De la cultura del consumo a la cultura del ahorro

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De la cultura del consumo a la cultura del ahorro
Carlos Llano Cifuentes
Numerosas empresas fomentan cada día con mayor empeño un consumismo exacerbado
que se alimenta de productos desechables, pero el dar paso y primacía a todos los
impulsos irracionales es un boomerang que se revierte, no sólo sobre la sociedad sino
sobre las propias empresas promotoras.
Comenzaré con una afirmación fuerte, pero que se irá explicando en el transcurso del
artículo: a la empresa no le conviene, incluso pragmáticamente, la promoción de una
cultura del consumo, sino una cultura del ahorro.
El consumo como tónica de vida incurre en excesos destemplados, siendo la templanza
una de las virtudes fundamentales del hombre, la cual incide de manera característica en
el trabajo de la organización: el hombre que no se circunscribe a sí mismo dentro de los
límites de la templanza es inconstante.
La conversión de los bienes de uso en bienes fungibles es ya la inconstancia misma: su
fruto comercial es la desechabilidad. Esta inconstancia en la utilización de los
instrumentos materiales y, en general, en todos los bienes materiales exteriores, hunde
raíces en el interior del hombre contemporáneo, ya no en forma de desechabilidad de
recursos materiales sino en puntiformidad inconexa respecto de planes, proyectos e
incluso ideales u horizontes carentes de sentido.
No puede inculparse a la empresa de que los productos o servicios que ofrezca sean
utilizados por sus clientes de manera tan poco racional o humana. El reproche ético le
viene cuando disemina y promueve un modo de consumir intemperante, sin mesura y
equilibrio, como forma de incrementar sus ventas. Entran así las empresas en una
competencia de novedades inútiles, inutilidad que no proviene ya del uso que se haga de
ellas, ni del modo de ofrecerlas, sino del artículo mismo que se pone en circulación
mercantil. Acostumbramos así a nuestra sociedad al manejo de baratijas y a la ingestión
de comida chatarra; la acostumbramos a un consumismo mimético.
ARTÍCULOS INTELIGENTES PARA INDIVIDUOS RACIONALES
La alternativa que se ofrece a las empresas contemporáneas no es sólo la de promover
un consumo inteligente de sus productos y servicios, sino poner en el mercado artículos
inteligentes, diseñados para individuos racionales, y no suscitadores de caprichos que
justo convierten al cliente en un caprichoso.
El cliente veleidoso e inconstante, que puede parecer en primera instancia una
insaciable fuente de crecimiento de las ventas, se convierte pronto en una pesadilla, ya
que, precisamente por su inconstancia, no sólo cambia de productos y servicios, sino de
las empresas proveedoras de ellos, y de ambas cosas al mismo tiempo, lo cual, no
siendo un cambio racional, empuja a las empresas a continuas variaciones que son palos
de ciego. La empresa tiene que vivir en la incertidumbre, en el caos, se dice, pero es una
incertidumbre y un caos sembrados por la empresa misma, que es ahora víctima de una
autofagia, antes del todo previsible.
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Hay otra alternativa: promover, sí, un consumo inteligente; producir productos y
servicios inteligentes, pero, además, cambiar la cultura en ciento ochenta grados:
difundir inteligencia en las personas. Esto es, pasar de la cultura del consumo a la
cultura del ahorro. Sería el servicio más importante que hoy la empresa puede aportar a
la sociedad.
El repentino descenso de ventas en baratijas y chatarra, se vería compensado por un
incremento de inversiones en bienes duraderos, de más alto costo por ser de más largo
plazo. La hoja de lata efímera se vería sustituida por la solidez permanente. Las ventas
serían menos numerosas en unidades, pero más sólidas en calidad, continuidad y precio.
Pero, por encima de todo, el servicio a la sociedad consiste en que el ciudadano actúe de
una manera más racional, o, para decirlo en términos precisos, más prudente, más
acertada. Se abrirán entonces espacios insospechados en el manejo de capitales,
constituidos por millones de ahorradores, que no ponen uno de los actos más
importantes de la prudencia (la previsión) en las manos del Estado, sino en las suyas
propias, con libertad para elegir sus inversiones del modo que previsoramente les
parezca más oportuno y aconsejándose con quien consideren más apropiado. Quizá
salgan perdiendo las tiendas departamentales y de conveniencia, y ganando los bancos,
las compañías de seguros, los fondos de inversión, pero en fin de cuentas la ganancia
será de todos.
DE PROLETARIOS A PROPIETARIOS
Uno de los más grandes daños que ha producido el llamado Estado providencia, que
carga con la seguridad social de los ciudadanos, es haber monopolizado, estatalizándola,
la previsión, la cautela del futuro, que son rasgos esenciales de la prudencia personal. La
previsión social monopolizada tiene como efectos los consumismos superficiales y los
ciudadanos improvisadores en lugar de previsores.
El trabajo del hombre, nos dice Peter Drucker1, entraña cinco dimensiones, de las
cuales una de ellas es precisamente la del trabajo como origen del capital. El trabajo es
la única fuente normal y razonable de capitalización, y una de sus finalidades.
Presuponer que el trabajador es de raíz dispendioso y poco previsor es ya hacerlo poco
previsor y dispendioso.
El propio Drucker nos advierte que las mejores inversiones de capital en Estados
Unidos están ahora formadas por los fondos de millones de ahorradores, es decir, de
personas asalariadas que velan por su futuro y el de sus hijos. La democratización del
capital es uno de los fenómenos advenidos en los países desarrollados, que va
declinando precisamente por la adversa corriente de consumismo que hemos suscitado.
El hecho de que los proletarios se conviertan en propietarios, sin dejar de ser proletarios,
beneficia a la empresa por todos los costados: por la mayor inteligencia de sus
consumidores, por el punto de vista de sus propios obreros, que no sería sólo el de un
trabajador sindicalizado, pues tiene intereses propios que defender; y, finalmente, por la
abundancia de capital disponible, con su correspondiente menor costo de disposición.
Pero el ahorro produce un beneficio mayor que este socioeconómico del que estamos
hablando: su beneficio más sustancial es antropológico, es decir, el hecho de ahorrar
repercute en la persona y, sobre todo, en la causa gracias a la cual el ahorro se produce.
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Uno de los principales personajes de David Copperfield, de Charles Dickens, hace esta
sustanciosa afirmación: si ganas cien libras al mes, y gastas noventa y nueve, serás el
hombre más feliz de la tierra; pero si ganas cien libras y gastas ciento una, serás el más
desgraciado. ¿La felicidad y la desdicha pendientes de dos libras? El pensamiento de
Dickens no se refiere tanto al monto del dinero, cuanto al ahorro que culturalmente
habrá de propiciarse. Alude al hecho de que el dominio sobre el propio dinero es
indicativo del dominio sobre otros aspectos, tanto interiores como exteriores de la vida
personal; indicativo de un tenor de vida; de un talante de conducta...
Si logramos transferir, en un vuelco de ciento ochenta grados, la cultura del consumo a
la cultura del ahorro, estaremos creando un ámbito existencial de autodominio, vale
decir, de comportamiento humano en cuanto tal. Estaremos haciendo hombres. Desde el
punto de vista de las motivaciones de Maslow, podemos atisbar la necesidad de no
esperar a que nuestras necesidades se apacigüen con las satisfacciones que pudiéramos
conseguir, sino que es necesario dominar ciertas necesidades a fin de satisfacer otras de
nivel superior. Esto es, el autodominio facilita y procura la trascendencia.
Con el paso, pues, del consumo al ahorro, nos pondríamos en condiciones de gastar
mucho dinero, si fuera necesario, en la satisfacción de necesidades de más alto nivel, en
lugar de desparramarlo en mercancías inútiles y sobrantes. Aparecerían, junto a los
consumidores reflexivos, que piensan en lo que deben gastar, sin esperar a que se lo
metan por los ojos la televisión, los que denominaríamos súper empresarios, aquellos
que tienen la misión de satisfacer necesidades no demandadas.
Afirmamos que en la actual tónica capitalista contemporánea ha nacido un desnivel de
las ofertas del mercado entre los bienes materiales (bienes de consumo) y los bienes
culturales, esponjadores del espíritu. El súper empresario requeriría de consumidores
reflexivos, y estos estarían a la espera de las ofertas de aquéllos.
Se nos podrá decir que estamos pintando una utopía: quizá. Pero pensamos, más que
nada, que la mejor forma de servicio que puede ofrecer hoy una empresa es la de poner
en el mercado bienes y servicios serios, que expansionen la capacidad humana, en lugar
de transformarlo en un patio de kindergarden o en un carnaval de superfluidades
excéntricas.
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