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Historias
Cuadernos de Seguridad
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Sírveme en la copa rota
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abardina gris en mano, pañuelo junto a la solapa y sombrero bien calado,
Dashiell no se preocupa por escapar a los estereotipos de su época y tan
solo ingresa a la cantina de su amigo Marcus con la certeza de que allí
poco podrá producir. Una sonrisa cómplice al dirigirse a la barra y un pedido
que suena a burla: “Camarada, lo de siempre”. Hace cerca de ocho años que
no se consigue alcohol legal salvo en las historias que él escribe. Baltimore,
como Filadelfia, Nueva York o San Francisco, está mentirosamente seca.
Tras unas cuantas horas de callada contemplación Dashiell pide otra ronda
e insiste con garabatear una aventura que tal vez Black Mask esté interesada
en publicarle. No obstante, eso poco le preocupa puesto que apenas si piensa
en darle forma definitiva a la figura de su ansiado detective. Su café vuelve a
enfriarse mientras observa la dudosa entrada por la puerta trasera de unos
cuantos pesados barriles. No han de ser siquiera las cinco de la tarde pero la
luz se ha desvanecido momentáneamente en la taberna. Es la hora del abastecimiento y los intocables cargamentos van y vienen para beneficio de las mafias organizadas, satisfacción de los bebedores desatendidos y provecho de los
miles de escritores y cineastas que harán de esta historia miles de historias.
Dashiell Hammett se muestra esbelto como una cigüeña. Flaco y alargado,
ostenta sin embargo una barriga que amenaza con crecer al paso del tiempo.
Su prolijo bigote refina tenuemente la piel de una cara que está curtida como
su dueño mismo. La elegancia en el vestir no logra esconder una personalidad dura que se ha forjado en amarraderos y estaciones de ferrocarril. Dashiell es un gran observador. Siempre lo ha sido. En un mundo literario que
augura malos tiempos, tal vez peores que los vividos en la segunda década
del siglo, él no se asemeja a nadie en la forma de describir las contradicciones de un país condenado al quiebre.
Transcurre el año 1928 y la Ley Seca impuesta a todo lo ancho de los
Estados Unidos es una de las medidas más ineficaces que se hayan visto.
Las mafias proliferan por doquier y su halo de corrupción alcanza a todos
los estamentos. Políticos, periodistas y policías, tres grandes Pes que todo lo
apañan y todo lo permiten. Tres grandes poderes en defensa de su paga.
Los años mozos
Muchos fueron los trabajos de Dashiell Hammett a lo largo de su juventud.
Nacido en 1894, comenzó a los trece años, y luego de dejar la escuela, como
mensajero en los ferrocarriles de Ohio. Fue mozo de estación, dependiente y
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obrero en una fábrica de conservas, entre tantos otros oficios. De cualquier
manera, su trabajo más redituable sería el de detective privado en la Agencia Nacional de Pinkerton. Del arduo aprendizaje de aquellos años el escritor
norteamericano sacaría todo lo necesario para sus futuras novelas.
Desde las primeras horas, su estadía en la Agencia Pinkerton estuvo ligada a las enseñanzas de James Wright, jefe y supuesto inspirador de uno de
los personajes más significativos de sus novelas. De lenguaje soez y pocas
pulgas, este hombre bajo y macizo se convertiría en una figura especial para
Hammett y que si no es representada por el mismo Agente de la Continental
al menos se le asemeja bastante. Con él como mentor, poca dificultad tuvo
para adentrarse y recorrer los turbios mundos del hampa y la policía.
Para junio de 1918 Dashiell estaba cansado de su rutina diaria y decidió
entonces alistarse en el ejército e inmiscuirse en el desenlace de la Primera
Guerra Mundial. Una vez dentro de la Armada fue asignado al cuerpo de
ambulancias pero no fue mucho el tiempo que pudo durar allí. No sin cierta
ironía, esta parte de la historia encuentra a nuestro protagonista dejando la
guerra tras volcar una ambulancia que iba repleta de heridos. Aunque nunca se supo con seguridad si quien conducía iba borracho o no, el historial de
Hammett lo condenaría, cuanto menos, a la duda eterna. Por demás, los primeros brotes de una tuberculosis que siempre lo tuvo a maltraer ayudaron a
que su salida fuera inmediata.
La nueva década
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Pero perdamos de vista momentáneamente la vida de nuestro amigo escritor... Al fin y al cabo la década del 20 en los Estados Unidos nos muestra un
paisaje despojado de los horrores propios de un mundo destrozado. La guerra se ha ganado y ahora, aquí, por donde quiera que uno camine encuentra
felicidad, confianza, diversión y novedad.
Es un día soleado de agosto y el Gran Gatsby pasea por una avenida que
podría llamarse Evergreen o algo por el estilo. Mientras observa los lujosos
automóviles con los que el exitoso Henri Ford inunda las calles parece sonreír porque no ha visto en las cuadras que lleva caminadas una mansión tan
grande y tan bella como la que sus secretos negocios construyeron durante
el período bélico. Allí recibirá por la noche a decenas de invitados que apenas conoce pero que se beberán hasta la última gota.
Son ciertamente demenciales los años locos. Al ritmo de Duke Ellington,
Louis Armstrong y Josephine Baker se danza en los clubes de jazz, en los
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cabarets y en las fiestas de Gatsby. Los bailes se vuelven sensuales porque
la vida se vuelve sensual. La liberalización no es un cuento y los ritmos
que asustan a los clásicos hasta se escuchan por un sorprendente aparato
bautizado como radio. La mujer osa fumar, vestir pantalones largos y hasta
incluso divorciarse. El placer y el confort son los ejes de una nueva vida
americana.
Y sin embargo todos saben que el Gran Gatsby no es ingenuo. Scott Fitzgerald no pudo inventarlo simplemente frívolo. A algo tiene que deberse esa
melancolía que lo circunda, esa depresión que le aflora y esa inseguridad
que en realidad es fuerte convicción de que todo está lejos de estar bien.
¿Dónde compra el alcohol que con descaro absorben sus desconocidos invitados? ¿Cuántos construyen las mansiones que pocos habitan? ¿Quiénes
ensamblan los autos que todos compran?
No es muy fácil, en todo caso, explicar cómo es que en un país empujado
por una ola de liberalización social, sexual, cultural, y que se expande sobre
las bases de una gran confianza y una fuerte economía, pueda triunfar una
medida tan conservadora como la Ley Seca.
Tómate esta botella conmigo
–No puedo superarlo, doctor. (Cada vez más rápido) Todavía sueño con esa
noche y le juro que se me eriza la piel, me tiembla el corazón, me laten las
piernas, me da vueltas la cabeza. Me despierto y grito. Aúllo.
–Cálmese, John, cálmese. Recuerde que está aquí, en mi consultorio. (Pausa)
¿Desea usted una copa?
–Por favor. (Bebe mientras seca sus lágrimas. El vaso se tambalea entre sus
dedos y la mirada de pavor no se desdibuja) Nunca podré superarlo, doctor.
(Grita, enloquece, llora) Me zumban los oídos, extraño a mi abuelo, se me
revuelve el estómago, mis manos, mi…
–(Desencajado) ¡Basta, O’Brian, por Dios! No puedo soportarlo más. ¡Basta,
maldito imbécil! Usted ha arruinado años de profesión. Mi paciencia ha
sido desbordada por su insufrible lloriqueo. ¡Inútil! (Enfático ante una mirada estupefacta) Maldigo el día en que usted llegó a mí, así como el día en
que alguien dio a su padre la libertad de quedarse, así como el triste año
en que su abuelo y otros miles de malditos irlandeses fueron puestos como
perros en aquel barco para ser lanzados hacia aquí. (Bebe y llora junto a
O’Brian)
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Esta vulgar escena no podía sino repetirse cada martes en el consultorio de
uno de los psicólogos más lúgubres de Boston. Tal vez John O’Brian exagerara en las consecuencias de la trágica medianoche del 17 de enero de 1920.
Pero en todo caso, quién podría juzgarlo. Ese día, una de las tradiciones más
antiguas de su familia le había sido expropiada. No es que emborracharse
hasta perder la compostura y hacer el ridículo frente a sus compatriotas le
diera mucho orgullo. Pero ese era su derecho, ganado con el sudor de su
frente y las de los padres fundadores de la sociedad norteamericana. Sentimientos aparte, esa noche, el cantinero había dicho no.
La Enmienda 18 a la Constitución de los Estados Unidos puso fin a la importación, exportación, fraccionamiento, trasporte, venta y elaboración de
todo tipo de bebida alcohólica. La Prohibición, como empezó a conocérsela,
creó una restricción inaudita para un país que justamente se caracterizaba
por el avance hacia un nuevo espectro de mentalidades. La contradicción,
sin mucha demora, se hizo evidente. Es cierto que antecedentes para tal
medida existían de sobra pero, sin duda, quienes lograron su aprobación lo
hicieron en el momento menos esperado.
¿Quiénes son los que cercenan mi libertad y amputan mis tradiciones?, se
preguntaba derrumbado John O’Brian. Pues no eran ni más ni menos que los
herederos de una encarnizada lucha proveniente de las épocas posteriores
a la Guerra de Secesión. Ese extremo espíritu puritano había nacido con la
fracasada Ley de los 15 Galones y promovía una gran reforma social que alcanzara a todos los ámbitos. Los impulsores de la veda en 1920 fueron quienes habían podido sobrevivir a largos años de reveses: la Unión Femenina de
Abstinencia Cristiana y la Liga Antitaberna.
Ni el cine ni la televisión podrían llevarlos a la pantalla como superhéroes.
Aún así, sus integrantes se convertirían en los líderes de una cruzada contra
el combustible del mismísimo diablo.
Hecha la ley hecha la trampa
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Antes de preguntarse mucho sobre cuál era la legitimidad de la norma, el grado
de aprobación general o el objetivo político de semejante experimento es imprescindible decir que su poder de acción fue nulo. Las formas de violar el mandato eran múltiples y la mayoría de la población no puritana apelaba al ingenio,
a la corrupción o a una combinación de ambas para alcanzar su cometido.
Un mundo subterráneo, clandestino, nació por aquellos días. Miles y miles
de urgentes bebedores pasaron a dedicarse a la producción artesanal de sus
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bebidas: el gin de la bañera solía ser uno de los éxitos de la temporada. La
mezcla de alcohol y químicos que pocos sabían manejar producía unos tragos que enloquecían e intoxicaban.
Algo más divertido era acceder a una taberna encubierta donde se disfrutaba de rico scotch o fresca cerveza mientras algún virtuoso improvisaba un
nuevo ritmo. Las menos de las veces se asistía a una redada policial donde el
show y la gresca justificaban la noche.
En ese contexto, más rentable que fabricar autos o vender teléfonos resultaba contrabandear licores y producir ilegalmente todo tipo de brebajes. El
imperio mafioso y criminal no tardaría mucho en constituirse. Cada ciudad
norteamericana contaba con un circuito de bares clandestinos que eran proveídos y defendidos por las huestes opuestas a la ley. Demás está decir, que
no solo se oponían a la Ley Seca. Cinco años después de que fuera implantada la Prohibición, en el país había alrededor de 100 mil bares ilegales.
Otra vez, el cine y la televisión se encargaron con el paso de los años de
moldear los estereotipos de la época. No hace falta pensar demasiado en
quiénes llevaban a cabo esas producciones para saber cuáles eran más reales y cuáles estaban más cercanas al mito. En este sentido, Eliott Ness, triste
recaudador de impuestos, se vio claramente favorecido por la magia de la
pantalla chica. Si la brillante serie que lo hizo famoso no había sido suficiente, los dones del otrora talentoso Brian De Palma volvieron a pintarlo como
un titán de la justicia.
Pero no se trata aquí de quitarle protagonismo a las fuerzas de ley sino
simplemente de observar que fue la práctica del contrabando la que proliferó sin obstáculos. Para ello era necesaria tanto la complicidad de las autoridades policiales como la de muchos miembros del Congreso y ciertos
funcionarios federales. En la vereda de enfrente, el romántico ejemplo de los
ejércitos del mal sería por siempre el archiconocido gángster Alphonse Gabriel Capone. Iniciado en Brooklyn pero exitoso en Chicago, Al se convertiría
en la estrella del crimen durante los años 20. Aunque debió terminar sus
días exiliado en Miami tras 9 años en Alcatraz, no sería una locura afirmar
que quizás y bien pronto llegará la hora en que se reconozca que los únicos
intocables por aquellos días eran sus negocios.
¿Prohibido prohibir?
El saldo negativo de la instauración de la Ley Seca ha sido siempre innegable. Apenas derogada la medida –a través de la Enmienda 21 el Congreso
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puso fin a la Prohibición en diciembre de 1933– pudieron conocerse las estadísticas de 13 años no tan felices. De 1920 a 1930, por ejemplo, los homicidios aumentaron cerca de un 80% con respecto a la década previa y la
persecución del delito, que algún efecto tuvo, hizo incrementar los convictos
federales en un 560%.
Pese a todo, tal vez las peores consecuencias del fundamentalismo puritano no fueron el auge de un imperio mafioso y la complicidad del poder político, ya de por sí suficientemente malas. La destrucción de miles de empleos
y la generalización de una violencia atroz que se fue expandiendo a distintos
estamentos de la sociedad demostraron la enorme ineficacia de aquella política. Para combatir al crimen organizado el Gobierno Federal había puesto
en acción a 1500 agentes abstemios que solo consiguieron detener un 5% del
contrabando de licores.
A modo de triste conclusión, podemos afirmar que la desastrosa providencia generó miles de ciudadanos dispuestos a desobedecer la ley, organizó
las diferentes milicias del hampa en connivencia con autoridades políticas y
policiales y terminó por aumentar el consumo de alcohol por habitante. Buscar cualquier tipo de semejanzas a esta situación sería un acto de... Lejos de
toda osadía, falta entonces preguntarse si la mejor forma de erradicar una
práctica cualquiera es la prohibición. No es éste el lugar para responder a
tan antiguo problema, no obstante algo es seguro: muchos años han pasado
desde entonces y nuevos métodos deben haberse encontrado.
Alguien hizo crack
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“¡Madre Santa!”, le hubiera dicho Dupin a Watson si todavía vivieran, “en
mi época no era tan complicado resolver un caso”. Y ciertamente no debía
serlo, por más que un orangután poco racional que no se llamaba Edgar
fuera el asombroso autor de los crímenes de la calle Morgue. “En definitiva
la carta estaba sobre el escritorio”, sellan la digresión Spade y su mirada
socarrona.
La mudanza de elegantes salones ingleses a sucios callejones y bares de
mala muerte no es un mero cambio de contexto espacial o artístico. Por el
contrario, significa el arribo a una nueva forma literaria, a un tipo de novela
que se caracterizará por su condición estrictamente social. Bosquejado en
las revistas Pulp como Black Mask o Detective Fiction, el policial negro nacerá entonces con la asistencia de Dashiell Hammett y su estilo será el de un
exacerbado realismo.
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El lenguaje duro, la descripción de mundos corruptos (el callejero, el del
hampa) y la acción constante serán su declaración de principios. Este nuevo
género transcurre en la verdadera comunidad norteamericana que se esconde detrás de la feliz frivolidad. A diferencia del policial clásico inglés, muestra que el delito no es una eventualidad en una sociedad perfecta. El crimen
no es un hombre desquiciado, un animal suelto o un infortunio del azar. En
este caso el crimen es la esencia. No hay misterio que develar o culpable que
detener. Se trata simplemente de sobrevivir en ciudades envenenadas donde
ni siquiera los que mueren son inocentes.
Aunque pueden hallarse augurios de la gran catástrofe en la llamada Generación Perdida (Faulkner, Steinbeck, Hemingway, Dos Passos) y en el mismo Hammett, el quiebre de la sociedad norteamericana solo se hará visible
por completo con la llegada del crack bursátil de 1929. En apenas tres años
cerraron sus puertas cinco mil bancos, ejércitos de inversores fueron a la
ruina y volaron desde sus balcones, el desempleo creció de manera brutal
ayudado por el paro total de la industria y la construcción, y el hundimiento
del sector agrícola terminó por agravar todo. Los homeless que podían imaginarse ocultos tras las sombras de las bellas mansiones salieron a las calles
con sus ollas populares. Huelgas, piquetes, manifestaciones, toda la violencia
social junta pudo verse, por fin, abiertamente.
Fama
Mientras tanto, en apenas un lustro Dashiell lanzó al mercado su entera producción novelística. Cosecha Roja, la primera y tal vez más maravillosa de sus
obras, pintó en 1929 el devenir cotidiano de aquel presente corrupto. Poisonville (algo así como ciudad envenenada) es la cuna de un sangriento choque
entre bandas rivales que manejan todo. El agente de la Continental, que se
dirige allí para solucionar un caso puntual, se encuentra intentando restablecer el orden con un accionar tan brutal como el del peor de los asesinos.
Insistiendo en el ámbito celuloide, podríamos comentar que aunque la
mayor celebridad que supo conseguir un picahielos se debió a la temeraria
figura de Sharon Stone, Cosecha Roja presenta una antológica escena con el
mismo instrumento como protagonista, que bien podría eclipsar a aquella
de la esbelta blonda. Esta novela, en definitiva, muestra como pocas la naturaleza misma del nuevo género policial: acción y traición constantes, tiros
y sangre, piñas y besos, y un detective solitario y melancólico que sopesa sin
cavilar honor y paga.
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Pero si de bajos instintos hablamos, pocos sentimientos tan bajos como los
de Sam Spade, personaje principal de varios relatos de Hammett, entre ellos
de su novela más conocida. El halcón Maltés (1930) narraba las peripecias
de una serie de bandidos para obtener la estatuilla que los Caballeros de la
Orden de Malta habían obsequiado al emperador Carlos V en 1530. Adaptada al cine por John Houston, el carisma de Humphrey Bogart haría recorrer
esta historia por todo el mundo. Una vez más, la imagen es la de un héroe
fracasado, que hasta decide entregar a la chica que debería proteger.
Para 1934 los días de escritura estaban terminados. Después de cuantiosos relatos, guiones de cine y un puñado de novelas, El hombre delgado se
convertía en la última inspiración de Dashiell y, casualidad o no, coincidía
con la entrada a un nuevo capítulo de la historia norteamericana. Franklin
Delano Roosvelt asumía la presidencia y su New Deal aportaba para que la
crisis comenzara a superarse. El país ya no volvería a ser el mismo de los
años 20 y Hammett tampoco.
Nada me han enseñado los años
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Entre las muchas características que se le han atribuido a nuestro pintoresco personaje una ha pasado algo desapercibida. Contradictorio, enigmático,
taciturno, además de tuberculoso y alcohólico, Hammett fue también un ser
sumamente obstinado. Dos buenos ejemplos de ello son su relación con Lillian Hellman y su actividad política, por cierto más que conectadas.
Su vínculo con la dramaturga duró casi unos 30 años y fue tan tortuoso como feliz. Separados o reconciliados, participaron de movimientos
en defensa de los derechos civiles y militaron en el Partido Comunista
desde mediados de la década de 1930. Aquellas peligrosas actividades le
valdrían a Hammett ser perseguido por el FBI, y por el senador McCarthy
y toda su troupe inquisitorial. El resultado obtenido no sería ni más ni
menos que cinco meses de prisión por negarse a entregar cuatro compañeros comunistas.
Otra prueba de su persistencia puede hallarse por los días de la Segunda
Guerra Mundial. Pese a su abrupta salida de la primera contienda, sus 47
años, la afiliación al PC y sus numerosos problemas de salud, el escritor decidió alistarse otra vez en el Ejército y aunque fue rechazado en tres ocasiones
(tenía tuberculosis, la dentadura podrida y un alcoholismo no disimulable)
logró ser destinado a Alaska. Allí apenas pudo fundar un diario y colgarse
algunas medallas pero al menos volvió a Nueva York con el orgullo intacto.
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Hablar de su muerte en esta breve crónica es evitable y alcanza con decir
que ocurrió en 1961. Resta mencionar, sin embargo, que el contradictorio
derrotero de Dashiell Hammett nos recuerda, en un paralelismo que puede
ser tildado de absurdo, a algún que otro personaje de la historia argentina.
Leopoldo Lugones, por ejemplo, inició su protagonismo político en las líneas
socialistas y osciló con el paso del tiempo entre el liberalismo y el conservadurismo, para finalmente acabar en las huestes del fascismo. De alguna
forma en sentido inverso, Rodolfo Walsh comenzó en la conservadora Alianza Libertadora Nacionalista, luego se hizo peronista y terminó sus días en la
guerrilla montonera.
En muy poco se parecen estas vidas a la del escritor norteamericano.
Pero cuando se contrasta el final de Hammett, acorralado por defender a
sus compañeros comunistas, con los días en que trabajando para la Agencia
Pinkerton rompía huelgas y piquetes, uno no puede menos que preguntarse
qué ha pasado durante los años de militancia. Tal vez sea cuestión de evolución en el pensamiento. Tal vez solo influencia coyuntural. En cualquier
caso, final y simplemente, de ellos queda lo que han escrito. Y después que
murmure la gente. ◆
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