Una incógnita FRANCISCO NIEVA apital cultural, pero ¿cómo? Empezando por el aspecto, Madrid no tiene la cara muy limpia. En Madrid hay muchas culturas; no podemos desdeñar la que se manifiesta en los barrios bajos y pintorescos. Empezando por el principio, la personalidad de Madrid, mostrada con la gracia y la decencia con qué el Madrid clásico siempre hizo estas cosas, esos barrios que son «plena cultura madrileña» requieren una reparación por lo menos extensa y superficial; que la bella estructura urbana -de signo dieciochesco- en Layapiés, y la del barrio de Huertas -siglo XVII-, así como la del barrio de Malasaña -siglo XIX- se perfilen en su unidad ambiental. Este es el Madrid íntimo que se puede mostrar, que se debe. Pero no entiendo. Estos barrios no parecen aspirar a otra cosa sino a que se les conozca «cómo son» en el sentido (le «cómo están». Sucios y caóticos. Lo primero que se supone es que estos barrios, a los que acuden todos los viajeros motu propio y no los invitados oficiales -los viajeros o turistas de la cultura-, no han entrado en un plan que persiguiera ponerles en valor, no han entrado en plan ninguno, por lo que pocos meses antes de esa fecha «tan honorífica» manifiestan su aspecto descuidado y «napolitano». Pero ¡si Madrid nunca fue así hasta hace unos años! Cuando yo era un crío, sobre todo el barrio de Huertas, que en realidad es el barrio Latino de Madrid, donde un modesto conjunto de calles han acogido la vida literaria del Siglo de Oro, era uno de los más apañados y decentitos barrios de la capital. Eran calles nutridas de pequeños negocios, casi chiscones con muchas estanterías; tiendas de comestibles, bullicio casi fabril de barrio autosuficiente. Allí está la Academia de la Historia. Así que era un barrio mesocrático y académico. No es necesario enumerar los modestos monumentos de signo cultural que abriga el barrio de las Musas. Pero en él cuenta la evocadora y «romántica» casa de Lope de Vega. Fue siempre un barrio muy animado, aun antes de que la progresía más joven se instalase en el área y se poblase de «pubs» y de restaurantes. En verdad, lo más bonito de esa zona es la juventud que la frecuenta, el carácter «casero» con un toque de distinción que tienen muchos de estos pequeños locales; los restaurantes, algunos de C tono exótico y nocturnal, que sirven comida «rara y rápida»; y aquellos que, siendo socorro del noctámbulo, hacen una buena comida sencilla de urgencia. El tono general del público nos da una idea de lo que son los jóvenes madrileños y su expresión de cultura urbana con inconsciente arraigo histórico. ¿Cómo es la gente que, a fines de semana, pululea por Huertas, sus restaurantes o lugares de encuentro? Están representadas toda clase de gentes, incluso algunos «troncos» de los bajos fondos. Pero el nivel cultural del barrio es -según una demasiado vieja definición- de pequeña burguesía ilustrada. Sí, es en efecto el barrio madrileño con más connotaciones culturales y, sobre todo, profusamente habitado, móvil y civil. Estudiemos las «maneras» del que ahora llamamos el barrio de Huertas. Tienen un carácter, tienen un perfil. Son «maneras», es decir, un código de interrelación comedida entre personas. Es, pues, un continente, una forma de estar y de comportarse. Y estas formas las encuentro graciosas, armoniosas, espontáneas -o de aspecto espontáneo, pues a pesar de todo se observan esas maneras-, y este modo de moverse lo ha dictado la vida moderna, el autonomismo creciente de la juventud... Y su resultado es: «cómo se comporta la juventud madrileña, la auténtica, descubierta en su más íntima extraversión en 1992». Nada más y nada menos. Este barrio es así de esencial y de emblemático de lo que es Madrid, como un «Madrid cultural» continuo. Estoy seguro que se nos reservan cantidad de inauguraciones, manifestaciones y zalagardas de todo tipo -seguramente rivales en malísima organización- y estos barrios que son el alma urbana del más antiguo y prestigioso Madrid, permanecerán con la cara desconchada y los signos de fatiga que muestran ahora mismo. Sin hacer demagogia, porque están habitados por gentes de un nivel medio tirando a bajo. Es decir, «Madrid en persona». El Madrid que resaltaba Gómez de la Serna, limpio, decentito, animado. El poco Madrid que nos queda, donde viven los tataranietos de los personajes de Galdós. Pero ¿es que no se han enterado nuestros ediles, nuestros urbanistas, que el renacimiento cultural europeo empezó por la restauración y el cuidado que hace años ya vertieron presupuestos considerables en los barrios históricos de todas las capitales importantes? Véase el Marais de París. Barrios como el Marais, de no haber sido atendidos de esta forma, hubieran sido ocupados cada vez por una sociedad más turbia, de no haberse sentido París depositario de su inmenso valor histórico artístico. No comparemos el barrio de Huertas. Pero... ¡sí comparemos! Ese complejo de calles, animadas de negocios privados, tiendas, restaurantes, librerías de viejo, casas de molduras, pinturas y escayolas para uso de «bricoleurs», tiendas de anticuarios, cacharrerías, carbonerías... ¡Qué gracioso Madrid urbano en miniatura! La unificación por el revoco y el color, con el tiento de la moderación y el buen gusto, significaría una resurrección social del área, coadyuvando a su prestigio histórico y -esto va de sí- de su atractivo turístico. Pero no veo que ello sea así. «Si no hay regeneración urbanística seria para esos barrios que son Madrid en su meollo cultural de villa singular, histórica y artísticamente prestigiosa, ¿qué rastro del 92 le queda a Madrid?»