SIMPLE HISTORIA LA FELICIDAD Y LA DESDICHA En las alturas

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SIMPLE HISTORIA
LA FELICIDAD Y LA DESDICHA
En las alturas que dominan la ciudad de Hennebont, entre Vannes y Lorient,
había una vez, como dicen en aquel país los que relatan cuentos, había una
vez un día de campo. Dos familias se habían reunido para divertirse, y,
¡cosa maravillosa!: se divertían. Una banda de muchachas alegres y ligeras
revoloteaba por la campiña. Pero como siempre ha de faltar algo en el
mundo, una de las amigas faltaba en la fiesta, aunque asistía a ella. Ausente
y presente a la vez, la señorita Exulina Romiguiére permanecía sentada al
lado de su madre, anciana ya, no para hacerle compañía, sino para
testimoniar su pena. La actitud de aquella muchacha revelaba una profunda
desolación, un dolor incurable. Se la veía herida de muerte. Sus amigas le
aportaban las flores más perfumadas, inventaban diversiones para ella y le
excitaban a vivir. Pero Exulina sonreía por cortesía, y volvía a caer en su
letargo. Las risas de la alegre banda no llegaban a su alma
La señora Romiguiére echaba sobre su hija miradas desoladas. Llegó un
momento en que se alejó de ella para conversar respecto a su dolor con su
amiga, la señora Larey.
— ¡Pobre pequeña!, decía la madre de Exulina. ¿Qué pesadumbre será la
que la consume?
— Quizás no lo sepa ni ella misma, respondió la señora Larey.
— En el fondo de su alma, replicó la señora Romiguiére, acaso sufra de
un vacío que no me confiesa
— ¿Ha olvidado usted que mi hijo Adrián ha pedido a su hija en
matrimonio?
— ¡No!, y sin embargo, soy dichosa como si ahora lo acabara de saber,
añadió con sonrisa llena de gracia y ternura la pobre madre.
Por la noche, toda la sociedad se reunió en casa de la señora Romiguiére.
Esta familia sin tener la preocupación de la riqueza, que obliga a ciertas
solemnidades tampoco tenía la preocupación de la pobreza. La casa era
sencilla, pero encantadora; el jardín estaba lleno de flores, y la mesa era
lo sufrientemente grande para que a ella se sentaran los amigos: toda la
familia estaba unida; se querían entre sí, y era querido por todos, aquel a
quien Exulina había dado palabra de matrimonio. ¿Qué le faltaba, pues,
para ser feliz?
La señora Romiguiére hacía a diario estas reflexiones a su hija, y
encargaba a la señorita María Répel que se las repitiera. La señorita
María Répel había sido rica y daba ahora lecciones de piano, a fin de no
morirse de hambre; su madre murió al enterarse de su ruina. Su padre,
gran propietario en otros tiempos, elector influyente y personaje
distinguido, una de las notabilidades del Morbihan, quedó reducido, por
una especulación en la que pereció toda su fortuna, a la condición de
postillón de diligencia, porque era todavía aquel el tiempo feliz de las
diligencias, hasta que un día, en los alrededores de Auray, el coche que
conducía con impericia, volcó y lo aplastó. María contempló el cadáver
mutilado de su padre.
Aquella muchacha, habituada ya a todo y resuelta pidió trabajo y no lo
encontró. Los que antaño comían en casa de su padre ya no se acordaban
de su nombre. Sola en el mundo, supo María que era el entrar por la
noche en una pequeña habitación sin haber ganado el pan del día
siguiente.
Llena de admiración y respeto, la señora Romiguiére hizo de María la
amiga de Exulina.
— Señorita, le dijo, me parece que sabrá usted consolar; consuele a mi
hija, se lo pido.
María y Exulina se hicieron amigas, y María trató de consolar a su amiga.
Hizo a Exulina un retrato encantador de la felicidad de que ella debiera
haber gozado. Le representó la bondad de su madre, la bondad de
Adrián, que la había pedido en matrimonio, la belleza de su porvenir, la
belleza de la naturaleza.
— Créeme, respondía Exulina, que nadie tanto como yo sentiría todas
esas cosas, si fuera dichosa. Si fuera yo dichosa, sería buena,
afectuosa, gozaría de tu amistad, gozaría del sol y de las flores.
Gozaría de esta casita tan linda, gozaría de la admiración de Adrián, pero,
por mi desgracia, el sol me irrita, se burla de mí y me recuerda mi
desesperación; tu amistad me hace lamentar el no poder apreciar y gozar de
ella. Adrián me recuerda, sin saberlo, que la felicidad no se ha hecho para
mí, y en cuanto al jardín, en cuanto a las flores, no me hables nunca de
ellas, María.
Allí terminaban las expansiones de Exulina, y la confidencia suprema
moría en sus labios.
— ¿Qué es lo que deseas?, le decía María. Habla, que estamos deseando
servirte.
— ¡Ay, María! No sabes tú lo que es la desgracia. ¡Querría estar muerta!
Así pasaban los días, y ni su madre ni María ni Adrián, arrancaron a Exulina
su terrible secreto. Se la veía cada vez más sombría. Los cuidados y las
ternuras resultaban perdidos. Por la mañana, después de una noche agitada,
su madre la abrazaba y le pedía noticias. Exulina volvía la cabeza con aire
de languidez.
— Tu matrimonio tendrá lugar dentro de ocho días— le decía ella —, y
Adrián es bueno.
— No lo sé—respondió Exulina—. Puede ser que lo sea.
Pronto se agravó todo. Exulina tenía una pasión, una pasión de la especie
más comprometedora, más negra.
Se encerraba en su cuarto, de donde salía pálida, deshecha, y habían visto
en su mano temblorosa cartas de letra desconocida. La señora Romiguiére
llamó a Adrián
— Tengo que confesárselo todo—le dijo—, hijo mío. He aquí lo ocurre.
No solamente no se lo quiero ocultar, lo que sería un crimen, sino que
vengo a pedirle un servicio. Exulina está enferma. Si alguien puede
curarla es usted. Pero antes de traer el remedio es preciso saber cuál
es el mal. Conviene por usted, por ella, por todos nosotros, que antes
del matrimonio, antes de ocho días, se sepa el secreto terrible que
comprometería la felicidad y el honor de dos familias. Es preciso, hijo
mío, que descubra usted ese secreto. Voy a decirle todo lo que sé, a
fin de que usted pueda decirme lo que no sé.
— Cuente usted conmigo, señora—respondió Adrián—, sino tengo la
felicidad de devolverle a usted a mi mujer, le prometo por lo menos
devolverle a su hija.
A partir de aquel instante, Adrián llevó una vida singular y misteriosa. Se
le vio por la noche pasear junto a la casa de Exulina, espiando a cuantos
se aproximaban. El más sospechoso de los que pasaban era el cartero.
Cuando divisó el cuello rojo de aquel funcionario, sintió Adrián que el
corazón le latía con fuerza. Se ocultó tras unas matas y distinguió a
Exulina. Esta llegó ante el cartero. Este es el instante solemne—pensó el
desventurado joven—Exulina tomó de manos del cartero varias cartas y
se metió una en el bolsillo, yendo con aire despreocupado a entregar las
demás a su madre, que no estaba lejos de ahí. Ninguno de los
movimientos de Exulina dejó de ser advertido por Adrián, que seguía
desde lejos a la muchacha. Exulina se encerró en su habitación, y cuando
volvió al salón donde su familia estaba reunida, su mirada fría y seca
apenas reparó en Adrián.
Un imperceptible temblor agitaba sus dedos. Amargas reflexiones
atravesaron el alma del joven. Me caso, pensaba, y quisiera hacerla
dichosa, pero ella me sacrifica, y se sacrifica juntamente conmigo a algún
extraño, que se burla de ella sin duda alguna.
Exulina, triste y fría, hacía la labor en un rincón de la sala. Necesitó
devanar una madeja de seda. Exulina sacó del bolsillo el papel necesario
al objeto, y Adrián, con la mayor sorpresa, reconoció la carta que
acababa de recibir. Exulina le suplicó que tuviese la madeja, y con toda
calma la devanó sobre la terrible carta.
— ¡Qué capacidad de simulación! —pensaba Adrián —. Cuánta habilidad
para una niña. El medio más seguro de ocultar una carta, es el
enseñarla. Jamás inspira sospechas un papel expuesto a todas las
miradas. Me llevaré el pelotón — decía para sí, y temblaba ante su
audacia —. Su madre me ha encargado de ella, y además pierdo la
cabeza, necesito ver y leer esa carta, para no volverme loco.
La velada fue terrible para Adrián. No perdía de vista la carta fatal, y
temblaba a cada movimiento de Exulina. Durante aquel tiempo, buscaba
María el medio de decirle una palabra, con el fin de ayudarle en su
empresa. Adrián la evitaba, tomaba sus deseos por coqueterías, y una
equivocación general daba a la reunión de la señora Romiguiére el
aspecto de una escena de comedia.
Adrián hablaba de las muchachas en general, de su ligereza, de la
vanidad de los sentimientos que no se atreven a mostrarse a toda luz, del
peligro de las correspondencias secretas, etc. Exponiéndose a que las
muchachas le preguntaran por qué no había mostrado antes su gran
talento de predicador. Exulina se burló de cruelmente. Adrián salió de allí
furioso y lacerado; pero se llevó la carta.
Sentado en su habitación fue quitando lentamente la seda hasta que
apareció el papel que contenía el secreto de Exulina y el destino de los
dos. — Va a decidirse mi vida —, decía en voz alta. Se detenía, las
lágrimas le asomaban a los ojos, continuaba lentamente su cruel trabajo;
volvía a detenerse; ponía la mano sobre el corazón para contener sus
latidos, medía los minutos durante los cuales tenía todavía la felicidad de
ignorar, lamentaba su audacia, se desesperaba por haber llevado la carta.
Por fin tuvo entre sus manos temblorosas el papel. Se recogió un
instante, requirió todo su valor, lo abrió y leyó: “Señorita, no me he
podido procurar el lirio rosa que usted desea tanto. Le ruego crea en la
pena sincera de su devoto servidor. Juan Fortín . Horticultor. “
Cuando Adrián salió del atontamiento que le produjo la extraordinaria
sorpresa, tomó la fusta, se calzó las espuelas, llamó a un criado, pidió su
caballo y partió a galope por el camino de Vannes.
Entretanto, Exulina dormía; a la otra mañana descendió a la sala donde
encontró a María.
— Estoy triste— le dijo Exulina —, estoy lacerada, desolada. Sucumbo,
mi querida María. ¡Querría estar muerta! ¡Para qué sirvo yo!
Oyóse en aquel momento el galope furioso de un caballo que
desempedraba la calle. Corrieron todos a la reja, poseídos de espanto:
los acontecimientos son raros en Hennebont. Creyóse que llegaba una
estafeta de París, para anunciar una conmoción social. Apareció un
caballero cubierto de polvo; el caballo que montaba se desplomó en la
misma puerta de la casa de Exulina, que retrocedió horrorizada. — Aquí
está, aquí está. ¡Tómela, tómela! — exclamó el caballero, que saltó al
centro de la habitación —. ¡Exulina! Adrián se la trae a usted.
Y, en efecto, tenía Adrián en la mano un enorme ramo de lirios rosa, lo
posó, temblando de alegría, en las rodillas de Exulina. ¿Y qué hizo
Exulina? ¿Dio acaso un grito de alegría? ¡Ay, no conocéis el corazón
humano!
Exulina rechazó a Adrián y tiró el ramo diciendo:
— Ya es tarde: ya no puedo ser dichosa, he esperado demasiado. ¿Por
qué no me trajo usted este ramo hace un año? ¿Por qué prolongó
usted mi agonía? Hace dos años debiera usted haberme dado el lirio
rosa, y entonces — añadió ella llorando de rabia — lo hubiera querido
empenachado.
Guardó Adrián un
recogió el ramo
presentó al joven,
— Señorita María, le
profundo silencio; comenzaba a comprender. María
rosa que Exulina había tirado al suelo y se lo
quien le dijo:
pido que se quede con ese ramo.
Exulina hubiera en consentido casarse con Adrián antes de la aventura
del lirio rosa, pero después ella reusó absolutamente. Adrián estaba
curado: sólo se lamentó por su caballo. El pobre animal murió reventado
por el viaje.
Tres meses después, murió Exulina de la enfermedad que llaman
consunción lenta: algunos días antes de la catástrofe, María recibió de
Adrián la siguiente carta:
“Señorita: Voy a usted, porque usted posee el secreto de la vida. Este
secreto que ignoraba el año pasado, lo he podido adivinar
contemplándola.” “La señorita Exulina, colmada por todas las felicidades
que pueden encantar la vida, se muere de pena. La pobre muchacha ha
creído que el lirio rosa llegaba demasiado tarde, y que además debía
haber llegado empenachado.
Comienzo a comprender.
La locura humana sin cambiar de naturaleza, ha tomado una forma
burlona para iluminarme.
Los hombres creen desear esto o lo otro, como un niño enfermo pide que
le cambien la cama.
Comienzo a comprender que la enfermedad nada tiene que ver con la
cama, sino con el hombre.
Alejandro, a quien llamaban el Grande, hizo lo mismo que Exulina. Su
lirio rosa fue el imperio del mundo; fue a buscarlo a la India, y murió
después, diciendo que lo hubiera querido empenachado.
Lo mismo es que el hombre espera satisfacerse por la posesión de todos
los mundos creados, que por el encuentro del lirio rosa; la broma es la
misma. En verdad.
El cansancio se encuentra al final de todas las cosas, si Dios no se
mezcla en el asunto.
Usted, señorita, es más ambiciosa que Alejandro, pues ha querido hacer
descender lo infinito a usted, por la aceptación severa de la vida tal cual
es, y lo infinito ha descendido.
La vida, dulce terrible es siempre un peso, y nadie puede llevarla sin
consentir en el sacrificio. Usted lo ha llevado terrible. Exulina ha
reusado llevarlo dulce; porque usted sabía, y ella no sabía el sentido de
las palabras buena voluntad, sinónimo de la palabra felicidad.
Esto es lo que me ha dicho usted, señorita, no con palabras, sino con
actos. Si lo he comprendido bien, pido a usted el compartir, ante Dios y
ante los hombres, casándome con usted, su felicidad,
Adrián.”
El matrimonio se celebró pocos días después.
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