¿Cuáles son las obras de misericordia?

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¿Cuáles son las obras de misericordia?
El Papa Francisco ha convocado un año Jubilar de la Misericordia, y ha recomendado
durante ese tiempo realizar las obras de misericordia pero, ¿qué son y cuáles son?
“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de
serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el
misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene
a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona
cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la
vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no
obstante el límite de nuestro pecado.” Papa Francisco, Bula Misericordiae Vultus.
1. ¿Qué son las obras de misericordia?
Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo
en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras
espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de
misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien
no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos). Entre
estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad
fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2447.
Contemplar el misterio
Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de
misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas
veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio,
donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos
presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como
discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento,
dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los
presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al
que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas,
soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Papa Francisco, Bula Misericordiae Vultus.
La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con
la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la
justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido
por un amor recio, sacrificado, generoso. Así glosa la caridad San Pablo en su canto a esa virtud: la
caridad es sufrida, bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se
ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la
injusticia, se complace en la verdad; a todo se acomoda, cree en todo, todo lo espera y lo soporta
todo.
San Josemaría, Amigos de Dios, 232
No puedes pensar en los demás como si fuesen números o escalones, para que tú puedas subir; o
masa, para ser exaltada o humillada, adulada o despreciada, según los casos. Piensa en los demás —
antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad
de ese título maravilloso.
Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor
sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no
se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros
hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman!
San Josemaría, Es Cristo que pasa, 36.
2. ¿Cuáles son las obras de misericordia?
Hay catorce obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales.
Obras de misericordia corporales:
1)
2)
3)
4)
5)
6)
7)
Visitar a los enfermos
Dar de comer al hambriento
Dar de beber al sediento
Dar posada al peregrino
Vestir al desnudo
Visitar a los presos
Enterrar a los difuntos
Obras de misericordia espirituales:
1)
2)
3)
4)
5)
6)
7)
Enseñar al que no sabe
Dar buen consejo al que lo necesita
Corregir al que se equivoca
Perdonar al que nos ofende
Consolar al triste
Sufrir con paciencia los defectos del prójimo
Rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Las obras de misericordia corporales, en su mayoría salen de una lista hecha por el Señor en su
descripción del Juicio Final.
La lista de las obras de misericordia espirituales la ha tomado la Iglesia de otros textos que están a
lo largo de la Biblia y de actitudes y enseñanzas del mismo Cristo: el perdón, la corrección fraterna,
el consuelo, soportar el sufrimiento, etc.
3. ¿Cuál es el efecto de las obras de misericordia en quien las practica?
El ejercicio de la obras de misericordia comunica gracias a quien las ejerce. En el evangelio de
Lucas Jesús dice: “Dad, y se os dará”. Por tanto, con las obras de misericordia hacemos la Voluntad
de Dios, damos algo nuestro a los demás y el Señor nos promete que nos dará también a nosotros lo
que necesitemos.
Por otro lado, una manera de ir borrando la pena que queda en el alma por nuestros pecados ya
perdonados es mediante obras buenas. Obras buenas son, por supuesto, las Obras de Misericordia.
“Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7), es una de las
Bienaventuranzas.
Además las Obras de Misericordia nos van ayudando a avanzar en el camino al Cielo, porque nos
van haciendo parecidos a Jesús, nuestro modelo, que nos enseñó cómo debe ser nuestra actitud
hacia los demás. “En Mateo, se recogen las siguientes palabras de Cristo: “No os hagáis tesoros en
la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde los ladrones minan y hurtan; sino haceos
tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.
Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Al seguir esta enseñanza del
Señor cambiamos los bienes temporales por los eternos, que son los que valen de verdad.
Contemplar el misterio
Piensa primero en los demás. Así pasarás por la tierra, con errores sí —que son inevitables—, pero
dejando un rastro de bien.
Y cuando llegue la hora de la muerte, que vendrá inexorable, la acogerás con gozo, como Cristo,
porque como El también resucitaremos para recibir el premio de su Amor.
San Josemaría, Vía Crucis, 14
Conocer a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido
que con el de entregarnos al servicio de los demás. Un cristiano no puede detenerse sólo en
problemas personales, ya que ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de
todas las almas.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, 145
Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con
El.
San Josemaría, Vía Crucis, 14
Las obras de misericordia corporales: breve explicación
San Mateo recoge la narración del Juicio Final (Mt 25,31-16): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus
discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus
ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él
apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las
ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de derecha: ‘Vengan,
benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del
mundo; porque estuve hambriento y me disteis de comer, sediento y me disteis de beber, era
forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis,
encarcelado y fuisteis a verme’. Los justos le contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos
hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te
hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos ver?’.
Y el rey les dirá: ‘Os aseguro que, cuando lo hicisteis con el más insignificante de mis
hermanos, conmigo lo hicisteis. Entonces dirá también a los de la izquierda: ‘Apartaos de mí,
malditos; id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y no
me disteis de comer, sediento y no me disteis de beber, era forastero y no me hospedasteis, estuve
desnudo y no me vestisteis, enfermo y encarcelado y no me visitasteis. Entonces ellos le
responderán: ‘Señor ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o
encarcelado y no te asistimos?’ Y él les replicará: ‘Os aseguro que, cuando no lo hicisteis con uno
de aquellos más insignificante, tampoco lo hicisteis conmigo’. Entonces irán éstos al castigo eterno
y los justos a la vida eterna.
1) Dar de comer al hambriento y 2) dar de beber al sediento
Estas dos primeras se complementan y se refieren a la ayuda que debemos procurar en alimento y
otros bienes a los más necesitados, a aquellos que no tienen lo indispensable para poder comer cada
día.
Jesús, según recoge el evangelio de san Lucas recomienda: «El que tenga dos túnicas que las reparta
con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo» (Lc 3, 11).
3) Dar posada al peregrino
En la antigüedad el dar posada a los viajeros era un asunto de vida o muerte, por lo complicado y
arriesgado de las travesías. No es el caso hoy en día. Pero, aún así, podría tocarnos recibir a alguien
en nuestra casa, no por pura hospitalidad de amistad o familia, sino por alguna verdadera necesidad.
4) Vestir al desnudo
Esta obra de misericordia se dirige a paliar otra necesidad básica: el vestido. Muchas veces, se nos
facilita con las recogidas de ropa que se hacen en Parroquias y otros centros. A la hora de entregar
nuestra ropa es bueno pensar que podemos dar de lo que nos sobra o ya no nos sirve, pero también
podemos dar de lo que aún es útil.
En la carta de Santiago se nos anima a ser generosos: «Si un hermano o una hermana están
desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos o
hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (St 2, 15-16).
5) Visitar al enfermo
Se trata de una verdadera atención a los enfermos y ancianos, tanto en el aspecto físico, como en
hacerles un rato de compañía.
El mejor ejemplo de la Sagrada Escritura es el de la Parábola del Buen Samaritano, que curó al
herido y, al no poder continuar ocupándose directamente, confió los cuidados que necesitaba a otro
a quien le ofreció pagarle. (ver Lc. 10, 30-37).
6) Visitar a los encarcelados
Consiste en visitar a los presos y prestarles no sólo ayuda material sino una asistencia espiritual que
les sirva para mejorar como personas, enmendarse, aprender a desarrollar un trabajo que les pueda
ser útil cuando terminen el tiempo asignado por la justicia, etc.
Significa también rescatar a los inocentes y secuestrados. En la antigüedad los cristianos pagaban
para liberar esclavos o se cambiaban por prisioneros inocentes.
7) Enterrar a los difuntos
Cristo no tenía lugar sobre el que reposar. Un amigo, José de Arimatea, le cedió su tumba. Pero no
sólo eso, sino que tuvo valor para presentarse ante Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús. También
participó Nicodemo, quien ayudó a sepultarlo. (Jn. 19, 38-42)
Enterrar a los muertos parece un mandato superfluo, porque –de hecho- todos son enterrados. Pero,
por ejemplo, en tiempo de guerra, puede ser un mandato muy exigente. ¿Por qué es importante dar
digna sepultura al cuerpo humano? Por que el cuerpo humano ha sido alojamiento del Espíritu
Santo. Somos “templos del Espíritu Santo" (1 Cor 6, 19).
Contemplar el misterio
Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y
entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la
Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor
al prójimo, con todo nuestro corazón.
Quizá penséis ahora que a veces los cristianos —no los otros: tú y yo— nos olvidamos de las
aplicaciones más elementales de ese deber. Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian,
en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se trasmiten de una
generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz.
No puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de resolver esos problemas. Pero, como
sacerdote de Cristo, es deber mío recordaros lo que la Escritura Santa dice. Meditad en la escena del
juicio, que el mismo Jesús ha descrito: apartaos de mí, malditos, e id al fuego eterno, que ha sido
preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no
me disteis de beber; fui peregrino y no me recibisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y
encarcelado, y no me visitasteis.
Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se
esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de
Cristo. Los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar
a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el
idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida
de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, 167
¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y
amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma
con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al
deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los
pecadores y de los justos...
—¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!
San Josemaría, Surco, 813
El amor es lo que da sentido al sacrificio. Toda madre sabe bien qué es sacrificarse por sus hijos: no
está sólo en concederles unas horas, sino en gastar en su beneficio toda la vida. Vivir pensando en
los demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son
dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo.
San Josemaría, Conversaciones, 111
Las obras de misericordia espirituales: breve explicación
1) Enseñar al que no sabe
Consiste en enseñar al ignorante en cualquier materia: también sobre temas religiosos. Esta
enseñanza puede ser a través de escritos o de palabra, por cualquier medio de comunicación o
directamente.
Como dice el libro de Daniel, ”los que enseñan la justicia a la multitud, brillarán como las estrellas
a perpetua eternidad” (Dan. 12, 3b).
2) Dar buen consejo al que lo necesita
Uno de los dones del espíritu Santo es el don de consejo. Por ello, quien pretenda dar un buen
consejo debe, primeramente, estar en sintonía con Dios, ya que no se trata de dar opiniones
personales, sino de aconsejar bien al necesitado de guía.
3) Corregir al que se equivoca
Esta obra de misericordia se refiere sobre todo al pecado. De hecho, otra manera de formular esta
obra es: Corregir al pecador.
La corrección fraterna es explicada por el mismo Jesús en el evangelio de Mateo: “”Si tu hermano
peca, vete a hablar con él a solas para reprochárselo. Si te escucha, has ganado a tu hermano”. (Mt.
19, 15-17)
Debemos corregir a nuestro prójimo con mansedumbre y humildad. Muchas veces será difícil
hacerlo pero, en esos momentos, podemos acordarnos de los que dice el apóstol Santiago al final de
su carta: “el que endereza a un pecador de su mal camino, salvará su alma de la muerte y consigue
el perdón de muchos pecados”(St. 5, 20).
4) Perdonar las injurias
En el Padrenuestro decimos: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los
que nos ofenden””y el mismo Señor aclara: “si perdonáis las ofensas de los hombres, también el
Padre Celestial os perdonará. En cambio, si no perdonáis las ofensas de los hombres, tampoco el
Padre os perdonará a vosotros (Mt. 6, 14-15).
Perdonar las ofensas significa superar la venganza y el resentimiento. Significa tratar amablemente
a quien nos ha ofendido.
El mejor ejemplo de perdón en el Antiguo Testamento es el de José, que perdonó a sus hermanos el
que hubieran tratado de matarlo y luego venderlo. “” Ahora pues, no os entristezcáis ni os pese el
haberme vendido aquí; pues para preservar vidas me envió Dios delante de vosotros” (Gen. 45, 5).
Y el mayor perdón del Nuevo Testamento es el de Cristo en la Cruz, que nos enseña que debemos
perdonar todo y siempre: “”Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. (Lc. 23, 34).
5) Consolar al triste
El consuelo para el triste, para el que sufre alguna dificultad, es otra obra de misericordia espiritual.
Muchas veces, se complementará con dar un buen consejo, que ayude a superar esas situación de
dolor o tristeza. Acompañar a nuestros hermanos en todos los momentos, pero sobre todo en los
más difíciles, es poner en práctica el comportamiento de Jesús que se compadecía del dolor ajeno.
Un ejemplo viene recogido en el evangelio de Lucas. Se trata de la resurrección del hijo de la viuda
de Naím: “Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único
de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo
compasión de ella, y le dijo: No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se
pararon, y él dijo: Joven, a ti te digo: Levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo
dio a su madre.”
6) Sufrir con paciencia los defectos de los demás
La paciencia ante los defectos ajenos es virtud y es una obra de misericordia.
Sin embargo, hay un consejo muy útil: cuando el soportar esos defectos causa más daño que bien,
con mucha caridad y suavidad, debe hacerse la advertencia.
7) Orar por vivos y difuntos
San Pablo recomienda orar por todos, sin distinción, también por gobernantes y personas de
responsabilidad, pues “El quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. (ver 1
Tim 2, 2-3).
Los difuntos que están en el Purgatorio dependen de nuestras oraciones. Es una buena obra rezar
por éstos para que sean libres de sus pecados. (ver 2 Mac. 12, 46).
El papa Francisco pide a todos los cristianos y a las personas de buena voluntad que recen
especialmente por los cristianos perseguidos. Podemos examinar cómo secundamos este deseo del
Papa, para que nuestros hermanos en la fe, sientan el consuelo de nuestra oración.
Contemplar el misterio
Hay que abrir los ojos, hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas llamadas que Dios
nos dirige a través de quienes nos rodean. No podemos vivir de espaldas a la muchedumbre,
encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así como vivió Jesús. Los Evangelios nos hablan
muchas veces de su misericordia, de su capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de
los demás: se compadece de la viuda de Naím, llora por la muerte de Lázaro, se preocupa de las
multitudes que le siguen y que no tienen qué comer, se compadece también sobre todo de los
pecadores, de los que caminan por el mundo sin conocer la luz ni la verdad: desembarcando vio
Jesús una gran muchedumbre, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como
ovejas sin pastor, y se puso a instruirlos en muchas cosas.
Cuando somos de verdad hijos de María comprendemos esa actitud del Señor, de modo que se
agranda nuestro corazón y tenemos entrañas de misericordia. Nos duelen entonces los sufrimientos,
las miserias, las equivocaciones, la soledad, la angustia, el dolor de los otros hombres nuestros
hermanos. Y sentimos la urgencia de ayudarles en sus necesidades, y de hablarles de Dios para que
sepan tratarle como hijos y puedan conocer las delicadezas maternales de María.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, 146
Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres, para que nadie se encuentre o se sienta
solo. Nuestra caridad ha de ser también cariño, calor humano.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, 36
Misericordiae Vultus
BULA DE CONVOCACIÓN DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
FRANCISCO
OBISPO DE ROMA
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
A CUANTOS LEAN ESTA CARTA
GRACIA, MISERICORDIA Y PAZ
1. Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar
su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de
Nazaret. El Padre, « rico en misericordia » (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés
como « Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad » (Ex 34,6)
no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su naturaleza
divina. En la « plenitud del tiempo » (Gal 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de
salvación, Él envió a su Hijo nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su
amor. Quien lo ve a Él ve al Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y
con toda su persona[1] revela la misericordia de Dios.
2. Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de
serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el
misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene
a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona
cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la
vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no
obstante el límite de nuestro pecado.
3. Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada
fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre. Es
por esto que he anunciado un Jubileo Extraordinario de la Misericordia como tiempo propicio para
la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes.
El Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción. Esta
fiesta litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los albores de nuestra historia. Después del
pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto
pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor (cfr Ef 1,4), para que fuese la Madre del
Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La
misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor
de Dios que perdona. En la fiesta de la Inmaculada Concepción tendré la alegría de abrir la Puerta
Santa. En esta ocasión será una Puerta de la Misericordia, a través de la cual cualquiera que entrará
podrá experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza.
El domingo siguiente, III de Adviento, se abrirá la Puerta Santa en la Catedral de Roma, la Basílica
de San Juan de Letrán. Sucesivamente se abrirá la Puerta Santa en las otras Basílicas Papales. Para
el mismo domingo establezco que en cada Iglesia particular, en la Catedral que es la Iglesia Madre
para todos los fieles, o en la Concatedral o en una iglesia de significado especial se abra por todo el
Año Santo una idéntica Puerta de la Misericordia. A juicio del Ordinario, ella podrá ser abierta
también en los Santuarios, meta de tantos peregrinos que en estos lugares santos con frecuencia son
tocados en el corazón por la gracia y encuentran el camino de la conversión. Cada Iglesia particular,
entonces, estará directamente comprometida a vivir este Año Santo como un momento
extraordinario de gracia y de renovación espiritual. El Jubileo, por tanto, será celebrado en Roma
así como en las Iglesias particulares como signo visible de la comunión de toda la Iglesia.
4. He escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la
Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del
Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento. Para
ella iniciaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido
intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres
de su tiempo en un modo más comprensible. Derrumbadas las murallas que por mucho tiempo
habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el
Evangelio de un modo nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un nuevo
compromiso para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo y convicción la propia
fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser en el mundo signo vivo del amor del Padre.
Vuelven a la mente las palabras cargadas de significado que san Juan XXIII pronunció en la
apertura del Concilio para indicar el camino a seguir: « En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo
prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad ... La Iglesia
Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere
mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los
hijos separados de ella ».[2] En el mismo horizonte se colocaba también el beato Pablo VI quien, en
la Conclusión del Concilio, se expresaba de esta manera: « Queremos más bien notar cómo la
religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad ... La antigua historia del samaritano
ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio ... Una corriente de afecto y admiración se ha
volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no
menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio
ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores,
en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino
honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas ... Otra
cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al
hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades ».
[3]
Con estos sentimientos de agradecimiento por cuanto la Iglesia ha recibido y de responsabilidad por
la tarea que nos espera, atravesaremos la Puerta Santa, en la plena confianza de sabernos
acompañados por la fuerza del Señor Resucitado que continua sosteniendo nuestra peregrinación. El
Espíritu Santo que conduce los pasos de los creyentes para que cooperen en la obra de salvación
realizada por Cristo, sea guía y apoyo del Pueblo de Dios para ayudarlo a contemplar el rostro de la
misericordia.[4]
5. El Año jubilar se concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de
noviembre de 2016. En ese día, cerrando la Puerta Santa, tendremos ante todo sentimientos de
gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo
extraordinario de gracia. Encomendaremos la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso
cosmos a la Señoría de Cristo, esperando que derrame su misericordia como el rocío de la mañana
para una fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de todos en el próximo futuro.
¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro
de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar
el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de
nosotros.
6. « Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia ».
[5] Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia divina no sea en
absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Es por esto
que la liturgia, en una de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: « Oh Dios que revelas tu
omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón ».[6] Dios será siempre para la humanidad
como Aquel que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso.
“Paciente y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para
describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones
de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción.
Los Salmos, en modo particular, destacan esta grandeza del proceder divino: « Él perdona todas tus
culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia
» (103,3-4). De una manera aún más explícita, otro Salmo testimonia los signos concretos de su
misericordia: « Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor
protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el
camino de los malvados » (146,7-9). Por último, he aquí otras expresiones del salmista: « El Señor
sana los corazones afligidos y les venda sus heridas. [...] El Señor sostiene a los humildes y humilla
a los malvados hasta el polvo » (147,3.6). Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta,
sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre
que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata
realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo,
natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.
7. “Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se
narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la misericordia, todas las vicisitudes del
Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La misericordia hace de la
historia de Dios con Israel una historia de salvación. Repetir continuamente “Eterna es su
misericordia”, como lo hace el Salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del
tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no
solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa
del Padre. No es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande hallel
como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes.
Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el evangelista Mateo
cuando dice que « después de haber cantado el himno » (26,30), Jesús con sus discípulos salieron
hacia el Monte de los Olivos. Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de Él y de su
Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia. En este
mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del
amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este
Salmo, lo hace para nosotros los cristianos aún más importante y nos compromete a incorporar este
estribillo en nuestra oración de alabanza cotidiana: “Eterna es su misericordia”.
8. Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la
Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del
amor divino en plenitud. « Dios es amor » (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la
Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida
de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones
con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre
todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo
el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión.
Jesús, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas,
pérdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa compasión por ellas (cfr Mt
9,36). A causa de este amor compasivo curó los enfermos que le presentaban (cfr Mt 14,14) y con
pocos panes y peces calmó el hambre de grandes muchedumbres (cfr Mt 15,37). Lo que movía a
Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los
interlocutores y respondía a sus necesidades más reales. Cuando encontró la viuda de Naim, que
llevaba su único hijo al sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre en
lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cfr Lc 7,15). Después de haber liberado
el endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: « Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la
misericordia que ha obrado contigo » (Mc 5,19). También la vocación de Mateo se coloca en el
horizonte de la misericordia. Pasando delante del banco de los impuestos, los ojos de Jesús se posan
sobre los de Mateo. Era una mirada cargada de misericordia que perdonaba los pecados de aquel
hombre y, venciendo la resistencia de los otros discípulos, lo escoge a él, el pecador y publicano,
para que sea uno de los Doce. San Beda el Venerable, comentando esta escena del Evangelio,
escribió que Jesús miró a Mateo con amor misericordioso y lo eligió: miserando atque eligendo.[7]
Siempre me ha cautivado esta expresión, tanto que quise hacerla mi propio lema.
9. En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un
Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con
la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres en particular: la de la oveja perdida
y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios
es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo
del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que
llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.
De otra parábola, además, podemos extraer una enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano.
Provocado por la pregunta de Pedro acerca de cuántas veces fuese necesario perdonar, Jesús
responde: « No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete » (Mt 18,22) y pronunció la
parábola del “siervo despiadado”. Este, llamado por el patrón a restituir una grande suma, le suplica
de rodillas y el patrón le condona la deuda. Pero inmediatamente encuentra otro siervo como él que
le debía unos pocos centésimos, el cual le suplica de rodillas que tenga piedad, pero él se niega y lo
hace encarcelar. Entonces el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho y volviendo a llamar aquel
siervo le dice: « ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí
de ti? » (Mt 18,33). Y Jesús concluye: « Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si
no perdonan de corazón a sus hermanos » (Mt 18,35).
La parábola ofrece una profunda enseñanza a cada uno de nosotros. Jesús afirma que la misericordia
no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son
realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a
nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la
expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que
no podemos prescindir. ¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el
instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el
rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices. Acojamos
entonces la exhortación del Apóstol: « No permitan que la noche los sorprenda enojados » (Ef 4,26).
Y sobre todo escuchemos la palabra de Jesús que ha señalado la misericordia como ideal de vida y
como criterio de credibilidad de nuestra fe. « Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán
misericordia » (Mt 5,7) es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse durante este Año Santo.
Como se puede notar, la misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra clave para indicar el
actuar de Dios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible.
El amor, después de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida
concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano. La
misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente responsable, es decir, desea
nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud
de onda que se debe orientar el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman
los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos
con los otros.
10. La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral
debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su
testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través
del camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia « vive un deseo inagotable de brindar
misericordia ».[8] Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía de
la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente la justicia ha hecho
olvidar que ella es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más
lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste constatar cómo la
experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en
algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una
vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la
Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial
para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza
que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.
11. No podemos olvidar la gran enseñanza que san Juan Pablo II ofreció en su segunda encíclica
Dives in misericordia, que en su momento llegó sin ser esperada y tomó a muchos por sorpresa en
razón del tema que afrontaba. Dos pasajes en particular quiero recordar. Ante todo, el santo Papa
hacía notar el olvido del tema de la misericordia en la cultura presente: « La mentalidad
contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de
la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de
la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el
hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron
conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el
pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente,
parece no dejar espacio a la misericordia ... Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del
mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría
casi espontáneamente, a la misericordia de Dios ».[9]
Además, san Juan Pablo II motivaba con estas palabras la urgencia de anunciar y testimoniar la
misericordia en el mundo contemporáneo: « Ella está dictada por el amor al hombre, a todo lo que
es humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un
peligro inmenso. El misterio de Cristo ... me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia
como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo. Ello me obliga también a
recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica fase de la historia de la Iglesia y del
mundo ».[10] Esta enseñanza es hoy más que nunca actual y merece ser retomada en este Año
Santo. Acojamos nuevamente sus palabras: « La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y
proclama la misericordia – el atributo más estupendo del Creador y del Redentor – y cuando acerca
a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora
».[11]
12. La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio,
que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace
suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno. En
nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida en la nueva evangelización, el tema de la
misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una renovada acción
pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y
testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir
misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de
vuelta al Padre.
La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al
don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté
presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las
comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos,
cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.
13. Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor: Misericordiosos como el
Padre. El evangelista refiere la enseñanza de Jesús: « Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es
misericordioso » (Lc 6,36). Es un programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y de
paz. El imperativo de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27). Para ser capaces de
misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto
significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es
posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.
14. La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que cada
persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un
peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada. También para llegar a la Puerta
Santa en Roma y en cualquier otro lugar, cada uno deberá realizar, de acuerdo con las propias
fuerzas, una peregrinación. Esto será un signo del hecho que también la misericordia es una meta
por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación, entonces, sea estímulo para
la conversión: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos
comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.
El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es posible alcanzar esta meta:
« No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis
perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda
de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis » (Lc 6,37-38). Dice, ante
todo, no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse
en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus juicios se detienen en la superficie,
mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por
sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a
exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No juzgar y
no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir
que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo,
esto no es todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser
instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de Dios. Ser
generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros su benevolencia con
magnanimidad.
Así entonces, misericordiosos como el Padre es el “lema” del Año Santo. En la misericordia
tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo sí mismo, por siempre, gratuitamente y sin pedir
nada a cambio. Viene en nuestra ayuda cuando lo invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la
Iglesia inicie con estas palabras: « Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme »
(Sal 70,2). El auxilio que invocamos es ya el primer paso de la misericordia de Dios hacia nosotros.
Él viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que vivimos. Y su auxilio consiste en
permitirnos captar su presencia y cercanía. Día tras día, tocados por su compasión, también nosotros
llegaremos a ser compasivos con todos.
15. En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las
más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente
crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas
sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de
la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas
heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la
solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que
anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros
ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la
dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus
manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra
amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de
la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo.
Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de
misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas
veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio,
donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos
presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como
discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento,
dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los
presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al
que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas,
soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.
No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer
al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos
tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos
preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de
soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo
los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser
cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier
forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de
Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros
hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne
se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga ... para
que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras
de san Juan de la Cruz: « En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor ».[12]
16. En el Evangelio de Lucas encontramos otro aspecto importante para vivir con fe el Jubileo. El
evangelista narra que Jesús, un sábado, volvió a Nazaret y, como era costumbre, entró en la
Sinagoga. Lo llamaron para que leyera la Escritura y la comentara. El paso era el del profeta Isaías
donde está escrito: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los
pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor » (61,1-2). “Un
año de gracia”: es esto lo que el Señor anuncia y lo que deseamos vivir. Este Año Santo lleva
consigo la riqueza de la misión de Jesús que resuena en las palabras del Profeta: llevar una palabra y
un gesto de consolación a los pobres, anunciar la liberación a cuantos están prisioneros de las
nuevas esclavitudes de la sociedad moderna, restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha
replegado sobre sí mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella. La
predicación de Jesús se hace de nuevo visible en las respuestas de fe que el testimonio de los
cristianos está llamado a ofrecer. Nos acompañen las palabras del Apóstol: « El que practica
misericordia, que lo haga con alegría » (Rm 12,8).
17. La Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para
celebrar y experimentar la misericordia de Dios. ¡Cuántas páginas de la Sagrada Escritura pueden
ser meditadas en las semanas de Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso del Padre! Con
las palabras del profeta Miqueas también nosotros podemos repetir: Tú, oh Señor, eres un Dios que
cancelas la iniquidad y perdonas el pecado, que no mantienes para siempre tu cólera, pues amas la
misericordia. Tú, Señor, volverás a compadecerte de nosotros y a tener piedad de tu pueblo.
Destruirás nuestras culpas y arrojarás en el fondo del mar todos nuestros pecados (cfr 7,18-19).
Las páginas del profeta Isaías podrán ser meditadas con mayor atención en este tiempo de oración,
ayuno y caridad: « Este es el ayuno que yo deseo: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del
yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el
hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no abandonar a tus
semejantes. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu herida se curará rápidamente; delante de
ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá;
pedirás auxilio, y él dirá: “¡Aquí estoy!”. Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la
palabra maligna; si partes tu pan con el hambriento y sacias al afligido de corazón, tu luz se alzará
en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía. El Señor te guiará incesantemente, te saciará
en los ardores del desierto y llenará tus huesos de vigor; tú serás como un jardín bien regado, como
una vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan » (58,6-11).
La iniciativa “24 horas para el Señor”, a celebrarse durante el viernes y sábado que anteceden el IV
domingo de Cuaresma, se incremente en las Diócesis. Muchas personas están volviendo a acercarse
al sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia
semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa
oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el centro el
sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la
misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior.
Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del
Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros
penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma
misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva.
Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, de esto
somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de
Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un
padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores
están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo
encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz
de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido ante la
misericordia del Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el
padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces
de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin,
los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el
signo del primado de la misericordia.
18. Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo la intención de enviar los Misioneros de la
Misericordia. Serán un signo de la solicitud materna de la Iglesia por el Pueblo de Dios, para que
entre en profundidad en la riqueza de este misterio tan fundamental para la fe. Serán sacerdotes a
los cuales daré la autoridad de perdonar también los pecados que están reservados a la Sede
Apostólica, para que se haga evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre todo, signo vivo de
cómo el Padre acoge cuantos están en busca de su perdón. Serán misioneros de la misericordia
porque serán los artífices ante todos de un encuentro cargado de humanidad, fuente de liberación,
rico de responsabilidad, para superar los obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo. Se
dejarán conducir en su misión por las palabras del Apóstol: « Dios sometió a todos a la
desobediencia, para tener misericordia de todos » (Rm 11,32). Todos entonces, sin excluir a nadie,
están llamados a percibir el llamamiento a la misericordia. Los misioneros vivan esta llamada
conscientes de poder fijar la mirada sobre Jesús, « sumo sacerdote misericordioso y digno de fe »
(Hb 2,17).
Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan estos Misioneros, para que sean ante todo
predicadores convincentes de la misericordia. Se organicen en las Diócesis “misiones para el
pueblo” de modo que estos Misioneros sean anunciadores de la alegría del perdón. Se les pida
celebrar el sacramento de la Reconciliación para los fieles, para que el tiempo de gracia donado en
el Año jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el camino de regreso hacia la casa paterna.
Los Pastores, especialmente durante el tiempo fuerte de Cuaresma, sean solícitos en invitar a los
fieles a acercarse « al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia » (Hb
4,16).
19. La palabra del perdón pueda llegar a todos y la llamada a experimentar la misericordia no deje a
ninguno indiferente. Mi invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas
personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida. Pienso en
modo particular a los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste
sea. Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien
combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador. No caigáis en la terrible trampa de pensar que
la vida depende del dinero y que ante él todo el resto se vuelve carente de valor y dignidad. Es solo
una ilusión. No llevamos el dinero con nosotros al más allá. El dinero no nos da la verdadera
felicidad. La violencia usada para amasar fortunas que escurren sangre no convierte a nadie en
poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede
escapar.
La misma llamada llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta
llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo pues mina desde sus
fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque
con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un
mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción
es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma
de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi
pessima, decía con razón san Gregorio Magno, para indicar que ninguno puede sentirse inmune de
esta tentación. Para erradicarla de la vida personal y social son necesarias prudencia, vigilancia,
lealtad, transparencia, unidas al coraje de la denuncia. Si no se la combate abiertamente, tarde o
temprano busca cómplices y destruye la existencia.
¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón.
Ante el mal cometido, incluso crímenes graves, es el momento de escuchar el llanto de todas las
personas inocentes depredadas de los bienes, la dignidad, los afectos, la vida misma. Permanecer en
el camino del mal es sólo fuente de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto.
Dios no se cansa de tender la mano. Está dispuesto a escuchar, y también yo lo estoy, al igual que
mis hermanos obispos y sacerdotes. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión y os
sometáis a la justicia mientras la Iglesia os ofrece misericordia.
20. No será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y misericordia. No
son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se
desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. La justicia es un
concepto fundamental para la sociedad civil cuando, normalmente, se hace referencia a un orden
jurídico a través del cual se aplica la ley. Con la justicia se entiende también que a cada uno se debe
dar lo que le es debido. En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios
como juez. Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y como el
comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios. Esta visión,
sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario
y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería
necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un
abandonarse confiado en la voluntad de Dios.
Por su parte, Jesús habla muchas veces de la importancia de la fe, más bien que de la observancia de
la ley. Es en este sentido que debemos comprender sus palabras cuando estando a la mesa con
Mateo y otros publicanos y pecadores, dice a los fariseos que le replicaban: « Vayan y aprendan qué
significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino
a los pecadores » (Mt 9,13). Ante la visión de una justicia como mera observancia de la ley que
juzga, dividiendo las personas en justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran don de la
misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. Se comprende por
qué, en presencia de una perspectiva tan liberadora y fuente de renovación, Jesús haya sido
rechazado por los fariseos y por los doctores de la ley. Estos, para ser fieles a la ley, ponían solo
pesos sobre las espaldas de las personas, pero así frustraban la misericordia del Padre. El reclamo a
observar la ley no puede obstaculizar la atención a las necesidades que tocan la dignidad de las
personas.
Al respecto es muy significativa la referencia que Jesús hace al profeta Oseas –« yo quiero amor, no
sacrificio » (6, 6). Jesús afirma que de ahora en adelante la regla de vida de sus discípulos deberá
ser la que da el primado a la misericordia, como Él mismo testimonia compartiendo la mesa con los
pecadores. La misericordia, una vez más, se revela como dimensión fundamental de la misión de
Jesús. Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto formal de la
ley. Jesús, en cambio, va más allá de la ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba
pecadores permite comprender hasta dónde llega su misericordia.
También el Apóstol Pablo hizo un recorrido parecido. Antes de encontrar a Jesús en el camino a
Damasco, su vida estaba dedicada a perseguir de manera irreprensible la justicia de la ley (cfr Flp
3,6). La conversión a Cristo lo condujo a ampliar su visión precedente al punto que en la carta a los
Gálatas afirma: « Hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las
obras de la Ley » (2,16). Su comprensión de la justicia ha cambiado ahora radicalmente. Pablo pone
en primer lugar la fe y no más la ley. No es la observancia de la ley lo que salva, sino la fe en
Jesucristo, que con su muerte y resurrección trae la salvación junto con la misericordia que justifica.
La justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos por la esclavitud
del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su perdón (cfr Sal 51,11-16).
21. La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el
pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. La experiencia
del profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección
hacia la misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia del
pueblo hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la
alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres. Según una lógica humana, es justo
que Dios piense en rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto establecido y por tanto
merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo atestiguan: « Volverá al país
de Egipto, y Asur será su rey, porque se han negado a convertirse » (Os 11,5). Y sin embargo,
después de esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje y
revela el verdadero rostro de Dios: « Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se
estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque
soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar » (11,8-9). San Agustín,
como comentando las palabras del profeta dice: « Es más fácil que Dios contenga la ira que la
misericordia ».[13] Es precisamente así. La ira de Dios dura un instante, mientras que su
misericordia dura eternamente.
Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan
respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando
solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la
misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al
contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la
conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y
la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera
justicia. Debemos prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo error que
el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos: « Desconociendo la justicia de Dios y
empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la
ley es Cristo, para justificación de todo el que cree » (Rm 10,3-4). Esta justicia de Dios es la
misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. La
Cruz de Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos
ofrece la certeza del amor y de la vida nueva.
22. El Jubileo lleva también consigo la referencia a la indulgencia. En el Año Santo de la
Misericordia ella adquiere una relevancia particular. El perdón de Dios por nuestros pecados no
conoce límites. En la muerte y resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es
capaz incluso de destruir el pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con Dios es posible por
medio del misterio pascual y de la mediación de la Iglesia. Así entonces, Dios está siempre
disponible al perdón y nunca se cansa de ofrecerlo de manera siempre nueva e inesperada. Todos
nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del pecado. Sabemos que estamos llamados a la
perfección (cfr Mt 5,48), pero sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia
de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona.
No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de
nuestros pecados. En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente
quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados dejan en nuestros
comportamientos y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más
fuerte que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo
alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a
obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado.
La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía esta comunión, que es don de Dios,
actúa como unión espiritual que nos une a los creyentes con los Santos y los Beatos cuyo número es
incalculable (cfr Ap 7,4). Su santidad viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es
capaz con su oración y su vida de ir al encuentro de la debilidad de unos con la santidad de otros.
Vivir entonces la indulgencia en el Año Santo significa acercarse a la misericordia del Padre con la
certeza que su perdón se extiende sobre toda la vida del creyente. Indulgencia es experimentar la
santidad de la Iglesia que participa a todos de los beneficios de la redención de Cristo, para que el
perdón sea extendido hasta las extremas consecuencias a la cual llega el amor de Dios. Vivamos
intensamente el Jubileo pidiendo al Padre el perdón de los pecados y la dispensación de su
indulgencia misericordiosa.
23. La misericordia posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia. Ella nos relaciona con
el judaísmo y el islam, que la consideran uno de los atributos más calificativos de Dios. Israel
primero que todo recibió esta revelación, que permanece en la historia como el comienzo de una
riqueza inconmensurable de ofrecer a la entera humanidad. Como hemos visto, las páginas del
Antiguo Testamento están entretejidas de misericordia porque narran las obras que el Señor ha
realizado en favor de su pueblo en los momentos más difíciles de su historia. El islam, por su parte,
entre los nombres que le atribuye al Creador está el de Misericordioso y Clemente. Esta invocación
aparece con frecuencia en los labios de los fieles musulmanes, que se sienten acompañados y
sostenidos por la misericordia en su cotidiana debilidad. También ellos creen que nadie puede
limitar la misericordia divina porque sus puertas están siempre abiertas.
Este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro con estas religiones y con
las otras nobles tradiciones religiosas; nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y
comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de
violencia y de discriminación.
24. El pensamiento se dirige ahora a la Madre de la Misericordia. La dulzura de su mirada nos
acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios.
Ninguno como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Todo en su
vida fue plasmado por la presencia de la misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado
Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el
misterio de su amor.
Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María estuvo preparada desde siempre por el amor del
Padre para ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón la divina
misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su canto de alabanza, en el umbral de la casa de
Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se extiende « de generación en generación » (Lc 1,50).
También nosotros estábamos presentes en aquellas palabras proféticas de la Virgen María. Esto nos
servirá de consolación y de apoyo mientras atravesaremos la Puerta Santa para experimentar los
frutos de la misericordia divina.
Al pie de la cruz, María junto con Juan, el discípulo del amor, es testigo de las palabras de perdón
que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo ofrecido a quien lo ha crucificado nos muestra
hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios. María atestigua que la misericordia del Hijo de
Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a ninguno. Dirijamos a ella la antigua y
siempre nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos
misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús.
Nuestra plegaria se extienda también a tantos Santos y Beatos que hicieron de la misericordia su
misión de vida. En particular el pensamiento se dirige a la grande apóstol de la misericordia, santa
Faustina Kowalska. Ella que fue llamada a entrar en las profundidades de la divina misericordia,
interceda por nosotros y nos obtenga vivir y caminar siempre en el perdón de Dios y en la
inquebrantable confianza en su amor.
25. Un Año Santo extraordinario, entonces, para vivir en la vida de cada día la misericordia que
desde siempre el Padre dispensa hacia nosotros. En este Jubileo dejémonos sorprender por Dios. Él
nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con
nosotros su vida. La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Su vida es
auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio. Ella sabe que la
primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, lleno de grandes esperanzas y fuertes
contradicciones, es la de introducir a todos en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando
el rostro de Cristo. La Iglesia está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia,
profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo. Desde el corazón de la
Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río
de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se
acerquen. Cada vez que alguien tendrá necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios
no tiene fin. Es tan insondable la profundidad del misterio que encierra, tan inagotable la riqueza
que de ella proviene.
En este Año Jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte y
decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda, de amor. Nunca se canse de ofrecer
misericordia y sea siempre paciente en el confortar y perdonar. La Iglesia se haga voz de cada
hombre y mujer y repita con confianza y sin descanso: « Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de
tu amor; que son eternos » (Sal 25,6).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de abril, Vigilia del Segundo Domingo de Pascua o de la
Divina Misericordia, del Año del Señor 2015, tercero de mi pontificado.
Franciscus
[1] Cfr Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 4.
[2] Discurso de apertura del Conc. Ecum. Vat. II, Gaudet Mater Ecclesia, 11 de octubre de 1962, 23.
[3] Alocución en la última sesión pública, 7 de diciembre de 1965.
[4] Cfr Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 16; Const. past. Gaudium et spes, 15.
[5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 30, a. 4.
[6] XXVI domingo del tiempo ordinario. Esta colecta se encuentra ya en el Siglo VIII, entre los
textos eucológicos del Sacramentario Gelasiano (1198).
[7] Cfr Hom. 21: CCL 122, 149-151.
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24.
[9] N. 2.
[10] Carta Enc. Dives in misericordia, 15.
[11] Ibíd., 13.
[12] Palabras de luz y de amor, 57.
[13] Enarr. in Ps. 76, 11.
Fuente: https://w2.vatican.va/content/francesco/es/bulls/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html
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