saturday Evening Post varias amoralidades de la CIA, en
particular, sus iniciativas culturales (Encounter, New Leader, Partisan Review) y la escisión de
Force Ouvrière de la CGT francesa. En 1952 el jefe del imperio Time-Life, Henry Luce, a través de
Daniel Bell, transfirió 10.000 dólares para que Partisan Review no desapareciera y New Leader,
dirigida por Sol Levitas, también fue salvada del cierre tras la intervención financiera de Braden,
que no se andaba con rodeos: en la entrevista reconocía que un agente nuestro se había convertido
en director de la revista Encounter y que en 1953 estábamos operando o influenciando en
organizaciones internacionales en todos los terrenos.
Apoyado por un grupo de trabajo, Melvin Lasky agrupó a intelectuales y periodistas en una única
internacional anticomunista. El grupo de trabajo incluía a personalidades francesas como el
socialfascista francés Léon Blum, escritores como André Gide y François Mauriac y profesores
universitarios como Raymond Aron. Pero siempre estuvo estrechamente controlado por
intelectuales estadounidenses, en su mayoría trotskistas neoyorquinos como el mencionado Sol
Levitas y Elliot Cohen, fundador de Commentary, así como por partidarios de la Europa Federal
(Altiero Spinelli, Denis de Rougemont).
Si del otro lado del Atlántico el Plan Marshall traía el dinero y la OTAN los misiles, también era
necesario acarrear desde allá las ideas de los imperialistas estadounidenses. La vieja Europa había
gastado todos sus argumentos culturales e ideológicos y había que traducir del inglés los libros,
doblar las películas y organizar las exposiciones. Otro intelectual neoyorquino, Daniel Bell, es
quien otorga los créditos de investigación y becas de estudio en Estados Unidos a jóvenes
estudiantes europeos a cambio de su colaboración en la lucha anticomunista. Autor de The end of
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ideology (El fin de la ideología), obra publicada en 1960, Bell apenas puede disimular que sigue la
onda corta de Burnham hasta en los pequeños detalles. En Francia Georges Friedmann regurgita las
tesis de Bell. Para no cansar: en España el ministro franquista de Obras Públicas Gonzalo Fernández
de la Mora (luego fundador del PP) reescribe poco después algo nada original: El crepúsculo de las
ideologías.
Parece claro: el crepúsculo de las ideologías es otra ideología. En todos los países capitalistas las
mismas ideas se repiten una y otra vez al estilo de Goebbels como fotocopias y, al final, casi ni nos
damos cuenta de dónde estuvo el primer manantial.
Si Laski tenía Der Monat en Berlín, los intelectuales franceses tenían Preuves (Pruebas) en París,
fundada en marzo de 1951, otro ejemplo de revista anticomunista bajo la batuta del Congreso para
la Libertad de la Cultura. En París se crea el Centro de Estudios Sociológicos, una de las oficinas de
reclutamiento del Congreso. En la capital francesa el Congreso editaba también unos Cuadernos en
los que pueden verse reunidos a sus colaboradores. Por ejemplo, en el número 50 de julio de 1961,
titulado El sentido de la historia, colaboran el filósofo alemán Karl Jaspers y el trotskista español
Pere Pagès (alias Víctor Alba), militante del POUM y experto en intoxicación sobre la guerra civil
española. El suplemento del número 45 (noviembre-diciembre de 1960) se titula Democracia,
nacionalismo y militarismo y entre los articulistas aparecen George Kennan, Salvador de Madariga
y Denis de Rougemont.
En 1965 la Editorial Sur publica en Buenos Aires una selección de los artículos aparecidos en los
doce años de existencia de la revista con el título Expresión del pensamiento contemporáneo, y la
participación de los mismos mercenarios de siempre: Víctor Alba, Raymond Aron, Francisco
Ayala,... Es la misma sopa: trotskistas y neoliberales (y a la inversa).
La guerra sicológica en España
Resulta imposible entrar en detalle con todos y cada uno de los protagonistas hispanos de las
mentiras científicas del imperialismo. Nos ceñiremos aquí a un personaje siniestro que puso su
militancia trotskista al servicio del imperialismo: Julián Gómez García-Ribera, alias Julián Gorkin
(1901-1987), uno de esos típicos intelectuales renegados con una infinita capacidad para rellenar
folios en blanco, y más aún aún para publicarlos.
Expulsado del PCE en 1929, se trasladó a vivir a París en compañía de Jacques Doriot (1898-1945),
otro renegado del PCF que se había puesto al servicio de la patronal francesa ya antes de su
expulsión, como se puso luego al servicio de los vichystas, para acabar muriendo en Alemania
luchando contra el Ejército soviético vestido con el uniforme de las SS.
Narrando sus andanzas en París, Gorkin escribió una novela significativamente titulada Días de
bohemia. Para él no existió el duro exilio del proletario sino la juerga nocturna parisina... ¿Con qué
dinero?
Regresa a España, se integra en el POUM y forma parte de la quinta columna trotskista durante la
guerra civil; sale otra vez de España y comienza a trabajar para la CIA infiltrándose entre los
exiliados. En México fundó Ediciones Libres con su camarada Bartomeu Costa-Amic y varios
mexicanos, donde publicó Retrato de Stalin de Víctor Serge. Más adelante, impulsó Publicaciones
Panamericanas con el dinero de los hermanos Kluger, judíos de origen polaco. A mediados de 1941,
crea Ediciones Quetzal, una editorial bilingüe hispano-francesa financiada por un grupo de
capitalistas franceses establecidos en México y otros mexicanos que vivían en Francia.
Bajo su disfraz izquierdista actuaba encubiertamente para el imperialismo, que le financió
conferencias por todo América Latina, así como la publicación de artículos periodísticos y libros,
editados legalmente por la España franquista. Los aparatos de propaganda del régimen se lanzaron a
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difundir los libros de Gorkin y otros auténticos revolucionarios en donde el PCE aparecía –igual
que Stalin- como un monstruo sediento de sangre. Veamos parte de esa bibliografía, y llamamos la
atención no solamente sobre los truculentos títulos sino también sobre las fechas de edición:
— Caníbales políticos. Hitler y Stalin en España, 1941
— con el general L.A.Sanchez Salazar: Así asesinaron a Trotski, Pacífico, Santiago de Chile, 1950
— De Lenin a Malenkov. ¿Coexistencia o guerra permanente?. El destino del siglo XX, Pacífico,
Santiago de Chile, 1954
— Cómo asesinó Stalin a Trotsky, Editorial Plaza y Janés, Barcelona, 1961
— El asesinato de Trotsky, Editorial Aymá, Barcelona, 1971
— El asesinato de Trotsky, Círculo de Lectores, Barcelona, 1972
— El Imperio soviético. Sus orígenes y desarrollo. (Rusia y España: ayer y hoy. El oro español),
Editorial Claridad, Buenos Aires, 1969
— El Proceso de Moscú en Barcelona: El sacrificio de Andrés Nin, Editorial Aymá, Barcelona,
1974
— El Revolucionario Profesional. Testimonio de un hombre acción, Editorial Aymá, Barcelona,
1975
Por tanto, en pleno franquismo, con una estricta censura previa, cuando a los antifascistas los
metían durante años en la cárcel acusados de propaganda ilegal, a Gorkin le publicaban sus obras en
el interior de España y no pequeñas editoriales, sino las más grandes, como Plaza y Janés (que en
1967 también publicó la biografía de Stalin escrita por Trotski). Hasta la actualidad la Editorial
Janés, donde trabajó Maurín a su salida de la cárcel en 1946, siempre se ha distinguido por ser la
fachada intelectual del espionaje franquista. En una fecha tan avanzada como 1979 publicaba la
obra del espía nazi Ángel Alcázar de Velasco Memorias de un agente secreto. Al mismo tiempo,
también difundía publicaciones trotskistas de ínfima calidad.
En Santiago de Chile, Pacífico era la editorial que durante la guerra fría publicaba los libros
especializados en guerra sicológica. Por ejemplo, en 1957 reeditó para Chile el libro del renegado
Eudocio Ravines, antiguo Secretario General del Partido Comunista de Perú, La Gran Estafa. La
penetración del Kremlin en Iberoamérica, el texto favorito de la gusanera cubana que había
aparecido cinco años antes en México auspiciado por el Departamento de Estado. El libro iba a ser
utilizado por la democracia cristiana y su candidato Eduardo Frei (padre) en las inminentes
elecciones presidenciales. Además, Pacífico era una librería sita en la calle Ahumada, donde se
celebraban tertulias entre intelectuales demócrata cristianos.
Los libros de Gorkin sobre España y la URSS eran encargos bien pagados en dólares; junto con los
de Burnett Bolloten y Víctor Alba forman parte integrante de la guera sicológica que la CIA le
encargó desplegar para destruir el prestigio que tenía la causa de la República entre sectores
progresistas de todo el mundo y crear una imagen sinestra de checas, persecuciones y asesinatos.
Uno de los métodos consistió crear puntos oscuros en la política del PCE durante la guerra y
concentrar sobre ellos toda la atención, como la ejecución del dirigente del POUM Andrés Nin. De
esta forma se inflaba artificialmente la importancia del POUM y, de rebote, del propio Gorkin.
No fue un personaje secundario. La CIA le nombró delegado latinoamericano del Congreso para la
Libertad de la Cultura y ocupó la dirección de su revista, Cuadernos, fundada en 1953.
Además Gorkin tuvo un papel decisivo en la manipulación de los renegados que traicionaron al
comunismo. De su propia mano redactó los dos libros de memorias de Valentín González, El
Campesino, también publicados legalmente por la España franquista: Vida y muerte en la URSS y
Comunista en España y anticomunista en la URSS.
También promovió la publicación de las memorias de otro desertor del comunismo, Jesús
Hernández, ministro de Educación de la República, que fueron reelaboradas por orden de Gorkin.
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El título de libro (por supuesto legalmente difundido en la España de Franco), era sugestivo: Yo fui
ministro de Stalin (G. Del Toro Editor, Madrid, 1974) que no figuraba en el original de Jesús
Hernández, pero que tuvo que consentir. La CIA otorgaba una gran importancia a que el nombre de
Stalin reluciera por todas partes, de manera que en todos estos relatos de ciencia-ficción (más
ficción que ciencia) pareciera como si el malvado georgiano estuviera detrás de cada uno de los
acontecimientos de la guerra civil española y todos los demás fueran vulgares marionetas. La
moraleja era bien simple: menos mal que Franco se sublevó librándonos de la pesadilla de Moscú y
sus gulags, su burocracia y sus planes quinquenales.
Las memorias de Hernández se publicaron en México en 1953 y fueron traducidas al francés ese
mismo año con el título de La grande trahison.
Más detalles importantes: el libro de Hernández no fue financiado por la CIA sino por los
revisionistas yugoeslavos, a cuyo favor se posicionó Hernández, quien trabajaba como asesor de su
embajada en México. Tito daba el primer paso, Jruschov daría el segundo: los revisionistas
empezaban a sumarse a la guerra sicológica contra el comunismo en posiciones idénticas a los
trotskistas.
Para terminar hablemos de un tercer renegado metido a historiador. Se trata de Enrique Castro
Delgado, autor de La vida interna de la Komintern: Cómo perdí la fe en Moscú (Epesa, Madrid,
1950) y Hombres made in Moscú (Editorial Caralt, Barcelona, 1963), ambos libros publicados
también por el franquismo. Castro confesó en México que se entrevistaba con el embajador
norteamericano, quien le compró en un mes 2.500 ejemplares de Cómo perdí la fe en Moscú para
distribuirlos por América Latina. Además, la embajada le pagó una serie de artículos para apoyar el
tratado hispano-norteamericano de 1951.
Otro detalle interesante: el libro lo publicó en Francia la editorial fascista Croix du Feu (Cruz de
Fuego), que cedió los derechos de publicación a la editorial franquista Epesa para que lo publicara
en castellano, y esos derechos de autor fueron los que le permitieron comprar una imprenta (en
aquella época, mientras los verdaderos exiliados pasaban toda clase de privaciones y calamidades).
Con un sueldo tan jugoso en dólares, Castro se permitía muchos lujos: A mí también me habló
Gorkin -confiesa- y me propuso que me fuera a Francia con él, que me darían buen sueldo y a mi
mujer le darían medio millón de francos para que viviese bien mientras yo estuviese en Francia;
pero yo vi pronto por dónde venía el asunto y no acepté. Él tenía hilo directo con la CIA y no
necesitaba a Gorkin -a quien Castro llama traidor- de intermediario.
Hemos aludido a la Editorial Epesa, pero no hemos descubierto sus raíces fascistas: Epesa era una
editorial dirigida por Alfredo Sánchez Bella, entonces miembro del Instituto de Cultura Hispánica.
En 1969 Franco le designó Ministro de Información y Turismo en sustitución de Fraga. Por tanto,
Epesa y Sánchez Bella eran expertos en intoxicación y guerra sicológica.
Estos libros -y otros- auspiciados por Gorkin, fueron ampliamente publicitados por el imperialismo,
integrándose en la intoxicación característica de la guerra fría y convirtiéndose en fuente histórica
documental que todos los libros posteriores citaban como referencia científica indiscutible.
Orwell: Homenaje al delator
George Orwell también aúna en su persona la condición de soplón del espionaje británico (IRD)
con la de trotskista que estuvo en la guerra civil española, naturalmente en las filas del POUM de
Gorkin-Víctor Alba-Maurín-Nin. Es una criatura encumbrada por la guerra fría, un vulgar alcahuete
de la policía británica, un vil delator de los intelectuales progesistas.
Su importancia deriva del detalle siguiente: no sólo desfigura la historia sino que trata de silenciar y
encarcelar a quienes luchan por un mundo mejor, por la revolución. Para que él pueda mentir los
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demás deben ser acallados. Una cosa conduce a la otra.
La apertura de los archivos del Foreign Office puso al descubierto su personalidad fraudulenta. La
ausencia de escrúpulos del escritor británico sólo fue equiparable con la de los más despreciables
protagonistas de sus propias novelas. La recuperación del material secreto de la época demuestra
que Orwell denunció hasta 125 escritores y artistas como compañeros de viaje, testaferros del
comunismo o simpatizantes. Haciendo uso de las lecciones aprendidas en la policía colonial del
Imperio Británico, Orwell se dedicó a anotar escrupulosamente sus impresiones acerca de los
intelectuales con los que mantenía relación en una libreta de tapas azules. La mayoría de ellos ni
siquiera eran comunistas, sino intelectuales progresistas o, simplemente, liberales. Del poeta inglés
Tom Driberg, por ejemplo, decía: Se cree que es miembro clandestino del PC, judío inglés,
homosexual. Del músico de color Paul Robeson: muy antiblanco. Definió a Kingsley Martin,
director del semanario laborista de izquierdas, New Statesman, como un liberal degenerado, muy
deshonesto. Calificaba a Malcolm Nurse, uno de los padres de la liberación africana, de negro,
antiblanco. Insertó a John Steinbeck en su cuaderno delator por ser, según su opinión, un escritor
espurio y pseudoingenuo. Ni Charles Chaplin ni Bernard Shaw ni Orson Welles ni E. H. Carr, se
libraron del lápiz acusador de George Orwell.
Sobre las milicianas del PCE que combatían al fascismo en el frente en primera línea, Orwell
escribió: Las pocas mujeres que están en el frente, son simplemente una fuente de celos. Pese a ello,
una editorial que alardea de libertaria como Virus reeditó en 2000 -por enésima vez- la obra
(Homenaje a Cataluña) de un trotskista como Orwell que parece alejado de su línea, no por
trotskista sino por imperialista, racista, misógino, homófobo y reaccionario. Eso sólo se explica por
el pragmatismo sin principios que caracteriza a determinados libertarios de hoy día que, como los
de Virus, dan por bueno todo aquello que sea la difamación más grosera del comunismo, sin
siquiera alertar a sus lectores de la conexiones del libro que publican con el imperialismo. Algunos
anarquistas alardean de su lucha contra el Estado, contra todo Estado, para convertirse en altavoces
de sus más inmundas cloacas, editando los libros que El País luego reseña. ¿Tienen repartidas las
tareas entre ellos?
Orwell escribió en 1945 Rebelión en la granja a la estela ideológica de Burnham, a quien veneraba.
La narración tuvo una pobre acogida en Inglaterra donde Orwell sólo logró vender 23.000
ejemplares. Sin embargo, al año siguiente la novela cruzó el Atlántico y en Estados Unidos los
servicios de inteligencia se encargaron de convertirla en un éxito de ventas. La obra se vendió por
centenares de miles, aunque su calidad literaria fuera algo más que dudosa. No en vano, la CIA
disponía de la influencia necesaria en los medios de comunicación para convertir lo mediocre en
excelente. Los elogios fueron casi unánimes en la prensa norteamericana. El periódico New Yorker,
por ejemplo, calificaba a Rebelión en la granja como un libro absolutamente magistral y sostenía
que había que empezar a considerar a Orwell como un escritor de primera línea, comparable con
Voltaire. Como no podía ser menos, la infraestructura de la CIA en Hollywood se hizo cargo
también de financiar la versión cinematográfica de Rebelión en la granja. No se escatimaron dólares
a la hora de invertir. Un ejército de ochenta dibujantes asumió la tarea de construir las 750 escenas
con los 300.000 dibujos a color que requería la producción de la película en dibujos animados. El
guión fue asesorado por el Consejo de Estrategia Psicológica, que procuró que el mensaje fuera
nítido y favorable a los planes de la CIA. La película contó con una enorme cobertura publicitaria y
pudo verse hasta en el último confín del mundo capitalista.
En 1949, unos meses antes de su muerte, Orwell publicó la novela 1984. Animado por el inesperado
éxito de su granja, el escritor británico rescató el anticomunismo como tema central del nuevo libro.
No fue tampoco original. Su novela es un plagio de la obra Nosotros, escrita por Evgeni Zamiatin,
un narrador ruso de principios del siglo XX.
Esta novela también encajaba en la ofensiva ideológica de la CIA. Isaac Deutscher describía así el
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impacto que el libro había provocado en la opinión pública norteamericana: ¿Ha leído usted ese
libro? Tiene que leerlo, señor. ¡Entonces sabrá usted por qué tenemos que lanzar la bomba atómica
sobre los bolcheviques! Con esas palabras -decía Deutscher- un ciego, vendedor de periódicos, le
recomendó en Nueva York 1984, pocas semanas antes de la muerte de su autor.
La transmisión de un mensaje construido por los diseñadores de la guerra fría le permitió a Orwell
el éxito fácil y la notoriedad rápida. Era un farsante. Su vida acabó donde había empezado: al
servicio de la policía imperial británica. No criticaba una sociedad burocratizada de vigilancia total
sino que estaba contribuyendo a crearla y fomentarla.
El renegado Boris Suvarin
Boris Suvarin (1893-1984) no es muy conocido en España, y tampoco es muy conocido -ni en
España ni fuera de ella- que Suvarin era el cuñado de Joaquín Maurín, el máximo dirigente del
POUM. Así que vamos a hacer las presentaciones: su verdadero nombre era Boris Lifchitz, nació en
Rusia, aunque se afincó en Francia desde muy joven. Fundador del PCF, del que fue expulsado en
1925, es un caso típico de renegado trotskista que los grandes financieros franceses reciclaron a
base de dinero. Su trayectoria antecedió a la de Jacques Doriot, el amigo de Julián Gorkin en París.
En Francia los hilos de la guerra sicológica conducen, desde los años veinte del pasado siglo, a la
banca Worms. En 1935 Suvarin creó en París el Instituto de Historia Social financiado por la banca
Worms, de la que cobraban él y otros renegados del PCF. Pero no exclusivamente renegados
comunistas: la banca Worms también contrató por aquellos años los servicios de Marcel Déat, que
había abandonado la SFIO (partido socialista) durante la escisión de 1933.
Aunque con diferente origen, todos estos mercenarios confluyeron bajo el fascismo, donde
perfeccionaron su aprendizaje en la intoxicación. Tras la guerra, Hippolyte Worms fue recluido en
la cárcel de Fresnes (París) por colaboracionismo con los ocupantes nazis. Por su parte, Marcel Déat
fue el fundador del partido vichysta Rassemblement National Popular (Agrupación Nacional
Popular).
Desde su mismo origen, la propaganda, los libros, las revistas, la prensa, fueron uno de los medios
fundamentales en la acción anticomunista del Instituto. Pero bajo un nombre tan aséptico y con
pretensiones académicas, se ocultaba la tramoya de algunos financieros franceses que luchaban
contra la influencia comunista dentro del movimiento obrero y sindical. Además de la banca
Worms, el Instituto contaba también con el apoyo del presidente del Consejo Nacional de la
Patronal Francesa. Una ecuación que vinculara al Instituto con la banca Worms, los renegados del
PCF y los imperialistas, proporcionaría la mayor parte de las claves de la guerra sicológica en
Francia.
Tras su expulsión de las filas comunistas, en 1937 Suvarin pasó a escribir en Les Nouveaux
Cahiers, un publicación bimensual controlada por Jacques Barnaud, el director general de la banca
Worms. El nombre de la revista merece una explicación: la revista teórica del PCF se llamaba
Cahiers du Communisme y, como buenos trotskistas, la nueva pretendía hacerse pasar como una
continuación auténtica del comunismo, depurada de las malas hierbas stalinistas.
La fecha de aparición también merece otra explicación: fue creada en 1937 por los financieros con
un triple objetivo:
— romper de la unidad sindical lograda por la CGT en el Congreso de Toulouse el año anterior
— romper el Frente Popular (que había ganado las elecciones) y aislar a los comunistas
vinculándolos
a
una
imagen
siniestra
de
la
URSS
(=Stalin=gulag)
— desacreditar a la República española, presentada como una marioneta de los comunistas (y del
todopoderoso Stalin).
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Suvarin es el experto en estos temas; él es quien verdaderamente sabe y quien puede escribir. Aquel
año publica su obra cumbre: Staline, aperçu historique du bolchevisme (Stalin, perspectiva histórica
del bolchevismo), una de las primeras biografías del malvado georgiano, un clásico de la
intoxicación anticomunista reeditado en 1977 y 1985.
Tras la II Guerra Mundial, como en Alemania o en Italia, los fascistas, esta vez marca Vichy, se
pusieron al servicio de los imperialistas estadounidenses. En 1954 reformaron definitivamente el
Instituto de Historia Social como Instituto de Historia Social y Sovietología que dada su
coincidencia con los planes de la OTAN, fue rápidamente integrado en el andamiaje de la CIA y
desempeñó un papel activo en la división del movimiento sindical francés (creación de Force
Ouvrière separada de CGT).
El Instituto fue dirigido desde su origen por antiguos comunistas corruptos; tras la ocupación lo fue
por esas mismas personas, después de un periodo previo de colaboración con el gobierno de Vichy
y el ocupante nazi. En febrero de 1948, tras su salida de la cárcel de Fresnes, Worms contrató
también a Georges Albertini, otro renegado socialista, lugarteniente de Déat en el partido vichysta
Rassemblement National Popular y director de gabinete en la Secretaría de Trabajo del gobierno
fascista de Petain. En aquel gobierno Albertini se encargaba de la difusión de publicaciones, cuyo
número se multiplicó durante los años cuarenta, y de otros medios de propaganda. Worms, recicló a
Albertini para asignarle la misma misión anticomunista y antisoviética que había cumplido antes de
la guerra y la ocupación nazi bajo el rótulo de un Instituto de Historia Social.
Hippolyte Worms y Georges Albertini habían coincidido en la prisión de Fresnes durante el otoño
de 1944, recluidos ambos por colaboracionismo.
Pero hay una diferencia -no fundamental- entre Suvarin y los demás sicarios de la banca Worms: no
siguió a sus mentores bajo el régimen de Vichy. Dejó Francia en 1940 y se pasó la guerra en Nueva
York, donde se puso a disposición del espionaje estadounidense, oficialmente consagrado entonces
a la guerra contra el Eje. Como sus colegas americanos, Suvarin, era, pues, otro de aquellos
trotskistas en la nómina de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) y su tarea específica se
concentraba en el movimiento obrero y sindical.
Tras la guerra, Suvarin regresó a Francia en 1947 y con la ayuda del vichysta Albertini volvió a
poner en funcionamiento el Instituto de Historia Social con una triple financiación: la CIA, los
sindicatos estadounidenses y la banca Worms.
Las conexiones de posguerra de Suvarin con el Congreso para la Libertad de la Cultura son
evidentes. Por ejemplo, era uno de los que escribía habitualmente en la revista Preuves. Como no
encontraba un editor independiente, sólo consiguió publicar gracias a los inagotables recursos
económicos del Congreso para la Libertad de la Cultura.
Al año siguiente de estallar el escándalo de la dependencia del Congreso para la Libertad de la
Cultura respecto de la CIA, Suvarin da un giro y se vuelve contra sus amos limitando la excesiva
influencia que tomarían, en el seno de la asociación, los sovietólogos estadounidenses. Su objetivo
era reducir la cantidad visible de sovietólogos estadounidenses en el seno del Instituto de Historia
Social.
Raymond Aron: el transatlántico de la ideología
Raymond Aron (1905-1983) nace en una familia alsaciana burguesa y judía, estudia en la Escuela
Normal Superior en 1924 y en 1928 es profesor agregado. En vísperas de la II Guerra Mundial
estudia filosofía. No logra entrar a la universidad de la Sorbona y se ve obligado a aceptar cargos
poco prestigiosos en escuelas gubernamentales.
Entonces era un intelectual socialista que no logró trepar en la política, así que se convirtió en un
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reaccionario. En 1933 entró en el Centro de Documentación Social donde sucedió a Marcel Déat, a
quien ya hemos presentado. El Centro lo financiaba la Fundación Rockefeller y bajo su techo Aron
se relaciona con Robert Marjolin, un economista formado en Estados Unidos gracias a una beca de
la Fundación Rockefeller.
El ascenso llega. En 1945 es director de gabinete del ministro de Información, André Malraux, en el
gobierno de De Gaulle y, a partir de ahí, asume posiciones importantes en el periodismo:
editorialista de Le Figaro de 1947 a 1977 y columnista en L'Express hasta su muerte.
Le Figaro lo dirige Pierre Brisson, antiguo colaborador de Lucien Romier, muerto este último
durante la ocupación después de haber sido ministro vichysta en 1943. Su línea política es
abiertamente proestadounidense, anticomunista y partidaria de la OTAN. Las columnas
periodísticas de Aron durante Mayo de 1968 (el terrorismo del poder estudiantil) no tienen
desperdicio. Todo buen anticomunista debe leerlas y tomar notas.
Es amigo y colaborador del espía Michael Josselsson, el intermediario entre la CIA y los
intelectuales, que le nombra dirigente del Congreso para la Libertad de la Cultura, donde se
convierte rápidamente en una de las personalidades más influyentes desde su creación en Berlín en
1950 hasta el escándalo de 1967. Es uno de los importadores de las tesis de los intelectuales
trotskistas de Nueva York. En 1947 encarga la traducción de The Managerial Revolution (L'ère des
organisateurs) de su amigo Burnham, del que el socialfascista Léon Blum redacta el prólogo de la
primera edición. Los libros de Aron El hombre contra los tiranos (1946) y El gran cisma (1948), se
convierten en verdaderos manifiestos de los reaccionarios franceses y de la internacional
anticomunista.
En 1955, en la conferencia internacional de Milán del Congreso para la Libertad de la Cultura, es
uno de los cinco oradores que intervienen en la sesión de apertura conjuntamente con Hugh
Gaitskell, Michael Polanyi, Sidney Hook y Friedrich von Hayek. Otra vez los trotskistas (Sidney
Hook) de la mano de los neoliberales (Von Hayek)...
Ese mismo año publica El opio de los intelectuales, texto inspirado en Burnham, donde denuncia la
neutralidad de los intelectuales de la izquierda no comunista. En 1957, redacta el prefacio de La
revolución húngara. Historia de la sublevación, de Melvin Lasky y François Bondy.
A pesar de ser judío, nunca condenó al gobierno colaboracionista de Vichy, sino todo lo contrario:
se erigió varias veces en defensor de los partidarios de Petain. El 17 de octubre de 1983 acudió a
declarar como testigo a favor de su amigo, el filósofo Bertrand de Jouvenel, acusado de nazismo
durante la ocupación de Francia. Durante los años 30 Jouvenel se enroló en el Partido Popular
Francés de Doriot, el trotskista renegado. Reclutado por los servicios de inteligencia, el filósofo
Jouvenel se convirtió en espía de su viejo amigo Otto Abetz. En la época de la Liberación, fundó
con Rueff y Hayek la ultraliberal Sociedad Mont Pelerin y participó intensamente en las actividades
del Congreso por la Libertad de la Cultura. A pesar de lo que decía en sus escritos, Aron no era un
teórico sino un militante comprometido con el imperialismo: murió cuando salía del tribunal de
defender a su camarada nazi Jouvenel.
Amigo y consejero de Kissinger, quien lo consideraba su guía, y de George Kennan, el padrino de la
contención, Aron representó el mejor apoyo de los servicios culturales estadounidenses en Francia.
Supuesto experto en sociología política, fue uno de los que desde el otro lado del atlántico importó a
Europa las tesis imperialistas acerca de las diferencias los regímenes democráticos, autoritarios y
totalitarios, tres palabras mágicas que desde la guerra fría están en la boca de todos los políticos y
periodistas como conceptos firmes y establecidos de una vez y para siempre. Por ejemplo, esto
puede leerse en su libro Democracia y totalitarismo (Seix Barral, Barcelona, 1968), un verdadero
engendro lleno de todos esos tópicos.
Otra idea feliz de Aron: el marxismo no es política sino religión, algo que después hemos oido
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millones de veces. Stalin era seminarista y los comunistas somos como los curas, con nuestros
dogmas, nuestra liturgia, nuestros pontífices, nuestros santos... y nuestras procesiones.
Una de las tareas primordiales de estos escritores es imponernos su lenguaje, sus expresiones. Por
ejemplo, siguiendo a su amigo Burnham, Aron es quien empieza la cantinela de la sociedad
industrial. Ya no hay capitalismo ni imperialismo, palabras que suenan muy mal y deben ser
sustituidas por otras más neutras.
Pero que no se trataba más que de un experto en manipulación ideológica lo demuestran algunos de
sus otros títulos, cuya simple mención lo dice todo: Los marxismos imaginarios. De Sartre a
Althusser (Monte Avila Editores, Caracas, 1969), ¿Marx superado? (con otros autores, entre ellos
Theodor W.Adorno, Buenos Aires, 1974). Lo escribió él mismo en sus Memorias: el Congreso para
la Libertad de la Cultura cumplió su misión únicamente gracias al enmascaramiento o incluso, si se
quiere, a la mentira y la omisión. Está claro (siempre lo estuvo, pero en fin).
Aron es un autor introducido en España a través del grupo Prisa-Polanco-El País y sus antecedentes,
es decir, la Revista de Occidente que dirigía José Ortega Spottorno, quien en mayo de 1964 le
publica el artículo Reflexiones sobre la idea socialista. Otra de sus primeras obras traducidas y
distribuidas en España es La lucha de clases (Editorial Seix Barral, Barcelona, 1966, publicada
antes en catalán).
Uno de sus libros más divulgados lo fue a través de Alianza Editorial, también del grupo PrisaPolanco-El País: el Ensayo sobre las libertades (Madrid, 1969). Nosotros cuando leemos este
maravilloso libro sobre la libertad, nos volvemos a acordar -entre otras cosas- de la CIA, del golpe
de Estado de Pinochet y de los bombardeos sobre Vietnam con napalm. No lo podemos evitar.
El 27 de enero de 2004 la fundación FAES (la de Aznar) rinde homenaje a Raymond Aron en el
Hotel Miguel Ángel de Madrid. Habla Jean-François Revel sobre Raymond Aron y el vínculo
transatlántico (Revel fue uno de los directores del Instituto de Historia Social).
¡ Casi se nos olvida hablar de El libro negro del
comunismo !
Es el último éxito de ventas de la saga del gulag, traducido al castellano por el famoso César Vidal.
En Italia el partido neofascista de Berlusconi Forza Italia repartía gratuitamente 5.000 ejemplares
del libro entre los delegados a un congreso de 1998. Todos lo hemos leído ya mil veces aunque no
hayamos abierto sus páginas; nos lo sabemos de memoria: los comunistas hemos asesinado a 100
millones de personas y aún no hemos tenido nuestro Nuremberg (salvo en España donde tenemos a
la Audiencia Nacional para estas cosas).
Como todos os lo sabéis, no vamos a hablar del libro sino de su autor: Stéphan Courtois, también
renegado, esta vez de Vive la Révolution, al que perteneció entre 1969 y 1971, un grupúsculo
maoísta francés de carácter espontaneísta al que la gente llamaba despectivamente mao-spontex.
Fundó en 1982 la revista Communisme junto con Annie Kriegel, otra tránsfuga, estrecha
colaboradora de Raymond Aron y autora de Los procesos en los países comunistas, publicado en
España por Alianza Editorial-Prisa-El País.
No sabemos si os pasará como a nosotros, pero nos da la impresión de que todos estos renegados en
realidad no abandonan el comunismo sino que se nos quedan pegados a la chepa como una costra
que no hay quien se la quite de encima. Si odian tanto al comunismo, ¿por qué simplemente no se
olvidan de él para siempre?
Por cierto, ¿sabéis qué cargo ocupa Stéphan Courtois? No nos referimos a los que vienen en el libro
(miembro del Centro Nacional de Investigaciones Científicas y esas cosas). ¡ Bingo ! ¡ Es
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vicepresidente del Instituto de Historia Social !
Partido Comunista de España (reconstituido)
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