Rogelio Reyes Cano Universidad de Sevilla Esperando a Grenouille o la coherencia poética de Rosa Díaz Hace sólo unos años, cuando la escritora sevillana Rosa Díaz dio a la luz su libro La palabra vivida, resalté en estas mismas páginas de Zurgai (diciembre de 2006) la nota en mi opinión más destacada de su ya larga trayectoria poética: su fidelidad, por encima de modas y etiquetas del espacio lírico español, a un concepto muy original y distintivo del quehacer literario, a una voz interior que ha hecho de su obra, más allá de aciertos o desaciertos, un testimonio de coherencia con su modo personalísimo de entender el verso. Consideraba yo aquel libro – reedición de otros textos anteriores dispersos que iban desde 1980 hasta esa fecha- “una muestra cabal de un mundo poético inequívocamente personal” y de una “originalidad expresiva con los que hay que contar en nuestra poesía de hoy”. Ahora, al conocer en primicia su libro inédito Esperando a Grenouille, me reafirmo en que la voz de Rosa Díaz sigue ahondando en esa misma línea de autenticidad, en un crescendo que refleja una fe en sí misma, en su particular mundo poético, y una audacia expresiva dignas de ser tomadas muy en consideración si las comparamos con la atonía imitativa y manierista de tantos otros creadores líricos de nuestro tiempo. Esperando a Grenouille no es un libro mimético de otros textos anteriores suyos; es, lisa y llanamente, un paso más en ese compromiso suyo con una poesía que integra desenvoltura verbal y embridaje conceptual, gravedad y desenfado, culturalismo y frescura coloquial, oficio largamente aprendido y valor para dejarse guiar, sin concesiones a lo “poéticamente correcto”, a las nuevas solicitudes y urgencias que le va reclamando su yo más íntimo. Trasmutados en lengua, tales requerimientos exigen también de ella nuevas audacias verbales, nuevas e inesperadas asociaciones conceptuales, nuevos retos a los que enfrentarse valientemente, acompasando así vida y poesía en una sucesión de textos que rezuman autenticidad. Sólo así, como el penúltimo paso en esa larga carrera por ser fiel a sí misma, puede entenderse un libro como Esperando a Grenouille, en el que los modos poéticos peculiares de su autora se han intensificado en la medida en que su propia experiencia vital la ha ido llevando hacia una visión más problemática, decepcionante y hasta desolada del mundo. El libro explicita en su título dos referencias intertextuales muy evidentes: la construcción gerundiva del famoso texto de Samuel Becket, Esperando a Godot, precursor del teatro del absurdo y exponente de la soledad y el sinsentido, y la figura del héroe-antihéroe de El perfume, la conocida novela del escritor alemán Patrick Süskind. Ninguna de las dos referencias invita precisamente al optimismo. Si la primera refleja la desoladora experiencia de la “náusea” del existencialismo, con un Godot que nunca llega, la segunda, situada en el siglo XVIII, subraya la imposibilidad del amor de ese perfumista deforme y asesino que se llama Grenouille, todo un símbolo de lo más descarnado y sucio del vivir envuelto en trazos de humor negro. Sobre esta figura degradada, producto de una desventurada naturaleza que a todos nos concierne y nos marca, Rosa Díaz construye un poemario en el que su propia experiencia de mujer se expresa descarnadamente entre la enunciación más explícita, las figuraciones tomadas de la realidad ajena, su rico bagaje literario y un lenguaje a veces surrealista a veces conscientemente “antipoético” que dota a sus poemas de una fuerte expresividad. El libro se abre con un soneto, una suerte de “poema-prólogo” que recuerda la vieja “dispositio” del Canzoniere petrarquista 26 por lo que tiene de declaración de propósitos y de buscada síntesis de todo el texto. Montado sobre la noción de “frialdad”, expresión de la idea de muerte, una catarata de imágenes subraya en ese texto (“Preludio para invierno”) su desencanto existencial : la “guerra fría” que entibia el café cotidiano, el edredón “a bajo cero”, la “tundra” del sofá, los silencios de “hielo” y “todo el polo norte” tragado, en un inesperado esguince coloquial, “sin rechistar y sin decir ni pío”. El poemario se despliega a continuación en cuarenta y ocho poemas bajo el título beethoveniano de “Sonata patética” y otro más con el enunciado de “Coda” que en medio de la amargura vital parecen abrir al final un leve resquicio a la esperanza: “Ego te absolvo a peccatis tuis /, digo, perdonándole al tiempo / que no pusiera al lado de mi sombra/ la mitad que le falta”, versos algo enigmáticos pero alejados de la compulsión negativa que define al libro. Fiel a ese afortunado contraste entre dos registros expresivos aparentemente contradictorios, a esa suerte de “armonía de contrarios”- el sello, para mí, más original y logrado de toda la poética de la autora-, el libro va discurriendo como una sucesión de vivencias llenas de interrogantes. Vivencias que reflejan las grandes angustias y perplejidades que atenazan el corazón del hombre, desde las cosas más triviales hasta los grandes conceptos sobre los que construye su vivir : el amor, la maternidad, la confusión del tiempo, el sinsentido del mundo, la muerte de cada día… Un haz de recurrencias vitales y literarias se entrelazan sabiamente para darnos un cuadro desconcertante de su más hondo yo. Con un efecto caleidoscópico, se mezclan los episodios más crueles y primitivos vividos en la Rusia profunda o las miserias de Gaza y Cisjordania con vivaces y a veces tiernos recuerdos de una infancia lejana ; las apelaciones a las grandes fuentes literarias interiorizadas – desde los autores clásicos hasta los más recientescon los testimonios de los artistas más desconcertantes y sufrientes, desde El Bosco a Goya y a Van Gogh, la música de Henry Mancini o los guiños cinematográficos de Kurosawa, Groucho Marx o Autrey Herburn… Todo se mezcla en una lograda construcción verbal que parece reflejar, al modo surrealista, un torrencial automatismo de la mente que desborda el orden racional y cristaliza en un sorprendente caos expresivo que a cada paso reta a la inteligencia del lector. Los poemas, sin títulos y en apariencia independientes, ni se numeran ni se individualizan como tales ; más bien, a la manera del Espacio juanramoniano, responden a un continuum que los hilvana sin solución de continuidad, a una secuencia que fluye en expresivo desorden de la conciencia psíquica agitada y vehemente de la autora mezclando los tiempos y las experiencias vividas. Urgida por ese propio caos interior, producto de la compulsión indagatoria de una sensibilidad muy extremada, descarga sus urgencias en un discurso apasionado y veraz que encara el mundo desde una perspectiva desolada cercana al absurdo. Una herida que supura pesimismo y franqueza a partes iguales en una valiente disección del mundo de la que sólo en la citada coda parece insinuarse, como ya se ha dicho antes, una tenue nota de posible optimismo. El resto, cargado de pesimismo existencial, viene definido por esa desoladora espera al protagonista de El perfume, que parece sugerir la idea de la muerte. Esa misma compulsiva franqueza es la que define el rasgo más original del libro: la creación de un lenguaje poético descarnado, directo y vivaz, rico en imágenes, que no rehúye el feísmo y hasta el desagrado, con un impulso frenético en el nombrar y un desahogo léxico fresco y desenfadado, leal a una trayectoria que ya se venía intensificando en sus obras últimas. De nuevo nos encontramos, más enardecido si cabe, el gusto por un coloquialismo de fuerte acento personal (“¡Qué lejos yo de esa mujer / que anda con sus hijas y sus nueras, / levanta la yurta, 27 masculla mantras / y gira una rueda de oración…/ Qué lejos yo de esa mujer que anda”; las enumeraciones expresivas (“Sapos bajo mis pies, langostas que aniquilan / los plantíos de mijo…”), con frecuencia en la esfera de lo grosero y hasta lo escatológico, en una forma de realismo descarnado y desinhibido: “ En la modosa chaqueta de astracán, / la mano abominable y otra humedad resbala. Es intestino, mierda y hueso de tuétano…”; las fórmulas interrogativas lanzadas como dardos a la conciencia del mundo : “ ¿Adónde irá mi abuela por el atardecer de la pintura del Bosco, / andando el inquietante “Jardín de las delicias”…? ¿Adónde ella valva en la concha, inquilina del agua / y habitando el óvulo que la fecundó, / equilibrista en un árbol de metal / y rota y sepultada en un hueso de fruta?”; metáforas de mucha originalidad (“Y habla pero no habla conmigo. / Habla así porque llama a su madre / y le pone voz de trapo y de miedo”; y la opción por recursos de gusto surrealista que en ocasiones recuerdan la imaginería lorquiana de Poeta en Nueva York : “Y yo,/ que no vine a comer alacranes / ni a consumir veneno de serpiente, / cruzo los semáforos sin tacones,/ miro en mis labios el código de barras / y aprovecho y lloro cuando pico cebolla”. En este mismo texto se hace muy explícito, en mi opinión, el mensaje esencial de todo el poemario: la espera de la muerte sin renunciar al vitalismo cotidiano, con el temor, sin embargo, de que el azar obligue a sufrir una dura antesala : “He agotado el sexto mandamiento, / avanzo por la gula, / admito en la nevera chocolate impío / y pienso que la muerte / es la única sorpresa que me guarda la vida / y hasta creo que es grata la sorpresa. / Ojalá se me parta el corazón y muera estando viva. / Ojalá que el lobo me preserve / de la penúltima estancia de la vida”. Un aire de sincera veracidad conceptual y a la vez un decir doliente y desgarrado no exento en ocasiones de una leve carga de ironía definen, desde mi punto de vista, las más destacadas calidades de Esperando a Grenouille, un texto que Rosa Díaz guarda todavía, esperemos que por poco tiempo, en el telar de su sostenida creatividad poética aún no impresa. Una obra valiente, libre y desenfadada, una confesión en la que desnuda sin disimulos su yo más personal y lanza al mundo sus grandes perplejidades existenciales con una autenticidad y una coherencia expresiva dignas de ser muy consideradas en el panorama de la poesía española de este tiempo nuestro, tan pródigo, por desgracia, en voces y en acentos líricos convencionales. 28