Un día en el Instituto Kino Fernanda Bastidas Imagen: Víctor Ruiz 38 N ada fue como lo había imaginado. La cancha estaba tan sola y silenciosa que hasta me pareció aburrida. Pensé que encontraría un lugar desordenado y caótico, pero cuando entré al salón de clases, con solo varones, ya estaban sentados en sus respectivos asientos. Estaban poniéndose crema, pues el maestro pasó por cada mesabanco con un frasco y les dio un poco a cada uno. Después los roció con perfume. Desde ese momento noté la diferencia entre el trabajo del instituto y el de una escuela ‘’tradicional’’. Revista Universidad Kino Imagen: Víctor Ruiz El maestro les preguntó la fecha y todos reímos al escuchar: ¡Hoy es miércoles. Mañana fue martes!, de uno de los alumnos. La mayoría de 8 años o menos. 39 El aula, de grandes ventanas por las que entraba la luz del sol, paredes azul cielo y un estante al final en el que había varios libros un poco descuidados, era el lugar en el que estos niños pasarían gran parte de su día, puesto que después de acabado el horario de clases se quedan ahí para terminar sus tareas. Una vez entrados en las actividades del día, el maestro les pidió hacer una lista en el cuaderno de palabras con “CL”. Siempre competían para veer quién terminaba primero. El maestro sacó de una cajonera de metal varios lápices nuevos, que 2 horas después estaban convertidos en miniatura porque en cada momento se levantaban a sacarle punta. No tardé en darme cuenta quién era el travieso del grupo. Su nombre: Adolfo; quien alardeaba de la pelea que había tenido un día antes con un compañer. Vendaje en la mano derecha, un tenis y una sandalia complementaban su vestimenta. Tarareando canciones de Cepillín todo el tiempo y siendo constantemente regañado por eso, no perdía oportunidad para observar mis apuntes. El short de Adolfo se estaba cayendo, entonces el maestro sacó un pedazo de cuerda y le hizo un cinto. Llegó la hora de salir al recreo y los que no habían terminado la lista de palabras con “CL” o se habían portado mal estaban apuntados en el pizarrón y se quedarían sin recreo. El primer apuntado: Adolfo. Sonó la campana y todos los que terminaron la lista salieron. Después de 5 minutos el maestro dejó salir a todos. La cancha, que cuando llegué parecía aburrida se llenó de vitalidad, niños corriendo y jugando con el balón por todo el lugar. El recreo es, sin duda, la mejor parte de ir a la escuela. Cuando sonó la campana para avisar el fin del recreo, se formaron en la cancha y cada salón recibió material de limpieza. Entraron al aula desordenadamente pero tomaron asiento en cuanto el maestro se los pidió. Adolfo llegó con una bolsa de celofán con palomitas que le habían regalado en el recreo, las escondió debajo de su banco y comenzó a comerlas a escondidas. El maestro leyó un cuento llamado “Los compadres”, e hizo una serie de preguntas que tenían que contestar en el cuaderno. Una vez revisadas las preguntas, el maestro les enseñó las tablas. De verdad intenté pasar desapercibida, pero fue una tarea imposible. Una vez que el maestro se fue del salón para reportar a Adolfo porque no tomaba asiento, tenía a mi alrededor a 5 niños, haciendo preguntas sobre mi trabajo o pidiéndome ayuda para hacer la tabla del 7. En especial Ángel, apodado “El burro” por sus compañeros, quien terminó siendo ayudado por uno de ellos. Me di cuenta que aunque compiten entre sí, se ayudan unos a otros. El timbre anunció la hora de salida, tomé mis cosas y me despedí de los niños, que me hicieron prometer que regresaría. El trabajo del Instituto va más allá de la enseñanza conforme al sistema educativo, pues también cubre una de las necesidades humanas más importantes: el afecto. Creemos que las donaciones que hacemos al Instituto son suficientes, pero ¿cuántos de nosotros hemos pensado en ir a visitar y convivir con los niños? K www.periodismounikino.mx