El año que soñamos peligrosamente Akal / Pensamiento crítico / 23 Slavoj Žižek El año que soñamos peligrosamente Traducción: Antonio José Antón Fernández El año que soñamos peligrosamente Diseño de portada RAG Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte. Nota a la edición digital: Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original. Título original The year of dreaming dangerously © Slavoj Žižek, 2012 © Ediciones Akal, S. A., 2013 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.akal.com ISBN: 978-84-460-3849-8 El año que soñamos peligrosamente Capítulo I Introducción war nam nihadan, En persa hay una magnífica expresión, war nam nihadan, que significa «para asesinar a alguien, entierra su cuerpo, y después haz crecer flores sobre él para ocultarlo»[1]. En 2011 fuimos testigos de (y participamos en) una serie de acontecimientos arrolladores: de la primavera árabe al movimiento Occupy Wall Street; desde los disturbios en el Reino Unido hasta la locura ideológica de Breivik. Fue el año en que soñamos peligrosamente, en ambas direcciones: sueños de emancipación movilizaron a los manifestantes de Nueva York, en la plaza Tahrir, Londres y Atenas; y sueños oscuros y destructivos impulsaron a Breivik y los populistas racistas a lo largo y ancho de Europa, desde Holanda hasta Hungría. La reacción de la ideología hegemónica consistió primordialmente en neutralizar la auténtica dimensión de estos acontecimientos: ¿no fue acaso la reacción predominante en los medios un war nam nihadan? Los medios aniquilaron todo el potencial radical emancipatorio de aquellos acontecimientos, u ocultaron la amenaza que suponían para la democracia, y después hicieron crecer flores sobre el cadáver enterrado. Por esto mismo es tan importante dejar las cosas claras, integrar los acontecimientos de 2011 dentro de la totalidad de la situación global; mostrar cómo se relacionan con el antagonismo central del capitalismo contemporáneo. Fredric Jameson afirma que, en un momento histórico determinado, la pluralidad de estilos artísticos o argumentos teóricos disponibles pueden mostrarse como parte de tendencias que juntas conforman un sistema. Para articular tal sistema, Jameson recurre habitualmente a un cuadrado semiótico greimasiano, y con razón: este cuadrado no es una matriz estructural puramente formal, puesto que siempre comienza con alguna oposición básica (antagonismo o «contradicción»), y después busca la manera de desplazar y/o mediar los dos polos opuestos. El sistema de combinaciones posibles es por tanto un esquema dinámico de todas las respuestas posibles, o reacciones, a algún antagonismo o problema estructural básico. Este sistema no solo limita el alcance de la libertad del sujeto: simultáneamente abre un espacio para ella. En otras palabras, es «al mismo tiempo libertad y determinación: abre un conjunto de posibilidades creativas (que son por sí mismas respuestas posibles a la situación que articula) y traza los límites definitivos de la praxis, que son también los límites del pensamiento y la proyección imaginativa»[2]. Jameson también llama la atención sobre la pregunta epistemológica clave: tal sistema de todas las posibles combinaciones quiere ser objetivo, pero nunca es otra cosa que ideológico: [por ejemplo en arquitectura] es a veces muy difícil pensar en cómo podríamos distinguir la existencia real de los varios tipos bajo los que se encuadran determinados edificios modernos, de la invención en nuestra mente de los sistemas que definen esos tipos. Hay en esto, de hecho, algo así como un falso problema: la persistente preocupación de que estemos en cierto modo dibujando nuestro propio ojo, que puede suavizarse hasta cierto punto si recordamos que nuestro ojo es parte del propio sistema del Ser que es nuestro objeto de especulación[3]. Aquí estamos plenamente justificados en seguir a Hegel: si la realidad no se ajusta a nuestro concepto, tanto peor para la realidad. Es decir; nuestro esquema, si es adecuado, localiza la matriz formal que es (imperfectamente) seguida por la realidad. Como ya advirtió Marx, las determinaciones «objetivas» de la realidad social son al mismo tiempo determinaciones del pensamiento «subjetivas» (de los sujetos inmersos en esta realidad) y, en este punto de indistinción (en el que los límites de nuestro pensamiento, sus problemas y contradicciones, son al mismo tiempo los antagonismos de la realidad social objetiva misma), «el diagnóstico es también su propio síntoma»[4]. Nuestro diagnóstico (nuestra reconstrucción «objetiva» del sistema de todas las combinaciones posibles que determina el alcance de nuestra actividad) es en sí mismo «subjetivo», es un esquema de reacciones subjetivas a un problema con el que topamos en nuestra práctica, y en ese sentido, es sintomático de este mismo problema sin resolver. Donde debemos disentir de Jameson, sin embargo, es en su designación de la no distinción entre subjetivo y objetivo como «ideológica»: es ideológica solamente si definimos ingenuamente «no ideológico» en términos de una descripción puramente «objetiva», una descripción libre de toda implicación subjetiva. Pero ¿no sería más apropiado caracterizar como «ideológico» todo punto de vista que ignore, no alguna realidad «objetiva» no distorsionada por nuestra implicación subjetiva, sino la causa misma de esta distorsión inevitable, lo Real de este problema al que nos enfrentamos en nuestros proyectos y compromisos políticos? Este libro pretende contribuir a un «mapeo cognitivo» (Jameson) de nuestra constelación sociopolítica actual. Después de ofrecer una breve descripción de las características principales del capitalismo actual, continúa delineando los contornos de su ideología hegemónica, centrándose en los fenómenos reaccionarios (en particular las revueltas populistas) que surgen como reacción a los antagonismos sociales. La segunda parte del libro se ocupa de los dos movimientos emancipatorios más importantes de 2011, la primavera árabe y Occupy Wall Street, antes de enfrentarse, mediante un análisis de The Wire, a la difícil pregunta de cómo combatir el sistema sin contribuir a una mejora de su funcionamiento. El instrumento de tal análisis es lo que Immanuel Kant llamaba el «uso público de la razón». Hoy, más que nunca, deberíamos tener en cuenta que el comunismo comienza con el «uso público de la razón»; con el pensamiento, es decir, con la universalidad igualitaria del pensamiento. Para Kant, el espacio público de la «sociedad civil mundial» designa la paradoja de la singularidad universal; un sujeto singular que, en una suerte de cortocircuito, evitando la mediación del particular, participa directamente del universal. Esto es lo que Kant, en el famoso pasaje de su ensayo «¿Qué es la Ilustración?», quiere decir con «público» como opuesto a «privado»: esto último no denota los vínculos individuales, opuestos a los comunitarios, sino el mismo orden comunitario e institucional de la identificación particular de cada uno, mientras que «público» designa la universalidad transnacional del ejercicio de la razón en cada individuo. Sin embargo, este dualismo del uso público y privado de la razón, ¿no se apoya en aquello que llamaríamos, en términos más contemporáneos, la suspensión de la eficacia simbólica (o poder performativo) del uso público de la razón? Kant no rechaza la fórmula habitual de la obediencia, «No pienses, ¡obedece!», en favor de su «revolucionario» opuesto directo, «¡No obedezcas [a lo que otros te dicen que hagas], piensa [por ti mismo]!». Su fórmula es más bien «¡Piensa y obedece!», es decir, piensa públicamente (con el uso libre de la razón) y obedece en privado (como parte de la maquinaria jerárquica del poder). En definitiva, pensar libremente no me autoriza a hacer cualquier cosa. Lo más que puedo hacer cuando mi «uso público de la razón» me lleva a ver las debilidades e injusticias del orden existente es apelar al gobernante para que realice reformas. Podríamos dar un paso más adelante aquí y afirmar, como Chesterton, que la libertad abstracta para pensar (y dudar) activamente evita la libertad real: De un modo general, puede asegurarse que la mejor salvaguardia contra la libertad es el libre pensamiento. La emancipación hecha a la moderna, del pensamiento del esclavo, es la mejor garantía contra la emancipación del esclavo. Enseñadle a torturarse con interrogaciones sobre su propio anhelo de libertad, y os aseguro que no se libertará[5]. Pero, ¿es la sustracción del pensamiento, la suspensión de su eficiencia, realmente tan clara e inequívoca como parece? La estrategia secreta de Kant aquí (intencional o no) es como el conocido truco del abogado que, ante el jurado, profiere una afirmación que sabe que el juez encontrará inadmisible y ordenará al jurado que «no conste», lo que es desde luego imposible, puesto que el daño ya está hecho. ¿No es la retirada de la eficacia del uso público de la razón también una sustracción que abre espacio para una práctica social nueva? Es demasiado fácil señalar la obvia diferencia entre el kantiano uso público de la razón y la noción marxista de conciencia de clase revolucionaria: el primero es neutral y distanciado; el segundo, «parcial» y plenamente comprometido. Pero la «posición proletaria» puede definirse precisamente como aquel punto en el que el uso público de la razón se hace práctico y eficaz sin retroceder a la «privacidad» del uso privado de la razón, puesto que la posición desde la que se ejerce es la «parte sin parte» del cuerpo social, su exceso que no obstante se coloca directamente en la posición de universalidad. Por contra, la reducción estalinista de la teoría marxista a mera servidora del Estado-partido es precisamente una reducción del uso público de la razón al privado. Solamente un enfoque así, que combine la universalidad del «uso público de la razón» con una posición subjetiva comprometida puede ofrecer un «mapeo cognitivo» adecuado de nuestra situación. Como dijo Lenin: «Debemosaussprechen was ist, señalar los hechos, admitir la verdad de que hay una tendencia...». ¿Qué tendencia? ¿Qué hechos deben señalarse hoy respecto al capitalismo global? [1] Véase Adam Jacot de Boinod, The Meaning of Tingo, Londres, Penguin, 2005. [2] Fredric Jameson, Seeds of Time, Nueva York, Columbia University Press 1996, pp. 129-130 [ed. cast.: Las semillas del tiempo, trad. de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Trotta, 2000]. [3]Ibid., p. 130 [4]Ibid. [5] G. K. Chesterton, Orthodoxy, San Francisco, Ignatius Press, 1995, p. 45 [ed. cast.: Ortodoxia, trad. de Alfonso Reyes, Barcelona, Alta Fulla,22000, cap. VII, p. 130]. El año que soñamos peligrosamente Capítulo II De la dominación a la explotación y sublevación Como marxistas, compartimos la premisa de que la «crítica de la economía política» de Marx continúa siendo el punto de partida para comprender nuestra situación socioeconómica. Para poder captar la especificidad de esta situación, sin embargo, debemos desembarazarnos de los últimos vestigios del historicismo evolucionista de Marx, aunque este fuera el pilar fundamental de la ortodoxia marxista. Aquí tenemos al Marx historicista en su peor versión: en la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales... Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas, y se abre así una época de revolución social... Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, bien mirado, se encontrará siempre con que estos objetivos solo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando las condiciones materiales para su realización[1]. Este esquema es doblemente erróneo. En primer lugar, el capitalismo como formación social está caracterizado por un desequilibrio estructural: el antagonismo entre fuerzas y relaciones está presente desde el principio, y es este mismo antagonismo el que empuja al capitalismo hacia la autorrevolución y autoexpansión permanentes; el capitalismo sobrevive porque sortea sus obstáculos escapando hacia el futuro. Por esto mismo hay que desechar la «sabia» noción optimista de que la humanidad «inevitablemente se plantea solo las tareas que es capaz de resolver»: hoy afrontamos problemas para los que no hay soluciones claras garantizadas por una lógica evolucionista. Para poder trascender este marco, debemos centrarnos en las tres características que describen el capitalismo contemporáneo: la tendencia a largo plazo de pasar de la ganancia a la renta (en sus dos formas principales: renta basada en el «conocimiento común» privatizado y la renta basada en los recursos naturales); el papel estructural mucho más poderoso del desempleo (la oportunidad de ser «explotado» en un trabajo a largo plazo es percibida como un privilegio); y, finalmente, el surgimiento de una nueva clase que Jean-Claude Milner llama la «burguesía asalariada»[2]. La consecuencia del aumento de la productividad, causado por un crecimiento exponencial del conocimiento colectivo, es un cambio en el rol que juega el desempleo. Pero esta nueva forma de capitalismo, ¿ no ofrece nuevas perspectivas para la emancipación? En eso consiste la tesis de Hardt y Negri en su libro Multitud, donde emprenden la tarea de radicalizar a un Marx para el que un capitalismo corporativo altamente organizado ya era «socialismo dentro del capitalismo» (una suerte de socialización del capitalismo con los propietarios, ausentes, deviniendo más y más superfluos), de modo que solamente falta cortar las cabezas de aquellos que están nominalmente al cargo para alcanzar el auténtico socialismo[3]. Para Hardt y Negri, sin embargo, la limitación de Marx fue que estaba históricamente limitado por la forma centralizada y jerárquicamente organizada del trabajo industrial, razón por la cual su visión del general intellect era la de una agencia de planificación central. Solamente hoy, con el surgimiento del «trabajo inmaterial» en una posición hegemónica, es cuando la inversión revolucionaria se hace «objetivamente posible». Este trabajo inmaterial se extiende entre dos polos: el trabajo (simbólico) intelectual (la producción de ideas, códigos, textos, programas, cifras…); y el trabajo afectivo (aquellos que se ocupan de nuestros afectos corporales: desde médicos hasta baby-sitters y asistentes de vuelo). Hoy, el trabajo inmaterial es «hegemónico» en el sentido preciso en que Marx proclamó que, en el capitalismo del siglo XIX, la gran producción industrial era hegemónica, como el color específico que da el tono a la totalidad; no en términos cuantitativos, sino desempeñando un papel central, emblemático y estructural. Lo que emerge por lo tanto es un nuevo y amplio dominio de lo «común»: conocimiento compartido, formas de cooperación y comunicación, etcétera, que ya no encajan en la forma de la propiedad privada, porque en la producción inmaterial los productos ya no son objetos materiales, sino nuevas relaciones sociales (interpersonales); en pocas palabras, la producción inmaterial es directamente biopolítica, es la producción de la vida social. La ironía es que Hardt y Negri se refieren al mismo proceso que los ideólogos del capitalismo «posmoderno» actual celebran como el paso de la producción material a la simbólica, de una lógica centralista y jerárquica a la lógica de la autoorganización autopoiética, la cooperación multicentrada, etcétera. Negri es desde luego fiel a Marx en este punto: lo que intenta probar es que Marx tenía razón, que el surgimiento del general intellect es a largo plazo incompatible con el capitalismo. Los ideólogos del capitalismo posmoderno hacen exactamente la afirmación opuesta: es la teoría (y práctica) marxista misma la que permanece dentro de los límites de la lógica jerárquica y centralizada del control estatal y por lo tanto no pueden afrontar los efectos sociales de la nueva revolución de la información. Hay buenas razones empíricas para esta afirmación: una vez más, la ironía histórica está en que la desintegración del comunismo es el ejemplo más convincente de la validez de la dialéctica tradicional marxista de fuerzas y relaciones de producción, con las que el marxismo contaba en su intento de superar el capitalismo. Lo que sin duda arruinó a los regímenes comunistas fue su incapacidad para acomodarse a la nueva lógica social sostenida por la «revolución de la información»: intentaron reconducirla hacia otro proyecto más de planificación central estatal a gran escala. La paradoja es por tanto que lo que Negri celebra como una oportunidad única de superar el capitalismo es también celebrado por los ideólogos de la «revolución de la información» como el surgimiento de un nuevo capitalismo «sin fricciones». El análisis de Hardt y Negri tiene tres puntos débiles que, tomados conjuntamente, explican cómo el capitalismo puede sobrevivir a lo que debería ser (en términos marxistas clásicos) una nueva organización de la producción que lo vuelva obsoleto. Subestiman la profundidad con que el capitalismo contemporáneo privatizó con éxito (al menos a corto plazo) el propio «conocimiento común», así como el grado en que los trabajadores mismos están deviniendo «superfluos» (con un número creciente de ellos convirtiéndose no solamente en desempleados temporales, sino estructuralmente inempleables), mucho más que la burguesía. Además, incluso si es en principio verdadero que la burguesía es cada vez menos funcional, deberíamos matizar esta afirmación con la pregunta ¿menos funcionales para quién? Para el capitalismo mismo. Es decir, si el viejo capitalismo, en términos ideales, presuponía un empresario que invertía dinero (propio o prestado) en una empresa organizada y dirigida por él mismo, recaudando después sus ganancias, un nuevotipo-ideal está emergiendo hoy: ya no se trata del empresario que posee su propia empresa, sino del manager experto (o junta directiva presidida por un director ejecutivo) que dirige una compañía propiedad de los bancos (también dirigidos por directivos que no poseen el banco) o diversos inversores. En este nuevo tipo-ideal de capitalismo sin burguesía, la vieja burguesía que ha dejado de ser funcional se refuncionaliza como una clase de directivos asalariados; una nueva burguesía que recibe un salario, e incluso cuando sus miembros poseen parte de la empresa adquieren sus acciones como parte de la remuneración por su trabajo («bonus» por su dirección «exitosa»). Esta nueva burguesía sigue apropiándose de la plusvalía, pero bajo la forma (mistificada) de lo que Milner llama el «plus-salario»: en general sus miembros son remunerados por encima del «salario mínimo» proletario (este imaginario y a menudo mítico punto de referencia cuyo único ejemplo real en la economía global actual es el salario de un trabajador en un taller textil en China o Indonesia), y es esta diferencia de los proletarios comunes, esta distinción, lo que determina su estatus. La burguesía en el sentido clásico, por tanto, tiende a desaparecer, y los capitalistas reaparecen como un subconjunto de los trabajadores asalariados; managers que ganan más por su especial cualificación (razón por la cual la «evaluación» pseudocientífica que legitima sus altos salarios es tan crucial hoy en día). La categoría de los trabajadores que ganan un plus-salario, desde luego, no se limita a los managers: se extiende a todo tipo de especialistas, administradores, funcionarios, médicos, abogados, periodistas, intelectuales y artistas. El plusvalor que reciben tiene dos formas: más dinero (para managers y demás), pero también menos trabajo, esto es, más tiempo libre (para algunos intelectuales, pero también para algunos miembros de la administración estatal, etcétera). El procedimiento de evaluación que cualifica a algunos trabajadores para recibir un plus-salario es, desde luego, un mecanismo arbitrario de poder e ideología, sin vínculo alguno con la competencia real, o en términos de Milner: la necesidad del plus-salario no es económica, sino política, es decir, se trata de mantener una «clase media» con el objetivo de la estabilidad social. La arbitrariedad de la jerarquía social no es un error, sino que es su razón de ser, puesto que la arbitrariedad de la evaluación desempeña un papel homólogo al de la arbitrariedad del éxito en el mercado. En otras palabras; la violencia no amenaza con estallar cuando hay demasiada contingencia en la esfera social, sino cuando se intenta eliminar esta contingencia. He ahí uno de los impasses a los que se enfrenta China hoy: el objetivo de las reformas de Deng Xiaoping era el de introducir un capitalismo sin burguesía (como la nueva clase dominante); pero ahora los líderes chinos están descubriendo dolorosamente que un capitalismo sin jerarquía estable (mantenida por la burguesía como nueva clase) genera inestabilidad permanente. ¿Qué camino tomará China? Más en general, esta es también probablemente la razón por la que los (ex)comunistas están demostrando ser gestores más eficientes del capitalismo: su enemistad histórica con la burguesía como clase encaja perfectamente con el progreso del capitalismo contemporáneo hacia un sistema de gestión sin la burguesía; en ambos casos, como Stalin dijo hace mucho, «los cuadros deciden todo»[4]. Esta noción de plus-salario también nos permite arrojar nueva luz sobre las actuales protestas «anticapitalistas». En tiempos de crisis, los candidatos obvios para «apretarse el cinturón» son las capas más bajas de la burguesía asalariada: puesto que sus plus-salarios no desempeñan ningún papel económico inmanente, lo único que les evita unirse a los proletarios es su poder de protesta política. Aunque estas protestas están nominalmente dirigidas a la lógica brutal del mercado, en realidad están protestando contra la erosión gradual de su posición económica (políticamente) privilegiada. Recordemos la fantasía ideológica favorita de Ayn Rand (en La rebelión de Atlas): una huelga de («creativos») capitalistas. ¿No encuentra esta fantasía una plasmación perversa en muchas huelgas actuales, que son a menudo huelgas de la privilegiada «burguesía asalariada» impulsada por el miedo a perder sus privilegios (el plusvalor sobre el salario mínimo)? No son protestas proletarias, sino protestas contra la amenaza de verse reducidos a un estatus proletario. En otras palabras, ¿quién se atreve a realizar una huelga hoy, cuando tener la seguridad de un trabajo permanente se ha convertido por sí misma en un privilegio? Estos no son los trabajadores con bajos salarios en (lo que queda de) la industria textil y demás, sino aquellos estratos de trabajadores privilegiados con empleos garantizados (la mayor parte como funcionarios: policías y otros agentes de la ley, profesores, trabajadores del transporte público, etcétera). Esto también da cuenta de la nueva ola de protestas de estudiantes: su principal motivación es probablemente el miedo a que la educación superior no pueda garantizarles un plus-salario en el futuro. Desde luego, el nuevo auge de las protestas (desde la primavera árabe a Europa occidental, desde Occupy Wall Street a China, España o Grecia) no debería desecharse como una mera revuelta de la burguesía asalariada. Alberga un potencial mucho más radical, que requiere un análisis concreto, caso por caso. Las protestas estudiantiles contra las reformas universitarias en el Reino Unido, por ejemplo, fueron claramente diferentes de los disturbios británicos de agosto de 2011 (un carnaval consumista de destrucción, un genuino estallido de los excluidos del sistema). Respecto a la rebelión en Egipto, se podría afirmar que comenzó como una revuelta de la burguesía asalariada (los jóvenes con estudios superiores que protestaban ante la falta de perspectivas), pero rápidamente se convirtió en parte de una protesta más amplia contra un régimen opresivo. ¿Pero hasta qué punto movilizó la protesta a los trabajadores pobres y los campesinos? ¿No indica la victoria electoral de los islamistas la estrecha base social de la originaria protesta secular? Grecia es un caso especial al respecto: durante las últimas décadas, se creó una nueva burguesía asalariada (especialmente en la hiperextendida administración estatal) con ayuda financiera de la UE, y gran parte de las protestas actuales es una reacción ante la amenaza de perder aquellos privilegios. Esta proletarización de la baja burguesía asalariada se ve acompañada por un exceso en dirección opuesta: los irracionalmente altos salarios de los altos ejecutivos y banqueros, un nivel de remuneración que es económicamente irracional en la medida en que, como han demostrado investigaciones recientes en los EEUU, tiende a ser inversamente proporcional al éxito de la compañía[5]. En vez de someter estas tendencias a una crítica moralista, deberíamos leerlas más bien como indicaciones de que el sistema capitalista mismo ya no es capaz de encontrar un nivel inmanente de estabilidad autorregulada; esto es, de cómo su ciclo amenaza con salirse fuera de control. La vieja noción marxista-hegeliana de totalidad viene al caso aquí: es crucial captar la actual crisis en su totalidad y no dejarse cegar por sus aspectos parciales. El primer paso para aprehender esta totalidad consiste en centrarse en aquellos momentos singulares que destacan como síntomas de la situación económica actual. Por ejemplo, todo el mundo sabe que el «paquete de medidas» de rescate para Grecia no funcionará, pero sin embargo nuevos paquetes de rescate se le imponen a Grecia una y otra vez en un extraño ejemplo de la lógica de «Lo sé muy bien, pero...». Dos versiones de la crisis griega circulan predominantemente por los medios de comunicación: la germanoeuropea (a los irresponsables, vagos, derrochadores y defraudadores griegos se les debe poner bajo control y enseñarles disciplina financiera) y la griega (su soberanía nacional está amenazada por la tecnocracia neoliberal de Bruselas)[6]. Cuando se hizo imposible ignorar el aprieto en el que se encontraban los ciudadanos griegos de a pie, surgió un tercer relato: se les presentó cada vez más como víctimas de un desastre humanitario, como si alguna catástrofe natural o guerra hubiera golpeado al país. Si bien las tres historias son falsas, la tercera es posiblemente la más repugnante: esconde el hecho de que los griegos no son víctimas pasivas; están defendiéndose, están en guerra contra el sistema económico y lo que necesitan es solidaridad con su lucha, porque su lucha es también la nuestra. Grecia no es una excepción; es un campo de pruebas para la imposición de un nuevo modelo socioeconómico con un principio universal: el modelo tecnocrático despolitizado donde a los banqueros y otros expertos se les permite aplastar la democracia. Imagínese una escena de una película distópica que retrate nuestra sociedad en un futuro próximo: gente corriente vaga por las calles con un silbato especial; cada vez que ven a alguien sospechoso, un inmigrante, por ejemplo, o un vagabundo, hacen sonar el silbato, y una guardia especial llega corriendo para agredir brutalmente a los intrusos... Lo que parece una ficción barata de Hollywood es una realidad en la Grecia actual. Los miembros del partido fascista Amanecer Dorado están distribuyendo silbatos por las calles de Atenas; cuando alguien vea a un extranjero sospechoso, se le invita a tocar el silbato, y la guardia especial de Amanecer Dorado que patrulla las calles llegará para encargarse del sospechoso. Así es como se defiende Europa en la primavera de 2012. Sin embargo, estos vigilantes antiinmigrantes no son el peligro principal; son un mero daño colateral que acompaña a la auténtica amenaza: las políticas de austeridad que han llevado a Grecia a esta situación. Los críticos de nuestra democracia institucional a menudo se quejan de que por lo general las elecciones no ofrecen una auténtica posibilidad de elegir. En su mayor parte lo que obtenemos es una elección entre un centroderecha y un centroizquierda cuyos programas son virtualmente indistinguibles. En el momento en que escribo, las elecciones griegas programadas para el 17 de junio de 2012 ofrecen una auténtica posibilidad de elegir: entre el sistema (Nueva Democracia y Pasok) por un lado, y Syriza por el otro. Y como suele ocurrir habitualmente, tales momentos de elección auténtica hacen que el sistema entre en pánico, llevándolo a invocar imágenes de caos social, pobreza y violencia si el electorado elige la opción incorrecta. La mera posibilidad de una victoria de Syriza ha provocado oleadas de terror en los mercados de todo el mundo y, como es también habitual en tales casos, la prosopopeya ideológica está al orden del día: los mercados comienzan a hablar como una persona real, expresando su «preocupación» por lo que pasará si las elecciones no consiguen traer un gobierno con el mandato de continuar con el programa UE-FMI de austeridad fiscal y reformas estructurales. Pero la gente corriente de Grecia no tiene tiempo para preocuparse de tal posibilidad; tienen bastante con sobrevivir al presente, en el que sus vidas se están haciendo miserables hasta un punto inédito para Europa en las últimas décadas. Estas predicciones, desde luego, a menudo se convierten en profecías autocumplidas, causando pánico y atrayendo el mismo desastre que prevén. En sus Notas para una definición de la cultura, el gran conservador T. S. Eliot señalaba que hay momentos en los que la única opción es aquella entre herejía y no creencia; en los que el único modo de mantener viva una religión es a veces organizar un cisma sectario y alejarse del cadáver. Esta es nuestra posición hoy respecto a Europa. Solamente una nueva «herejía» (representada en este momento por Syriza) puede salvar lo que merece salvarse del legado europeo: democracia, confianza en el pueblo, solidaridad igualitaria… La Europa que ganará si Syriza es derrotada es una «Europa con valores asiáticos» (que, desde luego, no tiene nada que ver con Asia, y sí con el presente peligro que supone la tendencia del capitalismo contemporáneo a suspender la democracia). Grecia es por tanto la universalidad singular de Europa: el punto nodal en el que la tendencia histórica que conforma su presente aparece en toda su pureza. Por esta razón, por parafrasear el final del Parsifal de Wagner, debemos redimir al redentor. No solo debemos salvar a Grecia de sus salvadores (el consorcio europeo experimentando con «medidas de austeridad» al estilo del doctor Mengele), sino también salvar a Europa misma de sus salvadores: neoliberales que publicitan la amarga medicina de la austeridad, y populistas antiinmigración. Hay, sin embargo, algo erróneo en esta idea: el hecho de que es exactamente la respuesta del arquetípico idiota europeo progresista (preferiblemente un intelectual cultural socialmente comprometido) respecto a la Europa actual. Como un antirracista políticamente correcto, insistirá en que, desde luego, él rechaza el populismo antiinmigrante: el peligro viene de dentro, no del islam. Las dos amenazas principales para Europa, dice, son este mismo populismo y la economía neoliberal. Contra esta doble amenaza, debemos resucitar la solidaridad social, la tolerancia multicultural, las condiciones materiales para el desarrollo cultural, etcétera. ¿Pero cómo se hace esto? La boba idea principal implica un retorno al auténtico Estado del bienestar: necesitamos un nuevo partido político que retorne a los viejos principios, abandonados ante la presión neoliberal; necesitamos regular los bancos y controlar los excesos financieros, garantizar una educación y sanidad públicas gratuitas y universales, etcétera. ¿Qué tiene esto de erróneo? Todo. Tal enfoque es idealista strictu sensu, es decir, opone su propio suplemento ideológico idealizado a la problemática actual. Recordemos lo que escribió Marx acerca de la República de Platón: el problema no es que sea «demasiado utópica», sino, por el contrario, que persiste como imagen ideal del orden político-económico existente. Mutatis mutandis, debemos leer el actual desmantelamiento del Estado del bienestar no como la traición a una noble idea, sino como un fracaso que retroactivamente nos permite discernir un fallo definitivo en la misma noción deEstado del bienestar. La lección es que si queremos salvar el núcleo emancipatorio de la noción, tendremos que cambiar el terreno sobre el que se asienta y volver a pensar sus implicaciones más básicas (como la viabilidad a largo plazo de una «economía social de mercado», esto es, de un capitalismo socialmente responsable). Hoy en día somos testigos de múltiples intentos de humanizar el capitalismo, desde el ecocapitalismo al capitalismo de Renta Básica. El razonamiento detrás de estos intentos es el siguiente: la experiencia histórica ha demostrado que el capitalismo es de lejos el mejor modo de generar riqueza. Al mismo tiempo, debe admitirse que dejar sin supervisión el proceso de reproducción capitalista conlleva explotación, destrucción de recursos naturales, sufrimiento en masa, injusticia, guerras, etcétera. Nuestro objetivo debe ser por tanto el de mantener la matriz básica capitalista de reproducción orientada hacia la ganancia, pero dirigirla y regularla de modo que sirva a un objetivo superior de justicia y bienestar global. Consecuentemente, debemos dejar que la bestia capitalista continúe funcionando como siempre, aceptando que los mercados tienen necesidades propias que deben ser respetadas y que cualquier perturbación directa de los mecanismos del mercado llevará a la catástrofe; todo lo que nos queda es domesticar a la fiera… Sin embargo todos estos intentos, bienintencionados en su pretensión de unir realismo pragmático y respeto a unos principios de justicia, antes o después se encuentran con lo Real del antagonismo entre ambas dimensiones: la bestia capitalista escapa una y otra vez a la regulación social bienintencionada. Llegados a cierto punto, nos veremos obligados a hacer la fatídica pregunta: ¿jugar con el fuego de la bestia capitalista es realmente el único pasatiempo posible? ¿Qué ocurre si, por productivo que sea el capitalismo, el precio que debemos pagar por su funcionamiento continuo es sencillamente demasiado alto? Si evitamos esta pregunta y continuamos humanizando el capitalismo, solo contribuimos al proceso que estamos intentando revertir. Signos de este proceso abundan en todas partes, incluyendo el auge de Walmart, representante de un nuevo tipo de consumismo cuyo objetivo son las clases bajas: A diferencia de las primeras grandes corporaciones, que inauguraron nuevos sectores económicos a través de alguna invención (p. ej., Edison con la bombillas, Microsoft con su software Windows, Sony con el walkman, o Apple con el paquete iPod/iPhone/iTunes), u otras compañías que se centraron en construir una marca distinta (p. ej., Coca-Cola o Marlboro), Walmart hizo algo que a nadie se le había ocurrido antes. Empaquetó una nueva ideología de lo barato en una marca que estaba destinada a ser un reclamo para la clase media-baja y la clase trabajadora norteamericanas, ambas en un precario estado financiero. Sumándole la feroz prohibición de los sindicatos, se convirtió en un baluarte de los precios bajos, extendiendo a sus apurados clientes de clase trabajadora una sensación de satisfacción por haber compartido la explotación de los (principalmente extranjeros) productores de los bienes que se llevaban en su carrito de la compra[7]. Pero la característica principal es que la crisis actual no tiene que ver con gastos imprudentes, avaricia, regulación bancaria estéril, etcétera. Un ciclo económico está llegando a su final; comenzó a principios de los setenta, cuando nació lo que Varoufakis llama el «Minotauro global», la monstruosa maquinaria que dirigió la economía mundial desde comienzos de los ochenta hasta 2008[8]. El periodo comprendido entre finales de los años sesenta y comienzos de los setenta no representa solo la era de la crisis del petróleo y la estanflación; la decisión de Nixon de abandonar el patrón oro por el dólar norteamericano fue el signo de un cambio mucho más radical en el funcionamiento básico del sistema capitalista. Hacia finales de los años sesenta, la economía norteamericana no era ya capaz de continuar reciclando sus excedentes en Europa y Asia: sus excedentes se habían convertido en déficit. En 1971 el gobierno norteamericano respondió a este declive con una jugada estratégica audaz. En vez de afrontar el creciente déficit, decidió hacer lo opuesto, disparar el déficit. ¿Y quién lo pagaría? ¡El resto del mundo! ¿Cómo? Por medio de una transferencia permanente de capital que sobrevoló sin cesar los dos océanos para financiar el déficit norteamericano. Estados Unidos comenzó a operar como una gigantesca aspiradora, absorbiendo los productos y capital de los demás. Mientras, ese «arreglo» fue la encarnación del desequilibrio más grande imaginable a escala planetaria… sin embargo dio paso a algo parecido a un equilibrio global; un sistema internacional de flujos financieros y comerciales asimétricos y en rápida aceleración, capaces de dar una apariencia de estabilidad y crecimiento constante… Alimentados por estos déficits, las economías líderes del mundo en excedentes (Alemania, Japón y, después, China) siguieron produciendo en masa productos que Norteamérica absorbía. Casi el 70 por 100 de los beneficios globales de estos países se transfirieron después a los Estados Unidos, en forma de flujos de capitales hacia Wall Street. ¿Y qué hizo Wall Street con ellos? Convirtió estos flujos entrantes de capital en inversiones directas, shares,nuevos instrumentos financieros, nuevas y antiguas formas de préstamo, etcétera[9]. Aunque la visión de Emmanuel Todd del orden global actual es claramente unilateral, es difícil negarle su parte de verdad: EEUU es un imperio en declive[10]. Su balance comercial cada vez más negativo demuestra que es un depredador improductivo. Debe absorber un input diario de mil millones de dólares de otras naciones para poder sufragar su consumo y es, por tanto, el consumidor universal keynesiano que mantiene en funcionamiento a la economía mundial. (¡No es poca cosa teniendo en cuenta la ideología económica antikeynesiana que parece predominar hoy en día!). Esteinput, que es como el diezmo pagado a Roma en la Antigüedad (o los dones sacrificiales al Minotauro entre los antiguos griegos), se basa en un complejo mecanismo económico: se «confía» en los EEUU como centro estable y seguro, de modo que todos los demás, desde los países árabes productores de petróleo hasta Europa occidental y Japón, y ahora incluso los chinos, inviertan sus beneficios excedentes en los EEUU. Puesto que esta confianza es principalmente ideológica y militar, no económica, el problema para los EEUU es cómo justificar su papel imperial; necesita un estado de guerra permanente (de ahí la «guerra contra el terror») ofreciéndose como el protector universal de todos los demás estados «normales» (no «canallas»). Todo el globo tiende por tanto a funcionar como una Esparta universal con sus tres clases, en este caso el primer, el segundo y el tercer mundos: 1) los EEUU como el poder militar, político e ideológico; 2) Europa y partes de Asia y Latinoamérica como las regiones industriales manufactureras (cruciales son aquí Alemania y Japón, los exportadores líderes del mundo, más la emergente China); 3) el resto subdesarrollado: los ilotas de hoy en día. En otras palabras, el capitalismo global ha traído una nueva tendencia hacia la oligarquía, disfrazada de celebración de la «diversidad de culturas»: la igualdad y el universalismo están desapareciendo cada vez más como principios políticos genuinos. Incluso antes de que se haya establecido completamente, sin embargo, este sistema mundial neoespartano se está derrumbando. A diferencia de la situación en 1945, el mundo no necesita a los EEUU; son los EEUU los que necesitan al resto del mundo. Contra el trasfondo de esta sombra gigantesca, las luchas europeas (líderes alemanes furiosos con Grecia y reacios a arrojar miles de millones en un agujero negro; líderes griegos insistiendo patéticamente en su soberanía y comparando la presión de Bruselas con la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial) no pueden sino parecer insignificantes y ridículas. [1] Karl Marx, «Preface to A Contribution to the Critique of Political Economy» (1859), Selected Writings, ed. de Lawrence H. Simon, Indianapolis, Hackett, 1994, p. 211 [ed. cast.: «Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política», Obras Escogidas, Moscú, Editorial Progreso, 1974, Tomo I]. [2] Véase Jean-Claude Milner, Clartés de tout, París, Verdier, 2011. [3] Michael Hardt y Antonio Negri, Multitude, Nueva York, Penguin, 2004 [ed. cast.: Multitud: Guerra y Democracia en la era del imperio, trad. de J. A. Bravo, Barcelona, Debate, 2004]. [4] Hay también una diferencia interesante que aparece hoy entre China y Rusia: en Rusia, los cuadros universitarios son ridículamente infra-remunerados; se han unido ya de facto al proletariado, mientras que en China se les proporciona un buen «plus-salario» como medio para garantizar su docilidad. [5] Desde luego, parte del precio pagado por esta hiper-remuneración es que los ejecutivos deben estar disponibles veinticuatro horas al día, viviendo así en un permanente estado de alerta. [6] Una de las afirmaciones más conocidas de Jacques Lacan es que incluso si fuera cierta la acusación de un marido celoso que afirme que su mujer duerme con otros, sus celos seguirían siendo patológicos. En la misma línea, podríamos decir que incluso si la mayor parte de las afirmaciones de los nazis acerca de los judíos fueran de hecho ciertas (que, por supuesto, no es el caso), su antisemitismo seguiría siendo (y fue) patológico, puesto que reprime la auténtica razón por la que los nazis necesitaban el antisemitismo; para sostener su posición ideológica. Exactamente lo mismo vale para la afirmación de que los griegos son perezosos: incluso si este fuera el caso, la acusación sería falsa, porque esconde los complejos mecanismos económicos globales que llevaron a Alemania, Francia y otros a financiar a los «perezosos» griegos. [7] «The Global Minotaur: An Interview with Yanis Varoufakis», disponible en inglés en nakedcapitalism.com. [8] Véase Yanis Varoufakis, The Global Minotaur, Londres, Zed Books, 2011 [ed. cast.: El Minotauro global, Madrid, Capitán Swing, 2012]. [9] «The Global Minotaur: An Interview with Yanis Varoufakis», cit. [10] Véase Emmanuel Todd, After the Empire, Londres, Constable, 2004 [ed. cast.: Después del imperio. Ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano, Madrid, Akal, 22012]. El año que soñamos peligrosamente Capítulo III El «trabajo del sueño» de la representación política En su análisis de la revolución francesa de 1848 y su desenlace (en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte y La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850), Marx «complicó» de modo rigurosamente dialéctico la lógica de la representación social (los agentes políticos que representan a las clases y fuerzas económicas), yendo mucho más allá de la concepción habitual de estas «complicaciones», según la cual la representación política nunca refleja directamente la estructura social (un único agente político puede representar grupos sociales diferentes; una clase puede renunciar a su representación directa y dejar para otra clase la tarea de asegurar las condiciones político-jurídicas de su dominio, tal y como hizo la clase capitalista inglesa al delegar el ejercicio del poder político en la aristocracia, etcétera). Los análisis de Marx apuntan hacia lo que, más de un siglo después, Lacan articuló como «lógica del significante». Hay cuatro versiones principales de la «complicación» de Marx; comencemos con su análisis del Partido del Orden, que tomó el poder cuando se había agotado el impulso revolucionario en Francia. El secreto de su existencia era la coalición de los orleanistas y legitimistas en un solo partido. La clase burguesa se dividía en dos grandes fracciones, que habían ostentado por turnos el monopolio del poder: la gran propiedad territorial bajo la monarquía restaurada, y así mismo la aristocracia financiera y la burguesía industrial bajo la monarquía de julio. Borbón era el nombre regio para designar la influencia preponderante de los intereses de una fracción; Orleáns, el nombre regio que designaba la influencia preponderante de los intereses de otra fracción; el reino anónimo de la república era el único en que ambas fracciones podían afirmar, con igualdad de participación en el poder, su interés común de clase, sin abandonar su mutua rivalidad[1]. Esta, por tanto, es la primera complicación: cuando tenemos a dos o más grupos socioeconómicos, su interés común solamente puede representarse bajo la forma de la negación de su premisa compartida; el denominador común de las dos fracciones monárquicas no es la monarquía, sino el republicanismo. Y, del mismo modo, hoy el único agente político que representa los intereses colectivos del Capital como tal, en su universalidad y por encima de sus diversas facciones, es la socialdemocracia de la «tercera vía» (razón por la que Wall Street apoya a Obama) y, en la China contemporánea, el Partido Comunista. En El dieciocho brumario, Marx extiende esta lógica a la totalidad de la sociedad, como queda claro a partir de su ácida descripción de la «Sociedad del 10 de diciembre», el ejército de rufianes de Napoleón III: Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, maquereaux, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre… Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpenproletariat, que solo en este encuentra reproducidos en masa los intereses que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases la única clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase[2]. La lógica del Partido del Orden es llevada aquí a su conclusión radical: el único denominador común de todas las clases es el exceso excrementicio, el desecho/resto de todas las clases. En otras palabras, en la medida en que Napoleón III se percibía a sí mismo por encima de los diferentes intereses de clase y a favor de la reconciliación de todas las clases, su base social más inmediata solo podía ser el resto excrementicio de todas las clases, la no clase repudiada por todas las demás. De modo que, en una inversión dialéctica típicamente hegeliana, es precisamente el exceso no representable de la sociedad, la chusma, la plebe, aquella que por definición queda siempre excluida de todo sistema orgánico de representación social, quien se convierte en el medio de representación universal. Y es este apoyo en los «socialmente abyectos» lo que le permite a Napoleón III sobrevivir, cambiando constantemente su posición y representando a una u otra clase contra todas las demás: Hay que dar trabajo al pueblo. Se ordenan obras públicas. Pero las obras públicas aumentan las cargas tributarias del pueblo. Por tanto, rebaja de los impuestos mediante un ataque contra los rentistas, convirtiendo las rentas al 5 por 100 en rentas al 4,5 por 100. Pero hay que dar un poco de miel a la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto sobre el vino para el pueblo, que lo bebe en detail, y se rebaja a la mitad para la clase media, que lo bebe en gros. Se disuelven las asociaciones obreras existentes, pero se prometen milagros de asociación para el porvenir. Hay que ayudar a los campesinos: bancos hipotecarios, que aceleran su endeudamiento y la concentración de la propiedad. Pero a estos bancos hay que utilizarlos para sacar dinero de los bienes confiscados de la casa de Orléans. No hay ningún capitalista que se preste a esta condición, que no figura en el decreto, y el banco hipotecario se queda reducido a mero decreto, etcétera. Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas las clases. Pero no puede dar nada a una sin quitárselo a la otra. Y así como en los tiempos de la Fronda se decía del duque de Guisa que era el hombre más obligeant de Francia, porque había convertido todas sus fincas en obligaciones de sus partidarios, contra él mismo, Bonaparte quisiera ser también el hombre más obligeant de Francia y convertir toda la propiedad y todo el trabajo de Francia en una obligación personal contra él mismo. Quisiera robar a Francia entera para regalársela a Francia[3]. Nos encontramos aquí con la problemática del Todo: para representar la totalidad (de las clases), la estructura debe ser como aquella del juego del anillo («jeu du furet»), en el que los jugadores forman un círculo alrededor de una persona y rápidamente se pasan el anillo por detrás de sus espaldas; el jugador en el centro debe entonces adivinar quién tiene el anillo. Si acierta a adivinarlo, cambia de lugar con quien tenía el anillo. (En la versión inglesa, los jugadores gritan «Botón, botón, ¿quién tiene el botón?»). Sin embargo, no basta con esta estructura para representar la totalidad. Para que el sistema pueda funcionar, esto es, para que Napoleón pueda mantenerse por encima de todas las clases y no actuar como representante directo de ninguna clase, no es suficiente con que localice la base directa de su régimen en el desecho o resto de todas las clases. También debe actuar como el representante de una clase particular; aquella clase que, precisamente, no está constituida de un modo tal que pueda actuar como un agente cohesionado, en situación de exigir una representación activa. Esta clase de individuos que no pueden representarse a sí mismos y por tanto solamente pueden ser representados es sin duda la clase de los pequeños campesinos propietarios: Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos... Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la lluvia y el sol. Por consiguiente, la influencia política de los campesinos parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo su mando a la sociedad[4]. Solamente estas características pueden formar juntas la estructura paradójica de la representación populista bonapartista: mantenerse por encima de todas las clases; cambiar entre ellas; apoyo directo en el resto abyecto de todas las clases; y la referencia última a la clase de aquellos que son incapaces de actuar como un agente colectivo que demande representación política[5]. A lo que apuntan estas paradojas es a la imposibilidad de la representación pura (recuérdese la estupidez de Rick Santorum a comienzos de 2012: dijo que, a diferencia de Occupy Wall Street, que afirma representar al 99 por 100, él representaba al 100 por 100). Como diría Lacan, el antagonismo de clase hace de tal representación completa algo materialmente imposible: antagonismo de clase significa que no hay un Todo neutral de una sociedad; cada «Todo» privilegia secretamente a cierta clase. Recordemos el axioma respetado por la gran mayoría de «especialistas» y políticos contemporáneos: se nos dice una y otra vez que vivimos en difíciles momentos de déficit y deuda, y que todos tenemos que compartir la carga y aceptar un peor estándar de vida; todos, es decir, con la excepción de los (muy) ricos. La idea de aplicarles más impuestos es un tabú absoluto: si hacemos esto, se nos dice, los ricos perderán todo incentivo para invertir y crear con ello nuevos trabajos, y todos sufriremos las consecuencias. El único modo de salir airosos de estos tiempos difíciles es que los pobres sean más pobres y los ricos acaben siendo más ricos. Y en el caso de que los ricos pudieran perder algo de su riqueza, la sociedad debe ayudarlos. El punto de vista predominante de la crisis financiera (esto es, que fue causada por un endeudamiento y gasto excesivos del Estado) choca claramente con el hecho de que, desde Islandia hasta los EEUU, la responsabilidad es de los grandes bancos privados, y para evitar su colapso el Estado debe intervenir con enormes cantidades de dinero de los contribuyentes. El modo habitual de ocultar un antagonismo y presentar la posición propia como representación de la Totalidad es proyectar la causa del antagonismo en un intruso que representa la amenaza contra la sociedad en cuanto tal; representa el elemento antisocial, el exceso excrementicio. Por esto es por lo que el antisemitismo no es solamente una entre muchas ideologías; es la ideología por excelencia. Encarna el grado cero (o la forma más pura) de la ideología, estableciendo sus coordenadas elementales: el antagonismo social («lucha de clases») se ve mistificado o desplazado de modo que su causa puede ser proyectada en un intruso. La fórmula de Lacan «1 + 1 + a» se ve ejemplificada perfectamente en la lucha de clases: las dos clases, más el «judío» como exceso, el objeto a, el suplemento al par antagonista. La función de este elemento suplementario es doble. Implica una denegación fetichista del antagonismo de clase, y sin embargo, precisamente como tal, representa al antagonismo, evitando para siempre «la paz entre clases». En otras palabras, si tuviéramos las dos clases, 1 + 1, sin el suplemento, entonces no tendríamos antagonismo de clase «puro», sino, por el contrario, paz de clase: las dos clases complementándose en un Todo armonioso. La paradoja es por consiguiente que el mismo elemento que distorsiona o desplaza la «pureza» de la lucha de clases también sirve como su fuerza impulsora. Los críticos del marxismo que insisten en que nunca hay solamente dos clases opuestas en la vida social por tanto yerran el tiro: hay lucha de clases precisamente porque nunca hay solo dos clases enfrentadas. Esto nos lleva a las transformaciones del «dispositivo Napoleón III» que acaecieron en el siglo XX. En primer lugar, el papel específico del «judío» (o su equivalente estructural) como el intruso que plantea una amenaza al cuerpo social no ha desaparecido y se puede mostrar fácilmente cómo los inmigrantes extranjeros son los judíos de hoy, el objetivo principal del nuevo populismo. En segundo lugar, el papel de los pequeños campesinos le corresponde hoy a la famosa clase media. La ambigüedad de la clase media, esa contradicción encarnada (como afirmó Marx en respuesta a Proudhon), tiene su mejor ejemplo en el modo en que se relaciona con la política: por un lado, la clase media está contra la politización; solamente quiere mantener su modo de vida, que se le deje trabajar y vivir en paz, razón por la cual tiende a apoyar golpes de Estado autoritarios que prometan poner fin a la desenfrenada agitación de la sociedad, de modo que todo el mundo pueda volver a ocupar el lugar que le corresponde. Por el otro lado, los miembros de la clase media (esta vez bajo el disfraz de amenazada «mayoría moral», patriótica y trabajadora) son los principales instigadores de movimientos populistas derechistas, desde Le Pen en Francia y Geert Wilders en Holanda al movimiento Tea Party en los EEUU. Finalmente, como parte de un cambio global del discurso del Amo al discurso de la Universidad, una nueva figura ha emergido; la del experto (tecnocrático, financiero) que supuestamente es capaz de gobernar (o más bien, «administrar») de un modo neutral y postideológico, sin ejercer de representante de ningún interés específico. Pero, ¿dónde está aquí el sospechoso habitual de los análisis marxistas ortodoxos del fascismo: el gran capital (corporaciones como Krupp, etcétera), que era «quien realmente estaba detrás de Hitler»? (La doxa marxista ortodoxa rechazó violentamente la teoría del apoyo de la clase media a Hitler). En este caso el marxismo ortodoxo está en lo cierto, pero por razones equivocadas: el gran capital es la referencia última, la «causa ausente», pero ejerce su papel causal precisamente a través de una serie de desplazamientos, o por citar la precisa homología de Kojin Karatani con la lógica freudiana de los sueños: «Lo que subraya Marx [en El dieciocho brumario] no son los «pensamientos del sueño» – en otras palabras, las relaciones de interés de clase auténticas–, sino más bien el «trabajo del sueño», en otras palabras, los modos en los que se condensa y desplaza la inconsciencia de clase»[6]. Quizá, sin embargo, debamos invertir la fórmula de Karatani: los «pensamientos del sueño» ¿no son más bien los contenidos o intereses representados de múltiples maneras a través de los mecanismos descritos por Marx (pequeños campesinos, lumpenproletariat, etcétera)?; y el interés del gran Capital, ¿no sería más bien el «deseo inconsciente», lo Real de la «Causa ausente» que sobredetermina este juego de representaciones múltiples? Lo Real es simultáneamente la Cosa a la que no es posible acceder directamente y el obstáculo que impide tal acceso directo; la Cosa que se sustrae a nuestro alcance y la pantalla distorsionadora que nos impide percibir la Cosa. Más concretamente, lo Real es en última instancia el mismo cambio de perspectiva del primer al segundo punto de vista: lo Real lacaniano no solamente se ve distorsionado, sino que es el mismo principio de distorsión de la realidad. Este dispositivo es estrictamente homólogo a la interpretación de Freud de los sueños: también para Freud el deseo inconsciente en un sueño no es simplemente su núcleo, que nunca aparece directamente, distorsionado por su traducción en el contenido manifiesto del sueño, sino que es el mismo principio de esta distorsión. Esto es también por lo que, para Deleuze, en una estricta homología conceptual, lo económico desempeña su papel de determinar la estructura social «en última instancia». Aquí lo económico nunca está directamente presente como un agente causal efectivamente real, su presencia es puramente virtual, es la «pseudocausa» social, pero precisamente como tal, absoluta, no relacional, causa ausente, algo que nunca está «en su lugar»: «por ello lo económico, hablando con propiedad, nunca está dado, sino que designa una virtualidad diferencial a interpretar, siempre recubierta por sus formas de actualización»[7]. Es la X ausente que circula entre las múltiples series del campo social (económicas, políticas, ideológicas, legales...), distribuyéndolas en sus articulaciones específicas. Debemos por tanto insistir en la diferencia radical entre lo económico como esta X virtual, el punto de referencia absoluto del campo social, y lo económico en su actualidad, como un elemento («subsistema») de la totalidad social real: cuando se encuentran, o por decirlo en hegeliano, cuando lo económico virtual se encuentra en su «determinación oposicional», bajo la forma de su contraparte real, esta identidad coincide con la (auto)contradicción absoluta. Como afirmaba Lacan en su Seminario XI, «il n’y a de cause que de ce qui cloche», no hay más causa que la de algo que tropieza/resbala/titubea[8]; una tesis cuyo carácter claramente paradójico se explica cuando uno toma en consideración la oposición entre causa y causalidad. Para Lacan, no son en ningún sentido la misma cosa, puesto que una «causa», en el estricto sentido del término, es precisamente algo que interviene en aquellos puntos donde la red de causalidad (la cadena de causas y efectos) titubea, cuando hay una ruptura, un hueco, en la cadena causal. En este sentido, una causa es para Lacan por definición una causa distante (una «causa ausente» como gustaba en decir la jerga del feliz «estructuralismo» de los años sesenta y setenta); actúa en los intersticios de la red causal directa. Lo que Lacan tiene en mente aquí específicamente es el trabajo del inconsciente. Imaginemos un lapsus linguae normal y corriente: en una conferencia de química, alguien da una charla sobre, digamos, el intercambio de fluidos. De repente, se traba y comete un lapsus, espetando algo acerca del intercambio de esperma en una relación sexual; un «atractor» operando desde lo que Freud llamó «una Escena Otra» ha intervenido como una fuerza de gravedad, ejerciendo su influencia invisible a distancia, curvando el espacio del flujo del discurso, introduciendo un hueco en él. Y quizás este es también el modo en el que debemos comprender la famosa fórmula marxista de la «determinación en última instancia»: la instancia sobredeterminadora de la «economía» es también una causa distante, nunca directa; interviene en los huecos de la causalidad social directa. ¿Cómo funciona el «papel determinante de la economía», si no es el referente final del campo social? Imaginemos una lucha política librada en los términos de la cultura musical popular, como fue el caso en algunos países postsocialistas de Europa oriental, en los que la tensión entre el pseudo-folk y el rock funcionó como un desplazamiento de la tensión entre la derecha nacionalista-conservadora y la izquierda liberal. Por decirlo en términos algo más antiguos: una lucha cultural-popular «expresaba» (proporcionaba los términos en los que) una lucha política (se libraba). (Como hoy en los EEUU, con la música country predominantemente conservadora y el rock predominantemente progresista liberal). Continuando con Freud, no es suficiente decir que la lucha que tiene lugar en la música popular era solamente una expresión secundaria, un síntoma o una traducción codificada de la lucha política, de modo que la lucha política sería «de lo que iba» en realidad la cosa. Ambas luchas tienen su propia sustancia: lo cultural no es solamente un fenómeno secundario, un campo de sombras que deben ser «descifradas» a partir de sus connotaciones políticas (que, por lo general, son suficientemente obvias). El «papel determinante de la economía», por tanto, no significa que en este caso todo aquello de lo que «iba realmente el asunto» fuera la lucha económica, con lo económico funcionando como una metaesencia escondida que se «expresaba» a una distancia redoblada en la lucha cultural (la economía determina la política, que a su vez determina la cultura...). Al contrario, lo económico se inscribe a sí mismo en la traducción o transposición de la lucha política en la lucha cultural-popular, una transposición que nunca es directa, sino siempre desplazada, asimétrica. La connotación de «clase», tal y como está codificada en los «modos de vida» culturales, puede a menudo invertir la connotación política explícita. Recordemos cómo, en el famoso debate presidencial televisivo de 1959, generalmente considerado el culpable de la derrota de Nixon, fue el progresista Kennedy a quien se percibió como un patricio de clase alta, mientras que el derechista Nixon se mostró como un candidato de clase baja. Esto, desde luego, no significa que la segunda oposición simplemente subyazca a la primera, que la segunda ocupe el lugar de la «verdad» oculta por la primera; Kennedy, que en sus declaraciones públicas se presentó como el oponente progresista liberal de Nixon, indicaba por su modo de vida que él era en realidad un patricio de clase alta. Lo que sí implica es que este desplazamiento atestigua las limitaciones del progresismo de Kennedy, puesto que señala la naturaleza contradictoria de su posición ideológico-política[9]. Es en este aspecto donde opera la instancia determinante de la «economía»: la economía es la causa ausente que da cuenta del desplazamiento en la representación, por la asimetría (inversión, en este caso) entre las dos series, la pareja «política progresista/conservadora» y la pareja «clase alta/media». La «política» es por tanto un nombre de la distancia de la economía frente a sí misma. Su espacio se define por el vacío que separa a la economía como Causa ausente, de la economía en su «determinación oposicional» como elemento de la totalidad social: hay política porque la economía es «no-Toda», porque la economía es una pseudocausa «impotente» e impasible. Lo económico se inscribe doblemente en el preciso sentido que define a lo Real lacaniano: es simultáneamente el núcleo «expresado» en otras luchas a través de desplazamientos y otras formas de distorsión, y el mismo principio estructurador de estas distorsiones. En su larga y enrevesada historia, la hermenéutica social marxista se basó en dos lógicas que, aunque a menudo confundidas bajo el ambiguo título de «lucha económica de clases», son bastante distintas entre sí. Por un lado, está la (tristemente) famosa «interpretación económica de la historia»: todas las luchas (artísticas, ideológicas, políticas) están en última instancia condicionadas por la lucha («de clases») económica; ahí yace su significado secreto, a la espera de ser descifrado. Por el otro lado, «todo es político», o en otras palabras, la visión marxista de la historia está completamente politizada; no hay fenómenos sociales, ideológicos, culturales u otros que no estén «contaminados» por una lucha política esencial, y esto vale incluso para la economía: la ilusión del «economicismo sindical» consiste precisamente en que la lucha de los trabajadores puede despolitizarse, reducirse a una negociación puramente económica por mejores condiciones de trabajo, salarios, etcétera. Sin embargo, estas dos «contaminaciones» (lo económico determina todo «en última instancia» y «todo es político») no obedecen a la misma lógica. Lo económico sin el núcleo político éxtimo(«lucha de clases») sería una matriz social efectiva de desarrollo, como lo es en la noción evolucionista (pseudo)marxista del desarrollo. Por el otro lado, la política «pura», «descontaminada» de lo económico, no es menos ideológica: el economicismo vulgar y el idealismo ideológico-político son dos lados de la misma moneda. La estructura es aquí la de un bucle hacia adentro: «lucha de clases» es la política en el mismo corazón de lo económico. O, por expresarlo por medio de una paradoja: uno puede reducir todo contenido político, cultural, jurídico, a una «base económica», describiéndolo como la «expresión» de esta base; todo, eso sí, excepto la lucha de clases, que es lo político en la economía misma[10]. La lucha de clases es por tanto un término mediador único que, mientras ancla la política en la economía (toda política es «en última instancia» una expresión de la lucha de clases), simultáneamente se coloca como el momento político irreductible en el mismo corazón de lo económico. Lo que yace en la raíz de estas paradojas es el exceso constitutivo de la representación sobre lo representado, que parece escapársele a Marx. En otras palabras, a pesar de sus numerosos y perspicaces análisis (como aquellos en El dieciocho brumario), Marx acabó reduciendo el Estado a un epifenómeno de la «base económica»; como tal, el Estado está determinado por la lógica de la representación: ¿a qué clase representa el Estado? La paradoja aquí está en que subestimar el peso de la maquinaria estatal dio nacimiento al Estado estalinista, que estaríamos justificados en llamar «socialismo de Estado». Después de la guerra civil que dejó a Rusia devastada y prácticamente sin clase obrera (la mayor parte de los trabajadores habían perecido en la guerra frente a la contrarrevolución), Lenin se encontraba acuciado por el problema de la representación estatal: ¿cuál era ahora la «base de clase» del Estado soviético? ¿A quién representaba, en la medida en que se definía como un Estado de la clase trabajadora, cuando la clase obrera había sido reducida a una pequeña minoría? Lo que Lenin olvidó incluir en la serie de posibles candidatos para este papel fue el (aparato de) Estado mismo, una poderosa maquinaria compuesta por millones, que detentaba todo el poder económico y político. Como en el chiste citado por Lacan, «Tengo tres hermanos, Paul, Ernest y yo mismo», el Estado soviético representaba a tres clases: campesinos pobres, trabajadores y a sí mismo. O, por decirlo en palabras de István Mészáros, Lenin olvidó tomar en consideración el papel del Estado dentro de la «base económica», como su factor clave. Lejos de evitar el crecimiento de un Estado tiránico libre de todo mecanismo de control social, este olvido abrió el espacio para un poder ilimitado del Estado: solo si admitimos que el Estado representa no solamente a clases sociales externas a sí mismo, sino también a sí mismo, nos vemos llevados a plantear la cuestión de quién contendrá el poder del Estado. Thomas Frank ha descrito correctamente la paradoja del conservadurismo populista en los EEUU hoy en día, cuya premisa básica es el espacio vacío entre los intereses económicos y las cuestiones «morales»[11]. En otras palabras, la oposición económica de clase (campesinado pobre y obreros frente a abogados, banqueros, grandes compañías) es trasladado o codificado dentro de la oposición entre americanos honrados, trabajadores y cristianos, y decadentes progresistas que beben capuchinos y conducen coches extranjeros, defienden el aborto y la homosexualidad, se burlan del sacrificio patriótico y el sencillo modo de vida provinciano, etcétera. El enemigo es el «progresista» que, a través de la intervención federal del Estado (desde la redistribución y diversificación de alumnos en las escuelas a la prescripción de enseñar teoría darwinista de la evolución y perversas prácticas sexuales en las clases), quiere subvertir el auténtico modo de vida americano. La propuesta económica central de los conservadores populistas es por consiguiente librarse del Estado fuerte, que carga de impuestos a la población trabajadora para financiar sus intervenciones reguladoras; su programa mínimo es por lo tanto «menos impuestos, menos regulación». Desde la perspectiva que propugna la persecución racional del interés propio, la inconsistencia de esta posición ideológica es obvia: con sus votos los conservadores populistas están llevándose a sí mismos a la ruina. Menos impuestos y más desregulación implica más libertad para las grandes empresas que están arruinando a los granjeros y campesinos empobrecidos; menos intervención estatal significa menos ayuda federal para los pequeños empresarios agrícolas, etcétera. A los ojos de los populistas evangélicos norteamericanos, el Estado es un poder ajeno y, junto a la ONU, es un agente del Anticristo. Está arrebatando la libertad al creyente cristiano, alejándolo de toda responsabilidad moral en el gobierno de su propia vida, subvirtiendo así la moral individualista que hace de cada uno de nosotros el arquitecto de nuestra salvación. ¿Pero cómo es esto compatible con la explosión sin precedentes de los aparatos de Estado durante el gobierno de George W. Bush? No sorprende que las grandes corporaciones estén encantadas con tales ataques evangélicos contra el Estado cuando el Estado intenta regular las fusiones entre medios de comunicación, imponer restricciones a las compañías energéticas, fortalecer las regulaciones sobre la contaminación del aire, proteger la vida salvaje y limitar las explotaciones forestales en parques nacionales, etcétera. Pero es una ironía suprema de la historia que el individualismo radical sirva como justificación ideológica del poder ilimitado de lo que la mayoría experimenta como una fuerza autónoma que, sin ningún control público democrático, regula sus vidas. Respecto al aspecto ideológico de su lucha, es increíblemente obvio que los populistas están luchando una guerra que simplemente no puede ganarse: si los republicanos prohibieran el aborto, si prohibieran la enseñanza de la evolución, si impusieran la censura en Hollywood y en la cultura de masas, esto implicaría no solo su derrota ideológica inmediata, sino también una depresión económica a gran escala en los EEUU. El resultado es por tanto una simbiosis debilitadora: aunque la «clase dominante» está en desacuerdo con el programa moral populista, tolera la «guerra moral» como un medio de mantener a raya a las clases bajas, permitiéndoles articular su furia sin perturbar los intereses económicos establecidos. Lo cual significa que la guerra cultural es una guerra de clases desplazada; desconfiemos de aquellos que afirman que vivimos en una sociedad posclasista. Esto, sin embargo, hace aún más impenetrable si cabe el enigma: ¿cómo es posible este desplazamiento? «Estupidez» y «manipulación ideológica» no son la respuesta; es claramente inadecuado decir que el lavado de cerebro de las clases bajas por obra de la ideología ha sido tan grande que son incapaces de identificar sus auténticos intereses. Si acaso, deberíamos recordar cómo, hace años, Kansas era la cuna del populismo progresista en los EEUU; y la gente no se ha vuelto más estúpida durante las últimas décadas. Tampoco sería adecuada una explicación directa psicoanalítica al viejo estilo de Wilhelm Reich (las inversiones libidinales de la gente la llevan a actuar contra sus intereses racionales): esta explicación opondría la economía libidinal y la economía «en general» demasiado directamente, obviando su mediación. La solución propuesta por Ernesto Laclau es también insatisfactoria en última instancia: no hay ningún vínculo «natural» entre una posición socioeconómica dada y la ideología adherida a ella, de modo que no tiene sentido hablar de «engaño» y «falsa conciencia», como si hubiese una medida estándar de conciencia ideológica «apropiada» inscrita en la situación socioeconómica «objetiva»; todo edificio ideológico es el resultado de una lucha hegemónica por establecer o imponer una cadena de equivalencias, una lucha cuyo resultado es totalmente contingente, no garantizado por alguna referencia externa como la «posición socioeconómica objetiva». En una respuesta genérica como esta, el enigma simplemente desaparece. Lo primero que hay que advertir aquí es que son necesarios dos para combatir en una guerra de culturas: la cultura es también el tema ideológico dominante de los progresistas «ilustrados» cuya política está centrada en la lucha contra el sexismo, el racismo y el fundamentalismo, y en defensa de la tolerancia multicultural. La cuestión clave es por tanto: ¿por qué ha emergido la «cultura» como nuestra categoría central del mundo-de-la-vida? Respecto a la religión, ya no «creemos realmente», solo seguimos (algunas de las) costumbres y rituales religiosos como parte de nuestro respeto por el «estilo de vida» de la comunidad a la que pertenecemos (judíos no creyentes que obedecen las reglas kosher «por respeto a la tradición», etcétera). «No creo realmente en ello, simplemente es parte de mi cultura» parece ser el modo predominante de la creencia, denegada o desplazada, propia de nuestro tiempo. Quizás, entonces, la noción «no fundamentalista» de «cultura» como separada de la religión «real», el arte, y demás, es en esencia el nombre del campo de creencias negadas o impersonales; «cultura» como el nombre para todas aquellas cosas que practicamos sin creer realmente en ellas, sin «tomarlas en serio». La segunda cosa que hay que destacar es cómo, mientras profesan su solidaridad con los pobres, los progresistas codifican su guerra cultural con un mensaje de clase opuesto. Bastante a menudo, su lucha por la tolerancia multicultural y los derechos de las mujeres marca una posición opuesta a la supuesta intolerancia, fundamentalismo y sexismo patriarcal de las «clases bajas». Un modo de desenredar esta confusión es centrarse en los términos mediadores cuya función es la de ocultar las auténticas líneas divisorias. El modo en que ha sido utilizado el término «modernización» en la reciente ofensiva ideológica es un buen ejemplo: en primer lugar, se construye una oposición abstracta entre «modernizadores» (aquellos que defienden el capitalismo global en todos sus aspectos, desde el económico al cultural) y «tradicionalistas» (aquellos que se resisten a la globalización). En esta categoría de aquellos-queresisten se ve incluido cualquiera, desde conservadores tradicionales y populistas hasta la «vieja izquierda» (aquellos que continúan defendiendo el Estado del bienestar, los sindicatos, etcétera). Esta categorización obviamente captura un aspecto de la realidad social. Recordemos la coalición entre la Iglesia y los sindicatos en Alemania a comienzos de 2003, que evitó la legalización de la apertura de tiendas los domingos. Sin embargo, no es suficiente con decir que esta «diferencia cultural» atraviesa todo el campo social, cortando oblicuamente diferentes estratos y clases; es también inadecuado decir que puede combinarse de diversos modos con otras oposiciones (de modo que tenemos «valores tradicionales» conservadores que se resisten a la «modernización» capitalista global, o conservadores morales que apoyan completamente la globalización capitalista). En pocas palabras, es inútil afirmar que esta «diferencia cultural» es una más en una serie de antagonismos operativa en los procesos sociales contemporáneos. El fracaso de esta oposición a la hora de funcionar como clave de la totalidad social no solo significa que debería ser articulada con otras diferencias. Significa que es «abstracta», y la apuesta del marxismo es que hay un antagonismo (la lucha de clases) que sobredetermina todos los demás y que como tal es el «universal concreto» de todo el campo social. El término «sobredeterminación» es usado aquí en su preciso sentido althusseriano: no significa que la lucha de clases sea el referente definitivo y horizonte de sentido de todas las otras luchas; significa que la lucha de clases es el principio estructurador que nos permite dar cuenta de la propia pluralidad «inconsistente» de los modos en los que el resto de antagonismos pueden ser articulados en «cadenas de equivalencias». Por ejemplo, la lucha feminista puede ser articulada en una cadena junto a la lucha progresista por la emancipación, o puede (como hace a menudo) funcionar como una herramienta ideológica con la que las clases mediasaltas afirman su superioridad sobre las clases bajas «patriarcales e intolerantes». La clave no es solo que la lucha feminista puede ser articulada de diversos modos con el antagonismo de clase, sino que el antagonismo de clase es, por decirlo así, inscrito doblemente aquí: es la constelación específica de la lucha de clases misma la que explica por qué las clases altas se apropiaron la lucha feminista. (Lo mismo vale para el racismo: es la dinámica misma de la lucha de clases la que explica por qué entre los estratos más bajos de los trabajadores blancos predomina un racismo feroz). La lucha de clases es aquí «la universalidad concreta» en el estricto sentido hegeliano: al relacionarse con su otredad (otros antagonismos), se relaciona consigo misma, (sobre)determina el modo en que se relaciona con otras luchas. El tercer aspecto que cabe destacar es la diferencia fundamental entre las luchas feministas, antirracistas, antisexistas, etcétera, y la lucha de clases. En el primer caso, el objetivo es traducir antagonismo en diferencia (la pacífica coexistencia de sexos, religiones, grupos étnicos), mientras que el objetivo de la lucha de clases es precisamente el opuesto, convertir las diferencias de clase en antagonismo de clase. La clave de la sustracción es reducir la compleja estructura global a su diferencia mínima antagonista. Lo que esconde la serie raza-género-clase es la diferente lógica del espacio político que se da en el caso de la clase: mientras que las luchas antirracistas y antisexistas son guiadas por un deseo de pleno reconocimiento del otro, la lucha de clases apunta a la superación y sometimiento, incluso aniquilación, del otro; aunque no sea una aniquilación física directa, apunta a eliminar el papel y función sociopolítica del otro. En otras palabras, mientras es lógico decir que el antirracismo aspira a que se les permita a todas las razas afirmar y alcanzar sus metas culturales, políticas y económicas, obviamente carece de sentido decir que el objetivo de la lucha de clases proletaria es permitir que la burguesía afirme plenamente su identidad y alcance sus metas. En un caso tenemos una lógica horizontal del reconocimiento de identidades diferentes, mientras que en el otro tenemos la lógica de la lucha con un antagonista. Laparadoja aquí es que actualmente es el fundamentalismo populista el que conserva esta lógica del antagonismo, mientras la izquierda progresista conserva la lógica del reconocimiento de la diferencia y la desactivación de los antagonismos en diferencias coexistentes. Las campañas populistas conservadoras se apropiaron de la vieja postura izquierdista radical de movilización popular y lucha contra la explotación de las clases altas. Mientras que en el sistema bipartidista norteamericano el rojo designa a los republicanos y el azul a los demócratas, y en la medida en que los fundamentalistas populistas (desde luego) votan republicano, el viejo eslógan anticomunista «Better dead than red!» ahora adquiere un nuevo e irónico significado. Y es irónico dada la inesperada continuidad entre la actitud «roja» de la movilización popular de izquierdas a la antigua usanza y el nuevo populismo cristiano fundamentalista. [1] K. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Moscú, Editorial Progreso, 1981, Tomo I, pp. 232-262. [2]Ibid., pp. 404-499. [3]Ibid., pp. 496-498. [4]Ibid. [5] No es difícil discernir en esta trinidad la tríada lacaniana RSI: los pequeños campesinos como base Imaginaria del régimen de Napoleón III; el juego del anillo Simbólico que salta de una a otra (sub)clase; y lo Real compuesto por el desecho social de todas las clases. [6] Kojin Karatani, History and Repetition, Nueva York, Columbia University Press, 2011, p. 12. [7] Gilles Deleuze, Difference and Repetition, Nueva York, Columbia University Press, 1995, p. 186 [ed. cast.: Diferencia y repetición, trad. de María Silvia Delpy y Hugo Beccacece, Buenos Aires, Amorrortu, 2002, p. 282]. [8] Véase Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts of PsychoAnalysis, Harmondsworth, Penguin, cap. I. [9] La misma inversión continúa hoy en día, cuando la oposición de las feministas de la izquierda progresista y los populistas conservadores se percibe también como una oposición entre feministas o multiculturalistas de clase-media-alta y paletos de clase-baja. [10]Mutatis mutandis, lo mismo vale para el psicoanálisis: todos los sueños tienen un contenido sexual excepto los sueños explícitamente sexuales. ¿Por qué? Porque la sexualización de un contenido es formal, es el principio de su distorsión: a través de la repetición, el enfoque oblicuo, etcétera, cada tema (incluida la sexualidad misma) es sexualizado. La lección freudiana es que la explosión de capacidades simbólicas humanas no expande meramente el alcance metafórico de la sexualidad (actividades que son en sí mismas completamente asexuales pueden ser «sexualizadas»: todo puede ser «erotizado»), sino que, de manera mucho más importante, esta explosión sexualiza la sexualidad misma; la cualidad específica de la sexualidad humana no tiene nada que ver con la realidad inmediata, más bien estúpida, de la copulación, incluyendo los rituales preparatorios de seducción. Solamente cuando el apareamiento animal se ve absorbido en el círculo vicioso autorreferencial de la pulsión, en la repetición extendida de su fracaso para alcanzar la Cosa imposible, es decir, en lo que llamamos sexualidad, es cuando la actividad sexual misma es sexualizada. En otras palabras, el hecho de que la sexualidad pueda desbordar y funcionar como el contenido metafórico de toda (otra) actividad humana no es un signo de su poder sino, al contrario, una señal de su impotencia, su fracaso, su bloqueo inherente. [11] Véase Thomas Frank, What’s the Matter with Kansas? How Conservatives Won the Heart of America, Nueva York, Metropolitan Books, 2004 [ed. cast.: ¿Qué pasa con Kansas? Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos, trad. de M. Hernández Pozuelo, Madrid, Antonio Machado, 2008]. El año que soñamos peligrosamente Capítulo IV El retorno de la malvada Cosa étnica En la década de 1930, Hitler ofreció el antisemitismo como relato explicativo de los problemas experimentados por los alemanes de a pie: desempleo, decadencia moral, agitación social; detrás de todo esto estaría el judío. Evocar la «conspiración judía» lo dejaba todo más claro, pues proporcionaba un sencillo mapa cognitivo. ¿No funciona de un modo similar el odio actual al multiculturalismo y a la amenaza inmigrante? Están ocurriendo cosas extrañas; se producen derrumbes financieros que afectan a nuestra vida cotidiana, pero son vividos como algo totalmente opaco, y frente a eso el rechazo del multiculturalismo introduce una falsa claridad en la situación: son los intrusos los que están perturbando nuestro modo de vida. Hay por tanto una interconexión entre la marea creciente de sentimiento antiinmigración en los países occidentales (que llegó a su punto más alto con el paseo homicida de Anders Behring Breivik) y la crisis financiera: agarrarse a la identidad étnica sirve como escudo protector contra el trauma de verse atrapado en el opaco torbellino de la abstracción financiera. Pero el «cuerpo extranjero» que no puede ser asimilado es en realidad la infernal y autopropulsada maquinaria del capital. Hay elementos que deberían hacernos reflexionar sobre la autojustificación ideológica de Breivik, así como sobre las reacciones ante su acto homicida. El manifiesto de este cristiano «cazador de marxistas», que asesinó a más de setenta personas en Noruega, no es un ejemplo del delirio de un loco; es un claro relato de la «crisis de Europa», que sirve como justificación (más o menos) implícita del creciente populismo antiinmigrante. Sus propias inconsistencias son sintomáticas de las contradicciones internas de esta visión. Lo primero que llama la atención es cómo Breivik construye a su enemigo a partir de una combinación de tres elementos (marxismo, multiculturalismo, islamismo), cada uno de los cuales pertenece a un espacio político diferente: la izquierda marxista radical, el liberalismo multiculturalista y el fundamentalismo religioso islámico. El viejo hábito fascista de atribuir al enemigo características mutuamente excluyentes (la «conspiración bolchevique-plutocráticojudía») retorna aquí bajo nuevos ropajes. Más revelador aún es el modo en que la descripción que Breivik hace de sí mismo reordena la baraja de la ideología derechista radical. Defiende el cristianismo, pero continúa siendo un agnóstico laico: el cristianismo es para él meramente un constructo cultural para oponerse al islam. Es antifeminista y piensa que las mujeres deberían ser disuadidas de acceder a la educación superior; pero favorece una sociedad «secular», apoya el derecho al aborto y se declara pro gay. Además, Breivik combina rasgos nazis (por ejemplo, su simpatía por Saga, la pronazi cantante sueca de folk) con un odio hacia Hitler: uno de sus héroes es Max Manus, el líder de la resistencia antinazi noruega. Breivik es no tanto racista como antimusulmán: todo su odio se dirige contra la amenaza musulmana. Y en último lugar, pero no menos importante, Breivik es antisemita pero pro Israel, ya que el Estado de Israel sería la primera línea de defensa contra el expansionismo musulmán; incluso desea ver reconstruido el Templo de Jerusalén. Su punto de vista es que los judíos son aceptables mientras no haya demasiados, o como escribió en su «Manifiesto»: «No hay un problema judío en Europa occidental (con la excepción del Reino Unido y Francia), puesto que solo tenemos un millón en Europa occidental, del que 800.000 viven en Francia y en el Reino Unido. Los EEUU por otro lado, con más de 6 millones de judíos (600 por 100 más que en Europa), en realidad tiene un considerable problema judío». Breivik por tanto encarna la paradoja definitiva: un nazi sionista. ¿Cómo es esto posible? Una clave la proporcionan las reacciones de la derecha europea al ataque de Breivik. Su mantra fue que, al condenar su acción homicida, no deberíamos ignorar tampoco el hecho de que señaló «preocupaciones legítimas acerca de problemas genuinos»; la política dominante está fallando a la hora de solucionar la corrosión de Europa por la islamización y el multiculturalismo, o por citar al Jerusalem Post, deberíamos usar la tragedia de Oslo «como una oportunidad para reevaluar seriamente las políticas de integración de los inmigrantes en Noruega y otras partes»[1]. (Sería curioso escuchar una apreciación semejante de los actos terroristas palestinos, algo como «estos atentados deben servir como una oportunidad para reevaluar las políticas israelíes»). Una referencia a Israel está, desde luego, implícita en esta evaluación: un Israel «multicultural» no tiene oportunidades de sobrevivir, por lo tanto el apartheid es la única opción realista. El precio por este pacto perverso entre derechismo y sionismo es que, para justificar la afirmación ante Palestina, uno debe reconocer retroactivamente una línea argumentativa que ya se usó en la historia europea contra los judíos: el acuerdo tácito consiste en que «estamos listos para reconocer tu intolerancia frente a otras culturas en tu territorio si tú reconoces nuestro derecho a no tolerar a los palestinos en el nuestro». La trágica ironía es que en Europa, a lo largo de los últimos siglos, los primeros «multiculturalistas» fueron los propios judíos: su problema era el de cómo sobrevivir y mantener intacta su cultura en lugares en los que otra cultura era predominante[2]. Al final de este camino yace una posibilidad que no debería excluirse en absoluto a priori; la de un «pacto histórico» entre fundamentalistas sionistas y musulmanes. Por ello la misma designación de las negociaciones de Oriente Próximo como «proceso de paz» es en sí misma una mistificación. La auténtica cuestión no es la paz, sino la liberación de los palestinos; cómo pueden los palestinos recuperar (parte de) la tierra arrebatada y establecer una autonomía política completa. En otras palabras, la cuestión no tiene que ver con la paz del mismo modo en que, digamos, las guerras coloniales en Indochina o Argelia no tenían como objeto la paz entre Francia y la población colonizada. En el momento en que aceptamos la expresión «proceso de paz» ya estamos apoyando la posición de aquel cuyo interés está en que haya paz bajo las condiciones actuales de ocupación. Pero, ¿y si estamos entrando realmente en una nueva era en la que este razonamiento se impondrá por sí mismo? ¿Y si Europa debe aceptar la paradoja de que su apertura democrática está basada en la exclusión, en que no hay «libertad alguna para los enemigos de la libertad», como Robespierre dijo hace tiempo? En principio esto es desde luego cierto, pero aquí es donde hay que ser muy concreto. En cierto modo Breivik estaba justificado en la elección de su objetivo: no atacó a los extranjeros mismos, sino a aquellos dentro de su propia comunidad que eran abiertamente tolerantes hacia ellos. El problema no son los extranjeros, sino nuestra propia identidad (europea). Aunque la actual crisis de la Unión europea aparece como una crisis del sistema económico y financiero, es en su dimensión fundamental una crisisideológicopolítica: el fracaso de los referendos sobre el tratado constitucional de la UE hace un par de años dieron una clara señal de que los votantes percibían la UE como una unión económica tecnocrática, que carecía de una visión de futuro capaz de movilizar a la gente. Hasta las más recientes protestas, la única ideología capaz de movilizar a la gente era aquella basada en la necesidad de «defender a Europa» contra la inmigración. Los recientes estallidos de homofobia en los últimos estados poscomunistas de Europa del Este exigen que tomemos una pausa para pensar. A comienzos de 2011, miles de personas tomaron parte en un festival del orgullo gay en Estambul, sin violencia ni altercados; en los desfiles gays que tuvieron lugar al mismo tiempo en Serbia y Croacia (Belgrado y Split), la policía fue incapaz de proteger a los participantes, que fueron ferozmente atacados por miles de violentos fundamentalistas cristianos. Este tipo de fundamentalistas, no aquellos de Turquía, representan la auténtica amenaza al legado europeo; de modo que en relación con la UE, que básicamente bloquea la entrada de Turquía en la Unión, surge una pregunta obvia: ¿y si se aplicaran las mismas reglas a Europa oriental?[3]. Es crucial localizar el antisemitismo en esta serie como un elemento más entre otras formas de racismo, sexismo, homofobia y demás. Para fundamentar su política sionista, el Estado de Israel está cometiendo un error catastrófico: decidió minusvalorar, si no directamente ignorar, el llamado «viejo» antisemitismo (tradicional europeo), centrándose sin embargo en el «nuevo» y supuestamente «progresista» antisemitismo disfrazado de crítica de la política sionista del Estado de Israel. En este mismo sentido, Bernard-Henri Lévy (en su The Left in Dark Times) recientemente afirmaba que el antisemitismo del siglo XXI será «progresista» o no será. Llevado a su conclusión lógica, esta tesis nos lleva a invertir la vieja interpretación marxista del antisemitismo como anticapitalismo mistificado/desplazado (en vez de culpar al sistema capitalista, la rabia se centra en un grupo étnico específico, acusado de corromper el sistema). Para Lévy y sus partidarios, el anticapitalismo de hoy es una forma disfrazada de antisemitismo. Esta tácita pero no menos efectiva prohibición de atacar al antisemitismo del «viejo estilo» está teniendo lugar en el mismo momento en el que este reaparece en toda Europa, especialmente en los países poscomunistas. Podemos observar una alianza igualmente extraña en los EEUU: ¿cómo pueden los fundamentalistas cristianos americanos, que son, por decirlo así, por naturaleza antisemitas, apoyar apasionadamente la política sionista del Estado de Israel? Hay una sola solución a este enigma: no es que los fundamentalistas norteamericanos hayan cambiado; es que, paradójicamente, el sionismo mismo, en su odio hacia aquellos judíos que no se identifican plenamente con la política del Estado de Israel, se convirtió en antisemita, puesto que ha construido en términos antisemitas la figura del judío que duda del proyecto sionista. Israel está inmerso en un pacto faustiano. Fox News, altavoz de la derecha radical en los EEUU y firme defensor del expansionismo israelí, recientemente tuvo que degradar a Glenn Beck, su presentador más popular, cuyos comentarios eran cada vez más abiertamente antisemitas[4]. El argumento estándar sionista contra los críticos del Estado de Israel es que, desde luego, como cualquier otro Estado, Israel puede y debe ser juzgado y finalmente incluso criticado, pero los críticos hacen un uso indebido, con objetivos antisemitas, de esta justificada crítica de la política israelí. Cuando los incondicionales defensores cristianos fundamentalistas de Israel rechazan las críticas izquierdistas de las políticas israelíes, su línea implícita de argumentación queda mejor expresada por una maravillosa viñeta publicada en julio de 2008 en el periódico vienés Die Presse. Muestra a dos achaparrados austríacos con pinta de nazis, uno de los cuales sujeta un periódico y le comenta al amigo: «¡Aquí tienes, usan otra vez un antisemitismo totalmente justificado para una crítica barata de Israel!». Estos, hoy en día, son los aliados del Estado de Israel. Los judíos críticos con Israel se ven habitualmente desechados como judíos «que se odian a sí mismos» (self-hating Jews). Sin embargo, ¿no son los auténticos self-haters aquellos que secretamente odian la auténtica grandeza de la nación judía, es decir, aquellos sionistas que se han aliado con antisemitas? ¿Cómo hemos acabado en tamaña situación absurda? Lo mismo vale para la decepción después de 1989. Por ponerlo en términos del chiste de Ninotchka: los disidentes polacos querían, como rezaba el nombre de su movimiento, libertad y democracia sin la falta de solidaridad del capitalismo, pero lo que obtuvieron fue precisamente libertad y democracia sin solidaridad. Lo mismo también vale para la amplia reacción crítica a la actual «orbanización» de Hungría[5]. La historia es bien conocida. Con su abrumadora mayoría en el parlamento húngaro, el partido populista de derechas Fidesz del primer ministro Viktor Orbán tiene el poder para reformar la constitución, pero además ha impuesto nuevas reglas que le permitirán aprobar leyes en apenas un día y sin debate previo. Y está usando este poder en toda su magnitud; aprobando una ristra de leyes nuevas. A continuación detallamos las más destacadas. Una ley que etiqueta al antiguo partido comunista y sus sucesores como «organizaciones criminales», haciendo así del partido socialista húngaro y sus líderes, colectiva e individualmente, responsables de todas las actividades criminales de los partidos comunistas que existieron en el pasado de Hungría. Una ley que crea un órgano de control de los media, con miembros elegidos por el partido gobernante. A todos los medios de comunicación se les exige el registro en dicho órgano para poder operar legalmente. El comité será capaz de imponer multas de hasta 700.000 euros a los medios por «cobertura parcial de noticias», por publicar material que el comité considere «insultante» para un grupo particular o para «la mayoría», o por violar la «moralidad pública». Las violaciones «graves» pueden resultar en denegación del registro. La ley también elimina toda protección legal sobre la anonimidad de las fuentes periodísticas. Una nueva ley sobre religiones otorga reconocimiento automático para solo catorce organizaciones religiosas, forzando a los grupos restantes (más de trescientos, incluyendo a representantes budistas, hindúes y musulmanes) a pasar por un complicado nuevo proceso de registro. Las organizaciones solicitantes deberán probar al menos cien años de existencia internacional o veinte años de actividad establecida en Hungría; su autenticidad y teología será evaluada por la Academia húngara de ciencias, el Comité de derechos humanos y religiones, y finalmente aprobado por una mayoría de dos tercios del parlamento. Podemos continuar con esta lista, incluyendo el cambio en el mismo nombre del Estado: ya no es la República de Hungría, sino simplemente Hungría, la sagrada entidad étnica apolítica. Estas leyes fueron ampliamente criticadas tanto dentro como fuera de Hungría como una amenaza a las libertades europeas; el antiguo embajador de los EEUU en Hungría incluso sugirió irónicamente que el país necesitaría de nuevo una Radio Europa Libre. La paradoja básica de estas leyes reside en la tensión entre contenido y forma. Aunque son presentadas (respecto a su contenido) como leyes antitotalitarias, esto es, aunque su objetivo aparente sean los restos del régimen comunista, su auténtico objetivo son las libertades liberales progresistas; estas leyes suponen el auténtico ataque a Europa, la auténtica amenaza al legado europeo. Los progresistas por tanto no están en posición de acomodarse secretamente en la engreída satisfacción de que alguien está haciéndoles el trabajo sucio de limpiar el escenario de todo resto «totalitario» (como aquellos conservadores alemanes que, aunque se oponían al nazismo, apreciaban en privado la eficiencia con la que Hitler se libró de los judíos); los liberales progresistas no solo están en la lista, sino que son ya los siguientes. Es fácil señalar los sinsentidos obscenos de estas leyes; por ejemplo, en Hungría los disidentes que combatieron al viejo régimen pero son fieles al legado liberal democrático son tratados hoy por el partido gobernante como si fueran cómplices de los horrores del comunismo. Pero la complacencia liberal es errónea por otra razón: permanece centrada en el urbi de Hungría, olvidando en qué medida está implicado el orbi del capitalismo global. En otras palabras, más allá de la fácil condena del gobierno de Orbán, debemos preguntarnos por qué se ha producido esta deriva de la Europa oriental poscomunista hacia el populismo nacionalista de derechas. ¿Cómo puede un lugar como (la ya no República de) Hungría surgir del feliz capitalismo global liberal à la Fukuyama? En la década de 1930, Max Horkheimer respondió a los críticos simplistas del fascismo que aquellos que no estaban dispuestos a hablar (críticamente) del capitalismo debían guardar silencio acerca del fascismo. Hoy deberíamos decir: aquellos que no quieren hablar (críticamente) del orden mundial neoliberal también deben callar sobre Hungría. Mencionemos otra ley nueva recientemente aprobada por el parlamento húngaro, una que a menudo se encuadra en la misma serie de leyes antidemocráticas: cuando sea implementada, la nueva ley del sistema bancario hará desaparecer el banco central como institución separada y dará al primer ministro el poder para nombrar a los vicepresidentes del banco central. Se verá también incrementado el número de cargos políticos para el consejo monetario, que establece las cuotas de interés nacionales. ¿No marca la crítica demócrata de esta ley un punto extraño de inflexión en relación con las críticas de las otras leyes? En línea con la referencia irónica de Marx al lema capitalista como «libertad, igualdad y Bentham», ¿no quieren los críticos liberales occidentales imponer en Hungría «libertad, democracia y bancos centrales independientes»? El contexto económico de este último reproche está claro, desde luego: «bancos centrales independientes» es una abreviatura de «docilidad con las medidas de austeridad» impuestas por la UE y el FMI. La impresión que se crea así es que los derechos democráticos y las políticas económicas neoliberales son dos lados de la misma moneda, cuya implicación obvia es que aquellos que se oponen a las políticas económicas neoliberales son «objetivamente» también una amenaza a la libertad y la democracia. Esta lógica debería rechazarse sin ambigüedades: no solamente las dos dimensiones (democracia auténtica y economía liberal) son independientes una de la otra, sino que, en las condiciones específicas del presente, la política democrática auténtica se expresa precisamente en la oposición popular a las medidas económicas «neutrales», tecnocráticas, aparentemente apolíticas. Incluso al nivel de las políticas estatales, el control de las transacciones bancarias a menudo ha demostrado ser exitoso económicamente, al controlar el efecto destructivo de las crisis financieras. Esto, desde luego, no justifica de ningún modo la política económica del gobierno de Orbán. El filósofo G. M. Tamás expuso claramente el argumento clave: «Si la protección de las instituciones democráticas necesariamente va de la mano de un empobrecimiento continuo del pueblo húngaro (como resultado de las medidas de austeridad impuestas por la UE y el FMI), no deberíamos sorprendernos de que los ciudadanos húngaros muestren poco entusiasmo por restaurar la democracia liberal»[6]. En otras palabras, no puedes tener las dos cosas, un renacimiento democrático ylas políticas neoliberales de austeridad: el café del renacimiento democrático solo puede servirse sin la crema del neoliberalismo económico. El caso de Hungría indica por consiguiente la ambigüedad del sentimiento antieuropeo. Cuando, hace una década, los eslovenos estaban a punto de unirse a la Unión Europea, uno de nuestros euroescépticos ofreció una paráfrasis sarcástica del chiste de los hermanos Marx sobre tener un abogado: «¿Tenemos problemas los eslovenos? ¡Unámonos a la UE! ¡Tendremos problemas aún mayores, pero ya estará la UE para ocuparse de ellos!». Este es el modo en que, hoy en día, muchos eslovenos perciben la UE: trae alguna ayuda, pero también problemas nuevos (con sus regulaciones y multas, sus exigencias de financiación para ayudar a Grecia, etcétera). ¿Merece la pena entonces defender la UE? La pregunta crucial es, sin duda, ¿a qué UE nos referimos? Hace un siglo, G. K. Chesterton describió claramente el problema de los críticos de la religión: «Los hombres que comienzan a luchar contra la Iglesia en nombre de la libertad y la humanidad acaban abandonando la libertad y la humanidad con tal de derrotar a la Iglesia… Los secularistas no han destruido cosas divinas; pero sí han destruido cosas seculares, si eso les sirve de consuelo». ¿No vale lo mismo para los defensores de la religión? ¿Cuántos defensores fanáticos de la religión comenzaron atacando furiosamente la cultura secular contemporánea y acabaron renunciando a toda experiencia religiosa significativa? De manera similar, muchos guerreros liberales están tan dispuestos a combatir el fundamentalismo antidemocrático que acabarán arrojando por la borda la misma libertad y democracia con tal de derrotar al terror. Si los «terroristas» están dispuestos a destruir este mundo por amor a otro, nuestros defensores están dispuestos a destruir su propio mundo democrático por odio al otro musulmán. Algunos de ellos aman la dignidad humana tanto que están dispuestos a legalizar la tortura, lo que supone la degradación definitiva de esa dignidad. ¿Y no valdría el mismo argumento para los recientes defensores de Europa frente a la «amenaza inmigrante»? En su fervor por proteger el legado judeocristiano, los nuevos fanáticos están dispuestos a desechar el auténtico corazón del legado cristiano: cada individuo tiene acceso inmediato a la universalidad (del Espíritu Santo, o, en nuestros días, los derechos y libertades humanas); puedo participar en esta dimensión universal directamente, sin importar mi lugar especial dentro del orden social global. ¿No apuntan las «escandalosas» palabras de Cristo en el Evangelio de Lucas a tal universalidad que ignora toda jerarquía social? ¿«Si cualquiera viene a mí y no odia a su padre y a su madre, su mujer e hijos, sus hermanos y hermanas (sí, incluso su propia vida) no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26)? Las relaciones familiares valen aquí como cualquier vínculo social particular étnico o jerárquico que determina nuestro lugar en el Orden global de las cosas. El «odio» prescrito por Cristo no es el opuesto del amor cristiano, sino su expresión directa: es el amor mismo el que nos compele a disociarnos de la comunidad orgánica en la que nacimos; o como dijo San Pablo, para un cristiano no hay hombres ni mujeres, ni judíos o griegos. No sorprende que, para aquellos plenamente identificados con un modo de vida particular, la aparición de Cristo fuera considerada un chiste ridículo o un escándalo traumático. Pero el impasse de Europa es mucho más profundo. El auténtico problema es que los críticos de la reacción antiinmigrante, en vez de defender el valioso núcleo del legado europeo, se limitan principalmente al inacabable ritual de confesar los pecados de Europa, de aceptar humildemente las limitaciones del legado europeo y celebrar la riqueza de otras culturas[7]. Las famosas líneas del «Segundo advenimiento» de William Butler Yeats parecen por tanto retratar perfectamente nuestra situación actual: «Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad». Esta es una excelente descripción de la diferencia actual entre los anémicos liberales progresistas y los apasionados fundamentalistas, tanto musulmanes como cristianos. «Los mejores» ya no son capaces de comprometerse plenamente, mientras que «los peores» se implican en fanatismos racistas, religiosos o sexistas. ¿Cómo podemos salir de este callejón sin salida? Un debate vigente en Alemania puede indicar el camino. El 17 de octubre de 2010, la canciller alemana Angela Merkel declaró en un encuentro de las juventudes de su partido: «Este enfoque multicultural, al decir que simplemente vivamos unos con otros y vivamos felizmente con todos los demás, ha fracasado. Ha fracasado completamente». Lo menos que puede decirse de ella es que estaba siendo coherente, al repetir un debate anterior acerca de la Leitkultur (la cultura dominante) en el que los conservadores insistieron en que cada Estado está basado en un espacio cultural predominante que los miembros de otras culturas que vivan en el mismo espacio deben respetar. Pero en vez de representar el papel de alma bella y lamentarse de la emergente Europa racista que inauguran tales afirmaciones, deberíamos dirigir una mirada crítica hacia nosotros mismos, preguntándonos hasta qué punto nuestro multiculturalismo abstracto ha contribuido a este triste estado de cosas. Si todos los lados no comparten o respetan el mismo civismo, entonces el multiculturalismo se convierte en ignorancia mutua legalmente regulada, u odio. El conflicto del multiculturalismo ya es un conflicto de Leitkultur: no es un conflicto entre culturas, sino un conflicto entre diferentes visiones de cómo pueden y deben coexistir culturas diferentes, acerca de las reglas y prácticas que estas culturas deben compartir si han de coexistir. Deberíamos por tanto evitar la trampa del juego liberal de «cuánta tolerancia nos podemos permitir». ¿Deberíamos tolerar que «ellos» impidan que sus hijos vayan a escuelas estatales, si «ellos» fuerzan a sus mujeres a vestirse y comportarse de cierta manera, si «ellos» arreglan los matrimonios de sus hijos, si «ellos» agreden a los gays? En este nivel, desde luego, nunca somos lo suficientemente tolerantes, o siempre somos demasiado tolerantes, ignorando los derechos de las mujeres, etcétera. El único modo de salir del paso de este callejón sin salida es proponer y luchar por un proyecto universalista positivo que pueda ser compartido por todos los participantes. Las luchas en las que «no hay ni hombres ni mujeres, ni judíos ni griegos» son muchas, desde la ecología hasta la economía. Hace algunos meses, ocurrió un pequeño milagro en la Franja de Gaza ocupada: a mujeres palestinas que se manifestaban contra el Muro se les unió un grupo de mujeres lesbianas judías. La desconfianza mutua inicial se esfumó en la primera confrontación con los soldados israelíes que vigilaban el Muro, y una solidaridad sublime emergió, culminando en el abrazo de una mujer palestina vestida al modo tradicional con una lesbiana judía de pelo púrpura. Un símbolo viviente de lo que debería ser nuestra lucha. Quizás el euroescéptico esloveno se equivocaba con su chiste de los hermanos Marx. En vez de malgastar el tiempo en un análisis de costes y beneficios de nuestra pertenencia a la UE, deberíamos centrarnos en aquello que realmente representa la UE. En sus últimos años, Freud expresó su perplejidad ante la pregunta «¿qué quiere una mujer?». Hoy nuestra pregunta es más bien «¿qué quiere Europa?». Sobre todo, actúa como un regulador del desarrollo capitalista global; a veces, flirtea con la defensa conservadora de la tradición. Ambos caminos llevan al olvido, a la marginación de Europa. La única vía de salida de este impasse para Europa pasa por resucitar su legado de emancipación radical y universal. La tarea es la de moverse, más allá de la mera tolerancia de los otros, hacia una Leitkultur emancipadora, que es la única que puede sostener una coexistencia auténtica y la mezcla de culturas diferentes, y comprometerse en la batalla futura por esa Leitkultur. No solo respetar a los otros, sino ofrecerles una lucha común, puesto que nuestros problemas más urgentes hoy son problemas que tenemos en común. [1] Editorial sobre el desafío noruego: «Norway’s Challenge», en el Jerusalem Post, 24 de julio de 2011. [2] Incidentalmente, deberíamos destacar aquí que en la década de 1930, en respuesta directa al antisemitismo nazi, Ernest Jones, el principal agente de la gentrificación conformista del psicoanálisis, se dedicó a formular extrañas reflexiones sobre el porcentaje de extranjeros que puede tolerar una población nacional sin poner en peligro su propia identidad; aceptando, por tanto, la problemática nazi. [3] Sin mencionar el curioso hecho de que la principal fuerza que está detrás del movimiento antigay en Croacia es la Iglesia católica, bien conocida por numerosos escándalos de pedofilia protagonizados por parte de sus sacerdotes. [4] Otra figura en esta serie de sionistas antisemitas es John Hagee, el fundador y director nacional de la organización cristiana y sionistaChristians United for Israel. Conocido defensor de la política conservadora y cristiana (Hagee considera el Protocolo de Kyoto una conspiración dirigida a manipular la economía norteamericana; en su exitosa novela Jerusalem Countdown, el Anticristo es el líder de la Unión Europea), Hagee ha estado en Israel veintidós veces y se ha reunido con cada primer ministro israelí desde Beguin. Sin embargo, a pesar de sus creencias «sionistas cristianas» y el apoyo público al Estado de Israel, Hagee ha realizado declaraciones que definitivamente parecen antisemitas: ha culpado del Holocausto a los judíos mismos; afirmó que la persecución de Hitler era un «plan divino» para llevar a los judíos a formar el moderno Estado de Israel; llama a los judíos progresistas «envenenados» y «espiritualmente ciegos»; y admite que el ataque nuclear preventivo sobre Irán, que apoya, llevará la muerte a la mayoría de judíos en Israel. (Más interesante aún; afirma en Jerusalem Countdown que Hitler nació de un linaje de «malditos, genocidas y homicidas judíos mestizos»). [5] Cuando un documento papal es designado como Urbi et Orbi («para la ciudad y para el mundo»), significa que está dirigido no solamente a la Ciudad (de Roma) sino a todo el mundo católico. Mientras que la mayor parte de los críticos se limitan al urbi, olvidan la dimensión orbi de los acontecimientos recientes en Hungría. [6] Heti Világgazdaság, «Let us Deal With Orbán», presseurop, 3 de enero de 2012, accesible en www.presseurop.eu. [7] Como era de esperar, el lado opuesto de esta celebración de izquierdas del Otro supone a menudo un racismo apenas disimulado. Aquí tenemos un ejemplo de tal racismo por parte de supuestos izquierdistas «radicales» en su expresión más brutal, combinado con una tremenda ignorancia respecto a los hechos. El autor es John Pilger: «Yugoslavia era una federación única en cuanto a su independencia y carácter multiétnico, si bien imperfecta, que sobrevivió como un puente político y económico en la Guerra Fría. Esto le resultaba inadmisible a una Comunidad Europea en expansión, sobre todo a la recientemente reunificada Alemania, que había comenzado a mover ficha hacia el Este para dominar su «mercado natural» en las provincias yugoslavas de Croacia y Eslovenia. Para el momento en que los europeos se reunieron en Maastricht en 1991, un pacto secreto ya se había establecido; Alemania reconoció a Croacia, y Yugoslavia estaba condenada. En Washington, los EEUU se aseguraron de que a la precaria economía yugoslava se le negaran préstamos del Banco Mundial y de que la obsoleta OTAN fuera reinventada como refuerzo» (John Pilger, «Don’t Forget What Happened in Yugoslavia», New Statesman, 14 de agosto de 2008). (Por cierto, Eslovenia y Croacia no eran «provincias», sino repúblicas soberanas autónomas cuyo derecho de secesión estaba explícitamente reconocido por la Constitución federal). Pero Pilger sobrepasa incluso sus propios estándares difamatorios con la caracterización abiertamente racista de Kosovo como una tierra «que no tiene economía formal y está dirigida, en la práctica, por bandas criminales que trafican con drogas, contrabando y mujeres»; ni siquiera la propaganda habitual serbia habría sido tan explícita (aunque, desde luego, habría estado de acuerdo). Tal ignorancia es bastante común entre cuasiizquierdistas que defienden Yugoslavia. Todavía recuerdo la diversión que me produjo Michael Parenti cuando, en su condena del bombardeo de la OTAN sobre Serbia, se escandalizó por el despiadado ataque a la fábrica de coches Crvena Zastava, que, según decía, no producía armas... Tengo que hacer constar aquí que, como soldado del ejército yugoslavo en 1974-1976, ¡yo estaba equipado con una ametralladora Crvena Zastava! El año que soñamos peligrosamente Capítulo V Bienvenidos al desierto de la postideología Durante una visita reciente a California, asistí a una fiesta en casa de un profesor con un amigo esloveno, fumador empedernido. Hacia el final de la velada, mi amigo se desesperó y pidió educadamente al anfitrión si podía salir al porche a fumar. Cuando el anfitrión (no menos educadamente) dijo que no, mi amigo propuso salir a la calle, pero también esto fue rechazado por el anfitrión, alegando que tal muestra pública de adicción al tabaco podría dañar su reputación ante los vecinos. Pero lo que realmente me sorprendió fue que, después de la cena, el anfitrión nos ofreciera drogas blandas, y este tipo de consumo se produjo sin ningún tipo de problemas; como si las drogas fueran menos peligrosas que los cigarrillos. Los impasses del consumismo actual proporcionan un claro caso de la distinción lacaniana entre placer y goce: lo que Lacan denomina «goce» (jouissance) es un exceso mortal, más que placer; su lugar está más allá del principio de placer. En otras palabras, el término plus-dejouir (plus de goce o exceso de goce) es un pleonasmo, puesto que el goce es en sí mismo excesivo, a diferencia del placer, que es por definición moderado, adecuadamente regulado. Tenemos entonces dos extremos: por un lado, el hedonista ilustrado que cuidadosamente calcula sus placeres para prolongar su diversión y evitar hacerse daño; por el otro, el jouisseur por definición, dispuesto a consumir su propia existencia en un mortal exceso de goce. O en el vocabulario típico de nuestra sociedad: por un lado, el consumista que administra sus placeres, bien protegido de todo tipo de amenazas a su salud; por otro lado, el drogadicto (o fumador) propenso a su propia autodestrucción. El goce no tiene utilidad práctica, por lo que todo el esfuerzo de nuestra «permisiva» sociedad hedonista utilitaria está dirigido a incorporar este exceso incalculable e injustificable al ámbito de la contabilidad. En este mismo contexto, Lee Edelman ha desarrollado una noción de homosexualidad como ética del «ahora», de la fidelidad incondicional a la jouissance, que acompaña a la pulsión de muerte e ignora toda referencia al futuro o al conjunto de prácticas mundanas. La homosexualidad por tanto representa la aceptación total de la negatividad de la pulsión de muerte, un abandono de la realidad en pos de lo Real de la «noche del mundo». De este modo, Edelman opone a la ética radical de la homosexualidad la obsesión predominante con la posteridad (esto es, los hijos): los hijos son el momento «patológico» que nos ata a consideraciones pragmáticas y por tanto nos obliga a traicionar la ética radical delgoce[1]. La primera conclusión de esto sería que debemos rechazar la premisa de sentido común de que en una sociedad hedonista consumista todo el mundo tiene algo con lo que gozar: la función básica del hedonismo consumista ilustrado es, por el contrario, privar al goce de su dimensión excesiva, de su plusvalor perturbador; del hecho de que no tiene utilidad. El goce es tolerado, incluso solicitado, pero bajo condición de que siga siendo saludable y no amenace nuestra estabilidad psíquica o biológica: chocolate, sí, pero sin grasa; Coca Cola, sí, pero sin azúcar; mayonesa, pero sin colesterol; sexo, sí, pero sexo seguro. Estamos aquí en el dominio de lo que Lacan llama el discurso de la Universidad, opuesto al discurso del Amo: el Amo llega hasta el final en su consumo, sin verse limitado por insignificantes consideraciones utilitarias (razón por la que hay una cierta homología formal entre el amo aristocrático tradicional y un drogadicto concentrado en su goce mortal), mientras que los placeres consumistas son regulados por el discurso científico promovido por el discurso de la Universidad. El goce descafeinado que obtenemos es una apariencia de goce, no su Real, y es en este sentido que Lacan habla de la imitación del goce en el discurso de la Universidad. Un prototipo de este discurso es la multiplicidad de artículos en las revistas populares que defienden el sexo por ser bueno para la salud: la actividad sexual es como eljogging, fortalece el corazón, relaja las tensiones; incluso besar es bueno para nuestra salud. Una celebración similar de vitalidad desexualizada abunda en el estalinismo. Aunque la movilización total durante el primer plan quinquenal tendía a oponerse a la sexualidad como el último dominio de resistencia burguesa, esto no le impidió intentar recuperar la energía sexual para revigorizar la lucha por el socialismo: a comienzos de la década de 1930, una variedad de tónicos se publicitaban en los medios soviéticos, con nombres como «Spermin-pharmakon», «Spermol», y «Sekar fluid: Extractum testiculorum»[2]. De manera similar, en las sociedades occidentales actuales somos testigos de la proliferación de bebidas con cafeína que supuestamente proporcionan una poderosa carga de «energía» (Red Bull, etcétera). Lacan nos proporciona una descripción precisa de cómo funciona la prohibición paterna: «De hecho, la imagen del Padre ideal es una fantasía neurótica. Más allá de la Madre… asoma la imagen de un padre que permite los deseos. Esto marca la auténtica función del Padre, que es fundamentalmente la de unir (y no oponer) el deseo con la Ley»[3]. Mientras que prohíbe las escapadas de su hijo, el padre no solamente las ignora y tolera en secreto, sino que incluso las solicita; como con la Iglesia católica, que hoy hace la vista gorda con la pedofilia. Deberíamos vincular esta idea a la crítica que realiza Lacan de la afirmación de Hegel de que el Amo es el que goza mientras que el siervo trabaja, obligado a renunciar al goce: para Lacan, por el contrario, el único goce está en las migajas que el Amo deja al siervo cuando hace la vista gorda con las pequeñas transgresiones del siervo: «Gozar es fácil para el siervo, y le mantiente en la servidumbre»[4]. Una anécdota de Catalina la Grande ilustra la cuestión. Al ser informada de que sus siervos estaban robando vino y comida a sus espaldas, llegando incluso a burlarse de ella, se limitó a sonreír, consciente de que arrojar ocasionalmente migajas de goce les mantenía en su posición de servidumbre. La creencia del siervo es que él solamente recoge pequeñas migajas de goce mientras que el Amo goza plenamente; en realidad el único goce es el del sirviente[5]. En este mismo sentido en psicoanálisis el Padre es el agente de la prohibición o ley que sostiene el deseo o placer: no hay acceso directo al goce en la medida en que este emerge por los huecos de la mirada controladora del Padre. Una prueba negativa de este papel constitutivo del Padre que abre el espacio para un goce viable puede encontrarse en el problema de la permisividad actual, en la que el maestro o experto ya no prohíbe el goce, sino que se une a él («el sexo es saludable», etcétera), saboteándolo así con mayor efectividad. Como señaló Freud una vez a su amigo cercano Otto Bauer, una figura clave de la socialdemocracia austríaca (y hermano de Ida, la legendaria «Dora»): «No intentes ni consigas hacer a los hombres felices, ellos no desean la felicidad»[6]. ¿Cuál es, entonces, el estatuto de lo Real del goce? ¿Es solamente un punto virtual o fantasmático (como el goce del Amo supuesto por el siervo) o un Real directo que amenaza con arrollarnos, destruyendo la textura simbólica? Deberíamos mantener esta «indecibilidad», sin reducir de ningún modo lo Real del goce a un punto de referencia fantasmático: lo Real del goce efectivamente acaba arrollando al sujeto en la psicosis. El único modo de sostener lo Real cuando se acerca demasiado (esto es, el único modo de evitar la psicosis) es ficcionalizarlo. Hoy, la amenaza de la sobreproximidad de lo Real aparece en dos excepciones al feliz universo del goce saludable: los cigarrillos y, hasta cierto punto, las drogas. Por diferentes (sobre todo ideológicas) razones, se demostró imposible «superar/subsumir» el placer de fumar en una actividad saludable y útil: fumar continúa siendo una adicción letal, una característica que anula todas sus demás características (puede ayudar a relajarme, a socializar más fácilmente, etcétera). El fortalecimiento de la prohibición de fumar es fácilmente discernible en los cambios graduales realizados en las advertencias presentes en los paquetes de cigarrillos: hace años era habitual una afirmación neutral experta, como las advertencias de un cirujano: «fumar perjudica seriamente la salud». Más recientemente, el tono se ha hecho más y más agresivo, cambiando del discurso de la Universidad al del imperativo directo del Amo: «¡fumar mata!», una clara advertencia de que el goce excesivo es letal; además, el aviso se imprime cada vez más grande sobre los paquetes y se ve acompañado por fotos cada vez más gráficas. El mejor indicador de este cambio en el estatus del tabaco es, como suele ser habitual, Hollywood. Tras la disolución gradual del código Hays a partir de finales de los años cincuenta, cuando todos los tabúes (homosexualidad, sexo explícito, drogas, etcétera) fueron disipándose, un tabú volvió a imponerse gradualmente, en una suerte de reemplazo de las prohibiciones múltiples del viejo código: fumar. En las películas clásicas del Hollywood de los treinta y cuarenta, el tabaco en la pantalla no solo era totalmente normal, sino que incluso funcionaba como una de las importantes técnicas de seducción (recordemos, en Tener y no tener, a Lauren Bacall pidiendo lumbre a Humphrey Bogart). Hoy la única gente que fuma en la pantalla son los terroristas árabes y otros criminales o antihéroes, y se ha llegado a discutir la posibilidad de eliminar digitalmente los cigarrillos de las películas clásicas. Esta nueva prohibición en sí misma indica un cambio más amplio en el estatus de la ética: si el código Hays se centraba en ideología, reforzando los códigos sociales y sexuales, la nueva ética se centra en la salud: lo malo es lo que amenaza nuestra salud y bienestar[7]. Aquí es sintomático el papel ambiguo del «cigarrillo electrónico», que funciona como azúcar sin azúcar: un dispositivo eléctrico que simula el fumar tabaco produciendo un humo inhalado con la sensación física, apariencia, y a menudo el sabor y contenido en nicotina del humo inhalado de tabaco, aunque sin su olor y aparentemente sin (la mayor parte) de los riesgos para la salud. La mayor parte de e-cigarrillos son dispositivos cilíndricos desechables del tamaño de un bolígrafo, diseñados para parecerse a cigarrillos o cigarros reales. El e-cigarrillo se está mostrando difícil de clasificar y regular. ¿Es una droga? ¿Un producto médico? Algunas compañías aéreas, por ejemplo, los han prohibido porque incitan a un «comportamiento adictivo» que puede molestar a otros pasajeros; otras las ofrecen a la venta durante el vuelo. ¿Pero quién es este Otro cuyo comportamiento adictivo o despliegue de goce excesivo nos molesta tanto? No es nada más que aquello que en la tradición judeocristiana se llama prójimo. Un prójimo, por definición, molesta, acosa; y «acoso» (harassment) es otra de esas palabras que, aunque parece referirse a un hecho claramente delimitado, funciona de un modo profundamente ambiguo y perpetra una mistificación ideológica. ¿Cuál es la lógica interna del discurso estándar respecto al acoso sexual? Se rechaza la propia asimetría de la seducción, el desequilibrio entre deseo y su objeto. En cada etapa de una relación erótica, solamente la reciprocidad contractual con acuerdo mutuo está permitida. De este modo la relación sexual se ve desexualizada y se convierte en un «trato», en el sentido de un intercambio mercantil de equivalentes entre socios iguales y libres, donde el objeto de intercambio es el placer. La expresión teórica de este giro hacia el placer está marcado por el cambio de Freud/Lacan a Foucault: de la sexualidad y el deseo hacia los placeres desexualizados que intentan alcanzar el extremo de lo Real en toda su crudeza. La expansión explosiva de pornografía en los medios digitales es ejemplar de esta desexualización del sexo. La promesa es «cada vez más sexo»; mostrar cada vez más lo Real, desde el fisting extremo (el favorito de Foucault) a las películas snuff. Pero todo lo que entrega es un vacío infinitamente repetido y una pseudosatisfacción. La única satisfacción que se puede obtener de esta reducción de la sexualidad a un despliegue ginecológico de interacción de órganos sexuales es un goce idiota masturbatorio[8]. Dentro de esta economía libidinal, la relación con el Otro se ve gradualmente reemplazada por lo que el último Lacan bautizó con el neologismo «les lathouses»: gadgets consumistas que cautivan la líbido con la promesa de proporcionar un placer excesivo, pero que en realidad solamente reproducen su misma ausencia. Hace un par de décadas, un encantador anuncio de cerveza se emitía en la televisión británica: la primera parte retrataba la conocida escena de cuento de hadas en la que una chica camina a lo largo de un riachuelo, ve una rana, la toma delicadamente en su mano y la besa, tras lo cual, desde luego, la rana se convierte milagrosamente en un apuesto joven. La historia no acaba ahí: el joven entonces abraza y besa a la chica, que inesperadamente se convierten en una botella de cerveza que el hombre sujeta triunfante en su mano. Para la mujer, su amor y afecto (señalado por el beso) convierten a una fea rana en un hombre apuesto, una plena presencia fálica; para el hombre, la clave del anuncio es que este reduce a la mujer a un objeto parcial, la causa de su deseo (el objeto a). El inesperado giro ejemplifica perfectamente el cambio de prójimo a lathouse. Del mismo modo, el auge de la corrección política y el incremento en la violencia interpersonal representan dos lados de la misma moneda. JeanClaude Milner ha argumentado que en la medida en que la premisa básica de la corrección política es la reducción de la sexualidad a un consentimiento mutuo contractual, el movimiento por los derechos de los homosexuales inevitablemente alcanzaría su paroxismo en contratos que estipularan formas extremas de sexo sadomasoquista (tratar a una persona como un perro con correa, tráfico de esclavos, tortura, incluso asesinato consensuado)[9]. En tales prácticas, la libertad mercantil del contrato se cancela a sí misma: el tráfico de esclavos se convierte en la última afirmación de libertad. Es como si inesperadamente el motivo de «Kant con Sade» se hiciera realidad. Dos cosas están por lo tanto claras. En primer lugar, si Thomas de Quincey tuviera que reescribir las líneas de apertura de su famoso ensayo El asesinato considerado como una de las bellas artes hoy, sin duda cambiaría la palabra final (procrastinación): «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por fumar en público». En segundo lugar, el problema subyacente aquí es el de amar al prójimo; como es habitual, G. K. Chesterton dio en el clavo: «La Biblia nos dice que amemos a nuestro prójimo, y también que amemos a nuestro enemigo; probablemente porque ambos son generalmente la misma persona». ¿Y qué ocurre cuando estos problemáticos prójimos contraatacan? Aunque los disturbios británicos de agosto de 2011 fueron desencadenados por la sospechosa muerte de Mark Duggan, es algo generalmente aceptado que expresaban una inquietud más profunda. ¿Pero de qué tipo? Al igual que en las revueltas de los barrios periféricos de París en 2005, los manifestantes del Reino Unido no tenían ningún mensaje que entregar. El contraste con las masivas manifestaciones estudiantiles de noviembre de 2010, que también acabaron siendo violentas, está claro. Los estudiantes tenían un mensaje; el rechazo de las reformas educativas universitarias del gobierno. Por esto mismo sería difícil concebir los disturbios de 2011 en términos marxistas, como indicativos de un sujeto revolucionario emergente; mucho más apropiada aquí es la noción hegeliana de «turba»: dirigida a aquellos fuera de la esfera social organizada, alejados de toda participación en la producción social, que son capaces de expresar su descontento excepto bajo la forma de estallidos «irracionales» de violencia destructiva o lo que Hegel llamó «negatividad abstracta». Quizás esta es la verdad oculta de Hegel, el núcleo de su pensamiento político: cuanto más se acerca una sociedad a tener un Estado racional bien organizado, más retorna la negatividad abstracta de la violencia «irracional». Se nos dijo que los acontecimientos de 1989-1991 (la desintegración de los regímenes comunistas) señalaban el fin de la ideología. Suponían el fin de la era de los grandes proyectos ideológicos, que inevitablemente acabó en una catástrofe totalitaria, y entrábamos ya en una nueva era de políticas racionales, pragmáticas, etcétera. Sin embargo, si el lugar común de que vivimos en una época postideológica tiene algún sentido, es aquí, en estos estallidos de violencia, donde deviene comprensible. Durante los disturbios británicos de 2011, los participantes no hicieron ninguna exigencia específica: lo que tuvimos fue una protesta de grado cero, un acto violento que no exige nada. Lo irónico fue contemplar cómo sociólogos, intelectuales, y comentaristas intentaban comprender y ayudar. Intentando desesperadamente traducir las protestas al lenguaje que les era familiar, únicamente tuvieron éxito en ocultar el enigma principal que presentaban los disturbios. Los manifestantes, aunque no fueran privilegiados y de hecho eran fundamentalmente gente excluida, no estaban en ningún sentido viviendo al límite de la hambruna o reducidos al nivel de la mera supervivencia. Gente de estratos materiales mucho más terribles, incluso en condiciones de opresión física e ideológica, fueron capaces de organizarse en agentes políticos con programas claros. El hecho de que los manifestantes no tuvieran programa es por sí mismo un hecho que debe ser interpretado, y nos sugiere mucho acerca de nuestra situación ideológica y política: ¿en qué tipo de universo vivimos, que se celebra a sí mismo como una sociedad de la elección, pero en el que la única alternativa disponible al consenso democrático es una forma de ciego estallido violento? El triste hecho de que la oposición al sistema no pueda articularse bajo la forma de una alternativa realista, o al menos un proyecto utópico coherente, sino que solamente puede adoptar la forma de un estallido desprovisto de sentido, es un grave problema de nuestra época. ¿Qué función tiene nuestra celebrada libertad de elegir cuando la única opción está en realidad entre jugar según las reglas y la violencia (auto)destructiva? Alain Badiou ha afirmado que vivimos en un espacio social que se experimenta cada vez más como «sin-mundo»: dentro de tal espacio, la violencia sin sentido es la única forma que puede adoptar la protesta. Incluso el antisemitismo nazi abrió un mundo, si bien abominable: describió su situación planteando un enemigo, la «conspiración judía»; nombró un objetivo y los medios para alcanzarlo. El nazismo abrió la realidad de un modo que permitió a sus sujetos adquirir un mapa cognitivo global, que incluía el espacio para un compromiso dotado de sentido. Quizás es aquí donde deberíamos localizar uno de los principales peligros del capitalismo. Aunque el capitalismo es global, sostiene una constelaciónstrictu sensu «sin-mundo», privando a la mayoría de la gente de cualquier orientación cognitiva provista de sentido. El capitalismo es el primer orden socioeconómico que destotaliza el sentido: no es global en el plano del sentido. Después de todo, no hay un «punto de vista mundial capitalista»; no hay una «civilización capitalista» propiamente dicha. La lección fundamental de la globalización es precisamente que el capitalismo puede acomodarse a todas las civilizaciones, desde la cristiana hasta la hindú o budista, desde el Este al Oeste. La dimensión global del capitalismo solo puede ser formulada al nivel de una verdad sin sentido, como lo real del mecanismo del mercado global. Por consiguiente, tanto las reacciones progresistas como conservadoras a los disturbios del Reino Unido claramente erraron en su análisis. La reacción conservadora era predecible: no hay justificación para tal vandalismo, debe recurrirse a todos los medios necesarios para restaurar el orden, y lo que se necesita para evitar posteriores estallidos de este tipo no es más tolerancia e intervención social, sino más disciplina, trabajo duro y sentido de la responsabilidad. Lo falso en este análisis no es solo que olvida la desesperada situación social que empuja a la gente joven a tales actos sino, quizá más importante aún, el modo en que estos estallidos repiten las premisas subterráneas de la ideología conservadora misma. Cuando, en los años noventa, el partido conservador británico lanzó su famosa campaña Back to Basics (volver a lo básico), su obsceno suplemento lo indicaba claramente alguien que «nunca es tímido a la hora de exponer los sucios secretos del inconsciente conservador», el secretario general de los conservadores, Norman Tebbit: «El hombre no es solo un animal social, sino también territorial; debe ser parte de nuestro programa satisfacer aquellos instintos básicos de tribalismo y territorialidad»[10]. De esto trataba Back to Basics: la reafirmación de los bárbaros «instintos básicos» latentes bajo la apariencia de sociedad burguesa civilizada. ¿Y no encontramos en los estallidos violentos recientes los mismos instintos básicos, no de los estratos bajos y desposeídos, sino de la ideología capitalista misma? Yendo más atrás aún, en la década de 1960, Herbert Marcuse introdujo el concepto de «desublimación represiva» para explicar la «revolución sexual»: los impulsos humanos pueden ser desublimados, desposeídos de su cubierta civilizada, y todavía retener su carácter «represivo». ¿No es este tipo de «desublimación represiva» lo que vemos en las calles británicas hoy? No hombres reducidos a «bestias naturales», sino la históricamente específica «bestia natural» producida por la ideología capitalista misma, el grado cero del sujeto capitalista. En el Seminario XVIII (Le savoir du psychanalyste, 1970-1971), Lacan juega con la idea de un discurso específicamente capitalista (o discurso del capitalista) que tendría la misma estructura que el discurso del Amo, pero con la primera pareja (izquierda) intercambiando posición: $ ocupa el lugar del agente y el significante Amo el lugar de la verdad: $ S2 —— S1 a Las líneas que los conectan son las mismas que en el discurso del Amo ($—a, S1—S2), pero discurren en diagonal: mientras que el agente es el mismo, como en el discurso del histérico, el Sujeto (dividido) no se dirige al Amo, sino al goce-excesivo, el «producto» de la circulación capitalista. Como en el discurso del Amo, el «otro» es aquí el Conocimiento del Siervo (o, cada vez más, el conocimiento científico), dominado por el auténtico Amo, el capital mismo.[11] La violencia urbana en el Reino Unido, por lo tanto, no puede ser explicada meramente por la pobreza y la falta de horizontes, o por la disolución de la familia y otros vínculos sociales. Respecto a la forma de subjetividad que encaja con esta constelación, podríamos comenzar con «El extranjero», el famoso poema en prosa de Baudelaire: — ¿A quién quieres más, enigmático? Dime: ¿a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano? — No tengo padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. — ¿A tus amigos? — Utiliza usted una palabra cuyo sentido desconozco hasta ahora. — ¿A tu patria? — Ignoro en qué latitud se encuentra. — ¿A la belleza? — La amaría con gusto, diosa e inmortal. — ¿Al oro? — Lo odio como usted odia a Dios. — ¿Pues qué amas entonces, raro extranjero? — Amo las nubes… las nubes que pasan… allá arriba… allá arriba, ¡las maravillosas nubes![12]. ¿No proporciona este «hombre enigmático» un perfecto retrato del típico geek de internet? Solo frente a la pantalla, no tiene padre ni madre, ni país ni dios; todo lo que necesita es una nube digital a la que está conectado su dispositivo de internet. El resultado final es, por supuesto, que el sujeto mismo se convierte en «una nube en pantalones», evitando todo contacto sexual, demasiado intrusivo. En 1915, Vladimir Maiakovski entró en un vagón de tren en el que el otro ocupante era una mujer joven; para hacerla sentir cómoda, se presentó diciendo «No soy un hombre, sino una nube en pantalones». A medida que las palabras salieron de su boca se dio cuenta de que la frase era perfecta para un poema y la continuó, escribiendo su primera obra maestra, «La nube en pantalones»[13]: Ya no más un hombre con una misión, algo húmedo y tierno – una nube en pantalones. ¿Cómo puede entonces practicar el sexo una «nube en pantalones»? Un anuncio publicitario de la revista de United Airlines comienza con una sugerencia: «Quizás es el momento de externalizar… tus citas amorosas». Continúa: «La gente contrata profesionales para manejar tantos aspectos de sus vidas, así que ¿por qué no utilizar a un profesional que te ayude a encontrar a alguien especial? Somos profesionales de los emparejamientos; eso es lo que hacemos día tras día»[14]. Después de externalizar el trabajo manual (y gran parte de la contaminación) a países del tercer mundo, después de externalizar (la mayor parte de) la tortura a dictaduras (cuyos torturadores fueron probablemente entrenados por especialistas norteamericanos o chinos), después de externalizar nuestra vida política a expertos administradores (que, obviamente, cada vez están menos a la altura de la tarea; véanse los imbéciles que compiten en las primarias del partido republicano), ¿por qué no llevar este proceso a su conclusión lógica y externalizar el sexo mismo? ¿Por qué cargar nosotros mismos con el esfuerzo de seducción con todas sus molestias y bochornos potenciales? Después de que una mujer y yo acordemos practicar el sexo, cada uno de nosotros solamente necesitará designar a un representante más joven para que ellos hagan el amor (o, más bien, para que los dos hagamos el amor a través de ellos) y, mientras, podamos tomar tranquilamente una copa y charlar, para después retirarnos a nuestros aposentos a descansar o leer un buen libro. Después de tal distanciamiento, la única manera de reconectar con la realidad sería a través de la violencia más descarnada. La respuesta liberal de izquierdas a los disturbios, no menos predecible, fue la de insistir en los siempre postergados programas sociales y en la integración, cuyo fracaso ha privado a la generación más joven de inmigrantes de cualquier perspectiva económica y social decente. En vez de abandonarse a reaccionarias fantasías de venganza, deberíamos hacer el esfuerzo de comprender las causas más profundas de los estallidos de violencia: ¿podemos imaginar lo que significa ser un joven que vive en un área pobre y racialmente mixta, sospechoso a priori y perseguido por la policía, rodeado de familias disfuncionales o rotas, no solamente desempleado sino a menudo inempleable, sin esperanzas de futuro? En el momento en que tomamos todo esto en cuenta, las razones por las que la gente está asaltando las calles se hacen más claras. Supuestamente. El problema con este análisis es que meramente se dedica a desgranar la lista de condiciones objetivas para los disturbios, ignorando la dimensión subjetiva: participar en un disturbio es realizar una afirmación subjetiva, declarar implícitamente cómo se relaciona uno con sus propias condiciones objetivas, cómo las subjetiviza. Vivimos en una era de cinismo en la que podemos imaginar fácilmente a un manifestante que, identificado entre los saqueadores y destructores de mobiliario urbano, al preguntársele por las razones de sus actos de violencia, de repente comenzara a hablar como un trabajador social, un sociólogo o psicólogo social, citando como causas de su actitud la movilidad social disminuida, la inseguridad económica creciente, la desintegración de la autoridad paterna, la falta de amor materno en su niñez. Sabe lo que está haciendo, pero lo hace de todas formas, como en la famosa canción, «Gee, Officer Krupke» en West Side Story, de Leonard Bernstein (con la letra de Stephen Sondheim), que contiene la frase «la delincuencia juvenil es puramente una enfermedad social»: Nunca tuvimos el amor Que todo niño debe tener No semos delincuentes A nosotros no nos entienden En el fondo somos gente de bien … Mi papi pega a mi mami Mi mami me sacude a mí Mi abuelo es comunista Mi abuela se dedica a la hierba Mi hermana lleva bigote Mi hermano lleva vestido Dios mío, por eso soy un perdido … Este chico no necesita un diván Necesita una carrera de utilidad Qué mala pasada le ha jugado la sociedad Sociológicamente lo suyo es una enfermedad ... Me dicen que consiga un trabajo Por ejemplo vender helado O sea, ser un pringado No es que sea antisocial Solo soy antitrabajar. Tales sujetos no son ejemplos de una enfermedad social, sino que declaran serlo ellos mismos, sugiriendo irónicamente diferentes explicaciones de su situación (del mismo modo en que lo haría un trabajador social, un psicólogo o un juez). Por consiguiente, no tiene sentido reflexionar sobre cuál de las dos reacciones a los disturbios es peor, la conservadora o la progresista: como habría dicho Stalin, ambas son peores, y esto incluye la advertencia repetida por ambas facciones acerca del peligro real de estos estallidos, que residiría en la previsible reacción racista de la «mayoría silenciosa». Esta reacción (que no debería despacharse como meramente reaccionaria) ya tuvo lugar como actividad «tribal», en la medida en que las comunidades locales (turcas, sij, afrocaribeñas...) rápidamente formaron sus propias unidades de vigilancia para proteger su propiedad, duramente conquistada. Aquí, también, deberíamos rechazar las presiones que nos fuerzan a tomar partido en este conflicto: ¿están los propietarios de pequeños negocios defendiendo a la pequeña burguesía frente a una genuina aunque violenta protesta contra el sistema, o son ellos los representantes de la genuina clase trabajadora, resistiendo ante las fuerzas de desintegración social? La violencia de los manifestantes fue casi exclusivamente dirigida contra los suyos. Los coches que ardieron y las tiendas saqueadas no eran las de vecindarios más ricos; eran propiedades, adquiridas con el esfuerzo, del mismo estrato social del que los manifestantes eran originarios. La triste verdad de la situación yace en este conflicto entre dos polos de los menos privilegiados: aquellos que todavía tienen éxito en funcionar dentro del sistema y aquellos que están demasiado frustrados como para continuar, y son solo capaces de atacar al otro polo de su propia comunidad. El conflicto que sostiene los disturbios no es simplemente un conflicto entre diferentes partes de la sociedad; es, en su vertiente más radical, un conflicto entre la no sociedad y la sociedad,entre aquellos que no tienen nada que perder y aquellos que pueden perderlo todo, entre aquellos que no tienen nada en juego en su comunidad, y aquellos que se lo juegan todo. Pero ¿por qué los manifestantes se vieron empujados a este tipo de violencia? Zygmunt Bauman estaba en lo cierto cuando caracterizó los disturbios como un motín de «consumidores defectuosos y poco cualificados». Por encima de todo, los disturbios fueron un carnaval consumista de destrucción, una expresión de deseo adquisitivo cuyo único resultado podía ser la violencia, al no poderse satisfacer del modo «correcto» (comprando). Como tales, desde luego, los disturbios también contienen un momento de protesta genuina, una suerte de respuesta irónica a la ideología consumista con la que nos bombardeen en nuestra vida diaria: «Puedes incitarnos a consumir mientras nos privas simultáneamente de la posibilidad de hacerlo correctamente, ¡pero entonces lo haremos del único modo en que podemos!». La violencia escenificó en cierto sentido la verdad de nuestra «sociedad postideológica», proyectando de un modo dolorosamente palpable la fuerza material de la ideología. El problema de los disturbios no fue su violencia, sino el hecho de que no era plenamente autoasertiva; en términos nietzscheanos era reactiva, no activa, rabia y desesperación impotentes disfrazadas de despliegue de fuerza, envidia disfrazada de carnaval triunfante. Un peligro patente es que sea la religión la que venga a colmar el vacío y a restaurar el sentido. Es decir, que los disturbios sean asimilados, en la serie que forman, con otro tipo de violencia percibida por la mayoría liberal progresista como una amenaza a nuestro modo de vida: los ataques terroristas y los atentados suicidas. En ambos casos, la violencia y la contraviolencia se ven atrapadas en un círculo vicioso mortal, cada una generando las mismas fuerzas que intenta combatir. En ambos casos se trata de passages à l’acte, donde el recurso a la violencia es una admisión implícita de impotencia. La diferencia es que, en contraste con los disturbios de París o Reino Unido, concebidos como protestas de «grado cero», estallidos violentos que no exigían nada, los ataques terroristas son llevados a cabo en nombre del Sentidoabsoluto proporcionado por la religión. Pero, de ser cierto, quedarían por explicar las revueltas árabes. ¿No ofrecen estas un ejemplo de acto colectivo de resistencia que evita esta falsa alternativa entre violencia autodestructiva y fundamentalismo religioso? [1] Véase Lee Edelman, No Future: Queer Theory and the Death Drive, Durham, Duke University Press, 2005. [2] Véase Andrey Platonov, The Foundation Pit, Nueva York, New York Review of Books, 2009, «Translator’s Notes»: p. 206. [3] Jacques Lacan, Écrits, Nueva York, Norton, 2007, p. 824. [4]Ibid., p. 811. [5] La historia definitiva acerca de la libertad y el placer de los siervos es definitivamente Jakob von Gunten, de Robert Walser, Nueva York, New York Review of Books, 1999 [ed. cast.: Jakob von Gunten, trad. de Juan José de Solar, Madrid, Siruela, 2011]. [6] Citado a partir de Freud’s Women, de Lisa Appignanesi y John Forrester, Londres, Phoenix, 1992, p. 166. [7] Me apoyo en Jela Krecic, Philosophy; Film, Fantasy (tesis doctoral), Universidad de Liubliana, 2008. [8] Me baso aquí en Serge Andre, No Sex, No Future, París, La Muette, 2010, pp. 4551. Un documental francés estrenado a comienzos de 2012, con el título lacaniano Il n’y a pas de rapport sexuel (dirigido por Raphael Siboni), es mucho más que un «making of» de una película de pornohardcore; al seguir a una distancia mínima el rodaje de una película del género desexualiza toda la escena, presentando la actuación hardcore como un gris trabajo repetitivo: fingir placer extático, masturbarse fuera de escena para mantener la erección, fumando entre escena y escena; un procedimiento bastante ansiógeno. [9] Jean-Claude Milner, Clartés de tout, París, Verdier, 2011, p. 98. [10] Véase Jacqueline Rose, States of Fantasy, Oxford, Oxford University Press, 1996, p. 149. [11] Véase Néstor Braunstein, «Le discours capitaliste, “cinquième discours”?», Savoirs et Clinique 14 (2011), pp. 94-100. [12] Charles Baudelaire, Paris Spleen, trad. de Louise Varese, Nueva York, New Directions, 1970, p. 1 [ed. cast.: Obra poética completa, trad. de Enrique López Castelló, Madrid, Akal, 2003, p. 365]. [13] Cita extraída de http://cloud-in-trousers.blogspot.com. [14] United Airlines, revista Hemispheres, julio de 2011, p. 135. El año que soñamos peligrosamente Capítulo VI Invierno, primavera, verano... y otoño árabes El objeto PO 24.1999 del museo de arte islámico de Doha es un simple plato circular de barro cocido del siglo X d.C., proveniente de Irán o Asia central (Nishapur o Samarcanda); su diámetro es de 43 centímetros y está decorado con escrituras negras sobre un engobe blanco, que citan un proverbio atribuido a Yahya ibn Ziyad: «Necio aquel que pierde su oportunidad y después culpa al destino». Tales platos estaban pensados para solicitar una conversación apropiada entre hombres educados durante y después de la comida; un arte perdido cuyo último gran practicante fue quizás Immanuel Kant. Una práctica desde luego ajena a nuestra época de fast-food, que solo sabe de comidas de negocios («power lunches»). Además, esta integración del plato (como objeto de arte) en su entorno (la comida) es una característica general del arte musulmán, en claro contraste con la práctica habitual europea de confinar el objeto de arte al espacio sagrado de la sala de exposiciones, abstrayéndolo de las actividades diarias (de ahí que, para Duchamp, el orinal se convertía en objeto de arte en el momento en el que se lo colocaba en una galería de arte). Ieoh Ming Pei, el arquitecto del museo, era consciente de esto. Cuando perfiló los principios básicos de su diseño, se dio cuenta de que, en vez de tratar el juego de luz y sombras como un obstáculo, debía integrarlo en su proyecto. Si imaginamos su obra simplemente como un edificio y lo abstraemos de cómo el juego de claroscuros afecta a nuestra percepción de él, captamos un objeto incompleto; la línea imaginaria que separa las partes que reflejan una luz cegadora de las que quedan en sombra es parte integrante del edificio. Y lo mismo vale para nuestro plato: para entenderlo plenamente como obra de arte, debemos devolverlo a su lugar dentro del proceso de comer. La gente que comía del plato seguía un ritmo temporal específico: su mensaje se revelaba gradualmente a medida que la comida desaparecía. Hay, sin embargo, un proceso más complejo en juego aquí, en la medida en que cuando el plato está lleno, probablemente ya se puede leer el proverbio escrito en los bordes; lo que se revela poco a poco entonces es el dibujo del centro, claramente un símbolo de la circularidad de la vida, similar a la famosa imagen de una serpiente mordiéndose la cola. Pero, ¿es este «gran círculo de la vida» el mensaje definitivo del plato? ¿Y si el dibujo central es más bien una suerte de símbolo vacío que pretende entregar una verdad última y profunda, pero proporciona finalmente solo una banalidad típica de la pseudosabiduría? En otras palabras, ¿no es el dibujo circular en el centro del plato como aquellas tautologías profundas («la vida es la vida», «todo lo que ha nacido debe morir», etcétera) que simplemente disfrazan nuestra perplejidad de sabiduría supuestamente profunda? Usamos tales frases cuando no sabemos qué decir pero de todas formas queremos parecer sabios. La naturaleza banal de tal sabiduría se revela en el oportunismo de los proverbios: ocurra lo que ocurra puedes acompañarlo de un proverbio apropiado. Si alguien corre un gran riesgo y tiene éxito, puedes decir: «¡Solo aquellos que corren grandes riesgos pueden conseguir algo grande!». Si fracasa, puedes decir: «¡No puedes mear contra el viento!» o «¡Cuanto más alto vuelan, más duro caen!», y de nuevo parecerás profundo. Otra prueba de la vacuidad de esta sabiduría proverbial es que sin importar qué vueltas le des el resultado siempre sonará sabio. «No te dejes atrapar por la vanidad de la vida terrena y sus placeres, ¡piensa en la eternidad como la única vida auténtica!» suena profundo, pero también lo hace «No intentes aferrar el arcoíris de la eternidad, goza de tu vida terrenal, es la única vida que tienes!». ¿Y qué tal: «Un hombre sabio no opone la eternidad a la vida terrenal; él es capaz de ver el rayo de eternidad brillando a través de nuestras vidas ordinarias»? O, de nuevo: «Un hombre sabio acepta la separación entre nuestra vida terrenal y la eternidad; sabe que nosotros, mortales, no podemos unir ambas, ¡solo dios puede!». El proverbio situado en el borde del plato, sin embargo, no es una forma de sabiduría similar. «Necio aquel que pierde su oportunidad y después culpa al destino». Démosle la vuelta: «Necio aquel que, habiendo perdido su oportunidad, no ve que su fracaso era obra del destino». Esta afirmación es simplemente un lugar común religioso, que nos dice que no hay nada abandonado al azar, que todo está decidido por un destino inescrutable. Pero el proverbio del plato, leído atentamente, no contradice este lugar común. Su mensaje no es simplemente «No hay destino, todo es azar». ¿Cuál es entonces su mensaje? Consideremos de nuevo la dimensión temporal en el uso del plato: cuando, al comienzo de la comida, los invitados advierten por primera vez la inscripción en el borde del plato, la desechan como una lección sobre la posibilidad de aprovechar una oportunidad; sin embargo, una vez que el plato está vacío, ven que el auténtico mensaje oculto es una obviedad, y se dan cuenta de que no entendieron la verdad de la primera inscripción. De modo que vuelven a ella, la leen de nuevo, y solo entonces son repentinamente conscientes de que no se trata de albedrío contra destino, sino de algo mucho más complejo e interesante: en qué medida está en nuestras manos el elegir nuestro destino. En los barrios periféricos de Doha hay un campo para trabajadores inmigrantes. Los más bajos en la escala social de entre ellos son aquellos que vienen de Nepal. Solo son libres para visitar el centro de la ciudad los viernes; los viernes, sin embargo, los hombres solteros tienen prohibido visitar centros comerciales, oficialmente para mantener el espíritu familiar en los centros comerciales, pero esto desde luego solo es una excusa; la auténtica razón es evitar que los inmigrantes se mezclen con los ricos clientes del centro comercial. (Los trabajadores inmigrantes viven solos en Qatar; ni se les permite ni pueden permitirse llevar sus familias con ellos). Bajemos pues de las alturas arqueológicas y artísticas a la vida corriente e imaginemos un grupo de trabajadores pobres nepalíes descansando un viernes en el parque situado al sur del zoco central de Doha. Están comiendo un modesto almuerzo de hummus y pan en nuestro plato, vaciándolo gradualmente, hasta que se descubre todo el mensaje de Yahya ibn Ziyad. Al entrar en conversación, uno de ellos dice: «Pero, ¿y si esto se aplica también a nosotros? ¿Y si no es nuestro destino vivir aquí como marginados? ¿Y si, en vez de lamentar nuestro destino, aferramos el momento y lo cambiamos?». Esta potencia emancipatoria radical del islam no es una ficción, y puede encontrarse incluso en lugares inesperados: la revolución haitiana, un auténtico «momento definitorio de la historia mundial». Haití fue una excepción desde el mismo comienzo de su lucha revolucionaria contra la esclavitud, que acabó con la independencia en enero de 1804: «Solo en Haití la declaración de libertad humana se hizo universalmente coherente. Solo en Haití esta declaración se defendió a cualquier precio, en oposición directa al orden social y a la lógica económica del momento». Por esta razón, «no hay un solo acontecimiento en toda la historia moderna cuyas implicaciones fueran más amenazantes para el orden global dominante»[1]. No es muy conocido que uno de los organizadores de la rebelión haitiana era un predicador negro, esclavo, conocido como John Bookman, un nombre que aludía a su condición de literato, y (sorpresa, sorpresa) el «libro» al que se refería el nombre no era la Biblia, sino el Corán. Esto nos lleva a la gran tradición milenaria de rebeliones «comunistas» en el islam, especialmente la «República de los cármatas» y la Rebelión Zanj. Los cármatas eran un milenario grupo ismaelita asentado en Arabia oriental (en el actual Bahrein) donde en el año 899 establecieron una república utópica. A menudo se les critica como instigadores de un «siglo de terrorismo»: durante la peregrinación del Hajj de 930, se apoderaron de la Piedra Negra de La Meca; un acto que se interpretó como señal de que había llegado la edad del amor, y ya nadie tendría que seguir obedeciendo la Ley. El objetivo de los cármatas era construir una sociedad basada en la razón y la igualdad. El Estado estaba gobernado por un consejo de seis miembros con un jefe que era el primero entre iguales. Toda la propiedad dentro de la comunidad se distribuía equitativamente entre todos los iniciados. Aunque los cármatas estaban organizados como una sociedad esotérica, no eran una sociedad secreta: sus actividades eran públicas y se publicitaban abiertamente. Su ascenso vino instigado por la rebelión de esclavos de Basra, que quebró el poder de Bagdad. Esta «Rebelión Zanj», que se extendió a lo largo de un periodo de quince años (869-883), implicó a más de 500.000 esclavos que habían sido importados desde todas partes del imperio musulmán. Su líder, un esclavo negro llamado Ali ibn Muhammad, quedó impresionado por el sufrimiento de los esclavos que trabajaban en las marismas de Basora, y empezó a investigar sobre sus condiciones de trabajo y alimentación. Afirmaba ser un descendiente del califa Ali ibn Abu Talib; pero cuando se le negó la reivindicación de tal linaje, empezó a predicar la doctrina radicalmente igualitaria según la cual debía reinar el hombre más cualificado para ello, incluso si esa persona fuera un esclavo abisinio; no sorprende que los historiadores oficiales (como Al-Tabari y Al-Masudi) señalaran solamente el carácter «cruel y brutal» del levantamiento. Volviendo a los trabajadores nepalíes, ¿por qué no dar un paso más e imaginar que sea una mujer (también trabajadora inmigrante, digamos, que trabaja como limpiadora de un hotel) quien les sirva la comida en nuestro famoso plato? El hecho de que sea una mujer que les lleva no solo comida, sino también alimento para el espíritu (el mensaje del plato), es de una importancia especial respecto al papel de las mujeres en el islam. Mahoma experimentó las revelaciones divinas primero como alucinaciones poéticas, respecto a las cuales su reacción inmediata fue: «Ahora ninguna de las criaturas de Dios era más odiosa para mí que un poeta extático o un hombre poseído». El primer creyente en su mensaje, el primer musulmán y el único que le salvó tanto de la insoportable incertidumbre como del papel de tonto del pueblo, fue Jadiya,una mujer. De modo que ¿y si la mujer que sirve a los trabajadores inmigrantes ha elegido sabiamente este plato particular para recordar a los hombres la verdad de que su propia subordinación a sus amos no es tampoco una cuestión de destino, o más bien, que es un destino que puede ser cambiado? Aunque el islam ha tenido mala prensa recientemente en Occidente por el modo en que trata a las mujeres, podemos ver en qué medida yace un potencial bastante diferente escondido bajo la superficie patriarcal. Este es el mensaje definitivo del objeto catalogado como PO 24.1999 del museo de arte islámico de Doha: mientras tendemos a oponer Oriente y Occidente en términos de destino y libre albedrío, el islam representa una tercera posición que subvierte esta oposición binaria; ni subordinación al destino ciego ni libertad para hacer lo que uno quiere, pues ambas presuponen una oposición externa abstracta entre los dos términos, sino más bien una libertad más profunda para elegir nuestro destino. Los acontecimientos de 2011 en Oriente Próximo demuestran ampliamente que este legado está vivo y coleando: para encontrar un «buen» islam, no tenemos que volver al siglo X; lo tenemos aquí mismo, desplegándose frente a nosotros. Cuando un régimen autoritario se acerca a su crisis final, su disolución suele seguir dos pasos. Antes de su colapso efectivo, una ruptura misteriosa tiene lugar: de repente, la gente sabe que el juego ha acabado, y sencillamente ya no tienen miedo. No se trata solo de que el régimen pierda su legitimidad; su empleo del poder es percibido como una impotente reacción de pánico. En Sha, una investigación clásica sobre la revolución de Jomeini, Ryszard Kapuściński localiza el momento preciso de esta ruptura: en un cruce de carreteras de Teherán, un único manifestante se negó a retirarse cuando un policía le gritó, y el policía avergonzado simplemente se fue. En un par de horas, todo Teherán había oído hablar del incidente, y aunque la subsiguiente lucha callejera continuó durante semanas, todo el mundo de algún modo sabía que el juego había acabado. ¿Ocurría algo similar después de que Moussavi perdiera ante Ahmadineyad en las amañadas elecciones de 2009? Hay muchas versiones de lo que tuvo lugar. Algunos vieron las protestas como la culminación del «movimiento de reformas» prooccidental en la línea de las revoluciones «naranjas» de Ucrania o Georgia; una reacción secular a la revolución de Jomeini. Apoyaron las protestas como el primer paso hacia un nuevo Irán liberal, democrático, libre de fundamentalismo musulmán. Se vieron replicados por escépticos que creían que Ahmadineyad había ganado realmente: él era la voz de la mayoría, mientras que el apoyo a Moussavi venía de las clases medias y su juventud dorada. «En resumen – argumentaban–, abandonemos los espejismos y enfrentémonos al hecho de que, en Ahmadineyad, Irán tiene el presidente que merece». Después estaban aquellos que despreciaban a Moussavi como un miembro del sistema clerical cuyas diferencias con Ahmadineyad eran meramente cosméticas: Moussavi también quería continuar con el programa de energía atómica, estaba en contra de reconocer al Estado de Israel y disfrutó de todo el apoyo de Jomeini como primer ministro durante la guerra con Iraq, cuando se reprimió todo vestigio democrático. Finalmente, los más tristes de todos eran los defensores de izquierdas de Ahmadineyad. Para ellos, lo que estaba realmente en juego era la independencia de Irán. Ahmadineyad había ganado porque se había alzado en defensa de la independencia del país, había destapado la corrupción de la elite y había utilizado la riqueza petrolífera para disparar los ingresos de la mayoría pobre. Este era, se nos decía, el auténtico Ahmadineyad, pese a la imagen de los medios occidentales, que lo retrataban como un fanático que negaba el Holocausto. Según este punto de vista, lo que estaba realmente ocurriendo en Irán era una repetición del derrocamiento de 1953 de Mossadegh; un golpe de Estado financiado por Occidente contra un presidente legítimo. Pero este punto de vista no solo ignoraba los hechos; el alto nivel de participación electoral (desde el habitual 55 por 100 hasta el 85 por 100) solo puede ser explicado como un voto de protesta; también mostraba su ceguera ante una demostración genuina de voluntad popular, presuponiendo condescendientemente que, para los atrasados iraníes, Ahmadineyad era lo mejor a lo que podían aspirar, ya que no eran lo suficientemente maduros como para ser gobernados por un líder secular de izquierdas. Por opuestas que sean, las tres versiones sobre las protestas iraníes las interpretan en términos de intransigentes islamistas versus reformistas liberales prooccidentales, y esa es razón por la que tienen tantas dificultades en identificar a Moussavi: ¿es un reformista apoyado por Occidente que quiere más libertad personal y economía de mercado, o un miembro del sistema clerical cuya victoria final no afectaría a la naturaleza del régimen de ningún modo significativo? Tales oscilaciones extremas muestran que todas estas versiones yerran acerca de la naturaleza auténtica de las protestas. El color verde adoptado por los partidarios de Moussavi, y los gritos de «¡Allahu akbar!» resonando desde los techos de Teherán en la oscuridad de la noche claramente indicaban que los iraníes consideraban su protesta una repetición de la revolución de Jomeini de 1979, un retorno a sus raíces, una rectificación del rumbo corrupto que la revolución había adoptado. Esta vuelta a las raíces no era solo programática; también tenía que ver, y mucho, con la actitud de las masas: la demostración enfática de unidad del pueblo, su solidaridad global, autoorganización creativa e improvisación, su combinación única de espontaneidad y disciplina, como aquella marcha inquietante de miles de personas en completo silencio. Aquí tenemos un alzamiento popular genuino de los partidarios decepcionados de la revolución de Jomeini. Por esto mismo debemos comparar los acontecimientos en Irán con la intervención norteamericana en Iraq. Los primeros implican una afirmación genuina de voluntad popular, en contraste con la imposición extranjera de la democracia en el segundo caso[2]. En otras palabras, el episodio iraní muestra cómo se deberían haber hecho las cosas en Iraq. Y esta también es la razón por la que las protestas en Irán deberían interpretarse como un comentario sobre la naturaleza banal del discurso de Obama en El Cairo en 2009, que se centró en la necesidad de un diálogo entre religiones: no, no necesitamos un diálogo entre religiones (o civilizaciones); necesitamos solidaridad entre aquellos que luchan por la justicia en los países musulmanes y aquellos que participan de la misma lucha en otros lugares. En otras palabras, necesitamos una politización que fortalezca la lucha aquí, allí y en todas partes. Al menos dos consecuencias cruciales se siguen de este razonamiento. En primer lugar, Ahmadineyad no es el héroe de los musulmanes pobres, sino un populista genuinamente islamofascista, una suerte de Berlusconi iraní cuya mezcla de gestualidad histriónica y política despiadada está incomodando incluso a la mayor parte de los mulás. Su reparto demagógico de migajas entre los pobres no debería engañarnos. Detrás de él están no solo los órganos de represión policial y un muy occidentalizado órgano de relaciones públicas, sino también una poderosa clase de nuevos ricos, resultado de la corrupción del régimen (la Guardia Revolucionaria de Irán no es una milicia de clase obrera, sino una megacorporación, el centro más poderoso de riqueza en el país). En segundo lugar, deberíamos trazar una clara distinción entre los dos candidatos principales opuestos a Ahmadineyad, Mehdi Karroubi y Moussavi. Karroubi es en realidad un reformista que propone básicamente una versión iraní de política identitaria, prometiendo favores a todos los grupos. Moussavi es algo completamente diferente. Su nombre representa la resucitación genuina del sueño popular que sostuvo la revolución de Jomeini. Incluso si este sueño era utópico, deberíamos reconocer en él la utopía genuina de la revolución. Lo que esto significa es que la revolución de 1979 no puede ser reducida a una toma del poder por parte de los islamistas intransigentes; fue mucho más. Ahora es momento de recordar la increíble efervescencia del primer año de la revolución, con su increíble explosión de creatividad social y política, experimentos organizativos y debates entre estudiantes y gente de a pie. El mismo hecho de que esta explosión tuviera que ser sofocada demuestra que la revolución de Jomeini fue un acontecimiento político auténtico, unaapertura momentánea que desencadenó fuerzas sin precedentes de transformación social, un momento en el que todo pareció posible. Lo que siguió fue un cierre gradual con la toma del control político por parte del aparato de poder islamista. Por ponerlo en términos freudianos, el movimiento de protesta actual es el «retorno de lo reprimido» de la revolución de Jomeini. Sin embargo, ya no se trata del mismo régimen inicial, sino de un gobierno autoritario y corrupto más. El ayatolá Jamenei perdió lo que le quedaba de líder espiritual por encima de todas las disputas y apareció como lo que realmente es; solo uno más en una horda de políticos oportunistas. Sin embargo, pese a sus resultados (momentáneos), es de vital importancia recordar que hemos sido testigos de un gran acontecimiento emancipatorio, uno que no se adecua al marco de la lucha entre progresistas prooccidentales y fundamentalistas antioccidentales. Si nuestro pragmatismo cínico implica que perdemos la capacidad para reconocer esta dimensión emancipatoria, entonces en Occidente estamos entrando efectivamente en una era posdemocrática, creando las condiciones para nuestros propios Ahmadineyads. Lo que comenzó en Irán estalló en la llamada primavera árabe, que alcanzó su punto más alto en Egipto. Una de las ironías más crueles de la situación egipcia fue la preocupación occidental de que la transición procediera de un modo «legal». ¡Como si antes de 2011 Egipto hubiese disfrutado del imperio de la ley! No deberíamos olvidar que, durante muchos años, Egipto estuvo en un permanente estado de emergencia impuesto por el régimen de Mubarak. Se suspendió el imperio de la ley, manteniendo a todo el país en un estado de inmovilidad política, sofocando la vida política genuina, de modo que tiene mucho sentido que tanta gente en las calles de El Cairo reclamen ahora sentirse vivos por primera vez en sus vidas. Pero no basta la acusación habitual de que los poderes occidentales están pagando ahora el precio de su apoyo hipócrita a un régimen no democrático. Cuando llegó la primavera árabe, no había presencia fundamentalista apreciable ni en Túnez ni en Egipto; la gente simplemente se alzaba contra un régimen opresor. La gran pregunta, desde luego, era qué ocurriría el día siguiente y quién emergería como el ganador político. Cuando se nombró un nuevo gobierno provisional en Túnez, excluyó a los islamistas y a la izquierda más radical. La engreída reacción de los progresistas fue «bien, puesto que son básicamente lo mismo, dos extremos totalitarios». ¿Son las cosas tan simples? No es el auténtico antagonismo a largo plazo, de hecho, aquel entre islamistas e izquierda? Incluso si estuvieran por un momento unidos contra el régimen, una vez que se acercaran a la victoria su unidad acabaría, se enzarzarían en una lucha mortal, posiblemente más cruel que la lucha contra su enemigo común. La guerra civil en Libia que siguió a las revueltas en Egipto y Bahrein fue un claro ejemplo de renormalización: volvimos a las tranquilas aguas de la lucha antiterrorista. Toda la atención estuvo centrada en el destino de Gadafi, el proterrorista archivillano que bombardea a su propia gente, y los militaristas humanitarios de nuevo tuvieron su ocasión. Se olvidaba el hecho de que en la plaza de Tahrir 250.000 personas se reunieron de nuevo para protestar contra el secuestro religioso del alzamiento popular; se olvidó la intervención militar saudí en Bahrein, que aplastó las protestas de la mayoría contra el régimen autocrático. ¿Dónde estaba Occidente para protestar contra esta violación de los derechos humanos? La misma oscuridad marca el alzamiento popular en Siria: aunque el régimen de Assad no merezca simpatía, las credenciales políticas e ideológicas de sus oponentes están lejos de ser claras. El aspecto más interesante de los acontecimientos en Libia y Siria fue la indecisión y ambigüedad de la reacción de los poderes occidentales. Occidente intervino directamente en Libia para apoyar a rebeldes que no proponían ninguna plataforma política emancipatoria (como sí tenían en Túnez y Egipto); es más, Occidente intervino contra un régimen que, durante la década previa, había colaborado plenamente con los poderes occidentales, que incluso aceptó ser «subcontratado» para torturar a sospechosos de terrorismo. En Siria está claro que fuertes intereses geopolíticos evitan la posibilidad de cualquier presión internacional al régimen. (Israel obviamente prefiere a Assad antes que cualquier alternativa). Todo esto apunta hacia la diferencia clave entre Libia/Siria y la primavera árabe: en los primeros sigue en marcha una lucha de poder por la que se nos permite expresar nuestras simpatías (estar contra Gadafi o Assad), aunque falte cualquier atisbo de lucha radical emancipatoria. Incluso en el caso de los movimientos claramente fundamentalistas, sin embargo, debemos ser cautelosos en no obviar el componente social. Los talibanes son habitualmente presentados como un grupo islamista fundamentalista que gobierna mediante el terror; sin embargo, cuando, en la primavera de 2009 tomaron el poder en el valle de Swat de Pakistán, el New York Times informaba de que habían diseñado «una revuelta de clase que explota las profundas fisuras entre un pequeño grupo de ricos terratenientes y los campesinos sin tierras». El sesgo ideológico del artículo quedaba claro al subrayar la «habilidad para explotar las divisiones de clase» de los talibanes, como si su «auténtico» programa estuviera en otra parte (en el fundamentalismo religioso) y estuvieran simplemente «aprovechándose» de la situación de los campesinos sin tierras. A esto deberíamos añadir dos cosas. En primer lugar, la distinción entre el «auténtico» programa y su manipulación instrumental se impone externamente sobre los talibanes: ¡como si los campesinos sin tierras no experimentaran su situación en términos «religiosos fundamentalistas»! En segundo lugar, si por «aprovecharse» de la situación de los campesinos los talibanes hacen «sonar las alarmas acerca de los riesgos para Pakistán, que continúa siendo principalmente feudal», ¿qué impide a los liberales demócratas pakistaníes, así como a los EEUU, «aprovecharse» de esta situación e intentar ayudar a los campesinos? El hecho de que no se planteara esta obvia pregunta en el New York Times sugiere que las fuerzas feudales en Pakistán son los «aliados naturales» de la democracia liberal. Volviendo a Egipto, la reacción más vergonzosa y peligrosamente oportunista fue la de Tony Blair tal y como fue retratada en CNN: el cambio es necesario –afirmó–, pero debería ser un cambio estable. «Cambio estable» en Egipto solo podía significar un compromiso con las fuerzas de Mubarak, que podrían sacrificar al mismo Mubarak y ampliar ligeramente el círculo del poder. La hipocresía de los liberales occidentales es increíble: públicamente apoyan la difusión de la democracia a lo largo del mundo, pero ahora, a medida que la gente se alza contra tiranos en nombre de la libertad y la justicia, y no de la religión, están «profundamente preocupados». ¿Por qué «preocupación», por qué no alegrarse de que la libertad reciba otra oportunidad? Hoy, más que nunca, el viejo lema de Mao Zedong es especialmente pertinente: «Hay caos bajo los cielos; la situación es excelente». Invirtiendo la conocida caracterización del marxismo como «el islam del siglo XX», una secularización del fanatismo abstracto del islam, PierreAndré Taguieff ha afirmado que el islam está perfilándose como «el marxismo del siglo XXI», retomando, después del declive del comunismo, su violento anticapitalismo. ¿Pero no confirman las recientes vicisitudes del fundamentalismo musulmán el viejo análisis de Walter Benjamin, según el cual «cada ascenso del fascismo es señal de una revolución fracasada»? El auge del fascismo es el resultado del fracaso de la izquierda, pero también la prueba de que había un potencial revolucionario, una insatisfacción que la izquierda no fue capaz de movilizar. Y lo mismo vale para el llamado «islamofascismo» de hoy en día, cuyo ascenso ha sido correlativo de la desaparición de la izquierda secular en los países musulmanes. Cuando Afganistán se sitúa como el peor ejemplo de país islámico fundamentalista, ¿quién recuerda todavía que, hace cuarenta años, era un país con una fuerte tradición secular, incluyendo un poderoso partido comunista que tomó el poder al margen de la Unión Soviética? ¿Dónde acabó esta tradición secular? Esto nos lleva a la auténtica y ominosa lección de las revueltas tunecina y egipcia: si las fuerzas moderadas liberales continúan ignorando a la izquierda radical, generarán una ola fundamentalista insuperable. Para que sobreviva el legado liberal progresista, los liberales necesitan la ayuda fraternal de la izquierda radical. Aunque (casi) todo el mundo apoyó con entusiasmo estas rebeliones democráticas, hay en marcha una guerra oculta por su apropiación. Los círculos institucionales y la mayor parte de los medios occidentales las celebran como esencialmente lo mismo que las revoluciones «prodemocráticas» en Europa del Este: un deseo de democracia liberal occidental, un deseo de ser como Occidente. Por esta razón cunde cierta incomodidad cuando queda claro que hay otra dimensión en marcha, la demanda de justicia social. Esta lucha por la reapropiación no solo es una cuestión de interpretación, sino que tiene consecuencias prácticas cruciales. No deberíamos dejarnos fascinar completamente por los momentos sublimes de unidad nacional, puesto que la cuestión clave es siempre: ¿qué pasa después? ¿Cómo se traducirá este momento emancipatorio en un nuevo orden social? Como se ha señalado, durante las últimas décadas hemos sido testigos de toda una serie de explosiones populares emancipatorias que han sido reapropiadas por el orden capitalista global, tanto en su forma liberal (desde Sudáfrica hasta las Filipinas) como en su forma fundamentalista (Irán). No deberíamos olvidar que ninguno de los países implicados en la primavera árabe era formalmente democrático: todos eran más o menos autoritarios, de modo que la exigencia de justicia social y económica fue integrada espontáneamente en la exigencia de democracia; como si la pobreza fuera el resultado de la codicia y la corrupción de aquellos en el poder, de modo que sería suficiente con librarse de ellos. Pero, ¿y si obtenemos democracia y la pobreza todavía permanece? Desafortunadamente, parece cada vez más probable que el verano egipcio de 2011 será recordado como el fin de la revolución, como el sofocamiento de su potencial emancipatorio. Sus enterradores son el ejército y los islamistas. Es decir, los límites del pacto entre el ejército (que sigue siendo el viejo ejército de Mubarak, el gran receptor de ayuda financiera norteamericana) y los islamistas (que fueron totalmente marginados en los primeros días de la rebelión, pero ganaron terreno después) se hace cada vez más claro: los islamistas tolerarán los privilegios materiales del ejército y, a cambio, se les otorgará la hegemonía ideológica. Los perdedores serán los liberales prooccidentales (todavía demasiado débiles, pese a toda la financiación de la CIA que reciben para «promover la democracia») y, sobre todo, los auténticos agentes de los acontecimientos de la Primavera; la izquierda secular emergente, que intentó desesperadamente construir una red de organizaciones de la sociedad civil, desde sindicatos a grupos feministas. Lo que complica más aún las cosas es el rápido empeoramiento de la situación económica, que antes o después llevará a las calles a millones de pobres que brillaron por su ausencia en las revueltas de la Primavera, dominadas, inicialmente al menos, por la juventud educada de clase media. Esta nueva explosión repetirá el estallido de la Primavera, forzando a que se afronte su verdad, imponiendo a los sujetos políticos una difícil elección: ¿cuál será la fuerza dominante que dirija la rabia de los pobres, traduciéndola en un programa político?¿La nueva izquierda secular o los islamistas? La reacción más probable de la opinión pública occidental al pacto entre islamistas y el ejército implicará sin duda un engreído despliegue de sabiduría cínica. Se nos dirá una y otra vez que, como estaba ya claro en Irán (que no es árabe), los alzamientos populares en los países árabes siempre acaban con el triunfo del islamismo militante. Retroactivamente, Mubarak aparecerá entonces como el mal menor, y la moraleja estará clara; mejor aferrarse al malo conocido que juguetear con la emancipación. Contra esta tentación cínica, debemos mantenernos incondicionalmente fieles al núcleo radical emancipatorio de la rebelión egipcia. [1] Peter Hallward, Damming the Flood, Londres, Verso, 2007, p. 13. [2] Si el axioma básico de la Guerra Fría era el de MAD [Mutually Assured Destruction, y cuyo acrónimo en inglés significaría «loco»], el axioma de la guerra actual contra el terror parece ser la opuesta: NUTS [Nuclear Use Target Selection, cuyo acrónimo en inglés significaría «pirado»], esto es, la idea de que es posible destruir las instalaciones nucleares del enemigo en un ataque quirúrgico, mientras nuestro escudo antimisiles nos protege de cualquier contraataque. Para ser más exactos, los EEUU adoptan una estrategia diferencial: actúan como si continuaran siguiendo la lógica de MAD en sus relaciones con Rusia y China, mientras se ven tentados a practicar NUTS con Irán y Corea del Norte. El mecanismo paradójico de MAD invierte la lógica de la «profecía autocumplida» en una «intención autobloqueante»: el mismo hecho de que cada lado puede estar seguro de que el otro responderá con una fuerza destructiva total garantiza que ningún lado empezará una guerra. La lógica de NUTS es, por el contrario, que el enemigo puede ser forzado a desarmarse si es seguro que podemos golpearle con impunidad. El mismo hecho de que dos estrategias directamente contradictorias se desplieguen simultáneamente por la misma superpotencia atestigua el carácter fantasmático de todo este modo de razonar. El año que soñamos peligrosamente Capítulo VII Occupy Wall Street, o el violento silencio de un nuevo comienzo ¿Qué hacer tras el ocaso del movimiento Occupy Wall Street, cuando las protestas que comenzaron hace ya tiempo (en Oriente Próximo, Grecia, España, Reino Unido) alcanzaron el centro y ahora se fortalecen y propagan a lo largo y ancho del mundo? En San Francisco, el domingo 16 de octubre de 2011, haciéndose eco del movimiento OWS, un hombre se dirigía a la multitud como si se tratara de un happening al estilo hippy de los años sesenta: «Nos preguntan cuál es nuestro programa. No tenemos programas. Estamos aquí para pasarlo bien». Tales afirmaciones revelan uno de los grandes peligros que afrontan los manifestantes: el peligro de que se enamoren de sí mismos con la diversión que están obteniendo en las zonas «ocupadas». Pero los carnavales son baratos; la auténtica prueba de su importancia es lo que ocurre el día siguiente, al comprobar cómo ha cambiado o cambiará nuestra vida cotidiana. Esto requiere un trabajo difícil y paciente, del que las protestas son el comienzo, no el fin. Su mensaje básico es: el tabú se ha roto, no vivimos en el mejor de los mundos posibles; se nos permite e incluso se nos obliga a pensar acerca de las alternativas. Siguiendo una suerte de tríada hegeliana, la izquierda occidental ha completado un círculo: después de abandonar el llamado «esencialismo de la lucha de clases» en favor de la pluralidad de luchas antirracistas, feministas y demás, ahora «Capitalismo» vuelve a ser claramente el nombre del problema. La primera lección que debe aprenderse es no culpar a los individuos y sus actitudes. El problema no es la corrupción o avaricia individual, sino el sistema que te anima a ser corrupto. La solución no es «Main Street, no Wall Street», sino cambiar un sistema en el que la Calle Mayor depende de Wall Street. Permitámonos pues prohibir hablar de codicia. Figuras públicas como el papa nos bombardean con órdenes de resistir ante la cultura de la codicia y el consumo excesivo, pero este espectáculo de moralización barata es una operación ideológica como ninguna otra. La compulsión (de expandirse) inscrita en el sistema mismo se traduce aquí en una cuestión de pecado personal, una propensión psicológica privada. Como afirmó un teólogo cercano al papa: «La crisis actual no es una crisis del capitalismo, sino una crisis de moralidad», insinuando con cautela que los manifestantes debían culpar a la injusticia, la codicia, el consumismo, etcétera, más que al capitalismo mismo. Podemos felicitar al teólogo por su sinceridad en la medida en que abiertamente formula la negación que implica la crítica moralizante: se apunta al ámbito moral para evitar formular una crítica al capitalismo. La circulación autopropulsada del capital sigue siendo más que nunca lo Real último de nuestras vidas, una bestia que, por definición, no puede ser controlada. Esto nos lleva a nuestra segunda prohibición: debemos rechazar la crítica simplista del «capitalismo financiero» (como si hubiera otra «forma justa» de capitalismo). Pero tampoco debemos limitarnos a admirar la belleza sublime de las rebeliones destinadas al fracaso. La poesía del fracaso tiene su expresión más clara en la historia de Brecht sobre el señor Keuner: «¿En qué trabaja usted? –le preguntaron al señor Keuner, y él respondió– Hago grandes esfuerzos preparando mi próximo error»[1]. Sin embargo, esta variación sobre el viejo motivo beckettiano de «fracasar mejor» es insuficiente: en lo que deberíamos centrarnos es en los resultados que trae un fracaso. Para la izquierda hoy, el problema de la «negación determinada» ha vuelto clamando venganza. ¿Qué nuevo orden positivo debe reemplazar al viejo, una vez que el entusiasmo sublime de la rebelión se ha disipado? Es aquí cuando encontramos la debilidad fatal de las actuales protestas. Expresan una rabia auténtica que continúa siendo incapaz de transformarse incluso en un programa mínimo concreto de cambio sociopolítico. Expresan un espíritu de rebelión sin revolución. Al mirar de cerca el manifiesto de los «indignados» españoles, por ejemplo, aparecen algunas sorpresas. Lo primero que salta a la vista es el tono marcadamente apolítico: «Unos nos consideramos más progresistas, otros más conservadores. Unos creyentes, otros no. Unos tenemos ideologías bien definidas, otros nos consideramos apolíticos… Pero todos estamos preocupados e indignados por el panorama político, económico y social que vemos a nuestro alrededor. Por la corrupción de los políticos, empresarios, banqueros… Por la indefensión del ciudadano de a pie.» Ellos dan voz a su protesta en nombre de «unos derechos básicos que deberían estar cubiertos en estas sociedades: derecho a la vivienda, al trabajo, a la cultura, a la salud, a la educación, a la participación política, al libre desarrollo personal, y derecho al consumo de los bienes necesarios para una vida sana y feliz». Rechazando la violencia, llaman a una «Revolución Ética. Hemos puesto el dinero por encima del Ser Humano y tenemos que ponerlo a nuestro servicio. Somos personas, no productos del mercado. No soy solo lo que compro, por qué lo compro y a quién se lo compro.» Es fácil imaginar a un fascista sincero asintiendo feliz a todas estas exigencias. «Hemos puesto el dinero por encima del Ser Humano»: sí, esto es lo que hacen los banqueros judíos; «la corrupción de los políticos, empresarios, banqueros… la indefensión del ciudadano de a pie»: sí, necesitamos capitalistas honestos con la perspectiva de servir a su nación, no a los especuladores financieros; «somos personas, no productos del mercado»: sí, somos personas cuyo vínculo es con la nación, no con el mercado, etcétera, etcétera. ¿Y quién será el agente de esta Revolución Ética? Mientras toda la clase política, derecha e izquierda, es desechada como corrupta y movida solo por una ambición de poder, sin embargo el manifiesto consiste en una serie de exigencias dirigidas a... ¿a quién?[2]. No están dirigidas al pueblo, pues los indignados no afirman (aún) que nadie lo hará por ellos, que (por citar a Gandhi) ellos mismos deben ser el cambio que quieren ver. Ante las protestas parisinas de 1968, la famosa respuesta de Lacan fue: «A lo que aspiráis como revolucionarios es a un nuevo Amo. Lo tendréis»[3]. Parece que esta afirmación ha encontrado un nuevo interlocutor en los indignados (pero no solo en ellos). Pudimos vislumbrar por primera vez a este nuevo Amo en Grecia e Italia. En una irónica respuesta a la falta de programa de los manifestantes, la tendencia ahora es la de reemplazar a políticos corrientes por un gobierno «neutral» de tecnócratas despolitizados (principalmente banqueros, como en Grecia e Italia). Los políticos de todo ropaje ya no están de moda; ahora llegan los expertos grises. Esta tendencia lleva claramente a un estado de emergencia permanente y la suspensión de la democracia política (recuérdese cómo reaccionó Bruselas a los acontecimientos políticos en Grecia: con pánico ante la perspectiva de un referéndum y alivio ante el nombramiento de un nuevo primer ministro tecnócrata). Un correlato de este giro hacia la tecnocracia apolítica es el estrechamiento de la libertad discernible en toda Europa, incluyendo Turquía, la cual se afianza gradualmente como un nuevo modelo de capitalismo autoritario. Una serie de señales ominosas (como el arresto en 2011 de más de 100 periodistas bajo la ridícula acusación de preparar el derrocamiento del gobierno islamista) indican que la prosperidad económica y el liberalismo están encubriendo el auge del islamismo autoritario. En otras palabras, Turquía está en realidad lejos de la imagen, popular en Occidente, de ser un modelo de islamismo político tolerante. Basta con recordar un caso; en 2011 el ministro de Interior turco, Idris Naim Sahin, protagonizó un momento típico de «policía filosófico» chestertoniano. Afirmó que la policía turca estaba encarcelando a miles de miembros del partido prokurdo BDP sin evidencias y sin juicio, para convencerles de que en realidad eran libres antes de su encarcelamiento. En palabras de Sahin: Libertad… ¿De qué libertad estáis hablando cuando os quejáis de ser encarcelados? Si no hay libertad fuera de la prisión, entonces dentro no es diferente. Cuando os quejáis de ser encarcelados, significa que hay libertad fuera. Fuera, existe incluso la libertad de decir: «Quiero dividir este país, no son suficientes la libertad y autonomía, quiero rebelarme» o lo que sea. No podéis negarlo. Lo único que negáis es la realidad de la libertad. No la aceptáis, de modo que os negáis la libertad de hablar acerca de la libertad de que disfrutáis, porque vuestra cabeza, vuestro corazón, vuestros pensamientos están hipotecados… No tenéis la libertad de decir que las libertades de las cuales disfrutáis realmente existen. Destruyéndoos, así como a aquellos que os hacen hablar así, estamos intentando haceros libres, liberaros de los separatistas y sus extensiones. Esto es lo que hacemos. Es un trabajo muy profundo, muy sofisticado[4]. La locura de este argumento es indicativa de las «locas» premisas del orden legal del poder. Su primera premisa es sencilla: puesto que afirmas que no hay libertad en nuestra sociedad, no puedes protestar cuando se te priva de tu libertad, puesto que no puedes ser desposeído de aquello que no tienes. Más interesante es la segunda premisa: puesto que el orden legal existente es el orden de la libertad, aquellos que se rebelan contra él están efectivamente esclavizados, son incapaces de aceptar su libertad; se privan a sí mismos de la libertad básica para aceptar el espacio social de libertades. De modo que, cuando la policía te arresta y te «destruye», de hecho está liberándote, liberándote de tu esclavitud autoimpuesta. Arrestar a los sospechosos de rebelión y torturarles se convierte por tanto en un «trabajo muy profundo, muy sofisticado», investido de una dignidad metafísica. Aunque este razonamiento pueda parecer basado en un sofisma más bien primitivo, contiene de todas formas una parte de verdad. Sin duda no hay libertad fuera del orden social que, limitando la libertad, crea el espacio para ella. Pero este grano de verdad de hecho proporciona el mejor argumento en su contra: precisamente porque el límite institucional de nuestra libertad es la forma propia de nuestra libertad, es de especial importancia cómo se estructura este límite, qué forma concreta adopta. El truco de aquellos en el poder (ejemplificados por el policía filosófico turco) es presentar su forma de esta limitación como forma de la libertad en general, de modo que cualquier lucha contra él se convierte en una lucha contra la sociedad como tal. La situación en Grecia parece más prometedora que en España, probablemente debido a la tradición reciente de autoorganización progresista (que desapareció en España tras la caída del régimen de Franco)[5]. Sin embargo, incluso en Grecia el movimiento de protesta parece haber alcanzado su techo en términos de autoorganización popular. Los manifestantes de la plaza Syntagma mantuvieron un espacio de libertad igualitaria sin autoridad central, un espacio público donde a todos se les distribuyó un tiempo equitativo para hablar, y demás. Pero cuando comenzaron a debatir qué hacer después, cómo moverse más allá de la mera protesta (si debían organizar un nuevo partido político, por ejemplo), el consenso fue que lo que se necesitaba no era un nuevo partido o un intento directo de tomar el poder estatal, sino un movimiento de la sociedad civil cuyo objetivo fuera el de ejercer presión sobre los partidos políticos existentes. Esto es claramente inadecuado para la tarea de reorganizar la totalidad de la vida social. Para hacer esto se necesita un cuerpo organizativo fuerte que pueda tomar rápidamente decisiones y llevarlas a la práctica con toda la fuerza que sea necesaria. No basta, entonces, con rechazar el gobierno despolitizado de expertos; también debe pensarse seriamente qué proponer como alternativa a la organización económica predominante, imaginar y experimentar con formas de organización alternativas, buscar el germen de lo nuevo en el presente. El comunismo no es solo o principalmente un carnaval de protestas masivas en las que se logra detener el sistema; es también y sobre todo una nueva forma de organización, disciplina y trabajo duro. Podemos decir muchas cosas de Lenin, pero en todo caso él era plenamente consciente de esta necesidad urgente de nuevas formas de disciplina y organización. Sin embargo, siguiendo una necesidad propiamente dialéctica, esta urgencia de inventar nuevas formas de organización debería simultáneamente mantenerse a distancia. En esta fase lo que debe evitarse es cualquier traducción apresurada de la energía de la protesta en un conjunto de exigencias concretas. Las protestas han creado un vacío, un vacío en la ideología hegemónica, y se necesita tiempo para llenar con efectividad este espacio. Por esto no necesitamos preocuparnos demasiado acerca de los ataques contra Occupy Wall Street. Las predecibles críticas conservadoras son fáciles de responder. ¿Son las protestas antiamericanas? Cuando los fundamentalistas conservadores afirman que Norteamérica es una nación cristiana, debemos recordar lo que es esencialmente la cristiandad: el Espíritu Santo, la comunidad libre e igualitaria de creyentes unidos por el amor. Son los manifestantes los que representan el Espíritu Santo, mientras que el pagano Wall Street continúa adorando falsos ídolos (encarnados en la estatua del toro que preside una plaza cercana). ¿Son violentos los que protestan? Es cierto que su lenguaje puede parecer combativo («¡Ocupa!», etcétera), pero son violentos solo en el sentido en el que Mahatma Gandhi era violento. Son violentos en la medida en que quieren poner freno al modo en que están funcionando las cosas. ¿Pero que es eso comparado con la violencia necesaria para mantener engrasada la maquinaria del sistema capitalista global? Se les llama perdedores. ¿Pero no son los auténticos perdedores aquellos en Wall Street que tuvieron que ser rescatados con cientos de miles de millones de nuestros dólares? Se les tilda de socialistas, pero en los EEUU ya hay socialismo: para los ricos. Se les acusa de no respetar la propiedad privada, pero los especuladores de Wall Street que llevaron al colapso financiero de 2008 destruyeron más propiedad privada de lo que podría ser capaz de destruir cualquiera de los participantes de OWS. Los manifestantes no son comunistas, si comunismo se refiere al sistema que merecidamente colapsó en 1990. El único sentido en el que son comunistas es que se preocupan por lo común, los «commons», los bienes comunes de la naturaleza y del conocimiento amenazados por el sistema. A los que protestan se les desprecia considerándolos soñadores, pero los auténticos soñadores son aquellos que piensan que las cosas pueden continuar indefinidamente del modo en que lo hacen, con solo unos pocos ajustes cosméticos. Lejos de ser soñadores, están despertando de un sueño que se ha convertido en pesadilla. No están destruyendo nada, sino reaccionando contra un sistema en vías de destruirse a sí mismo. Los manifestantes sencillamente apelan a aquellos que están en el poder para que miren hacia abajo, al abismo que se abre bajo sus pies. Esta es la parte fácil. Pero los manifestantes de OWS necesitan también cuidarse no solo de enemigos, sino también de falsos amigos que afirman apoyarles mientras trabajan afanosamente en diluir su protesta, transformándola en un gesto moralista inocuo. En boxeo, «clinch» significa agarrar el cuerpo del oponente con uno o ambos brazos para evitar o entorpecer los golpes del contrincante. La reacción de Bill Clinton a los manifestantes de Wall Street ofreció un ejemplo perfecto de «clinching» político; concediendo que las protestas habían sido «en conjunto… algo positivo», seguía preocupado sin embargo por la nebulosidad de la causa: «necesitan defender algo específico, y no simplemente estar contra algo, porque si solo estás contra algo, algún otro llenará el vacío que tú creas». Clinton sugirió a los manifestantes que se alinearan en defensa del plan de empleo de Obama, que crearía «un par de millones de empleos en el próximo año y medio». Pero los manifestantes salieron a las calles porque ya estaban hartos de un mundo en el que reciclar tus latas de Coca Cola, donar un par de dólares a la beneficencia o comprar un capuchino de Starbucks de modo que el 1 por 100 del precio vaya al tercer mundo es suficiente para hacer feliz a la gente. Las protestas de Wall Street fueron por tanto un comienzo, y sin duda uno siempre debe comenzar de este modo, con un gesto formal de rechazo que es inicialmente más importante que cualquier contenido positivo; solo tal gesto abre el espacio para un nuevo contenido. En el sentido psicoanalítico, los manifestantes son sin duda actores histéricos, provocando al amo, subvirtiendo su autoridad, y la pregunta con la que se vieron constantemente bombardeados, «¿Pero qué queréis?», apunta, precisamente a obstaculizar una auténtica respuesta, es decir: «¡Dilo en mis términos o cállate!». De este modo se consigue bloquear el proceso de traducir una incipiente protesta en un proyecto concreto. Pero el arte de la política está también en insistir en una exigencia particular que, a la vez que es completamente «realista», perturba el corazón mismo de la ideología hegemónica, esto es, aquella exigencia que, al tiempo que es en principio realizable y legítima, es de facto imposible (salud pública universal, por ejemplo). Tras las protestas de Wall Street, sin duda nuestra tarea es la de impulsar la movilización de la gente por tales demandas; pero no es menos importante permanecer simultáneamente al margen del campo pragmático de negociaciones y propuestas «concretas». El símbolo de Wall Street es la estatua de bronce del toro (bull) embistiendo; y de hecho la reacción habitual a las protestas fue la de decir sandeces (bullshit). En un artículo de opinión en el Washington Post, sin embargo, Anne Applebaum propuso una versión más sofisticada y perfumada, incluyendo referencias a los Monty Python[6]. Puesto que la versión que ofreció Applebaum de la sugerencia de Clinton se sitúa en el nivel ideológico más puro, merece ser citada al detalle. La base de su razonamiento es que las protestas en todo el mundo eran «similares en su falta de enfoque, en su naturaleza incipiente y, sobre todo, en su rechazo a comprometerse con las instituciones democráticas existentes». Applebaum continúa así: En Nueva York, los participantes de la marcha cantaban «Esto sí es democracia» [this is what democracy looks like] pero, en realidad, la democracia no es así. Así es la libertad de expresión. La democracia es mucho más aburrida. La democracia requiere instituciones, elecciones, partidos políticos, reglas, leyes, un poder judicial y muchas actividades muy poco glamurosas que requieren bastante tiempo… Pero hay un aspecto en el que es comprensible el fracaso del movimiento internacional Occupy a la hora de producir propuestas legislativas claras: tanto las fuentes de la crisis económica global como las soluciones a él yacen, por definición, fuera de la competencia de los políticos locales y nacionales. La emergencia de un movimiento internacional de protesta sin un programa coherente no es por lo tanto un accidente: refleja una crisis mucho más profunda, sin una solución obvia. La democracia se basa en el imperio de la ley. La democracia funciona solo dentro de límites claros y entre personas que se sienten parte de la misma nación. Una «comunidad global» no puede ser una democracia nacional. Y una democracia nacional no puede exigir la obediencia de un fondo de inversiones global de mil millones de dólares, con su sede central en un paraíso fiscal y sus empleados repartidos por todo el mundo. A diferencia de los egipcios en la plaza Tahrir, con los que los manifestantes de Londres y Nueva York abierta y ridículamente se comparan, en el mundo occidental sí tenemos instituciones democráticas. Están diseñadas para reflejar, dicho en términos muy generales, el deseo de cambio político dentro de una determinada nación. Pero no pueden hacer frente a un deseo de cambio político global, ni pueden controlar las cosas que ocurren fuera de sus fronteras. Aunque todavía creo en los beneficios económicos y espirituales de la globalización (junto con fronteras abiertas, libertad de movimiento y de comercio), esta ha comenzado a socavar la legitimidad de las democracias occidentales. Los activistas «globales», si no tienen cuidado, acelerarán ese declive. Los manifestantes de Londres gritan: «¡Necesitamos un proceso!». Bueno, ya tienen un proceso: se llama sistema político británico. Y si no son capaces de averiguar cómo usarlo, simplemente lo acabarán debilitando más[7]. Lo primero que hay que notar es la reducción de Applebaum de las protestas en la plaza Tahrir a la petición de democracia al estilo occidental; una vez que hacemos esto, desde luego resulta absurdo comparar las protestas de Wall Street con las rebeliones egipcias: ¿cómo pueden exigir aquí los manifestantes lo que ya tenemos, es decir, instituciones democráticas? Lo que se pierde de vista aquí es el descontento general con el sistema capitalista global, que obviamente adopta formas diferentes en lugares diferentes. Pero la parte más chocante del texto de Applebaum, una laguna realmente extraña en su argumentación, ocurre al final. Tras conceder que las consecuencias económicas inmerecidas de las finanzas capitalistas internacionales están más allá del control de los mecanismos democráticos, que están por definición limitados a los estados-nación, extrae la conclusión de que la «globalización claramente ha comenzado a socavar la legitimidad de las democracias occidentales». Hasta aquí todo bien, podríamos decir. Esto es precisamente lo que los manifestantes están subrayando; que el capitalismo global socava la democracia. Pero en vez de trazar la única conclusión lógica (que deberíamos comenzar a pensar en cómo expandir la democracia más allá de su forma estatal multipartidista, que claramente ha fracasado a la hora de afrontar las destructivas consecuencias de la vida económica global), Applebaum da un extraño giro para desplazar la culpa hacia los manifestantes mismos, precisamente aquellos que comenzaron a plantear estas mismas cuestiones. El último párrafo merece ser leído de nuevo atentamente: puesto que la economía global está más allá del alcance de la política democrática, cualquier intento de expandir la democracia para fortalecerla solo acelerará su declive. Entonces, ¿qué podemos hacer? Volver a comprometernos con el sistema político existente, que, según la propia descripción de Applebaum, precisamente no está a la altura de los retos actuales. Aquí tenemos que llegar hasta el fondo. El sentimiento anticapitalista no escasea hoy en día; más bien nos vemos constantemente bombardeados con críticas de los horrores del capitalismo: abundan los libros, investigaciones periodísticas y reportajes televisivos que desvelan cómo las compañías investigadas contaminan despiadadamente el medio ambiente, cómo los banqueros corruptos continúan recibiendo pingües bonificaciones mientras sus bancos deben ser rescatados con dinero público, la existencia de fábricas donde niños explotados trabajan de sol a sol, y mucho más. Hay, sin embargo, algo más en todo esto: lo que por lo general pasa inadvertido, por despiadado que pueda parecer, es el marco liberal democrático como medio para combatir estos excesos. El objetivo (explícito o implícito) es democratizar el capitalismo, extender el control democrático a la economía, a través de la presión de los medios de comunicación, investigaciones parlamentarias, una regulación más fuerte, investigaciones policiales que merezcan confianza, etcétera. Pero lo que nunca se cuestiona es el marco institucional democrático del mismo Estado (burgués). Esta continúa siendo la vaca sagrada que incluso la forma más radical de este «anticapitalismo ético» (el Foro Social de Porto Alegre, los movimientos post Seattle) no se atreve a cuestionar. Es aquí donde el hallazgo clave de Marx sigue siendo válido, hoy quizá más que nunca. Para Marx, la cuestión de la libertad no debería situarse primariamente en la esfera política propiamente dicha (¿Tiene tal país elecciones libres? ¿Son sus jueces independientes? ¿Está la prensa libre de presiones ocultas? ¿Se respetan los derechos humanos?). La clave para la libertad efectiva reside más bien en la red de relaciones sociales, desde el mercado hasta la familia, donde el cambio que se necesita si queremos una mejora genuina no es una reforma política, sino un cambio en las «apolíticas» relaciones sociales de producción. No podemos votar sobre quién posee qué, o sobre las relaciones en una empresa y demás, porque todo esto se concibe más allá de la esfera de lo político, y es ilusorio esperar que se puedan cambiar realmente las cosas «extendiendo» la democracia a esta esfera, por ejemplo organizando bancos «democráticos» bajo el control del pueblo. Los cambios radicales en este dominio deben realizarse más allá de la esfera de los «derechos» legales, etcétera: no importa cuán radical sea nuestro anticapitalismo; a menos que esto se comprenda, la solución buscada implicará siempre la aplicación de mecanismos democráticos (que, desde luego, pueden tener un papel positivo); mecanismos que, no debe olvidarse, son ellos mismos parte del aparato del Estado «burgués» que garantiza el funcionamiento sin obstáculos de la reproducción capitalista. En este preciso sentido, Badiou atinó con su aparentemente extraña afirmación: «Hoy, el enemigo no se llama Imperio o Capital. Se llama Democracia»[8]. Es la «ilusión democrática», la aceptación de los procedimientos democráticos como el único marco para cualquier cambio posible, la que bloquea cualquier transformación radical de las relaciones capitalistas. Hay por lo tanto razones profundas que explican la dificultad actual a la hora de formular un programa concreto. Pero los manifestantes han llamado la atención sobre dos problemas fundamentales. En primer lugar, las destructivas consecuencias sociales del sistema capitalista global: cientos de miles de millones se pierden gracias a la especulación financiera desbocada, etcétera. En segundo lugar, la globalización económica está socavando gradual pero inexorablemente la legitimidad de las democracias occidentales. Dado su carácter internacional, los procesos económicos a gran escala no pueden ser controlados por mecanismos democráticos, que se limitan por definición a los estados-nación. Por esa razón, ante la necesidad de expresar sus intereses vitales, la gente percibe cada vez más las instituciones democráticas como un fracaso. Ante la profusión de (a menudo confusas) declaraciones, el movimiento OWS expresa dos preocupaciones básicas: 1) el descontento popular contemporáneo es hacia el capitalismo como sistema; el problema es el sistema como tal, no una u otra particular forma corrupta de él; 2) la forma contemporánea de democracia representativa multipartidista es incapaz de afrontar los excesos capitalistas; en otras palabras, la democracia debe ser reinventada. Esto nos lleva al punto crucial en juego en las protestas de Wall Street: ¿cómo expandir la democracia más allá de su forma política actual, que ha demostrado su impotencia ante las consecuencias destructivas de la vida económica? ¿Hay un nombre para esta democracia reinventada más allá del sistema representativo multipartidista? Por supuesto que lo hay:dictadura del proletariado. En un libro reciente (con un maravillosamente retorcido título: Sarkozy: peor de lo esperado / Los otros: esperad lo peor[9]), Badiou propone un argumento elaborado contra la participación en el voto «democrático»: incluso cuando una elección es efectivamente «libre», e incluso cuando un candidato es claramente preferible a otro (digamos, un candidato antirracista contra un populista antiinmigración), uno debería sustraerse del voto, puesto que la misma forma de la elección multipartidista organizada por el Estado está corrupta a un nivel trascendental y formal. Lo que importa es el acto formal de votar, de participar en el proceso, que marca la aceptación de la forma misma independientemente de la elección particular que se hace. Las excepciones que se pueden hacer a esta regla universal acaecen en aquellos raros momentos en los que el contenido (una de las opciones presentadas) implícitamente subvierte la misma forma del voto. Por lo tanto, uno debería tener en cuenta la paradoja circular que sostiene el «voto libre» en nuestras sociedades democráticas: uno es libre de elegir a condición de que haga la elección correcta, y cuando se escoge la opción errónea (como cuando Irlanda rechazó la constitución europea o el primer ministro griego propuso un referéndum), el poder establecido inmediatamente impone una repetición del voto para dar al país una oportunidad de corregir el despiste y escoger la opción adecuada (o, en el caso de Grecia, sencillamente se rechaza la propuesta considerándola una opción falsa). Por esto mismo no deberíamos tener miedo de extraer la única conclusión consistente a partir del hecho, incómodo para los demócratas liberales, de que la primavera egipcia ha acabado (de momento, puesto que los frentes están aún abiertos) con el triunfo de los islamistas, cuyo papel en la revuelta contra Mubarak de 2011 fue insignificante: «elecciones libres» o auténtica revuelta emancipatoria; hay que elegir. Por ponerlo en términos de Rousseau, fue la multitud reunida en la plaza Tahrir, incluso aunque fuera numéricamente una minoría, la que encarnó la auténtica volonté générale; y respecto al movimiento Occupy Wall Street, fue la pequeña multitud en el parque Zuccotti la que realmente encarnó al «99%» y estaba justificada en su desconfianza hacia la democracia institucionalizada. Desde luego, el problema persiste: ¿cómo podemos institucionalizar la toma de decisiones colectivas más allá del marco del sistema democrático multipartidista? ¿Quién será el agente de esta reinvención? O, por expresarlo crudamente: ¿quién sabe qué hacer hoy en día? No hay un Sujeto que sepa, ni entre los intelectuales ni entre la gente corriente. ¿Es este un callejón sin salida, un caso en el que ciegos guían a ciegos, pero cada uno cree que el otro puede ver? No, porque la ignorancia no es simétrica. Es la gente la que tiene respuestas, solo que no conoce las preguntas para las que tiene (o más bien es) la respuesta. John Berger escribió lo siguiente acerca de las «multitudes» de aquellos que se encuentran en el lado equivocado del muro que separa a aquellos que están dentro de los que están fuera: Las multitudes tienen respuestas a preguntas que todavía no han sido planteadas, y tienen la capacidad de sobrevivir a los muros. Las preguntas no han sido aún planteadas porque hacerlo requiere palabras y conceptos que suenen verdaderos, y aquellos utilizados actualmente para nombrar los acontecimientos han sido reducidos al sinsentido: Democracia, Libertad, Productividad, etcétera. Con nuevos conceptos, las preguntas pronto serán planteadas, porque la historia implica precisamente este proceso de cuestionamiento. ¿Pronto? Dentro de una generación[10]. [1] Bertolt Brecht, Stories of Mr. Keuner, San Francisco, City Lights, 2001, p. 7 [ed. cast.: Historias del señor Keuner, trad. de Juan José del Solar, Barcelona, Alba, 2007, p. 31]. [2] Durante un debate público en Bruselas, un miembro de los indignados rechazó mi crítica, argumentando que saben con precisión lo que quieren: una representación electoral sincera y transparente, donde la izquierda represente a la auténtica izquierda y la derecha a la auténtica derecha. Esta estrategia confuciana de «rectificación de los nombres», no obstante, es claramente insuficiente si el problema no consiste simplemente en la corrupción de la democracia representativa sino en la «corrupción» inmanente en la misma noción de democracia representativa. [3] Jacques Lacan en Vincennes, 3 de diciembre de 1969: «Ce à quoi vous aspirez comme révolutionnaires, cest à un Maître. Vous l’aurez». [4] Debo esta referencia a Işik Bariş Fidaner, de Estambul. [5] Aunque el nacionalismo de derechas está en auge también en Grecia, y dirige su furia contra la UE en igual medida que contra los inmigrantes. Además, la izquierda se hace eco de este giro nacionalista, apuntando contra la UE en vez de mirar críticamente hacia su propio pasado y analizar, por ejemplo, cómo el gobierno de Andreas Papandreu contribuyó de manera crucial al establecimiento del Estado «clientelista» griego. [6] Applebaum afirma de manera mordaz que el «micrófono humano» (la repetición por parte del público de las palabras pronunciadas por el portavoz) recuerda a la famosa escena de La vida de Brian en la que la muchedumbre repite ciegamente las palabras de Brian «¡Cada uno es un individuo!». Esta afirmación de Applebaum, desde luego, es extremadamente injusta. Applebaum ignora el hecho de que los manifestantes actuaban así porque la policía les prohibió el uso de altavoces; la repetición aseguraba que todo el mundo pudiese oír lo que tenía que decir cada portavoz. Hay que admitir sin embargo que la repetición mecánica se convirtió por sí misma en un ritual, generando su propio goce, cuya economía libidinal es susceptible de ser criticada. [7] Anne Applebaum, «What the Occupy Protests Tell Us About the Limits of Democracy», Washington Post, 18 de octubre de 2011, accesible en washingtonpost.com. [8] Alain Badiou, «Prefazione all’edizione italiana», en Metapolitica, Nápoles, Cronopio, 2002, p. 14. [9] Alain Badiou, Sarkozy: pire que prévu / Les autres: prévoir le pire, París, Lignes, 2012. [10] John Berger, «Afterword», en Andrey Platonov, Soul, Nueva York, New York Review of Books, 2007, p. 317. El año que soñamos peligrosamente Capítulo VIII The Wire, o qué hacer en tiempos del No Acontecimiento «¿Quién es David Guetta?», pregunté a mi hijo mayor de veinte años cuando me anunció triunfantemente que iba a un concierto de Guetta. Me miró como si fuera un completo idiota, replicando: «¿Quién es Mozart? ¡“Googlea” Mozart, obtienes 5 millones de entradas; “googlea” Guetta, te aparecerán 20 millones!». De hecho, busqué «Guetta» en Google y descubrí que sin duda es una suerte de comisario artístico contemporáneo: no un Dj meramente, sino un Dj «activo» que no solo vende, sino también mezcla e incluso compone la música que ofrece, como esos comisarios de arte o «curadores» que ya no solo reúnen obras para una exposición, sino que a menudo directamente las encargan y dirigen, explicando a los artistas qué es lo que quieren expresar. Lo mismo vale para David Simon, «curador» de la multitud de directores y guionistas (incluyendo a Agnieszka Holland) que colaboraron en The Wire. Las razones no eran simplemente comerciales. La colaboración también representaba la forma naciente de un nuevo proceso colectivo de creación. Es como si el Weltgeist hegeliano se hubiera desplazado del cine a las series de televisión, aunque todavía busca su propia forma. La Gestalt interna de The Wire no es de hecho la de una serie; el propio Simon se refiere a The Wire como una única película de sesenta y seis horas. Es más,The Wire no es solamente el resultado de un proceso creativo colectivo, sino algo más: abogados reales, drogadictos, policías, etcétera, interpretaron papeles ellos mismos; incluso los nombres de algunos personajes son condensaciones de los nombres de individuos reales («Stringer Bell» es la suma del nombre de dos narcotraficantes reales de Baltimore, Stringer Reed y Roland Bell). The Wire proporciona por tanto un tipo de autorrepresentación colectiva de una ciudad; como la tragedia griega, en la que una polis escenificaba colectivamente su experiencia vital. Si The Wire es un ejemplo de realismo televisivo, no se trata tanto de un realismo objetivo (una representación realista de un medio social) como de un realismo subjetivo, cuya puesta en escena se caracteriza por una unidad social y real muy determinada. Lo demuestra una escena clave cuya función es precisamente la de marcar distancias frente a cualquier realismo crudo; se trata de la famosa escena «all-fuck» en la 1.ª temporada, episodio n.º 4. En un apartamento vacío situado en un bajo, donde se ha cometido un asesinato hace seis meses, los detectives McNulty y Bunk, observados por un silencioso casero, intentan reconstruir cómo ocurrió. La única palabra que dicen durante la escena es «joder» («fuck»,en sus diversas variantes). Lo dicen 38 veces seguidas, de tantas formas diferentes que llega a significar prácticamente todo: desde incómodo aburrimiento a triunfo exultante, desde el dolor o el shock ante el horror de un espantoso asesinato, hasta una agradable sorpresa. El uso de la interjección alcanza su cúspide en la duplicación autorreflexiva«Fuckin’fuck!»[1]. Imaginemos la misma escena, pero en la que cada «fuck» es reemplazado por una frase más «normal»: «¡solo una foto más!», «ay, duele», «¡ahora lo pillo!», etcétera. La escena funciona a múltiples niveles: 1) como modo de romper el tabú sobre el uso de una palabra prohibida; 2) como punto de seducción (tras varias horas de «rollo serio», está diseñada para funcionar como el momento álgido en el que el espectador medio se enamorará de The Wire); 3) como un chiste puramente fálico con el que el programa marca distancias frente al drama realista social «típico». Una vez más: ¿de qué tipo de realismo se trata? Comencemos con el título. «Wire» tiene múltiples connotaciones (caminar por el alambre, o llevar los cables del dispositivo policial de escucha), pero la referencia principal del título, según Simon, es «un casi imaginario pero inviolado límite entre las dos Américas»[2], entre aquellos que participan del sueño americano y aquellos que quedan atrás. El tema de The Wire es por tanto la lucha de clases tout court, lo Real de nuestro tiempo, incluyendo sus consecuencias culturales. Como observa Fredric Jameson: «aquí, en una cercanía geográfica absoluta, dos culturas existen sin contacto mutuo y sin interacción, incluso sin conocimiendo alguno de la otra: como Harlem y el resto de Manhattan, como la Franja de Gaza y las ciudades israelíes que en su momento formaban parte de ella y ahora siguen estando a unas pocas millas»[3]. Las dos culturas están separadas en el modo básico de su relación con lo Real: una representa el horror de la adicción y el consumo, mientras que en la otra la realidad está cuidadosamente filtrada[4]. En el horizonte se vislumbra incluso el perfil de los ricos como nueva raza biológica, protegida ante la enfermedad y potenciada mediante clonación e intervención genética, mientras que las mismas tecnologías son utilizadas para controlar a los pobres[5]. Simon es muy explícito acerca del trasfondo histórico concreto de esta fractura radical: Fingimos participar en una guerra contra las drogas, pero en verdad estamos simplemente vejando y deshumanizando a una clase urbana marginal que ya no necesitamos como suministradora de fuerza de trabajo […] The Wire no es una historia sobre América, trata de la América que se quedó por el camino […] La guerra contra la droga es ahora una guerra contra los marginados. Eso es lo que es. No tiene otro sentido. Este desalentador panorama es el contexto de la visión fatalista de Simon: «The Wire es una tragedia griega en la que las instituciones posmodernas son las deidades olímpicas. El departamento de policía, la economía de la droga, las estructuras políticas, la administración de las escuelas o las fuerzas macroeconómicas son las que están arrojando los rayos y golpeando a la gente en el culo, sin ninguna razón decente»[6]. Sin duda, parece que durante los últimos años hemos sido testigos del auge de un nuevo tipo de prosopopeya en la que la cosa que habla es el mercado mismo, al que se apela como si fuera una entidad viviente que reacciona, advierte, deja claras sus opiniones, etcétera, llegando incluso a exigir sacrificios, como un antiguo dios pagano. Por citar solo un par de ejemplos tomados de algunos reportajes recientes en los medios: «Cuando el gobierno anunció sus medidas para combatir el déficit, el mercado reaccionó con cautela»; «La reciente caída del Dow Jones […] marca una clara advertencia de que al mercado no se le satisface tan fácilmente; serán necesarios más sacrificios»[7]. Parecería que existe cierta ambigüedad respecto a la identidad precisa de estas «deidades del Olimpo»: ¿es el sistema capitalista de mercado como tal (que está causando la desaparición de la clase trabajadora) o las instituciones del Estado? Algunos críticos han propuesto incluso interpretar The Wire como una crítica liberal de la alienación e ineficiencia burocráticas. Es verdad que una función básica (y a menudo señalada) de la burocracia estatal es la de reproducirse, y no solucionar los problemas de la sociedad; o incluso crear problemas solo para justificar su existencia. Recordemos la famosa escena de Brazil de Terry Gilliam en la que el héroe, que está teniendo problemas con su suministro eléctrico, es visitado en secreto por un electricista ilegal (Robert de Niro, en un cameo) cuya criminal fechoría consiste en limitarse a reparar la avería. La amenaza más grande a la burocracia, la conspiración más audaz contra su orden, viene de aquellos que realmente intentan resolver los problemas que se supone debería solucionar la burocracia misma (como el grupo de detectives de McNulty, que se disponen a desmantelar realmente la mafia narcotraficante). ¿Pero no ocurre lo mismo con el capitalismo como tal? Su ímpetu es en última instancia el mismo: no el de satisfacer las demandas existentes, sino crear siempre nuevas necesidades para facilitar su reproducción expansiva continua. Fue Marx quien formuló en su momento esta idea del poder anónimo y arbitrario del mercado como una versión moderna del Destino. El título de un ensayo sobre The Wire, «Dioses griegos en Baltimore», es por tanto bastante apropiada: ¿no es The Wire la contraparte realista de los blockbusters de Hollywood en los que un antiguo dios o semidiós (Perseo en Percy Jackson, Thor en Thor) se encuentra atrapado en el cuerpo de un confuso adolescente norteamericano? ¿Cómo se siente esta presencia divina en The Wire? Al narrar la historia de cómo afecta el Destino a los individuos y triunfa sobre ellos, The Wire procede sistemáticamente, de manera que cada temporada da un paso más en la exploración: la 1.ª temporada presenta el conflicto entre narcotraficantes y policía; la 2.ª temporada se retrotrae a su causa última, la desintegración de la clase trabajadora; la 3.ª temporada retrata a la policía y a las estrategias políticas para resolver el problema, destinadas al fracaso; la 4.ª temporada muestra por qué la educación (de la juventud de clase trabajadora afroamericana) es también insuficiente; y, finalmente, la 5.ª temporada se centra en el papel de los medios: ¿por qué el gran público no está adecuadamente informado del alcance auténtico del problema? Cómo ha apuntado Jameson, el procedimiento básico de The Wire no se limita solo a la dura realidad, sino que presenta sueños utópicos como parte de la textura del mundo, como constitutivos de la realidad misma. Aquí están algunos de los ejemplos principales: En la 2.ª temporada, Frank Sobotka usa dinero del narcotráfico para construir su propia red de contactos, en pos de su proyecto definitivo, la reconstrucción y revitalización del puerto de Baltimore: Él comprende la historia y sabe que el movimiento obrero y toda la sociedad organizada alrededor de él no pueden continuar existiendo a menos que vuelva el puerto. Este es su proyecto utópico, utópico incluso en el sentido estereotípico en el que es impráctico e improbable (la historia nunca se mueve hacia atrás de este modo), y de hecho un sueño ocioso que finalmente acabará destruyéndolo a él y su familia[8]. También durante la 2.ª temporada, la postura de D’Angelo es cada vez más ambivalente respecto al tráfico de drogas. Cuando el testigo inocente William Gant acaba muerto, D’Angelo se ve sobrecogido, al intuir que su tío Avon ordenó el asesinato como venganza por el testimonio de Gant. D’Angelo es llevado para ser interrogado por McNulty y Bunk, que le engañan para escribir una carta de disculpas a la familia de Gant. (En una fantástica manipulación al estilo de Lars von Trier, le muestran una foto de dos chicos jóvenes, tomados del escritorio de un compañero policía, pero la presentan como el retrato de los hijos, ahora huérfanos, de Gant). Levy, el abogado de la mafia, llega y detiene a D’Angelo antes de que pueda escribir cualquier cosa que le incrimine, y es liberado. Más tarde, habiendo sido arrestado de nuevo, D’Angelo decide poner al testigo del fiscal en contra de la organización de su tío; sin embargo, una visita de su madre le convence del deber hacia su familia, y rechaza el trato. A causa de su rechazo a cooperar, es sentenciado a veinte años en prisión. ¿No está movilizando también la utopía familiar la madre que convence a D’Angelo para que no testifique? En la 3.ª temporada, el comandante Colvin lleva a cabo un experimento novedoso: sin informar a sus superiores, legaliza de facto las drogas en el oeste de Baltimore, creando un mini-Ámsterdam, apodado «Hamsterdam», donde a los pequeños traficantes se les permite ahora abrir una tienda. Localizando el tráfico de drogas, que sabe que de todas formas no puede detener, Colvin elimina las batallas territoriales diarias que elevan la tasa de asesinatos y mejora dramáticamente la vida diaria en la mayor parte del distrito. La calma vuelve a los vecindarios aterrorizados, y los agentes, liberados de sus coches y de la inacabable persecución de traficantes, vuelven al auténtico trabajo diario policial, llegando a conocer a la gente a la que sirven. (El modelo real aquí es Zúrich, no Ámsterdam, donde en los años ochenta un parque detrás de la estación central se decretó zona libre; hubo un experimento similar en Baltimore hace una década o así). También en la 3.ª temporada, la amistad misma se retrata con tintes utópicos. Avon y Stringer se traicionan mutuamente, pero justo antes del asesinato de Stringer los dos disfrutan de la última copa juntos en el bloque de apartamentos donde vive Avon, cerca del puerto. Recuerdan el pasado y actúan como si su antigua amistad siguiera intacta, pese a la traición mutua. Esto no es simple fingimiento o hipocresía, sino la expresión de un sincero deseo de cómo podrían haber sido las cosas; en palabras de John Le Carré en Un espía perfecto: «La traición solo puede ocurrir si amas». En la 4.ª temporada, centrada en la educación, el elemento utópico se encuentra en los experimentos didácticos de Pryzbylewski con los ordenadores y su repudio del sistema de evaluación impuesto por los órganos estatal y federal. ¿No es el mismo Stringer Bell una figura utópica, un tecnócrata puramente criminal que persigue transformar el crimen en un puro negocio? La ambigüedad aquí está en que si estas utopías son parte de la realidad y hacen que el mundo siga funcionando, ¿estamos entonces más allá del bien y del mal? En sus comentarios del DVD, Simon apunta en esta dirección: «En realidad, The Wire no está interesada en el bien y el mal; está interesada en economía, sociología y política». Jameson es también demasiado apresurado al despachar el «desfasado binomio ético del bien y del mal»: Ya argumenté en otro sitio en contra de este sistema binario: de entre todos los profetas Nietzsche fue quizás el más dramático al demostrar que es poco más que una postimagen de esa otredad que intenta producir; el bien está en nosotros mismos y en la gente como nosotros, el mal es otra gente en su diferencia radical de nosotros (sea cual sea nuestro tipo). Pero en la sociedad de hoy, y por muchas razones (y probablemente buenas), la diferencia se desvanece, y con ella, el mal[9]. Sin embargo, esta fórmula parece demasiado simple. Al margen de la identificación premoderna (precristiana, incluso) de «el Bien» con la gente que es como nosotros (a la que habría que responder: «¿Qué hay de aquello de amar a nuestro enemigo/prójimo?»), el enfoque ético de The Wire está centrado precisamente en el problema del acto ético: ¿qué puede hacer un individuo (relativamente) honrado en las condiciones de hoy? Por ponerlo en términos de Alain Badiou, estas condiciones (al menos hace una década, cuando The Wire se estaba realizando) no eran las de un tiempo propicio para un auténtico Acontecimiento: en el horizonte no había potencial para un movimiento radical emancipatorio. The Wirepresenta toda una panoplia de «modos de honradez (relativa)»: qué hacer en tales condiciones, desde McNulty y Colvin hasta el teniente Cedric Daniels, quien, con toda su disposición hacia el compromiso, se autoimpone ciertos límites (rechaza interferir con las estadísticas). El punto clave es que todos ellos deben violar la Ley de un modo u otro. Por ejemplo, recordemos cómo en la temporada final McNulty manipula hábilmente el hecho de que la villanía en la cultura de masas ha sido reducida a dos supervivientes solitarios de la categoría del mal. Estas dos representaciones del auténtico antisocial son, por un lado, los asesinos múltiples, y por el otro, los terroristas (principalmente de inspiración religiosa, en la medida en que la etnicidad se ha identificado con la religión, y los protagonistas políticos seculares como los comunistas y anarquistas ya no parecen estar disponibles)[10]. McNulty decide asegurarse de que se financie la investigación sobre Marlo Stanfield (el jefe del crimen que toma el poder tras la caída de Avon) creando la ilusión de un asesino en serie y dirigiendo así la atención de los medios sobre el departamento de policía; como parte de este plan, interfiere en las escenas del crimen y falsifica las notas del caso. Sin embargo, la lección básica aquí es que los actos individuales son inadecuados. Se necesita dar un paso más, ir más allá del héroe individual hacia un acto colectivo que, en nuestras condiciones actuales, solo puede adoptar la forma de una conspiración: El detective privado solitario o el comprometido agente de policía ofrecen una trama que se retrotrae a los héroes y rebeldes románticos (comenzando, supongo con el Satán de Milton). Aquí, en este espacio histórico cada vez más socializado y colectivo, lentamente va quedando claro que la revuelta y la resistencia genuinas deben adoptar la forma de un grupo conspiratorio, de un auténtico colectivo… En este caso, la propia rebeldía de Jimmy (desafío a la autoridad, alcoholismo, infidelidades sexuales, junto a su incorruptible idealismo) se suma a un conjunto improbable de camaradas y co-conspiradores; una agente de policía lesbiana, una pareja de inteligentes pero poco fiables policías, un teniente con un secreto en su pasado pero con la corazonada de que solo esta única empresa puede proporcionarle un avance, un ayudante nepotista y de pocas luces que acaba demostrando tener una habilidad considerable para los números, varios asistentes judiciales, y finalmente un silencioso y modesto hombre de recursos[11]. ¿No es este grupo una suerte de protocomunista célula de conspiradores, o un grupo de excéntricos sacados de una novela de Charles Dickens o una película de Frank Capra, siendo la oficina subterránea que se les asigna la típica guarida secreta de conspiradores? La famosa fórmula de G. K. Chesterton, que describe la ley como «la más grande y audaz de todas las conspiraciones», encuentra en este caso una inesperada confirmación. Incluido en este grupo de excéntricos, como miembro informal proveniente del lado enemigo, aparece el personaje de Omar Little. El lema de Omar puede expresarse como una inversión del lema de Brecht en la Opera de tres peniques: ¿qué es fundar un banco (como acción legal) comparado con robar uno?[12]. Omar puede situarse en el mismo linaje que el héroe de la serie Dexter, que se emite desde 2006. Dexter es un forense especializado en rastros de sangre que trabaja en la policía de Miami, y que en sus ratos libres es un asesino en serie. Huérfano a la edad de tres años, fue adoptado por un oficial de policía de Miami, Harry Morgan; tras descubrir la proclividad del joven Dexter hacia el asesinato y para mantener a Dexter alejado del asesinato de inocentes, Harry comienza a enseñarle «El Código»: las víctimas de Dexter deben ser asesinos de inocentes sin causa justificada que, probablemente, podrían reincidir. Como Dexter, Omar es también un policía perfecto bajo el disfraz de su opuesto; su código es simple y pragmático: solamente mata a aquellos que tienen la autoridad para ordenar la muerte de otros. Pero la figura clave en el grupo de excéntricos de The Wire es Lester Freamon. Tiene razón Jameson en destacar su genialidad no solamente a la hora de resolver… problemas de manera ingeniosa, sino también para desplazar el interés típico de las historias policiacas y de detectives hacia una fascinación por la construcción y la resolución de problemas físicos o de ingeniería; es decir, algo mucho más cercano a la artesanía que a la deducción abstracta. De hecho, cuando es descubierto por primera vez e invitado a unirse a la unidad de investigación especial, Freamon es un oficial virtualmente desempleado que emplea su tiempo de ocio en realizar y vender copias en miniatura de mobiliario antiguo: es una parábola del desperdicio de productividad humana y de inteligencia, y su desplazamiento, afortunado en este caso, hacia actividades mucho más triviales[13]. Lester Freamon es el mejor representante del «conocimiento inútil»; es el intelectual de los conspiradores, más que el experto, y como tal es efectivo a la hora de proponer soluciones a problemas reales. ¿Y qué puede hacer este grupo? ¿Se ven también atrapados en un trágico círculo vicioso en el que su propia resistencia contribuye a la reproducción del sistema? Debemos tener en cuenta que hay una diferencia capital entre la tragedia griega y el universo de The Wire. Como el mismo Simon explica: «Puesto que gran parte de los contenidos televisivos tratan de proporcionar la catarsis, la redención y el triunfo de un personaje, un drama en el que las instituciones posmodernas coartan la individualidad, la moralidad y la justicia parece diferente de alguna manera». En la catarsis culminante de una tragedia griega el héroe encuentra su verdad y alcanza una grandeza sublime en su caída; en The Wire, el gran Otro del Destino gobierna de un modo diferente. El sistema (no la vida) se limita a continuar funcionando, sin clímax catártico[14]. Las consecuencias de este giro de la tragedia antigua a la forma contemporánea son fáciles de discernir: la ausencia de cierre narrativo y de catarsis; la ausencia o fracaso del típico benefactor dickensiano, etcétera[15]. La serie de TV comoforma también encuentra su justificación en este giro: nunca llegamos a una conclusión final, no solamente porque nunca descubrimos al culpable definitivo (porque siempre hay una nueva trama tras la actual), sino también porque el sistema legal se empeña en su propia autorreproducción. Este detalle clave aparece en la escena final de The Wire, en la que vemos a McNulty observando el puerto de Baltimore desde un puente, acompañado por una serie de flashbacks y retazos de la vida cotidiana en la ciudad. Lo que obtenemos aquí no es una conclusión definitiva, sino una suerte de protohegeliano punto de vista absoluto, una distancia reflexiva, la retirada ante toda implicación directa: la idea de que nuestras luchas, esperanzas y derrotas son todas parte del más amplio «círculo de la vida» cuyo auténtico objetivo es su propia autorreproducción o esta misma circulación. Marx planteó un argumento similar cuando hizo notar que, aunque desde el punto de vista finito y subjetivo la finalidad de la producción es el producto (objetos que satisfarán las necesidades reales o imaginadas de la gente: es decir, valores de uso), desde el punto de vista absoluto del sistema como totalidad la satisfacción de las necesidades individuales es solo un medio necesario para mantener en funcionamiento la maquinaria de (re)producción capitalista. La apertura narrativa de la forma se fundamenta por tanto en su contenido. Como dice Jameson, The Wire es una historia policiaca en la que el culpable es la totalidad social, el sistema entero, no un criminal individual o un grupo de criminales. ¿Pero cómo podemos representar (o, más bien, mostrar) en el arte la totalidad del capitalismo contemporáneo? En otras palabras, ¿no es la totalidad siempre el culpable definitivo? ¿Qué tiene de específica la tragedia contemporánea? La clave es que lo Real del sistema capitalista es abstracto, el movimiento abstracto y virtual del Capital. Llegados a este punto tenemos que emplear la diferencia lacaniana entre realidad y Real: la realidad enmascara lo Real. El «desierto de lo Real» es el movimiento abstracto del capital, y fue en este sentido que Marx habló de «abstracción real». O en palabras del coproductor de The Wire, Ed Burns, «solamente aludimos a lo real, lo real es demasiado poderoso». Marx ya describió el enloquecido y autoimpulsado circuito del capital, cuyo camino solipsista de autofecundación alcanza su apogeo en el «metarreflexivo» y especulador mercado de futuros[16]. Es demasiado simplista afirmar que el espectro de este monstruo autoengendrado, que prosigue su camino sin mostrar ningún escrúpulo humano o ambiental, no es nada más que una abstracción ideológica y que detrás de ella hay gente real y objetos naturales sobre cuyas capacidades productivas y recursos se basa la circulación del capital, que se alimenta de ellos como un gigante parásito. El problema no es solamente que esta abstracción es parte de la percepción errónea de la realidad social de nuestro especulador financiero, sino que es también real en el preciso sentido en que determina la estructura de los procesos sociales materiales. El destino de capas enteras de la población y a veces de países enteros puede ser decidido por esta danza solipsista y especulativa del Capital, que persigue su objetivo de ganancia en una total indiferencia hacia cómo puedan afectar estos movimientos a la realidad social. La clave para Marx no estaba primordialmente en reducir esta segunda dimensión a la primera, o demostrar cómo la danza teológica de mercancías surge a partir de los antagonismos de la «vida real». Su intención se dirigía más bien a señalar que no se puede aprehender lo primero (la realidad social de la producción material y la interacción social) sin lo segundo. Es el movimiento autopropulsado del Capital el que dirige el show, el que proporciona la clave para los desarrollos y catástrofes de la vida real. Ahí reside la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más extraña que cualquier violencia directa socioideológica precapitalista. Esta violencia ya no es atribuible a individuos y sus «malas» intenciones, sino que es puramente «objetiva», sistémica, anónima. Aquí encontramos la diferencia lacaniana entre realidad y Real: la primera es la realidad social de gente auténtica implicada en la interacción y el proceso productivo, mientras que lo Real es la lógica inexorable, «abstracta» y espectral del capital, que determina lo que ocurre en la realidad social. Este vacío se hace palpable cuando se visita un país en el que la vida está obviamente en un estado deplorable y caótico, marcada por el declive ecológico y la miseria humana, y aun así los informes económicos nos informan de que el país es «saludable financieramente»; la realidad no importa, lo que es importante es la situación del Capital. Una vez más, la pregunta es: ¿cuál sería el correlato estético de tal Real, que podría ser algo así como un «realismo de la abstracción»?[17]. Necesitamos una nueva forma de poesía, similar a lo que Chesterton imaginó como una «poesía copernicana»: Sería una especulación interesante imaginar si el mundo desarrollará alguna vez una poesía copernicana y un gusto copernicano; si alguna vez hablaremos del «giro terráqueo matutino» en vez de «la salida matutina del sol», o si hablaremos de levantar la vista hacia las margaritas o del manto estrellado bajo nosotros. Pero si alguna vez lo hacemos, realmente nos espera una gran cantidad de hechos formidables y fantásticos, dignos de una nueva mitología[18]. Al comienzo del Orfeo de Monteverdi, la Diosa de la Música se introduce con las palabras «Io sono la musica...»; ¿no es esto algo que poco después, cuando las temáticas «psicológicas» invadieron la escena, se hizo impensable, o más bien impresentable? Hubo que esperar hasta la década de 1930 para que reapareciera en escena este tipo de personajes. En las «piezas didácticas» de Brecht, un actor entra en escena y se dirige al público: «Soy un capitalista. Ahora me acercaré a un trabajador e intentaré engañarle con mi charla sobre la equidad del capitalismo...». El encanto de este procedimiento reside en la combinación, psicológicamente «imposible», de dos papeles distintos en un único actor, como si un personaje de la realidad diegética de la obra pudiera también, de vez en cuando, salir de sí mismo y hacer comentarios «objetivos» acerca de sus acciones y actitudes. De este modo es como debería leerse la frase de Lacan «c’est moi, la vérité, qui parle»en su ensayo sobre «La Cosa freudiana», como la chocante emergencia de la palabra donde uno no la esperaría; la Cosa misma empieza a hablar. En un pasaje famoso de El Capital, Marx recurre a la prosopopeya para extraer la lógica oculta del intercambio y circulación de mercancías: «Si las mercancías pudieran hablar dirían: nuestro valor de uso tal vez interese a los hombres. Pero a nosotras, en cuanto objetos, nos tiene sin cuidado. Lo que nos interesa objetivamente es nuestro valor. Nuestra propia circulación como cosas-mercancías así lo demuestra. Solo nos referimos unas a otras como valores de cambio»[19]. ¿Podríamos imaginar algo como una prosopopeya operística: una ópera en la que las mercancías mismas cantan, en vez de la gente que las intercambia? Quizás esta sea la única manera en la que se podría adaptar El Capital. Aquí encontramos la limitación formal de The Wire: no ha resuelto la tarea formal de cómo adaptar, en un relato televisivo, un universo en el que reina la abstracción. El límite de The Wire es el límite del realismo psicológico: lo que falta en este retrato de la realidad objetiva, incluyendo sus sueños utópicos subjetivos, es la dimensión del «sueño objetivo», de la esfera virtual/Real del capital. Para evocar esta dimensión hay que romper con el realismo psicológico (quizás otro modo sea adoptar ridículos clichés, como hacen Brecht y Chaplin en sus representaciones de Hitler en Arturo Ui y El gran dictador)[20]. La totalidad «concreta» psicológica y realista que abarcaría la realidad social, incluyendo la experiencia vivida de los individuos que forman parte de ella, es abstracta en un sentido mucho más radical: se abstrae del vacío que separa a lo Real de su experiencia subjetiva. Y es crucial ver el vínculo entre esta limitación formal de The Wire (su permanencia dentro de los límites del realismo psicológico) y, en el nivel del contenido, los límites políticos de Simon. Su horizonte sigue siendo el de una «fe en individuos que se rebelan contra sistemas amañados y se esfuerzan por mantener la dignidad». Esta fe da testimonio de la fidelidad de Simon a la premisa básica de la ideología americana, que postula la perfectibilidad del hombre, en contraste con Brecht, cuyo lema es «cambia el sistema, no a los individuos»: «El señor Wirr tenía un concepto muy alto del hombre y consideraba imperfectibles los periódicos; el señor Keuner, en cambio, tenía al hombre por un ser abyecto y a los periódicos por algo perfectible. Todo puede mejorarse –decía el señor Keuner–,excepto el ser humano»[21]. Esta tensión entre las instituciones y la resistencia de los individuos limita el espacio político de The Wire a un modesto reformismo individualista socialdemócrata: los individuos pueden intentar reformar el sistema, pero este último siempre gana al final. Lo que esta noción no puede captar adecuadamente es el modo en que, en su lucha, estos mismos individuos pierden su inocencia; no tanto en el sentido de que se hayan corrompido, sino más bien que incluso si siguen siendo buenos y honrados, sus actos sencillamente quedan en la irrelevancia o yerran ridículamente, proporcionando un nuevo impulso a la misma fuerza a la que se oponen. Tenemos una indicación de esto en la primera escena de The Wire,en la que McNulty y un chico afromericano comentan la muerte de Snot Boogie, y la escena acaba por asemejarse e un coro griego: McNulty.— ¿Cómo se llama tu colega? Chico.— Mocarro [Snot Boogie]. McNulty.— Dios. Moco […] La madre del chaval se preocupa de bautizarle Omar Isaiah Betts […] y un día que se olvida la chaqueta, empieza a pingarle la nariz, y un gilipollas, en vez de darle un kleenex le bautiza Moco. Y Moco se queda para siempre. No parece justo [...] Chico.— [...] verás, todos los viernes por la noche jugamos a los dados en un callejón detrás del motel, ¿sabes? Todos los tíos del barrio jugamos allí hasta muy tarde. McNulty.— ¿Y apostáis, supongo? Chico.— Siempre era igual, Moco dejaba limpios a unos cuantos, jugaba hasta que el bote estaba lleno. Cogía la pasta y se piraba. McNulty.— Cómo […] ¿lo hacía siempre? Chico.— No lo podía evitar. McNulty.— A ver si te entiendo, tus colegas y tú jugáis a los dados todos los viernes, ¿verdad? Y todos los viernes, tu colega Moco […] ¿esperaba hasta que había dinero en el suelo, lo cogía y se piraba con él? ¿Lo permitíais? Chico.— Lo pillábamos y le zurrábamos, pero nadie pasaba nunca de ahí. McNulty.— Oye, una pregunta: si Moco siempre robaba el dinero y se iba corriendo […] ¿por qué le dejabais jugar? Chico.— ¿Qué? McNulty.— Si Moco siempre robaba el dinero […] ¿por qué jugaba? Chico.— Porque sí, es América, tío. Aquí tenemos una visión trágica de una (vida y) muerte sin sentido, redimida solamente por la resistencia desesperada; el lema ético subyacente es algo como «resiste, incluso si sabes que al final perderás». Moco (nombre real, Omar) es, desde luego, una metáfora del que será el personaje central, Omar Little: cada vez que le golpean, se levanta una y otra vez, hasta que acaba muriendo. No solamente perderás, sino que tu muerte será una muerte anónima, como la de Omar Little hacia el final de la última temporada. Vemos su cuerpo en la morgue de la ciudad, y todo lo que le identifica ahora es una etiqueta con el nombre, que inicialmente se le había colocado por error a otro cadáver. Su asesinato quedará sin esclarecer, morirá sin ceremonia, sin Antígona alguna para exigir su entierro. Sin embargo, este mismo carácter anónimo de la muerte cambia igualmente la situación de tragedia a comedia, una comedia más dura que la tragedia misma: la muerte de Moco no es una tragedia por la misma razón que el Holocausto no fue una tragedia. La tragedia es por definición la tragedia de un personaje, el fracaso del héroe causado por un defecto de su personalidad, pero es obsceno afirmar que el Holocausto fue el resultado de un defecto en la personalidad judía. La dimensión cómica está también marcada por la total arbitrariedad del nombre: ¿por qué soy ese nombre? Omar se convierte en «Moco» por razones totalmente arbitrarias. No hay razón profunda para su nombre, del mismo modo que, en Con la muerte en los talones,Roger O. Thornhill es (mal) identificado, de manera completamente arbitraria, como «George Kaplan». Pero Moco, Omar, McNulty, Lester y los demás continúan resistiendo. Más adelante, en la primera temporada, McNulty pregunta a Lester por qué arruinó su carrera persiguiendo a un acusado y contraviniendo las órdenes del vicecomisionado, y Lester le responde que lo hizo por la misma razón por la que McNulty va tras los pasos de la banda de Barksdale contra el deseo de sus superiores, que solo quieren unos pocos arrestos rápidos; no hay razón, solo la presencia de un tipo de impulso ético incondicional que vincula a los miembros de un grupo conspiratorio. No sorprende que la escena final de la serie repita el comienzo: como Moco u Omar, McNulty (junto a otros) persiste en su beckettiano fracaso repetido, pero esta vez, finalmente, el perdedor no solamente es derrotado, sino que realmente pierde; pierde su trabajo, experimenta la muerte profesional. La última línea de McNulty es «Volvamos a casa»; a casa, es decir, fuera del espacio público. The Wire se interpreta a menudo a través de las lentes de un topos foucaultiano de la relación entre poder y resistencia, o de la ley y su transgresión: la regulación sumisa ante el poder genera lo mismo que «reprime» y regula. Recordemos la tesis de Foucault, desarrollada en su Historia de la sexualidad, sobre cómo el discurso médico y pedagógico que disciplina la sexualidad produce el mismo exceso que intenta controlar («el sexo»), un proceso que comenzó ya en la Antigüedad, cuando las detalladas descripciones realizadas por los cristianos de todas las tentaciones sexuales posibles retroactivamente generaron lo que intentaban suprimir. La proliferación de placeres es, por tanto, la otra cara del poder que los regula: el poder mismo genera una resistencia a sí mismo, un exceso que nunca puede controlar, y las reacciones de un cuerpo sexualizado contra su sujeción a normas disciplinarias son impredecibles. Pero Foucault se instala aquí en una cierta ambigüedad, cambiando el énfasis (a veces casi imperceptiblemente) que hay en Vigilar y castigar y en el primer volumen de Historia de la sexualidad a otro enfoque diferente en el segundo y tercer volumen de esta última: mientras que en ambos casos poder y resistencia se entrelazan, el énfasis inicial de Foucault se centra en cómo el poder se apropia antes de la resistencia, de modo que los mecanismos de poder dominan todo el campo y nos convertimos en sujetos del poder precisamente cuando nos resistimos a él. Más tarde, sin embargo, el énfasis cambia hacia cómo el poder genera el exceso que no puede controlar; lejos de manipular la resistencia, el poder deviene entonces incapaz de controlar sus propios efectos. El único modo de escapar de este dilema es abandonar todo el paradigma de la «resistencia a un dispositivo»: la idea de que, mientras que un dispositivo determina la red de actividades del Yo, simultáneamente abre un espacio para la «resistencia» del sujeto, para la (parcial y marginal) subversión y desplazamiento del dispositivo mismo. La tarea de la política emancipatoria yace en otro lugar: no en la elaboración de una multitud de estrategias de «resistencia» ante eldispositivo dominante desde posiciones subjetivas marginales, sino en pensar las modalidades de una posible ruptura radical en el dispositivo dominante mismo. En todo el discurso acerca de los «espacios de resistencia» tendemos a olvidar que, por difícil que sea de imaginar hoy, de vez en cuando los mismos dispositivos frente a los que resistimos experimentan cambios ellos mismos. Por esto, de un modo profundamente hegeliano, Catherine Malabou nos llama a abandonar la postura crítica hacia la realidad como el horizonte definitivo de nuestro pensamiento, sea cual sea el nombre bajo el que aparece, desde la «crítica crítica» de los jóvenes hegelianos, hasta la teoría crítica del siglo XX[22]. Lo que tal posición crítica no ha podido lograr es la plena realización de su gesto: la radicalización de la actitud subjetiva negativa y crítica hacia la realidad en una plena autonegación crítica. Incluso si significa exponerse a la acusación de «volver» a la antigua postura hegeliana, deberíamos adoptar la posición auténticamente absoluta que, como apunta Malabou, implica una suerte de «rendición» especulativa del Yo ante el Absoluto, una suerte de absolución o liberación del compromiso, aunque de un modo dialéctico hegeliano; esto es, no una inmersión del sujeto en la unidad más alta de un Absoluto omniabarcador, sino la inscripción del vacío «crítico» que separa al sujeto de la substancia (social) frente a la que resiste en esta substancia misma, como su propio antagonismo o autodistancia. El retiro reflexivo que se muestra en la última escena de The Wire representa precisamente tal «rendición ante el Absoluto». Aquí este gesto refiere específicamente a la relación entre la ley y sus violaciones. Desde el «punto de vista absoluto», queda claro que el sistema (legal) no solamente tolera la ilegalidad, sino que la requiere, puesto que es una condición para el funcionamiento correcto del sistema. De mi servicio militar (en 1975, en el tristemente célebre Ejército Popular Yugoslavo), recuerdo cómo, durante una clase sobre ley y valores patrióticos, el oficial instructor declaró solemnemente que las regulaciones internacionales prohibían disparar a un paracaidista mientras estuviera todavía en el aire; en la siguiente clase, sobre cómo usar un rifle, el mismo oficial nos explicó cómo apuntar a un paracaidista (teniendo en cuenta la velocidad de su caída y por tanto apuntando un poco más abajo, etcétera). Algo ingenuamente, pregunté al oficial si no había una contradicción entre lo que estaba diciendo ahora y lo que había dicho una hora antes; me miró lleno de desdén, como diciéndome, «¿cómo puede ser alguien tan estúpido como para hacer esa pregunta?». Más en general, es bien sabido que la mayor parte de los estados «socialistas» solo podían funcionar si se apoyaban en el mercado negro (que proporcionaba, entre otras cosas, el 30 por 100 de la comida disponible); si una de las periódicas campañas oficiales contra esta red clandestina hubiera tenido éxito, todo el sistema habría colapsado. En el mundo de The Wire, la pregunta crucial respecto a esta relación entre el orden legal y su transgresión no tiene que ver con el estatus del tráfico de drogas, etcétera, puesto que está claro que el sistema legal genera por sí mismo gran parte del crimen contra el que lucha. La pregunta central es más pérfida y perturbadora: ¿cuál es el estatus de los actos (utópicos) de resistencia retratados allí? ¿Son también poco más que un momento en la totalidad del sistema? ¿Son los actos individuales de resistencia de Moco y Omar, de Freamon y McNulty, simplemente la otra cara de un sistema que, en última instancia, los sostiene? De ser así, entonces la respuesta es obvia, si bien contraintuitiva: el único modo de detener el sistema es dejar de resistirse a él. Aquí nos puede ayudar un paseo (quizás sorprendente) por las novelas de Ayn Rand. El auténtico conflicto en el universo de las dos novelas de Rand no es aquel entre los creadores (primeros motores; «prime movers») y la multitud de parásitos («second-handers») de los que depende el genio productivo de los creadores, siendo la tensión entre el creador y su compañera sexual una mera subtrama de este conflicto principal. Más bien el auténtico conflicto es entre los creadores mismos, en la tensión (sexualizada) entre el creador, el ser de puro impulso, y su compañera histérica, creadora en potencia que queda atrapada en una dialéctica autodestructiva mortal (entre Roark y Dominique en El manantial, entre John Galt y Dagny en La rebelión de Atlas). Cuando, en La rebelión de Atlas, uno de los creadores le dice a Dagny que el auténtico enemigo de los creadores no es la multitud de parásitos sino la propia Dagny, esto debe tomarse literalmente. Y Dagny es consciente de ello: cuando los creadores comienzan a desaparecer de la vida pública, ella sospecha una oscura conspiración, un «destructor» que les fuerza a retirarse y que finalmente acabará llevando toda la vida social a un punto muerto. Lo que ella no percibe aún es que la figura del «destructor», que ella identifica como el enemigo definitivo, es su auténtico redentor. La solución llega cuando el sujeto histérico finalmente escapa de su esclavización y reconoce al «destructor» como su salvador. ¿Pero por qué? Los parásitos no poseen consistencia ontológica por sí mismos, por lo que la clave para encontrar la solución no es destruirlos, sino romper la cadena que fuerza a los creadores a trabajar para aquellos. Cuando esta cadena se ha roto, el poder de los parásitos se disolverá solo. La cadena que ata a un creador al perverso orden existente no es otra que su apego a su genio productivo: un creador está listo para pagar cualquier precio, hasta la completa humillación de alimentar a la propia fuerza que trabaja contra él, todo por ser capaz de continuar creando. Lo que debe aceptar el creador histérico es, por tanto, una indiferencia existencial fundamental: no debe seguir permitiendo el chantaje de los parásitos, debe estar preparado para entregar el mismo núcleo de su ser, lo que más significa para el creador, y aceptar el «fin del mundo», la suspensión (temporal) del flujo de energía que mantiene al mundo en funcionamiento. Para ganarlo todo, debe estar listo para llegar al grado cero, en el que lo pierda todo[23]. Mutatis mutandis, exactamente lo mismo vale para The Wire: para dar el paso del reformismo al cambio radical debemos pasar por el punto cero de abstracción de los actos de resistencia que mantienen el sistema vivo. En una extraña suerte de liberación, debemos cesar de preocuparnos por las preocupaciones de otros, y retirarnos al papel de observador pasivo del movimiento circular y autodestructivo del sistema. Por ejemplo, en relación a la actual crisis que amenaza al euro y al resto de monedas, deberíamos dejar de preocuparnos por cómo evitar el colapso financiero para mantener todo el sistema funcionando. El modelo para tal postura es Lenin durante la Primera Guerra Mundial: ignorando toda preocupación «patriótica» acerca de la madre patria en peligro, fríamente da un paso atrás para observar la danza imperialista mortal mientras siembra las bases del futuro proceso revolucionario. Sus preocupaciones no eran las preocupaciones de la mayor parte de sus compatriotas. Como estaba claro para Rand, si queremos ver un cambio real entonces nuestras propias preocupaciones y cuitas son nuestro principal enemigo. Necesitamos dejar de dar pequeñas batallas contra la inercia del sistema intentando mejorar las cosas aquí y allá, y, en vez de eso, preparar el terreno para la gran guerra que viene. El punto de vista del Absoluto es bastante sencillo de alcanzar; solamente hay que retirarse de la (habitualmente estetizada) posición de la totalidad, como en la canción popular «El círculo de la vida» de El rey león (letra de Tim Rice): Es el círculo de la vida y nos lleva a todos a través de la desesperación y la esperanza a través de la fe y el amor Hasta que encontremos nuestro lugar en el camino que se despeja en el círculo el círculo de la vida. La canción la cantan, desde luego, los leones: la vida es un gran círculo, comemos a las cebras, las cebras comen hierba; pero entonces, después de que muramos y volvamos a la tierra, también alimentaremos la hierba, y el círculo se cierra. Este es el mejor mensaje imaginable para los de arriba. Lo crucial es el giro político que le demos a tal «sabiduría»: ¿es una cuestión de simple retirada o de la retirada como condición para un acto radical?[24]. En otras palabras, sí, la vida siempre forma un círculo, pero todavía es posible (a veces) no limitarse a escalar o descender su jerarquía, sino cambiar el propio círculo. Aquí deberíamos sin duda seguir a Cristo, como paradoja del Absoluto mismo que renuncia al punto de vista del Absoluto y adopta la posición radicalmente «crítica» de un agente finito comprometido en una lucha terrenal. Esta posición es profundamente hegeliana, siendo la tesis principal de Hegel precisamente la de un Absoluto lo suficientemente potente como para «finitarse», para actuar como un sujeto finito. En otras palabras, la retirada reflexiva hacia el punto de vista del Absoluto no implica una retirada hacia la inactividad, sino la apertura de un espacio para un cambio radical. La clave está en no resistirse al destino (y por tanto acabar ayudando a su realización, como los padres de Edipo y como el siervo de Bagdad que huyó a Samara), sino cambiar el destino mismo, sus coordenadas básicas. Jean-Luc Godard propuso una vez el lema «Ne change rien pour que tout soit différent» (no cambio nada para que todo sea diferente), una inversión de «algunas cosas deben cambiar para que todo siga igual». En algunas constelaciones políticas, como en la dinámica del capitalismo tardío que requiere una autorrevolución constante para mantener el sistema, aquellos que se niegan a cambiar nada son efectivamente los agentes del auténtico cambio: efectuar un cambio en el principio del cambio mismo. Ahí reside la ambigüedad del final de The Wire: ¿sugiere una forma resignada y trágica de sabiduría o la apertura de un cambio para un acto más radical? Esta ambigüedad ensombrece la caracterización positiva de The Wire como «la serie con la que soñaría cualquier marxista» (como escribió un crítico izquierdista, defensor de la serie). El propio Simon es muy claro aquí: cuando se le preguntó si era socialista, se describió como un socialdemócrata que cree que el capitalismo es el único camino posible: «no tienes delante a un marxista... yo acepto que [el capitalismo] es el único modo viable de generar riqueza a gran escala». Pero su trágica visión del mundo, ¿no contradice acaso esta visión reformista socialdemócrata? Mientras deposita su fe en individuos rebeldes, sin embargo él continúa dudando que las instituciones de una oligarquía obsesionada con el capital se reformen, salvo en el caso de una completa depresión económica (New Deal, el auge de la negociación colectiva) o un fallo moral sistémico que realmente amenace la vida de la clase media (Vietnam y su resultado, con el compromiso, aunque breve, de repensar el rastro brutal que deja nuestra política exterior a lo largo y ancho del mundo). ¿No nos estamos acercando hoy a una «completa depresión económica»? ¿Dará surgimiento tal perspectiva a una contrainstitución propiamente colectiva?[25]. Cualquiera que sea el resultado, una cosa está clara: solamente cuando adoptemos plenamente el pesimismo trágico de Simon, aceptando que no hay futuro (dentro del sistema), podrá emerger una apertura para un futuro cambio radical. [1] Véase el detallado análisis que Emmanuel Burdeau lleva a cabo en el capítulo 1 de Emmanuel Burdeau y Nicolas Vieillescazes (eds.), The Wire: Reconstitution Collective, París, Capricci, 2011. [2] Citado en Tiffany Potter y C. W. Marshall (eds.), The Wire: Urban Decay and American Television, Nueva York, Continuum, 2009, p. 228. [3] Fredric Jameson, «Realism and Utopia in The Wire», Criticism 52/3-4 (2010), pp. 359-372, accesible en http://muse.jhu.edu.bd.univalle.edu.co [4] Por ejemplo, la afirmación de que el «ahogamiento simulado» no equivale a tortura es un sinsentido obvio; ¿cómo se supone que hacen hablar a los «terroristas», si no es mediante el dolor y el miedo a una muerte inminente? [5] La premisa de la película de Andrew Niccol es que en el año 2161 la alteración genética ha permitido a la humanidad detener el envejecimiento a la edad de veinticinco, pero al llegar a esa edad a la gente se le permite ganar más tiempo o morir en un año. El «tiempo de vida», que puede intercambiarse, ha reemplazado al dinero, y su disponibilidad se muestra en un implante situado en el antebrazo de las personas: cuando el reloj llega a cero, la persona muere al instante. La sociedad se divide por clases sociales, situadas en poblaciones denominadas «Zonas de tiempo»: los ricos pueden vivir durante siglos en lujosos distritos, mientras que los pobres viven en guetos donde predominan los jóvenes, y deben trabajar cada día para ganar unas pocas horas más de vida, que deben utilizar también para pagarse sus necesidades básicas cotidianas. Esta visión distópica de una sociedad en la que la expresión «el tiempo es oro» se toma al pie de la letra, y en la que los ricos y los pobres se están convirtiendo en dos razas diferentes, deviene una posibilidad realista, considerando los últimos desarrollos biogenéticos. [6] Todas las citas de David Simon son de «The Straight Dope: Bill Moyers interviews David Simon», accesible en www.guernicamag.com. [7] Sin embargo deberíamos resistir la tentación de desechar todos los casos en los que aparecen estructuras de lo que Jean-Pierre Dupuy llama «autotrascendencia» (un sistema que, aunque engendrado y sostenido por la actividad continua de los sujetos que participan en él, es percibido necesariamente por ellos como una entidad fija que existe independientemente de su actividad) como un caso de «autoalienación» o «reificación». En verdad, el ejemplo principal de Dupuy es el mercado: aunque sabemos que el precio de una mercancía depende de la interacción de millones de participantes en el mercado, cada participante trata el precio como un valor impuesto objetiva e independientemente. ¿Pero no sería un mejor ejemplo aquello que Lacan denomina el «gran Otro», el orden simbólico? Aunque este orden no tiene una existencia objetiva al margen de la interacción de los sujetos implicados en él, cada uno de ellos debe realizar una «reificación» o «alienación» mínimas, tratándolo como una entidad objetiva que determina la realidad. Lejos de implicar una patología, esta «alienación» es en sí misma la medida que establece la normalidad, esto es, la normatividad inscrita en el lenguaje: para que cada uno de nosotros realmente obedezca una norma (por ejemplo, no escupir en público) no es suficiente con decirnos «la mayoría no escupe en público»; tenemos que dar un paso más y decir: «¡No se escupe en público!»; «la mayoría de las personas» debe reemplazarse por el anónimo, mínimamente «reificado» e impersonal «se». [8] Fredric Jameson, «Realism and Utopia in The Wire», cit. [9]Ibid. [10]Ibid. [11]Ibid. [12] De manera similar, la lección brechtiana en relación con la privatización del bien común intelectual es: ¿qué es el robo de propiedad intelectual comparado con la protección legal de la propiedad intelectual? Por esto la batalla contra el AntiCounterfeiting Trade Agreement (ACTA) es una de las grandes luchas emancipatorias de hoy en día. ACTA apunta a establecer un marco legal internacional para combatir el pirateo o falsificación de productos, las medicinas genéricas y la violación del copyright en internet, y su labor será regulada por un nuevo órgano de gobierno al margen de los foros existentes (en lo que supone otra institución tecnocrática «apolítica»). [13] Fredric Jameson, «Realism and Utopia in The Wire», cit. [14] Jon Stewart afirmó en una ocasión que deseaba que cada nuevo presidente de los EEUU, tras ser elegido, debiera conocer personalmente a cinco desconocidos que le explicaran cómo van las cosas realmente en los EEUU. [15] ¿Es The Wire una obra «dickensiana»? Según Bill Moyers, «un día, mientras visionábamos algunos episodios de The Wire, de la cadena HBO, la idea me vino de repente: Dickens ha vuelto y su nombre es David Simon». Sin embargo, lo que está ausente aquí es precisamente el melodrama dickensiano, con la típica intervención en el último minuto del benefactor bienintencionado. [16] Las etapas en el modo predominante del dinero parecen obedecer a la tríada lacaniana RSI: el oro funciona como lo Real del dinero (lo que «realmente vale»); con el papel moneda entramos en el registro Simbólico (el papel es el símbolo de su valor, y por sí mismo carece de él); y finalmente el modo emergente, puramente «Imaginario»: el dinero existirá cada vez más como un punto de referencia puramente virtual, solo para la contabilidad, sin ninguna forma efectiva, real o simbólica (la «sociedad sin dinero en efectivo»). [17] Tomo esta expresión de Alberto Toscano y Jeff Kinkle, «Baltimore as World and Representation: Cognitive Mapping and Capitalism in The Wire», accessible en http://dossierjournal.com. [18] G. K. Chesteron, The Defendant, Dodd, Mead and Co., 1902, p. 50. [19] Karl Marx, Capital, Vol. 1, trad. de Ben Fowkes, Harmondsworth, Penguin, 1976, pp. 176-177 [ed. cast.: El Capital (Libro I, Tomo I, p. 116), trad. de Vicente Romano García, Madrid, Akal, 2000]. [20] Este paso más allá del realismo psicológico está claramente marcado por el hecho de que el símbolo de los manifestantes de OWS fue la conocida máscara sonriente de la película V de vendetta, lo que no debería interpretarse solamente como un intento de esconder su identidad ante la policía, puesto que esconde una cuestión mucho más sutil: la única manera de decir la verdad es llevando una máscara, o como dijo Lacan, la verdad tiene la estructura de la ficción. [21] Bertolt Brecht, Stories of Mr. Keuner, San Francisco, City Lights, 2001, p. 65 [ed. cast.: Historias del señor Keuner, trad. de Juan José del Solar, Barcelona, Alba, 2007, p. 38]. [22] Véase Judith Butler y Catherine Malabou, Sois mon corps: Une lecture contemporaine de la domination et de la servitude chez Hegel, París, Bayard, 2010. [23] Podríamos imaginar una huelga llevada a cabo no por los míticos «creadores» randianos, sino por lo que podríamos llamar «transgresores inherentes»: aquellos que, al «resistir» ante el sistema y transgredir sus reglas, efectivamente lo hacen viable. Imaginemos que los operadores del mercado negro cubano suspendieran su actividad: posiblemente el sistema económico colapsara en semanas. Algo similar ocurre en los países occidentales respecto a las «huelgas de celo»: cuando los funcionarios estatales de una rama sensible, como aduanas o sanidad, se limitan a seguir las reglas al pie de la letra, llevan al sistema a un bloqueo total. [24] ¿Podríamos imaginar un sutil cambio en la película La vida es bella, con el padre cantando una canción similar al hijo? «Los nazis nos están asesinando aquí en Auschwitz, pero mira, hijo mío, todo esto es parte de un círculo de la vida más grande: los nazis mismos morirán y se convertirán en fertilizante par la hierba, que será comida por vacas; las vacas serán destripadas y nosotros nos comeremos su carne en nuestros pasteles». [25] Me baso en el texto de Kieran Aarons y Grégoire Chamayou, en el capítulo 3 de The Wire: Reconstitution Collective, cit., pp. 86-87. El año que soñamos peligrosamente Capítulo IX Más allá de la envidia y el resentimiento Como solución a lo que podríamos llamar las «antinomias del Estado del bienestar», lo extraño del intento de Peter Sloterdijk por desarrollar una «ética de la dádiva»[1] más allá del mero intercambio del mercado es que nos lleva inesperadamente cerca de una concepción comunista. Sloterdijk se guía por la lección elemental de la dialéctica: a veces, la oposición entre mantener las cosas como están y cambiarlas no cubre todo el espacio de lo posible, es decir; a veces la única manera de mantener lo que merece la pena conservar de lo viejo es intervenir y cambiar las cosas radicalmente. Si hoy se quiere salvar el núcleo del Estado del bienestar, se debería abandonar precisamente cualquier nostalgia por la socialdemocracia del siglo XX. Lo que propone Sloterdijk es un nuevo tipo de revolución cultural, una transformación radical psicosocial basada en la comprensión de que hoy el estrato productivo explotado ya no es la clase trabajadora, sino la clase media (alta): ellos son los auténticos «dadivosos» cuya tributación financia la educación, la salud, etcétera, de la mayoría. Para conseguir este cambio, debemos dejar atrás el actual étatisme, este resto absolutista que ha sobrevivido extrañamente en nuestra era democrática: la idea, sorprendentemente potente incluso en la izquierda tradicional, de que el Estado tiene el derecho incuestionable de cobrar impuestos a sus ciudadanos, de determinar y apropiarse (cuando es necesario) mediante coerción legal de parte de su producto. No es que los ciudadanos den parte de sus ingresos al Estado; son tratados como si estuvieran a priori endeudados con el Estado. Esta actitud está sostenida por una premisa misantrópica que es más fuerte entre la propia izquierda, que por otro lado predica la solidaridad: la gente es básicamente egoísta, de modo que deben ser forzados a contribuir con algo al bienestar común, y solo el Estado puede hacer el trabajo, a través de su aparato coercitivo, de asegurar la solidaridad y redistribución necesarias. Según Sloterdijk la causa última de esta extraña perversión social es un desequilibrio entre eros y thymos, entre el impulso erótico posesivo de amasar cosas y el impulso (predominante en las sociedades premodernas) hacia el orgullo y la generosidad, hacia una dadivosidad que otorga respeto. El mejor modo de reestablecer este equilibrio es dar reconocimiento pleno al thymos: tratar a aquellos productores de riqueza no como un grupo que es a priori sospechoso de negarse a pagar su deuda con la sociedad, sino como los auténticos dadivosos cuya contribución debe ser plenamente reconocida, de modo que puedan estar orgullosos de su generosidad. El primer paso es dar el paso del proletariado hacia el voluntariado. En vez de cobrar impuestos a los ricos excesivamente, deberíamos darles el derecho (legal) de decidir voluntariamente qué parte de su riqueza donarán al bienestar común. Para empezar, desde luego, esto no significa bajar radicalmente los impuestos, sino abrir al menos un pequeño ámbito en el cual los dadivosos puedan tener la libertad de decidir cuánto donarán y para qué; este comienzo modesto gradualmente cambiaría toda la ética sobre la que se basa la cohesión social. ¿No nos vemos atrapados aquí en la vieja paradoja de elegir libremente lo que de todas formas estamos obligados a hacer? ¿No es cierto que la libertad de elección concedida al «voluntariado» de los «triunfadores» es una libertad falsa que se basa en una elección forzada? ¿No son los «triunfadores» libres de elegir (si dar dinero a la sociedad o no) solo si hacen la elección correcta? Hay una serie de problemas con esta idea; pero no son aquellos que identificaría la (predecible) indignación izquierdista contra Sloterdijk. En primer lugar, ¿quiénes son realmente, en nuestras sociedades, los dadivosos (los triunfadores)? No olvidemos que la crisis financiera de 2008 fue causada por los ricos dadivosos/triunfadores, y la «gente corriente» financió al Estado para rescatarles. (Un ejemplo perfecto es en este caso Bernard Madoff, que primero robó miles de millones y después jugó al dadivoso, donando millones a la caridad, etcétera). En segundo lugar, hacerse rico es algo que no ocurre en un espacio fuera del Estado y la comunidad, sino que implica (por lo general) un proceso violento de apropiación que arroja serias dudas sobre el derecho del rico triunfador a poseer la riqueza que podrá después dar generosamente. En último lugar pero no menos importante, la oposición que realiza Sloterdijk entre eros posesivo y thymos dadivoso es demasiado simplista: ¿no es el auténtico amor erótico otra cosa que el más puro caso de dar? (Recordemos las famosas palabras de Julieta: «Mi generosidad es inmensa como el mar, mi amor, tan hondo; cuanto más te doy, más tengo, pues los dos son infinitos»). ¿Y no puede ser el thymos también destructivo? Deberíamos tener en cuenta siempre que la envidia (resentimiento) es un caso del thymos interviniendo en el dominio del eros, distorsionando el egoísmo «normal», haciendo de lo que el otro tiene (y yo no tengo) algo más importante que lo que yo tengo. Más en general, el reproche básico a Sloterdijk debe ser: ¿por qué te eriges en campeón de la generosidad solo dentro de los límites del capitalismo, que es el orden del eros posesivo y la competitividad? Dentro de estos límites, toda generosidad se ve a priori reducida a ser el reverso del brutal afán de posesión, un benevolente Dr. Jekyll del capitalista Mr. Hyde. Bastaría solo recordar el primer modelo de generosidad mencionado por Sloterdijk: Andrew Carnegie, el hombre de acero con un corazón de oro, como se suele decir. Después de utilizar a los agentes de Pinkerton y un ejército privado para aplastar la resistencia de los trabajadores, desplegó su generosidad devolviendo (parcialmente) lo que se había apropiado (pero no creado). Incluso con Bill Gates, ¿cómo puede uno olvidar las tácticas brutales que empleó para aplastar a los competidores y asegurarse un monopolio? La cuestión clave es, por tanto, ¿no hay lugar para la generosidad fuera del marco capitalista? ¿Es todo proyecto similar un caso de sentimentalista ideología moralista? A menudo escuchamos decir que la visión comunista se basa en una peligrosa idealización de los seres humanos, atribuyéndoles una suerte de «bondad natural» que es simplemente ajena a nuestra naturaleza (egoísta, etcétera). Sin embargo, en su libro Drive[2], Daniel Pink se refiere a un corpus de investigaciones de la ciencia del comportamiento que sugiere que, al menos a veces, los incentivos externos (recompensas monetarias) pueden ser contraproductivas: el desempeño óptimo llega cuando la gente encuentra sentido intrínseco a su trabajo. Los incentivos pueden ser útiles a la hora de hacer que la gente realice un trabajo aburrido y rutinario; pero con tareas más exigentes intelectualmente el éxito de los individuos y organizaciones depende cada vez más de ser sagaz e innovador, de modo que hay una mayor necesidad de que la gente encuentre un valor intrínseco en su trabajo. Pink identifica tres elementos que subyacen a tal motivación: la autonomía, la habilidad para elegir cómo y qué tareas deben completarse; la maestría, el proceso de convertirse en experto en una actividad; y un propósito, el deseo de mejorar el mundo. Aquí tenemos la transcripción de un informe sobre un estudio llevado a cabo en el MIT: Reunieron a un grupo de estudiantes y les plantearon una serie de tareas. Cosas como memorizar series de dígitos, resolver crucigramas, problemas espaciales, o incluso tareas físicas como encestar un balón. Para incentivar sus resultados, prepararon tres niveles de recompensa: si lo hacías bien, obtenías una pequeña recompensa monetaria; si lo hacías medianamente bien, obtenías una recompensa monetaria mediana; y si lo hacías realmente bien, si eras uno de los que mejores resultados obtenían, conseguías una gran recompensa monetaria. Esto es lo que descubrieron: cuando la tarea implicaba solamente habilidades mecánicas, los incentivos funcionaron dentro de lo esperado: a mayor recompensa, mejores resultados. Pero cuando las tareas conllevaban incluso un rudimentario esfuerzo cognitivo, una mayor recompensa llevó a peores resultados. ¿Cómo puede ser? Esta conclusión parece contraria a lo que muchos de nosotros aprendimos en economía, que es que cuanto más alta es la recompensa, mejores son los resultados. Y lo que está diciéndonos es que en el momento en que tienes una tarea que cognitivamente está por encima del nivel rudimentario, todo funciona al revés; esto de que las recompensas no funcionan así parece vagamente izquierdista y socialista, ¿verdad? Una especie de extraña conspiración socialista. Para aquellos que tengáis estas teorías conspiratorias quiero recordar el conocido grupúsculo izquierdista que financió la investigación: el Banco de la Reserva Federal. Quizás el premio de 50 o 60 dólares no motiva lo suficiente a un estudiante del MIT; de modo que fueron a Madurai, en la India rural, donde 50 o 60 dólares son una suma considerable de dinero. Replicaron el experimento en India y lo que ocurrió fue que la gente a la que se le ofreció la recompensa media no lo hizo mejor que la gente a la que se le ofreció la recompensa pequeña, pero esta vez la gente a la que se le ofreció la recompensa mayor lo hizo peor que todos los demás: incentivos más altos llevaron a peores resultados. Este experimento ha sido replicado una y otra vez por psicólogos, sociólogos y economistas: para tareas simples y fáciles, este tipo de incentivos funcionan, pero, cuando la tarea requiere pensamiento conceptual y creativo, han demostrado ser inútiles. El mejor uso del dinero como motivador es pagar a la gente lo suficiente para quitar de en medio la cuestión del dinero. Pagar a la gente lo suficiente, de modo que no piensen en el dinero y piensen en la tarea. Tienes a un montón de gente que está haciendo un trabajo altamente cualificado pero están dispuestos a hacerlo gratis y ceder voluntariamente su tiempo, veinte o a veces treinta horas por semana; y lo que crean, lo regalan, en vez de venderlo. ¿Por qué estas personas, muchas de las cuales poseen habilidades altamente sofisticadas y tienen un trabajo, realizan tareas igualmente sofisticadas o incluso más aún y no para su empleador, sino para otros y gratis? Es un comportamiento económico extraño[3]. Este «extraño comportamiento» es el de un comunista que sigue el conocido lema de Marx «de cada cual según sus habilidades, a cada cual según sus necesidades»; esta es la única ética de la dadivosidad que tiene alguna dimensión utópica auténtica. El capitalismo «posmoderno» es, desde luego, muy hábil a la hora de explotar estos elementos para su propio beneficio; sin mencionar el hecho de que, tras cada compañía «posmoderna» que permite a sus empleados el espacio para el desarrollo «creativo» personal, hay una explotación anónima de clase, al viejo estilo. El icono del capitalismo creativo de hoy es Apple; ¿pero qué sería Apple sin Foxconn, la compañía taiwanesa que posee grandes fábricas en China donde cientos de miles de trabajadores ensamblan iPads e iPods en condiciones de trabajo abominables? No debemos olvidar que el reverso del centro «creativo» posmoderno de Silicon Valley, donde un par de miles de investigadores se dedican a probar nuevas ideas, son los barracones militarizados en China, plagados de trabajadores suicidas como resultado de condiciones altamente estresantes (largas horas, bajo salario, alta presión). Después de que el undécimo trabajador saltara por la ventana para suicidarse, la compañía introdujo una serie de medidas que obligaban a los trabajadores a firmar contratos en los que prometían no matarse, informar de compañeros de trabajo que parecieran deprimidos, ir a instituciones psiquiátricas si su salud mental se deterioraba, etcétera[4]. Para más inri, Foxconn comenzó a colocar redes de seguridad alrededor de los edificios de sus grandes fábricas. (No sorprende que Terry Gou, el director de Hon Hai [la empresa matriz de Foxconn], se refiriera a sus empleados como animales en una fiesta de fin de año, quejándose de que «dirigir a un millón de animales me da dolor de cabeza». Gou añadió que quería aprender de Chin Shih-chien, el director del zoo de Taipei, cómo debían exactamente ser «administrados» los animales, e invitó al director del zoo para hablar en la reunión directiva anual de Hon Hai, ordenando a sus directores generales que escucharan atentamente)[5]. Cualesquiera sean los problemas de los experimentos como el del MIT, definitivamente estos demuestran que no hay nada «natural» en la competición capitalista y la maximización de beneficios. Por encima de cierto nivel de satisfacción de las necesidades básicas, la gente tiende a comportarse en lo que uno no puede sino denominar actitud comunista, dando a la sociedad según sus capacidades, no según la remuneración financiera que obtienen. Lo que nos lleva de vuelta a Sloterdijk y su celebración de las donaciones de los capitalistas ricos como algo que muestra un «orgullo neoaristocrático»: ¿qué tal contrastar esto con aquello a lo que Badiou se refirió como «aristocratismo proletario»? Por eso en el dominio de la literatura hay ejemplos importantes de aristócratas antiburgueses que, finalmente, llegan a comprender que el único modo en el que pueden conservar su orgullo es pasándose al otro lado, contra el modo de vida burgués. Sorprendentemente quizá, de este modo incluso podríamos reapropiarnos para la política emancipatoria de una figura como el Coriolano de Shakespeare. Marx hizo notar a propósito de Homero cómo «la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligadas a ciertas formas del desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aún proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables»[6]. El modo de poner a prueba a una gran obra de arte es preguntarse cómo sobrevive a la descontextualización, a su transposición en un nuevo contexto. Quizás la mejor definición de un clásico es que funciona como los ojos de Dios en un icono ortodoxo: no importa dónde estés en la habitación, parece mirarte específicamente a ti. No sorprende que de lejos la mejor versión cinematográfica de Dostoyevski sea el Idiota de Kurosawa, ambientado en Japón tras la Segunda Guerra Mundial, con Myshkin como el soldado que se reincorpora a la vida cotidiana tras la guerra. La clave no es simplemente que aquí nos enfrentamos al eterno conflicto que aparece en todas las sociedades, sino una mucho más precisa: con cada contexto nuevo, una obra clásica de arte parece dirigirse a la muy específica cualidad de cada época; esto es lo que Hegel llamó la «universalidad concreta». Hay una larga historia de transposiciones similarmente exitosas de Shakespeare; por mencionar solo unas pocas versiones fílmicas: Othello en un club de jazz contemporáneo (All Night Long, de Basil Dearden, de 1962); Ricardo III en un imaginario Reino Unido fascista en 1930 (Richard Loncraine, 1995); el Romeo 1 Julieta de Baz Luhrmann, en Venice Beach, California (1996); Hamlet en una corporación con sede en Nueva York (Michael Almereyda, 2000). Coriolano plantea un reto especial a tal recontextualización. La obra está tan centrada exclusivamente en el orgullo militarista y aristocrático, y en su desprecio para con la gente corriente, que resulta comprensible que, tras la derrota alemana en 1945, las autoridades de ocupación aliadas prohibieran su puesta en escena alegando su mensaje antidemocrático. Consecuentemente, la obra parece ofrecer posibilidades interpretativas más bien escasas. Es decir, ¿cuáles son las alternativas a representar la obra tal y coómo es, rindiéndose a su halo militarista y antidemocrático? Podemos intentar «extrañar» sutilmente este halo a través de su estetización excesiva; podemos hacer lo que Brecht hizo al reescribirla, desplazando el foco del despliegue de emociones (la rabia de Coriolano, etcétera) al conflicto subyacente de los intereses políticos y económicos (en la versión de Brecht, la muchedumbre y los tribunos no están movidos por el miedo y la envidia, sino que actúan racionalmente en vista de su situación); o, quizá la peor elección, podemos dedicarnos a una lectura pseudofreudiana acerca de la fijación materna de Coriolano y la intensidad homosexual de la relación entre Coriolano y Aufidio. Ralph Fiennes (junto a su libretista John Logan) hizo lo imposible con su versión de 2011, quizá confirmando con ello la famosa afirmación de T. S. Eliot de que Coriolano es superior a Hamlet: salió del círculo cerrado de opciones interpretativas, todas las cuales introducen una posición crítica hacia la figura de Coriolano, y afirmó plenamente al personaje de Coriolano; no como un antidemócrata fanático, sino como una figura de la izquierda radical. La primera decisión de Fiennes fue cambiar las coordinadas geopolíticas de Coriolano: Roma es ahora una ciudad-Estado colonial contemporánea en crisis y declive, y los volscos son rebeldes de una guerrilla izquierdista organizados en lo que podríamos llamar hoy un Estado rebelde. (Podríamos pensar en Colombia y las FARC, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que mantienen un vasto territorio en el sur del país, si las FARC no estuvieran corrompidas por el tráfico de drogas). Esta primera decisión incluye muchos detalles perspicaces, como la decisión de presentar la frontera entre el territorio bajo dominio del ejército romano y el territorio rebelde, lugar de contacto entre los dos lados, como la única rampa de acceso a una autopista, una suerte de puesto de control de la guerrilla. (Se puede soñar un poco más: ¿qué tal aprovechar totalmente el hecho de que la película fue rodada en Serbia, con Belgrado como «la ciudad que se llama a sí misma Roma», e imaginar a los volscos como albaneses de Kosovo y a Coriolano como general serbio que cambia de lado y se une a los albaneses?). La elección de Gerard Butler para el papel de Aufidio, el líder volsco y antagonista de Cayo Marcio (Coriolano), fue especialmente acertada. Puesto que el gran éxito de Butler fue 300 de Zack Snyder, en el que interpretaba a Leónidas, no sería aventurada la hipótesis de que en ambas películas básicamente interpreta el mismo papel: el líder guerrero de un Estado rebelde que combate contra un poderoso imperio. 300, la epopeya de los 300 soldados espartanos que se sacrificaron en las Termópilas para detener la invasión del ejército persa de Jerjes, fue atacada como el peor ejemplo de militarismo patriótico, con claras alusiones a las recientes tensiones con Irán y los acontecimientos de Iraq. ¿Están tan claras las cosas, en todo caso? La película debería ser más bien vehementemente defendida ante estas acusaciones. Es la historia de un pequeño país pobre (Grecia) invadido por el ejército de un Estado mucho más grande (Persia), en ese momento mucho más desarrollado y con una tecnología mucho más avanzada militarmente. ¿No son los elefantes, los gigantes y las grandes flechas incendiarias de los persas la versión antigua del armamento de alta tecnología actual? Cuando el último grupo superviviente de espartanos y su rey Leónidas son asesinados por miles de flechas, ¿no son en cierto modo bombardeados hasta la muerte por tecnosoldados que manejan sofisticadas armas desde una distancia segura, como los actuales soldados norteamericanos que disparan cohetes desde buques de guerra en el golfo Pérsico? Además, las palabras de Jerjes cuando intenta convencer a Leónidas para que acepte la dominación persa decididamente no suenan como las palabras de un fanático fundamentalista musulmán. Intenta seducir a Leónidas para que se someta prometiéndole paz y placeres sensuales si se une de nuevo al Imperio persa global. Todo lo que pide es un gesto formal de arrodillarse, de reconocer la supremacía persa; si los espartanos hacen esto, se les dará autoridad suprema sobre toda Grecia. ¿No es esto lo que el presidente Reagan exigió al gobierno sandinista de Nicaragua? Solo tenían que llamar «¡Tío!» a los EEUU… ¿Y no se retrata la corte de Jerjes como una suerte de paraíso multiculturalista, con múltiples modos de vida? En este caso los espartanos, con su disciplina y espíritu de autosacrificio, se parecen más a los talibanes que defienden Afganistán ante la ocupación norteamericana (o las unidades de elite de la Guardia Revolucionaria iraní, preparados para sacrificarse en el caso de una invasión estadounidense). Perspicaces historiadores han señalado el paralelismo. Este es el texto de cubierta de Persian Fire, de Tom Holland: «En el siglo V a.C., una superpotencia global estaba determinada a llevar el orden y la verdad a lo que consideraba dos estados terroristas. El superpoder era Persia, incomparablemente rica en ambición, oro y tropas. Los estados terroristas eran Atenas y Esparta, ciudades excéntricas en una pobre y montañosa zona marítima: Grecia»[7]. Hacia el final de 300 escuchamos una afirmación que define el programa de los griegos: «contra el reino de la mística y la tiranía, hacia el brillante futuro», más adelante descrito como el gobierno de la libertad y la razón. ¡Suena como un programa ilustrado elemental, incluso con un toque comunista! Recordemos también que al comienzo de la película Leónidas rechaza inmediatamente el mensaje de los corruptos «oráculos», según los cuales los dioses prohíben la expedición militar para detener a los persas; como sabremos después, los «oráculos», que supuestamente recibían un mensaje divino al entrar en trance extático, estaban de hecho al servicio de los persas, precisamente como el «oráculo» tibetano que en 1959 entregó al Dalái Lama el mensaje de abandonar el Tíbet, pero que estaba (como sabemos ahora) a sueldo de la CIA. ¿Y qué hay de la aparente absurdidad de la idea espartana de dignidad, libertad y razón, basada en una extrema disciplina militar, incluyendo la práctica de desechar a los niños débiles? Esta «absurdidad» es simplemente el precio de la libertad; «la libertad no es gratuita», dicen en la película. La libertad no es algo dado de antemano, se gana a través de una dura lucha en la que uno debe estar dispuesto a arriesgarlo todo. La disciplina despiadada de los espartanos no es simplemente el opuesto externo de la «democracia liberal» ateniense; es su condición inherente, sus cimientos: el sujeto libre de la razón solo puede emerger a través de una autodisciplina sin límites. La auténtica libertad no es una libertad de elección realizada a una distancia segura, como elegir entre tarta de fresa o de chocolate; la auténtica libertad se yuxtapone a la necesidad, una auténtica elección libre implica poner la propia existencia en juego; elegir porque uno sencillamente «no puede hacer otra cosa». Si el país de alguien está bajo ocupación extranjera y se le pide que se una a la resistencia, la razón dada no es «eres libre de elegir», sino «¿no ves que esto es lo único que puedes hacer si quieres conservar tu dignidad?». No sorprende que los primeros radicales igualitarios modernos, desde Rousseau a los jacobinos, admiraran a los espartanos e imaginaran la Francia republicana como una nueva Esparta: hay un núcleo emancipatorio en el espíritu espartano de disciplina militar que sobrevive incluso cuando le restamos toda la parafernalia histórica del dominio de clase, la explotación sin piedad de los esclavos, etcétera; tampoco sorprende que en los difíciles años del «comunismo de guerra» Trotsky llamara a la Unión Soviética «la Esparta proletaria». Los soldados no son malos per se; lo que es malo son los soldados inspirados por poetas, los soldados movilizados por una poesía nacionalista. Esto, finalmente, nos trae de vuelta a Coriolano. ¿Quién es el poeta ahí? Antes de que Cayo Marcio (Coriolano) entre en escena, es Menenio Agripa quien pacifica a la furiosa muchedumbre que exige comida. Como Ulises en Troilo y Crésida, Menenio es el ideólogo por excelencia que ofrece una metáfora política para justificar la jerarquía social (en este caso, el gobierno del senado); y en la mejor tradición corporativista, la metáfora es la de un cuerpo humano. Aquí tenemos cómo Plutarco, en su «Vida de Coriolano», vuelve a narrar esta historia, que relató Tito Livio por vez primera: en cierta ocasión los miembros todos del cuerpo humano se rebelaron contra el vientre, y le acusaron de que, estándose él solo ocioso y sin contribuir en nada con los demás, todos trabajaban y desempeñaban sus respectivos ministerios, precisamente por contenerle y satisfacer sus apetitos; y que el vientre se había reído de su simpleza, porque no echaban de ver que si tomaba para sí todo el alimento, era para distribuirlo después y dar nutrición a los demás. Pues de esta misma manera, continuó [Agripa], se conduce con vosotros, ¡oh ciudadanos!, el Senado: porque a vosotros refiere cuantos consejos y negocios se ofrecen y con vosotros reparte cuanto hay de útil y provechoso[8]. ¿Cómo se relaciona Coriolano con esta metáfora del cuerpo y sus órganos, de la rebelión de los órganos contra su cuerpo? Está claro que, sea lo que sea Coriolano, no representa al cuerpo, sino que es un órgano que no solo se rebela contra el cuerpo (el cuerpo político de Roma), sino que lo abandona yendo al exilio; un auténtico órgano sin cuerpo.¿Está Coriolano realmente contra el pueblo? ¿Qué pueblo? Los plebeyos representados por los dos tribunos, Bruto y Sicinio, no son trabajadores explotados, sino más bien una mafia lumpemproletaria, la chusma a sueldo del Estado; y los dos tribunos son sus manipuladores protofascistas; por citar a Kane (el ciudadano de la película de Welles), hablan en nombre de los pobres para que los pobres no hablen por sí mismos. Si uno busca al «pueblo», este está más bien entre los volscos. Miremos más de cerca cómo Fiennes retrata su capital: una ciudad popular modesta en un territorio liberado, con Aufidio y sus camaradas vestidos de guerrilleros mezclándose libremente con la gente corriente, en una atmósfera de relajada festividad, en claro contraste con la rígida formalidad de Roma. De modo que sí, Coriolano es una máquina de matar, un «soldado perfecto»; pero precisamente como tal, como «órgano sin cuerpo», no tiene fidelidad a clase alguna y puede ponerse fácilmente al servicio de los oprimidos, como señaló el Che, un revolucionario debe ser también una máquina de matar: «El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal»[9]. Hay dos escenas en el filme que dan una pista para tal lectura. Cuando, después de su violento estallido en el senado Coriolano abandona la sala dando un portazo, se encuentra en el silencio de un gran pasillo, frente a un viejo y cansado hombre de la limpieza, como si solamente el pobre limpiador pudiera ver quién es ahora Coriolano. La otra escena es un largo retrato de su viaje al exilio, al estilo road-movie, con Coriolano como un solitario viajero, anónimo entre la gente corriente. Es como si Coriolano, obviamente fuera de lugar en la delicada jerarquía de Roma, solo ahora se convierte en lo que es, gana su libertad, y la única cosa que puede hacer para retener su libertad es unirse a los volscos. Lo hace no simplemente para vengarse de Roma; se une a ellos porque pertenece a ellos; solo entre los luchadores volscos puede ser quien es. El orgullo de Coriolano es auténtico, junto con su reluctancia a ser halagado por sus compatriotas o dedicarse a las maniobras políticas; tal orgullo no tiene espacio en Roma, y puede prosperar solo entre los guerrilleros. Al unirse a los volscos, Coriolano no traiciona a Roma por un ridículo sentido de venganza, sino que recupera su integridad. Su único acto de traición acaece al final, cuando, en vez de guiar al ejército volsco a Roma, organiza un tratado de paz sometiéndose a la presión de su madre, la auténtica figura del mal superyoico. Por eso vuelve con los volscos, plenamente consciente de lo que le espera ahí: el merecido castigo por su traición. Y por esto el Coriolano de Fiennes es efectivamente como el ojo de Dios en un icono ortodoxo: sin cambiar una sola palabra en la obra de Shakespeare nos mira específicamente a nosotros, a nuestra situación actual, retratando la figura única de un luchador radical por la libertad. Elaboremos un poco esta idea. Si, como ya hemos destacado a propósito de The Wire, el Weltgeist hegeliano se ha desplazado recientemente del cine hacia la televisión (o, en términos más seculares, si esta es ahora el medio ideológico hegemónico), ¿cómo es que en la televisión predomina la figura del sociópata? Adam Kotsko exploró hace poco toda una panoplia de tales «sociópatas a los que amamos»: mafiosos como Tony Soprano, asesinos en serie como Dexter, agentes antiterroristas torturadores como Jack Bauer, incluso primitivos padres disfuncionales como Homer Simpson[10]. Lo que une a todos estos personajes es que, por la razón que sea (desde la simple satisfacción subjetiva o el deseo de beneficios materiales, hasta proteger el tejido básico de nuestra sociedad) son capaces, sin dudas morales, de suspender las reglas básicas de la empatía y decencia humanas: engañando sin límites, asesinando, torturando, manipulando, humillando, etcétera, a sus prójimos. ¿Cómo interpretar esta extraña fascinación? La respuesta obvia debería ser leerla como un índice del fracaso del vínculo social que mantiene unida nuestra sociedad: esta sociedad obviamente necesita sociópatas para funcionar «normalmente»; solo ellos pueden salvarla, es decir, las reglas de la sociedad deben romperse en nombre de la sociedad misma. Pero el perspicaz análisis de Kotsko da un paso crucial: el problema con estos sociópatas es que no son lo suficientemente sociopáticos; todavía necesitan a la sociedad, y a su propia manera la sirven. En otras palabras, lo que Lacan llama el «gran Otro» sigue operativo, determinando los objetivos que motivan a nuestros héroes sociopáticos (éxito social, riqueza, justicia, salud pública), y también asimila fácilmente los efectos de sus acciones (House y Bauer en realidad salvan muchas vidas, etcétera). Desde la comprensión dialéctica de este punto, Kotsko delinea la idea del sociópata auténtico como un revolucionario social que efectivamente pone en cuestión las coordenadas básicas del gran Otro de la sociedad. Kotsko identifica las características de cada tipo de sociópata: los «planificadores» muestran una suerte de deleite inocente e infantil en sus complots para molestar a sus amigos; los «trepas» muestran una creatividad y disposición excepcionales a la hora de correr riesgos en la persecución despiadada de sus objetivos, los «justicieros» (McNulty, Bauer) están enteramente dedicados a alcanzar un objetivo más importante que su vida cotidiana y la búsqueda de la felicidad. ¿No proporciona la combinación de estas tres características el modelo perfecto de un auténtico revolucionario? Está dispuesto a entregar su vida por la causa; aporta a ella creatividad y una disposición a correr todo tipo de riesgos, y en último lugar pero no menos importante, experimenta un deleite inocente en su actividad, libre de todo rastro de masoquismo sacrificial. En 1929, cuando un periodista preguntó a Stalin qué caracterizaba a un buen bolchevique, su respuesta fue: una combinación de dedicación rusa y espíritu pragmático norteamericano. Hoy, ochenta años después, deberíamos añadir a la lista el deleite inocente: lo que necesitamos es un sujeto que combine la dedicación de Jack Bauer, el espíritu pragmático e inventivo de Stringer Bell, y el deleite inocentemente malicioso de Homer Simpson. [1] Véase Peter Sloterdijk, Repenser l’impôt, París, Libella, 2012. [2] Véase Daniel H. Pink, Drive: The Surprising Truth About What Motivates Us, Nueva York, Riverhead Books, 2009. [3] Citado a partir de Daniel Pink, «Transcript for RSA Animate. Drive: The surprising truth about what motivates us», disponible enhttp://dotsub.com [versión subtitulada en castellano bajo el título «La falacia del incentivo monetario», en youtube.com]. [4] «Foxconn Ups Anti-suicide Drive», www.straitstimes.com. [5] «Foxconn Chief Calls Employees “animals”», www.examiner.com. [6] Karl Marx, Grundrisse, trad. de Martin Nicolaus, Harmondsworth, Penguin, 1973, p. 111. [ed. cast.: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política: Borrador, 1857-1858 (Grundrisse), Madrid, Siglo XXI de España, 1976, volumen 1, p. 32]. [7] Tom Holland, Persian Fire, Nueva York, Doubleday, 2006. [8] Plutarco, Lives of Illustrious Men, Bedford, Clarke and Company, 1887, p. 350 [ed. cast.: Vidas paralelas, trad. de Antonio Ranz Romanillos, Madrid, 1821, cap. VI ]. [9] Ernesto «Che» Guevara, Guerilla Warfare, Lincoln, University of Nebraska Press, 1998, p. 173 [ed. cast. original: «Mensaje a la Tricontinental», revista Tricontinental, 16 de abril de 1967]. [10] Cfr. Adam Kotsko, Why We Love Sociopaths, Alresford, Zero Books, 2012. Un análisis más detallado tendría que incluir los predecesores de tales sociópatas en la literatura y el cine, desde el Tom Ripley de Patricia Highsmith hasta el Hannibal Lecter de Thomas Harris. El año que soñamos peligrosamente Capítulo X Conclusión. Señales del futuro Por lo tanto, ¿cuál es nuestra situación hoy, en 2012? El 2011 fue el año que soñamos peligrosamente, el año del resurgimiento de la política emancipatoria radical en todo el mundo. Ahora, un año después, cada día nos trae nuevas pruebas de cuán frágil e inconsistente fue ese despertar, como prueban los nuevos síntomas de agotamiento: el entusiasmo de la primavera árabe se encuentra bloqueado entre pactos inestables y fundamentalismo religioso; el movimiento Occupy Wall Street está perdiendo impulso hasta tal punto que, en un buen ejemplo de «astucia de la razón», las cargas policiales en el parque Zuccotti y otros lugares de protesta parecen un mal menor que oculta la inminente pérdida de impulso del movimiento. La misma historia se repite en todo el mundo: los maoístas en Nepal parecen superados por las fuerzas monárquicas reaccionarias; el experimento bolivariano de Venezuela está retrocediendo cada vez más hacia un liderazgo populista... ¿Qué debemos hacer en momentos tan deprimentes, cuando los sueños parecen desvanecerse? ¿Acaso la única elección que nos queda es aquella entre el recuerdo nostálgico-narcisista de los momentos sublimes de entusiasmo y la explicación cínica y realista de por qué esos intentos de cambiar la situación estaban inevitablemente destinados al fracaso? Lo primero que hay que decir es que el trabajo subterráneo de insatisfacción continúa: la rabia se acumula y una nueva ola de revueltas se avecina. La relativa y poco natural calma de la primavera del 2012 se ve cada vez más fracturada por tensiones que anuncian nuevas explosiones. Lo que hace la situación tan poco halagüeña es la omnipresente sensación de bloqueo: no hay un camino de salida claro, y la elite dominante está perdiendo claramente su capacidad de control. Más perturbador aun es el hecho obvio de que la democracia no está funcionando: tras las elecciones en Grecia y España, persiste la misma frustración. ¿Cómo debemos leer las señales de esta rabia? En su Libro de los pasajes, Walter Benjamin cita al historiador francés André Monglond: «El pasado ha dejado tras de sí en los textos literarios imágenes comparables a las que la luz imprime sobre una placa sensible. Solo el porvenir posee reveladores lo suficientemente activos como para poner perfectamente de manifiesto tales clichés»[1]. Acontecimientos como las protestas de Occupy Wall Street, la primavera árabe, las manifestaciones en Grecia y España, etcétera, deben ser leídas como tales señales del futuro. En otras palabras, debemos darle la vuelta a la perspectiva historicista habitual, que comprende un acontecimiento a través de su génesis y contexto. Los estallidos emancipatorios radicales no pueden ser comprendidos de este modo: en vez de analizarlos como parte del continuo histórico de pasado y presente, deberíamos añadir la perspectiva del futuro, tomándolos como fragmentos limitados, distorsionados (a veces incluso pervertidos) de un futuro utópico que yace durmiente en el presente, como su potencial oculto. Según Deleuze, en Proust «las personas y las cosas ocupan un lugar en el tiempo que es inconmensurable con el que tienen en el espacio»: la famosa magdalena está aquí en su lugar, pero no en el tiempo que le es propio[2]. De modo similar, deberíamos aprender el arte de reconocer, desde una posición subjetiva políticamente comprometida, elementos que están aquí, en nuestro espacio, pero cuyo tiempo es el futuro emancipado, el futuro de la Idea comunista. Sin embargo, al tiempo que debemos aprender a ver tales señales, hemos de ser también conscientes de que lo que estamos haciendo ahora solo será legible una vez que el futuro esté aquí, de modo que no debemos poner demasiada energía en una desesperada búsqueda de un «germen del comunismo» en la sociedad actual. Lo que se necesita, por tanto, es un equilibrio delicado entre leer las señales provenientes del (hipotético) futuro comunista y mantener la apertura radical de ese futuro: la apertura por sí sola lleva a un nihilismo «decisionista» que nos empuja a saltar al vacío, mientras que tomar las señales del futuro como algo seguro sucumbe a la tentación de la planificación determinista (sabemos cómo será el futuro y, desde la posición de un metalenguaje de algún modo situado al margen de la historia, simplemente tenemos que llevarlo a cabo). Sin embargo el equilibrio que deberíamos buscar no tiene nada que ver con algún tipo de prudente «justo medio» que evite ambos extremos («conocemos a grandes rasgos la forma que tendrá el futuro hacia el que nos dirigimos, pero debemos permanecer siempre abiertos ante contingencias imprevisibles»). Las señales del futuro no son constitutivas sino regulativas en el sentido kantiano; su condición está mediada subjetivamente, esto es, no son discernibles a partir de ningún estudio de la historia neutral y «objetivo», sino solo desde una posición comprometida políticamente; seguirlos implica una apuesta existencial, en el sentido de Pascal. En este punto, nos enfrentamos aquí con una estructura circular que podríamos ilustrar con una historia de ciencia ficción que se desarrollara dentro de dos siglos, en un momento en el que sería posible viajar en el tiempo: un crítico de arte, fascinado por la obra de un pintor del Nueva York de nuestra época, decide viajar atrás en el tiempo para conocerle. Descubre que el pintor es un mezquino alcohólico que llega incluso a robarle la máquina del tiempo y huir con ella al futuro. Abandonado a su suerte en nuestra época, el crítico de arte pinta todos los cuadros que le fascinaron en el futuro y le llevaron a viajar al pasado. De un modo similar, las señales comunistas del futuro vienen de un lugar que se hará efectivamente real solo si seguimos estas señales; en otras palabras, son señales que, paradójicamente, preceden a aquello de lo que son señales. Recordemos el motivo pascaliano del deus absconditus, un «dios oculto» discernible solo para aquellos que le buscan, que se comprometen con el camino de su búsqueda: Dios ha querido rescatar a los hombres y ofrecer la salvación a aquellos que la busquen; pero los hombres se han hecho tan indignos de ello que es justo que Dios niegue a algunos, que se han vuelto tan duros de corazón, lo que concede a otros por una misericordia que no les es debida. Si Él hubiera querido superar la obstinación de los más endurecidos, lo hubiera podido hacer, descubriéndose tan manifiestamente a ellos que no hubieran podido dudar de la verdad de su esencia; como aparecerá en el último día, con un tal fulgor de rayos y un tal cambio en la naturaleza que los muertos resucitarán y los ciegos verán. No ha querido aparecer de esta manera en su advenimiento de dulzura; porque tantos hombres se hacen indignos de su clemencia, ha querido dejarlos en la privación del bien que no quieren. No era, pues, justo que apareciera de una manera manifiestamente divina y absolutamente capaz de convencer a todos los hombres, pero no era justo tampoco que viniera de un modo tan oculto que no pudiera ser reconocido por aquellos que le buscaran sinceramente. Ha querido hacerse perfectamente cognoscible a estos, y así, queriendo mostrarse al descubierto a los que le buscan de todo corazón, y oculto a los que le huyen de todo corazón, ha moderado su conocimiento, de suerte que ha dado señales visibles de Sí a los que Lo buscan y no a los que no Lo buscan. Hay la suficiente luz para los que no desean sino ver, y suficiente oscuridad para los que tienen una disposición contraria. (Pensamientos, 430) Dios nos da estas señales bajo la apariencia de milagros, razón por la cual aparecen como esta mezcla de luz y oscuridad: los milagros no son visibles como tales para cualquiera, sino solo para los creyentes; los no creyentes escépticos (a los que Pascal se refiere como libertinos en el sentido típico del siglo XVII, opuesto al significado moral que se le dio al término libertinaje en el siglo XVIII) pueden desecharlos fácilmente como fenómenos naturales, considerando a aquellos que creen en ellos víctimas de la superstición. Pascal, por lo tanto, admite abiertamente una suerte de círculo hermenéutico bajo la forma de interdependencia de milagros y «doctrina» (de la Iglesia): «Regla: hay que juzgar la doctrina por los milagros, hay que juzgar los milagros por la doctrina. Todo esto es verdadero, pero no se contradice» (Pensamientos, 842). Quizás podamos aplicar aquí la fórmula de Kant de la relación entre razón e intuición: la doctrina sin milagros es estéril e impotente; los milagros sin doctrina son ciegos y carentes de sentido. Su interdependencia, por lo tanto, no es simétrica: «Los milagros son para la doctrina, y no la doctrina para los milagros». En términos de Badiou, «milagro» es el nombre que Pascal da al Acontecimiento, una intrusión de lo imposible Real en nuestra realidad cotidiana que momentáneamente suspende toda conexión causal; sin embargo, solo aquellos que adoptan una posición subjetiva comprometida, los sujetos que «desean ver», son quienes pueden identificar realmente un milagro[3]. Muchos marxistas perspicaces han advertido cómo este tema pascaliano, lejos de suponer una regresión a la teología oscurantista, apunta a la noción marxista de una teoría revolucionaria cuya verdad es discernible solo desde una posición comprometida y de clase. ¿No estamos hoy exactamente en la misma situación respecto al comunismo? Los tiempos del «comunismo revelado» han acabado: ya no podemos por más tiempo fingir o actuar como si la verdad comunista estuviera aquí para que todo el mundo la viera, accesible al análisis histórico neutral y racional; no hay un «gran Otro» comunista, ninguna necesidad o teleología histórica superior que guíe y legitime nuestros actos. En tal situación, loslibertinos de hoy (escépticos historicistas posmodernos) pueden medrar, y el único modo de contrarrestar su aumento y de afirmar la dimensión del Acontecimiento (de la Verdad eterna) en nuestra época de contingencia es practicar una suerte de comunismo absconditus. Lo que define al comunista de hoy es la «doctrina» (teoría) que le permite discernir en (la versión contemporánea de) un «milagro» (digamos, un acontecimiento inesperado como la revuelta de la plaza Tahrir) su naturaleza comunista, leerlo como un signo del futuro (comunista). (Para un libertino, desde luego, tal acontecimiento sigue siendo el confuso resultado de las frustraciones e ilusiones sociales, un estallido que probablemente lleve a una situación incluso peor que aquella contra la que reaccionaba). Y de nuevo este futuro no es «objetivo»; llegará a ser solo a través del compromiso subjetivo que lo sostiene. Quizás debamos darle la vuelta al reproche habitual sobre lo que queremos y lo que no queremos: lo que queremos (a largo plazo, al menos) está básicamente claro; ¿pero sabemos realmente lo que no queremos, es decir, a qué estamos dispuestos a renunciar de nuestras «libertades» actuales? ¿Queremos café, pero lo queremos sin leche o sin crema? (¿Sin Estado? ¿Sin propiedad privada? Etcétera). Aquí es donde deberíamos seguir decididamente a Hegel, cuya apertura hacia el futuro es negativa, articulada sobre la limitación expresada en afirmaciones como el famoso «no se puede saltar por encima del propio tiempo» de su Filosofía del derecho. No sorprende que Hegel formulara esta misma limitación a propósito de la política: como comunistas, debemos abstenernos de cualquier intento de imaginar concretamente la futura sociedad comunista. Recordemos las escépticas palabras de Cristo en Mc 13, 19 contra los profetas de la condenación: «Si alguno os dijere: He aquí o allí al Mesías, no le creáis. Porque se levantarán falsos mesías y falsos profetas y harán señales y prodigios para inducir al error, si fuere posible aun a los elegidos. Pero vosotros estad sobre aviso»[4]. Debemos observar los signos del Apocalipsis, recordando que el sentido abierto de este término en griego, apokálipsis («levantar el velo» o «revelación»), es el desvelamiento de algo oculto para la mayoría de la humanidad en una era dominada por la falsedad y la confusión. Dada esta radical heterogeneidad de lo Nuevo, su llegada no puede sino causar terror y desconcierto; recordemos el famoso lema de Heiner Müller: «el primer semblante de lo nuevo es el espanto». O como dijo Séneca hace casi dos mil años: «Et ipse miror vixque iam facto malo / potuisse fieri credo» («Ya hecho el mal, apenas creo que pudo ser hecho» [Medea, 883]). Así es como reaccionamos al Mal radical: es real, pero todavía se lo percibe como imposible. ¿Pero no vale lo mismo para todo lo que es realmente Nuevo? ¿Y el tono apocalíptico que a menudo percibimos hoy, especialmente después de que haya ocurrido alguna nueva catástrofe? La paradoja final aquí es que el catastrofismo excesivo de hoy (el mantra de que «el fin del mundo está cerca») es en sí mismo un mecanismo de defensa, un modo de ocultar los auténticos peligros, de no tomarlos en serio. Por esto es por lo que la única respuesta apropiada a un ecologista que intenta convencernos de la amenaza inminente es que el auténtico objetivo de su desesperada admonición es su propia no creencia. Consecuentemente, nuestra respuesta debería ser algo como «No te preocupes, ¡la catástrofe llegará seguro! Lo imposible ya está acaeciendo a nuestro alrededor; pero espera pacientemente, no sucumbas a apresuradas extrapolaciones, no te recrees en el perverso placer de pensar: ¡Ya llegó! ¡El momento terrible ha llegado!». En la ecología, esta fascinación apocalíptica toma muchas formas diversas: el calentamiento global nos ahogará a todos en un par de décadas; la biogenética significará el fin de la ética y responsabilidad humanas; las abejas pronto morirán y le seguirá la hambruna global… Tómate estas amenazas seriamente, sí, pero no te dejes seducir por ellas o te regodees en el falso sentimiento de culpa y reparación a los que invitan («¡Ofendimos a la Madre Tierra, así que tenemos lo que nos merecemos!»). En vez de ello, mantén la cabeza fría y… «mantente alerta»: Estad alerta, velad, porque no sabéis cuándo será el tiempo. Como el hombre que parte de viaje, al dejar su casa, encargó a sus siervos a cada uno su obra, y al portero le encargó que velase; velad, pues, vosotros, porque no sabéis cuando vendrá el amo de la casa, si por la tarde, si a medianoche, o al canto del gallo, o a la madrugada, no sea que, viniendo de repente, os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad. (Mc 13, 32) ¿Velar y mantenerse atentos… a qué? Como ya hemos visto, la izquierda entró en un periodo de crisis profunda; la sombra del siglo XX todavía pende sobre ella, y no se ha asumido el alcance total de la derrota. En los años del capitalismo próspero, era fácil para la izquierda ser una Casandra, advirtiendo de que nuestra prosperidad se basaba en espejismos y profetizando catástrofes por venir. Ahora el declive económico y la desintegración social que estaba esperando la izquierda están aquí; las protestas y revueltas surgen por todo el globo. Lo que está notoriamente ausente, sin embargo, es una respuesta de izquierdas y consistente a estos acontecimientos, un proyecto de cómo transponer islas de resistencia caótica a un programa positivo de cambio social: «Cuando una economía nacional entra en crisis en el actual orden global entrelazado, ¿qué podría decir cualquiera (a un nivel detallado y serio) en defensa de un “socialismo en un solo país” o incluso de un “capitalismo, parcialmente desconectado, de un falso Estado-nación y no guiado por el capital financiero?». T. J. Clark ve la razón de esta incapacidad para actuar en el «futuralismo» de la izquierda, en su orientación hacia un futuro de emancipación radical; debido a esta fijación, la izquierda está inmovilizada «por la idea de que debería emplear su tiempo en leer las entrañas del presente para adivinar los signos de catástrofe y salvación», esto es, continúa confiando «en alguna multitud de terracota esperando el momento de salir marchando de la tumba del emperador». Debemos admitir la parte de verdad en esta simplificada y desalentadora visión, que parece socavar la misma posibilidad de un Acontecimiento político auténtico: quizás deberíamos renunciar efectivamente al mito de un Gran Despertar; el momento en el que (si no es la vieja clase obrera, entonces) una nueva alianza de los desposeídos, la multitud o lo que sea, reunirá sus fuerzas y generará una intervención decisiva. Entonces, ¿qué ocurre si renunciamos radicalmente a esta posición de expectación escatológica? Clark concluye que debe admitirse la visión trágica de la vida (social): no hay un (gran y brillante) futuro. El «tigre» del sufrimiento, la maldad, y la violencia está aquí para quedarse y, en tales circunstancias, la única política razonable es la política de la moderación que intenta contener al monstruo: «una política realmente dirigida, paso a paso, fracaso a fracaso, a evitar que el tigre salte sobre nosotros sería lo más moderado y revolucionario que ha habido». Practicar tal política provocaría una respuesta brutal de aquellos en el poder y disolvería los «límites entre organización política y resistencia armada». De nuevo, la parte de verdad en esta propuesta es que, a menudo, una demanda estratégicamente bien planteada y precisa, pero «moderada», puede activar una transformación global; recordemos el «moderado» intento de Gorbachov de reformar la Unión Soviética, que resultó en su desintegración. ¿Pero es esto todo lo que debería decirse (y hacer)? Hay en francés dos palabras para «futuro» que no pueden expresarse adecuadamente en inglés: futur y avenir. Futur es el «futuro» como continuación del presente, como la plena actualización de tendencias ya existentes; mientras que avenirapunta más hacia un corte radical, una discontinuidad con el presente; avenir es lo que está «por venir» (à venir), no solo lo que será. En otras palabras, en la situación apocalíptica global de hoy en día, el horizonte final del futuro es lo que Jean-Pierre Dupuy llama el «punto fijo» distópico, el grado cero de derrumbe ecológico, de caos social y económico global; incluso si este es indefinidamente pospuesto, este grado cero es el «atractor» virtual hacia el que nuestra realidad tiende, de ser abandonada a su propio funcionamiento. El modo de combatir la catástrofe es a través de actos que interrumpan este deslizamiento hacia el «punto fijo» catastrófico y que tomen en sus manos el riesgo de dar nacimiento a una nueva y radical Otredad «por venir». Podemos ver ahora cuán ambiguo es el eslogan «no future»: a un nivel más profundo no designa el cierre, la imposibilidad del cambio, sino aquello por lo que deberíamos luchar; romper el agarre del «futuro» catastrófico y con ello abrir un espacio para algo Nuevo «por venir». Basándonos en esta distinción, podemos identificar el problema en Marx (así como en la izquierda del siglo XX): no es que Marx fuera demasiado utópico en sus sueños comunistas, sino que el comunismo era demasiado «futural». Lo que Marx escribió acerca de Platón (la República de Platón no fue una utopía, sino una imagen idealizada de la sociedad existente en la antigua Grecia) vale para el propio Marx: lo que Marx concibió como comunismo siguió siendo una imagen idealizada del capitalismo, capitalismo sin capitalismo, esto es, autorreproducción expandida sin beneficios ni explotación. Por esto deberíamos retornar de Marx a Hegel, hacia la visión «trágica» de Hegel en la que el proceso social no proporciona ninguna teleología oculta que nos guíe, donde cada intervención es un salto hacia lo desconocido, donde el resultado siempre frustra nuestras expectativas. Todo aquello de lo que podemos estar seguros es que el sistema existente no puede reproducirse indefinidamente: sea lo que sea que venga después, no será «nuestro futuro». Una nueva guerra en Oriente Próximo o un caos económico o una catástrofe ambiental extraordinaria pueden cambiar repentinamente las coordenadas básicas de nuestra situación. Debemos aceptar plenamente esta apertura, orientándonos a partir de nada más que ambiguos signos del futuro. [1] Walter Benjamin, The Arcades Project, Cambridge, Belknap Press, 1999, p. 482 [ed. cast.: Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005, p. 484]. [2] Gilles Deleuze, Cinema 2: The Time-Image, Minneapolis, Minnesota University Press, 1989, p. 39 [ed. cast.: La imagen-tiempo: estudios sobre cine 2, Buenos Aires, Paidós, 1987]. Con todo el respeto hacia el genio de Marcel Proust, cuando uno lee acerca de su modo de vida (pasando la mayor parte del día en una habitación en penumbra, durmiendo la mayor parte del tiempo, dependiendo de su mayordomo) es difícil resistir el placer de imaginarle condenado por un gobierno de trabajadores a pasar uno o dos años en un campo de reeducación, donde sería forzado a levantarse a las cinco de la mañana, lavarse con agua fría, y después, tras un escaso desayuno, trabajar la mayor parte del día excavando y transportando tierra, con las tardes dedicadas a escribir confesiones y cantar himnos políticos en un coro. [3] Respecto a la relevancia del deus absconditus de Pascal para la noción de transferencia en psicoanálisis, véase Guy Le Gaufey, L’objet a,París, EPEL, 2012. [4] También traducido en inglés como Watch: «Pero vosotros, observad».