Jorge Adame Goddard. La justicia del juez: juzgar bien.

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La justicia del juez: juzgar bien
Jorge Adame Goddard*
SUMARIO: I. Introducción. II. El juicio de uno mismo. III. La función social del juez. IV. Las condiciones mínimas para el juicio justo.
V. El hábito de juzgar rectamente. VI. Los defectos que impiden el
juicio recto. VII. Conclusiones.
I. INTRODUCCIÓN
La responsabilidad principal de un juez es juzgar bien, por lo que toda la
ética judicial, en lo que tiene de ética específica o particular, se orienta
a la práctica de la conducta necesaria y conveniente para que el juez
cumpla esa delicada misión de juzgar rectamente.
Cuando el juez cumple su tarea, juzga una conducta ajena, pero su
juicio es, en su naturaleza y método, semejante al juicio que cada persona hace de su propia conducta, por lo que parece conveniente iniciar
esta reflexión considerando el juicio que cada quien hace de sí mismo,
para luego presentar cuáles son los hábitos intelectuales que disponen al
juez a juzgar bien.
Las reflexiones aquí expuestas provienen principalmente de estas fuentes: d’Ors, Álvaro, Nueva introducción al estudio del derecho (Civitas, Madrid, 1999); Pieper, Joseph, Über die Klugheit trad. por Manuel Garrido
* Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM.
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(“La prudencia”) en Las virtudes fundamentales (Rialp, Madrid, 1976);
Ramírez, Santiago M., La prudencia (Palabra, Madrid, 1979); Tomás de
Aquino, Suma de Teología (trad. BAC, Madrid, 1995) II, 2 especialmente el tratado de la prudencia (cuestiones 47-56) y cuestión 60: el juicio.
II. EL JUICIO DE UNO MISMO
La persona se gobierna a sí misma. Es una verdad fundamental, de la que
depende toda la ciencia ética y la ciencia jurídica.
Si la persona no fuera dueña de sí misma, si no fuera ella quien elige y
decide sus acciones y las ejecutara libremente, no tendría por qué responder
o dar cuentas a otros de sus acciones. No sería responsable y no existirían las
ciencias que se ocupan de definir la conducta personal exigible.
Decir que la persona se gobierna a sí significa que ella elige libremente los fines de su vida y que decide las acciones que sirven como medios
para alcanzar esos fines.
Hay fines que son connaturales a la persona, pues corresponden a lo
que es su bien o perfeccionamiento, como son la salud, la ciencia, la amistad o la justicia. Son fines a los cuales la persona está naturalmente inclinada, pero tiene la posibilidad de rechazarlos y de vivir procurando otros
fines como las riquezas, el honor o el poder.
Las acciones que la persona decide y ejecuta dependen de los fines
que ha elegido. Son ellos los que dan sentido y dirección a la multitud de
acciones que cada persona ejecuta durante su vida.
El problema fundamental que se plantea a la persona libre es el de
elegir los fines correctos para su vida. La elección es originalmente un
juicio por el que, después de un análisis, la persona afirma que un determinado bien es el mejor entre varios posibles; después del juicio,
viene el acto de la voluntad de adherirse a ese bien conocido racionalmente como superior. La inteligencia es la guía que conduce a la elección de lo mejor, y de ahí el aforismo ético de que la persona ha de vivir
gobernada por su razón.
Habiendo sido resuelto el problema de elección de los fines superiores, se presenta el problema, cotidianamente y muchas veces al día, de
definir cuáles son las acciones que deben practicarse en consonancia con
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dichos fines, es decir el problema de la toma de decisiones o de qué
hacer en situaciones concretas. Aquí entra nuevamente el juicio, ya no
de los fines, sino de los medios. La decisión es inicialmente un juicio
por el que la inteligencia afirma que una determinada acción (o medio)
es la más adecuada para alcanzar cierto fin. Al juicio sigue el acto de la
voluntad de adhesión a dicha acción y, ordinariamente, la puesta en práctica de la acción correspondiente.
Resulta así que para la persona vivir es elegir y decidir, lo que significa
juzgar acerca de los fines y los medios y querer lo que la inteligencia
presente como mejor. Estos juicios, como todos los juicios humanos, pueden ser acertados o equivocados, según afirmen o no lo que objetivamente es mejor para la persona y lo que objetivamente es más adecuado a
los fines. Por ello, la capacidad de juzgar atinadamente en lo relativo a las
acciones personales es un factor decisivo para la vida personal y un factor
clave para su educación.
La vida comunitaria, que no es más que la vida coordinada de muchas personas, se ordena también hacia los fines cuya consecución implica el perfeccionamiento de las personas y de la vida en común. Esta
vida es a la vez un medio y un fin. Medio en tanto que la vida en común
genera los bienes (materiales y espirituales) necesarios para el perfeccionamiento de cada persona. Fin, puesto que cada persona contribuye con
sus bienes y trabajo al perfeccionamiento y desarrollo de otras personas
y de la comunidad en su conjunto. Por su propia naturaleza, la vida en
común es obra de todas las personas y se da para beneficio de todas. Por
eso tiene también como un principio natural ordenador el de la justicia,
el dar a cada quien lo suyo, de modo que cada persona dé a la comunidad lo que debe darle y reciba de ella lo que ésta le debe, y que entre las
personas se mantenga el respeto mutuo y el cumplimiento de lo que
entre ellas se deban.
La determinación de lo que es suyo, de cada persona o de la comunidad, y que a la vez es lo debido por otra persona o la comunidad, es
también materia de juicio. Dando por sentado que la justicia es un fin
natural de la vida social, el juicio de lo que es debido se refiere, no al juicio
sobre los fines, sino al de las acciones o medios conducentes al fin, en este
caso a la justicia.
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La conducta personal debida a otros (a otras personas o a la comunidad en conjunto) viene establecida, en términos generales, por lo prescrito en la propia naturaleza humana, en las leyes y demás ordenamientos
públicos y los convenios privados. Cuando se quiere determinar la conducta que en concreto debe una persona a otra o a la comunidad, o la
conducta que la comunidad debe a una persona, se acude a esas fuentes,
y a partir de lo que prescriben se determina en el caso concreto qué es
lo debido.
III. LA FUNCIÓN SOCIAL DEL JUEZ
Cuando se da un conflicto entre dos personas, o entre la comunidad y una
persona, a causa de que alguna de ellas no cumplió lo debido en opinión
de la otra, se hace necesaria la intervención de un tercero que juzgue
objetivamente qué es lo debido en ese caso, si ha habido o no incumplimiento y, en caso de que lo hubiera, ordene la práctica de una conducta
que restablezca la justicia entre las partes. Esta es la misión de los jueces;
la difícil, delicada y muy importante labor de los jueces.
La actividad de los jueces es baluarte de la paz social. Sin ellos, los
conflictos degeneran en discordias, luchas, venganzas. Pero las sentencias
de los jueces no resuelven los conflictos, a no ser que sean cumplidas, y me
atrevo a decir, voluntariamente cumplidas, porque resulta insensato esperar que todas las sentencias, o una buena cantidad de ellas, tengan que ser
ejecutadas con el apoyo de la fuerza pública.
Por medio de la sentencia que condena a una de las partes a realizar
determinada conducta, el juez define cómo se ha de restablecer la justicia
en esa relación, pero corresponde a la persona misma del obligado practicar la conducta debida, y para hacerlo habrá de juzgar internamente si lo
definido por el juez es realmente justo y, si lo acepta, estará dispuesta a
cumplirlo, en caso contrario procurará no hacerlo.
Los jueces deben a la comunidad no solamente sentencias, sino sentencias justas y convincentes, que sean por lo general respetadas y acatadas. Por eso, en esta comunicación me propongo reflexionar sobre las
virtudes que deben poseer y desarrollar los jueces para hacer esta delicada
labor de definir objetivamente lo justo debido y, en su caso, ordenar los
medios para reparar la injusticia. En eso consiste la justicia del juez.
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IV. LAS CONDICIONES MÍNIMAS PARA EL JUICIO JUSTO
Tradicionalmente se han definido tres condiciones para el juicio justo. La
primera es que el mismo juez quiera hacer justicia. La segunda, que el
juicio sea resultado de un razonamiento objetivo, y la tercera, que sea
pronunciado por juez competente. Por ahora no interesa profundizar en
esta tercera condición, sino en las dos primeras.
Que el juez quiera hacer justicia es una condición indispensable. Si
tiene la voluntad de hacer justicia, es porque quiere determinar lo justo
atendiendo a los principios y reglas jurídicas y no a sus intereses o preferencias personales. Lo que más suele afectar esta voluntad es el interés
por las riquezas o el poder y el miedo por las amenazas a su seguridad y
la de su familia. Ya lo decía Aristóteles cuando afirmaba que “lo deleitable y lo triste pervierten el juicio”. La organización judicial debe contar con estructuras y mecanismos que faciliten y promuevan que el
juez mantenga esa voluntad constante y perpetua de dar a cada quien
lo suyo.
El compromiso del juez por la justicia no puede ser parcial. No puede
quererla para unos y para otros no. Tampoco puede quererla para otros y
no procurarla para sí. Por eso, el juez debe caracterizarse, en su vida personal, en todos los aspectos (familiar, profesional, social, político) por ser
alguien que se esfuerza por ser justo, por practicar lo objetivamente debido. Difícilmente podrá un juez definir lo que es justo entre otros si no
practica él la justicia en sus relaciones con los demás. Esto lo dice el refrán
popular al afirmar que “el buen juez por su casa empieza”.
La voluntad propia del juez de impartir justicia se concreta principalmente en juzgar rectamente. La mejor obra que puede dar un juez, lo que
se espera de él, es que su juicio sea objetivo, imparcial, que defina lo justo
posible en cada caso concreto. Cuando la voluntad del juez está viciada porque quiere favorecer a una de las partes, su juicio queda igualmente
viciado. Su sentencia no es justicia, sino violencia, más cruel que la violencia privada, pues tiene la apariencia de ser legítima.
Pero no se trata aquí de profundizar en esa condición del juicio justo.
La voluntad de ser justos la doy por supuesta en todos los jueces. De lo
que se trata es de analizar los hábitos mentales que el juez requiere tener
y cultivar para juzgar rectamente.
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V. EL HÁBITO DE JUZGAR RECTAMENTE
La necesidad de elegir y decidir requiere que la persona tenga el hábito
o capacidad aprendida de juzgar acerca de la conducta adecuada para su
propio perfeccionamiento y el de la comunidad en que vive. Ese hábito o virtud intelectual se llama tradicionalmente prudencia, y es el faro
que dirige la vida personal. El hombre prudente es quien se gobierna
adecuadamente.
Además de la prudencia personal, hay la prudencia propia del gobernante que dispone de lo conveniente para el bien común, y la propia del
juez que discierne lo justo en situaciones concretas, que es la prudencia de
lo justo o jurisprudencia.
El hábito intelectual, o prudencia, de juzgar acerca de la conducta
humana en relación con el perfeccionamiento de la persona y de la comunidad, procede a través de tres operaciones: deliberación, juicio y decisión. Son las mismas operaciones que requiere la prudencia de lo justo.
Las primeras dos, deliberación y juicio, son actos de la inteligencia
especulativa a la que corresponde establecer lo que las cosas son. En el
hábito de la jurisprudencia, se trata de establecer si en un determinado
caso concreto hay algo que sea jurídicamente debido (es decir, judicialmente exigible) por una de las partes a la otra.
La tercera operación, la decisión, es otro juicio por el que, a partir
de la afirmación de que existe algo jurídicamente debido, se determina el medio más adecuado para hacerlo cumplir, es decir, para reparar la
injusticia.
Para cada una de estas operaciones, existen hábitos mentales específicos para llevarlas a cabo rectamente o, como se dice ahora, eficientemente.
a) El juicio sobre lo debido
Para llegar a determinar si en un caso concreto hay algo debido por una de
las partes, y en esto radica principalmente la capacidad de juzgar acertadamente, se requiere, en primer lugar, una operación de análisis o deliberación en dos direcciones.
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Por una parte, se analizan los hechos del caso con el objeto de distinguir
los que son relevantes de los que carecen de importancia para determinar si existe o no algo debido.
Por otra, se analizan las posibles reglas aplicables al caso, con el objeto de
elegir regla o conjunto de reglas (institución) que se ajusta a los hechos del
caso. La regla aplicable es aquella que se ajusta a los hechos del caso.
Una vez seleccionados los hechos y la regla aplicable, se procede a
juzgar si respecto de tales hechos y a la luz de dicha regla, existe o no
algo debido.
Para hacer correctamente este juicio acerca de lo debido, se requiere:
i) la definición de la cuestión a decidir, desde la perspectiva de la regla
aplicable y en atención a los hechos del caso, por ejemplo: ¿ha habido
incumplimiento de la obligación de entregar mercancías de la calidad convenida?, o ¿es propietario del fundo por usucapión o prescripción adquisitiva?, o ¿ha habido incumplimiento de los términos de una concesión?, o
¿hay delito de fraude genérico?, etc.; ii) la respuesta que se da a esa cuestión, que consiste simplemente en una afirmación o negación a la cuestión
planteada, como éstas: sí hay o no hay incumplimiento contractual, sí
adquirió o no adquirió por usucapión, etc., y iii) los argumentos para
demostrar la veracidad de la afirmación, que son, en primer lugar, la enunciación de los hechos conocidos que hacen ver (por inducción) que la regla
elegida es la aplicable; luego la enunciación general de la regla aplicable, y
la enunciación de los hechos conocidos a los que se aplica esa regla, de
modo que se concluye lógicamente (a manera de silogismo demostrativo)
que hay o no una conducta debida; por ejemplo, si los hechos del caso
indican que hay consentimiento sobre precio y cosa, puede inferirse que
la regla aplicable es la compraventa, y como una de ellas dice que el vendedor debe entregar mercancías de la calidad convenida (premisa mayor)
y, en el caso, el vendedor entregó mercancías de calidad deficiente (premisa menor), se concluye deductivamente que hay incumplimiento de esa
obligación contractual.
Esta operación intelectual de juzgar acerca de lo debido requiere de
estos hábitos intelectuales: i) la memoria para tener presentes las reglas
jurídicas aplicables en términos generales y las soluciones específicas a
casos análogos o precedentes; ii) la intuición o inteligencia de los primeros principios de juicio, lo cual es especialmente importante en casos
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inusitados para los que parece que no hay reglas ni precedentes; iii) la
docilidad para pedir consejo o para dejarse enseñar por quienes saben de
la materia, y que en concreto suele hacerse por el estudio de la doctrina
y precedentes pertinentes; iv) la sagacidad para conjeturar rápida y
atinadamente sobre la regla aplicable o, en otras palabras, para definir
la cuestión o planteamiento del problema, y v) la razón o capacidad de
raciocinio para hacer los análisis de los hechos y de las reglas aplicables,
pero sobre todo, para hacer correctamente el juicio y la demostración
de su veracidad.
Esta operación intelectual por la que se define si hay o no algo debido
es la más importante de todo el juicio prudencial. Constituye, por una
parte, la culminación y finalidad de la deliberación, y, por la otra, el punto de partida para decidir qué hacer.
b) El juicio de lo que debe practicarse
Si el juicio llevó a la conclusión de que no hay conducta debida, el asunto
está resuelto, el juez absuelve al demandado, aunque quizá tenga que
determinar algunas acciones que una parte deba hacer por su responsabilidad en el proceso, pero eso es ya otra cuestión.
Pero una vez asentado que hay una conducta debida, o una deuda en
sentido amplio, el juez debe determinar qué conducta debe practicar el
demandado, es decir, determinar el contenido de la sentencia. Para hacer
esto, se requiere hacer un nuevo juicio. Conviene en este momento advertir que con frecuencia se afirma que el “silogismo jurídico” comprende
como premisa mayor la regla aplicable, como menor, los hechos probados, y como conclusión, la sentencia. Pero esto es una simplificación
que oscurece el método judicial. Como se ha afirmado arriba, el razonamiento prudencial implica dos juicios: uno teórico, por el que se determina si hay o no algo jurídicamente debido, que tiene como premisa mayor
la regla y como menor los hechos probados, y otro juicio, de carácter
práctico, que conduce a determinar la conducta a seguir. La sentencia
viene siendo la conclusión de este otro juicio práctico, pero no es la conclusión del juicio teórico.
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El juicio práctico que concluye con la sentencia no es el juicio de algo
que ya es o fue, sino el juicio de una acción particular que debe practicarse
en el futuro, esto es, de la conducta que tiene que practicar el demandado
para reparar la injusticia.
En este caso, el juicio tiende a definir cuál es el medio adecuado,
en relación con las circunstancias y hechos del caso, para alcanzar el
fin. El fin, en términos generales, es siempre el mismo: reparar la injusticia, hacer que se cumpla lo debido, que se dé a cada quien lo suyo. El
medio puede ser muy variado: el pago de una cantidad, la imposición de
una pena, la revocación de una concesión, el otorgamiento de una garantía, la restitución de una cosa, la aplicación de una multa, etcétera.
Cabe notar las diferencias entre estos dos juicios. El juicio acerca de
lo debido tiene carácter declarativo (hay o no algo debido). El juicio
sobre la conducta a practicar es de carácter imperativo: ordena la realización de una conducta. Del primero se puede medir su objetividad o
veracidad, como en todo juicio especulativo, en cuanto la afirmación de
lo debido corresponda a la realidad y, en concreto, a la realidad de los
hechos y a la aplicabilidad de la regla elegida. En el otro, no puede hablarse propiamente de objetividad, porque la conducta definida por el
juez todavía no se da, es algo que habrá de darse; pero puede medirse
el juicio con otro criterio, el de su rectitud, esto es de la aptitud del
medio elegido (la conducta a practicar) para alcanzar el fin de reparar la
injusticia en el caso concreto.
Los hábitos intelectuales necesarios para hacer este juicio son los siguientes. En primer lugar por su importancia: i) la previsión o providencia, que es la capacidad de elegir los medios adecuados al fin; ii) la
circunspección o atenta consideración de las circunstancias para elegir el
medio adecuado precisamente en esas circunstancias, y iii) la precaución o
capacidad de discernir los males u obstáculos y evitarlos con las medidas
adecuadas.
VI. LOS DEFECTOS QUE IMPIDEN EL JUICIO RECTO
La falta de capacidad para juzgar rectamente es, en términos generales, la
imprudencia. Los defectos que, en concreto, causan dicha incapacidad
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son aquellos que se oponen directamente a alguna de las operaciones del
juicio prudencial, que son: i) la precipitación, opuesta a la deliberación,
que consiste en concluir velozmente omitiendo el análisis adecuado, por
ejemplo, sin examinar debidamente todas las pruebas presentadas, o sin
atender a las circunstancias especiales del caso; ii) la inconsideración, opuesta
al buen juicio, que es la falta de atención a algo necesario para que el
juicio sea recto, especialmente omitiendo la consideración de alguna
de las reglas jurídicas, y iii) la inconstancia o demora en pronunciar la decisión o juicio imperativo.
Por otra parte, puede también fallar la prudencia, como ya se dijo
arriba, no por un defecto intelectual, sino por defecto de la voluntad,
esto es, cuando el juez no quiere impartir justicia porque prefiere tener
para sí otros bienes, como dinero, poder o influencia, o porque teme
perder algo.
VII. CONCLUSIONES
El juez, como encargado por la comunidad para juzgar rectamente acerca
de lo justo en casos concretos, tiene el deber de: i) fortalecer y mantener la
voluntad de procurar la justicia, evitando todo tipo de parcialidad, y ii)
desarrollar el hábito intelectual de juzgar recta y objetivamente la conducta humana, esto es la prudencia, y los otros ocho hábitos que son
como partes de la prudencia que permiten hacer adecuadamente las operaciones de juicio, deliberación y decisión.
Esto lo ha de hacer el juez en el desempeño de su trabajo ordinario.
Es conveniente que el juez mismo se reserve el hacer las dos operaciones
principales del juicio prudencial: el juicio acerca de lo debido y la determinación del contenido de la sentencia. La delegación de este trabajo en
los proyectistas puede ser excesiva cuando el juez se limita a aprobar o
firmar los proyectos y no interviene personalmente en la discusión, especialmente en esos dos momentos ya indicados.
La capacidad de juicio del juez se manifiesta palpablemente en la
redacción de las sentencias. Quizá también valdría la pena revisar cómo
se están redactando las sentencias en cada juzgado y procurar que tengan una redacción que resulte clara, comprensible por personas que
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conozcan el caso, aunque no sean versadas en Derecho; que expresen
escuetamente en los “resultandos” los hechos considerados para el juicio
(no todos los hechos probados) y en los “considerandos” expresen también
escuetamente las reglas aplicadas (no todas las posiblemente aplicables)
enunciando verbalmente la regla, y no limitándose a señalar el número del
artículo o artículos correspondientes, y señalando los argumentos que demuestran que esas son las reglas aplicables al caso.
En las sentencias de los jueces puede conocerse su capacidad de juicio
o prudencia y medirse su progreso. El progreso ético del juez no está en
tener un expediente limpio, sino en la calidad de sus sentencias.
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