«Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios.» Lema acuñado en todas las antiguas monedas de peseta. La mística secreta «Franco ha sido un mito exaltado y vilmente denostado. [...] ¿Elegido de Dios? ¿Predestinado? ¿Visionario? Quizás ninguna de estas tres cosas y quizás las tres. Dios rige los destinos del hombre.» Ésta es la opinión de Pilar Franco, hermana del general. Si eliminamos a toda la camarilla que besaba el suelo por donde pisaba Franco, cosa que hacían únicamente por agradecimiento a las prebendas recibidas del dictador, queda todavía un interesante núcleo de personas por completo convencidas de que el general era un enviado de la Providencia. A lo largo de los años, muchos sucesos ocurridos en momentos críticos acrecentaron esa creencia entre sus incondicionales. Es conocido que durante los primeros días del alzamiento militar de 1936, las tropas africanas de Franco se encontraban paralizadas en Marruecos. El salto a la Península sólo podía realizarse por aire, gracias a los veinte aviones que Alemania había enviado al protectorado español (Franco le había pedido sólo diez aparatos a Hitler, en una carta firmada por él en persona). Aun así, el tránsito era lento y penoso. Fue entonces cuando Franco presentó un proyecto para cruzar el estrecho desde Ceuta a Algeciras por vía marítima. Se discutió el asunto en una acalorada reunión donde sólo Kindelán, el jefe de la aviación rebelde, se mostró de acuerdo con el plan, mientras el resto de los jefes militares opinaba que era una temeridad. El comandante del cañonero Dato, una de las naves que debía cruzar esa ruta, afirmó con rotundidad: «Los rojos tienen acorazados, cruceros, destructores modernos y muy rápidos; todos los buques cuentan con excelente armamento y disponen también de buena aviación. Vamos a una verdadera catástrofe. De cien posibilidades tenemos noventa y nueve en contra». Aún más pesimista era el general Yagüe, que aproximándose hacia Franco le asestó: «Es un disparate lo que se va a hacer; vamos a perder varios transportes con parte de nuestras mejores tropas de África. En pleno sol va a ser imposible [...] una verdadera catástrofe». Finalmente se impuso la voluntad de Franco. Exactamente a las cinco de la mañana del 5 de agosto de 1936, festividad de la Virgen de África, Franco y sus ayudantes entraron en el santuario de la misma en Ceuta. Invocaron durante unos minutos su protección y, tras salir del recinto sagrado, una densa y espesa niebla obligó a aplazar la salida del convoy hasta las seis de la tarde. Al poco de zarpar hizo su aparición en el horizonte la estela del destructor gubernamental Alcalá Galiano. Superior en potencia y velocidad al Dato —éste disponía de cuatro cañones de 7.500 metros de alcance contra los cinco de 15.000 metros de su oponente—, el combate era claramente desigual. A pesar de todo, gracias a la ayuda de los cazas italianos y a otras circunstancias, el Dato logró arribar al puerto de Algeciras contra todo pronóstico sin que la aviación o los barcos republicanos pudieran impedirlo. De este modo llegaban a la Península de una sola vez unos 8.000 hombres del Tercio y de Regulares, 8 baterías, varios millones de cartuchos, unos 2.000 proyectiles de cañón y unas 12 toneladas de dinamita. Al llegar, Franco exclamó: «Ni un momento he dudado del éxito». Yagüe, por su parte, gritó: «Es la burrada que he visto hacer con más suerte». Sin embargo, para el general José Díaz de Villegada fue «la Virgen, que respondió a la imploración que se le había hecho, realizando el milagro». En esos momentos tan vitales, muchos comenzaron a creer que así había sido. Dos meses más tarde, con Franco proclamado ya Generalísimo y jefe de Estado, algunos comentaban en los pasillos la posibilidad de que estuviera ciertamente predestinado para ese puesto. Unos cargos a los que había llegado más por una serie de azarosas casualidades que por empuje o méritos propios. Lo cierto es que el cabecilla que lideraba al comienzo la rebelión no era Franco, sino el teniente general Sanjurjo, quien además ostentaba la jerarquía militar más alta. No obstante, las circunstancias quisieron que muriera el 20 de julio, a los dos días de empezar el alzamiento, en un extraño accidente aéreo cerca de la localidad portuguesa de Cascais, desde donde pensaba trasladarse a Burgos para asumir la jefatura suprema de la rebelión. Al parecer, nada más despegar el avión de la pista de La Marinha, cayó envuelto en llamas. Corrió el rumor de que se trataba de un atentado, pero sin duda la mala suerte hizo que la hélice del avión tropezara con una piedra cuando iniciaba el despegue. Tras capotar y perder altura, el aparato sobrevoló unos pocos metros de los terrenos cercanos al aeródromo para acabar estrellándose contra una cerca de piedra, después de lo cual se produjo la explosión. Del siniestro sólo se salvó el piloto, Juan Antonio Ansaldo, que apareció gravemente herido. Sanjurjo murió carbonizado. El mando militar del golpe quedaba ahora en suspenso. Otra de las «casualidades» que despejaron el camino de Franco hacia el poder absoluto fue la muerte de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. Preso desde antes de la guerra en la prisión de Alicante, fue fusilado al comienzo de las hostilidades por orden del gobierno, y algunas voces críticas aseguraron que Franco luchó poco por su liberación, y que incluso entorpeció los intentos que hicieron los enviados de Hitler para salvar al líder fascista español. El gobierno de la República ofreció cambiar a José Antonio por un hijo de Largo Caballero que tenían preso los rebeldes. Franco se negó en redondo al intercambio. Culto, buen orador y con un magnetismo y un carisma que a todos llamaba la atención, José Antonio era sin duda la persona indicada para liderar el partido político que surgiera tras la restitución del «orden» después de la Guerra Civil. Ni siquiera tras la consecución del poder por parte de Franco cesó el curioso rosario de muertes de sus posibles rivales. Así, el 3 de junio de 1937 fallecía en un aparatoso accidente de avión el general Mola, posiblemente el único que contaba con las simpatías y el poder suficiente para hacer sombra tras la guerra al general ferrolano. El aparato que transportaba a Mola se estrelló contra un cerro cerca de Burgos, y aunque también se llegó a hablar de un posible sabotaje, lo cierto es que la escasa visibilidad provocada por la densa niebla hizo que el avión se precipitase contra la montaña. El poder absoluto de Franco parecía ya asegurado, al menos a medio plazo. «¿Visionario? En el aspecto de si oía voces y tenía visiones como Juana de Arco, creo que no — afirmaba su hermana Pilar Franco—. Lo que puedo decir es que desde que asumió la jefatura del Estado, su religiosidad se hizo patente. Antes no era igual de piadoso. Con el transcurso del tiempo su misticismo aumentó y pasaba muchas horas en su oratorio privado de El Pardo.» Efectivamente, se conocen al menos cuatro momentos clave en los que Franco dejó en suspenso sus decisiones a la espera de una «inspiración» que le llegara desde las alturas. La primera fue durante la Guerra Civil, en un difícil momento en el que su ejército se había quedado casi sin armas. Mola le hizo una angustiosa llamada telefónica. Tras colgar el teléfono, Franco se retiró a su dormitorio y llamó a su capellán: «Expóngame el Santísimo». Y allí se quedó rezando durante una hora aproximadamente. Horas después era capturado el mercante Mar Cantábrico, que transportaba una partida de armamento para la República. Esta anécdota fue recogida por Luis de Galinsoga, que impresionado por éste y otros acontecimientos acuñó la famosa frase: «La vida de Franco ha sido conducida por el dedo de Dios». Conducida o no, Franco buscaba ese apoyo divino con denuedo. La siguiente ocasión en que aplicó el mismo modus operandi fue mucho después, cuando el embajador nazi Von Moltke se presentó ante el Caudillo para exigirle que España entrara en la II Guerra Mundial del lado del Eje. El ultimátum incluía un plazo no mayor de cuarenta y ocho horas para hacer la declaración de guerra. En caso contrario, las divisiones nazis que se encontraban al otro lado de los Pirineos se verían obligadas a invadir la Península. Enteradas del movimiento, las embajadas del Reino Unido y los Estados Unidos le comunicaron igualmente a Franco que serían sus países los que invadirían España si en cuarenta y ocho horas no expresaba su negativa a las pretensiones nazis. Franco les respondió a todos que debía pensarlo despacio y realizar algunas consultas. Una vez solo, lo primero que hizo Franco fue llamar de nuevo al capellán para que expusiera al Santísimo, esta vez en la recién estrenada capilla del palacio de El Pardo. El general permaneció en oración silenciosa, intensa, durante largo rato. Dos horas más tarde se cantó un Tantum ergo, al término del cual se retiró a dormir sin dar respuesta a ninguna de las potencias beligerantes. Veinticuatro horas más tarde, Von Moltke murió de un ataque de apendicitis, si bien existía una trama de tipo esotérico tras la muerte del embajador. De manera casi milagrosa, esta muerte accidental trastocó los planes del Eje y los respectivos ultimátum no llegaron a cumplirse. Dos años más tarde se volvió a repetir la misma escena. El nazismo estaba acabado y Berlín caía bajo el fuego enemigo. El único país claramente alineado con el fascismo que quedaba en pie era España. Franco era consciente del peligro que se avecinaba. Un testigo que formaba parte del círculo interno de El Pardo narró así los acontecimientos: «Era cuando traían las ondas noticias espantosas sobre los ataques contra Berlín. De un momento a otro se temía la catástrofe. Un servidor leal vigilaba en El Pardo junto al aparato receptor. Y a las dos de la mañana captó la triste noticia: “Berlín ha caído. Alemania se derrumba”. ¡Cuántos temían que aquel derrumbamiento acarrearía trastornos y ruinas interiores en España! Al escuchar la noticia, comprendió el secretario particular que se trataba de un momento muy grave, y llamó a Franco por el teléfono interior. El Caudillo le contestó: “Llame al capellán y que exponga inmediatamente al Santísimo en la capilla”. Hizo oración en aquella madrugada amenazante con muy pocas personas de su intimidad. Y, al terminar, les dijo que podían retirarse, que no le pasaría nada a España». La última ocasión en que se le vio ese tipo de actitud a Franco fue durante las negociaciones con Estados Unidos. Tenía que dar una respuesta inmediata y de importancia a la Embajada estadounidense, y al llevarle el ministro la nota, Franco le dijo: —Mañana contestaremos. —Pero parece, Excelencia, que urge —le contestó el diplomático. —Mañana contestaremos —volvió a decirle Franco. El ministro salió del despacho y Franco se retiró a su oratorio privado durante casi cuatro largas horas. Al día siguiente se dio una respuesta a los Estados Unidos que al parecer fue bastante bien acogida. Este perfil casi místico de Franco sorprendió bastante en un primer momento, ya que como había dejado escrito su propia hermana, al principio no era precisamente muy religioso. El porqué de ese cambio interior es un completo misterio histórico. Que evidentemente había detrás un gran entramado publicitario y de mercadotecnia social no cabe duda, pero ¿explica eso todo? Nosotros pensamos que no. Llegados a este punto, se abren todo tipo de posibilidades. Es interesante el hecho de que en 1939, antes de finalizar la Guerra Civil, el alcalde de Oviedo confiara a algunas personas íntimas una interesante anécdota. Al parecer, Franco le confesó que en una ocasión se le había aparecido una presencia luminosa, una mujer que a él le pareció nada menos que la Virgen de Covadonga. No había testigos, pero este tipo de rumores circularon ampliamente durante el largo régimen franquista. Uno de los más repetidos era el de una misteriosa y etérea dama que solía aparecerse por El Pardo. La única referencia interesante sobre el asunto fue recogida por Juan Antonio Ansaldo —el piloto del avión en el que se estrelló el general Sanjurjo—, quien la escuchó en el transcurso de una charla con José María Pemán. Este último le aseguró que un buen día, finalizando Franco sus audiencias en El Pardo, se presentó una monja que solicitaba ver al Caudillo. El ayudante de servicio estaba un tanto sorprendido, ya que la religiosa no había sido citada. Se le consultó a Franco, y éste, con gran nerviosismo, la hizo pasar. Según los testigos «departió con ella largamente». A la salida, el Generalísimo ordenó a su conductor que la llevase a donde ella solicitara. Mientras circulaban, el conductor comenzó a charlar con la joven monja, pero al cabo de unos minutos y tras un prolongado silencio, el hombre miró hacia los asientos traseros por el espejo retrovisor y... ¡no había nadie! Detuvo el coche bruscamente, se incorporó y giró la vista de nuevo hacia la parte de atrás... ¡Nada! La monja, por alguna razón desconocida, se había volatilizado. Según Pemán, se trataba nada menos que de santa Teresa de Jesús. Esta leyenda tiene mucho que ver con la veneración de Franco hacia los restos incorruptos de la famosa escritora y monja.1 No hay que olvidar que la toma de Madrid, el 28 de marzo de 1939, supuso el final efectivo de la Guerra Civil, y casualmente ese mismo día se celebra la festividad de la santa de Ávila: un signo más para los franquistas de que gozaban de la protección divina. Precisamente sobre la toma de Madrid se cuenta una anécdota que resulta primordial para entender el aspecto esotérico y místico de algunas de las decisiones del general Franco. Al comienzo de las hostilidades, los militares que habían dado el golpe de Estado tenían la completa seguridad de que la guerra sería corta, apenas un paseo militar hasta Madrid que no duraría más de unas cuantas semanas. Franco era el único que opinaba lo contrario. En cualquier caso, la consigna era clara: «¡Hasta la Puerta del Sol!». Aunque la historia fue muy otra, los sublevados tuvieron una oportunidad única de alcanzar la capital de España casi al comienzo de su insubordinación. Sucedió a finales de septiembre de 1936. Todos los estrategas de Franco estaban convencidos de que Madrid se encontraba al alcance de la mano. Sin embargo, cuando la desorientación del ejército gubernamental y las milicias del Frente Popular llegaba a su punto máximo y ya sólo se esperaba el golpe final, Franco hizo algo inesperado: las columnas sublevadas que venían por Extremadura en dirección a Madrid, se desviaron para ayudar a los sitiados en el Alcázar de Toledo. Ni que decir tiene que el dictador tuvo que afrontar la férrea oposición de su Estado Mayor, y que dado el curso posterior de la guerra, éste es considerado como el mayor error estratégico cometido por Franco en todo el conflicto. Sin embargo, al parecer había unas inquietantes prioridades que se dejaron traslucir en una corta conversación telefónica que el Caudillo mantuvo con Kindelán. —¿Sabe, mi general, que Toledo puede costarle Madrid? —le inquirió en tono desafiante el general Kindelán. —Lo sé. Yo así lo tengo decidido —contestó Franco— por apreciar que en toda guerra, y más en las civiles, los factores espirituales cuentan de modo extraordinario. Inquietante respuesta que quizás no se ha valorado lo suficiente. Esa simple pero trascendental contestación alargaría la guerra durante dos años y medio más. La baraca y los atentados contra Franco «Los moros decían de él que tenía baraca. Esto significa que tenía alguna suerte especial contra las balas.» Este comentario fue escrito por Pilar Franco tras la muerte de su hermano. Desde entonces mucho se ha dicho y escrito sobre esa supuesta buena estrella de Franco en sus años de juventud, pero ¿hasta qué punto era cierto? ¿Por qué décadas antes de que la maquinaria propagandística del régimen entrase en funcionamiento muchos le tachaban ya de personaje providencial? Si uno consulta su trayectoria personal, se dará cuenta de que efectivamente esa «leyenda» se fraguó en África, junto a los combatientes rifeños. A mediados de 1916 Franco llevaba tres años integrado en las fuerzas regulares del norte de África, peleando casi a diario. Para entonces su supuesta suerte en combate había comenzado a alcanzar cierta fama, porque de los cuarenta y dos jefes y oficiales que habían ingresado con él en esas unidades, solamente quedaban ilesos siete, Franco entre ellos. Una de las anécdotas de esa época, seguramente mitificada con el paso del tiempo, tuvo lugar en un parapeto mientras Franco tomaba su termo para beber algo de café. En ese momento, y según cuentan, una bala disparada por el enemigo le arrancó de entre los dedos el tapón, pero el entonces oficial, y siempre según testigos presenciales, siguió bebiendo impertérrito. Su baraca estuvo a punto de agotarse el 29 de junio de 1916. A las tres de la madrugada comenzó una ofensiva sobre la zona de Anyera. El fragor de la batalla era terrible, y poco a poco iban cayendo una tras otra las compañías que intentaban avanzar. Ya a primeras horas del alba le tocó el turno a la 3ª Compañía, que se encontraba precisamente bajo mando del capitán Franco. En medio de las vicisitudes propias de este tipo de maniobras, de repente resultó alcanzado por un disparo enemigo. Tras dar unos pasos tambaleante, cayó desplomado. El médico de campaña inspeccionó su herida, un gravísimo impacto en la zona del bajo vientre. Mortal de necesidad... o eso parecía. El médico que lo trató dijo más tarde que de haber estado Franco en postura de espiración en vez de inspiración, habría muerto. Además, parece que le ayudó la circunstancia de entrar al combate en ayunas y el que la bala no hubiera tocado ningún órgano vital. También en el traslado hubo cierta suerte: el practicante le inyectó la última ampolla de morfina que quedaba en el botiquín. Su hermana Pilar recuerda el lance de la siguiente manera: «En África mi hermano fue herido gravemente. La bala hizo un agujero limpio en el vientre y salió por la espalda, rozando la columna vertebral. Como estaba en ayunas, tuvo suerte y se salvó. La bala no llegó a perforar el estómago, cosa que posiblemente habría sucedido si hubiera comido poco antes, ya que con el peso el estómago baja unos centímetros. Hirieron gravemente a dos más y todos cometieron la imprudencia de beber agua. Estaban muertos de sed por la pérdida de sangre, y como allí había a mano, bebieron. Esto demuestra que nadie se muere hasta que Dios quiere». Por su parte, el propio protagonista del suceso dio en 1928, en la revista Estampa, sus particulares impresiones sobre el asunto: «El famoso moro El Ducali me recogió en sus brazos mientras unos soldados moros se lanzaban a la bayoneta contra el enemigo y otros me rodeaban para evitar que fuese herido nuevamente por el fuego nutridísimo. De aquel día conservó esta escara, perteneciente al caíd rebelde, un moro corpulento de barba venerable, vestido con magnífica chilaba azul, que al ser muerto por mis regulares se la arrancaron». Con baraca o no, lo cierto es que Franco se repuso rápidamente de su importante herida y se reincorporó al combate meses más tarde. El 10 de octubre de 1921, en el ataque de la Legión contra el Gurugú, murió su ayudante cuando ambos estaban juntos. Franco lo describe de la siguiente manera: «En estos momentos cae con la cabeza atravesada mi fiel ayudante; el plomo enemigo le había herido mortalmente; desde la guerrilla dos soldados conducen su cuerpo inanimado, y con dolor veo separarse de mi lado para siempre al fiel y querido barón de Misina». Es evidente que esa bala podía haber atravesado su cabeza perfectamente, pero Franco parecía ya habituado a esos avatares. Poco después, en la ofensiva del monte Arbos, Franco se encontraba al lado de su amigo Millán Astray, «inventor» de la Legión. En un momento dado en que estaban los dos comentando los efectos de la artillería sobre los alrededores de Nador, Astray gritó: «¡Me han matado! ¡Me han matado!». Una bala le había atravesado el pecho. Franco, sin dudarlo un instante, dispuso la evacuación de su camarada herido, pero él, de nuevo, se había salvado. Tras la aventura africana su baraca continuó, y así, en la Semana Santa de 1930, se dio otro caso singular. Francisco Franco conducía su coche en dirección a Valencia para visitar a su hermano Nicolás. Iba acompañado de su mujer, Carmen Polo, y de su hija Carmencita. Por aquel entonces las carreteras eran malísimas, y en una curva traicionera el vehículo patinó justo cuando salía de un puente. Tras dar varias vueltas de campana, chocó contra un primitivo guardarraíl que detuvo el automóvil en su última voltereta. Aunque se habían roto todos los cristales y los ocupantes sufrieron heridas leves, lo cierto es que, con la ayuda de unos campesinos de la zona, enseguida pudieron continuar el viaje como si tal cosa. En cuanto al tema de los atentados contra Franco, según Eliseo Bayo, cofundador de la revista Interviú, cabe decir lo siguiente: «Desde la terminación de la Guerra Civil hasta 1964, en que trascendieron los rumores sobre el declive físico del general, se sucedieron no menos de cuarenta atentados contra el Caudillo». Es un dato cierto, pero la cifra se queda corta porque sólo en los momentos iniciales del alzamiento militar de 1936 se contabilizaron unos dieciséis atentados contra la vida del general Franco. Lo más interesante es que en muchos de estos casos la indecisión, las circunstancias o la suerte se pusieron de lado del dictador. Veamos algunos de estos sucesos tan poco conocidos. Carlos Fernández, cuya biografía crítica de Franco nos ha servido de guía a lo largo de nuestra investigación, tuvo ocasión de charlar ampliamente con Manuel Fernández, un sindicalista al que se le había encargado la misión de vigilar a Franco cuando fue destinado a La Coruña en febrero de 1932 como gobernador militar. Al parecer, Franco frecuentaba el casino de la calle Real, y por la noche regresaba al edificio del Gobierno Militar cruzando el puerto, que estaba desierto a esas horas. Era poco más de un kilómetro de paseo, y solía hacerlo solo. Una noche de aquéllas pudo ser la última si no llega a ser por la reacción del espía sindicalista. Así recordaba Manuel el inquietante suceso: «Una vez, de madrugada, un anarquista que me acompañaba en el seguimiento a Franco me dijo que había que liquidarlo. Yo le pregunté por qué y él me contestó: “No sé. Ese tipo no me inspira confianza”. El anarquista tenía la pistola cargada y estaba muy excitado. Me costó mucho hacer que desistiera de su propósito y tuvimos incluso un pequeño forcejeo, pero al final no lo hizo. Cosas del destino». Meses antes del alzamiento, en marzo de 1936, el gobierno quiso alejar de Madrid a los militares más significados que pudieran conspirar contra la República, por eso Franco fue destinado a Canarias. Allí los movimientos izquierdistas protestaron por el nombramiento e intentaron echar de Canarias al recién llegado. Al poco tiempo comenzaron a amenazarle de muerte, por lo que hubo que redoblar la vigilancia en el edificio del Gobierno Militar. Sin embargo, fueron de nuevo las circunstancias las que salvaron la vida de Francisco Franco la noche del 15 de julio de 1936. Sólo tres días antes del alzamiento. Pese a la vigilancia, tres anarquistas armados lograron entrar en el edificio desde una casa colindante. En sus memorias, uno de los conspiradores, apodado Antoñe, cuenta cómo subieron a la terraza del dormitorio del general para asesinarlo: «Resulta que la puerta estaba cerrada con una tranca por dentro y que aquello no cedía. Franco se tiró a la puerta de la plaza y grito: “¡Socorro! ¡Pistoleros!”». El intento fue abortado y los conspiradores descubiertos. No obstante, las horas pasaban y los acontecimientos se sucedían con tremenda velocidad. Dos días más tarde, cuando se produce la sublevación militar, Franco se encuentra en el hotel Madrid de Las Palmas, donde se hospeda casi de incógnito en vista de que su vida corre continuo peligro. Lo curioso es que las autoridades republicanas saben de su evidente implicación en el golpe, y aún así determinan no detenerlo. Gracias a esa decisión, Franco pudo llegar al Gobierno Militar sin problemas, y desde allí partió hacia Marruecos para encabezar la rebelión. Pero hay más: cuando se estaba embarcando le apuntaban las armas de las autoridades republicanas. Alguien, a última hora, había planeado disparar sobre Franco desde la azotea del Gobierno Civil para detenerle. Sin embargo, por razones que nunca se aclararon, los francotiradores no se decidieron a hacerlo. La suerte, esa mítica baraca, continuaba acompañándole. [...]